CAPÍTULO TRES

Los Salones de la Asamblea se erigían solitarios sobre la llanura de Choultry. Sus torres se asemejaban a las almenas de un castillo y sus dos baluartes acentuaban su aspecto fortificado, al tiempo que guardaban los anchos escalones de piedra que conducían a las columnas que flanqueaban la entrada. Numerosos carruajes y palanquines se aglutinaban ante aquella mansión de color blanco procedentes de la ciudad, el fuerte Saint George y el barrio de las casas ajardinadas. Caballeros con llamativas casacas y damas vestidas en seda y satén bajaban de sus vehículos y ascendían por aquellas curvas escaleras. Desde la puerta de entrada, se podían oír las notas de un minué. En el salón de baile, el murmullo de cuatrocientas voces charlando animadamente ahogaba el sonido de la orquesta.

Lord Clive celebraba un festejo para lo mejor de Madrás.

Marriott, que tenía curiosidad por saber cómo recibiría la familia Wrangham a Amaury, había cambiado de opinión. Modestamente engalanado con un traje de etiqueta propio de un escribiente acudió a aquellos salones en compañía de Amaury, que iba magníficamente ataviado con su uniforme escarlata. Su indumentaria, por contra, consistía en una chaqueta negra, unos pantalones bombachos hasta la rodilla y un bicornio plegable; moda que años después impondría el señor Brummell en los altos círculos de Londres. La longitud del salón de baile era igual a la del edificio. Multitud de velas resplandecían en las arañas que colgaban del techo. Había varias hileras de sillas de color dorado dispuestas a lo largo de las paredes. La orquesta hacía sonar las trompetas y los violines mientras lord Clive, sentado en una tarima, recibía a sus invitados.

Amaury sacó un pequeño monóculo y examinó a Anstruther que, con Caroline como pareja, ejecutaba con las puntas de los pies las diversas figuras del minué con gran delicadeza.

—Desde luego, ese hombre baila mucho mejor de lo que se bate en duelo —dijo.

—¿Y quién no, con semejante visión celestial que lo inspire? ¿Vas a pedir algún baile a la dama? —preguntó Marriott.

—No. No se puede tentar tanto a la suerte —respondió Amaury sonriendo—. Prefiero esperar a que toquen una contradanza o un cotillón y colarme en el grupo. Ahora, vayamos a tomar algo, Charles. El vino especiado de Clive suele ser bastante pasable.

Atravesaron la habitación, deteniéndose a charlar con los invitados que estaban contemplando el baile. Amaury conocía a todo el mundo. Varias damas entradas en años lo llamaban y flirteaban con él descaradamente. Las jóvenes doncellas se lo comían con los ojos con coqueta timidez, escondidas tras sus abanicos. Los caballeros le estrechaban la mano y le preguntaban por sus caballos y por su salud. Presentó a Marriott a todos y cada uno de ellos, que hacían una cortés reverencia para seguir luego bromeando con Amaury, aquel apuesto hombre de considerable estatura vestido en plata y rojo.

—¿Cuándo podremos volver a verle por la iglesia, capitán Amaury? —preguntó con descaro la esposa de un juez con un malicioso brillo en los ojos. Amaury esbozó una imperceptible sonrisa.

—Siempre, lady Caledon, que tenga la certeza de que estará usted allí para… para sujetarme.

—¡Qué aprieto, querida! —oyó susurrar Marriott tras un abanico.

—Cierto, pero es magnéticamente encantador, ¿no cree?

En el comedor atestado de gente, y ya con sus copas de vino especiado en las manos, se dieron de bruces con el general Wrangham y su esposa. Sir John lanzó una fría mirada a Amaury y, deliberadamente, cambió de dirección. Al girar, le dijo enfurecido a Marriott:

—Llevo más de un mes esperando, señor, a que me dé una explicación y me presente sus disculpas por haber puesto en peligro la vida de mi hija en su rudimentaria galeota hindú. ¿Qué pretendía con ello, si puede saberse?

Su sonrisa no dejaba traslucir seriedad alguna en aquel rubicundo rostro de nariz aguileña. Marriott se armó de valor.

—No tuve elección, señor. No se me pidió consentimiento y yo tampoco se lo concedí.

—Sí, eso mismo tengo entendido. Supongo que deberé perdonarlo —replicó riendo entre dientes para sorpresa de Marriott—. No es la primera vez que las artimañas de mi joven hija consiguen derrotar a hombres bastante más duros que usted. Señor Marriott, venga a cenar con nosotros y a aprender cómo defenderse de las armas que esa jovencita esconde bajo su armadura.

—Sería todo un honor, señor, aunque me temo que miss Wrangham sería muy capaz de traspasar mis defensas —respondió; entonces, vaciló unos instantes y dijo—: Permítame que le presente al capitán Amaury, del 7.o Regimiento de Caballería de Madrás.

La sonrisa desapareció de los labios del general.

—Prefiero seguir sin conocer a ese caballero —declaró con un tono extremadamente serio— que muestra un comportamiento tan deplorable en público como para deshonrar el uniforme que luce. ¡Al servicio de Su Majestad jamás se aceptaría tan detestable conducta!

Amaury parecía aburrido.

—En ese caso, señor, me siento afortunado de poder servir en la Compañía —bebió un trago de vino especiado y, mirando los enfadados ojos del capitán a través de la copa, añadió—: Esa arrogante intolerancia que esgrimen los oficiales reales hacia sus compañeros de la Compañía es como una úlcera para nuestros intereses en la India. Pensé que usted, señor, daría mejor ejemplo.

El rostro de Wrangham se tornó escarlata. Enderezó los hombros. A pesar de ser un hombre menudo y delgado, tenía un aspecto imponente que lo hacía parecer más alto.

—No tengo ningún prejuicio contra los oficiales de la Compañía, pero sí contra los vividores borrachos, lleven la insignia que lleven. —Entonces, volviéndose hacia su esposa, que había escuchado la conversación con cierta angustia, dijo—: Vamos, querida. Debemos agradecer a lord Clive su magnífica hospitalidad.

Amaury contempló con rostro impasible cómo se marchaban.

—Tengo entendido que es una persona excelente, pero está claro que carece de sentido del humor. ¿No se habrá emborrachado nunca este hombre? Ya ves, Charles, te ha declarado la guerra. A lo mejor me paso a su bando —agudizó el oído hacia la puerta de entrada—. Están empezando a tocar un cotillón. ¡Tratemos de colarnos en el grupo de ocho que cuenta con la compañía de Caroline!

Amaury escogió el momento adecuado y logró unirse al grupo. Marriott se retiró hacia una de las paredes y observó la escena desde allí. En cuestión de segundos, los compases del baile lograron que Amaury se viese cara a cara con su presa. Caroline lo miró con los ojos abiertos como platos e hizo una mueca de desaprobación con la boca. Ejecutó los pasos que exigía el baile y pareció sumamente aliviada cuando, por fin, los compases de nuevo la alejaron de él. A las demás parejas les dedicaba sonrisas y respondía con agrado a sus bromas; sin embargo, cuando le tocaba el turno a Amaury, no le expresaba emoción alguna, lo miraba de manera fría y no le dirigía la palabra. Marriott reprimió una sonrisa.

Cuando finalizó el cotillón, Amaury fue a su encuentro.

—El foso todavía no está practicable —dijo con ironía—. Sus muros son de granito y están protegidos por una hilera de hierros incrustados. Tendré que tratar de sitiarla desde paralelos más cercanos y estar preparado para recibir pesadas baterías. Esto promete ser una larga conquista. Ayúdame, Charles, ruégale que te conceda un minué y defiende mi causa ante ella.

—Si he de defender alguna causa, será la mía propia —respondió Marriott con sequedad.

La orquesta tocó una contradanza, un baile de origen escocés y un cotillón más. Amaury bailó todas las piezas, uniéndose al grupo de hombres ansiosos por llegar a Caroline. Muy poco seguro de sí mismo, Marriott le pidió un baile. Ella le prestó una calurosa acogida que lo colmó de alegría y sorpresa al mismo tiempo. Lo saludó radiante y, sonriente, rechazó a los demás galanes que pretendían su mano.

