CAPÍTULO ONCE

Cuando sonó el redoble general de los tambores tras la cuarta noche de campamento, Amaury anunció que él y un pequeño destacamento se apartarían de la ruta que seguía la columna y se unirían de nuevo a ella al día siguiente. Con aire despreocupado y evasivo, respondió a las preguntas de Todd y le ordenó seguir la ruta prevista y detenerse tras veinte millas para pasar la noche.

—¿A menos, sir John —preguntó educadamente—, que prefiera usted estar al mando como oficial de rango superior?

El general se encogió de hombros.

—¿Tomar parte activamente en unas acciones irregulares? ¡Maldita sea, señor! ¡Sería juzgado por ello y perdería mis charreteras!

Amaury partió con una pequeña tropa de caballería, dos compañías ligeras y los dos cañones de tres libras. Obviamente, los hombres que lo acompañaron habían sido advertidos de antemano y estaban preparados.

—Hugo es más inaccesible que la perla de una ostra —se quejó Todd contemplando cómo desaparecía el contingente en la neblina de aquella mañana—. ¡Urde sus planes y prepara a sus tropas sin decir nada a nadie! —dijo. Entonces, subió a su caballo, hizo una señal y los tambores anunciaron que era hora de reemprender la marcha.

Atravesaron las onduladas llanuras del centro de Berar. Era un árido y monótono pastizal. De vez en cuando, lo salpicaban algunos árboles que parecían un lejano bosque desvaneciéndose constantemente en el horizonte. Cubierto por una barrera de hircarrahs que avanzaban cuatro millas por delante, Todd iba en cabeza con la caballería de los rathores, seguido por dos compañías que constituían los piquetes del día. A continuación, iba la brigada de los jatis con los batallones alineados en una columna abierta. Los seguían Welladvice y sus cañones, formados en divisiones paralelas y con las carretas de munición traqueteando tras ellos. Los piquetes del día anterior marchaban detrás del convoy de bagaje. El batallón de najibs constituía la retaguardia y cerraba la cola. El frente del ejército ocupaba un cuarto de milla de anchura y tenía casi una milla de largo.

Vedvyas dirigía la comitiva del bagaje con los bueyes cargados, los carros de chirriantes ejes, los camellos portando pesados jakdanes y el séquito que acompañaba al ejército a pie, caminando fatigosamente en grupos dispersos. A pesar de la insistencia de Amaury en llevar únicamente lo indispensable, las operaciones prolongadas requerían una larga comitiva. Había limitado los sirvientes de los oficiales a solo uno por cabeza.

—¡Una imposición monstruosa! —se había lamentado Anstruther.

También había prohibido la presencia de lavanderos y barberos y había decidido prescindir de los vivanderos. No redujo el número de segadores y mozos de cuadra —uno de cada por caballo—, aguadores, barrenderos, arrieros a cargo de los bueyes y camellos y cocineros. La cantidad de acompañantes civiles de aquel ejército superaba en muy poco a la de soldados: una notable mejora respecto a los ejércitos indígenas y de la Compañía, cuyos acompañantes no beligerantes siempre triplicaban en número a los beligerantes.

Wrangham dividió su tiempo, de modo que tan pronto cabalgaba a la vanguardia como iba a ver a Caroline. Amaury la había relegado intransigentemente a la cola, aunque le ofreció sitio en uno de los carros de grano para su ropa de cama, un portamanteo y una pequeña tienda —el único ejemplar en todo el ejército— y le asignó un asistente personal. Se trataba de un venerable musulmán al que había escogido de entre los sirvientes de su propio hogar. La doncella portuguesa se había negado a acompañarla. Y, de todos modos, Amaury tampoco se lo hubiera permitido aunque ella hubiese accedido. Caroline, ataviada una vez más con casaca, botas y pantalones de montar, se quejaba de su confinamiento en el convoy del transporte, donde se tragaba el polvo que las tropas en cabeza levantaban, sufría los zarandeos de los bueyes y tenía que soportar el ensordecedor ruido de las ruedas de los carros.

Cada vez que acampaban, se unía a los oficiales y, sentada sobre un saco de harina, comía curry con los dedos mientras los risaldares y los subhadares de todas y cada una de las unidades de aquel ejército la observaban.

—Se niegan a comer con los europeos —explicó Amaury—, pero les gusta que los inviten a la cantina.

Wrangham lanzó una mirada de desaprobación.

—¡Esto es endemoniadamente irregular! —exclamó—. ¡No tiene nada que ver con los dictados de la Compañía! —y se sintió extremadamente molesto por la escasez de vino patente en la cena.

—No había sitio para el alcohol en los carros —dijo Amaury en tono lacónico.

Cuando cayó la noche, Caroline se retiró al estrecho catre de su tienda de campaña. Los demás dormían al aire libre en el suelo, usando las sillas de montar como almohada y las mantas como colchón.

Al sexto día de camino, Amaury reapareció justo cuando el ejército estaba llegando al lugar previsto para acampar esa noche. Dejó dos chirriantes carros a cargo de Vedvyas y avanzó con sus tintineantes rathores hasta la vanguardia. Todd lo saludó receloso.

—¿Dónde diablos has estado, Hugo? No te llevaste transporte alguno… ¿De dónde has sacado esos carros?

Amaury bebió un sorbo de un odre que contenía agua y se secó los labios.

—Una nadería que requería atención. En una aldea, más o menos por allí —señaló vagamente un punto del paisaje—, hay un mirasdar que recauda los impuestos para el Bhonsla. Lo que he hecho ha sido… ejem… aliviar su carga: setenta mil rupias.

Wrangham glugluteó como un pavo.

—¿Cómo? ¿Su ejército está en marcha para librar una batalla y usted asalta una aldea para saquearla? ¡Que Dios nos ampare! ¡Menuda desvergüenza!

—Me temo que debo discrepar, señor. ¿Por qué debería una guerra entorpecer los esfuerzos de un hombre por ganarse la vida?

—¡Estoy en connivencia con el robo puro y duro! —exclamó desesperado Wrangham—. ¡Ruego a Dios que esto nunca llegue a oídos de Clive!

A la una de la mañana, los tambores anunciaron la puesta en marcha con su redoble general. Las fuerzas partieron en medio de la oscuridad y dejaron el convoy de bagaje en el campamento, protegido por varios najibs. Tres horas después, se detuvieron bajo la luz del engañoso y fantasmagórico resplandor del alba. La brigada deshizo la columna para formar una fila. Welladvice colocó ocho de los tiros de sus cañones en cada flanco. La caballería se apostó a las alas. Nadie hablaba, ni tampoco se daban órdenes. El sonido de sus pasos, el sordo ruido de los cascos y el traqueteo de las ruedas y las carretas retumbaban como yunques en la oscuridad. Amaury iba de ala en ala. En dos ocasiones, mandó detenerse a la fila y alineó la formación. La plateada luz del amanecer surcaba el cielo, la llanura estaba salpicada de árboles dispersos asemejando bocanadas de humo gris ceniza.

En el blanquecino horizonte se apreciaban unas angulosas sombras negras. Se trataba de murallas, torres y tejados, que se iban agrandando con cada paso que daban.

El trompeta de Amaury dio el alto con el toque correspondiente, que perforó la cavidad de aquel silencio como una punzante espada. Desacoplaron los cañones de los armones disponiéndolos para la acción, los soldados de caballería desenvainaron los sables y los de infantería prepararon las bayonetas.

Un somnoliento vigilante que estaba apostado encima de las puertas se frotó perezoso los ojos, observó la escena, blandió una lanza y dio un grito. La ciudad se despertó. Sus hombres abarrotaron las almenas, chillando y gesticulando, y contemplaron con temor e incredulidad aquella amenaza que había surgido de la noche como un dragón con dientes de acero. A sólo trescientas yardas, acechaban las bocas de dieciséis cañones, una larga línea azul de bayonetas y unos sables de caballería resplandecientes bajo la plomiza luz del amanecer.

Amaury avanzó hasta una distancia suficiente como para ser oído.

—¡El Umree Sahib de Dharia solicita parlamentar con el cacique! —gritó poniéndose las manos en la boca a modo de bocina.

En los muros, los conmocionados hombres hacían señas y gritaban. Uno de ellos se asomó por una almena y vociferó una respuesta. Amaury bajó del caballo, se enrolló las riendas de Hannibal alrededor del brazo y ordenó a su trompeta y a su ordenanza que se marchasen.

—Salga a hablar conmigo —gritó—. Le prometo que estará seguro.

Permaneció en pie al alcance de los mosquetes y vulnerable al impacto de cualquier bala que se disparase con buena puntería, ya que multitud de mosquetes de mecha acechaban desde las aspilleras. Welladvice gruñía en voz baja. Todd, moviéndose inquieto sobre su silla de montar, echó un vistazo a las filas situadas detrás de su caballo; ni los mosquetes de chispa ni los cañones estaban cargados. Amaury se apoyó sobre la vaina de su espada y, con aire despreocupado, contempló los algodonosos bancos de nubes de aquel cielo teñido de bermellón por el sol.

En las puertas se abrió una poterna. Una delegación se acercó cautelosa. El líder, un demacrado hindú con la cara surcada de cicatrices a causa de la viruela, lo saludó.

—Le ofrezco un rescate, sahib, un lac[42] de rupias a cambio de que no asalte la ciudad —dijo con voz temblorosa.

Amaury se humedeció los labios, «¡Qué lástima tener que rechazar la oferta!», y respondió con firmeza:

—Vengo en son de paz y no tengo intención de causarles daño alguno. No pretendo conseguir un rescate ni un botín. Tan sólo deseo cobijo para mis hombres. ¿Me da permiso para entrar en su ciudad?

El hombre miró por encima de los hombros de Amaury, escudriñó las filas y los cañones alineados rueda con rueda y tragó saliva.

