Hurrondah era una ciudad fortificada encaramada en una escarpada montaña que se elevaba cien pies por encima de la llanura. Sus pendientes eran pedregales llenos de rocas enormes. Sus faldas estaban cubiertas por campos cultivados, praderas y bosques en una suerte de manto ocre, verde y pardo. A sus pies, un desolado paisaje pedregoso ascendía hasta las murallas protegidas por baluartes, que coronaban inhóspitas e imponentes la montaña y rodeaban por completo las casas de tejados planos de aquella ciudad. Los tentáculos de las nubes peinaban el punto más alto de Hurrondah y una cortina de lluvia hacía brillar aquellas sombrías murallas grises.
Los hombres que habían logrado huir de la batalla habían anunciado la derrota, desastre rápidamente confirmado por el ultimátum que Vedvyas, siguiendo el dictado de Marriott, había escrito a un sobrino suyo a quien había dejado custodiando la ciudad. Al amanecer, los hombres de la Compañía y sus cautivos jinetes se pusieron en marcha. Llegaron a Hurrondah a media tarde. Vedvyas, escoltado por Marriott, Amaury y una columna de cipayos los guio por un difícil sendero a través de las rocas hasta las puertas de la ciudad, que aguardaban abiertas.
Los baluartes y las almenas estaban desiertos. Recorrieron las retorcidas calles bajo la atenta mirada de las múltiples caras que se ocultaban tras altas ventanas enrejadas. Atravesaron unas plazas que estaban completamente vacías de vida, a excepción de unas cuantas cabras y varios burros y, por fin, llegaron al pequeño palacio que coronaba la montaña. Era un edificio de dos plantas en forma de L que contenía un patio descubierto en el que se apreciaban las claras huellas de una desbandada provocada por el pánico. Estaba lleno de cajas y fardos atados con cuerdas, bueyes cargados esperando pacientemente, y carros medio llenos de enseres colocados precipitadamente y a punto de desbordarse. Todo estaba abandonado. Entraron a una sala de audiencias que tenía el piso de piedra y estaba adornada por varias columnas esculpidas que sujetaban el techo.
Un oficial solitario se escondía cobardemente tras el trono lleno de cojines.
—¿Dónde —inquirió Amaury— están sus hombres?
Vedvyas extendió sus manos.
—Algunos han huido y los demás se han escondido. Tienen miedo, sahib, de la venganza de la Compañía. ¿Cuándo —preguntó afablemente— emprenderá el saqueo?
Amaury tradujo sus palabras.
—¿Nos considera este hombre unos salvajes? —respondió Marriott enfadado—. Dile, Hugo, que envíe por toda la ciudad mensajeros que anuncien que sus propiedades y sus vidas están a salvo. Únicamente necesitaremos un sitio para cobijar a nuestras tropas y requisaremos los víveres que necesitemos. Por supuesto, pagaremos por todo lo que tomemos.
—No olvide, sirdar sahib —tranquilizó Amaury a Vedvyas—, que Hurrondah, y en realidad todo Bahrampal, están a partir de ahora bajo la protección de la Compañía. No tenemos por costumbre saquear aquello que custodiamos.
Vedvyas sonrió.
—No es eso lo que oí decir cuando murió Tipu.
—Seringapatam —dijo Amaury devolviéndole la sonrisa— se resistió y fue tomada por asalto. Y, como manda la tradición bélica, fue entregada al saqueo. Una tradición que conoce usted muy bien, amigo mío. Y ahora, veamos. ¿Dónde podemos alojarnos?
—La casa es toda suya —señaló hacia un ala que flanqueaba el patio—. Allí viven mi familia y mis mujeres. Si me dan tiempo…
—No las moleste. Las demás partes del palacio son más que suficientes.
Marriott, analizando cada uno de los gestos, logró captar el significado de aquellas frases.
—Estamos concediendo a este canalla demasiadas cortesías —gruñó—. Te ruego que insistamos…
—Hasta que hayamos decidido qué hacer con Vedvyas, sería descortés ofenderlo todavía más. Puede que aún lo necesitemos para dar a sus hombres órdenes en nuestro nombre.
—Yo no concibo ninguna otra cosa que hacer con él salvo encerrarlo en prisión una larga temporada. Cuando haya convencido a sus gentes de que no pretendemos hacerles daño alguno, será mejor que lo metamos entre rejas.
Amaury cogió a Marriott de un brazo y lo llevó donde no pudieran oírlos.
—Charles, te suplico que trates a ese hombre con discreción. Será la primera prueba a la que tu gobierno se verá sometido. Durante años, Vedvyas ha ejercido el poder y la autoridad en Bahrampal. Los mirasdares lo han obedecido y se han acostumbrado a sus edictos a la hora de dirigir sus asuntos. Sin su mediación, perderás la comunicación con ellos. Te encontrarás tanteando un terreno vacío porque, libres del yugo de Vedvyas, los mirasdares no se someterán fácilmente ni sin más al dominio de la Compañía. ¿Por qué iban a pensar que no los extorsionaremos del mismo modo que Vedvyas?
—Sinceramente —dijo Marriott indignado—, ¿estás proponiendo convertir a ese hombre en regente en nombre de la Compañía?
—No, pero sugiero que te tomes la victoria con moderación. Por supuesto, Vedvyas debe renunciar a todos los distritos de los que se ha apoderado. Pero te pido de corazón que le permitas conservar Hurrondah para que, en señal de gratitud, utilice su influencia en favor nuestro.
Marriott se paseó unos instantes por la sala meditándolo seriamente. Después, regresó a donde estaba Vedvyas.
—Hace años que impuso usted un reinado ilegal en unas tierras que tomó por la fuerza y, desde entonces, se ha estado beneficiando de unas rentas cuya legítima dueña era la Compañía. Dado que, al parecer, la autoridad de la Compañía no estaba clara en Bahrampal durante todo el tiempo que han durado sus transgresiones, asumiremos gustosos que actuó movido por la ignorancia más que por rebeldía. Por tanto, deberá entregar todo lo demás, pero podrá seguir siendo el mirasdar de Hurrondah siempre que el gobernador así lo autorice.
Aquellas rotundas frases oficiales hicieron sonreír a Amaury, que se apresuró a traducirlas. Vedvyas hizo una reverencia juntando las puntas de los dedos en la frente, con una expresión impasible en el rostro.
—En el peor de los casos, esperaba la muerte y, en el mejor, el encarcelamiento. Su compasión será correspondida y la Compañía tendrá en mí a un fiel y diligente servidor.
—Muy bien —dijo Marriott con tono de eficiencia—. Puede empezar a demostrar su fidelidad ya mismo dando alojamiento a nuestros hombres, dejando que nuestros caballos usen sus cuadras, proporcionando víveres a ambos y permitiendo que los bueyes traigan los cañones hasta aquí. Luego, deberá llamar a las gentes que han huido, aplacar los temores de los que aún quedan y devolver la normalidad a la ciudad.
Cuando Amaury terminó de transmitir al mirasdar las instrucciones, este salió de la sala.
—Hugo, he hecho lo que me has aconsejado. Confío en que ese hombre no nos traicione —dijo Marriott.
—Vedvyas —dijo Amaury pensativo— es un indígena. La traición es en él algo tan natural como el aire que respira. Pero como nuestros planes también sirven a sus intereses, creo que nos será leal.
Marriott decidió que Hurrondah se convirtiese en la sede del gobierno de la Compañía en Bahrampal, de modo que los europeos acomodaron sus aposentos en el palacio. Cuando terminó la época del monzón, anunció su intención de construir una residencia en la llanura al pie de la montaña.
—El recaudador no debe esconderse cobardemente tras una fortaleza. Debemos dejar claro que Bahrampal es un lugar seguro y debemos empezar por dar ejemplo.
Mandaron ir a buscar al grupo de civiles que se habían quedado en Gopalpore, junto con todos los enseres. Marriott permitió a Vedvyas enviar a un grupo de hombres al campo de batalla para enterrar o incinerar a sus muertos. La Compañía había sufrido pocas bajas: el artillero al que dio muerte la carga que se disparó antes de tiempo accidentalmente, tres cipayos y un hircarrah. Welladvice pidió permiso para requisar unos bueyes de tiro e ir a recoger la artillería enemiga.
—Nunca se sabe, señor. A lo mejor vista bien de cerca resulta que no es tan mala como parece. Y, en todo caso, su metal nos serviría de todas maneras.
Arrastró los dos cañones enemigos hasta el lugar donde habían guardado el resto de la artillería y caminó alrededor de ellos examinándolos a fondo. Ambas piezas desaparecieron en la fundición que creó en el barrio de los metalúrgicos de la ciudad.
Marriott envió cartas a los mirasdares y caciques de todas las aldeas convocándolos a una durbar. «Será mejor dar señas de nuestra autoridad cuanto antes, ahora que el recuerdo de nuestra victoria aún está fresco en sus mentes». Los distintos jefes fueron llegando a lo largo de varios días en compañía de los séquitos que correspondían a su rango. Marriott esperaba ansioso la llegada de Gopal Rao porque, dada la promesa de aquel anciano, no tenía claro si Gopal se enfrentaría ahora al enemigo que, aunque derrotado, aún estaba vivo y coleando.
Una lluviosa mañana, Gopal por fin cruzó las puertas. Marriott llevó al mirasdar aparte de sus demás compañeros gentilmente, lo acomodó en la sala de audiencias y mandó que quitasen a aquel patriarca la empapada capa que llevaba.
—He atendido a su cita como corresponde a la cortesía y la rectitud —dijo el anciano recurriendo a su banian para que hiciera de intérprete—. Pero no me puede pedir más. No puedo gobernar en un distrito a cuya capital no puedo acceder. Mi hijo Srinivas ocupa mi lugar al mando y está a la espera de la oferta que usted decida hacerle.
—Srinivas tiene una actitud hostil. La Compañía no está dispuesta a dejar una importante ciudad en manos de alguien en quien no puede confiar. Le ruego, Gopaljee, que lo reconsidere.
—¿Y romper mi juramento? —sus labios se retorcieron esgrimiendo una amarga sonrisa—. Sólo con la muerte de Vedvyas quedaría libre de mi promesa. Y usted ha permitido que viva.
Unos criados llevaron a la sala dos narguiles, avivaron el carbón con que se encendían y entregaron sendas boquillas a los dos hombres allí reunidos. Gopal Rao aspiró el humo, lo inhaló y lo exhaló después en una bocanada.
