—Hemos obligado a los hombres de Vedvyas a salir de aquí en estampida. Debemos prepararnos para hacer frente a su vengador ejército. Una perspectiva que no me hace ninguna gracia —dijo Marriott.
—Siempre te imaginas peligros mayores de los que realmente nos acechan —Amaury escupió pulcramente a través de una aspillera y se asomó por la muralla para ver cómo aquel glóbulo se estampaba en el suelo a los pies de la ciudadela—. He interrogado a los prisioneros. Hemos apresado a unos cincuenta soldados, además de a varios acompañantes civiles y culis de las fuerzas enemigas. Me han confesado que, como mucho, Vedvyas puede hacerse con tres mil infantes, doscientos jinetes y cuatro piezas de artillería. Srinivas ha exagerado las cifras para desalentarnos.
—Caballería y artillería. Dos cosas que nosotros no tenemos, a excepción de un tosco cañón. No veo que podamos hacer nada para evitar que tome Gopalpore.
—Si le permitimos emplazar su artillería, avanzar en paralelos y realizar un asedio convencional, no dudo que podría tomarla. Para colmo, Srinivas sería capaz de dejarle atravesar furtivamente las puertas de las murallas. Así que —dijo Amaury con convicción— no debemos dejar que Vedvyas se acerque lo más mínimo. Creo firmemente que deberíamos partir de inmediato y cogerlo por sorpresa. ¿Qué dices, Henry?
La cara de mandíbula cuadrada y facciones marcadas de Todd tenía una expresión seria.
—Considero que sería una actuación precipitada que, seguramente, nos reportaría unas pérdidas que no podemos permitirnos. Sería una imprudencia terrible ir directamente en busca de Vedvyas cuando desconocemos sus fuerzas y sus planes.
—Tiene razón —dijo Marriott—. No podemos lanzarnos a los brazos de Vedvyas simplemente confiando en que la sorpresa esté de nuestra parte. Su primera reacción sería retirarse a su fortaleza.
Hurrondah, ¿no se llama así? Y, en ese caso, estaríamos perdidos al no tener artillería con la que asediarlo. Pero tampoco, Hugo, dejaremos como dices que Vedvyas intente sitiar Gopalpore. Lo mejor es esperar a que se ponga en marcha, ir a su encuentro y derrotarlo en campo abierto.
El estandarte azul celeste ondeaba sobre sus cabezas al calor del mediodía. En el campo donde se había librado la lucha, aún se veían espirales de humo ascendiendo al cielo en medio de la llanura. Marriott, como primera autoridad de la Compañía en Bahrampal, había ordenado que los muertos del enemigo fuesen enterrados o incinerados; una tarea que se antojaba totalmente innecesaria a los saqueadores de Srinivas una vez que hubieron desplumado sus cuerpos. Los soldados de Todd encendieron sendas hogueras para dos cipayos que habían resultado muertos. Otros cinco habían sufrido heridas leves.
—Un buen análisis —dijo Amaury—. Hagámoslo así. Los prisioneros dicen que Vedvyas necesitará un mes para reunir suficientes fuerzas y poner a sus hombres en marcha. Mientras tanto, estudiaré la zona hasta la mismísima Hurrondah. He convencido a Srinivas de que me proporcione guías que conozcan bien la región. Pero ese bribón no debe enterarse bajo ningún concepto de que no vamos a combatir en Gopalpore.
—Y con ese favor —apuntó Marriott con pesimismo—, se acaba su benevolencia. Srinivas está convencido de que seremos derrotados y no pondrá ni uno de sus hombres a las órdenes de la Compañía.
Amaury cruzó los brazos sobre su parapeto y dirigió la mirada hacia los árboles y los matorrales que se extendían como una colcha moteada hasta un horizonte de montañas y desniveles. En los campos situados más allá de las puertas, los cipayos armaban tiendas de campaña en hileras mientras los arrieros llevaban desde la ciudad a los animales. Los acompañantes civiles descargaban el bagaje y los culis habían rodeado el campamento colocando una barrera defensiva de espinosas ramas de chumbera. Marriott había decidido que estarían más seguros fuera de las murallas de la ciudad. Si la mantenía confinada en una ciudad indígena en cuyo oficial jefe no se podía confiar, su comitiva quedaría expuesta al pillaje o incluso a algo peor.
—Si pudiera convencer al viejo Gopal Rao para que rompiera su juramento —continuó Marriott—, seguro que sería capaz de conseguirnos el apoyo de quinientos hombres. Pero se niega a romperlo y no se mueve de su tienda de ahí abajo —dijo señalando con la barbilla hacia el campamento—. Hugo, ¿de verdad crees que nuestras compañías de cipayos con sus cincuenta hircarrahs a caballo tienen posibilidades ante los miles de hombres que acompañarán a Vedvyas?
—¡Acuérdate de la batalla de Plassey! —dijo Todd con convicción.
Amaury sonrió.
—Henry, sentar precedentes puede ser peligroso. Pero, dadas nuestra previsión y destreza, y con un poco de suerte, no me cabe duda de que venceremos. Posiblemente, tarde varios días en explorar Hurrondah y sus alrededores. Así que me veo obligado a pedirte un préstamo de mil pagodas del tesoro que tan celosamente custodias.
—¡Mil! —exclamó atónito Marriott—. ¿Para qué necesitas dinero en la jungla? ¿Cómo debo consignarlo?
—Como gastos de burdel —respondió Amaury solemne—. No me mires tan tremendamente serio, Charles. Tendré que conseguir espías en todas las aldeas cercanas a Hurrondah para que nos den aviso de los movimientos de Vedvyas. Sólo si reciben una buena recompensa puede que envíen noticias fiables. Sin un buen servicio de información, únicamente daremos palos de ciego.
—Gastos para el servicio de varios agentes amigos —murmuró Marriott analizando mentalmente qué escribir en las columnas del libro de caja—. Suena razonablemente legítimo. Tendrás tus pagodas.
—Trataré de recompensar tu generosidad —dijo Amaury con ironía—. Mientras tanto, te pido que me hagas un favor. Repara el cañón que quitamos al enemigo y elige a un grupo de peones para entrenarlos como artilleros.
—Pero ¿qué sé yo de ejercicios de artillería? —preguntó Marriott consternado—. Con las mismas, le podrías pedir a un simple barquero que guiase un naviero de gran envergadura.
Amaury se rio. Por la noche, para sorpresa de Marriott, apareció con unos pantalones holgados al estilo musulmán, una chaqueta de algodón larga y suelta de cuello alto con botones y un llamativo turbante.
—Será mejor vestir como los indígenas allí donde voy. Además, ¡estos ropajes son extremadamente cómodos!
En compañía de unos cuantos hircarrahs y de los guías que Srinivas le había proporcionado a regañadientes, cogió varios ponis, suficientes raciones de comida y forraje para dos semanas, y se perdió en la jungla.
Marriott examinó el cañón arrebatado al enemigo, que descansaba triunfal frente al barracón de la guardia. Fue en busca de los civiles que fueran herreros, sacó la barra de punta afilada que había metido Amaury y preparó el fogón. Reunió a una docena de desconcertados peones e intentó formular una secuencia de órdenes para cargarlo, orientarlo y dispararlo. Como el desconocimiento de la lengua inglesa que aquellos hombres tenían era bastante profundo y las órdenes militares se daban en inglés, recurrió a la ayuda de Todd. Todd y él se quitaron los chalecos, las casacas y los pañuelos del cuello, se arremangaron las mangas de las camisas hasta el codo y practicaron ejercicios especializados en aquel día de calor sofocante hasta que los peones adquirieron un nivel de destreza medianamente razonable. Aprendieron a usar los escobillones, comprimir los cartuchos, cargar las balas, cebar el fogón y orientar el cañón.
—Parece que han captado las maniobras bastante bien. Probemos a dispararlo una o dos veces antes de que oscurezca —dijo Todd a la caída de la tarde, pasándose los dedos por el pelo de su sudada cabeza.
Uncieron cuarenta bueyes al cañón y lo arrastraron hasta un campo situado fuera de la barrera defensiva. Marriott estableció un objetivo a unas cuatrocientas yardas de distancia. Se trataba de una roca prominente moteada de blanco a causa de los excrementos de los buitres. Arrastraron la pesada cureña, giraron el cañón y lo orientaron apuntando al objetivo. Marriott repitió las órdenes que se había inventado.
—¡Avancen con… el escobillón!
—¡Carguen el… cartucho!
—¡Accionen la… baqueta!
Un subhadar y una columna de cipayos que escoltaba a un andrajoso prisionero avanzaron decididos hacia el cañón.
—¡Carguen el… bolaño!
—¡Ceben… el fogón!
Marriott miró por el tubo del cañón entrecerrando los ojos y agitó una mano hacia la izquierda. La tropa desplazó la cureña laboriosamente como había indicado. Satisfecho con el resultado, se enderezó. El subhadar dio una patada en el suelo para atraer su atención.
—Sahib, hemos cogido a un fringee que intentaba colarse en el campamento. ¿Debo…?
—¡Ahora no, subhadar sahib! —lo interrumpió Marriott impacientándose. Se inclinó sobre la recámara y desenroscó el oxidado tornillo hasta que la boca del cañón quedó lo suficientemente levantada como para cubrir el objetivo.
—¡Avancen con… el botafuego!
Un peón avanzó. Sostenía sobre el fogón un cordón encendido a modo de mecha. Le castañeaban los dientes y la mano le temblaba tanto que la incandescente punta del cordón iba chorreando chispas. Los artilleros corrieron a apartarse.
—¡Fuego!
El peón dejó caer el rudimentario botafuego, dio media vuelta y echó a correr tan rápido como podía. Marriott profirió una sarta de juramentos mientras Todd se reía. El harapiento prisionero del subhadar corrió hasta la cureña del artefacto y, antes de que nadie pudiera detenerlo, cogió el botafuego del suelo y lo colocó en el fogón. El cañón estalló y realizó un brusco retroceso. El bolaño fue dando botes de matorral en matorral levantando varias nubes de polvo y se detuvo más allá de la moteada roca.
—¡Qué diablos…! —Marriott agarró al intruso de un hombro y le dio la vuelta—. ¡Dios santo! ¡Un europeo!
El hombre cabeceó y levantó una ceja.
—¡Joshua Welladvice, a su servicio, señor! —Contempló el cañón apenado—. Creo que esa carga era demasiado ligera y el retroceso tampoco ha sido suficiente.
Marriott lo observó molesto. Tenía la cabeza pelada y llevaba el resquicio de pelo rojizo que le quedaba atado en una cola de caballo que sujetaba con una deshilachada cinta dorada. Tenía una crecida barba y el rostro surcado de arrugas y viejas cicatrices. Sus ojos, hundidos, eran bastante inexpresivos y su boca tenía una forma caprichosa. Vestía una camisa mugrienta y desgarrada, unos pantalones de montar deslucidos y andrajosos que dejaban al descubierto sus piernas, llenas de arañazos de espinas. Calzaba unos zapatos totalmente ruinosos.