—No podemos enfrentarnos a usted. Kohlabad no es una fortaleza ni podría resistir el ataque de un ejército dotado de cañones. Si les abrimos las puertas, ¿me da su palabra de que sus soldados no atacarán?

—Supongo que habrá oído hablar de mí, ¿no es así?

El hombre asintió enérgicamente con la cabeza.

Umree Sahib Bahadur. Dudo que haya alguien en Berar que no haya oído hablar de usted.

—Entonces, sabe que se puede fiar de mi palabra. Le prometo que nadie les pondrá un dedo encima a sus hombres, mujeres o niños. Y le garantizo que a sus gentes no les será arrebatada ni una sola ana[43].

El cacique observó un momento las relucientes bayonetas y dirigió una intensa mirada a Amaury.

—Es suficiente, sahib —se giró hacia sus compañeros—. ¡Abrid las puertas!

Amaury se subió al caballo y regresó tranquilamente hasta donde estaba Todd.

—Mete a un batallón en la ciudad y protege las puertas y los bastiones. Los demás que se queden fuera de las murallas armados y listos para luchar. Envía un jinete al galope al lugar donde aguarda Vedvyas y dile que traiga el convoy de bagaje —señaló la ciudad y se rio entre dientes—. La ciudad se llama Kohlabad y será nuestra base. ¡Y eso sin tener que haber soltado un solo disparo!

Repitió sus órdenes a Welladvice. Entonces, entre los tiros de bueyes y los armones situados en la retaguardia, vislumbró a Anstruther. Parecía nervioso y, a su lado, se encontraba una esbelta figura con una casaca azul, que montaba a horcajadas una yegua árabe.

Amaury espoleó enérgico a su caballo. Cuando llegó donde estaban, lo detuvo tirando en seco de las riendas y levantando una polvareda.

—¿Qué diablos está haciendo usted aquí?

—¡No he podido detenerla, señor! —farfulló Anstruther—. Se me escapó y ha seguido a sus soldados durante toda la noche. ¿Qué otra cosa podía hacer aparte de…?

—¡Su conducta, miss Wrangham, es intolerable! —bramó Amaury—. ¿No se ha planteado que ponía en peligro su seguridad?

—Ya ve que estoy a salvo, señor —el rostro de Caroline era todo un despliegue de cándida inocencia—. No recuerdo que me haya prohibido usted venir.

Amaury sostuvo su intensa mirada. Caroline se ruborizó y bajó los ojos. Una sonrisa reticente se dibujó en la cara de Hugo.

—¡Maldita peleona! —afirmó.

Vedvyas llegó con el convoy del transporte. Los najibs relevaron a la guarnición de los jatis en la ciudad. Amaury prometió que destriparía a cualquier hombre al que descubriese robando. Los hircarrahs realizaron marchas de reconocimiento por amplias zonas del terreno y anunciaron que no había señales del enemigo. Cuando se puso el sol, Amaury les ordenó regresar y el ejército acampó al aire libre.

Las murallas de adobe de Kohlabad circundaban una superficie de cien acres, llena de elevados edificios cuya altura superaba a la de las almenas en los bordes más externos. Amaury nunca había tenido intención de acuartelar a su ejército en el interior. Así que, al alba del día siguiente, todos los soldados y civiles disponibles, ayudados por varios trabajadores reclutados a la fuerza en la ciudad, comenzaron a talar árboles y cactus y a apilarlos alrededor del campamento que habían establecido en la esquina noreste de Kohlabad. Tras dos días de agotador trabajo, levantaron una formidable barrera defensiva de cuatro pies de altura y veinte de grosor. Ataron con cuerdas los troncos de los árboles, con las ramas apuntando hacia fuera, y colocaron delante de ellos una hilera de espinosos cactus. Formaron así un enorme reducto de tres líneas que los muros de la ciudad cerraban con una cuarta. Excavaron en la barrera unos puestos de artillería en los que Amaury mandó colocar cuatro cañones de seis libras, de modo que todos los accesos quedaran cubiertos.

Mientras tanto, los hircarrahs no daban señales de vida. Pero sí llegó un mensaje de los espías que Amaury tenía en Nagpur y que un jinete se encargó de traer galopando desde Dharia. Anunciaba que el ejército del Bhonsla se había puesto en marcha.

—Aún tiene que dar con nosotros —observó Amaury. El ejército podía vagar durante días por aquel país carente de carreteras y mapas. No podría avanzar a más de dos millas por hora, buscando al enemigo a tientas como si estuviera jugando a la gallinita ciega y tuviera los ojos vendados.

—Sin duda, aquella aldea que saqueé durante nuestro avance les podrá sobre aviso —lanzó a Wrangham una mirada fugaz—. Conseguir un botín no era la única razón de ser de esa incursión, señor. Tenía que dejar aviso de mi presencia. Si pasa demasiado tiempo sin que nos descubran, nos quedaremos sin provisiones.

Mientras se perfeccionaba el reducto, Amaury fue con sus oficiales a examinar los alrededores. Multitud de profundos cursos de agua secos enmarañaban el terreno al sur de Kohlabad. Formaban unas grietas que las ruedas de unos carros jamás lograrían atravesar.

—La naturaleza misma ha cerrado este acceso —dijo—. Ningún comandante lanzaría un ataque en un lugar que le impidiese desplazar sus cañones. Y, a no ser que se pierda y se despiste en exceso, tampoco es esta la dirección desde la que vendrá el enemigo. Nagpur se encuentra a cien millas hacia el norte; será desde aquella zona desde donde tropiece con nosotros.

Varios arbustos y escasos árboles salpicaban la extensa planicie. Se extendía como una arrugada lona una milla desde el norte de la ciudad y, después, se empinaba hasta formar un monte cuya cresta impedía ver el terreno situado tras ella.

—Aquí —dijo Amaury— tendrá lugar la matanza.

El pelotón de reconocimiento ascendió fatigosamente hasta aquella cima, una cresta redondeada de quinientas yardas de longitud. Desde aquella cresta, un afloramiento arenoso de media milla de longitud se extendía como un manto leonado pendiente abajo más adelante. Amaury pisó la arena y sus pies se hundieron profundamente en ella.

—Un buen amortiguamiento para los bolaños. También será una traba para las ruedas de los cañones enemigos. Aquí será, Henry, donde librarás tu batalla.

A la mañana siguiente, los hircarrahs regresaron temprano y anunciaron que la caballería del Bhonsla se encontraba a seis millas de distancia. Llevaron al reducto a un explorador enemigo que habían capturado, un maratha asustado que montaba un enjuto poni peludo. Convencido de que la obstinación le conduciría a una muerte lenta, aquel jinete respondió sin dilación a las preguntas de Amaury. Sí, Berar había enviado a un poderoso ejército tan numeroso como los tallos de maíz en los campos, con cien mil soldados y una cantidad de artillería imposible de contar. No, el Bhonsla Raghujee se había quedado en Nagpur. Era su sobrino, Vithujee Rao, quien estaba al mando de aquellas invencibles fuerzas.

—Sus cálculos no son acertados —comentó Amaury—. Como mucho, el Bhonsla puede movilizar a cincuenta mil hombres y dudo que haya enviado a todo su ejército para acabar con el nido de un bandido. En cuanto a Vithujee… —continuó mientras se alisaba la barba con aire pensativo—, ¡eso sí que es un golpe de suerte! En una ocasión, antes de su trágico final, el comandante Royds catalogó para mí a los generales del Bhonsla. ¡Y me juró que Vithujee era extremadamente incompetente!

—¡Debemos ordenar a los hombres que ocupen sus puestos de batalla de inmediato! —exclamó Todd impacientándose cada vez más.

Amaury, que estaba terminando de tomar su tardío desayuno, se chupó los dedos y echó un vistazo al sol. La rutina típica de un campamento militar retumbaba en el abarrotado reducto: los mosquetes se apilaban en hileras como si fueran trípodes de un vástago, los cipayos estaban limpiando sus equipos, los soldados de caballería cepillaban a los caballos, los cañones en el parque de artillería formaban una fila cerrada de cilindros, los carros tirados por bueyes iban de acá para allá, había lanzas curvas como los dientes de un tenedor, bultos del bagaje, fardos de forraje y una incesante algarabía de voces procedentes del enclave en el que se alojaban los acompañantes civiles de las tropas.

—Son casi las doce del mediodía. No hay prisa, Henry. Vithujee sabe dónde estamos, pero aún se encuentra a muchas millas de camino. Tiene que montar su campamento, esperar a los rezagados de su ejército, ir en busca de agua y forraje… Hoy no atacará.

Enviaron a varios mensajeros a recoger a los animales que se encontraban pastando en los campos. A media tarde, los hircarrahs regresaron apresuradamente e informaron de que el enemigo estaba levantando su campamento a sólo cuatro millas. Unos jinetes maratha errantes estaban atravesando la llanura y galopaban cada vez más cerca de la ciudad.

—Eso sí que resulta inoportuno —dijo Amaury en tono cansino—. Quiero observar su campamento. Ahuyéntelos, señor Welladvice.

Los cañones de seis libras situados en los puestos de artillería dispararon una salva. Un tiro certero hizo caer a uno de los jinetes y lo arrastró por el suelo. Su compañero giró velozmente y desapareció tras la cresta del monte. Amaury mandó que le trajeran su caballo.

—¿Se va a aventurar a salir solo, señor? —preguntó Wrangham—. Es demasiado precipitado. ¿Por qué no toma una escolta?

—Las patas de Hannibal son como las de cualquier otro caballo de Berar —Amaury acarició el brillante cuello del purasangre—, pero no puedo decir lo mismo de los ejemplares de los rathores. Así que, ¿para qué poner en peligro a unos valiosos caballos y a unos hombres insustituibles?

Caroline corrió hasta la altura de sus estribos y le puso la mano en la rodilla.