—Espero, señor Marriott, que no haya recibido de mi padre recriminación alguna por haberme llevado a tierra —dijo Caroline al son de los compases del minué.

—Creo que cuento con su perdón. El general me ha invitado a cenar con él, lo cual estoy seguro de que será un placer inconmensurable. —Marriott la guio para que no pisase el charco de aceite que había caído de una de las arañas—. Si desea dar un paseo a caballo al alba o al anochecer, miss Wrangham, ¿me permitirá el honor de acompañarla?

—Por supuesto que sí, señor, aunque me temo que no estaremos solos —dijo arrugando la comisura de los labios—. Hay otros tantos caballeros que han tenido esa misma idea, de modo que prácticamente me encuentro escoltada por toda una tropa. Si pasa mañana por el monumento a Powney media hora después de los cañonazos, podrá unirse al desfile de jinetes.

Caroline dejó de bailar un momento y abrió su abanico de color plata y marfil. Los húmedos rizos caoba se le pegaban a las sienes y diminutas perlas húmedas refulgían en su frente.

—¡Hace un calor monstruoso! —se quejó. Marriott asintió; el sudor le caía por los brazos hasta chorrearle por la punta de los dedos. El salón estaba abarrotado. Una fastuosa y colorida multitud se movía al unísono al son de la lastimera melodía que tocaba el violín. Las arañas daban luz, pero también calor. Los caballeros, con aquellas gruesas casacas, desprendían calor como si de calentadores de cama se tratara. El sofocante aire de la noche se colaba por las ventanas. Caroline se secó la cara con delicadeza, guardó el pañuelo de lino en su bolso fruncido y observó con desagrado a una pareja que bailaba al lado. Amaury llevaba del brazo a una voluptuosa mujer de cabello negro y secaba descaradamente sus sudorosas mejillas con un enorme pañuelo que tenía los bordes de encaje.

—Juro que no puedo soportar más este calor —la oyó decir jadeante—. Le ruego, capitán Amaury, que me acompañe a mi palanquín.

Caroline los siguió con la vista a través de los demás bailarines.

—¡Ahí va la señora Delderfield! —dijo con aire amargo—. ¡Apuesto diez fanams por pagoda contra un portugués! Según tengo entendido, el comandante Delderfield se ha tenido que ausentar de su domicilio para aplacar un altercado en Tiroopattee. Así que dudo, señor, que vuelva a ver a su amigo esta noche, dadas las circunstancias…

—A lo mejor ese juicio censurador es demasiado precipitado, miss Wrangham —Marriott respondió con aire vacilante—. Me impresiona que, tras sólo dos meses en Madrás, haya logrado dominar con tal rapidez nuestra jerga local. Pero le ruego que tenga cuidado con la expresión portugués porque, en otros casos, podría sonar descortés. Se usa vulgarmente en Madrás para referirse a las personas con mezcla de sangre europea e indígena.

—Lo sé perfectamente —la música terminó y Caroline hizo una reverencia—. Permítame que le diga que es un excelente bailarín, señor. Estoy sedienta. ¿Tomamos un refrigerio?

A su entrada en el comedor, un puñado de galanes la rodeó de inmediato. Caroline rechazó sus peticiones de baile y, mediante gestos, indicó a Marriott que se reuniese con ella en un hueco que había ante una ventana. Contempló la oscura llanura que se extendía hasta las apiñadas luces de Black Town.

—Esta es una extraordinaria sociedad, señor Marriott —dijo con aire pensativo—. En poco tiempo, muchas son las cosas que he descubierto acerca de ella; no me ha sido difícil, estando como estoy rodeada de chismosos, tanto de género femenino como masculino.

Usted mismo —dijo lanzándole una mirada de reojo que hizo a Marriott sacudirse como un barco a punto de encallar— tampoco ha escapado a mis pesquisas. El señor Harley lo tiene en alta estima y yo no he encontrado razón alguna para contradecir su juicio.

Marriott observó su perfil, con aquella nariz ligeramente inclinada, esa ancha boca inquieta y aquellos almendrados ojos de largas pestañas. Tenía una vitalidad demasiado enérgica como para ser una belleza clásica; carecía de esa quietud estática que tanto admiraban los poetas. ¡Al infierno con Pope, al diablo con John Dryden! Impulsivamente, le cogió la mano.

—Prometo poner todo mi empeño —dijo con gran fervor— en probar ser merecedor del lugar que ocupo en sus afectos.

Los dedos de Caroline se escurrieron suavemente de aquella mano.

—¡Mire! ¡Una estrella fugaz! ¡Qué hermosa estela curva! —Se apoyó en el borde de la ventana para seguir el curso del meteoro y prosiguió con dulzura—: Me puede llamar Caroline cuando estemos a solas… Charles. ¡Mire, ha desaparecido! Ahora, le ruego que me lleve ante mis padres. ¿Le veré mañana en el monumento?

—¿Sí? ¿Me verá?

Con un dedo sobre los labios, lo miró pensativa.

—Usted me agrada, Charles, aunque no puedo decir lo mismo de todas sus amistades y, en particular, de cierto caballero. ¿Supongo que no se le ocurrirá llevar consigo al capitán Amaury?

—¡Por supuesto que no! De todos modos, no podría ir. Debe asistir a los ejercicios de instrucción de seis a nueve.

—Ah, ¿sí? En ese caso, parece que al menos merece cierto respeto por atender sus obligaciones. Por lo visto, los demás oficiales que me han ofrecido su compañía no son tan celosos al respecto. Es la única cualidad digna de admiración que logro ver en el capitán Amaury.

—Si tanto le desagrada… —dijo Marriott tragando saliva— si tal es su aversión… ¿preferiría que cortara los lazos que me unen a él?

Los ojos de Caroline se llenaron de consternación.

—¡Por supuesto que no! —adoptó cierto tono remilgado—. Las mujeres no debemos interferir en los asuntos de los caballeros y, bajo ningún concepto, inmiscuirnos en sus amistades por desaconsejables que resulten. ¡No soy una puritana reformista, señor Mar… Charles!

Marriott trató de ocultar su decepción.

A pesar de lo temprano que acudió al monumento a Powney aquella mañana, otros siete jóvenes se le habían adelantado y ya estaban a la espera: dos alféreces cipayos, dos dragones Ligeros, dos mercaderes asistentes y el señor Fane. Cuando llegó Caroline, acompañada por Anstruther y dos mozos de cuadra, la colmaron de joviales saludos. Tenía un aspecto adorable con su túnica de montar de alamares dorados y de un color esmeralda que igualaba al de sus ojos. Un tricornio de terciopelo cubría parte de sus rizos castaños. Embridó a un ejemplar árabe y venció la testaruda quietud de la yegua dando un toque invisible en la espuela, al tiempo que acariciaba sus curvas con aire compasivo.

Iba sentada a horcajadas sobre el animal.

La túnica, que le llegaba hasta los tobillos, estaba abierta por delante y por detrás y dejaba adivinar los esbeltos muslos que se escondían tras aquellos apretados pantalones de gamuza. Marriott apartó la vista de ella apresuradamente para dedicar una mirada punzante a Fane, cuyos ojos se le salían de las órbitas dejando traslucir demasiado obviamente el enorme interés que sentía. Marriott se preguntó cómo era posible que su irascible padre tolerase tal atrevimiento. Entonces, recordó lo que Caroline le había dicho: Sir John era incapaz de negarle nada. Sin duda, el escandaloso aspecto de su hija confirmaba que así era.

El desfile de jinetes cabalgó a lo largo de la costa, no exento de ciertas embestidas en lucha por ocupar un sitio al lado de la joven. Anstruther renunció al suyo, alcanzó a Marriott e hizo un gesto con el látigo.

—¡Una vista maravillosamente diferente a la de Hyde Park!