—¿Quién demonios es usted? ¿Por qué diablos ha disparado mi cañón?
Los agrietados labios esgrimieron una sonrisa.
—Siendo como soy artillero de profesión, señor, no me he podido resistir al ver que su Número Uno no cumplía con su misión. Es una larga historia, señor. ¿Me podría dar algo de beber? Me estoy muriendo de sed.
Todd le ofreció una cantimplora. Welladvice inclinó la cabeza hacia atrás y bebió de ella con la nuez bañando en su escuálida garganta a cada trago.
—Gracias, señor. Les contaré la historia… —dijo secándose la boca.
El sol se estaba ocultando tras las montañas tiñendo el horizonte de rojo, los periquitos buscaban lugares en los que posarse piando ruidosamente y los cuervos que batían las alas surcando el dorado cielo asemejaban las figuras de unas negras brujas en un lento vuelo. Los improvisados artilleros se acuclillaron entre los bueyes y comentaron la terrible experiencia adornándola con sus propias deducciones. Por supuesto, uno de ellos sacó el consabido narguile para fumar. El ácido olor de la pólvora contaminó la esencia de la leña quemada que llegaba desde el campamento. Marriott, cansado, se sentó a horcajadas sobre la cureña mientras que Todd se apoyó en una de las ruedas, y ambos escucharon la historia que Welladvice les relató en la quietud del anochecer.
Aunque en principio no era más que un trabajador de la fundición de la Torre de Artillería y Material Bélico, fue obligado a alistarse en la Armada y, con el paso de los años, logró ascender, pasando de ser grumete de la tripulación a ayudante de artillería y, finalmente, a artillero. Después de haber servido a bordo de numerosas embarcaciones y haber tomado parte en multitud de combates, llegó a las Indias Orientales en el Belliqueux, bajo el mando del capitán Byng. Allí se unió al escuadrón de sir Edward Pellew, que protegía Coromandel de los corsarios franceses. Enfurecido por un injusto castigo que recibió consistente en treinta latigazos a pesar de que no había sido él quien quitó las cuerdas e hizo que el cañón se disparase desatado, decidió desertar en Madrás. Viendo la empobrecida existencia furtiva a la que se vio forzado como tabernero, proxeneta y mendigo en los alrededores más deprimentes de Black Town, decidió volver a echarse a la mar. Embarcó en un bergantín mercante que, rara coincidencia, era propiedad de Joseph Harley. Pasó dos años navegando entre Calcuta y Trincomalee, sobreviviendo a los huracanes causados por los monzones y evitando a aquellos rapaces franceses.
—Siempre logré esquivar sus tiros.
Hasta que el bergantín, perseguido por el Confiance del corsario Surcouff en medio de una fuerte tormenta de vientos del sur, se estrelló contra la rocosa costa de los Circares.
—El barco quedó hecho astillas y los diez hombres que formaban la tripulación se ahogaron. Todos a excepción de mí mismo y de un lascar indígena. Como pudimos, nos arrastramos hasta la costa. Recorrimos la playa, pero no vimos ni una sola aldea y nos encaminamos tierra adentro. Fue un viaje muy duro.
Aquellos dos hombres habían atravesado la llanura costera y cruzado las montañas. Welladvice había perdido la cuenta de los días que estuvieron andando. El lascar mendigaba comida a las gentes de las aldeas que, aunque de forma imprecisa, le contaron que había un fringee viviendo en los Ghates. La fama de Beddoes llegaba mucho más allá de las fronteras de su distrito. Así fue como emprendieron la marcha hacia Bahrampal siguiendo las indicaciones de los indígenas, a menudo equivocadas. Se habían perdido multitud de veces en las intrincadas tierras altas y sus densos bosques. Habían luchado, pasado hambre y sufrido un agotamiento extremo.
—Entonces, una serpiente mordió al lascar. Tuvo una muerte horrible, la pobre criatura. ¡Con lo buen hombre que era! Lo enterré como pude y seguí mi camino. Los musulmanes de aquella zona eran bastante hoscos y se mostraban de lo más tacaños cada vez que les pedía un bocado. Ayer me di por vencido y me tumbé a esperar la muerte. De pronto, oí cañonazos y pensé que estaba soñando, como en un delirio. Me levanté y seguí caminando sin rumbo. Anduve toda la noche y… ¡Aquí —concluyó sencillamente— me tienen! No tengo nada que llevarme a la boca, señor. ¿No me daría usted algo?
Marriott contempló con lástima aquella descarnada cara.
—Le proporcionaremos comida, ropa y una cama. Conque es usted artillero, ¿eh? Parece que nos ha traído la ración de suerte que necesitábamos desesperadamente.
Joshua Welladvice, recuperado tras las chuletas de cordero que cenó y los generosos tragos de ron con que las había acompañado, fortalecido tras las ocho horas de sueño que siguieron y el copioso desayuno de curry que tomó, aceptó de buena gana la responsabilidad que Marriott le otorgó.
—¿Comandante de artillería? No es mucho más que mi cargo a bordo del viejo Belliqueux. Lo que no me gusta son las condiciones en que se encuentra ese cañón suyo —dijo mirando despectivamente la pieza de artillería arrebatada al enemigo y a la que ahora le había sido devuelta la dignidad en su puesto frente al barracón de la guardia. Tiró del tornillo elevador y pateó la pesada cureña—. Pesa tanto como las piezas de dieciocho libras, es difícil de poner a punto y aún más complicado de orientar. Para colmo, tiene el calibre tan enorme como Houndsditch. Ya sabe, ese foso cavado alrededor de Londres. ¿Para qué lo necesita, señor?
—A falta de información sobre nuestras intenciones militares, no puedo juzgar ese extremo debidamente —admitió Marriott—. Pero supongo que el cañón servirá de refuerzo a nuestros cipayos en el campo de batalla.
—En ese caso, lo que necesita es una artillería más ligera y manejable. Como esos cañones de tiro ecuestre que usan los soldados de caballería. ¿Los conoce, señor?
—Los conozco. Pero me temo —dijo Marriott con amargura— que no nos van a caer del cielo como si de maná se tratara en este lugar sumido en la ignorancia.
—Yo sé cómo fabricarlos, señor, siempre que me proporcionen el material.
Marriott lo miró perplejo.
—¿Fabricarlos? ¿El material? ¿Qué diablos quiere decir?
Entusiasmado, el marinero se lo explicó a Marriott, cuyo asombro iba creciendo con cada una de sus palabras.
—Entre nuestros hombres hay herreros, herradores y carpinteros —dijo Marriott no muy convencido señalando el terreno que rodeaba las tiendas de las compañías—. Puede cortar toda la madera que necesite pero ¿de dónde vamos a sacar el metal?
—Usaremos cazos, cacerolas y cazuelas, señor. Latón, hierro, cobre y estaño —Welladvice señaló con el pulgar por encima de su hombro—. ¡Seguro que en la ciudad hay material suficiente para todo un equipo de batería pesada!
Marriott, incrédulo, pidió a Todd su opinión.
—Merece la pena intentarlo y es lo más fácil para lograr nuestro propósito. Srinivas se niega a prestarnos a sus soldados. ¡Hagamos que nos preste sus cacharros de cocina!
Marriott fue a la ciudadela con una columna de cipayos y, con ayuda de un intérprete, le hizo saber a Srinivas lo que quería. El enfado sustituyó a la perplejidad en el rostro de aquel hombre que, hoscamente, le negó sus utensilios.
—Pagaré todos y cada uno de los cacharros que nos llevemos —dijo Marriott.
—¡Ni hablar! ¿Para qué necesita confiscar los enseres de los hogares de mi pueblo?
—He ofrecido dinero por ellos. Existen poderosas razones. Acompáñeme a las almenas, Srinivasjee.
Marriott señaló la llanura desde una de las aspilleras. Srinivas frunció el ceño. El cañón había sido arrastrado a campo abierto y tenía el tubo levantado hacia la ciudadela en la que se encontraban. Welladvice, con el botafuego encendido, se agazapó sobre el fogón. Las compañías habían formado columnas a ambos lados, con las bayonetas preparadas y los mosquetes dispuestos.
Srinivas dio un gruñido y posó la mano en la cimitarra que llevaba colgada al hombro. El naigue que estaba al mando de los cipayos de Marriott gritó enérgico unas órdenes:
—¡Tomen las armas! ¡Amartillen las armas!
El mirasdar se estremeció. Sus criados retrocedieron hacia las murallas. Marriott dijo:
—Srinivas, te vas a quedar aquí bajo custodia hasta que haya cogido todo lo que necesito. Te aconsejo que no intentes impedirlo.
Dijo unas palabras al naigue y corrió escaleras abajo. Una vez en el campamento, tomó a los peones que Todd le había indicado previamente y los envió a la ciudad escoltados por los cipayos. Registraron de arriba abajo todos los edificios, comercios y bodegas y amontonaron en los callejones todas las cazuelas y sartenes de metal que encontraron. Marriott y Todd, con unas bolsas llenas de monedas, trataron de recompensar a sus propietarios por aquellas pérdidas. Una vez más, no lograron mantener bajo control a los ágiles peones y su registro pronto adoptó las dimensiones de un saqueo en toda regla. Apilaron el botín en carretas igualmente requisadas y lo transportaron hasta el campamento. Welladvice, regodeándose ante él como los avaros se recrean en el oro, corrió a manosear el tintineante cargamento.
—¡Hay suficiente para fabricar todo un equipo de asedio! ¡Les prometo que tendrán sus armas en dos semanas!
El marinero buscó una fragua dotada de hornos y fuelles e instaló en ella su fundición. Escarbando como un terrier en aquel montón de cuencos, platos y ollas, escogió los metales que necesitaba para sus aleaciones. Se hizo con un grupo de ayudantes —compuesto de todos los herreros del campamento y de los metalúrgicos de la ciudad, atraídos por la suculenta paga— que dejaban noche y día el sudor de su frente en aquella fundición, dando martillazos, limando el material, trabajando con los fuelles y aullando cada vez que el metal fundido salpicaba sus torsos desnudos. Welladvice avivaba las llamas de su rugiente horno, fundía el metal y lo vertía en enormes moldes que había fabricado con arcilla cocida. Moldeaba las piezas en posición vertical, con los extremos de las recámaras hacia abajo. Cuando el bronce se endurecía, rompía el molde y desechaba seis pulgadas de la punta con una sierra.
—La fundición no es fiable en la zona de la superficie —alegaba.
Después, sujetaba los tubos con unas abrazaderas y les practicaba unos orificios sobre unos tornos que los caballos se encargaban de hacer girar.