—¡Es una locura! Si lo matasen, ¿quién lo sustituiría a usted, capitán Amaury?

Sus ojos delataban claramente la angustia y la consternación que sentía. Y desvelaban algo más, que Amaury también supo interpretar claramente.

—Le aseguro que no hay peligro alguno —respondió conteniendo la repentina euforia que le invadió—. Estaré de vuelta antes de que anochezca.

Atravesó con su caballo la única entrada del reducto, un estrecho hueco en el punto en que confluían la barrera defensiva y la muralla. Para cerrarlo y ocultarlo, usaban una valla móvil hecha de troncos. Trotando a un ritmo regular, cruzó la llanura, subió por la cresta del monte y bajó la pendiente. En suelo firme, más allá del arenoso terreno, se detuvo bajo un árbol y sacó un catalejo. El campamento maratha estaba ahora dentro de su campo de visión; era un conjunto de caravanas dispersas en una superficie de dos millas cuadradas.

En el centro sobresalía un inmenso pabellón, con uno de esos llamativos diseños a rayas verdes y rojas, rodeado por carpas menores y cocinas con paredes de lona. Se veía claramente cuáles eran las tiendas de la infantería regular del Bhonsla porque estaban dispuestas en ordenadas hileras. Las demás se habían levantado al azar aquí y allá, moteando el terreno como si de setas venenosas se tratase. Más a la izquierda, multitud de inquietos caballos se agitaban constantemente como las aguas de un mar azotado por el viento, mientras los jinetes buscaban un lugar en el que clavar las estacas a las que atarlos para pasar la noche. Los arrieros estaban conduciendo el ganado a pastar, los civiles que acompañaban a las tropas se arremolinaban alrededor de los pozos, había un centenar de humeantes hogueras sobre las que estaban cocinando algo. Las personas, los carros y los animales iban y venían ajetreados entre las tiendas. De repente, un ruido parecido al del vendaval que anuncia una incipiente tormenta llamó la atención de Amaury.

Aquellas tropas estaban agrupando los cañones en su parque de artillería. Amaury enfocó el catalejo. Había piezas de seis, nueve y doce libras, e incluso contaban con algunas piezas de veinticuatro libras tiradas por elefantes. Observó el frente de aquel campamento de principio a fin, deteniéndose con frecuencia a analizar los detalles con su catalejo. No habían desplegado cañones para defender el campamento en ninguna parte, ni tampoco vio que hubiera apostados centinelas o piquetes en ningún sitio. Vithujee se lanzaba a la guerra como un soberano que recorre un pacífico y sumiso reino.

Amaury cerró el catalejo y acarició las crines de su caballo. Calculó que los marathas contaban con seis mil indisciplinados soldados de caballería, ocho batallones regulares, seis o siete mil tropas irregulares de infantería y cuarenta y pico cañones. En total, unos veinte mil hombres. Las probabilidades eran de ocho a uno. ¿Debía lanzar un ataque sorpresa sobre aquel campamento desprotegido? De hacerlo, tendría que ser al alba y tras una marcha nocturna de cuatro millas. Consideró los imponderables: sus hombres tendrían que atravesar unas tierras que les eran desconocidas, podrían perderse, arrastrar los cañones a través de la zona arenosa no sería fácil…

Todo aquello podría retrasarlos hasta el punto de quedar al descubierto cuando saliera el sol, aún lejos del campamento y con el enemigo ya sobre alerta.

Amaury descartó esa idea y regresó a la ciudad con Hannibal.

Vedvyas había apilado contra la cara interior de la barrera defensiva unos sacos de cebada con los que formar un recinto cerrado en el que los europeos pudieran disfrutar de un poco de privacidad y de algo de sombra para resguardarse del sol del atardecer. Allí reunió Amaury a sus oficiales indígenas y les describió la fuerza y composición que, conforme a sus cálculos, tenía el ejército maratha.

—Sus hombres de caballería y de infantería atacan en hordas desorganizadas. Únicamente os tendréis que centrar en combatir a los hombres apostados al frente. Los demás no son capaces de influir en la batalla, hagan lo que hagan. Los batallones regulares, entrenados por los franceses y sumamente disciplinados son otro cantar. Y, seguramente, darán buen uso a los cañones que pondrán en acción.

Amaury esparció unos guijarros sobre el suelo. Uno de ellos representaba a Kohlabad, otro situado cerca de él era el reducto. Para el monte, utilizó una correa y, por último, un cebador de cartuchos hacía de campamento enemigo.

—Partiremos una hora después de que amanezca. Los batallones 1 y 2 ocuparán la zona arenosa de la cresta y llevarán ocho cañones de seis libras como apoyo. Con tiros de bueyes, señor Welladvice. Henry, tú serás quien dirija a esas fuerzas: mi eje central de maniobra.

Amaury tocó uno de los guijarros.

—Para rechazar posibles intentos de escalada de los muros de Kohlabad —prosiguió—, los najibs se apostarán en ellos. Aquí, en el reducto, se quedará la mitad del tercer batallón con cuatro cañones de seis libras. El reducto y la ciudad juntos forman mi base segura y se deben defender contra viento y marea.

Aquellos hombres lo escuchaban atentamente y con expresión de seriedad en sus trigueñas caras. Amaury trazó un garabato en el suelo.

—Los demás componentes del tercer batallón —continuó—, la caballería y los cañones de tiro ecuestre se reunirán en este punto, a medio camino entre el monte y Kohlabad. Yo mismo en persona dirigiré a esos hombres, que constituyen mi masa de maniobra.

El general Wrangham emitió unos sonidos ahogados.

—No puedo haberlo entendido bien, señor —dijo—. Mi dominio del hindi es un tanto superficial. Cuatro compañías, cuatro cañones y noventa soldados de caballería… ¿Es esa su masa de maniobra?

—Así es, sir John —Amaury lo miró sorprendido—. Le aseguro que es suficiente para mis propósitos.

—¡Que Dios nos ayude! —el general parecía completamente desconcertado—. Me temo que se verá empujado hacia la ciudad atropelladamente y con el enemigo pisándole los talones. Necesitará una mente inteligente y despierta que dirija las operaciones de defensa. ¿Me permitiría quedar al mando en el reducto, señor?

Amaury asintió.

—Con sumo gusto, sir John —sonrió maliciosamente—. ¡Y trataré de evitar por todos los medios que tan espantosas noticias lleguen a oídos de lord Clive en Madrás!

Despidió a los oficiales, se tumbó boca arriba sobre una manta y entrelazó las manos en su nuca. El sol había desaparecido y la oscuridad emergía por el oriente tiñendo el horizonte de índigo. Caroline salió de su tienda y se sentó junto a él. Llevaba unos pantalones de algodón holgados, una camisa de seda blanca y un pañuelo en el cuello. Ofrecía una esbelta figura de aire varonil, toda vestida de blanco.

—Ya ha agitado usted el cubilete, capitán Amaury, y mañana lanzará los dados. ¿Qué será de mí si no saca más que una ridícula pareja de doses?

Amaury se incorporó y, apoyándose en un codo, contempló su rostro bajo aquella débil luz. No había ni rastro de temor. Le cogió la mano y acarició sus dedos uno a uno con ternura.

—Miss Wrangham, podría alegar que no se puede culpar a nadie más que a usted misma de encontrarse metida en este lío. Sin embargo, ya está hecho y, en parte, también es culpa mía. Podría haberla detenido fácilmente —frunció el ceño y sacudió la cabeza con la actitud de un hombre que busca la clave de un enigma—. Mi complacencia me deja boquiabierto. ¿Es que no hay nadie que se le pueda resistir?

—Usted mismo, señor. Durante dos largos años —la joven observó la expresión de sorpresa en el rostro de Amaury y se apresuró a añadir—: Le ruego que me consiga una pistola. Si las cosas salen mal en su batalla, no deseo encontrarme indefensa.

—¿Para, en caso de estar perdida, reservarse la última bala para usted misma, miss Wrangham? —preguntó en tono sombrío mirándola—. Es demasiado pesimista. Le aseguro que los marathas serán derrotados.

—La guerra es un asunto muy azaroso, señor.

—Veo que no confía en mis aptitudes. Sin embargo, y para tranquilizar su mente… —Amaury se sacó dos pequeñas pistolas del fajín—. Son pistolas de bolsillo. Las mejores de la marca Furber. Guárdelas en los bolsillos de sus solapas. Aquí tiene, con cuatro balas. Richard, acérquese, por favor.

Sentados a la luz de una linterna —la noche había cubierto con su negro manto el fugaz crepúsculo hindú—, Amaury dio instrucciones a la pareja, dando toquecitos en la palma de su mano con el dedo índice para reafirmar cada uno de los puntos que exponía. Debían ensillar los caballos al amanecer y dejarlos junto a la entrada del reducto.

—Estén atentos a mi propio contingente. Nada más. Si ven que lo asaltan, salgan de aquí corriendo. Cabalguen hacia Hyderabad a la velocidad del rayo. Está a tres días de camino en dirección sur. ¿Lo han entendido?

Anstruther se humedeció los labios.

—Como oficial subordinado, señor, debo obedecer sus órdenes, pero se trata de unas instrucciones detestables —dijo—. Me está usted enviando a un indignante…

—No del todo —Amaury bostezó y se estiró—. En realidad, estoy malgastando el tiempo con estas explicaciones. Mañana dormirán ustedes en el pabellón de Vithujee, en sábanas de seda y sobre suaves colchones.

—En efecto, está usted malgastando el tiempo con esas explicaciones —respondió Caroline con frialdad—. ¿De verdad cree que me echaría a correr como una liebre asustada mientras a usted lo matan?

Se puso en pie, se marchó de allí y desapareció en la oscuridad de camino a su tienda. Amaury la siguió con la mirada.

—Vigílela, Richard —dijo después de un rato—. Vigílela como un halcón y, si hiciera falta, sáquela de aquí a la fuerza; incluso a punta de sable.