El mar, totalmente en calma más allá de las tres encrespadas zonas de oleaje, lanzaba destellos dorados bajo el sol. Más adelante, se extendía una llanura plagada de montículos, con algunas zonas de hierba reseca por el sol bañando su arenosa tierra amarilla. Se veían varias palmeras dispersas y unos quebradizos arbustos cubiertos de polvo. La brisa que soplaba del interior, caliente y molesta, hizo que las palmeras vibrasen emitiendo ásperos crujidos y arremolinó las hojas secas en ventosas espirales; también trajo desde la playa el olor a excrementos, peces podridos y carroña. Esa zona de la playa servía como lugar de enterramiento de los pescadores, como letrina y como vertedero. Algo más allá de los botes y los restos en descomposición, merodeaban varias manadas de perros salvajes; nadie se aventuró a bajar de su caballo o su carruaje para dar un paseo por la arena.

Marriott azotó con su látigo a un perro vagabundo que se puso a gruñir. El golpe alcanzó la pezuña de su propio caballo.

—Los monzones empezarán a soplar dentro de una semana —dijo—. Desgraciadamente, no le puedo prometer que este sofocante calor vaya a ceder; sólo adoptará una textura distinta. Eso sí, este árido paisaje se volverá tan verde como un prado inglés en primavera.

—Toda una Arcadia, sin duda —respondió Anstruther con indiferencia. Habló sobre cosas triviales.

Una obra que prometía representar en el teatro, El marido provocado. «Yo mismo me he comprometido a interpretar un papel femenino en ella».

Una partida de cartas en una casa particular en la que un oficial había perdido doscientas pagodas en una hora, «Se apostó fanams y fanams sin límite. ¡El pobre idiota no entendía esa moneda!».

Los libros que había adquirido recientemente la biblioteca pública, «Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, de Gibbon. Condenadamente aburrida, se lo aseguro».

Anstruther se había despojado de su actitud altanera. Seguramente, dedujo Marriott, el reciente duelo había acabado con su refinado engreimiento. Le contó que no le satisfacía su puesto como edecán.

—Esa es labor para un petimetre, no para un oficial —se lamentó. Acto seguido, expresó su esperanza de encontrar el momento oportuno para entrar en el 19.o Regimiento de los Dragones Ligeros.

En resumen, el corneta Richard Anstruther se estaba empezando a convertir en un joven de lo más afable.

Un buey en descomposición imprimió a la brisa un hedor nauseabundo. Caroline arrugó la nariz, salió de la playa y cruzó la llanura hasta la pista del hipódromo, que se curvaba formando un arco de una milla de longitud más allá de los Salones de la Asamblea. Por el suave y verde césped del hipódromo, regado todas las semanas y alisado por camellos, azotó a su yegua para que cabalgara a medio galope. Su séquito la seguía en paralelo. Con un pícaro brillo en los ojos, Caroline observó la hilera de caballos que corcoveaban su lado.

—Les propongo una carrera, señores míos. ¡A sus puestos! El ganador obtendrá un beso como recompensa.

Bajó las manos y su yegua salió despedida como un pequeño cometa gris.

«¡El descaro de esta muchacha me desconcierta! —se dijo Marriott a sí mismo—. No me ha dirigido la palabra desde que me quité el sombrero para saludarla. Pienso ganarme ese beso o, al menos, dejarme la piel intentándolo».

Los caballeros salieron con gran alborozo en persecución de aquella túnica verde claro, viendo cómo la distancia que los separaba de ella aumentaba a cada paso, y se prepararon para emprender una enérgica carrera. El zaino castrado de Marriott, de madre inglesa pero criado en Arabia y adquirido a un oficial lisiado a causa de las heridas sufridas en combate, había ganado varias carreras en esa pista durante aquel año. Apretó las piernas y sintió el pulso del animal; el zaino bajó la cabeza y emprendió la marcha en un acelerado galope. Anstruther lo seguía a cierta distancia, agitando su látigo y cantando. Un alférez lo recriminó por la torpeza con que avanzaba su caballo. El tricornio de Caroline salió volando y su cabello quedó ondeando al viento como una llama danzarina. Echó un vistazo por encima de sus hombros y se topó con la mirada de Marriott. La cabeza del zaino estaba para entonces a la misma altura que la rodilla de la joven. Rio estrepitosamente. La yegua árabe empezó a flaquear, Marriott la adelantó y ganó la carrera por un par de pasos.

Jadeando y riendo, detuvieron a los caballos. Caroline, con los muslos a la vista en una adorable estampa, se colocó la túnica.

—¡Pardiez, señor! —dijo el alférez resoplando—. ¡Monta usted un magnífico ejemplar! No sé si habría una suma que pudiera pagar en caso de estar a la venta. ¿Cuánto pide por él?

—Después de haber ganado esta trascendental carrera donde había tanto en juego, no tengo intención alguna de venderlo. Si tengo suerte, ¡puede que vuelva a ganar el mismo trofeo en otra ocasión!

—¡Vaya! —dijo Fane con su radiante cara redonda—. ¿Y cuándo se pagará el premio?

—Todas las apuestas —respondió Anstruther— se tienen que cobrar antes de abandonar el hipódromo. Es la norma esencial del club hípico.

Caroline miró de reojo al vencedor. Ruborizada e inquieta, no dejaba de mover los ojos.

—Acérquese, Señor Marriott —dijo señalándolo con el dedo—. No tengo por costumbre tirar besos.

Marriott se acercó a ella con su caballo, se quitó el sombrero y le ofreció la mejilla. Algo rozó sus labios con dulzura. Sintió un toque tan suave como el de una mariposa al posarse.

—En realidad, está usted derrotado —susurró Caroline.

Los demás jinetes aplaudieron.

—Charles, ¿cuándo te buscarás una mujer? —preguntó Amaury.

Estaban paseando por los Jardines de Moubray, un hexágono de siete acres rodeado por muros de barro. Era una tierra baldía llena de arbustos y hierba. La basura se amontonaba en las esquinas y había pequeños montículos de piedras. En los cobertizos y los establos —unos edificios bajos de ladrillo con empinados tejados de paja— los mozos de cuadra agrupaban a los relinchantes caballos en hileras, mientras uno de ellos lavaba un carruaje de dos caballos. Las habitaciones de los sirvientes se encontraban enfrente, en unas casuchas apiñadas, de paredes encaladas y techos planos. Bajo una higuera de Bengala, había otro edificio algo más pretencioso: una casa de una sola planta adornada por verandas, una balaustrada y una verja.

—Dos cuartos de la casa de la bibee están aún sin ocupar —dijo Amaury, señalándola con el dedo—. Mi adorable Kiraun, originaria de Hyderabad, se queja de que se encuentra sola. Las criadas de Madrás que la atienden hablan un dialecto diferente al suyo. ¿No le prestarías algo de compañía?

—Yo nunca he convivido con mujer alguna. No había sitio para ello en mis dependencias del fuerte Saint George.

Amaury, preocupado, lo miró fijamente.

—¡No me creo que te hayas debido a la abstinencia durante estos dos asfixiantes años!

—¿Tanto te cuesta creerlo? Antaño visitaba a la señora Bradly con frecuencia.

Amaury conocía a Amelia Bradly: un decadente ejemplar humano al que las tormentas de las tensiones y el sufrimiento habían arrastrado hasta la costa de Coromandel. Su padre era capitán de la armada. De familia respetable, había sido seducida a una tierna edad por un corneta de la caballería de vida disoluta y decidió acompañar a su amante cuando su regimiento de dragones fue destinado a Madrás. Su protector había muerto en las guerras de Misore. La joven, pobre y desamparada, logró alojamiento en casa del dueño de una taberna de Black Town. Para pagar la renta y poder comer, decidió dedicarse al oficio de cortesana. El propio tabernero era su proxeneta y le proporcionaba los clientes. La señora Bradly era mucho más recelosa que las demás prostitutas de Black Town: únicamente concedía sus favores a los europeos, mantenía limpias y ordenadas sus dependencias y servía a sus clientes un vino aceptable.