A pesar de su dura invectiva y de las coces y golpes que tenían que soportar, los ayudantes se sometían complacidos a las órdenes de Welladvice. Aunque Marriott les proporcionaba una paga espléndida, no servía por sí sola para explicar la brusca relación que unía al maestro con sus hombres. Haciendo gala de un extraño dialecto en el que mezclaba el telugu con el hindi, el francés y el portugués, insultaba al linaje de los indígenas remontándose a sus más canallescos antepasados. Pero lograba disolver las ofensas luciendo una amplia sonrisa en su rostro. Las bromas iban acompañadas de golpes y de un interés solícito por la salud de las familias de las víctimas. El marinero sabía cómo tratar a los indígenas con una mezcla de compresión y compasión que muy pocos europeos poseían. Amaury también mostraba hacia ellos esa misma empatía intuitiva.
Tras varios días de incesante trabajo, Welladvice mostró a Marriott con orgullo dos relucientes piezas con sus correspondientes muñones.
—Pesan seis libras. Tan cierto como que yo he trabajado en la Torre. Ahora necesitamos botes de metralla y bolaños. Lo mejor será fundir esa antigualla suya de doce libras y toda su munición. Supongo que ya no la querrá para nada.
Deseando que esa decisión le hubiera correspondido a Amaury, Marriott asintió. Amaury había partido y estaría fuera dos semanas. Cuando tenía tiempo para pensar, unas punzadas de ansiedad asaltaban a Marriott. En realidad, estaba demasiado ocupado como para detenerse a preocuparse por nada. Las provisiones de la columna se habían agotado. Por medio de zalameras promesas o duras amenazas, había logrado arrancar a Srinivas vituallas para alimentar a sus hombres, a menudo pagando precios desorbitados por ellas y prometiéndose enfadado a sí mismo que recuperaría tales extorsiones cuando se restaurase la autoridad de la Compañía en Bahrampal. Llevaba las cuentas al día con gran meticulosidad. Se pensaba mucho los gastos que no estuvieran debidamente amparados por recibos y meditaba a conciencia antes de rellenar las largas hojas en blanco asignadas a los créditos.
—¡Maldita sea! ¡Me van a acabar juzgando por desfalco!
Gopal Rao estaba agazapado con las piernas cruzadas a la entrada de su tienda de campaña y contemplaba con benevolencia las actividades que se desarrollaban a su alrededor. Los cipayos limpiaban las armas, los segadores apilaban el forraje, los arrieros conducían a los camellos en busca de pasto. A veces, Marriott se sentaba junto a Gopal, compartía su narguile y le rogaba que depusiera a su testarudo hijo y retomara su condición real. Aquel hombre se negaba categóricamente a ello. Marriott respetaba sus escrúpulos de mala gana, y es que conocía a muy pocos indígenas tan particulares como él. Además, no deseaba ofenderlo consciente de que, cuando lograsen derrotar a Vedvyas, el respaldo a la autoridad de aquel mirasdar sería de gran ayuda para poner el jagir en orden.
Gopal confiaba plenamente en la capacidad del pequeño destacamento de la Compañía para vencer al enemigo.
—Yo no vi cómo derrotó a esos recaudadores de impuestos —dijo serenamente—, pero he hablado con sus prisioneros. Juran que ningún hindú armado con un mosquete de mecha sobreviviría a la terrible carga de bayonetas que sigue a sus salvas. Recordará que yo he combatido contra Vedvyas. Cuenta con una escolta formidable compuesta por mercenarios de la caballería de Marwar y Rohilkhand. Pero el resto de sus hombres han sido reclutados contra su voluntad en los distritos que Vedvyas ha ido dominando. Están mal pagados, son desordenados y, aunque su número es apabullante, su fuerza no lo es.
Exceptuando a los cipayos de la Compañía, de cuyos asuntos se encargaba Todd, todas las demás labores de administración del campamento recaían sobre los hombros de Marriott. Con ayuda de su banian, atendía a los enfermos, ejercía como juez en las disputas, ponga fin a las peleas que surgían en torno a nimiedades y escribía a Amelia, Fane y Beddoes. Envió a Joseph Harley un informe oficial.
—Únicamente contando aquello —murmuró— que deje al Consejo satisfecho. No tengo por qué extenderme. ¿Para qué habría de desvelarles que nuestra suerte pende de un hilo?
Entre tanto, Welladvice había concluido su labor de fundición de armas y se adentró en el bosque con un grupo de hombres provistos de hachas para cortar, serrar y aplanar los trozos de madera que le servirían para empezar a construir cureñas, carretas y armones.
—Lo de las ruedas es una cuestión peliaguda —declaró—. No tienen ninguna en sus filas, ni tampoco poseen carreteros. Los necios trigueños de la ciudad saben cómo hacerlas para los hackeries, pero no para las piezas de artillería.
Maldijo una y otra vez a sus carpinteros y dirigió sus tareas hasta que la labor estuvo terminada. Después, fabricó pólvora en una factoría que situó lo suficientemente alejada del campamento y de la ciudad.
Transcurridas tres semanas desde que empezara sus trabajos, por fin arrastró sus artesanales obras hasta el campamento.
—¡Ahí las tienen! —anunció pavoneándose—. Artillería apta para ser tirada por caballos y armones. Cureñas con gualderas de verdad. ¡Nada que ver con su tosco afuste de dos soportes! Sólo se necesita un artillero para girarlas pasando un espeque por las argollas —dijo dando la vuelta a un tornillo—. Basta con tocarlo para que realice la elevación. ¿Ven? Aquí tienen estas dos carretas llenas hasta arriba de munición. Hay noventa bolaños y treinta botes de metralla para cada cañón. Todo ese trabajo me ha dado una sed terrible, señor. ¿No me podría dar uno o dos sorbos de ron?
—Tendrá un barril entero —respondió Marriott—. ¿Disparará las piezas para probarlas?
—Claro, señor, claro —entonces, se puso a dar órdenes a gritos a sus ayudantes, que tiraron de los cañones y los empujaron hasta depositarlos algo más allá de la barrera defensiva. Marriott se dio cuenta de que avanzaban con cierta facilidad. Veinte hombres bastaban para desplazarlos al trote. Welladvice cogió las baquetas y los cargó.
—Para practicar, basta con una carga de una libra —dijo—. En el campo de batalla, una y un cuarto. No lo olvide. Y bien, señor, ¿qué quiere que usemos como objetivo? Supongo que la vieja roca que su horrible monstruo de doce libras intentaba destrozar el día que lo hice estallar, ¿no? El alcance es de unos cuatrocientos metros, así que es de esperar que hagamos blanco.
Marriott estaba seguro de que los tubos de aquellos cañones caseros reventarían, de modo que se retiró a una distancia prudencial. Welladvice orientó los cañones con sumo cuidado, encendió el botafuego en un pedazo de pedernal, fue pasando de recámara en recámara y tocando los fogones. Los cañones emitieron una rápida sucesión de estallidos y retrocedieron en las cureñas. Cuando desapareció la humareda, Marriott pudo ver que la roca había desaparecido.
Más allá de los dispersados fragmentos, varios jinetes salieron a medio galope de entre los árboles. El que iba en cabeza levantó un brazo gritando.
—¡Maldita sea! —exclamó Amaury—. ¿Es que no tienen otra cosa que hacer que intentar volarnos la cabeza?
Marriott corrió a su encuentro y le dio un fuerte apretón de manos.
—¡No sabes cuánto me alegro de verte! Estaba empezando a pensar que Vedvyas te había cazado y que estarías encadenado en uno de sus calabozos como lo estuvieron los hombres del general Medows cuando Tipu los cogió prisioneros.
Amaury tenía el rostro bronceado como un pedazo de teca seca. Sus ropas y su cabello estaban impregnados de polvo y una incipiente barba imprimía un halo dorado a sus mejillas.
—No ha sido para tanto, Charles. Reconozco que ha sido un duro viaje, pero ha merecido la pena hacer el esfuerzo. He logrado tejer una red de espías y he dado con una buena plaza —entonces, clavó la mirada en las armas por encima de los hombros de Marriott—. ¡Jesús! ¿De dónde ha salido eso? ¡Creía que lo que habías disparado era el destartalado cañón que arrebatamos al enemigo!
Bajó del caballo y se dirigió hacia las piezas, pasó una mano por los relucientes cañones, acarició las ruedas, examinó las cureñas, y contó la munición que había en los cajones. Marriott contemplaba sonriente la admiración de su amigo.
—¡Indescriptible! ¡Maravilloso! —exclamó Amaury—. ¿Has invocado al cielo para que te envíe cañones de tiro ecuestre?
Marriott le expuso el milagro y le presentó a Welladvice. Amaury escudriñó al marinero unos instantes.
—De modo que —dijo con calma— es usted capaz de fundir piezas, construir carretas y preparar y disparar las armas que ha fabricado. Es usted un auténtico parangón de todas las virtudes de la artillería —dio unos toquecitos en la espalda a Marriott—. Charles, tenemos que designar a este hombre comandante de artillería y que cobre la paga y las dietas de un capitán. ¿Te parece bien?
—Eso es endemoniadamente irregular —respondió Marriott con recelo—. No cuento con autoridad suficiente…
—Estoy convencido de que es imprescindible hacerlo porque necesitamos la ayuda de Welladvice en los consejos de los oficiales. Nos ha proporcionado los cañones pero ¿ha entrenado también a los tiros?
—¿Tiros, señor? ¡Aquí no tenemos nada más que bueyes!
—¿Bueyes para unos cañones de tiro ecuestre? ¡Caballos, señor Welladvice! Necesitamos caballos.
—Yo no sé nada de caballos, ni siquiera de bueyes. Eso está fuera de mi alcance, señor.
Amaury acarició su incipiente barba.
—Los bueyes no sirven. Cuando avancemos, deberemos hacerlo rápidamente. El tiempo es nuestro enemigo. Tiempo para entrenar a artilleros y a los tiros. Tiempo para estar preparados cuando el enemigo se ponga en marcha. Tiempo antes de…
De repente, se giró y observó con el ceño fruncido las montañas que adornaban el horizonte. Una espesa neblina envolvía las cumbres occidentales como si estuvieran cubiertas por un manto de seda raída. Multitud de brillos transparentes despuntaban en aquel dorado cielo.
—Esas son las primeras señales del monzón —recalcó Amaury—. Todo depende de que Vedvyas se ponga en marcha antes de que los vientos descarguen.
—¿Has pensado un plan para derrotarlo?
—Podemos machacar a sus tropas. —Amaury miró con nostalgia hacia las apretadas tiendas que habían montado tras la barrera defensiva del campamento y olfateó el aire—. Huele a cordero asado. Ahora comamos y bebamos burdeos, Charles. ¡Será mi primer sorbo en veinticinco áridos días!
Amaury se dio un baño y se afeitó. Sustituyó la apestosa ropa que llevaba por un reluciente uniforme.