—El hombre que le ha impuesto esas cadenas que tanto le limitan también puede romperlas —dijo Marriott midiendo sus palabras.
Antes de que el mirasdar tuviera tiempo de responder, envió a un mensajero en busca de Vedvyas.
Se mantuvieron a la espera en silencio, dando bocanadas de humo. Gopal tenía una misteriosa expresión en la cara. Vedvyas entró en la sala. Sus desarrollados músculos se adivinaban perfectamente bajo la amplia capa larga que vestía. En la cabeza, llevaba un turbante plano bordado. Se inclinó ante Marriott y observó impasible el arrugado rostro del hombre al que él había mutilado. Gopal lo miró un instante, retomó su actitud contemplativa y dio una honda calada al narguile. Abstraído, tiró de su túnica dejando claramente a la vista el muñón que normalmente llevaba oculto.
—Le pido un favor, Vedvyas sahib —dijo Marriott—. En una ocasión y valiéndose de la coacción, usted obligó a mi amigo Gopal Rao de Gopalpore a jurar que renunciaría a su ciudad mientras usted viviese. Ahora le suplico que lo libre de ese juramento.
—Esa es una promesa que este hombre hizo a los dioses, no a mí —respondió Vedvyas acariciándose el bigote—. ¿Quién soy yo para romper un voto sagrado?
—Si se niega, la alternativa es la muerte. No dudaré en colgarlo como a un perro.
Vedvyas miró inquisitivamente a Marriott y comprendió que estaba decidido a cumplir su amenaza.
—Está bien. Teniendo en cuenta el precio a pagar en caso contrario, lo libero gustoso de su juramento. ¿Satisfecho, Gopal Rao?
El aire pensativo de Gopal se había esfumado. Ahora, una expresión de fría furia se había dibujado en su rostro.
—Me has dispensado de manera insultante, como cuando un soberbio rajá lanza una limosna a un vagabundo con desprecio —colocó el cauterizado muñón a la altura de la nariz de Vedvyas—. ¿Me devolverá tu arrogante caridad la mano con la que blandía la espada? Arrodíllate a mis pies, Vedvyas Daulat Ram, del mismo modo que yo me arrodillé a los tuyos en aquella ocasión. Libérame de mi juramento y devuélveme el honor con la debida ceremonia.
Aunque no comprendía aquel veloz intercambio de frases en hindi, Marriott ordenó a su banian interrumpir la traducción que iba susurrándole. Los gestos y las expresiones de aquellos hombres le bastaban para captar el sentido.
—¿Humillarme —dijo Vedvyas con desdén— ante alguien a quien yo mismo he aplastado con el pie? ¡Antes preferiría sacrificar mis extremidades! —Se descubrió un brazo y lo extendió—. Te ofrezco esta recompensa. Por el brazo que te sesgué, te doy el mío. Desenfunda tu cimitarra, Gopal, y córtamelo.
Una despiadada mueca dejó al descubierto los amarillentos dientes del anciano. Agarró la empuñadura y sacó la espada de la vaina haciendo un fuerte ruido. Marriott, atónito, contempló cómo el mirasdar se irguió, posó el filo sobre la muñeca de Vedvyas y levantó la hoja. Se puso en pie de un respingo.
Gopal, sonriendo con una enorme frialdad, enfundó su espada.
—Tienes valor, Vedvyas. Ni siquiera te has estremecido. Pero ¿de qué me serviría a mí tomar un miembro a cambio de otro? Prefiero aceptar la anulación de mi promesa. —Se volvió hacia Marriott—. Recaudador sahib, si así le place, retomaré el lugar que me corresponde en Gopalpore.
La hostilidad era patente en los ojos de Vedvyas, que lanzaron una furiosa mirada a Marriott.
—He obedecido sus órdenes, sahib. ¿Puedo irme ahora?
Gopal contempló cómo aquella altanera figura se dirigía hacia la puerta.
—Ha mancillado la reputación de ese hombre en mi nombre y se ha granjeado un enemigo. ¿Cree que ha sido una sabia decisión?
Marriott suspiró.
—Era algo inevitable. Mantendré vigilado a Vedvyas y espero que en el jagir existan hombres en los que la Compañía que los gobierna pueda confiar.
La durbar se celebró en la sala de audiencias y congregó a unos doscientos indígenas influyentes en Bahrampal. Todd estableció una impresionante alineación de cipayos escarlata a lo largo de las paredes y colocó un guardia a la espalda del recaudador.
—No, Henry. El gobierno de Bahrampal está en manos de civiles. La presencia de fuerzas militares debe ser moderada si no queremos que los indígenas crean que no nos sentimos seguros.
Marriott dio por buenas esas indicaciones, preparó al puñado habitual de peones uniformados y sustituyó el trono por una silla de madera.
—Soy un funcionario de la Compañía, no un reyezuelo hindú.
Leyó los términos del tratado firmado en 1766 que imponían la autoridad de la Compañía y enumeraban detalladamente todos los impuestos, peajes y rentas anteriormente pagados al nizam y que ahora pertenecían a la Compañía. Las expresiones de sorpresa y alivio de aquellos hombres dejaron claro que Vedvyas les había exigido mucho más durante su supremacía.
Marriott, sentado ociosamente, escuchaba la interminable traducción —el banian hablaba a turnos hindi, persa y urdu para asegurarse de que todos los presentes entendieran lo allí dicho—. Aquellas palabras le habían hecho pensar. «Vedvyas debía de tener un tesoro. ¿Dónde estaría ahora? Seguramente, seguiría en sus arcas, fruto de saqueos perpetrados a lo largo de dos décadas. ¿No debería pertenecer aquel botín —pensó mientras analizaba los trigueños rostros de aquella hilera de hombres que escuchaban atentamente— exclusivamente a la Compañía? Tenía que averiguar discretamente dónde estaba y obligar a aquel bribón a entregárselo».
Los mirasdares y los caciques de las aldeas fueron pasando en procesión ante su silla. Él los saludó a todos y les prometió visitar el jagir deteniéndose en todas sus aldeas. Se dio cuenta de las aprensivas miradas que lanzaban a la grandiosa figura de Vedvyas, que presidía la sala con una resplandeciente tónica dorada y un turbante adornado con una joya. Los vínculos fruto del temor no estaban aún deshechos del todo. Los congregados no podían entender la rareza del fringee al permitir al enemigo derrotado conservar su vida y su rango. «Una auténtica pena —pensó Marriott— que la pistola de Amaury fallara aquel tiro».
Dio por finalizada la durbar y, antes de que aquellos hombres regresaran a sus casas, habló una vez más con Gopal Rao.
—Srinivas no aceptará tan fácilmente ser destronado y retirado de su palacio, sirdarjee. Por supuesto, deberá darle voz en su consejo pero ¿cómo podrá estar seguro de que no usará sus antiguas influencias contra usted?
El viejo mirasdar lanzó a Marriott una mirada inconmensurable.
—No tema, sahib. Si mi hijo se mostrara subversivo, haré que su memoria recuerde sus deberes con severidad.
Pero fue el propio Srinivas quien pasó a formar parte de la memoria de los demás. Según le contaron a Marriott, tras comer excesivamente y con gran opulencia en una fiesta celebrada en casa de su padre pocas semanas después, enfermó de manera misteriosa y murió en medio de horrendos dolores.
Marriott escribió a Fane pidiéndole que se trasladara a Hurrondah con los animales, el bagaje y el grupo de civiles que habían dejado en Moolvaunee. Escribió una carta de amor a Amelia y una carta oficial al Consejo, relatando la derrota de Vedvyas y las medidas que proponía adoptar para gobernar Bahrampal. Envió a una compañía de cipayos a que escoltasen a Fane y su convoy. Aunque la resistencia organizada había terminado, se había extendido el desorden por las carreteras y los caminos. Después, dio las instrucciones pertinentes para levantar la residencia del recaudador y empezó a organizar el largo viaje que pensaba hacer por el territorio.
—Has decidido enfrentarte a un viaje extremadamente tedioso —apuntó Amaury—. Cuando te adentres donde impera el monzón, el camino será endiabladamente arduo. ¿Necesitarás mis servicios?
—Será mejor, Hugo, que me vaya acostumbrando por mí mismo a las complicaciones que supone el trabajo de un recaudador que, según tengo entendido, suele ser una labor solitaria. Haría mal si dependiera siempre del consejo ajeno.
Amaury ocultó su sorpresa. «Charles se estaba volviendo endemoniadamente concienzudo».
—Me atrevo a afirmar que tienes razón. Mientras tanto, me las arreglaré para buscarme una ocupación con la que matar el tiempo.
De hecho, Amaury no sabía qué hacer en esa época de tregua. Atrás quedaban la frenética energía que lo había guiado durante la incruenta ocupación de Gopalpore, la escaramuza que ideó para derrotar a los asediadores, el largo viaje de reconocimiento que realizó en las inexploradas tierras de Bahrampal y la emboscada con la que destruyó al andrajoso ejército de Vedvyas. Todas esas cosas se habían secado como la sangre que brota de una herida mortal. La fuerza que lo movía se había desvanecido. Marriott estudiaba minuciosamente los asientos correspondientes a los impuestos y las rentas a la par que preparaba su viaje. Todd pasaba revista, dirigía las maniobras militares y realizaba inspecciones. Welladvice acudía a su fundición al alba y nunca salía de ella antes del anochecer. Pero Amaury no tenía papel alguno que desempeñar en la pacífica colonización de aquel distrito.
Recorría sin rumbo fijo los callejones de Hurrondah, siempre abarrotados por las gentes de la ciudad, llenos de tenderetes y puestos de comerciantes, con el bullicio de los tenderos que gritaban las bondades de sus mercancías. Una vez, durante uno de esos paseos, se detuvo ante la entrada del edificio de adobe que había sido ocupado ilegalmente para establecer la fundición. Echó un vistazo a la sala llena de humo, tan sólo iluminada por la luz que se colaba por las estrechas ventanas y por los destellos del horno. Multitud de hombres con el cuerpo empapado en sudor trabajaban bajo el ensordecedor golpeteo de un metal contra otro en un ambiente tan sofocante como el del más profundo de los avernos del infierno. El marinero, lleno de mugre y sudoroso, lo vio apostado a la puerta.