—¿Antaño, Charles? ¿Y por qué has dejado de solicitar los servicios de la dama? ¿Hasta ese extremo te tiene trastornado la hermosa miss Wrangham?

—¡Qué gracioso eres, Hugo!

Se apoyó en una valla llena de zarzas y marcó el lomo de un becerro que descansaba en el corral de la finca junto a los venados, las cabritillas, los patos y los gansos. Era habitual que las haciendas mantuviesen una colección privada de animales a los que engordaban para luego servirlos en la mesa.

—No es por eso. Le prometí a Harley que renunciaría a Black Town. Si fuese allí a visitar a una mujer de costumbres licenciosas, difícilmente cumpliría mi promesa.

—¡Pero esa es una situación abominable! —replicó Amaury con seriedad—. Tenemos que encontrar rápidamente el modo de ponerle remedio antes de que tu salud se resienta.

Se quedó pensativo unos instantes, se giró y empezó a dar órdenes a gritos.

—Enjaezaremos una calesa e iremos a buscar a la señora Bradly —anunció—. Si tú ya no puedes ir a verla allí, tendremos que convencerla de que se venga a vivir a los Jardines de Moubray. ¡Eso haremos!

—Hugo, ¡por el amor de Dios!…

Amaury lo empujó al interior de la calesa y partieron hacia Black Town. Recorrieron a bandazos las estrechas calles llenas de baches y se detuvieron ante un sórdido edificio flanqueado por comercios y bodegas. La cal de sus paredes estaba descascarillada y lucía enormes desconchados marrones similares a las manchas de una piel tiñosa. Un portero vestido con una mugrienta librea abrió las oxidadas puertas y los guio por el desastrado vestíbulo, que apestaba a grasa y curry, hasta una habitación del interior. Amelia Bradly se levantó de su diván y los saludó con una nerviosa reverencia.

—¡Dios santo! ¡Qué gran honor! Espero que disculpen que los reciba en paños menores. No esperaba compañía —señaló con el dedo a un hombre muy mal vestido, que los miraba con cara de pocos amigos y que ni siquiera se había molestado en levantarse cuando entraron en la habitación—. Permítanme que les presente…

Amaury dirigió un breve gesto de saludo a aquel rostro caoba que parecía no haberse afeitado en tres días. Tenía aspecto de navegante; bien podría ser el capitán de alguna goleta mercante atracada en los fondeaderos.

—A su servicio, señor —dijo dirigiéndose a él—. Con su permiso, nos gustaría tener unas palabras en privado con la señora Bradly.

El hombre frunció el ceño y abrió la boca para decir algo, pero prefirió callar al toparse con la mirada de Amaury. Entonces, farfulló algo entre dientes y se marchó de mala gana. Cuando salió de la habitación, Marriott cerró la puerta tras él de una patada.

—Amelia —dijo Amaury como si tal cosa—, vengo a proponerle algo que cambiará su situación. Usted merece un hogar mucho mejor que estos pestilentes aposentos —dijo echando un vistazo a la habitación. Las cortinas estaban deslucidas, las alfombrillas, raídas. El estilo completamente anticuado de los pesados muebles parecía remontarse a la época de la primera factoría que la Compañía construyó en Madrás. Y absolutamente todo lo que allí había estaba escrupulosamente limpio e infinitamente desgastado.

—Resumiendo, querida, ¿estaría dispuesta a considerar ponerse bajo la única protección de Charles Marriott y a trasladar sus aposentos a los Jardines de Moubray?

Amelia carraspeó y abrió sus azulados ojos con sorpresa. Era una hermosa mujer de cabello dorado que, seguramente, no llegaba a los veinte años. El clima y los rigores de la vida que llevaba todavía no habían hecho mella en su rosada piel. El diáfano camisón de muselina que vestía dejaba adivinar una figura deliciosamente voluptuosa. Sobre el generoso pecho blanco, lucía un pañuelo que apenas alcanzaba a ocultarlo. Marriott examinó aquellas turgentes curvas. Después de todo, la idea de Hugo se le empezaba a antojar cada vez más sensata.

—Le prometo, Amelia —dijo ardientemente—, que no le faltará nada.

—Pero ¿cómo habría de dejar esta casa? Le debo a mi arrendador la renta de dos meses… No tengo ropas decentes… Además, hay un caballero que espera ser atendido esta noche…

Amaury logró vencer alegremente tan irresoluta resistencia. Marriott fue a buscar al tabernero, un astuto villano dedicado por igual a trapichear con cretona, paño satinado, índigo y pimienta y a desplumar a los clientes de su local, la taberna Whittle. Le pidió papel y pluma y extendió un cheque para liquidar todas las deudas pendientes. Después, habló con la criada de la dama —una portuguesa con aspecto de fulana— y pidió una carreta para que transportara su equipaje. Cuando volvió al salón, se encontró a su melindrosa cortesana llorando de alegría sobre el hombro de Amaury, aparentemente ajena a aquellos dedos furtivos que manoseaban sus pechos.

—En esta empresa no hay participaciones, Hugo —dijo Marriott lanzando a su amigo una mirada burlona—. ¡El monopolio es mío!

Cubrió con una capa la escasa vestimenta de Amelia y la acompañó hasta la calesa. Amaury condujo el vehículo por aquellas apestosas calles sin alumbrado en dirección a las luces que, procedentes de las casas ajardinadas, surcaban la llanura de Choultry como si de enormes barcos blancos se tratara. Marriott despertó del ensueño en que se había sumido.

—Hugo, la casa de la bibee no es apropiada —anunció con decisión.

—¡Pues claro que no! Ni tampoco Kiraun aceptaría la presencia de otra extranjera. Para ella tengo que buscar —dijo Amaury cavilante— una compañía agradable que también sea de Hyderabad; una criada cuya erudición sea tan excitante como la suya. Pero para Amelia acondicionaremos una habitación al lado de las nuestras.

Una vez en los Jardines de Moubray, Marriott la condujo a su dormitorio. Amelia contempló admirada aquellas blancas paredes decoradas, las enormes ventanas con cortinas de lienzo estampado, los muebles de palisandro y las alfombras turcas que cubrían los dibujos del suelo. Dejó escapar un ahogado sollozo y echó los brazos al cuello de Marriott.

Él la despojó de la capa con que la había tapado y la condujo hasta la cama.

El inesperado traslado de la señora Bradly causó tal sorpresa en Madrás que no se habló de otra cosa en dos días. En las tabernas y las cantinas se oían rumores de todo tipo. No todo el mundo aprobaba su marcha, pues muchos habían sido los caballeros que habían tenido el placer de compartir los encantos de la dama. ¿Qué se traería entre manos ese condenado escribiente para haber retirado de la circulación a la cortesana más solicitada de toda la ciudad? Marriott era consciente de que, para tomar su decisión, Amelia había considerado unas razones en las que él poco tenía que ver: la creciente aversión que sentía por la vida que llevaba en Black Town, su deseo de adquirir cierta seguridad, por endeble que fuese, y el persuasivo encanto de Amaury fueron los motivos que realmente la pusieron bajo su cuidado.

Pronto se dio cuenta de que los rumores habían llegado más allá de su círculo de amistades masculinas. Los miembros de la alta sociedad tenían la costumbre de cenar en exceso y retirarse luego a descansar para reponerse pero, antes de la puesta de sol, solían salir a airearse un poco por la pista del hipódromo. Se reunían con sus caballos y sus carruajes ante los Salones de la Asamblea, un lugar excepcional para hacer despliegue de todo su esplendor y, al mismo tiempo, ponerse al día en los rumores del momento. Las damas se acicalaban y vestían sus mejores galas para comentar las últimas fruslerías de las que habían tenido conocimiento a través de algún mercante inglés recién atracado; afilaban el ingenio y esgrimían maliciosos argumentos. Los caballeros, ataviados con modernas chaquetas, montaban sus caballos más vistosos. Aunque el monzón del oeste ya había llegado surcando el cielo de amenazadoras nubes y sumiendo al país en un temporal de lluvias y vendavales, por las noches cesaba la lluvia y, al ponerse el sol en el aguado paisaje, la vegetación adquiría hermosos tintes dorados sobre aquellas agrietadas tierras que parecían ir a desmoronarse ante la fuerza del monzón. Tras haber pasado el día confinados en sus casas al calor de las estufas, aquellos hombres disfrutaban enormemente de su paseo en el exterior, tomando un poco el aire en medio del vendaval.