—¡Haré todo lo que pueda! —respondió un desdichado Anstruther.

En medio de la penumbra que precedía al amanecer, un escudo de hircarrahs atravesó a caballo la cresta del monte y se detuvo al borde de la zona arenosa. Desde allí, otearon la oscura distancia tachonada de luces y minúsculas hogueras. Los seguían los batallones de los jatis, que avanzaban en columnas abiertas de compañías, guiados por Todd y Amaury. Tras ellos iba Welladvice con los cañones tirados por bueyes.

—¡Alto! ¡Ciérrense a una distancia de un cuarto! Que los batallones formen una línea en las divisiones delanteras. ¡Giren… a la izquierda! ¡En marcha!

Las compañías se movieron pesadamente en líneas paralelas hacia la izquierda. Los oficiales, midiendo las distancias, fueron dando el alto, cada uno a su debido turno.

—¡De frente! ¡En marcha! ¡Alto!

Las compañías formaron una línea de trescientos pasos de longitud. Los tiros de bueyes arrastraron cuatro cañones hasta los intersticios que quedaban entre los batallones y depositaron otros dos en cada una de las alas. Los destacamentos separaron los armones, primero arrastraron las cureñas y luego las nivelaron con los espeques hasta que las bocas de los cañones quedaron apuntando al frente. Entonces, soltaron las correas de los cajones de munición.

—¡Batallones… carguen los mosquetes de chispa!

Los subhadares se dieron la media vuelta y quedaron cara a cara frente a sus hombres. Las distintas órdenes comenzaron a retumbar:

—¡Semi-amartillen… los mosquetes de chispa! ¡Abran… las cazoletas! ¡Saquen… los cartuchos!

Amaury observó el lejano campamento. Sus dispersas luces se fueron apagando a medida que el amanecer lo iba invadiendo. Con su catalejo, pudo ver algunos movimientos esporádicos.

—El perezoso ejército del Bhonsla —dijo— ha empezado a formarse en orden de batalla.

—¡Ceben las armas! ¡Cierren… las cazoletas! ¡Carguen… los cartuchos!

Los bueyes de Welladvice y las carretas estaban a cobijo tras la cresta y a salvo de toda descarga, a excepción de un posible fuego oblicuo. Las carretas de municiones se encontraban cincuenta yardas por detrás de los cañones a los que abastecían. Welladvice dirigió la operación para apilar balas, bolaños y cartuchos junto a los cañones y ordenó disponer unas cadenas de munición desde los carros para reponer lo necesario. Después, regresó a la cresta y se cuadró tocándose el sombrero.

—Los cañones están en sus puestos, señor. ¿Da su permiso para cargar los bolaños?

Todd miró a Amaury, que sonrió.

—¿No estás tú al mando aquí, Henry?

—Permiso concedido, señor Welladvice —respondió Todd.

Amaury se paseó a lomos de Hannibal entre aquellas filas de uniformes azul celeste, correas de cuero y abultados turbantes negros. Los subhadares dieron las últimas órdenes del proceso de carga.

—¡Tomen… las baquetas! ¡Compriman… los cartuchos! ¡Extraigan… las baquetas!

Los hombres se alinearon en pie, hombro con hombro, en una formación de tres filas en fondo. Había una cuarta fila situada algo más allá en la retaguardia —compuesta por havildares, naigues y tambores— cuya misión era mantener la alineación de las filas del frente y controlar cualquier posible brecha hacia atrás. Los artilleros terminaron de cargar los cañones y se cuadraron alrededor de las piezas, atentos a las órdenes. Tras cada una de las divisiones de artillería, los hombres a cargo de los fogones colocaron los botafuegos: se trataba de unas alabardas en cuyos travesaños habían dispuesto un par de mechas encendidas.

—¡Preparen… los mosquetes de chispa!

Amaury abrió su catalejo y luego lo cerró de golpe. El avance del enemigo se podía ver claramente a simple vista. Los batallones, apelotonados en el centro, marchaban en columnas con su mezcolanza de uniformes amarillos, rojos y verdes. Entre las columnas, unos tiros de bueyes arrastraban varios cañones. Arremolinada a su derecha, avanzaba desparramada la caballería. A la izquierda iba la infantería irregular, compuesta por numerosos grupos de mewaris, marathas, najibs y pastunes, que recorrían la pradera en un completo desorden. Las alas se adelantaban al centro, de modo que aquel ejército formaba una enorme medialuna cuyos cuernos sobresalían mucho más allá de los flancos de los batallones de los jatis.

Amaury frunció el ceño y observó el avance a paso de tortuga de los batallones regulares.

—La arena les obligará a mover los cañones aún más lentamente. Todavía queda media hora antes de que ataquen. Pero la caballería avanza rápido. Dentro de poco, esos bribones estarán brincando alrededor del reducto. Ha llegado el momento de irme —sujetando las riendas de su caballo, miró al alférez a los ojos—. ¡Resiste con firmeza, Henry! ¡Mi eje central de maniobra no debe fallar!

—¡Lucharemos hasta el final, Hugo! —respondió Todd solemnemente.

Amaury salió disparado hacia la retaguardia, dejando tras de sí todo un abanico de polvo. Todd observó al enemigo que tenía delante. El destello de las bayonetas de sus sólidos bloques de infantería brillaba a una distancia de ochocientas yardas. Los tiros de los cañones avanzaban dando bandazos en los intersticios que quedaban entre las columnas. Los batallones se detuvieron. Los cañones —él había contado treinta— avanzaron hasta quedar a medio camino del alcance de los mosquetes y los artilleros separaron rápidamente los armones. Después, se arremolinaron alrededor de las piezas, levantaron las pesadas cureñas y las frenaron de un tirón. Los palos amarillos de los escobillones brillaron bajo el sol.

—¡Prepárense para entrar en acción, señor Welladvice!

Los artilleros encendieron los fogones con las mechas de los botafuegos. Welladvice corría de ala en ala marcando los objetivos para cada división. Los encargados de los espeques orientaron las cureñas, mientras otros artilleros giraban los tornillos elevadores. Agazapándose sobre las cureñas, Welladvice comprobó que las piezas estaban apuntando correctamente y regresó a la compañía del centro.

—¡Listos para entrar en acción, señor!

Las bocas de los cañones enemigos escupieron multitud de destellos anaranjados envueltos en bocanadas de humo y ceniza. Los bolaños aterrizaron en la arena de la pendiente y formaron unos remolinos que se tornaron en surtidores de polvo. En alguna parte a lo largo de la línea, las filas se hundieron como si cayesen por un acusado acantilado. Un cipayo gritó y siguió gritando. Los havildares saltaron hacia delante, arrastraron los cuerpos hacia la retaguardia y lanzaron un empuje para cubrir los huecos de las filas.

—¡Ataque al enemigo, señor Welladvice!

Los botafuegos besaron los fogones y los cañones vomitaron largas lenguas de fuego. Las salvas de ocho cañones estallaron en una única y tremenda explosión. Una ondeante cortina de humo impregnó el aire. Las cureñas retrocedieron, los tubos de los cañones trazaron largos surcos en el terreno, como si unos titanes invisibles hubieran pateado sus bocas. Los artilleros pasaron los escobillones, volvieron a cargar los cañones, los levantaron, afinaron su puntería y dispararon otra vez. Como los destacamentos dejaron de trabajar al unísono, al principio lanzaron salvas a ritmos irregulares pero, poco a poco, todas ellas confluyeron en lo que acabó siendo una sacudida continua. Una ácida cortina de humo quedó flotando en el aire; no soplaba nada de viento.

La mayor parte de las salvas lanzadas por los marathas se quedaron cortas. Los jatis observaban cómo los bolaños enemigos describían una curva trayectoria hacia el cielo mientras sus cabezas parecían agrandarse a medida que se aproximaban. Pero, entonces, se estrellaban en la arena y acababan por quedarse quietos. Así, aquellos cañonazos perdían la oportunidad de abrir paso al contrario y causar destrozos en las abarrotadas filas de sus adversarios. Cuando se dieron cuenta del error, los artilleros enemigos levantaron más los tubos de sus cañones. La bala de una pieza de nueve libras logró desbaratar a una de las filas, descomponiéndola en una maraña de sangre y sesos.

Todd cambió de posición y trató de ver algo a través de la humareda. Las columnas de infantería de los marathas avanzaban detrás de los cañones. Todavía estaban demasiado lejos, tres veces más allá del alcance de los mosquetes. Recorrió la línea de punta a punta.

—¡Al suelo! —gritó—. ¡Al suelo!

Los cipayos, abrazados a sus mosquetes, se tumbaron boca abajo. Parecía que el viento hubiese soplado hasta formar tres hileras de rígidos cuerpos con ropajes azules. Los artilleros trabajaban laboriosamente mientras los cañones corcoveaban sobre sus cureñas como tímidos caballos. Un bolaño alcanzó a uno de los cañones, inclinó la pieza, hizo astillas el árbol de su eje y trituró a los artilleros a cargo del escobillón y el fogón. Welladvice examinó el estropicio y, apesadumbrado, se mordió el labio.

—No se puede hacer nada, señor —le dijo a Todd y, gritando para hacerse oír en medio de aquel estruendo de fuego, añadió—: ¡Lo han dejado fuera de juego! Pero —dijo gesticulando salvajemente hacia la artillería enemiga, aún envuelta en una nube de humo— por cada andanada suya, nosotros lanzamos tres y estamos haciendo vivir un auténtico infierno a esos canallas. ¡Creo que hemos destrozado siete de sus piezas!

La corriente que una bala generó arrebató el sombrero a Todd y a punto estuvo de tirarlo de la silla de montar.

—¡Los ha bombardeado sin piedad, señor Welladvice! ¡Veamos si es capaz de aumentar aún más esa furia!