—¿Qué es lo que le tiene tan ocupado, señor Welladvice?
—Estoy fundiendo un par de piezas de seis libras, señor —echó mano a una botella de ron estratégicamente situada sobre un alféizar, inclinó la cabeza, pegó un trago y se secó la boca—. Están casi terminadas. Dentro de poco, haremos los carros y, entonces, podrá usted tener una auténtica compañía de artillería. Dos divisiones con dos cañones cada una.
Amaury sonrió.
—Una diligente tarea que nadie le ha ordenado. ¿Por qué lo hace?
—Verá, señor, se lo voy a explicar. Yo disfruto creando armas. Fui educado para ello, por no hablar de todos los años que pasé en la Torre. Aprovechando que todos esos artilleros que alistamos en Gopalpore no hacían más que holgazanear soñando con un trabajo de verdad, que no es otro que fabricar cosas con metal, les he dado empleo. Y, además, estoy seguro de que en estas tierras olvidadas por Dios, donde esos oscuros infieles se multiplican como las avispas, cuanta más artillería se tenga, mejor.
Amaury, sacudido por las espirales de humo que se colaron por la puerta, tosió y se tapó la boca con un pañuelo.
—Una precaución extraordinariamente adecuada, señor Welladvice. Pero ¿de dónde piensa sacar destacamentos para aprender a usar sus cañones y cómo piensa entrenarlos?
Welladvice escupió hábilmente y pisoteó el glóbulo expulsado.
—Yo hago las armas, señor. Encontrar a los artilleros es su trabajo y, cuando los tenga, me encargaré de entrenarlos —a través del rabillo del ojo vio que uno de sus trabajadores estaba haraganeando y desapareció en la penumbra blasfemando a gritos.
Amaury se marchó. Dando un paseo, fue hasta las cuadras en las que se guarecía la escolta de Vedvyas. Era la irónica reminiscencia que quedaba del ejército del mirasdar y, a menudo, suponía un problemático punto de fricción entre él y Marriott. La inmensa mayoría de los artilleros de Hurrondah habían muerto cuando explotó la carreta cargada de pólvora. Los hombres que sobrevivieron de la infantería y la caballería habían sido reclutados al estilo feudal en las aldeas tributarias y decidieron escaparse y volver a sus hogares. Marriott había ordenado disolver a los doscientos soldados de caballería del mirasdar.
—No hay lugar para una milicia privada —declaró rotundamente— en el territorio de la Compañía.
—En ese aspecto coincido plenamente contigo, Charles —dijo Amaury suavemente—. Pero no debes olvidar que Vedvyas se rindió con unas condiciones y una de ellas era que su caballería quedase bajo mi mando. No debemos mancillar nuestra reputación. Los indígenas tienen en alta consideración las promesas de un inglés. Vedvyas pensaría que carezco de todo sentido del honor si disuelvo a su valioso escuadrón.
—¡Valioso! ¡Es terrible! —respondió Marriott enfurecido—. Se supone que las tropas han de cobrar su paga y sus caballos han de ser alimentados. ¡Te puedo asegurar que no pienso dedicar ni un sólo penique de los fondos de la Compañía a tales fines!
—Jamás se me hubiera ocurrido pensar que fueras a hacerlo. Vedvyas sigue pagándolos él mismo, de lo contrario, hace tiempo que se habrían esfumado. Piensa un poco, Charles. Aunque hemos logrado aplastar a las facciones de Bahrampal, nuestras tierras limitan con territorios de enemigos incansables. Los marathas no tienen precisamente fama de respetar las leyes.
—Pero rara vez han dado problemas a Vedvyas.
—Probablemente porque les pagaba un tributo, Bahrampal tiene ahora nuevos dueños y los sobornos que antes servían para contener a los marathas han dejado de existir. Son una panda de jinetes predadores y saqueadores. Atacan con rapidez y desaparecen. Tus lentos cipayos nunca lograrían detenerlos ni darles caza. ¿No crees conveniente conservar el escuadrón que la victoria nos ha servido en bandeja?
—¡Maldita sea! Te lo advierto, Hugo: cuando regrese de mi viaje, llegaré a un acuerdo que permita preservar tu honor y disolver al mismo tiempo esa mezcolanza de soldados que tanto te empeñas en conservar.
Amaury, paseando entre los caballos, meditaba inquieto sobre el cambio que se había operado en el carácter de Marriott tras sólo unos meses de dura responsabilidad. Aquel frívolo jovencito de Madrás se había transformado en todo un cónsul contundente y franco a cargo de un turbulento territorio. No podía presionar a Marriott. Su propia posición era ambigua y, desde luego, extraoficial.
Escudriñó a los soldados. Tenían el torso al descubierto y estaban cepillando a los caballos. Comparada con las demás fuerzas de Bahrampal, la escolta de Vedvyas era un cuerpo de élite compuesto por mercenarios reclutados mucho más allá de sus fronteras. La mayoría procedía de los rajputas de Marwar, conocidos como rathores, o de los rohillas[32] de Rohilkhand, una cohorte profesional cuya lealtad dependía de la suma que se les pagase y de la promesa de otorgarles un suculento botín. Una promesa que el propio Vedvyas se había visto obligado a cumplir en numerosas ocasiones. ¿Se darían por satisfechos ahora que sus días de saqueo tocaban a su fin? Observando aquellos rostros aguileños, Amaury juzgó poco probable que así fuera. Tratarían de combatir y buscar fortuna en otra parte. Contempló los caballos. Eran unos enjutos jamelgos vigorosos algo más grandes que los ponis, capaces de recorrer cincuenta millas alimentados tan sólo por un puñado de guisantes y un fardo de áspera hierba.
Un extraño sentimiento, vago y amorfo como una nube de verano, se apoderó de la mente de Amaury y le estuvo rondando durante unos instantes como un vilano de cardo revoloteando al son del viento. Abandonó aquel pensamiento y se fue a buscar a Vedvyas al palacio.
El mirasdar escuchó taciturno y silencioso sus propuestas y se acarició el bigote.
—Haga lo que quiera, Umree Sahib, el escuadrón es suyo. Conmigo ya no tienen nada que hacer. ¿Para qué necesito una escolta? Con su permiso, he estado pensando en despedir a mis hombres. Su función es meramente decorativa y se han convertido en caros juguetes. Pero ya no son un instrumento bélico.
—Caros resultan, es cierto. ¿Estaría dispuesto —continuó Amaury con cautela— a continuar haciéndose cargo de sus pagas mientras pongo mis planes en práctica?
Vedvyas examinó atentamente la cara del inglés.
—Está usted abusando de mi generosidad, sahib. Mis ingresos se han reducido ahora que la Honorable Compañía se ha apoderado de gran parte de mis arcas. ¿Por qué debería entregar el resto para mantener a tan inútil baratija?
Amaury calculó la suma que debía de tener en el Banco de Karnataka y consideró la posibilidad de que, si la caballería demostraba su valor, pudiera convencer a Marriott para emplear a aquellos hombres al servicio de la Compañía. Pero enseguida olvidó tan fantasiosa idea. Mantener a aquella escolta le costaría por lo menos cuatrocientas pagodas al mes.
—Estoy dispuesto, sirdarjee, a costear yo mismo la cuarta parte de los gastos durante tres meses.
—El hecho de que esté dispuesto a empobrecerse —dijo Vedvyas con aspereza— no me parece un buen argumento para convencerme de que yo haga lo mismo.
Amaury se preparó para realizar un largo intento para persuadir al mirasdar. Adujo multitud de razones, disparándolas como si de cañonazos se tratara. Hurrondah seguía siendo una fuente de ingresos para su desinflada fortuna y la sola existencia de aquella caballería quitaba a los saqueadores las ganas de acercarse y acabar con ella. Si consentía que la Compañía ordenase la disolución de la caballería, su prestigio se vería todavía más comprometido. Por otra parte, si reorganizaba el escuadrón como él había propuesto, dotando a la caballería de artillería, su fama se recuperaría.
A su vez, Vedvyas fue refutando cada uno de aquellos argumentos ordenadamente para terminar negociando al más puro estilo indostaní.
Amaury supo que había ganado; lo único que quedaba por hacer era establecer las condiciones. Tras una hora de dura negociación, se secó la frente.
—El trato que propone es bastante roñoso, sirdar sahib. Pero está bien. Correré con la mitad de los gastos yo mismo, pero sólo durante tres meses. Después, deberemos revisar las condiciones.
—De acuerdo —respondió Vedvyas mirando a Amaury con curiosidad—. Aunque no comprendo qué fin persigue, Umree Sahib, para prolongar de tal manera la existencia de mi escuadrón.
—Soy un soldado sin órdenes que cumplir —respondió Amaury riéndose—. Así tendré algo que hacer.
Después, salió al patio. El raído manto de nubes que formaba la retaguardia del veloz monzón cruzó el cielo agitadamente. Los fugaces rayos de sol se colaban entre ellas y acariciaban el embarrado suelo haciendo que los charcos relucieran como platillos dorados dispersos. El evanescente pensamiento de antes volvió a deslizarse en su mente, esta vez más firme y con los cabos más atados. Se detuvo un momento a acariciarse meditabundo la barbilla.
—¡Una idea disparatada! —dijo el capitán Amaury—. ¡Totalmente falta de sentido práctico!
Marriott emprendió su viaje llevando consigo un convoy de media milla de longitud provisto de bueyes, carros y sirvientes, todos ellos custodiados por un destacamento de cipayos que decidió añadir tras la insistencia de Amaury en que así fuera.
—¡Eso es algo superfluo! —dijo Marriott—. Los peones armados son más que suficientes. Si viajamos con presencia militar parecerá que tenemos desconfianza.
—Mejor será convertirse en un recaudador desconfiado, pero vivo —respondió Amaury—, que en un cadáver en medio la jungla.
Marriott partió refunfuñando y ordenó a los cipayos que se colocasen en la retaguardia, tan lejos de su persona como fuera posible.
La laxitud de Amaury desapareció. Examinó a la escolta de Vedvyas y dividió a los hombres que la formaban en dos grupos: la mitad eran rajputas y la otra mitad rohillas. Puesto que todos aquellos mercenarios indígenas eran dueños de sus propios caballos y monturas, los animales iban incluidos en el lote. Reunió al escuadrón en un círculo frente al barracón y explicó sus intenciones.