Marriott se dirigió a la pista del hipódromo cabalgando a medio galope a lomos de su ejemplar castrado. Sintió cómo el sudor empapaba su nueva chaqueta de algodón y decidió dar un paseo. En su camino, se cruzó con varias calesas, varios tílburis, varios faetones y otros carruajes de dos caballos. Finalmente, se detuvo junto a un landó en el que miss Wrangham, con aire extremadamente recatado, charlaba con el capitán de un mercante inglés.

—¡Cuán intrigante, capitán Stanton! ¡Le doy mi palabra! Y, dígame, ¿cómo logró superar el peligro cuando su artimón cayó por la borda?

—¡Ejem!… Miss Wrangham…

—¡Oh, señor Marriott! El capitán Stanton me estaba relatando el terrible azote que sacudió al Lord Candem en medio de un huracán cerca de Malabar. ¡Qué afortunados somos los que vivimos en tierra firme! Nuestro mayor peligro sería toparnos con un caballo desbocado… ¡O con una dama demasiado lanzada!

Marriott empezó a tartamudear y enrojeció por completo.

—Hablando de caballos, señor —continuó la joven—, he oído que sus establos han crecido. Al parecer ha adquirido usted una briosa yegua inglesa. Al menos, eso es lo que se cuenta. Me imagino que será un placer montarla, ¿no?

Lady Wrangham agitó las manos.

—Caroline, ¡te lo pido por favor! Estás siendo vergonzosamente insolente… —se reclinó débilmente sobre los almohadones del landó.

—¡Contén ese descaro! —gruñó el general, que dirigió a Marriott una mirada llena de comprensión, una mirada de un hombre de mundo a otro—. Los rumores en esta ciudad traspasan todas las fronteras del decoro. Nadie puede estar seguro de que su reputación esté a salvo. Caroline, debes aprender a dominar esa lengua.

—Yo sólo pretendía felicitar al señor Marriott por la adquisición de tan excelente yegua —protestó con aire de jovencita inocente ofendida—. Tan briosa, según me han dicho. Con las caderas firmemente dispuestas y los músculos de las patas perfectamente entrenados.

El capitán Stanton, que parecía desconcertado, saludó con su sombrero y se marchó. Lady Wrangham se puso a comentar absurdamente la última obra que se había representado en el teatro; El Marido Provocado había sido todo un éxito. El general hizo a su hija un gesto monitorio con el dedo y se puso a reprenderla en voz baja. Caroline asentía con la cabeza.

—Señor Marriott, entiendo que lo he ofendido en cierto modo. Le ruego que acepte mis disculpas —dijo con una sonrisa radiante—. Jamás hubiera pensado que pudiera causar consternación alguna por interesarme amablemente por la adquisición de ese caballo de montar.

Entonces, adoptó una actitud más indulgente y se puso a charlar sobre cosas sin importancia. Hubo un instante en que empezó a balbucear, sus ojos despidieron un destello de acero y subió la barbilla. Marriott reconoció a Amaury a las riendas de un elegante carruaje vis á vis. Se había detenido junto a un faetón y charlaba con su ocupante. Inmediatamente, logró que Caroline apartara la vista de la seductora señora Delderfield e hizo que su atención se centrase en el Landó de cuatro caballos que se aproximaba chapoteando por los charcos del fuerte Saint George. Iba escoltado por dos lanceros de casacas escarlatas.

—¡Mire! Lord Clive nos honra con su presencia.

—El gobernador, ¿no es así? —dijo el general—. Tengo que hablar con él —añadió haciendo un gesto al cochero para que arrancase. Marriott se tocó el sombrero en señal de despedida antes de que el vehículo de los Wrangham emprendiese la marcha. Entonces, vio a Joseph Harley haciéndole señas desde una magnífica calesa. Bajó de ella y se acercó a él.

—Tengo noticias que contarle, señor Marriott. El enfermizo chico que subió al trono de Karnataka cuando murió Muhamed Alí yace a punto de morir en su palacio de Chepauk —dijo apuntando con la mano hacia los alminares dorados y blancos que resplandecían a lo lejos bajo el sol—. Karnataka pronto se quedará sin gobernante y la Compañía está considerando la posibilidad de tomar sus riendas. Si lo lográsemos, nuestro dominio se extendería desde los Circares hasta el cabo Comorin, pero en los Circares del Norte nuestro influjo es prácticamente simbólico. Así que he propuesto que la Compañía tome el control. Necesitamos factorías en esa zona. El gobernador está de acuerdo y me ha puesto al cargo para que haga las gestiones oportunas.

Marriott apenas le prestaba atención. El viejo Harley tenía tendencia a divagar sobre la política del gobierno y sobre decisiones que escapaban a la sencilla mente de un humilde escribiente. Marriott pensaba en la malicia de Caroline y decidió que era una joven extremadamente intolerante: todos los solteros que él conocía tenían mujeres amancebadas. ¿Acaso exigía ella que sus pretendientes viviesen como pálidos monjes? Con la mente distraída, Marriott contempló la agitada escena que lo rodeaba. Aquellas damas en los carruajes, ataviadas con sus mejores galas, de colores tan vivos que parecían llamativos ramos de flores. Los sirvientes con sus libreas chillonas, de pie sujetando los caballos por la cabeza. Los jinetes que cabalgaban por la pista del hipódromo. Nuevos personajes que llegaban, otros que se iban… Madrás al completo parecía haber acudido a la cita para tomar un poco del pesado aire del monzón.

—¡Le ruego que me escuche! —pidió Harley con brusquedad—. Lo que tengo que decir puede que afecte a su futuro. Supongo, señor, que recordará cómo le ayudé a ascender dentro de la administración. Lo que tengo ahora en mente es esto: después de la renovación de su comisionado con la categoría de mercader asistente —que me imagino que le habrá aportado los fondos suficientes como para lograr una posición segura—, creo que es hora de que lo nombren recaudador de Bahrampal, un distrito que limita con los estados marathas de los Circares del Norte.

Los divagantes pensamientos de Marriott volvieron abruptamente a la realidad.

—Su propuesta me honra, señor, pero… ¿Un destino en una extravagante jungla perdida en medio de ninguna parte? ¿Dejar Madrás? —dijo contemplando a Caroline, que charlaba animadamente con un caballero junto a lord Clive.

Era un hombre delgado de mediana altura que vestía una sencilla casaca azul, bombachos grises y un sombrero negro de tres picos. «Un condenado secretario —pensó— que se da más importancia de la que le corresponde».

—Señor Harley, no tengo experiencia…

—Recibirá unas instrucciones muy completas —respondió el mercader con un tono áspero—. Y, por supuesto, no irá solo. Lo escoltará un destacamento militar al mando de un oficial de confianza. Y también se le asignará un ayudante civil. He pensado en el joven Fane…

—¿Cuándo tendría que partir?

—No antes de que haya pasado el monzón del este. Seguramente, algo más tarde. Todavía hay muchas cosas que organizar.

Un carruaje se detuvo junto a ellos sobre el aguado fango, salpicándolos.

—¿A qué se debe ese abatimiento, Charles? —dijo Amaury—. Buenos días, señor Harley. ¿Ha visto quién ha venido? —dijo señalando con el látigo al hombre del sombrero negro de tres picos que, en ese momento, reía estrepitosamente ante las ingeniosas ocurrencias de Caroline—. El coronel Arthur Wellesley. Compartimos un hueso de cordero para desayunar antes de la batalla de Seringapatam.

—Un oficial de lo más prometedor, según me cuentan mis amigos militares —apuntó Harley—. Ha llegado de Misore recientemente para consultar unos asuntos con el general Harris.