Con preocupación, observó las fuerzas que envolvían a sus flancos. A la izquierda, la caballería y a la derecha, los irregulares. Ambos se encontraban a más de media milla de distancia, de modo que quedaban fuera del alcance de los cañones de seis libras. Pero, en lugar de acercarse más a los batallones de Todd, parecía más bien que lo que pretendían era lanzarse en picado hacia el reducto y hacia Kohlabad.

Los cañonazos enemigos destruyeron una segunda pieza. El cañón quedó apuntando hacia el cielo como si de un monumento a los caídos en aquel golpe se tratase. Los artilleros se arremolinaron en torno a los cañones, giraron las cureñas y arrastraron las piezas hacia delante. La infantería seguía avanzando en anchas columnas que marchaban al vibrante son de los tambores. Estaban lo suficientemente cerca —a quinientas yardas— como para que Todd pudiese analizar los detalles: se trataba de ocho batallones que se movían en un frente de dieciséis filas. Se limpió las cenizas que el humo había dejado en su cara.

—¡Se acabó el duelo inicial entre cañones! —levantó más la voz—. ¡Señor Welladvice, ataque a la infantería!

No hubo necesidad de dar órdenes a los capitanes de artillería. Se apresuraron a orientar las cureñas y escupieron terribles salvas.

El general Wrangham iba de acá para allá en el extenso terraplén de la barrera defensiva y miraba alerta al frente. Inmersa en la humareda de la distante cresta del monte, se observaba cómo la delgada línea negra de Todd confluía con las siluetas de los cañones. La pequeña tropa de Amaury permanecía solitaria en la llanura, con las compañías alineadas en columnas de pelotones y la caballería en fila. Los tiros ecuestres esperaban tranquilos con los arneses puestos. La infantería irregular del enemigo se arremolinaba en desorden por la derecha, todavía muy lejana. Por la izquierda, aproximándose cada vez más rápido, una avalancha de jinetes marathas avanzaba implacable hacia el reducto. El espectáculo era aterrador. A Wrangham se le secó la garganta y tragó saliva. Trataba de convencerse a sí mismo de que las fuerzas de caballería tenían prohibido asaltar fuertes y fortalezas; así lo marcaban las normas que dictaban la estrategia militar en tiempos de guerra. Pero aquella panda de rufianes era tan ferozmente numerosa que sería capaz de pasar por encima de los cadáveres de sus compañeros y atravesar los cuatro pies de altura de la barrera defensiva.

El general había luchado valerosamente en Flandes y basaba sus suposiciones en el coraje mostrado por los franceses. No sabía —al contrario que Amaury— que la caballería maratha no valía nada en los combates cerrados y que siempre terminaba por echarse atrás cuando se veía confrontada a un enemigo fuerte y decidido.

Los cañones, cargados con botes de metralla, esperaban en sus puestos de artillería con los botafuegos refulgiendo por encima de los fogones. Los cipayos apoyaron los mosquetes en los troncos, con las culatas descansando sobre sus hombros y los percutores amartillados. El enemigo estaba cada vez más cerca. Galopaba en torrentes largos y desordenados. Los caciques lucían cotas de malla y cascos en punta. Los jinetes de su caballería, holgadas casacas y turbantes. Se cubrían con rodelas tachonadas en hierro, sus pendones ondeaban en las puntas de sus lanzas y esgrimían unas espadas curvas. Tenían los fajines repletos de pistolas e incluso llevaban mosquetes de mecha colgando a la espalda.

Wrangham esperó a que los que iban en cabeza estuvieran a tiro de piedra.

—¡Fuego! —gritó entonces.

A lo largo de todo el perímetro de la barrera defensiva salieron llamas y fuego. Las descargas de metralla y las salvas de los mosquetes hicieron dar volteretas a jinetes y caballos por igual, para clavarlos después en el suelo. Dejándose llevar por sus impulsos al contemplar aquel horror, la siguiente horda se lanzó precipitadamente hacia la cara más externa de la barrera defensiva. La segunda descarga les estalló en los dientes. Tropezando con los frutos de la matanza, los supervivientes se dieron la vuelta y huyeron. Chocaron contra los jinetes que cabalgaban en su retaguardia y se enzarzaron en una terrible confusión.

Retrocedieron hasta quedar fuera del alcance de las salvas de los mosquetes y los botes de metralla. Los artilleros cargaron entonces los bolaños, giraron los tornillos elevadores y los levantaron un grado para disparar a quemarropa. Los bolaños zumbaron y saltaron, partiendo a aquellos hombres y sus animales por la mitad. Otros cien hombres a caballo desesperados irrumpieron en aquella lucha y se lanzaron a la carga.

Los cipayos apoyaron las mejillas sobre las culatas y acariciaron con los dedos los gatillos.

—¡Ha llegado el momento! —dijo Amaury.

Dándose sombra en los ojos con las manos, observó cómo, a novecientas yardas de distancia, los mosquetes de los jatis hicieron trizas a aquellos hombres que se habían lanzado contra ellos a la desesperada. Entonces, se giró sobre la silla de montar.

—¡Que las compañías formen una línea a la izquierda! —gritó—. ¡Pelotones… giro a la izquierda! ¡Alto! ¡Formen filas! ¡En marcha!

La infantería, dispuesta en tres filas cerradas, avanzaba con paso firme hacia la caballería enemiga.

—¡Adelante… los cañones!

Las divisiones dieron un paso adelante entre tintineos y dejaron despejada la línea de cipayos.

—¡Hombres en cabeza… giro a la derecha!

Los tiros de los cañones, en columnas paralelas, se colocaron a la misma altura que la infantería.

—¡Escuadrón… a paso lento! ¡En marcha! ¡Tropas… giro a la izquierda! ¡Alto! ¡Formen filas! ¡En marcha!

Con la infantería en el centro, la artillería pesada a la izquierda y la caballería a la derecha, las fuerzas de Amaury se acercaron lentamente a los marathas. Cuando vio que estos pretendían ir a su encuentro, levantó su sable e hizo una señal con él.

—¡Ataque al frente!

Los tiros invirtieron el sentido de su marcha y giraron de modo que las bocas de los cañones quedaron apuntando al enemigo. Los artilleros bajaron de las sillas de montar de un salto, separaron los armones, cargaron los cañones y los orientaron hacia el blanco.

—¡Cañones preparados, sahib!

—¡Excelente, Da Souza! ¡Cuarenta segundos! —dijo Amaury sonriendo con el reloj en la mano—. Cubrirá mi ataque. Si lo considera oportuno, dispare en batería.

Amaury siguió a la infantería al trote.

—Deténganse tan pronto como el enemigo esté al alcance de sus mosquetes, subhadar sahib, y descarguen sus salvas con rapidez.

La primera descarga de la artillería hizo su estallido. Amaury guio a Hannibal hasta el frente del escuadrón de los rathores.

—¡Ahora, hermanos, demos una paliza a esa chusma! ¡A medio galope! ¡En marcha!

Los marathas se vieron atrapados en medio de un fuego cruzado. Los hombres del reducto bombardeaban su frente y los cañones de tiro ecuestre de Amaury los barrían por uno de los flancos. Así las cosas, empezaron a retroceder. El escuadrón de Amaury se aproximó mostrando una férrea determinación: aquellos noventa jinetes se lanzaron a las fauces del contrario, a un sacrificio voluntario frente a varios miles de espadas. Los jefes gritaron y blandieron sus lanzas para reagrupar a sus estremecidos hombres. Algunas formaciones desordenadas se descolgaron de aquella masa y salieron en estampida hacia los rathores.

La precipitada carga de Amaury cayó con fuerza sobre el enemigo. Los caballos se empinaron y relincharon fuerte, los jinetes asestaron golpes de lanza y repartieron tajos y puñaladas. La línea del escuadrón de dos en fondo se fragmentó. Los marathas la cercaron y descargaron sus lanzas en picado. En cuestión de segundos, quedaron ocultos en el torbellino de la batalla, envueltos en aquella suerte de embravecidas aguas.

El capitán de artillería portugués frunció el ceño con enojo. Aunque las salvas de sus bolaños de largo alcance lograron hacer mella en los bordes externos, apenas habían alcanzado el centro del combate. Da Souza tomó una decisión.

—¡Monten las piezas en los armones! ¡Al galope!

Los artilleros encajaron los cañones sobre los armones, los giraron en una curva muy cerrada y avanzaron dando tumbos. Dejaron atrás a las compañías, que continuaban con su marcha y se encontraban a una distancia que aún no les permitía disparar sus mosquetes. El subhadar, un poco torpe, comprendió de repente lo crítico de la situación.

—¡Aligeren la marcha! ¡Doblen el paso!

Los cipayos echaron a correr.

Por temor a herir a los hombres de Amaury, Wrangham mantenía sus cañones en silencio. Durante varios minutos, ni una sola bala fue lanzada contra los marathas. Mientras tanto, Amaury y sus rathores luchaban por salvar la vida.

Caroline se asomó por encima de la barrera defensiva golpeándose los nudillos hasta casi dejar los huesos al aire. Pequeños como juguetes en la distancia, los cañones de tiro ecuestre se encaminaban hacia la batalla. Las delgadas líneas azules de la infantería avanzaban trabajosamente a su derecha. No vio ni rastro del escuadrón, sumergido en una vorágine de monturas y envolventes nubes de polvo. Se agarró con fuerza al brazo de Anstruther.

—¡Hugo está perdido! —exclamó—. Obedezcamos sus órdenes, Richard. ¡Tenemos que irnos!

—¡Un momento! No sabemos si…

—¡Venga! ¡Vamos!

Corrió hacia la entrada, le arrebató a un mozo de cuadra las riendas de su yegua árabe, la espoleó para que cabalgase y saltó por encima de la barrera. Anstruther la siguió profiriendo juramentos. Apretó las riendas, giró a la izquierda y emprendió veloz como un rayo la marcha hacia el campo de batalla en la llanura.