—Los hombres de Rajputana, unos valerosos jinetes desde que sus antecesores llegaran a esta tierra, nunca han conocido otro tipo de oficio que el de servir como soldados sobre sus sillas de montar. Quiero que continúen con su función como caballería, pero con una disciplina y una formación al estilo fringee hasta que nadie, a excepción de los ingleses, se les pueda resistir.
—A menudo hemos librado batallas en las que hemos derrotado a nuestros enemigos —objetó un risaldar rajputa—. ¡No hay nada que ningún extranjero pueda enseñarnos!
—Si duda —replicó Amaury sonriendo benévolamente—, las levas que se han rebelado contra lord Vedvyas han sufrido vuestro azote pero ¿se ha enfrentado alguno de vosotros alguna vez a la caballería fringee, espada contra espada?
Un forajido con la cara surcada por una cicatriz levantó la mano.
—Yo serví en una ocasión al sultán Tipu y luché en la batalla de Malavelly.
—¡Enhorabuena, hermano! Yo también estuve allí. ¿Cómo te fue?
El rathor sonrió torciendo la boca.
—Un risala cipayo cargó contra nosotros. No paramos de correr hasta que llegamos a Seringapatam.
—Así es como siempre ha sido. Los soldados indostaníes rara vez logran vencer a las tropas de la Compañía en el campo de batalla. Pero eso no tiene ningún misterio; simplemente, su grado de disciplina es superior. Por eso yo os pondré a su altura.
Se volvió hacia los rohillas, que estaban sentados de cuclillas con las piernas cruzadas y los sables en el regazo.
—Vosotros, amigos míos, habéis sido el azote del Indostán desde que los pastunes[33] saquearan Delhi por primera vez. Pretendo aprovechar vuestra destreza y enseñaros a usar la artillería.
Los rostros barbados de aquellos hombres no ocultaron la consternación que los invadió. Un torrente de murmullos rompió el silencio que había surgido a causa del estupor. Amaury alzó los dos brazos.
—¿Por qué os sorprendéis tanto? ¿Son las armas de artillería algo impuro y ajeno a vuestra casta? No hay magia en la artillería, hermanos. Incluso un niño podría aprender a usarla si se le enseñase bien. ¿No usaron los ejércitos mogoles cientos de cañones? ¿No son envidiados los artilleros porque reciben una paga correspondiente a su cualificación, muy superior a la de los demás soldados?
Amaury dio una palmada y concluyó:
—Esa será la paga que se os dará a vosotros también. Todo hombre que se esfuerce y pruebe su valía para el manejo de la artillería ganará sesenta fanams al mes.
La oferta hizo que se inclinara la balanza y unas sonrisas de complacencia se dibujaron sobre las barbas de los rohillas. Entonces, los rathores comenzaron a quejarse dando muestras de disconformidad.
Amaury supo aprovechar el momento y, señalando con la mano a aquellas caras resentidas, dijo:
—En cuanto a vosotros, muchachos míos, aumentaré la paga mensual de los soldados a cuarenta y cinco fanams para igualarla al salario de los cipayos de la Compañía. La de los risaldares ascenderá a quince pagodas y la del resto de rangos irá subiendo en proporción como corresponda.
Los murmullos cesaron. Amaury despidió a aquellos hombres, todos ellos satisfechos con la paga prometida que duplicaba la escala actual. Seguramente, Vedvyas se enfurecería ante tal incremento de la carga financiera, pero estaba obligado a cumplir con el trato y en él no se había mencionado nada acerca de las pagas. Amaury volvió a la fundición y sacó a Welladvice de sus hornos.
—¿Cómo va la cosa?
—Con normalidad, señor, con normalidad. Las piezas ya están hechas y los carros casi listos. Tenemos que forjar las llantas para las ruedas. Después, pasaremos a los armones y las cureñas.
—Un trabajo de suma importancia, señor Welladvice. Le comunico que cuento con destacamentos para toda esa artillería y que espero que, tal y como prometió, se haga usted cargo de entrenar a los hombres.
Amaury le describió brevemente cómo estaban organizados los soldados. Welladvice se rascó uno de sus ásperos brazos.
—De acuerdo, señor. Conozco a esos bribones de los rohillas y creo que, con algo de tiempo, se podrán convertir en buenos artilleros. Después de todo, ya han sido soldados de caballería antes, así que la mitad de su entrenamiento va está hecho —hizo unos rápidos cálculos con los dedos murmurando algo entre dientes—. Para una compañía de cuatro cañones necesitará unos cien hombres y alrededor de noventa caballos, sin contar con los segadores y los mozos de cuadra.
—Puedo alistarlos entre las gentes de por aquí.
—Sí, uno por cada caballo. —Su barba raspaba como una lima oxidada—. ¿Qué hará con los artilleros que trajo de Gopalpore? ¿No pueden los hircarrahs dirigir los tiros de los cañones?
—Los hircarrahs han retomado las labores que realmente les corresponden como espías y exploradores. Dios sabe que los necesitamos. Los artilleros sólo son simples comerciantes usando las armas que ellos mismos han fabricado, nada belicosos y, seguramente, nada fiables bajo fuego. Su actuación en el campo de batalla fue buena y ya han cumplido con la labor que les tocaba. Pero ahora, lejos de sus hogares, están empezando a sentirse agotados e infelices. Los mantendremos un tiempo, señor Welladvice, para que enseñen a los nuevos reclutas cómo se maneja la artillería. Después, les daremos una buena recompensa y dejaremos que regresen a Gopalpore.
La llanura situada bajo el peñasco sobre el que descansaba Hurrondah fue el lugar elegido por Amaury para domesticar a los tiros de los cañones y entrenar a la caballería. Tan pronto los colmaba de halagos y lisonjas como deploraba su falta de habilidad, los animaba con bromas subidas de tono o les dedicaba los más terribles improperios. Gracias a su poderosa personalidad, no sólo convenció a aquellos testarudos guerreros para que aceptasen someterse a la disciplina ajena que tanto despreciaban, sino que también logró que se sintieran orgullosos de sus progresos. Escogió el armamento y dotó a hombres y caballos de cimitarras, pistolas, picas, dagas, lanzas e incluso algún que otro mosquete de mecha. Accedió a entregarles una cimitarra y un par de pistolas por cabeza.
—Las lanzas son armas de las que uno no se puede fiar. ¡Sólo las usa la caballería polaca!
Por las noches, cuando Welladvice terminaba en la fundición, ejercitaba a los novatos artilleros en el ritual del manejo de los cañones, paseándose irritado entre ellos, dándoles furiosas órdenes.
—¡Adelante los… escobillones! ¡Pasad los escobillones! ¡Basta, pandilla de necios de cara negra! Hay que atacar hasta el fondo con una sola mano. Intentadlo otra vez. ¡Pasad los escobillones! ¡Así, muy bien! ¡Cargad los… cartuchos! ¡Vamos, Número Tres! ¡Despierta y mete ese cartucho por la boca del arma! ¡Comprimid los… cartuchos! ¡He dicho comprimir, por Dios santo! ¡Parece que estuvierais haciendo cosquillas a una puta para abrirla de piernas! ¡Eh tú, Número Cuatro! ¿No estás a cargo del fogón? ¡Pues no quites el dedo gordo de encima del maldito chisme! ¿Es que quieres que tus compañeros de los escobillones estallen en llamaradas? ¿Y tu púa? ¿Cómo que se te ha caído? Ojalá me librara Dios de tener que ver este espectáculo…
Fuera como fuese, aquellos hombres entendían sus palabras, disfrutaban de sus extravagancias y aprendían con notable rapidez. El entrenamiento iba avanzando día tras día, mientras el monzón descargaba sus últimas gotas de lluvia sobre aquella tierra prisionera de un sofocante calor húmedo. En el terreno donde hacían los ejercicios, que había sido machacado hasta quedar convertido en una especie de polvo harinoso que descendía por la ladera de aquella montaña como una espesa nube marrón, el escuadrón, a medio galope, formó una columna para pasar luego a alinearse en una fila, giró en redondo y convirtió lo que antes era el frente en un flanco. Amaury ordenó a las tropas que se detuvieran, hizo unas señas con su estribo a un corneta cipayo y le pidió que tocara la orden que incitaba a pasar a la carga.
—¡Este toque hará que os hierva la sangre! —dijo a los mugrientos soldados cubiertos de polvo—. Un toque que jamás oiréis hasta que estéis prácticamente en las mismísimas fauces del enemigo. Cuando lo oigáis, cabalgad veloces como demonios y atacad a fondo. Pero manteneos alertas para cuando suene el toque que ha de seguir a este.
El corneta tocó el sonido que ordenaba volver a formar.
—Grabaos bien esas notas y obedeced a su toque del mismo modo que obedeceríais ante una llamada de Dios. La caballería ha perdido incontables batallas por lanzarse a perseguir temerariamente al enemigo al que acababa de destrozar en una carga. Por ejemplo…
Un indígena que montaba un poni que iba dando tumbos cruzó el terreno en el que hacían las prácticas. El animal tenía el pelaje cubierto de sudor seco y el jinete se aferraba a sus crines con las dos manos. Cabalgaba con la cabeza inclinada hacia el pecho y su cuerpo, totalmente cubierto de polvo, parecía una coraza grisácea. A la altura de las costillas tenía un profundo corte del que salía sangre. Gesticulaba débilmente señalando hacia la arboleda de la que procedía y tan sólo acertó a decir una palabra antes de desfallecer:
—¡Pindaris!
Entonces, los ojos se le pusieron en blanco y cayó al suelo.
—¡Pindaris! ¿Quién diablos son los pindaris?
Amaury comprobó la cebadura de su pistola y se la guardó en el fajín.
—Una plaga —respondió Vedvyas adustamente—. Saqueadores pastunes y marathas y bandidos de todas las castas y todas las clases. Unos salvajes que son fruto de la anarquía y de las supurantes rivalidades existentes entre las dinastías marathas. Asaltantes montados que viven de su espada, poderosas bandas de hombres sin hogar que se dedican a devastar el país con los mismos resultados que si fuera pasto del fuego. Arrasan todo lo que encuentran y desaparecen después a la velocidad del rayo. La aldea que han saqueado se encuentra a treinta millas. Nunca logrará cogerlos, sahib.