Marriott escudriñó el elegante vis á vis amarillo de Amaury; llevaba el escudo de armas grabado en los laterales y tiraban de él dos briosos caballos zainos; el lacayo vestía una elegante librea azul.

—Un magnífico carruaje. No lo había visto nunca.

—Lo suficientemente magnífico, creo. Es uno de los mejores de Delaval —respondió Amaury complacido—. El Lord Candem no lo desembarcó hasta ayer. Tengo que hablar con Wellesley. Permítanme que les presente.

Saludaron al gobernador que, aunque hizo un gesto amable con la cabeza, no dijo una palabra. Una taciturna mirada delató que pretendía evitar inútiles discusiones. Wrangham ofreció una fría reverencia a Amaury, pero escuchó con gran atención cuando entabló con Wellesley una conversación que se remontaba a la oscura actuación que tuvieron en el pasado en algún lugar llamado Sultanpettah en el que, según dedujo el general, las cosas se habían torcido de la peor manera posible. Miss Wrangham, recostada sobre los cojines con aire lánguido, se abanicaba y parecía albergar un repentino interés por los chillidos de los loros procedentes de las alturas. Había devuelto a Amaury el saludo con un microscópico gesto. Después, simplemente se limitó a ignorarlo. Marriott se decidió a hacer un comentario, pero obtuvo una mirada ardiente y silencio por toda respuesta.

—Así que, señor mío —concluyó el coronel Wellesley—, nunca más volveré a atacar en la oscuridad a un enemigo bien preparado y fuertemente apostado, cuyos puestos no se reconocen a la luz del día.

—¡Una historia realmente fascinante! —exclamó Amaury—. Que, además, explica muchas de las cosas que nunca había logrado entender de esa actuación nocturna suya. Pero no quiero entretenerlo más.

Tomó las riendas y observó la figura de Caroline atrincherada rígidamente en su asiento. Un malicioso destello de alegría brilló en sus ojos; se quitó el sombrero y señaló con él el vis á vis y los caballos.

—¿Qué le parece mi modesto vehículo, miss Wrangham?

Caroline recorrió el espléndido carruaje con una mirada despectiva.

—Realmente elegante —respondió con frialdad—. Bastante espectacular.

Amaury soltó una carcajada.

—¿Y qué opina del cebo del interior?

—¿Le importaría —respondió Caroline— hablar en inglés o en francés?

El coronel Arthur Wellesley estalló en una carcajada al tiempo que daba palmadas sobre sus rodillas.

—Tu turno, Charles. Apuesto una pagoda contra un fanam a que no haces blanco.

El fuerte viento transportaba unas negras nubes y arremolinaba las hojas por toda la Parada con sus ráfagas. La intensa lluvia caía con fuerza formando una reluciente cortina transparente. El bramido del oleaje era incesante, un cañoneo sin límite. Olas gigantes avanzaban estrepitosamente hacia la costa y rompían en la playa lanzando enormes espirales de espuma. No había barcos en los fondeaderos porque ninguna embarcación sería capaz de echar el ancla en medio de aquel enfurecido vendaval costa afuera. De octubre a diciembre, cuando imperaba el monzón del noreste, los seguros de las naves no cubrían la zona comprendida entre las Palmiras y el cabo Comorin. La bandera de San Jorge se arriaba y su asta desnuda alertaba a los navegantes para que se alejasen.

Marriott amartilló su pistola, un pesado ejemplar que había cogido prestado de la tienda de campaña en la que guardaba sus armas el 19.o Regimiento de los Dragones Ligeros. Ajustó la mira y disparó. La bala pasó de largo del empapado blanco. El viento agitó la humareda.

—¡Los culatazos de este artefacto son como coces de un semental! —se lamentó.

El grupo, compuesto por una mezcla de oficiales y civiles, había buscado cobijo en una choza con el techo de ramas de palmera que los soldados siempre colocaban allí en la estación de las lluvias para resguardar la pólvora durante las prácticas de tiro. Entre la línea de disparo y el lugar del objetivo, boca arriba sobre unas cañas de bambú, había una docena de vasijas y tarros de barro. Un capitán de la artillería disparó y falló.

—Incluso a quince pasos —gruñó—, este condenado viento desvía la bala.

Joseph Harley se colocó en la línea de disparo con una pistola en cada mano. Apuntó con precisión, disparó, cambió de manos las pistolas y volvió a disparar. Dos de los tarros volaron hechos añicos. El grupo aplaudió.

—¿Se ha batido en duelo alguna vez, señor? —inquirió Marriott con respeto.

—En una ocasión, hace muchos años. Contra un oficial con nombramiento real que se atrevió a hacer un comentario negativo sobre los sirvientes de la Compañía en general y sobre mí en particular. Tardó varias semanas —añadió Harley con satisfacción— en poder volver a retomar sus obligaciones.

En la Parada, los hombres del 33.o Regimiento de Infantería hacían prácticas de fuego bajo cubierta. La voz de un sargento resonó claramente por encima del rugido del viento.

—A la orden de Preparen los cartuchos, saquen los cartuchos de la cartuchera, llévenselos a la boca y muerdan sus puntas hasta donde se encuentra la pólvora…

Arropados por los rudimentarios chattas que sujetaban unos sirvientes sobre sus cabezas, Caroline y Anstruther se aproximaron sorteando los árboles de Bo que rodeaban la Parada. De puntillas con sus sandalias, la joven fue hasta la choza del techo de ramas de palmera, se sacudió las gotas de agua de los dedos e hizo una reverencia.

—Perdonen mi intrusión, caballeros —dijo—. Las inclemencias de este tiempo limitan tanto las diversiones que me he aventurado a salir para ver cómo hacen sus prácticas. Les ruego que continúen.

Alentados por su presencia, la puntería de aquellos hombres mejoró. Marriott hizo blanco en una jarra y recibió una radiante sonrisa como recompensa. La joven consoló a un alférez que falló y trató de justificarse achacando el fallo a la humedad de la pólvora. Ella le dio la razón.

—¿Seguro que no está descuidando sus obligaciones, señor? —le dijo mordazmente a Amaury, que estaba apoyado con aire indolente en uno de los postes que sujetaban el techo—. No esperaba ver a un oficial tan diligente frivolizando durante un desfile.

Amaury señaló con la mano aquel diluvio.

—No solemos entrenar a los caballos bajo estos aguaceros, miss Wrangham. De todos modos, estará de acuerdo conmigo en que la destreza con las armas es imperativa en una vocación de soldado.

—Ciertamente. Pero aún no he tenido ocasión de comprobar la suya.

Amaury se apartó del poste.

—Si tanto insiste, la comprobará.

Cebó y cargó un par de pistolas, se colocó en la marca, las levantó y las disparó al mismo tiempo. Un sirviente se apresuró a sustituir las jarras que quedaron hechas añicos.

—Hace tiempo que no apostamos nada sobre la puntería de Amaury —comentó Marriott—. ¡Suele salir caro!

—¿Me permite probar sus pistolas, capitán Amaury? —dijo Caroline con dulzura.

Los hombres se quedaron perplejos al oír aquellas palabras. Las armas no estaban hechas para la delicada naturaleza de las mujeres. Amaury le miró a los ojos, comprendió el reto, echó pólvora y colocó la bala.

—¿Ha practicado usted alguna vez?

—Lo suficiente, señor —dijo esbozando una amplia sonrisa—. No tenga miedo. No les daré ni a usted ni a sus amigos.

—Es una pistola de duelo con gatillo. Tenga cuidado, miss Wrangham.

Le entregó el arma cuidadosamente, sujetándola por la culata. Los caballeros se apartaron de la línea de fuego. Caroline susurró algo al oído a Anstruther quien, tras mirarla atónico, corrió bajo la lluvia hasta el objetivo y colocó un guijarro sobre una de las jarras. Después, se oyó el estallido de la pistola. No quedó nada de la piedra, pero la jarra estaba intacta.

—¡Si no lo veo, no lo creo!

—¡Un tiro magistral!

—¡Prodigioso!