—¡Caroline! —gritó desesperado Anstruther—. ¿A dónde diablos va? ¡Vuelva aquí! ¡Por el amor de Dios!

El viento y la velocidad hicieron que sus palabras se perdieran en el aire. Blasfemando como un gabarrero, Anstruther echó mano a su espada.

Los tiros de los cañones soltaron las cureñas y los artilleros se apresuraron a rellenar los cubos de los escobillones con los odres de agua que portaban los cofres de los armones y a reavivar las mechas de los botafuegos. Los cipayos, extenuados tras su reciente carrera de un cuarto de milla, se detuvieron a su derecha.

—¡Carguen… los botes de metralla! ¡Preparados! ¡Fuego!

Un huracán de plomo despellejó a la caballería de los marathas, hizo pedazos su defensa y causó estragos en sus filas. A las descargas de metralla les siguieron varias salvas. Derribaron a los enemigos de sus caballos y, a su vez, estos cayeron en una maraña de patas y cascos. Retrocedieron ante aquel terrible granizo y se disolvieron formando pequeños grupos, con algunos jinetes en solitario. Así dispersos, se dieron la vuelta para atravesar la llanura.

—¡Alto el fuego! —dijo el subhadar—. ¡Preparen los mosquetes de chispa! ¡Apóyenlos! ¡Cárguenlos!

Las destrozadas fuerzas marathas contemplaron con horror una hilera de resplandecientes bayonetas y decidieron no esperar ni un solo instante más. La formación al completo se resquebrajó como una lámina de vidrio, se partió en dos y emprendió a toda velocidad el regreso a la seguridad de su campamento. Las compañías les lanzaron una salva de despedida y, después, sus hombres descansaron jadeantes, apoyados sobre los mosquetes.

El campo de batalla quedó sembrado de cadáveres. Algunos estaban aislados y otros, amontonados en filas irregulares allí donde había hecho blanco la metralla o con unos pasillos en medio allí donde se había sentido la fuerza de los bolaños. Los heridos se arrastraban a cuatro patas sobre los viscosos fluidos que manaban de sus heridas y se retorcían gimoteando sobre la hierba. Sus caballos, terriblemente mutilados, se tambaleaban en círculo sin rumbo fijo.

Los exhaustos rathores, con los hombros encorvados a lomos de sus corceles, respiraron hondo, aún temblorosos. De los noventa y tantos que se habían lanzado a la carga, sólo quedaban cuarenta y dos.

Un jinete fue de hombre en hombre y los dispuso en filas. Un sable había atravesado su turbante y le había causado un severo tajo en la cabeza. La sangre le caía por el cabello y la barba. Tenía un profundo corte en el muslo del que manaba un río escarlata. Amaury condujo a sus hombres fuera del campo de batalla.

—¡Por los pelos, Da Souza! ¡Ha llegado usted justo a tiempo! Subhadarjee, recoja a mis heridos y déjelos bajo custodia. Dese prisa, sahib. ¡Su batalla todavía no ha terminado!

La figura de un jinete avanzó sorteando la línea de la artillería pesada, giró bruscamente hacia la infantería y tiró en seco de las riendas para detener a su rucio. Amaury se la quedó mirando estupefacto, como viendo visiones, como si aquella figura que tenía delante correspondiera a un ser procedente de otros mundos. Señaló hacia Kohlabad.

—Vuelva.

—Creí que lo habían matado… No podía… —Caroline vio sus heridas y lanzó un grito ahogado—. ¡Dios mío! ¡Hugo, lo han herido gravemente! Déjeme curarle…

—Vuelva.

Anstruther llegó y detuvo su caballo resoplando y aún profiriendo juramentos.

—Son ya dos las ocasiones en las que ha sido incapaz de cumplir con su deber, Richard —dijo Amaury en un tono férreo—. Recupere su autoridad, asuma su responsabilidad y llévela de vuelta al lugar del que han venido.

—¡No debe culpar a Anstruther bajo ningún concepto! La culpa es sólo mía. Hugo… Capitán Amaury, se lo suplico… ¡Morirá desangrado!

Amaury sacudió molesto la cabeza salpicando de sangre a su alrededor y rozó con las espuelas los costados de Hannibal. Ante sus ojos brillaba una neblina carmesí que tan sólo unos rayos de sol lograban atravesar. Aunque su fortaleza física era resistente como el acero, el dolor de las heridas y la pérdida de sangre inmovilizaron por un momento su cuerpo y nublaron su mente. Aquella había sido la batalla más encarnizada de toda su vida. Anstruther cabalgó hasta él señalando hacia la llanura.

—¿Cómo quiere que volvamos, señor? —preguntó—. ¡El enemigo está asaltando la ciudad y ha prendido fuego al reducto!

La caravana de irregulares de Vithujee había logrado rodear las murallas de Kohlabad. Su cuerpo principal formaba una media luna envuelta en polvo que se curvaba en el horizonte a casi una milla de distancia. Las almenas y los tejados desde los que los najibs repelían a los asaltantes escupían diminutas llamaradas. Wrangham había sacado dos cañones para resistir y enfiló con ellos al enemigo, logrando disuadirlos de su intención de acercarse al reducto. Así las cosas, toda la fuerza del asalto se centraba en la esquina noreste de Kohlabad.

Amaury observó la arenosa cresta del monte, cubierta de polvo y humo, con el rugido de la batalla resonando en la distancia. En medio de aquel remolino de nubes grises y blancas, las líneas de los batallones se mantenían firmes. Echó un vistazo a su reloj. La batalla había comenzado al amanecer y ya eran las diez en punto.

Había destrozado el flanco derecho de los dos con que contaban las fuerzas de Vithujee. Todd seguía bloqueando el eje. Debía terminar cuanto antes con el segundo de los flancos.

¡Subhadar sahib, media vuelta! Forme unas columnas abiertas de compañías y siga a la artillería. ¡A paso rápido! ¡Tan rápido como puedan! Da Souza, ¡monte los cañones en los armones! ¡En orden de batalla, media vuelta y al trote! ¡Escuadrón —contempló apenado las menguadas filas— en línea detrás de los cañones!

Amaury observó a los dos jinetes errantes que, a lomos de sus caballos, contemplaban la escena en silencio.

—¿Qué voy a hacer con ustedes? ¡No puedo creerlo! ¡Una mujer en una batalla! Cabalguen tras los cipayos. ¡Y manténganse fuera del alcance de los mosquetes!

De flanco a flanco había una caminata de una milla. La masa de maniobra se puso en marcha.

Todd vio cómo las columnas se iban acercando, aparentemente sin que las salvas de bolaños las desmoralizasen en absoluto. Su artillería se mantenía silenciosa. Los bueyes y los artilleros arrastraban los cañones por el dificultoso arenal hasta que, poco a poco, fueron quedándose atrás. En silencio, bendijo la acertada previsión de Amaury: aquel arenal era la salvación de los jatis. Justo al alcance de los mosquetes, se detuvieron y se desplegaron torpemente para deshacer las columnas y formar una línea ocultando su propia artillería. Todd se preguntó quién sería el idiota que dirigía a aquellas tropas. Quizá se encontraba en el grupo de la retaguardia, lejos del alcance de los cañones, avanzando sobre uno de aquellos elefantes adornados con esos vistosos arneses. Los cipayos aún seguían tumbados boca abajo. ¿Acaso pensaba Vithujee que lo único a lo que tendría que enfrentarse sería a unos cañones de seis libras?

Había llegado el momento de desilusionarlo.

—¡Batallones… arriba y a las armas!

Los soldados se pusieron en pie, se sacudieron, formaron filas rápidamente y prepararon los mosquetes de chispa.

—¡Señor Welladvice, dé el alto al fuego! Cargue los cañones con botes de metralla y no dispare hasta que los mosquetes abran fuego.

En el campo de batalla se hizo un silencio repentino. Lo rompió el abrupto redoble de los tambores enemigos. Todd tragó saliva nervioso. ¿Quiénes debían disparar? ¿Las filas o los pelotones? A pesar del proceso de recarga que necesitaban, los dos eran capaces de lanzar un fuego continuo con el que hostigar al enemigo. Las filas lanzarían salvas simultáneas a lo largo de todo el frente, disparando sucesivamente unas tras otras. La otra alternativa era que los pelotones al completo abriesen fuego cuando les tocara el turno, lanzando sus salvas desde los flancos. Optó por esta última opción porque, a veces, cuando eran las filas las que descargaban, la del centro dificultaba el tiro de la tercera cuando recargaba sus armas.

—¡Batallones, listos para abrir fuego desde los pelotones! ¡Filas delanteras… de rodillas!

El enemigo cada vez estaba más cerca y se prolongaba a derecha e izquierda más allá de las alas de los batallones. Unos coloridos uniformes encabezaban la línea. Los estandartes ondeaban en lo alto sobre sus bayonetas. Se detuvieron a cien yardas de distancia y levantaron los mosquetes.

Todd apretó los dientes.

—¡Ofrezcamos una dura resistencia, hermanos!

Aquella era una prueba de disciplina, la culminación de tantos meses de ejercicio sin descanso. Los lazos de hierro que unían a aquellos hombres los afianzaron en sus puestos como rocas, con las cabezas al frente y soportando firmemente el zumbido de la muerte en sus oídos. Si mantenían la formación y resistían el ataque, la victoria sería suya. Pero, en el momento en que se abriese la más mínima brecha en sus filas, cundiría el pánico y su derrota estaría asegurada.

Las salvas estallaron lanzando multitud de bolas de fuego. Las balas silbaron por encima de sus cabezas, despidieron unos chorros de arena y asestaron un golpe sordo a varios de los cipayos, que dieron un alarido y cayeron. Recargando las armas tras la cortina de humo, la línea enemiga avanzó hasta una distancia de sesenta yardas y se detuvo. Todd podía contar los botones de sus túnicas, distinguía claramente el blanco de los ojos de aquellos trigueños rostros y podía oír con claridad sus órdenes de ataque.