—Pues lo voy a intentar con todas mis fuerzas. —Amaury se ató el cinto en el que portaba la espada y dejó la sala de audiencias camino del patio—. ¿Dónde se ha metido Welladvice? ¡Debería estar aquí! ¡Ah, señor, está aquí! Prepárelo todo, señor Welladvice. Necesitamos una pieza de seis libras y una carreta de municiones con los mejores animales de tiro que haya en las cuadras. ¡Partiremos en treinta minutos!
En los barracones de la caballería, las tropas se afanaban por preparar las raciones que precisaban: bolsas de harina para colgar al hombro y sacos de cebada para atar con cuerdas a la parte delantera de las monturas. Después, afilaron sus sables en la muela. Saltaron chispas y los caballos retrocedieron dando un brinco.
—¡Deprisa! ¡Deprisa! —insistía Amaury—, montad vuestros caballos, hermanos. ¡Parecéis viejas chismosas charlando sin parar mientras vuestro enemigo se escapa!
Vedvyas llegó a donde estaba Amaury. Montaba un ejemplar árabe castaño, llevaba la cimitarra con su empuñadura enjoyada colgada de una correa y un par de pesadas pistolas en su cinturón.
—¿Desea acompañarnos, sirdar sahib?
—Así es. No me gusta perseguir sombras, pero mis hombres jamás han salido de Hurrondah sin mí —sonrió fríamente y se peinó la barba con los dedos—. No olvide, Umree Sahib, que una mitad del escuadrón todavía me pertenece.
Amaury se rio y puso los pies en los estribos.
—¡Arriba, Hannibal! —gritó al perezoso semental. Después, tomó las riendas y levantó un brazo—. ¡Emprendan la… marcha!
Amaury bajó aquella rocosa pendiente seguido por el ruido de los demás caballos y por las chirriantes ruedas de los cañones. Cuando llegaron a la llanura, espoleó a Hannibal para que cabalgase al trote. Los caballos de los indígenas lo siguieron a medio galope, mascando los bocados de las bridas y echando espuma por la boca.
Vedvyas había prometido guiarlos por la ruta más corta. Era un sendero lleno de surcos de ruedas y huellas de cascos que se dirigía al norte y transcurría en medio de árboles y frondosos arbustos. Cruzaba varios valles de calor sofocante y subía por algunas colinas para volver a bajar a otros valles.
—Este camino es más corto, pero también más dificultoso. Los caballos han de salvar pequeños obstáculos, pero… —lanzó una expresiva mirada por encima del hombro al pesado cañón que avanzaba lentamente en la retaguardia.
Amaury marcaba el paso en función de las condiciones del sendero, cabalgando a medio galope cuando el terreno era llano y reduciendo el paso cuando tenían que subir pendientes pronunciadas o bajar por las laderas. Las columnas tomaban rutas separadas, desplegándose y volviéndose a plegar como un cordón de hebras sueltas. El prolongado entrenamiento había dado sus frutos, pensó Amaury. El escuadrón era capaz de mantenerse en columna por mucho que esta se curvase. En la guerra de Misore, había tenido ocasión de ver cómo se desplazaba la caballería irregular en una suerte de horda ruidosa, que avanzaba con los hombres farfullando entre sí como las tribus nómadas en sus movimientos migratorios. Oyó cómo los risaldares y los jemadares ordenaban a los hombres cerrarse y vigilar la formación. ¡Formación en una caballería de mercenarios!
Llevaban cabalgando cerca de una hora cuando Vedvyas le dio un toque en el brazo.
—Hemos perdido el cañón, sahib.
Amaury desvió a Hannibal de las filas y recorrió con la vista el camino que habían seguido. Las columnas más rezagadas aún estaban subiendo la larga pendiente de retorcidos matorrales que antes habían superado los demás. No se veía ni rastro de los hombres que faltaban en el poco profundo valle que precedía a la pendiente.
—¡Maldita sea! ¿Es que Welladvice se ha quedado dormido? —deshizo la columna, aflojó las cinchas, apretó las piernas sobre los costados de su caballo y galopó a su encuentro. A una milla, en la retaguardia, los tiros emergieron de una arboleda de lilas hindúes, con los caballos arrastrando con gran esfuerzo los tirantes sin trotar apenas. Welladvice, que cabalgaba torpemente a horcajadas sobre un huesudo ruano, iba sujetando con firmeza su tricornio, profiriendo maldiciones y dando indicaciones a los hombres.
—¿Por qué se ha retrasado? —preguntó Amaury con brusquedad.
Welladvice arrojó su sombrero al suelo.
—No pueden hacerlo, señor. No al paso que lleva usted —dijo señalando a los sudorosos tiros—. Hacemos lo que podemos. Los ejemplares del país no son apropiados para el tiro, igual que nadie soñaría con ponerlos frente a un arado. No tienen la forma necesaria, señor. La carga es demasiado pesada.
—¡Tonterías, señor Welladvice! ¡Precisamente los ejemplares del país han sido capaces de arrastrar la artillería de tiro ecuestre de Madrás!
—¡Claro que sí! Pero ¿cómo? Resulta que ustedes envían a sus oficiales a las ferias ecuestres de Hyderabad para que elijan a los mejores animales y a los más fuertes y, además, jamás descuidan su alimentación. En cambio, los nuestros son sólo un montón de pequeños patizambos con las pezuñas hinchadas —gritó al borde de la exasperación—. ¡Así no podemos avanzar más que al trote! ¡Y eso si el terreno es llano! Tenga en cuenta, señor, que los animales tiran de más de una tonelada de peso.
Amaury contuvo su irritación y sonrió forzadamente.
—Hace usted milagros, señor Welladvice. No le puedo pedir más. Pero no podemos esperar; la velocidad es de vital importancia. Dejaré una sección atrás para que lo escolte. Llévenos el cañón tan rápido como pueda.
Regresó al escuadrón, designó a los soldados que debían escoltar el cañón y siguió avanzando con el resto de la columna. Vedvyas observó su expresión con el ceño fruncido al amparo del casco crestado que cubría su cabeza.
—Nos movemos rápido, Umree Sahib. Ya le advertí que este camino era duro. No me extraña nada que su cañón se quede rezagado.
—Pues para mí es una sorpresa de lo más inoportuna —Amaury se frotó la mandíbula y se puso a pensar en inglés en voz alta—. Es una cuestión del número de caballos en relación con el peso. ¿Sería mejor llevar tiros de ocho caballos? ¿De diez caballos? No. Excesivamente voluminosos. Quizá con unos cañones más ligeros… De tres libras, por ejemplo. Su disparo es menos potente pero llegan tan lejos como los de seis libras —se volvió de nuevo hacia el hindú—. Según creo, tiene usted cañones de tres libras en su artillería ¿no es así?
—Así es, sahib. Dos piezas de latón excelentes.
El calor azotaba sus cuerpos igual que si los sacudieran las llamaradas de un horno abierto. Una nube de polvo envolvía a la columna y la acompañaba, obstruyendo las gargantas de aquellos hombres obligados a mascar su arenilla. Aquella bruma se alzaba al cielo y marcaba la línea de su marcha señalando su camino como si de un faro se tratara. Amaury sacó su reloj.
—Las tres en punto. Deberíamos estar cerca.
Vedvyas observó el sol y contó con ayuda de sus dedos.
—Más o menos, a cuatro millas. Si los pindaris se han entretenido, pronto nos encontraremos con nuevos restos de saqueos.
Les llevó aún varios minutos atravesar una llanura bañada por el sol antes de cruzarse con el rastro de aquellos asaltantes. Llegaron a un ancho camino lleno de huellas de cascos. Se encontraron jirones de ropas enganchados en varios arbustos, una cacerola de cocina por aquí y otra por allá, la correa de una silla de montar, un trozo de lanza partida clavada en el suelo… Hannibal dio un respingo para salvar un arrugado bulto que yacía tras unos cactus. Amaury tranquilizó al caballo, se acercó para ver más de cerca qué era aquello y gritó espantado. Se trataba de una muchacha con un profundo corte escarlata en la garganta. Apenas era una niña.
Vedvyas observó el cuerpo sin inmutarse.
—Restos que deja la marea del pillaje. Seguro que no serán los únicos —entonces, examinó las huellas de los cascos en el fango—. Los pindaris han estado aquí y se han ido. Veamos qué es lo que ha quedado tras su paso.
La aldea estaba circundada por campos y mangos. Era un poblado solitario en medio de aquella yerma llanura. Tras la barrera natural de espinosas chumberas, se escondían un montón de casuchas con techos de paja completamente apiñadas entre sí, la cúpula encalada de un templo y una pequeña ciudadela circular. No se apreciaba movimiento en ninguna parte, ni tampoco vieron ser humano o animal alguno.
—Alguien ha avisado a esos bandidos de que veníamos —dijo Vedvyas—. De lo contrario, la aldea estaría ardiendo.
Multitud de cuerpos mutilados yacían dispersos sobre los campos. Los aldeanos habían luchado junto a la barrera de cactus y, ahora, sus cuerpos sin vida se amontonaban en aquel lugar. Amaury estableció un cordón y cabalgó con Hannibal a través de un hueco. Las secuelas del saqueo eran patentes en aquellas calles: había cajas rotas por el suelo, utensilios de cocina hechos pedazos, muebles destrozados, grano desparramado y jirones de ropas por doquier. Las puertas de las casas habían sido reducidas a astillas o estaban abiertas dejando entrever en los pisos de tierra los hoyos que los bandidos habían cavado en busca de tesoros. Las paredes estaban salpicadas de sangre. El hedor del fuego y los cadáveres impregnaba el aire. Amaury espoleó a Hannibal a través de los callejones. El propio purasangre se asustaba y daba bruscos giros para esquivar las terribles visiones y los insufribles olores. Llegaron al bazar. Los puestos habían sido volcados y aplastados. Los comerciantes yacían inertes entre los restos de sus mercancías.
Los supervivientes de aquella masacre se escondían como ovejas acechadas por una manada de lobos, acurrucados en un hueco que había entre una bodega y la casa de un banquero local, también saqueada. Había aproximadamente una veintena de hombres, mujeres y niños. Agazapado y apoyado sobre las manos y las rodillas, un corpulento prestamista de Bengala no paraba de toser. Su cuerpo sufría unos espasmos que lo hacían temblar de la cabeza a los pies, sacudiendo sus rotundas carnes como si fueran gelatina. Levantó la cara en un intento por tomar aire. Tenía la nariz, los labios y la barbilla chamuscados y en carne viva.