—Hay mucho trabajo de soldado que hacer. Además, todavía no he sido expulsado formalmente.
Tomó una copiosa comida y vació una botella de vino. Cuando trajeron el café, mandó a los sirvientes fuera de la tienda comedor y pidió a un grupo de centinelas que vigilase los alrededores.
—Los indígenas entienden más inglés del que pensamos. No deben saber nada acerca de nuestros planes —encendió un puro y extendió sobre la mesa una arrugada hoja de papel.
—Durante mi viaje, he esbozado un mapa. Gopalpore está aquí —dijo señalándolo sobre el papel con un dedo— y Hurrondah, la fortaleza de Vedvyas, se encuentra aquí. Según mis cálculos, está a unas sesenta millas a paso ligero. Entre ambos lugares, a treinta millas de Hurrondah y a otras treinta de nosotros, hay una barrera de montañas —sacudió la ceniza de su puro—. Existen tres caminos distintos entre Hurrondah y Gopalpore y todos ellos pasan por esa cordillera. El camino central es el más fácil. Los otros dos presentan dificultades y supondrían un día más de marcha. Vedvyas tomará la ruta más rápida, que es la que cruza la cordillera a través de un desfiladero. En ese punto lo detendremos y lo derrotaremos.
Marriott estudió detenidamente las vacilantes líneas que conformaban aquel mapa en una trama similar a una tela de araña.
—¿Piensas que debemos partir cuanto antes hacia el desfiladero y esperar allí a que llegue Vedvyas?
Amaury tomó un trago de brandy y se relamió los labios.
—Desde luego, Charles, no cabe duda de tu gran acierto cuando decidiste servir en la Compañía como civil y no como militar. De lo contrario, me temo que tus hombres se sentirían tristemente abrumados —la sonrisa en su mirada despojó a aquellas palabras de su significado ofensivo—. Piensa que, si hacemos lo que propones, Vedvyas se enteraría de que lo esperamos en el desfiladero, tomaría otra ruta, amenazaría nuestros flancos y nos sacudiría por la retaguardia.
—Creo firmemente que no debemos partir hasta que el enemigo se haya puesto en marcha —dijo Todd con aire serio.
—Así es, Henry. Tienes razón. Es de suma importancia para mantener nuestra estrategia que Vedvyas no descubra que vamos a salir a su encuentro. Por eso, cuando él se ponga en marcha, partiremos a la carrera para enfrentarnos a él en el desfiladero sin que sepa de antemano que lo detendremos en el camino. Y es una carrera que tenemos que ganar.
—Welladvice vació un enorme vaso de ron con la misma facilidad con la que el desierto absorbe las lluvias.
—Perdone que le interrumpa, señor. Si no piensa partir antes que él, ¿cómo hará para saber que ha levado anclas?
—Con ayuda del oro de la Compañía —dijo Amaury mirando de soslayo a Marriott—, he sobornado a los caciques de tres aldeas vecinas de Hurrondah, cada una de ellas situada en una de las tres rutas que el enemigo podría tomar. Bajo la promesa de incrementar aún más su premio, han jurado enviarme un mensajero a caballo para avisarme en el mismísimo instante en el que Vedvyas se ponga en marcha.
—¿Y son fiables? —preguntó Todd con reservas.
—¿Quién se puede fiar de la palabra de un indígena? En realidad, dependo de su avaricia y en eso sí que se puede confiar. Si me fallasen, cosa que dudo, combatiríamos con una pequeña desventaja —Amaury se rio—. Ya sé que es todo muy arriesgado, Henry. ¡Pero toda guerra entraña riesgos! Te ruego que me pases la botella, Charles, esta sed me está matando.
Amaury apagó su puro y se encendió otro con la chispa de una caja de yesca. Multitud de moscas revoloteaban entre los rayos de sol que se colaban en la tienda por una abertura. Fuera, las órdenes de un havildar resonaban como latigazos; un arriero se esforzaba por controlar a un buey torpe con gran estruendo. Amaury expulsó una bocanada de humo.
—Vedvyas necesitará dos días para llegar al desfiladero —dijo—. Henry, ¿serían tus cipayos capaces de cubrir treinta millas en uno?
—Me esforzaré al máximo para intentarlo…
—No basta con intentarlo. ¡Tienen que conseguirlo! No sé cuánto tiempo de calma nos queda. Quizá una semana. Puede que menos. Así que deja las maniobras manuales y ejecuta maniobras de campo. Henry, entrena a tus hombres en marchas rápidas de largo recorrido. Debemos entrenar también a los caballos para que tiren de los cañones. De eso me encargo yo —Amaury se rellenó el vaso de brandy—. Mañana nos pondremos manos a la obra.
Marriott lo observaba con curiosidad.
—¿Has estudiado el desfiladero que pretendes bloquear antes de urdir tu plan?
—Así es —Amaury eructó y se espatarró aún más en la lona de su asiento—. Si todo sale como tengo previsto será un excelente combate.
Marriott, pensativo, se llenó el vaso y se preguntó cómo se las hubiera apañado él, como recaudador de Bahrampal y jefe de todas las fuerzas armadas de la Compañía en ese destino, para dirigir aquella pequeña campaña sin la iniciativa y la incansable energía de Amaury. Se preguntó qué haría si sólo dependiera del consejo del alférez Todd, su consejero militar oficial. Era un hombre diligente y cumplidor de sus deberes, pero carecía por completo de ese sentido para captar los golpes de suerte y aprovecharlos. Aunque quizás Amaury fuera demasiado impetuoso y corriera riesgos innecesarios. «Pero ¿cómo voy yo a juzgarlo, siendo como soy un mercader asistente con la pluma como única arma?».
Bebió un trago de oporto y, mentalmente, brindó por el veredicto inmediato del consejo de guerra.
Amaury registró las caballerizas y eligió a los treinta caballos más fuertes, sin mostrar reparo alguno en tomar las monturas que pertenecían a los europeos.
—Me resulta extremadamente sorprendente que consideres que Hannibal no es apto —apuntó Marriott mordazmente.
Amaury sonrió y dio unas palmaditas al semental en el cuello.
—Me temo que, tratándose de un purasangre, no accedería fácilmente a tirar de la artillería.
Dejó a los hircarrahs al cargo, dividió a los caballos en tiros de seis y los entrenó usando los carros que arrastraban los bueyes. Algunos pocos ya habían practicado el tiro antes. Los resultados fueron desalentadores al principio. Dando tumbos, los carros arrastrados por aquellos tiros de ojos desorbitados conseguían levantar nubes de polvo a su paso por aquellas tierras. Los tirantes se partían y los caballos galopaban libremente. Los guarnicioneros trabajaban laboriosamente para reparar las correas rotas. Los hircarrahs vigilaban la circunferencia del campamento día y noche, con un hombre apostado junto a cada animal. Amaury los entrenaba implacable, descartando a las bestias que parecían ser incorregibles. Tan solo una semana después, lograron que una docena de dóciles caballos totalmente exhaustos caminara pesadamente delante de los carros.
—¡Excelente! —dijo Amaury—. Ahora fijaremos los cañones con las correas.
La abismal diferencia que existía entre una tarea y otra era más que obvia. Los pesados cañones y los armones hacían que los caballos se moviesen a un paso extremadamente lento. Amaury envió a unos hombres a por las sillas de montar.
—¡Allá vamos! —murmuró—. ¡Ahora veremos la auténtica artillería de tiro ecuestre!
Ensillaron todos los caballos y los hircarrahs los montaron. Tras un montón de caídas, peleas, blasfemias y juramentos, los tiros tensaron los tirantes y arrastraron la artillería a un animado paso.
—No entiendo por qué se han puesto de repente a tirar del peso con tanta rapidez —dijo Todd, espectador siempre interesado en los experimentos de Amaury, sin ocultar su perplejidad.
—El esfuerzo tractor de los caballos es mayor cuando los monta un jinete que cuando cabalgan libres. Creía que no iba a funcionar. Normalmente, se necesita más tiempo para entrenar a un caballo para someterse a un jinete a la vez que ejerce el tiro. Por suerte, están tan cansados que se rinden fácilmente.
Pasaron dos días más antes de que los cuatro tiros de seis caballos cada uno —dos para los cañones con sus armones y dos para las carretas de munición— amblasen apaciblemente alrededor de la plaza. Amaury decidió limitar su progreso a simples paseos.
—¡Nada de entrar en acción al galope para la artillería de tiro ecuestre de Bahrampal!
Así, practicaron con ellos movimientos simples como la entrada en acción al frente, el desacoplamiento de los armones y el acoplamiento de los mismos. Cuando estuvo satisfecho con el resultado, juntó a los hircarrahs que montaban los tiros con los artilleros de Welladvice. Y es que, según expuso el propio Amaury, se daba una curiosa paradoja: no había manera de convencer a los hircarrahs, que contaban con cierta experiencia en la tradición militar, de que disparasen esas aterradoras armas. Por el contrario, los variopintos ayudantes del marinero, todos ellos pacíficos artesanos comerciantes, se mostraban enaltecidamente orgullosos de las armas que habían creado y ardían en deseos de probar sus resultados. Eso sí, estaba por ver si serían capaces de abrir fuego ellos mismos.
Welladvice escogió al equipo de artilleros de entre tan extrañas filas. Asignó siete hombres a cada cañón —uno que actuara de comandante, otro encargado de la baqueta, un cargador, un encargado del fogón, otro para abrir fuego y dos a cargo de la munición— y los entrenó aplicadamente con prácticas de tiro hasta que fueron capaces de efectuar dos tiros en un minuto. Convenció a Marriott para que les diera una paga igual a la de los soldados de artillería de Madrás, lo que suponía una suma semanal mucho mayor al sueldo que aquellos hombres habían cobrado jamás en un mes.
Los espías de Amaury no enviaron mensaje alguno. Todos los días al amanecer, salía de su tienda y observaba ansioso el cielo. La neblina que cubría las montañas al oeste ocultaba sus cumbres, las nubes dibujaban franjas en el sol y un sofocante viento levantaba espirales de polvo al alba y también al anochecer.
—Las cosas se van a poner condenadamente difíciles —le dijo a Marriott—. Cuando irrumpa el monzón, los caminos se convertirán en embarrados lodazales. Eso supondrá un obstáculo para la infantería y será prácticamente impracticable para los cañones.
Ordenó disponer raciones para cinco días y preparar grano para los caballos en unos morrales adicionales. Le pidió a Todd que consiguiera un azadón, una pala o un pico para cada cipayo. Una petición que hizo gruñir al alférez.
—¡Eso supondrá un gran exceso de peso!
—Henry —le respondió Amaury gentilmente—, mi posición en este ejército es totalmente irregular. No tengo autoridad para darte ni una sola orden. ¿Preferirías consultar a Charles, que es quien realmente está al mando?