—¿Hay alguna posibilidad de que esto se haya debido a una afortunada casualidad, miss Wrangham? —preguntó Amaury esbozando una sonrisa forzada.

Caroline, molesta, respondió:

—Su comentario es bastante mezquino, señor —respondió Caroline molesta—. Haya sido o no casualidad, le reto a que lo iguale.

Amaury se tomó su tiempo para cargar la segunda pistola, midiendo la pólvora meticulosamente para que la chispa saltase con precisión. Parecía estar ausente. Sujetó la culata en la mano y miró a Caroline con aire meditabundo.

—Tenemos por costumbre apostar acerca de nuestra habilidad en el tiro. ¿Qué estaría usted dispuesta a jugarse, miss Wrangham?

—Lo que usted proponga, señor.

—En ese caso… —se agachó y le susurró algo al oído. Un halo de furia encendió las mejillas de Caroline al tiempo que un extraño júbilo iluminaba sus ojos esmeralda. Amaury sonrió. Levantó la pistola y, en contra de su costumbre, pasó un buen rato apuntando al objetivo antes de disparar. Apretó el gatillo. Aunque el guijarro se agitó al pasar la bala rozando, se mantuvo en su sitio. Amaury bajó el arma e hizo una reverencia.

—Su honor, miss Wrangham, está a salvo.

Marriott se sorprendió ante tales palabras y ante la inmediata emoción que invadió el rostro de Caroline haciendo que enrojeciera.

¿Acaso era una muestra de decepción?

—Han llevado al hospital a nuestro amigo común, Todd —dijo Anstruther dando un toque en el brazo a Marriott—. Fiebres convulsivas, dicen. Propongo que vayamos a verlo antes de que vuelva usted a su oficina.

—¡Pobre diablo! —respondió Marriott con seriedad—. Confío en que su situación no sea grave. El monzón envía a los hombres a la tumba por puñados. He tenido cinco funerales en una semana.

Tras acompañar hasta la casa del comandante a Caroline —quien parecía estar preocupada y respondía cosas que no venían a cuento en el curso de la conversación—, bordearon los barracones de la artillería. A pesar de sus paraguas, cada vez estaban más mojados. Por fin, entraron en el sótano con arcos en el que se alojaba el hospital europeo. El interior era una especie de críptico calabozo inmenso. Las columnas que sujetaban el techo aumentaban la sensación de estar en una cripta. Entre las columnas, unos biombos y unas mantas dividían la sala en una suerte de pabellones independientes, aunque de forma bastante rudimentaria. Por los ventanales se colaba una lóbrega luz. Varios cuerpos semidesnudos descansaban sobre catres de madera con la mirada perdida en el techo, tratando de quitarse los sucios vendajes o murmurando frases carentes de sentido dentro de su delirio. Una miríada de moscas invadía el lugar; zumbaban sin cesar y se amontonaban en las supurantes heridas. Entre los catres y encima de ellos, indiferentes a los ruidos o al sufrimiento, algunos soldados charlaban y discutían a gritos, jugaban a las cartas y lanzaban los dados. Las jarras de arrak pasaban de mano en mano y un cabo de voz temblorosa entonaba una canción de borrachos. Un soldado de caballería estaba vomitando mientras dos bulliciosos compañeros lo sujetaban. A Marriott, aquel alboroto le recordó a una taberna de marineros y el hedor, a una mezcla del olor que desprendían los osarios y la pestilencia de las alcantarillas.

Anstruther sintió náuseas.

—¡Por Dios! Siempre he oído contar pestes de este sitio, pero nunca me he creído ni la mitad —dijo intentando ver algo en la penumbra reinante, ensombrecida por las bocanadas del humo del tabaco de las cien pipas de barro que había encendidas—. ¿Ve usted a algún médico?

Marriott vislumbró una figura corpulenta sobre un catre y logró identificarla. Saludó al capitán Blore. El cirujano los guio por la sala, dándoles toda suerte de información por el camino.

—Ese es el pabellón de las dolencias venéreas. Está lleno hasta los topes. Esos idiotas nunca entenderán que todas esas perras bibees paganas están carcomidas por la sífilis. Como notarán por el olor, este es el pabellón de la disentería con sus diarreas; tengo que mandar que limpien el suelo. Entre esas dos columnas tenemos los casos de viruela; en una semana habrán muerto todos.

Entonces, entró en un rincón muy mal ventilado, delimitado por unos biombos de mimbre en cada uno de los lados.

—¡Ya estamos! El pabellón de las fiebres. Las tenemos de todos los tipos: fiebres selváticas, perniciosas, tifoideas y palúdicas. Su amigo, me temo, padece un tipo bastante singular.

Todd, postrado en un catre, tosía sin descanso. Sus ojos parecían ausentes, tenía el rostro arrugado, consumido y seco, con la piel tensándose sobre los marcados huesos. No dejaba de tiritar.

—¿No puede ofrecer a los oficiales un sitio mejor que este? —preguntó Marriott con aspereza.

La expresión que adoptó el mofletudo rostro del cirujano no dejaba lugar a dudas de que se sintió molesto. Señaló el lienzo de algodón estampado que colgaba entre la pared y una columna:

—Está aislado del resto de los soldados, ¿qué más quiere? En todo caso —añadió malhumorado—, a los cadetes tampoco les corresponden los privilegios de los oficiales.

Marriott y Anstruther intercambiaron una mirada.

—Tenemos que sacarlo de aquí. Capitán Blore, insisto en que se traslade a Todd a unas dependencias más saludables. ¿Tiene usted algo que objetar si me lo llevo a mi casa, donde podrá usted visitarlo sin problemas, señor?

—¿Por qué no? Cualquiera tendría más posibilidades de curación fuera de este sitio —respondió Blore contemplando con desagrado la sórdida sala—. Si les parece intolerable el barullo de ahora, deberían quedarse a oír los gritos nocturnos. Los soldados que pueden andar salen del hospital cuando se pone el sol y vuelven a la media noche, cuando cierran las tabernas. Llegan borrachos como cubas y, entonces, se montan peleas y se arma un gran escándalo. —Escupió en el suelo—. Llévese a su amigo, señor Marriott. Iré a verlo esta noche.

Los dos hombres trasladaron a Todd a los Jardines de Moubray en un palanquín. Marriott ordenó a los sirvientes que le quitaran la apestosa camisa que llevaba puesta, lo lavaran de la cabeza a los pies y lo acostaran. El cadete gimoteaba, balbuceaba cosas sin sentido y restregaba la cabeza contra la almohada. Tenía la piel ardiendo. Los espasmos hacían que su cuerpo se contrajera y, después, lo dejaban flácido y jadeante.

«¿Seguro que no tiene frío? —se preguntaba Marriott a pesar de que él mismo sudaba sin cesar por culpa del calor húmedo».

Amelia se acercó al borde de la cama y tocó la frente del cadete convaleciente.

—Mantas, Charles —ordenó—. Trae todas las mantas que tengas en la casa. ¿Puede beber? Dale toda el agua que sea capaz de tragar —dijo con firmeza, como si supiera perfectamente de lo que hablaba, en un despliegue de desbordante feminidad, como si para ella fuese un asunto ya muy manido.

Marriott reunió todas las mantas que pudo —un artículo poco habitual en el clima de Coromandel— mientras Amelia forzaba a Todd, cuyos dientes no cesaban de castañear, a beber un vaso de agua.

—Ve a atender tus obligaciones, Charles. Yo cuidaré de él.

—La habitación de un enfermo no es lugar para una mujer —respondió Marriot poco convencido—. ¿Acaso tienes experiencia con este mal?

—Pues sí —contestó la joven con gravedad—. Mi hija murió a causa de él siendo un bebé —añadió contemplando con compasión el tembloroso cuerpo de Todd en la cama—. Y me temo que este hombre también morirá. La fiebre está muy avanzada.