—Le han atado alrededor de la boca —dijo Vedvyas en respuesta a la mirada de Amaury— una bolsa de cenizas al rojo vivo. Después, lo han golpeado en la espalda para obligarlo a respirar fuego. Es una de las torturas favoritas de los pindaris, sahib, para que sus presas les digan dónde guardan los tesoros. Ese hombre morirá. Los gases pudrirán sus pulmones.
Amaury recorrió con una rápida mirada aquel grupo de aldeanos. Parecían estar extrañamente tranquilos. Enmudecidos por el susto y con gran sufrimiento, acunaban a sus heridos y gemían con dolor en un murmullo de lastimeros susurros igual al sonido de un grupo de hojas mecidas por el viento.
Amaury sintió ganas de vomitar. Se maldijo a sí mismo por mostrar esa actitud de cobarde amedrentado. Cuando Seringapatam cayó en manos del enemigo, había vivido horrores mucho peores que ese.
—Sirdar sahib, encuentre a alguno que sea capaz de describirnos las fuerzas de los pindaris, cuánto tiempo hace que se fueron y en qué dirección. Tengo intención de perseguirlos.
Vedvyas lanzó los brazos al aire.
—¡Sería una pérdida de tiempo! Nunca nadie ha sido capaz de dar caza a los pindaris en sus huidas —viendo la expresión de Amaury, echó un vistazo al grupo y comenzó a interrogar a una anciana que lo miraba estupefacta—. Atacaron al anochecer y se fueron al alba. Tenían mil caballos, a juzgar por las huellas que han dejado. Sería fácil seguirlos guiándose por ellas. Pero partieron hace diez horas, así que es inútil intentar alcanzarlos. Los pindaris recorren cincuenta millas al día. Si se saben perseguidos, soltarán lo que hayan robado y lo esparcirán por los campos para poder cubrir setenta millas entre una puesta de sol y la del día siguiente.
—¿Con esos enclenques ponis escuálidos que montan? ¡Me cuesta creerlo! Arrastran un botín y tienen que arrear al ganado que han robado. Sin duda, eso los demorará. Beberemos algo, comeremos y seguiremos la marcha.
—Como desee. Tiene un extenuante viaje por delante, Umree Sahib.
El escuadrón se congregó en torno a los pozos. Los rathores, como saqueadores que eran no menos experimentados que los pindaris, registraron las casas y las bodegas en busca del grano que los bandidos hubieran podido dejar y reabastecieron sus morrales. Amaury se sentó al borde de un pozo cerca del templo saqueado y contempló cómo acariciaba Hannibal su trigo. Oyó el ruido sordo de unas ruedas y frunció el ceño perplejo. ¿Qué iba a hacer con aquel lento cañón de seis libras? Welladvice se acercó montado sobre la silla de su caballo como si el cuero le quemase y se bajó de ella con gran dolor.
—¡Ese maldito camino no tenía más que baches! ¡Casi me parto en dos! —Lanzó una malévola mirada a su ruano—. Cañón, armón y carreta presentes y en buen estado, señor.
—Y condenadamente tarde. Vamos a iniciar una persecución, señor Welladvice, en la que tendremos que cabalgar mucho más veloces que hasta ahora. Hay que abandonar el cañón.
El marinero lo miró abatido.
—Sí, señor. No es un cañón de tiro ecuestre. Eso está tan claro como que usted tiene nariz en la cara. —Vio el cuerpo de una mujer tendido junto al pozo. En el lugar donde antes había estado su nariz sólo quedaban dos agujeros simétricos de los que manaba sangre a borbotones. Welladvice se estremeció.
—¡Este sitio está lleno de cuerpos negros hechos pedazos! ¿Lo puedo acompañar, señor? Los artilleros pueden acampar aquí y volver mañana a Hurrondah. He puesto al cargo a un havildar de confianza.
—Por supuesto, siempre que los dolores que le causa su silla no se lo impidan. Designaré a varios soldados para que escolten el cañón. Refresque a su caballo ya mismo, señor Welladvice. Partiremos enseguida.
Siguiendo el rastro dejado por los pindaris, el escuadrón emprendió la marcha hacia el oeste. Amaury cabalgaba con un trote ligero que obligaba a los caballos del país a seguirlo a medio galope. El sol fue apoderándose lentamente de aquel horizonte bordado por las cumbres de las colinas y empezó a quemarles la cara. Los árboles arrojaban sombras y una bruma se extendió dando un matiz cobrizo a la cegadora luz del día. El camino empezó a empinarse imperceptiblemente. Las escarpas iban quedando a sus espaldas como auténticos terraplenes vestidos de árboles. El rastro de hierba aplastada y matorrales pisoteados que los saqueadores habían dejado a su paso era cada vez más difícil de ver a medida que se acercaba el anochecer.
Vedvyas giraba la cabeza de lado a lado en busca de lugares que pudiera reconocer y murmurando algo entre dientes.
—Hemos cruzado la frontera de Bahrampal, Umree Sahib —dijo de repente—. Estamos en territorio maratha, en el dominio denominado Berar, bajo el mando del Bhonsla[34] Raghujee. ¿De verdad quiere continuar?
—Esa panda de saqueadores ha salido de Berar para causar estragos en las tierras de la Compañía y correr luego a refugiarse en el semillero de bandidos del que proceden. ¡Los seguiré allí donde vayan!
Los destellos verdes y carmesí que lanzaba el cielo se fueron apagando como una hoguera a punto de extinguirse. Los caballos no cesaban de tropezar con obstáculos parcialmente ocultos y sus agotados jinetes no paraban de proferir juramentos y sujetaban las riendas firmemente. Amaury oyó el sonido inconfundible del agua. Era un arroyo que engullía aún los posos de las lluvias monzónicas. Aunque de mala gana, se detuvo.
—Que centinelas monten guardia al frente, en la retaguardia y en los flancos. Quiero dos hombres en cada uno de esos puestos. Desmontad, dad agua a los caballos en ese arroyo y comed. Pernoctaremos aquí hoy.
Aquella noche, los hombres pudieron dormir donde quisieron y se desparramaron en medio la oscuridad como si fueran cadáveres tendidos en el suelo tras una batalla. Los caballos se quedaron en pie junto a sus dueños, que se habían atado las riendas a la muñeca. Cansado y con la cabeza apoyada en la silla de montar, Amaury pensó en lo mucho que quedaba por enseñarles. Aún no sabían clavar estacas ni formar piquetes y tenían a los caballos alineados en hileras. Durmió nervioso, atormentado por terribles pesadillas llenas de cuerpos mutilados y sin ojos, caras sin narices y labios quemados que no dejaban de hablar atropelladamente diciendo locuras. Se despertó repentinamente, con la boca seca y empapado en sudor. Fue hasta el arroyo con paso torpe, bebió un poco de agua y se lavó la cara. Cuando volvía, pasó junto a uno de los puestos de los centinelas. Esperaba encontrarse con algún tipo de reto pero no se oía nada y, en lugar de eso, lo que vio fue a los soldados roncando plácidamente, ajenos al resto del mundo. Los despertó bruscamente y los reprendió por descuidar su trabajo. Entonces, se dio cuenta de que la noche se estaba volviendo más clara. La luz de la luna, del color del peltre, atenuó el resplandor de las estrellas y dibujó unas franjas de marfil sobre las oscuras sombras de los matorrales. Amaury miró la hora en su reloj. Eran las dos de la madrugada. Recorrió el campamento despertando a los hombres e instándoles a montar sus caballos para partir. Bostezando, estirándose y gruñendo, los soldados apretaron las cinchas. Guiada por la luz de la luna, la columna se puso en marcha.
Poco después del amanecer, dejaron las colinas a sus espaldas y llegaron a una meseta. Una llanura cubierta de hierba y salpicada de espinosos matorrales y árboles raquíticos se extendía ante ellos hasta perderse en el nebuloso horizonte. Las huellas de los cascos de los pindaris atraían la vista como un imán. A media milla de su rastro, un reducido grupo de casas se alzaba sobre la llanura.
—Allí debe de haber pozos y también puede que podamos sacar algo de grano. El forraje está a punto de acabarse —dijo Amaury señalando hacia ellas.
Multitud de hormigueros bullían alrededor de la consabida defensa que rodeaba la aldea, compuesta por una simple barrera natural de cactus. Vedvyas examinó las huellas que subían por los caminos y frunció los labios.
—Los pindaris se nos han anticipado, sahib. No encontrará provisiones aquí.
En efecto, encontraron otra cosa.
Al dirigirse al hueco de entrada de la valla, Amaury divisó unas manchas entre los hormigueros. Eran cerca de una docena y estaban dispuestas en círculo. Parecían cuencos de barro colocados boca abajo. Se acercó y profirió un exabrupto de espanto absoluto ante lo que vio.
Las víctimas habían sido enterradas allí hasta la altura de los hombros para que las hormigas se alimentasen de ellas. Una miríada de insectos morados, cada uno de ellos tan largo como la uña de un pulgar, se paseaban entre los restos. La corrupción se había ido apoderando de aquellas caras despellejadas hasta dejar los huesos al aire. Sus bocas emitían unos vagos sonidos inhumanos.
Welladvice sintió náuseas y vomitó sobre las crines de su caballo.
—¡Jesús! —musitó—. ¡Nunca había visto un espanto similar! ¡Es peor que una cubierta hundiéndose por los costados tras el alcance de un cañonazo!
—No podemos hacer nada para ayudarlos. ¡Mátalos! ¡Rápido! —dijo Amaury con aspereza a un soldado.
El hombre se bajó del caballo y desenfundó su sable. Mientras tanto, Amaury continuó hacia el interior de la aldea sin volver la vista atrás.
En aquellas devastadas casas no había trigo ni harina. Lo único que quedaba eran cadáveres atravesados por profundos tajos. Sacaron agua de los pozos, dieron a los caballos los últimos granos que les quedaban y continuaron el viaje. Cabalgaron a medio galope durante quince minutos para después reducir la marcha al paso y viceversa. Amaury controlaba los intervalos con su reloj. El implacable cielo desprendía un calor sofocante. La llanura se perdía más allá de donde la vista alcanzaba a ver. Las sombras de los árboles y los arbustos se deformaban. El crujido del cuero y el sordo ruido de los cascos se unían en coro al jadear de los caballos; el tintineo y el traqueteo del acero retumbaban en una nota discordante. Amaury notó que Hannibal ya no tenía la misma fuerza que antes. La escasez de forraje, el lento paso y las interminables millas habían apagado su desenfrenado ardor. En cambio, los nervudos ejemplares del país, medio muertos de hambre, avanzaban incansables. En toda la marcha, ni uno de ellos había desfallecido.