Todd se puso colorado. Secretamente, admiraba a Amaury, a quien tenía por un héroe y a quien debía su propia vida.
—Perdona, Hugo. Por supuesto, haré lo que dices.
Amaury cubrió con lonas impermeables las carretas de Welladvice y le pidió a Todd que enseñase a sus hombres a fijar correctamente los mosquetes, acción que requería sujetar el sistema de ignición bajo la axila con el cañón apuntando hacia abajo para mantener así secos el cartucho y la pólvora. También debía conseguir que fueran capaces de prepararse para la marcha en solo una hora desde que esta se anunciase. Descargó su incansable energía haciendo infructuosas incursiones por los caminos que llevaban a Hurrondah con la esperanza de encontrarse con alguno de sus espías. Pero, en lugar de los informantes que él esperaba, quien llegó fue un enviado de Vedvyas. Se trataba de un corpulento hindú que montaba un poni cuya cola no tenía crines e iba escoltado por media docena de lanceros.
Avisado por el disciplinado havildar; Marriott lo dispuso todo rápidamente para recibirlo frente a la tienda comedor, haciendo gala de tanta ceremonia como era posible ofrecer en un campamento itinerante. Colocaron una mesa junto a una alfombrilla de flecos de color verde y añadieron unas sillas de campamento para los europeos. También extendieron una alfombra sobre el suelo y una impecable guardia de cipayos vigilaba la entrada. El enviado hizo una amplia reverencia y le entregó un rollo de pergamino sujeto con un lazo. Marriott observó con aire hostil aquel rostro gordo y redondo, extremadamente insulso, que lucía unos ojos de fondo amarillento y cuyos mofletes colgaban por encima de la mandíbula. Echó un vistazo al texto en persa, entregó la misiva a su banian y oyó con creciente cólera la fiel traducción que este fue haciendo:
Al sahib Bahadur[31] de la Honorable Compañía.
Dios tenga la bondad de concederle prosperidad y admitirlo a la vida eterna. No podemos ocultarle la sorpresa que nos ha causado que, haciendo uso de la fuerza y las armas, haya sometido a nuestra ciudad de Gopalpore. No enviamos este mensaje cuando el sol más calienta para exigirle que nos devuelva inmediatamente nuestra propiedad, ni tampoco pretendemos que pague con creces su fatídica actuación. Más bien, a menos que nos de motivo para recordar hechos aún peores y que perdure la vergüenza a la que yo y mi familia de un largo linaje de mirasdares nos vemos sometidos al saber nuestras posesiones en manos extrañas, estamos dispuestos a cederle de buena voluntad Gopalpore y las demás aldeas de ese distrito siempre que entregue, como venía sucediendo hasta ahora, la cuarta parte de todos los impuestos que en él recaude. De ese modo, usted se asegurará los beneficios que ofrecen las rentas y el comercio, y la Compañía y nosotros mismos podremos convivir en cordial armonía. ¿Qué más puedo decir?
—¡Ese tipo parece muy seguro de sí mismo! —se quejó Amaury.
—¡Se merece una buena paliza! —respondió Todd enfurecido.
—¡Está envalentonado como el mar en medio de una tormenta! —añadió Welladvice.
Marriott, lleno de ira, redactó la siguiente respuesta:
Para Vedvyas Daulat Ram:
En virtud de un tratado, la Compañía es dueña de todo Bahrampal y no concede derecho alguno a los usurpadores. A menos que entregue Hurrondah y renuncie a todos los demás distritos que ha invadido ilegalmente y en los que cobra unos impuestos igualmente ilícitos, nos veremos obligados a lanzar contra usted el más severo de los ataques por parte de nuestras fuerzas; las mismas fuerzas que ya lo han derrotado en una ocasión. Si insiste en ofrecer resistencia, sepa que las penas serán duras y que usted y sólo usted deberá cargar con las consecuencias. ¿Qué más puedo decir?
El enviado leyó la nota sin inmutarse, la guardó en su fajín e hizo una reverencia. Marriott recordó sus costumbres y le ofreció algo de beber. El hombre lo rechazó educadamente, montó su caballo sin decir una palabra, hizo unas señas a su escueto séquito y abandonó el campamento. Amaury, que estaba distraído contemplando cómo aquellos hombres desaparecían entre los árboles, apenas advirtió la presencia de un indígena andrajoso al que un havildar había conducido hasta la mesa de los europeos a base de alabardazos.
—Esta persona —dijo el havildar con desprecio— afirma que trae un mensaje para el Umree sahib. Le he amenazado con propinarle una azotaina de latigazos si miente.
El hombre, un joven campesino con el cuerpo cubierto de polvo tras el camino que acababa de recorrer, rebuscó en su taparrabos y sacó un papel completamente arrugado. Amaury descifró los caracteres hindis en él escritos frunciendo el ceño.
—¡Por Dios! —susurró—. ¡Esos malditos bribones traicioneros! ¡Nos han enviado a un mensajero para que pacte con nosotros en el mismísimo momento en que se dirigen a la guerra! ¡El ejército de Vedvyas ya ha salido de Hurrondah!
Marriott se levantó haciendo chirriar su silla, se estiró y bostezó.
—Gracias a Dios, la espera ha terminado. Henry, rápido, a por las armas.
La columna marchaba pesadamente por un pedregoso camino bajo el encapotado cielo. Amaury, acompañado por tantos jinetes como había logrado reunir —veinte hircarrahs—, cabalgaba al frente e iba abriendo camino. Todd desfilaba a la cabeza de sus compañías. Lo seguían los tiros, que arrastraban ruidosamente la artillería. Las ruedas iban salvando las rocas a sacudidas y los caballos se hacían daño con los tirantes. Welladvice trotaba junto al cargamento, fustigando con fiereza a los caballos y lanzando violentas invectivas contra los jinetes y los artilleros. En aquellas filas no se contaba ni un solo acompañante civil, ni siquiera un sirviente para los oficiales. Amaury lo había prohibido.
—Es una marcha de aproximación al campo de batalla —dijo—. ¡No cargaremos con una panda de marginados que la entorpezcan!
Las nubes surcaban el cielo cubriéndolo con un plomizo manto de vapor. El aire era húmedo y sofocante. De vez en cuando, ráfagas de viento calientes como la sangre arrastraban consigo algunas gotas de lluvia. Los relámpagos centelleaban tras las montañas y perfilaban sobriamente sus crestas haciéndolas parecer almenas gigantes.
Amaury miró al cielo preocupado y ordenó a Todd que aligerara el paso. La oscuridad se iba apoderando del agonizante crepúsculo. La comitiva se detuvo, aflojó las cinchas y comió a gran velocidad. Después, continuó su pesada marcha en medio de la noche, ahora espasmódicamente sacudida por los relámpagos.
Un tambor marcaba el paso de las columnas. Los cañones y los armones iban dando tropezones y patinazos, se atascaban en los surcos y rebotaban contra las rocas. Los jinetes azotaban a los caballos con los látigos para que avanzasen. Welladvice iba de tiro en tiro examinando cada uno de ellos, profería algún que otro juramento y ordenaba a sus artilleros apresurarse a hacer palanca, arrastrar o empujar conforme fuese necesario. De alguna manera, lograron seguir el firme paso de los cipayos como la cola de una culebra que, seccionada del resto del cuerpo, continúa moviéndose a su son.
Tras una caída, Marriott decidió bajar de su caballo y guiarlo a pie. Sabía por el punzante dolor que sentía en los muslos que el camino empezaba a tornarse en una furtiva y agotadora pendiente encubierta por la oscuridad. Más adelante, se oían los crispados pasos de la infantería. Sentía cómo el monótono repiqueteo del tambor le taladraba la cabeza tanto como el destartalado ruido de los cascos, el chirrido de las ruedas, el crujido de los ejes, las maldiciones en hindi, los juramentos náuticos y el hedor a polvo y a sudor. Amaury cabalgaba con su purasangre en una suerte de figura fantasmal, más negra que la misma noche. Estimulaba a los hombres, los alentaba y les iba dando información con su retumbante voz.
Marriott se lamió los labios, completamente secos, y saboreó la sal de su lengua.
Aquella vertiginosa marcha hizo otra parada más. Los hombres se desplomaron en el suelo tal cual estaban, sin tan siquiera buscar un sitio mejor. Los caballos descansaban con la cabeza gacha. Tras las montañas, los relámpagos proseguían con su difuso centelleo. La cordillera, cada vez más cerca, se alzaba imponente ante ellos en medio de la noche. El aire olía a lluvia y, en la distancia, se oía el resonar de los truenos como si fueran los cañonazos de una batalla lejana.
—Aún nos quedan tres millas —dijo Amaury— y, más adelante, hay una pendiente bastante acusada. Henry, ordena a tus hombres que se preparen para tirar de las cuerdas. Que vayan cuarenta con cada tiro y dos en cada rueda. Nos turnaremos para arrastrar los cañones y las carretas cuesta arriba.
Los cipayos prepararon las cuerdas en medio de un sinfín de empujones a causa de la oscuridad, agradecidos por cada relámpago que iluminaba las cumbres y les regalaba un poco de claridad. Marriott se sentó en una roca sujetando las riendas de su caballo. Varios arrieros y artilleros se acuclillaron en torno a las carretas pasándose un narguile de mano en mano. Otros se acurrucaron en el suelo dispuestos a dormir. Un brillo metálico tiñó el cielo de color gris por la parte del este. Marriott contó los radios de una de las ruedas del cañón y dio gracias a los dioses hindúes por enviarles la luz del día. Descendiendo por aquel sendero que discurría entre árboles y espinosos matorrales, las columnas escarlata retrocedieron para coger el segundo cañón.
Exhaustos hombres y sudorosos caballos tiraban de cuerdas y tirantes. Los caballos resbalaban una y otra vez en los guijarros. Los cipayos inclinaron los cuerpos tanto que iban rozando el suelo con los codos. Welladvice gritaba tan fuerte como los marineros cuando giran los cabestrantes de sus trinquetes. Dio varios alaridos de dolor cuando le tocó soportar a hombros un armón que patinaba.
—¡Levadlo, bastardos paganos, levadlo! ¡Sujetadlo, sujetadlo! ¡Que no resbale! ¡A la de una! ¡A levar!
Jadeantes y con los músculos destrozados, ascendieron yarda a yarda y con gran esfuerzo por aquel sendero que se empinaba como una escalera. Se detuvieron en dos ocasiones a descansar, aunque sólo unos instantes.
—¡A las cuerdas! —gritó Welladvice—. ¿Preparados? ¡A levar!
Poco a poco, la pendiente fue nivelándose. Marriott, que iba empujando un armón, echó un vistazo a su alrededor a través del sudor que empañaba sus ojos. Los hircarrahs de la tropa de caballería montaban guardia junto al primer cañón que habían subido. Dispuestos alrededor de la pieza, habían soltado las cuerdas y descansaban jadeantes, apoyándose en las ruedas. El amanecer desveló a los pies de la cumbre que habían alcanzado una meseta triangular cuyos lados descendían hasta formar un vértice en una escarpada grieta que dividía las montañas.