Marriott se tomó el desayuno de un trago y salió pitando en su palanquín hacia el fuerte Saint George. Una vez allí, se puso a contrastar distintas cartas de embarque, copiar cartas, cuadrar cuentas y comprobar los aranceles del índigo, el opio, el arroz y la sal. Tenía la esperanza de que el trabajo le hiciera olvidarse un poco de aquel muchacho que luchaba por salvar la vida contra el paludismo. En cierto modo, Marriott se había inmunizado ante el hecho de perder a sus amigos: siete de los veinte cadetes y escribientes que habían llegado con él a Madrás dos años antes habían muerto. Uno parecía hacerse de piedra y ser capaz de ocultar el dolor y el temor tras tan terrible experiencia. Parecía estar dominado por una pétrea indiferencia que le impedía llorar ante las tumbas y aniquilaba de inmediato los recuerdos. Los recuerdos y el duelo se antojaban maliciosas indulgencias en el Indostán. Marriott calcó tanto con la pluma sobre el papel que rompió la péñola y el documento. Derramó el bote de tinta sobre el libro de contabilidad y profirió una maldición.

—Charles, esta mañana no pareces ser tú —señaló Fane—. ¿Qué es lo que te preocupa?

Marriott se lo contó.

—¡Vaya! —respondió Fane con seriedad—. ¡Es la época de las enfermedades! ¡Y está siendo especialmente mala! Todos los días colocan lápidas nuevas en el cementerio. Incluso yo mismo —añadió con ansiedad— no estoy seguro de encontrarme bien del todo.

Marriott lo dejó tratando de examinarse la lengua en un espejo que las moscas habían puesto indecente. Volvió a los Jardines de Moubray. Blore estaba al borde de la cama, rociando la cara del cadete con agua y vinagre. El cirujano apartó las mantas y echó unos líquidos en un vaso de precipitados.

—Láudano, tintura de valeriana, mercurio y crémor tártaro. Es lo más que puedo hacer por él.

Revolvió la mezcla y la vertió en la garganta del inválido. Todd yacía inerte con los ojos cerrados en sus sombrías cuencas. Blore lo miró y emitió un cloqueo con la lengua.

—A estas alturas, dudo que las medicinas lo vayan a salvar. Rara vez funcionan cuando se trata de una fiebre como esta —cogió su maletín y lo cerró; oyéndose el tintineo de las botellas y las ampollas en su interior—. La mejor receta para conservar la salud en Coromandel, señor Marriott, es vivir en una buena casa en una zona de la ciudad en la que corra el aire, poseer un caballo al que ensillar para hacer ejercicio y, sobre todo, no beber jamás vino malo. En cuanto a su amigo, me temo que está dando sus últimas boqueadas.

Aún está entre nosotros, pero su pulso apenas es perceptible y, cuando lo es, es extremadamente irregular. Es imposible que sobreviva más allá de dos horas.

Blore caminó pesadamente hasta la puerta. Se volvió con la mano en el pestillo.

—Informaré al comandante del fuerte para que tenga preparado a un grupo de lugartenientes y se pueda celebrar el funeral esta noche.

Al salir por la puerta, chocó contra Amaury, que corrió hasta el borde de la cama.

—¿Qué pasa? ¿Qué hace Todd aquí?

Marriott le puso al corriente. Amelia se tapó la cara con las manos y comenzó a sollozar amargamente. Amaury abrió un párpado del moribundo, le tomó el pulso, logró separarle los dientes y examinó su boca.

—Está muy grave —murmuró—. ¿Quién ha sido el loco que le ha quitado las mantas? —añadió. Tapó a aquella figura inmóvil y se puso en pie con aire pensativo—. Probemos sólo una cosa más, un último intento. No tenemos nada que perder.

Amaury salió velozmente de la habitación y regresó con un montón de botellas. Abrió una de ellas.

—Burdeos —anunció con aire resuelto—. Incorporadle para que pueda dárselo.

Con cuidado, le dio unas cucharadas de vino. Todd tenía la boca agrietada y seca. Cuando acabó, Amaury dejó la botella vacía en el suelo, se puso de pie y observó con compasión aquella cara roja como la arcilla.

—Puede que funcione, puede que no. Dentro de una hora le daré otra botella de vino, si es que aún sigue con vida para entonces…

Con un tono brusco, ordenó a Amelia que los dejase solos. Ella le lanzó una mirada de negación, acercó una silla al borde de la cama, se sentó y cruzó las manos sobre su regazo. Amaury le respondió con una fugaz sonrisa.

La tarde dio paso al anochecer, el sol desapareció y las estrellas poblaron el cielo convirtiéndolo en una estela de diamantes. Los tres seguían contemplando al paciente, tratando de avivar aquella pequeña pizca de vida que se sacudía, decaía y resplandecía por momentos, Continuaban vertiendo burdeos por aquella garganta.

Pasada la media noche, Todd hizo un movimiento brusco, emitió un gemido y comenzó a sudar.

El coronel Todd llegó desde Arcot a toda prisa y contempló horrorizado aquella cadavérica cara blanca como la cera. Aunque demasiado débil para mover un dedo, el muchacho estaba consciente y reconoció a su padre, a quien dirigió lo que parecía una sonrisa.

—¿Cuánto tiempo lleva así? —preguntó el coronel.

—Cinco días —respondió Amaury—. Creo que se recuperará. La fiebre ya ha cedido algo.

—¿Qué dice el médico?

—Ese matasanos —dijo Amaury secamente— había perdido la esperanza y lo había abandonado a su suerte. Cuando oyó que Todd seguía vivo, pretendía volver, pero yo le he prohibido entrar en la casa.

El coronel se rascó la barbilla perplejo. Era un hombre de pequeña estatura, enjuto y de mal genio. Tenía el rostro moreno y surcado de arrugas. El cabello, salpicado de canas, le creía a mitad del cráneo y dejaba ver una reluciente calva. Hacía gala del poco pelo que tenía y lo lucía como una peluca de longitud considerable que acariciaba las charreteras de su uniforme.

—¿Y qué tratamiento le ha puesto? ¿Qué pociones ha tomado?

—Burdeos —respondió Amaury de manera insulsa—. Tres botellas al día. A veces, cuatro.

¿Burdeos?

—Así es. Comida, bebida y medicina juntas en un solo brebaje que, además, es un anestésico muy eficaz. Aunque no lo parezca a primera vista, gracias a él su hijo está razonablemente inmunizado frente a los dolores. Y gracias a los constantes cuidados que ha recibido —apuntó señalando a Amelia y Charles, apostados al otro lado de la cama—. La señora Bradly y el señor Marriott le han salvado la vida. Han estado junto a él noche y día; cuando no el uno, el otro.

El coronel parecía estar atónito.

—¡Burdeos! Jamás he oído… —recobró la calma y observó a Amelia, juzgándola con perspicacia. El coronel Todd no era tonto; después de treinta años en la India, era capaz de analizar a sus compatriotas europeos a la primera y una mujer que vivía en casa de un hombre soltero era muy fácil de encasillar. Fue hasta ella, le cogió las manos y se las besó.

—Cuente con mi eterna gratitud, señora Bradly. Tengo una deuda impagable con usted.

Los ojos de Amelia se llenaron de lágrimas. El coronel le dio una cariñosa palmada en la mejilla. Después, le estrechó la mano a Marriott.

—Usted también, señor, puede contar conmigo para lo que necesite. Y, en cuanto a usted, capitán Amaury…

Amaury levantó una mano.

—Por favor, ahórrese los agradecimientos —dijo con aire aburrido—. El remedio que me he inventado bien podría haber sido un golpe mortal. Ha sido una apuesta arriesgada, como cuando se lanzan los dados. Le aconsejo, señor, que cuando Henry esté recuperado se lo lleve del fuerte. Este sitio es un pozo mortal falto de aire donde las enfermedades campan a sus anchas.

El coronel asintió.

—Haré uso de todas mis influencias para lograr que lo destinen a mi regimiento. Por suerte, el general Harris está casado con una pariente mía.

En dos semanas, Henry Todd, con ayuda de dos bastones, era capaz de recorrer cojeando la finca de los Jardines de Moubray.