A la altura de un embalse de aguas estancadas descansaron, dieron de beber a los caballos y dejaron que pastasen durante una hora. Vedvyas se apoyó en su cimitarra con las manos cruzadas sobre el pomo.
—Se han terminado las raciones de los hombres y sus morrales están vacíos —dijo—. Los pindaris se nos adelantan en el camino, acaban con cualquier bocado a su paso y no nos dejan nada que comer. ¿Qué debemos hacer? ¿Vivir del aire o comer hierba como nuestros animales? ¿Cuánto más, sahib, pretende prolongar esta absurda caza?
Amaury rebuscó en una alforja, sacó una corteza de pan, la partió y dio la mitad a Welladvice.
—Aprovéchela al máximo, señor. Es todo lo que tengo. —Se volvió hacia Vedvyas y le dijo con aire cortante—: Continuaremos hasta que no podamos más o hasta que cacemos a nuestra presa. Mientras sigamos encontrando hierba, los caballos aguantarán. En cuanto a los hombres, ¿desde cuándo se deja amedrentar el valor de los rathores por un estómago vacío? —Se puso en pie sacudiéndose el polvo de su casaca escarlata—. Hablaré con ellos.
Amaury fue hasta los soldados, que estaban sentados en el suelo sujetando a los caballos mientras pastaban. Los saludó alegremente, hombre a hombre, llamándolos por sus nombres. Posaba su mano en su hombro, bromeaba, sonreía ampliamente y alababa su comportamiento logrando enaltecer su orgullo. Al oír sus palabras, los malhumorados rostros de aquellos hombres cobraban luz y dejaban caer los hombros enderezados.
Vedvyas lo observaba refunfuñando desde la distancia.
—Un comandante caído del cielo. Ese sahib tiene un don. Una capacidad de empatía y liderazgo que consigue levantar los ánimos.
—¿Qué dice? —gruñó Welladvice mascando su trozo de pan—. No le entiendo. ¡Dios, cómo me duelen las posaderas! ¡Las tengo más rojas que un suculento filete de ternera poco hecho! ¿Pero por qué diablos se me ocurrirá pensar en esas cosas justo ahora, que tengo el estómago vacío y más revuelto que un artimón a la deriva?
Estuvieron cabalgando durante toda la abrasadora tarde y, al anochecer, acamparon junto a una nueva aldea que también había sido devastada. Esta vez les sonrió la fortuna. Los soldados, buscando comida desesperadamente en aquellas casas saqueadas, encontraron oculto bajo el suelo de una bodega un alijo con el que los pindaris no habían dado. Había harina y cebada suficientes para alimentar al escuadrón y poder guardar una pequeña reserva. Durmieron profundamente y con las tripas sonándoles. Cuando salió la luna, emprendieron de nuevo la marcha.
Al mediodía, Vedvyas observó de cerca las huellas de los cascos sobre el polvo, profirió algunos juramentos para sí mismo y miró a lo lejos hacia la izquierda y hacia la derecha.
—Los pindaris se están dispersando, sahib. Es lo que siempre hacen cuando les persiguen de cerca.
—¿Y qué deberíamos hacer?
—Esa es una pregunta a la que no puedo responder porque no conozco este país. Según mis cálculos, en estos tres días nos debemos de haber alejado unas ciento ochenta millas o más de Bahrampal —Vedvyas hizo un gesto de impotencia mirando a su alrededor—. Algunos han tomado esta dirección; otros, aquella. Se volverán a encontrar dentro de unos días en el punto que hayan establecido para ello. Esto va a ser como intentar quitar una pluma a una agachadiza en medio de un pantano.
Amaury sonrió tranquilizador.
—Busque por los alrededores, sirdarjee. Busque y encuentre las huellas del grupo más numeroso. Seguiremos a ese.
Vedvyas se esforzó por encontrarlas, retrocediendo en busca de los rastros de los saqueadores y atravesando unas huellas en pos de otras. Los hombres del escuadrón se bajaron de los caballos, aflojaron las cinchas y contemplaron cómo el indígena seguía con su búsqueda. Hizo señas a Amaury para que se acercara a ver las huellas que había en un sendero lleno de marcas de cascos de caballería.
—Creo que unos doscientos han tomado este camino y que son los que llevan el botín. ¿Ve? Hay marcas de ganado arreado a gran velocidad y otras marcas paralelas de caballos de carga. La punta de su velocidad estará desafilada. ¡Debe apostar por este sendero!
—¡Adelante! ¡Le seguimos!
Siguieron aquel rastro durante toda la tarde. Les condujo hasta un páramo llano y plagado de árboles que no parecía tener fin. Pararon una vez para tomar un poco de grano. Amaury dio de comer a Hannibal en su propia mano. Con la otra, se dio sombra en los ojos y oteó a lo lejos. En el horizonte, un inmenso peñasco aislado sobresalía en medio de la calima como un espejismo. El sol del oeste confería a sus rocosas formas un tono ámbar apagado con grandes surcos de color púrpura.
Sacó un catalejo del bolsillo y lo enfocó hacia la roca.
—Parece que hay murallas y torres. Por su aspecto, diría que es una fortaleza. ¿Reconoce algo?
Vedvyas sacudió las cáscaras de un morral.
—¿Cómo iba a reconocer un fuerte situado a más de doscientas millas de mi hogar? Los marathas plantan fuertes en sus tierras con la misma facilidad con que los campesinos esparcen semillas de trigo.
Amaury ajustó el catalejo. Los músculos de su mandíbula se hincharon como si fueran dos nueces.
—¡Veo una nube de polvo entre nosotros y el peñasco! ¡Por fin hemos dado con ellos! —Cerró el catalejo de golpe—. ¡A los caballos! Hermanos —dijo a los soldados—, el enemigo está a sólo tres millas, listo para probar el azote de vuestras espadas. ¡A medio galope!
En una columna de seis en fondo, azotaron a sus desfallecidos caballos en una última carrera. Eso acabó con varios de aquellos animales, que trotaron hasta detenerse con la cabeza gacha, las patas hacia fuera y las ijadas palpitando como un fuelle. Amaury fue hasta Hannibal, hizo que se levantara y lo obligó a cabalgar al máximo. El ejemplar árabe de Vedvyas, con su resistencia intacta, trotaba a medio galope sin dificultad. Welladvice rebotaba sobre su silla, azotando las enjutas costillas de su ruano. La nube de polvo se arrastraba hacia ellos. Pronto pudieron distinguir cada una de las espirales que se elevaban en una suerte de umbela a la deriva con las raíces llenas de motas de polvo. El escuadrón avanzó hacia aquella nube al galope, esquivando los arbustos y haciendo un ensordecedor ruido con los cascos. Los caballos resollaban y las vainas y los bártulos tocaban una tormentosa melodía. Amaury vio el brillo del acero y vislumbró a los jinetes revoloteando fantasmalmente en medio de la neblina.
—¡Desenfundad los sables!
Los hombres del escuadrón blandieron sus hojas. Los pindaris avanzaban a brincos, apiñados en un montón informe y realizando movimientos ondulantes. Iban dando gritos y blandían unas lanzas de diez pies de longitud. Tras ellos, los pastores a cargo del ganado azotaban a los animales para que corriesen. A su lado, unos jinetes guiaban las riendas de los caballos de carga.
—¡Formad la línea al frente!
«Hay que pasar de la columna a una línea —pensó Amaury—. ¿Recordarán cómo tienen que hacerlo?». Los rathores, profiriendo terribles maldiciones, frenaron el paso, aflojaron las riendas y giraron para formar una línea irregular.
—¡La alineación! ¡Mantened la alineación! —aullaban los risaldares.
Confrontados con aquel aluvión de acero, los pindaris se dieron la vuelta y emprendieron la huida al galope, fragmentados como un proyectil que acabara de estallar en mil pedazos. Dejaron atrás al ganado y a su lento séquito.
—¡Escapan! —gritó Welladvice envalentonado—. ¡Al abordaje!
Amaury colocó su sable en posición de ataque.
—¡A la carga!
—Son prisioneros de guerra, sirdarjee, y como tales debemos tratarlos.
—¿Acaso se alimenta a un chacal rabioso después de darle caza? —preguntó Vedvyas agriamente—. No, sahib. Deje que los soldados hagan con ellos lo que quieran. Tienen muchas razones por las que vengarse. Parece que ha olvidado usted muy pronto la matanza de la que hemos sido testigos.
Con las riendas curvadas sobre los brazos, se abrieron camino entre los restos que el enemigo había dejado tras de sí en la huida ante la aplastante derrota. El suelo estaba salpicado de cuerpos, de cadáveres ataviados con capas de lo más variopintas que les llegaban hasta las rodillas. Los caballos del escuadrón, prácticamente agotados, dieron varios traspiés para acabar deteniéndose, incapaces de emprender una persecución. Más de la mitad de los jinetes contrarios escaparon, dejando atrás a muertos, heridos —a quienes despacharon sumariamente— y a una docena de avergonzados prisioneros.
—Ha conseguido apresar a varios bandidos pindaris, una hazaña nada común —declaró Vedvyas—. Mis hombres grabarán la lección a fuego en la memoria de los pindaris.
Amaury examinó el botín que el enemigo guardaba: reses y cabras, caballos faltos de jinetes, animales de tiro, armas abandonadas —cimitarras, lanzas y mosquetes de mecha— y numerosas mujeres de las aldeas, que habían sido violadas y sollozaban lastimeramente. Los soldados rodearon a los prisioneros y les quitaron sus llamativas capas, de modo que quedaron únicamente ataviados con sus taparrabos. Un sable brilló y seccionó una oreja con un limpio corte. El hombre que sufrió el corte gritó y cayó de rodillas implorando piedad.
Amaury profirió un juramento y dio unos pasos hacia delante. Vedvyas lo agarró de un brazo y lo detuvo.