—¿Es este el sitio?
Amaury se chupó un dedo que le estaba sangrando.
—No, pero estamos lo bastante cerca por el momento —respondió—. Señor Welladvice, agua y alimento; por allí hay un arroyo. Henry, tus hombres pueden descansar y comer —sacó un reloj del bolsillo de su chaleco—. Tienen una hora.
Amaury envió a unos hircarrahs a vigilar el desfiladero, se sentó junto a Marriott y masticó un trozo de pan.
—Hemos pasado —dijo con la boca llena y escupiendo migas— lo peor. Ahora combatiremos en una plaza de nuestra elección. Por lo demás, pronostico una masacre.
Marriott escudriñó aquel rostro rubicundo. El uniforme de Amaury había acumulado un montón de polvo, las rocas y las espinas habían llenado sus botas de arañazos y su pantalón tenía las rodillas raídas. Aparte de eso, no había ninguna otra señal en él que dejara adivinar que había recorrido treinta millas, llevaba una noche sin dormir y había hecho un enorme esfuerzo físico.
Marriott bostezó.
—Me alegra mucho oír eso, aunque me admira tu férrea convicción —estiró su agarrotado cuerpo—. ¿Qué planes tienes ahora?
—Estudiaremos el terreno y estableceremos nuestras posiciones —volvió a consultar su reloj—. Los oficiales ya han descansado suficiente. ¡En marcha!
Los condujo a milla y media del precipicio que dividía las montañas y, desde allí, identificaron los rasgos más destacados del terreno. La meseta, rodeada por laderas, se extendía en una depresión hasta llegar a la garganta que coronaba el desfiladero, de modo que formaba un embudo triangular cuyo pico estaba junto al precipicio. El terreno estaba salpicado por pequeños montones de áspera hierba, arbustos y árboles raquíticos.
—Aquí es, caballeros —señaló Amaury—, donde tendrá lugar la matanza. Estaremos apuntando al enemigo cuando emerja por ese hueco y se dirija hacia el borde de la meseta, justo hacia donde hemos dejado los cañones. Allí es donde caerá en nuestra trampa.
—¿Trampa? ¡Pero si nos verá nada más cruzar el desfiladero! —objetó Todd.
—¿Acaso estás pensando en formar a tus hombres en filas, hombro con hombro? No, Henry, no será así. Tus compañías deberán flanquear la depresión. Situarás a seis secciones en cada uno de los lados separadas entre sí por cien pasos.
—¿Cómo? ¿Dividir a las compañías? ¿No preparar una línea de fuego normal? Es un plan endemoniadamente inusitado…
—Por eso mismo —dijo Amaury sonriendo—. Me temo que dejaremos que Humphrey Bland y su Tratado de Disciplina Militar se retuerzan en la tumba. Señor Welladvice, sus cañones deberán cerrar la boca del embudo a ochocientas yardas del desfiladero. De ese modo, los hombres de Vedvyas quedarán rodeados por tres de los lados y el cuarto será el desfiladero, un estrecho paso que la cola de su propio ejército estará bloqueando. Y, Henry, no nos verán porque nos esconderemos. Debes ordenar a tus hombres que se pongan a cavar.
—¡Cielo santo! ¿Cavar?
—Así es. Cavar trincheras. ¿Para qué pensabas que hemos traído las herramientas? Una vez cavadas, deberán cubrirlas con follaje. Welladvice, usted también debe ponerse manos a la obra para que sus cañones no resulten demasiado obvios desde el frente. El tiempo corre. Les indicaré las posiciones exactas que deben ocupar para que sus hombres las preparen.
Amaury los condujo a través del terreno y fue dejando montoncitos de guijarros en las posiciones asignadas a las secciones y a los cañones. Todas las fuerzas se pusieron a cavar: hircarrahs, cipayos y artilleros. Dado lo pedregoso del terreno, era una agotadora tarea para unos hombres ya exhaustos de antemano. Apilaron el material excavado en unos parapetos que disimularon con ramas que cortaron de los arbustos. Amaury miraba constantemente el reloj y observaba las nubes sintiendo sobre su cara las gotas de lluvia que caían intermitentemente.
—No cavéis tan hondo que un hombre de rodillas no pueda disparar desde ahí —dijo a los trabajadores—. Nuestro objetivo es ocultarnos, no protegernos.
A media mañana, habían concluido la labor. Los cipayos se colocaron en las trincheras y los cañones y los artilleros ocuparon sus emplazamientos. Amaury fue hasta el desfiladero y regresó cabalgando lentamente, examinando las posiciones desde la perspectiva que tendría el enemigo. Ordenó añadir más follaje para disimular la obvia cicatriz que habían dejado en la tierra y ocultar una delatora bayoneta que asomaba por encima de un parapeto. Concluyó su inspección en la zona de los cañones y se dirigió complacido a Welladvice.
—Ahora sí que somos más difíciles de ver que los conejos cuando se esconden en sus madrigueras. Pasarán prácticamente junto a las bocas de nuestras armas sin ni siquiera verlas. Señor Welladvice, apile la munición y los cartuchos bajo las lonas en las posiciones de los cañones. Envíe después las carretas y los armones trescientas yardas hacia la retaguardia y manténgalos a descubierto, de modo que se vean bien. Serán como imanes para los ojos del enemigo y lo distraerán de tal modo que no prestará atención a los flancos —miró a Marriott socarronamente—. Me temo, Charles, que he olvidado consultarte este punto. ¿Espero que des tu aprobación?
—¡Por supuesto que sí! ¿Qué sé yo de asuntos militares? Confío plenamente en tu capacidad de juicio, sin duda superior en estos avatares.
Amaury se inclinó ante él y se golpeó el pecho en una burlona reverencia.
—Me concedes demasiados honores, Charles. ¿Dónde piensas apostarte tú? Te recomiendo que te sitúes entre los tiros de los cañones, donde yo me reuniré contigo en breve.
—¿Un comandante escondiéndose cómodamente lejos del peligro? —dijo Marriott sonriendo irónicamente—. No, Hugo. Me quedaré junto a mis cipayos.
—¡Una peculiar elección! ¿Arrodillado de mala manera en una embarrada trinchera? Como desees. Au revoir, Charles. Cuando acabe el combate, tenemos que celebrarlo compartiendo una botella.
Amaury dio las últimas instrucciones, ordenó que cargaran los cañones con botes de metralla y se unió al grupo de jinetes que, en vanguardia, vigilaban desde el punto más alto de la garganta el camino que conducía a Hurrondah.
—¡Enemigo a la vista!
Amaury condujo a la vanguardia valle abajo a medio galope, pasando entre los cipayos agazapados en las trincheras, más allá de los poco profundos emplazamientos donde se ocultaba la artillería de Welladvice. Se detuvo junto a las carretas y ordenó a los hircarrahs que continuasen galopando por aquella zona, gritando y blandiendo sus lanzas. Debían intentar por todos los medios atraer la atención del enemigo.
El ejército de Vedvyas, formado por una mezcla de infantería y caballería, avanzó entre las paredes del precipicio y se encaminó en cascada hacia el valle. Su caballería lucía resplandecientes espadas y lanzas. La acompañaban hombres armados con mosquetes de mecha y lanceros. También llevaban carros tirados por ponis, palanquines y culis. Formaban un irisado torrente de azafrán, ocre, malva y carmín que destacaba en aquella sombría escena con su estallido de colores. Sus trompetas, de correas doradas y curvadas como los cuernos de un carnero, armaban un discordante estruendo totalmente falto de melodía y sus tambores repiqueteaban con un desagradable ritmo irregular. Sus chillones estandartes adornados con borlas ondeaban al viento luciendo sus tres colores: azul eléctrico, bermellón y verde esmeralda. Llenaban la depresión de lado a lado, con sus flecos arremolinándose a una distancia no superior al tamaño de un caballo de las trincheras de Todd, ocultas tras el follaje.
Los hombres que iban en cabeza vieron las cabriolas de los jinetes de Amaury y divisaron los tiros de los cañones, las carretas y los armones, llamativamente dispuestos en hileras. Verificaron su visión y gritaron, pero continuaron avanzando arrastrados por el torrente. La caballería rompió filas y galopó hasta el frente. Un aluvión de hombres armados, de doscientas yardas de ancho y media milla de largo, se abalanzó sobre ellos valle abajo.
Welladvice observaba la escena a través de las ramas que adornaban los tubos de los cañones de seis libras y vio cómo el torrente se dirigía hacia él. Los dientes le empezaron a castañear ruidosamente. Los artilleros se encorvaron junto a las cureñas con los botafuegos preparados encima de los fogones.
—Ochenta yardas —murmuró—. Sesenta. Cuarenta.
Una tremenda detonación sacudió los tímpanos de Welladvice con un trueno que, además de dejarlo aturdido, hizo que se tambaleara. Unos cegadores destellos de fuego atravesaron las nubes. El bramido del viento se acrecentó y empezó a llover a cántaros.
En las consternadas filas del enemigo, las atemorizadas caras contemplaban aquel cielo cuyos dioses parecían haberles declarado la guerra.
Welladvice se puso en pie y agitó la mano hacia abajo.
—¡Fuego!
La furia de aquel repentino estallido desbarató completamente la vanguardia y los botes de metralla la hicieron trizas. La boca del cañón escupió hacia el frente unos botes de ochenta balines que segaron aquellas vidas como si se tratara de briznas de césped. Alertados por la descarga del cañón, que era su señal, los cipayos habían abierto fuego simultáneamente desde los flancos.
Recurrieron al método conocido como fuego alterno. Las secciones lanzaban salvas alternadamente desde los dos flancos opuestos, de modo que, para cuando le llegaba el turno a la sexta, la primera ya había vuelto a cargar las armas y sus hombres esperaban preparados con las culatas sobre los hombros. Todos los soldados bajo el mando de Todd lograron cargar y disparar dos veces por minuto. A una distancia nunca mayor de cincuenta yardas, sucesivas tempestades plomizas fueron fragmentando la formación enemiga.
Marriott, apartando el follaje que enmascaraba su trinchera, apoyó los codos en el parapeto y observó aquel asesinato en masa. Una salva procedente de los cipayos hizo blanco en su trinchera. Las órdenes del jemadar resonaron por encima de los truenos y los cañonazos.
—¡Recuperen las armas!
—¡Abran las cazoletas!
Los hombres sujetaron el sistema de ignición bajo las axilas, protegiendo la pólvora de la lluvia, mordieron los cartuchos y cebaron las armas.
—¡Cierren las cazoletas!
—¡Carguen los cartuchos!