Esa era la distancia correcta para emprender una matanza. ¡Tenía que adelantarse a ellos!

—¡Presenten armas! —gritó—. ¡Fuego!

Las salvas recorrieron las líneas de arriba abajo. Una humareda cayó sobre ellas, después, se arremolinó y acabó formando unas caprichosas nubes que cegaron al enemigo. Los procesos de cebadura, ataque con las baquetas y disparo se sucedían. El humo de su fuego impedía ver a las filas, cuyo campo de visión quedaba confinado a una superficie de una yarda cuadrada. Lo único que podían distinguir claramente era el fiero destello de sus mosquetes y aquel humo blanquecino que impregnaba sus ropas. Los hombres agitaban las manos para quitárselo de la cara y se esforzaban por conseguir vislumbrar a su objetivo. Los cañones se calentaron demasiado para poder sujetarlos con las manos, de modo que agarraron los mosquetes por las culatas. La violencia de los constantes retrocesos de las armas amorató sus hombros. Los restos de pólvora de los cartuchos que abrían a mordiscos se mezclaban con el sabor dulce de sus ennegrecidas bocas y les caían en un hilillo desde la barbilla hasta las casacas. El aire era sofocante y apestaba a pólvora y el ensordecedor estruendo de los crepitantes silbidos de aquel fuego era incesante.

Unas salvas invisibles barrían a los cipayos, individualmente y en grupos. Todd galopaba tras las filas gritando a sus hombres palabras de aliento y ordenando a los cabos de fila que rellenaran los ensangrentados huecos. Las piezas de seis libras rugieron y, con el retroceso, sus cureñas quedaron enterradas en la arena. Welladvice corría de un cañón a otro ordenando a los números encargados de la munición que retirasen aquella arena que, a fuerza de dificultar los retrocesos, provocó que el tubo de uno de los cañones se desprendiera de los muñones y saltara por los aires. Eso les dejó con sólo cinco piezas en acción y, por desgracia, el número de artilleros también se había reducido.

Aquella prolongada lucha de intercambio de fuego a corto alcance no podía durar eternamente; una de las dos partes tendría que rendirse o ponerle fin. Todd calculaba que cada hombre había hecho unos cien disparos y, como el cansancio empezaba a hacer mella en los cipayos y varios estaban heridos, no lograban recargar las armas a tiempo y las salvas se iban distanciando en intervalos irregulares. Se puso en pie sobre los estribos y trató de ver más allá de la cortina de humo. Vociferó un juramento cuando una bala le arrancó una charretera y le paralizó el hombro. Entonces, el alférez notó que el fuego del enemigo empezaba a apagarse. El zumbido de las balas era cada vez menor y sus hombres ya no caían bajo su azote.

Galopó hasta uno de los flancos.

Los batallones de los marathas estaban retrocediendo. Sus largas líneas destrozadas por el fuego se retiraban de aquellas hileras de cuerpos amontonados, paso a paso y con las fuerzas flaqueando. Aligeraron el paso y, entonces, los soldados se giraron y empezaron a correr abriéndose camino entre las abarrotadas filas de detrás. Sus formaciones comenzaron a disolverse, azotadas por las balas de los mosquetes y los botes de metralla, que aún hicieron una implacable criba en sus tropas. La distancia entre los dos ejércitos fue creciendo hasta que las salvas dejaron de causar daños y, simplemente, se limitaron a aterrizar en la arena. Los marathas desplazaron al frente su artillería ligera y continuaron abriendo fuego esporádicamente.

—¡Batallones, alto el fuego! —ordenó Todd—. Señor Welladvice, lance ahora salvas de bolaños.

Los oficiales realinearon las filas fortaleciéndolas en el centro para taponar los huecos libres. La longitud de su línea había disminuido ochenta yardas. Con restos de pólvora en la garganta y el esófago y extremadamente sedientos, los cipayos imploraban un sorbo de los cubos empleados para humedecer los escobillones o de los odres de agua que había en los cofres de los armones. Pero sus súplicas fueron rechazadas bruscamente ya que, si no se empleaba un escobillón debidamente humedecido para atacar los cañones, era imposible cargar los cartuchos con seguridad.

El enemigo se había replegado. ¿Estaría tan desmoralizado como para que Todd pudiera lanzarse a la carga con las bayonetas? Uno de cada tres de sus hombres estaba herido o muerto. Necesitaba el apoyo de tropas frescas para lanzar ese ataque.

¿Dónde estaba Amaury?

Amaury soltó las cureñas de las piezas de tiro ecuestre a media milla de las tropas que se aproximaban a socorrer a Kohlabad de sus asaltantes y abrió fuego. Cuando los cipayos los adelantaron, los artilleros montaron los cañones sobre los armones, avanzaron un poco más con ellos, los desmontaron de los armones, los dejaron listos para descargar a un tiro de mosquete por delante y esperaron de nuevo a que llegasen las compañías. Así logró en sucesivos saltos llevar a sus fuerzas hasta un lugar desde el que pudieran descargar los mosquetes de chispa.

La reacción de los marathas ante aquellos movimientos fue lenta. Su objetivo era Kohlabad y, allí, los asediadores se apelotonaban en las escaleras que habían apoyado contra sus muros. Los najibs se encargaban de mandarlos de vuelta hacia abajo inmediatamente y disparaban a quemarropa a la muchedumbre que se arremolinaba al pie de las murallas. Curiosamente, la siguiente horda tampoco pareció darse cuenta del desvío que había tomado Amaury y, simplemente, se limitó a describir un arco más ancho en su intento por escapar al alcance de la artillería.

Amaury, enfadado, se acercó a una distancia de cien yardas y lanzó un fuego rápido de balas y botes de metralla.

A su vez, aquello provocó una rápida respuesta. Una cohorte de pastunes saltó al frente y descargó varias salvas dispersas con sus mosquetes de mecha. Después, soltaron aquellas armas de un único disparo, desenvainaron sus espadas y se lanzaron a la carga. Un hombre enloquecido consiguió llegar hasta los cañones, pero un artillero agitó el palo de su escobillón y le rompió la cabeza. Las salvas a quemarropa de los cañones de tiro ecuestre acabaron con sus amigos por puñados.

La ofensiva de Amaury, dirigida contra el centro de la medialuna, abolló uno de sus cuernos con la facilidad con la que un cuchillo atraviesa la goma. Al frente, tan sólo quedaban unos pocos rezagados en su camino hacia la fuga. A la derecha, continuaba la toma de Kohlabad. A la izquierda, la guardia principal de los irregulares rodeaba la ciudad en desordenados grupos. Rápidamente, Amaury montó los cañones sobre los armones —en una situación extremadamente peligrosa, con el enemigo a ambos flancos, los tiros de los cañones y los carros se tenían que situar tras las piezas, prácticamente pegados a ellas— y siguió avanzando hacia la brecha de la línea de defensa. Una columna compacta, de doscientas yardas de longitud y cincuenta de anchura, se clavó como una cuña en el destrozado cuerno de la medialuna. Amaury pretendía girar a la izquierda y acabar con la guardia principal de los irregulares pero, entonces, dio un giro y se abalanzó sobre los asaltantes de la ciudad.

Fue el estallido de la artillería pesada lo que le hizo cambiar de opinión.

El despliegue de los irregulares le había impedido ver los dos cañones de veinticuatro libras tirados por elefantes que entraron en acción para apoyar la escalada de las murallas. Enormes bolas de fuego salían a gran velocidad por sus humeantes bocas. Las pesadas balas de hierro dieron en el blanco. Varios pedazos de yeso se arrancaron de los muros y sus ladrillos se resquebrajaron. Los merlones de las almenas desaparecieron bajo una nube de polvo.

Amaury se rascó una costra que tenía en la mejilla. Aunque los najibs se mantuvieran firmes tras las murallas, no podrían resistir durante mucho tiempo el ataque de aquellos pesados cañones. Kohlabad estaba en peligro. Tenía que destruir los cañones.

El reducto se había mantenido tranquilo desde la lucha contra la caballería de los marathas, a excepción de dos cañones de seis libras que continuaban lanzando cañonazos de largo alcance para hostigar a los flancos de los sitiadores de la ciudad. Amaury garabateó un mensaje, llamó a uno de sus soldados, volvió a echar vistazo al reducto y arrugó por completo el papel. Wrangham había adivinado lo que Hugo se propondría y lo había previsto todo. Varios uniformes de color azul celeste salieron de la barrera defensiva y se formaron en columnas de compañías, seguidos por los tiros de los cañones, que arrastraron fuera de la barrera las piezas de artillería. El general todavía tenía que cubrir una marcha de media milla antes de poder atacar a los asediadores. Entre tanto, Amaury debía silenciar de una vez por todas los cañones de veinticuatro libras y, finalmente, acabar con la guardia principal de aquellas tropas.

Subhadar sahib, que las compañías giren a la izquierda para formar una línea. Da Souza, deje un cañón de seis libras a mi cargo y coloque los demás no muy alejados unos de otros entre las compañías del centro. La mitad de la caballería le seguirá y la otra mitad se quedará conmigo —señaló hacia los irregulares, que avanzaban a medida que sus jefes valientes se lo ordenaban y retrocedían a medida que los cobardes los contenían—. Ahí tiene a su enemigo. Avance lo necesario, dé el alto y abra fuego. Rechace la respuesta de esos bribones y láncese a la carga. ¡No quiero volver a verlos!