—Es peligroso interferir, sahib. Tenga en cuenta que estos hombres no son dóciles cipayos de Madrás sujetos al reglamento y a las leyes bélicas. Déjelo estar, Umree Sahib.
Los rathores cortaron ramas de varios arbustos secos y las apilaron en una hilera formando una especie de colchón gigante. Después, prendieron los extremos con ayuda de unos trozos de yesca. Aquella madera seca se encendió enseguida y comenzó a crepitar. Las llamas brillaron bajo el sol del atardecer tardío.
—¿Qué están haciendo? —murmuró Amaury inquieto.
Vedvyas cruzó los brazos y respondió sin inmutarse:
—Los van a quemar vivos. Ese es el destino que les espera a los saqueadores cuando son apresados. Apártese, sahib, ese espectáculo no resultaría agradable para los ojos de un fringee. —Señalando hacia el monte que se elevaba desde la llanura una milla más allá, prosiguió—: Si nuestros caballos aún tienen fuerzas para cabalgar, tratemos de averiguar a qué se debe que la fortaleza no haya enviado a nadie para preguntar a qué hemos venido hasta aquí.
La colina se elevaba majestuosa sobre la llanura, como una embarcación solitaria en un mar de aguas apacibles. Era un fenómeno geológico que alguna erupción volcánica había escupido a la superficie hacía siglos con unas laderas rocosas, en ocasiones prácticamente verticales, que se elevaban quinientos pies hasta formar una altiplanicie de dos millas de diámetro. La cumbre estaba rodeada por un foso que bordeaba una muralla de piedra, tachonada de bastiones y cruzada por múltiples aspilleras y parapetos. Las casas abarrotaban la base de aquella formidable ciudadela cuadrada que descollaba sobre la cima.
No había signo alguno de vida por ninguna parte.
Bordearon la colina con sus caballos, contemplando la parte alta y asombrados ante aquella quietud y aquel silencio. Había claras señales de abandono; las murallas presentaban crecientes fisuras, los terraplenes estaban erosionados por la lluvia, por las grietas de los muros asomaban ramas de árboles incipientes y las enredaderas se entrelazaban alrededor de los bastiones. Las casas llegaban hasta la ciudadela. La paja de sus antiguos techos hacía tiempo que se había podrido y sus vigas de madera se habían encorvado.
Amaury tiró de sus riendas.
—Creo que este lugar está totalmente abandonado. Por aquí está la puerta.
Condujeron a sus caballos por un camino tortuoso y empinado. Hannibal resopló y resbaló hacia un lado.
—¡Quieto! ¿Qué es lo que te ha sobresaltado así?
En el suelo, una enorme serpiente marrón se deslizaba sobre los guijarros. Amaury desenfundó su sable, se inclinó sobre la montura y partió aquella bestia en dos, observando con aversión cómo se retorcían las espirales de su seccionado cuerpo.
—Si quiere, tiene muchas más oportunidades para ejercitar su espada. ¡Mire a su alrededor! —dijo Vedvyas.
La ladera estaba infestada de serpientes que reptaban sobre las rocas y se retorcían bajo el sol, acechando como escamosas sogas en las grietas y los recovecos. Amaury se estremeció. Esos reptiles le daban pánico, les tenía una fobia que nunca había logrado superar.
—Son todas mortíferas —murmuró Vedvyas—. Cobras, kraits y víboras. Deben de llevar años anidando aquí sin que nadie las moleste. Elija con cuidado su camino, sahib.
Atentos al suelo, subieron hasta la puerta externa, atravesaron un paso elevado que cruzaba el foso y entraron a una barbacana. Unas pesadas puertas de acero bloqueaban el acceso a la puerta interna. Una poterna entreabierta colgaba de unas bisagras rotas. Amaury bajó del caballo, sacó la pistola de su cinturón, abrió la cazoleta y añadió cebadura nueva. Vedvyas, nervioso, cogió una pistola en cada mano.
—Ate los caballos, Vedvyasjee, y exploremos este sitio.
Subieron por los muros de la barbacana y después continuaron por un parapeto que coronaba la muralla de veinte pies de altura y unos diez de grosor. Amaury se dio sombra en los ojos con la mano. Más allá del campamento, bajo una columna de humo, se veía cómo el sol se estaba poniendo. Miró por el catalejo, hizo una mueca y lo volvió a guardar en el bolsillo. Al bajar por un bastión, cuando estaban a medio camino, se abrieron paso entre un laberinto de callejones flanqueados por casas en ruinas. Entonces vieron el primer esqueleto decolorado; era un conjunto de huesos amarillentos que habían sido despedazados por buitres y chacales. A medida que fueron avanzando, aparecieron más. En una esquina, los huesos, los cráneos y las cajas torácicas atascaban la calle de pared a pared, formando una espeluznante barrera que crujía y chirriaba al paso de aquellos dos hombres. Amaury se asomó a la entrada de una casa, oyó el siniestro susurro de las serpientes deslizándose y se retiró rápidamente. Echaron un vistazo en el interior de varios pozos y vieron que una capa de verdín cubría sus aguas brillando como un resorte mohoso. Amaury dejó caer una piedra y oyó cómo chapoteaba en el fondo.
—Un suministro de agua permanente dentro de los muros.
Llegaron a la ciudadela, una enorme estructura cuadrada de tres plantas. Unas sólidas puertas de acero cerraban la única entrada que poseía. Con gran esfuerzo, lograron abrir una de ellas. Vedvyas entró en la ciudadela, dio un alarido y agitó los brazos. Unos cuerpecillos peludos rozaron sus caras.
—Murciélagos —dijo Amaury—. ¡Bueno, son mejores que las serpientes! —dijo escudriñando el interior. La ciudadela era fuerte y palacio al mismo tiempo. Sobre los claustros que rodeaban los cuatro laterales con sus arcadas y tras unos muros macizos, se escondían varias hileras de habitaciones cuyas ventanas daban a un espacioso patio interior.
—Dejémoslo. Está demasiado oscuro como para explorarlo sin peligro.
Tras la ciudadela, en un terreno rodeado por una muralla de barro de poca altura, había un templo. Vedvyas respiraba de tal modo que el aire silbaba al pasar entre sus dientes. Ambos hombres amartillaron bruscamente sus pistolas.
Agazapado junto a una estatua con restos de ocre que representaba al dios Shiva adornado por caléndulas marchitas, un anciano los miraba fijamente. Tenía el cráneo afeitado y llevaba pintadas en la frente las marcas de su casta. Bajo el faldón de su raída túnica sobresalían unas piernas flacas y sucias. Una crecida barba de color ceniza cubría sus mejillas y sus ojos, astutos y negros como el ébano, flanqueaban el enorme cartílago de su nariz.
—¿Quién eres? —le preguntó Amaury.
Aquellos labios enrojecidos por el betel dejaron escapar un sonido ronco. Amaury sacudió la cabeza.
—Es hindi y, sin embargo, me resulta desconocido. ¿Usted lo entiende?
Vedvyas, con las pistolas levantadas a la par en señal de desconfianza, se dirigió al anciano, que respondió a sus preguntas con frases que parecían chirriar como si su capacidad de habla hubiera permanecido en desuso largo tiempo. Amaury subió los escalones del templo y echó un vistazo a través del arco de entrada flanqueado por columnas. Conducía a una estancia oscura como la noche, cavada en un hueco de roca sólida. Un terrible hedor invadió sus fosas nasales. Olía a grasa rancia, a incienso y a descomposición. Se retiró apresuradamente, se sentó en los escalones y echó de menos el poder fumar un puro.
—Es un sacerdote —dijo el mirasdar—, el único habitante de la ciudad. Este lugar se llama Dharia y estaba bajo el mando del Bhonsla Raghujee. Me ha contado más cosas, pero es un hombre muy mayor y tiende a irse por las ramas. Regresemos ahora, sahib, o tendremos que cabalgar en la oscuridad.
Eligieron una ruta prudente para bajar de la colina. A ambos lados de la misma, se oía el movimiento deslizante de las serpenteantes amenazas allí presentes. Mientras trotaban a través de la llanura en dirección a los fuegos del campamento, que brillaban en la penumbra del anochecer, Vedvyas le contó el relato del viejo sacerdote. A partir de la serie de hechos y sucesos inconexos que oyó y fue recopilando, Amaury logró entretejer la historia de Dharia semanas después. Una fortaleza desde la que una vez se había gobernado un poderoso jagir en la época del dominio mogol. Posteriormente, fue devastada y saqueada por un ejército maratha a cuyo mando estaba el Bhonsla Raghujee, rajá de Berar. A excepción de aquel sacerdote solitario, todos los demás habitantes de la ciudad la habían abandonado y los campesinos se vieron forzados a intentar subsistir en las reducidas aldeas del jagir. Pero los saqueadores quedaron aislados y el territorio se convirtió en un buen escondrijo y lugar de asalto para los pindaris.
Amaury se quitó el casco y el viento nocturno secó su húmeda cabellera. Los soldados estaban sentados alrededor de las hogueras del campamento, charlando pacíficamente, cociendo el arroz y asando la carne de cabra que habían encontrado en el botín de los pindaris. «Parecen tranquilos y relajados —pensó Amaury—, como animales salvajes después de una pesada comida y plenamente saciados gracias a la sangre de sus víctimas». La hoguera desprendió un apagado resplandor rojizo en cuya superficie se apreciaban motas de ceniza ennegrecida. Un acre olor a carne asada impregnó el aire.
Desensilló a Hannibal, le dio de beber y de comer y, después, se dejó caer exhausto en el suelo junto a Welladvice y devoró con voracidad el trozo de carne medio cruda que el marinero le ofreció. Aunque estaba tan extenuado como para ser capaz de sentir nada, le invadió una sensación de júbilo vibrante. Amaury tomó conciencia de su objetivo, vislumbró una tenue luz iluminando el oscuro horizonte, un faro que le hacía señales para dejar aquella sombría existencia, falta de emociones y de sentido.
—¿Ha estado en ese fuerte, señor? Su aspecto es impresionante. Está vacío, ¿no?
—Casi del todo. Pero contiene un diamante de valor incalculable, un reino para quien lo quiera tomar. Descansaremos aquí dos o tres días y, luego, volveremos a Bahrampal en varias marchas suaves. Después —dijo Amaury con aire soñador—, ya se me ocurrirá la manera de arrancar esa joya de su engaste.