Las resplandecientes baquetas penetraron en los cañones y comprimieron las balas y los cartuchos.
—¡Preparados!
El jemadar se detuvo un instante a observar la sección que cruzaba su frente en sentido diagonal. Una lluvia de ardientes dagas atravesó la cortina de humo. Levantó un brazo.
—¡Presenten armas!… ¡Fuego! —gritó.
Las devastadoras salvas y la inusitada violencia de la tormenta sumieron al ejército de Vedvyas en un mar de confusión. Disparaban sus mosquetes de mecha a ciegas contra aquellas casacas escarlatas que tan sólo alcanzaban a entrever y se esforzaban por volver a cargar las armas, pero el aguacero apagaba sus mechas. Atrapados en la depresión del valle, recibiendo cañonazos de metralla por el frente y soportando las salvas que los mosquetes les lanzaban por los flancos, decidieron dar marcha atrás por el mismo camino por el que habían venido. Se dieron de bruces con los hombres apostados en el desfiladero, un paso que detuvo su marcha como las presas contienen los torrentes. Para aumentar aún más la confusión, emergieron del desfiladero varios cañones de nueve libras arrastrados por bueyes, cuyos armones fueron velozmente separados para orientarlos apuntando hacia el valle.
—¡Novecientas yardas según mis cálculos! —señaló Welladvice al mirar por el tubo del cañón entrecerrando los ojos tratando de ver más allá de la cortina de aguanieve y la neblina—. ¡Colocad el bote de metralla! ¡Cargad el bolaño!
Los cañones dieron varios estallidos, escupieron llamas y humo, quemaron los últimos botes de metralla y ocasionaron nuevos huecos en aquella multitud que intentaba batirse en retirada desordenadamente. Los artilleros recargaron los cañones con sus torsos desnudos refulgiendo bajo la lluvia y comprimieron la pólvora con los tacos de los escobillones. Los cargadores sacaron varios cartuchos de debajo de las lonas. Con las ruedas resbalando a causa de la lluvia, elevaron los cañones. Welladvice iba de recámara en recámara, orientaba las cureñas con agilidad y giraba los tornillos elevadores. Los tubos se alzaron.
La tercera salva se abrió camino e hizo blanco en una carreta cargada de pólvora que explotó en un abanico de llamaradas amarillentas. Una columna de humo ascendió hasta las nubes, un aluvión de piedras y fragmentos de la carreta destruida cayó sobre las trincheras de los cipayos. La sacudida rebotó en los oídos de Welladvice. Se protegió los ojos con las manos y contempló la devastación que había causado. Había un cañón a su lado. Otro tenía una rueda destrozada y su tubo apuntaba tristemente hacia el cielo. No había vestigio alguno de los artilleros.
—¡Ajá! —alardeó—. ¡Tenéis vuestro merecido, piratas bastardos!
Sus cuerpos sin vida, ataviados con estridentes túnicas, yacían en el suelo del valle. Más allá, la huida en desbandada había cesado contenida por el atasco que se formó en la garganta. En medio de una tregua compasiva por parte de los cañonazos de las piezas de seis libras, pero todavía azotados por el fuego de los cipayos, se dirigieron una vez más hacia los cañones. Estaban entre la espada y la pared.
—¡Bajad las bocas! ¡Continuad con bolaños y disparad más rápido, panda de lisiados malnacidos!
Sabía que esa orden era ilógica pues, para cargar los bolaños en los cañones, incluso los artilleros mejor preparados necesitaban alrededor de un minuto más que para lanzar botes de metralla. Los cañones estallaron y retrocedieron en sus cureñas. Welladvice observó complacido las consecuencias de aquella acción.
Los botes de metralla agujerearon los cuerpos del enemigo y los bolaños los partieron por la mitad. Salva tras salva, sesgaron el valle entero y atravesaron aquellas huestes desmoronadas alcanzando incluso las filas más rezagadas, todavía junto al desfiladero. Las balas arrasaban la formación de aquellos hombres provocando una auténtica carnicería. Los caballos, asfixiados por sus propios intestinos, se mantenían a duras penas en pie, tiritando y relinchando. Un hombre rodó cuesta abajo con la cabeza entre las rodillas como una pelota rebotada. Tenía el pecho en carne viva y sus costillas, rotas y cubiertas de sangre, estaban al aire y dejaban entrever sus morados pulmones.
Los artilleros disparaban y cargaban los cañones. Iban y venían alrededor de sus tubos con gran ajetreo. Al comprimir una de las cargas, esta se encendió de inmediato y convirtió los sesos del hombre que había colocado la baqueta en un amasijo de glóbulos rosados y grisáceos.
La traicionera actuación del cañón que tanto adoraban puso nerviosos a los artilleros, que retrocedieron contemplando la escena asustados. Welladvice tocó el tubo del cañón, profirió un juramento y se chupó la mano.
—¡Detened el fuego! ¡Pasad el escobillón y empapadlos! ¡Vamos! ¡Hay que enfriarlos!
—¿Ha quedado su división fuera de juego, señor Welladvice?
El marinero miró compungido al esbelto jinete de anchos hombros que se había detenido a su lado sobre su enorme purasangre negro. La lluvia había empapado su uniforme tornando su tono escarlata en carmín, había enmarañado las crines que coronaban su casco y había bruñido el pelaje de Hannibal.
—Así es, señor. Los cañones están condenadamente calientes. Calculo que no podremos volver a disparar hasta dentro de un cuarto de hora.
Amaury observó el turbulento paisaje. Los relámpagos atravesaban las nubes describiendo repentinos zigzags. La tormenta retumbaba con un trueno tras otro. Las gotas de lluvia manaban por una miríada de surtidores en aquella tierra llena de fango. Los cuerpos sin vida inundaban el suelo desde el precipicio del desfiladero hasta las mismísimas bocas de los cañones. Los enemigos, derrotados, corrían montaña arriba entre las trincheras de los cipayos o permanecían agazapados y muertos de miedo en la depresión.
—Es hora de acabar con esto —dijo Amaury.
Condujo a sus veinte jinetes más allá de los cañones, los formó en una larga fila y desenfundó su sable.
—¡Persigámoslos y acabemos con ellos! —ordenó lacónicamente.
Los hircarrahs se lanzaron sobre su presa divididos en grupos para perseguirlos por varios frentes. Amaury galopaba a la cabeza, desviándose para darles primero caza y después muerte. Los cipayos contenían su fuego, de modo que sólo se escuchaba el retumbar de la tormenta.
Saliendo de sus trincheras, se lanzaron a la carga pendiente abajo.
En aquel enjambre de hombres que atascaba el desfiladero en la desesperada huida sólo había uno a caballo. Aflojando las riendas de su animal, se lanzó valle abajo profiriendo incomprensibles gritos de guerra. La luz de los relámpagos se reflejaba en su crestado casco de hierro, hacía refulgir las tachuelas de bronce del rudimentario escudo que portaba en el brazo con el que sujetaba las riendas y destellaba sobre su cota de malla. Era un hombre corpulento e imponente y describía con su cimitarra danzas similares a las de las llamas de una hoguera. Sorteó a los hombres que huían a su paso y fue directo hacia Amaury.
Amaury se puso en marcha, cogió a su caballo y lo espoleó para que galopara veloz. Los dos hombres se acercaron rápidamente y en su encuentro, resonó un potente sonido metálico igual al del martillo sobre el yunque. Las hojas de sus aceros se rozaron haciendo saltar multitud de chispas. Con la arremetida, Hannibal se apartó hacia un lado. Amaury dio un fuerte tirón a las riendas y obligó al corcel a girar en seco. El ágil ejemplar árabe de su enemigo también había dado ya la vuelta y estaba preparado para el envite.
Se batieron girando alrededor de un círculo cuyo diámetro era igual a la longitud de sus espadas. Sufrieron las punzadas de algunas estocadas, esquivaron otras y arremetieron una y otra vez el uno contra el otro. Fue un encarnizado combate envuelto por los chasquidos y silbidos de sus aceros. Amaury amagaba y lanzaba escotadas, blandía la espada a cierta altura y apuntaba más abajo. Enfrentado a un acero luchador, logró hacer mella en el escudo de cuero de su contrario. La espada de su enemigo estuvo también a un palmo de su propia cara. Sujetó más cortas las resbaladizas riendas y arremetió directamente contra aquella feroz cara de tez trigueña. El adversario logró esquivar el golpe pero, en respuesta, le causó un corte desde el hombro hasta la muñeca en el brazo en que llevaba la espada.
Aquel duelo creó expectación. Los cipayos dejaron de lado su lucha de bayonetas, cercaron a los combatientes en un anillo contenido diligentemente por los mosquetes y contemplaron el combate embelesados. Amaury, esquivando una estocada dirigida a su cabeza, vio que un cipayo se disponía a preparar su pedernal.
—¡Quieto! ¡Este hombre es mío! —gritó furioso.
Los cascos de los caballos patinaban en el barro y se retorcían. Temiendo sufrir una caída, Amaury tiró de las riendas hasta detener a Hannibal, hizo que girase la parte delantera de su tronco para resistir el brusco giro que su adversario dio hacia uno de los flancos, esquivó la curvada cimitarra y esperó su oportunidad. El ejemplar árabe pasó por su derecha y patinó sobre el resbaladizo terreno. El jinete de la cota de malla se alarmó y sujetó las riendas con la misma mano con la que sujetaba la espada. Amaury descargó su sable sobre el casco de aquel hombre aprovechando el momento de descuido. La empuñadura, resbaladiza a causa de la lluvia y el sudor, se le dio la vuelta en la mano. La hoja de su férreo acero tintineó potente y con un estruendo igual al de una campana agrietada y defectuosa.
La cimitarra salió despedida de la mano del indígena. El sable le hizo perder el equilibrio y cayó al suelo. Amaury bajó del caballo y se sentó a horcajadas sobre aquel cuerpo postrado. El hombre, tumbado sobre su espalda, respiraba entrecortadamente con los ojos medio cerrados. Su cara era sumamente angulosa; dos marcados surcos unían los labios a la nariz y un negro bigote se curvaba hasta encontrarse con una rala barba.
Abrió los ojos y dirigió a su conquistador una mirada de agotamiento.
—Ha luchado muy bien, sirdarjee —dijo Amaury—. Jamás me he batido con nadie de su talla a la espada. ¿Puedo saber el nombre de tan valeroso guerrero?
Amaury lo levantó del suelo. El hombre, tan alto como el inglés y con los hombros igual de anchos que él, apenas mantenía el equilibrio con un balanceo y lo miraba desafiante.
—Soy Vedvyas Daulat Ram, mirasdar de Hurrondah, señor a quien Bahrampal ha de rendir tributo, maestro de…
—No siga —le interrumpió Amaury señalando con gestos la matanza que había tenido lugar—. Su poder, al igual que su ejército, ha sido derrotado bajo el fango. En adelante, será la Compañía quien gobierne Bahrampal.
Una amarga sonrisa curvó aquellos labios encarnados.
—Está saboreando un triunfo prematuro, sahib. Mire a su alrededor. Sus hombres se han dispersado, entregados al pillaje y la persecución. Pero allí —se giró y señaló con un brazo el desfiladero—, mi venganza está preparada para atacar.
Amaury miró hacia la garganta situada trescientas yardas más allá. En la cresta de la pendiente, un escuadrón de túnicas amarillas, rojas y azules avanzaba en una columna escoltada por doce hombres a pie armados con lanzas, cuyos pendones estaban empapados a causa de la lluvia.
—Su famosa escolta —dijo Amaury sin alterarse—, pero no se han lanzado a la carga con usted. Lo han dejado solo.
—Mis hombres esperan mi señal —respondió Vedvyas con desdén.
Un pequeño círculo de cipayos seguía con la batalla. Rodearon al enemigo y lo derrotaron victoriosos. El valle se inundó de uniformes rojos que clavaban bayonetas a los heridos y daban caza a los supervivientes que quedaban disparándolos sin piedad. Todos los hombres del enemigo que tuvieron ocasión de huir lo hicieron. El campo de batalla quedó convertido en un caos de hombres y caballos destrozados. Amaury miró hacia los cañones. ¿Podría disparar Welladvice ya? No estaba seguro. Las tropas de la Compañía se encontraban en una posición vulnerable al haberse dispersado y no estar preparadas. Serían una presa fácil si aquella caballería decidiera cargar con contundencia.
—Custodiad a este hombre —ordenó a unos cipayos. Después, se dirigió a un jemadar que pasó junto a él.
—¡Rápido! ¡Vuelve a reunir a tus hombres en las trincheras! ¿Dónde está el sahib Todd?
El alférez corrió hacia él chapoteando sobre el barro portando una espada teñida de sangre en la mano.
—¡Por Dios, Henry! ¿Estás ciego? ¿No ves la amenaza que se cierne sobre nosotros? —dijo señalando al escuadrón—. ¡Id a vuestras posiciones, cargad las armas y preparadlo todo!
Los tambores repiquetearon alborotados. Las compañías volvieron a formarse, regresaron a las trincheras, limpiaron las armas con las baquetas y las cargaron. Amaury se volvió hacia Vedvyas.
—Nunca dará —dijo con aire sombrío— esa señal a sus hombres.
Sacó una pistola de su fajín, colocó la boca apuntando directamente al pecho de Vedvyas y apretó el gatillo. La cebadura se había mojado por culpa de la lluvia y no provocó chispa alguna. Vedvyas retrocedió, dio medio giro y levantó un brazo.
—¡Sujetadlo! —gritó Amaury bruscamente.
Los cipayos forcejearon con el mirasdar. Entre tanto, Amaury manipuló el martillo, secó el mecanismo de ignición y la cazoleta con un pañuelo, cogió pólvora nueva de un chifle de marfil y la echó en la cazoleta. Realizó la operación sin apresurarse y de forma precisa. Vedvyas observaba sus preparativos con los ojos muy abiertos por la consternación que lo invadía.
Amaury amartilló la pistola.
—¿Listo para morir? —le preguntó.
Vedvyas llenó sus pulmones de aire que luego exhaló lentamente.
—¿Es esta la caballerosidad fringee que ensalzan nuestros poetas? ¿Va a asesinar a un enemigo derrotado, apresado e indefenso?
—En efecto. Y, después —dijo Amaury en tono férreo—, le cortaré la cabeza y se la mostraré a su escolta pinchada en una lanza para preguntarles si creen que merece la pena arriesgar sus preciadas vidas por semejante trofeo.
Amaury volvió a colocar la boca de la pistola sobre el pecho de aquel hombre mirándole a los ojos fijamente.
—Estoy dispuesto a negociar —dijo Vedvyas dejando caer los hombros.
—Sabia decisión —respondió Amaury implacable—. Coja su caballo y venga conmigo.
Indicó a Vedvyas que fuera delante. Él lo seguía muy de cerca sin dejar de apuntarlo a la espalda con la pistola. Cabalgaron en columna hasta la cumbre.
—Ordenará a sus hombres que tiren las lanzas, bajen de los caballos y se dirijan hacia las bocas de mis cañones. Allí deberán detenerse a esperar mis órdenes.
—Se está metiendo en la boca del lobo usted solo. ¿Qué ocurriría si me niego? —respondió Vedvyas por encima del hombro.
—Moriría.
—Igual que usted. Doscientas lanzas sesgarían su vida en un abrir y cerrar de ojos.
—Ese es un riesgo, Vedvyas, que estoy dispuesto a asumir basándome en su honor.
El mirasdar se giró sobre la silla de montar, miró a Amaury a los ojos y soltó una carcajada que puso de relieve unos inmaculados dientes sobre su oscura tez.
—He oído hablar de sus hazañas en combate y he comprobado con mi propia espada que su reputación es bien merecida. Es usted un hombre muy valiente, Umree Sahib. No le tenderé una estúpida trampa pues estoy convencido de que, en el futuro, nos irá muy bien juntos.
Amaury se guardó la pistola en el fajín, clavó una espuela en un costado a Hannibal y se puso a la altura de su prisionero. Dio mano a Vedvyas por encima de la montura.
—Me ha leído el pensamiento. Ha sido una suerte que mi pistola fallase el tiro.
La furiosa obertura del monzón fue disminuyendo su potencia sonora. Los relámpagos bramaban y retumbaban, pero se iban retirando en la distancia. La lluvia formaba un velo a la deriva que, vacilante en el aire, acabó por reducirse y desaparecer. Por unos instantes, las nubes se apartaron y dejaron al descubierto un fragmento de cielo que asemejaba una alfombra de color azul pálido.
Vedvyas pasó un brazo por los hombros a Amaury, tiró de las riendas y dirigió un discurso a sus tropas.
—¡Es imposible! —dijo Marriott—. Nuestros hombres han recorrido treinta millas, han librado una batalla y no han dormido. Necesitan descansar ¡Míralos!
Los cipayos, con los uniformes empapados, se apiñaban en torno a los mosquetes, apilados como si de inseguras garberas de grano se tratara. Algunos estaban tumbados boca arriba y dormían tapándose los ojos con los antebrazos. Los centinelas, agotados, descansaban apoyados sobre los mosquetes, dando cabezadas a punto de caer en un profundo sueño. Justo cuando se iban a quedar dormidos, la cabeza se les caía hacia un lado con un brusco movimiento que los despertaba. La caballería de Vedvyas, vigilada por los cañones, holgazaneaba junto a sus caballos e intentaba en vano encender hogueras con una leña totalmente empapada. El viento se encargaba de disipar las reducidas espirales de humo que lograban avivar. En los emplazamientos de los cañones, los artilleros dormían al lado de sus piezas. Sólo Welladvice, ojeroso y vigilante, no quitaba ojo a la caballería, de la que no se fiaba, ni tampoco se separaba de su botafuego.
—Es absolutamente necesario —afirmó Amaury— que partamos hacia Hurrondah de inmediato. Las noticias de la derrota de Vedvyas se esparcirán como la pólvora y podría quedar alguien que decidiera organizar la resistencia. La ciudad es como una fortaleza y es bastante dudoso que nuestros cañones de seis libras vayan a ser capaces de ofrecer una buena alternativa para emprender un asedio.
Vedvyas estaba sentado en un lugar un poco apartado con los brazos alrededor de las rodillas. Su mirada iba de cara en cara intentando seguir aquella conversación en una lengua que le era extraña. La tormenta había conferido algo de frescor al aire. Marriott tenía la ropa mojada y tiritaba de frío. Meditaba sobre la certera posibilidad de padecer fiebres palúdicas. Señaló al valle.
—Según mis cálculos, los muertos del enemigo ascienden a unos seiscientos. Muchos otros han sido heridos y todos ellos han huido. No creo que estén en ningún caso en condiciones de volverse a enfrentar a nuestras fuerzas.
—Me alegra que así sea —respondió Todd—. Hugo, mis hombres tampoco están en condiciones de recorrer otras treinta milla; ahora mismo. Y tampoco eso nos supondría una enorme ventaja. Hemos logrado apresar al bribón que los dirige y podemos usarlo como rehén para asegurarnos de que sus vasallos no hagan nada en contra nuestra. Falta una hora para que el sol se ponga. Acampemos aquí para pasar la noche y descansar. Mañana al amanecer continuaremos con la marcha.
—No es mala idea —dijo Marriott—. Estoy plenamente de acuerdo contigo, Henry.
Amaury se tumbó boca arriba con los dedos de las manos entrelazados bajo la nuca y contempló las nubes.
—Pones en peligro los frutos de la victoria. Sin embargo, Charles, tú eres quien tiene la autoridad y tus órdenes deben ser acatadas. Me atrevo a pensar que habrás meditado la manera de custodiar durante toda la noche a los hombres de la caballería enemiga por mucho que estén desarmados. En la oscuridad, nuestros artilleros no podrán ver si traman algo.
Todd se frotó los ojos. El cansancio y la tensión de la batalla habían acentuado las facciones de su joven rostro.
—Un enojoso problema. Sin embargo, mis compañías son incapaces de…
—¿Incapaces? —lo interrumpió Amaury con serenidad—. Esa palabra no tiene cabida en el vocabulario de un soldado diligente. Algún día lo aprenderás, Henry. Tratemos el asunto con Vedvyas.
Se reclinó sobre un codo y comenzó a intercambiar con el mirasdar rápidas frases en hindi, planteando varias preguntas y recibiendo las correspondientes respuestas. Todd escuchaba con el ceño fruncido y una seria expresión de desaprobación en el rostro. Amaury se volvió a tumbar boca arriba con las manos tras la cabeza.
—Solucionado. El escuadrón quedará bajo mi mando y obedecerá fielmente mis órdenes. Welladvice y sus artilleros pueden dormir tranquilos esta noche.
—¿Te fías de la palabra de este indígena? —preguntó Marriott incrédulo.
—Totalmente. Parece un hombre muy civilizado.
—¡Se pasa de civilizado! —dijo bruscamente Todd—. No es más que un bribón sin principios con un pico de oro, como todos sus congéneres. A pesar de los inconvenientes, pienso montar una guardia para custodiar a sus hombres al anochecer.
Amaury volvió la cabeza y miró al alférez a los ojos.
—No harás tal cosa, Henry. La vieja escolta de Vedvyas ha sido puesta a mi cargo, no al tuyo ni al de la Compañía. Esas son sus condiciones y yo las he aceptado, al igual que asumo toda la responsabilidad.
—¿Acaso estás —dijo Marriott sarcásticamente— alistando un ejército privado?
—Eso podría parecer, ¿no?
Amaury sonrió benévolamente mirando al cielo.