Amaury avanzó con sus veinte soldados de caballería, su único cañón y el tiro con la carreta. Se acercó peligrosamente al aluvión que rodeaba las murallas, abriéndose paso en los alrededores en busca de un lugar desde el que poder enfilar los cañones de los asediantes. Divisó un pequeño collado, un sarpullido de aquella llanura, que sólo estaba a cuatrocientas yardas de los cañones de veinticuatro libras. Ese fue el lugar elegido.

—¡Acción al frente!

El destacamento desmontó el cañón de su armón, lo cargó y lo disparó. Los bolaños se desviaron y se quedaron cortos.

—¡Elevad el tubo! ¡Desplazadlo hacia la izquierda! —ordenó urgentemente. Una tropa de mewaris alertados por el estallido a sus espaldas se dio la vuelta y echó a correr hacia el cañón. Este volvió a disparar. Sus bolaños levantaron una polvareda y rebotaron mucho más allá del objetivo. Amaury bajó del caballo, entregó apresuradamente las riendas de Hannibal a un soldado, se arrodilló sobre la cureña y dio un suspiro.

—¡Las ruedas no están niveladas! —gritó—. Las balas salen hacia la izquierda, hacia la rueda que está más baja. ¡Adelantad la cureña! ¡Rápido!

Ayudándose de los radios de las ruedas, los artilleros empujaron el cañón hacia delante. Amaury notó que los gritos de guerra de los mewaris sonaban cada vez más cerca.

—¡Atacad! —ordenó a los rathores—. ¡Detenedlos!

La tropa formó una línea y se lanzó a la carga. Echó una ojeada al cañón y giró el tornillo.

—¡Cureña nivelada…! ¡Lista! ¡Acercad el botafuego!

Siguió la trayectoria del bolaño en el aire y observó cómo hizo añicos la rueda de uno de los cañones de asedio e inclinó su tubo.

—¡Uno menos! —dijo jadeando—. ¡Cargad! ¡Cargad!

Pasaron el escobillón, comprimieron el cartucho con la baqueta, colocaron el bolaño y lo comprimieron también. El destacamento elevó el cañón. En un frenesí, Amaury se concentró en afinar la puntería de la pieza. El botafuego prendió la carga del fogón. Amaury permaneció en pie para observar el resultado de aquel disparo. De repente, una rodela de cuero le golpeó en el hombro y lo hizo caer al suelo. Quedó tumbado boca abajo.

Con la valentía que sólo la desesperación es capaz de despertar, poco más de veinte mewaris habían logrado traspasar la barrera de los rathores. Amaury se arrastró hasta debajo de la cureña y tiró de su sable. El artillero que había encendido el fogón escupía sangre por la boca y se desplomó sobre sus piernas. De repente, la hoja de una espada apareció dando estocadas a ciegas en busca de su garganta. Amaury soltó su sable, a medio desenvainar, y buscó una pistola en su fajín a tientas. La hoja de aquella espada se hundió en su hombro causándole una profunda tajada.

Se oyó el disparo de una pistola. El espadachín abrió la mano con la que sujetaba la empuñadura de su acero, dio un gemido y murió. El polvo que unos cascos levantaron se le metió a Amaury en los ojos. Agarró la espada, tiró de ella, rodó debilitado hacia una de las ruedas. Se oyó un segundo disparo de pistola. El repicar de los cascos sobre el suelo hacía un ruido sordo. Amaury se frotó los ojos para sacarse la molesta gravilla que lo cegaba.

Anstruther dejó caer su pistola vacía y desenvainó el sable. Se inclinó sobre la silla de montar y cortó en el brazo a un hombre a la altura del hombro, giró su caballo y partió el cráneo de otro en dos. Los artilleros salieron corriendo desde la carreta, con dagas en las manos. Los mewaris huyeron hacia la brecha que los rathores habían abierto en su dispersado grupo.

Amaury se arrastró a unos pasos del cañón.

—¡Girad la cureña hacia la izquierda! —gritó—. ¡Lanzad botes de metralla! ¡Que esos rufianes no paren de correr!

Caroline se arrodilló junto a él. Los estallidos de la pólvora habían ensuciado las mejillas de su blanco rostro. Amaury intentó levantarse.

—¡No se mueva!

La joven le desabrochó la casaca, hizo jirones su camisa empapada en sangre y dejó al aire la tajada que había sufrido en el hombro. Se quitó el pañuelo que llevaba al cuello y taponó y vendó la herida, mientras los supervivientes de aquel destacamento continuaban recargando. Las volutas de humo nublaron la vista de Amaury y el semblante de Caroline se le antojó el de un espectro incorpóreo.

—¡Le conseguiré una camilla!

—¡Tonterías! —dijo Amaury sonriendo débilmente—. Desobediencia una vez más… Sin embargo, es obvio que en esta ocasión no puedo reprenderla. Le ruego que me ayude a levantarme.

Caroline le pasó un brazo por la cintura y lo ayudó a ponerse en pie con gran esfuerzo a causa de su vacilante equilibrio. Anstruther tranquilizó a su caballo, que se asustó ante el estallido del cañón.

—¡Es de lo más repugnante! —dijo observando con desagrado el baño de sangre de su sable—. ¡Este derramamiento de sangre hace que se me retuerzan los intestinos! Supongo, señor —añadió con abatimiento—, que esta tercera negligencia me llevará ante un pelotón de ejecución…

—No, Richard. Estoy convencido de que ni el propio san Miguel y todos sus ángeles hubieran logrado contener a miss Wrangham.

Con los ojos cansados, analizó la batalla. Los cañones de veinticuatro libras estaban en silencio, y es que su último cañonazo había logrado dejar fuera de combate al segundo. Las fuerzas de Wrangham luchaban contra los asediadores, descarga tras descarga y salva tras salva. Las tropas enemigas retrocedieron, se apartaron de las murallas y emprendieron la retirada a través de la llanura. La masa de maniobra de Amaury, avanzando en línea con paso firme, empujó a los agitados irregulares al pánico y a la derrota.

—Han logrado romper los cuernos de sus fuerzas y acabar con ellos —Amaury volvió la mirada hacia el arenal en la cresta que coronaba el horizonte—. ¿Continúa resistiendo Henry?

Todd había visto salir en estampida a las vencidas hordas de caballería, que pasaron de largo su propio flanco. Al verse derrotadas, las tropas que se encontraban a su derecha emprendieron la marcha atrás en la distancia. Al frente, los regulares se retiraban en desorden. Entre las desbaratadas filas enemigas, un elefante adornado con lentejuelas se movía pesadamente de aquí para allá. Sobre la silla dorada que llevaba en el lomo, una figura gesticulaba desesperadamente. Las formaciones a las que dirigía aquellos gestos comenzaron por fin a reagruparse. Sus hombres rehicieron las destrozadas líneas y comprobaron la retaguardia. Todd concluyó que se trataba del mismísimo Vithujee, que intentaba reunir a sus batallones.

—Señor Welladvice —dijo—, deme el gusto de derribar a ese hombre.

Welladvice, manchado de negro de la cabeza a los pies a causa del humo y con el cuello sangrando por donde la bala de un mosquete le había rozado, se deslizó entre sus cañones como si fuera un demonio fugado del infierno. Uno de los tiros de la segunda salva logró hacer blanco en el desdichado elefante. Aquella mole gris se hundió como una embarcación encallada y todo su peso cayó sobre su lomo, aplastando la silla de montar.

Los soldados de infantería que se encontraban junto a él retrocedieron al ver que aquella bestia se les venía encima.

—¡El príncipe Vithujee ha muerto! —se oyó.

Antes de que Welladvice tuviera tiempo de recargar los cañones y apuntar hacia ellos, los batallones de los que el Bhonsla estaba tan orgulloso se dispersaron en un estallido de despavoridas carreras. Aquellos hombres chocaban entre sí y caían al suelo al intentar abrirse camino a empujones hacia la retaguardia. Parecían una manada de cabezas de ganado en estampida.

Todd se encontró así ante la notable fragilidad habitual en los ejércitos indígenas, que llevaba siglos dependiendo de que su líder se encontrase presente. Cuando su general cayó —o, simplemente, desapareció de la vista—, sus tropas se desintegraron de manera incontrolada y presas del pánico. Todd apenas podía creer lo que estaba viendo. Una sensación de alivio relajó los cansados músculos de sus brazos y sus piernas como si de un bálsamo curativo se tratase. Con la espada en alto, recorrió su línea a medio galope.

—¡Descansen sus mosquetes de chispa! ¡Hacia delante! Señor Welladvice, monte los cañones sobre los armones y síganos.

Los hombres que aún quedaban en el batallón de los jatis bajaron lentamente por la pendiente.

Tras media hora de marcha, Todd llegó al campamento de los marathas. En su avance, no encontraron impedimento alguno. No había ni rastro de las fuerzas enemigas. Habían abandonado a los heridos, que gemían en una sinfonía de dolor y se encogían desvalidos ante las bayonetas suplicando agua. Los cañones habían sido abandonados a toda prisa sin enclavar, los bueyes de los tiros esperaban pacientemente con los arneses colocados y había mosquetes desparramados por todo el suelo.

Aparte de los heridos, el campamento estaba vacío. Todd detuvo a sus hombres a un lado, descubrió un pozo y los cipayos pudieron por fin aplacar la acuciante sed que los invadía. Después, envió unas patrullas a examinar aquella ciudad de lona. Refugiados en las tiendas, encontraron a varios hombres que habían sido alcanzados por las balas y sufrían unas heridas tan terribles que apenas podían moverse, unas pocas mujeres y algunos niños pequeños. Las bestias de carga vagaban descontroladas por el lugar, los carros y las carretas descansaban sobre sus ejes, las tiendas aún se encontraban dispuestas en hileras. Había varias hogueras encendidas sobre las que se estaba cociendo algo en unos cazos y las moscas se arremolinaban zumbando alrededor de los dulces, la fruta y las especias de los puestos del bazar de campaña. Los soldados, los mozos de cuadra, los cocineros, los barberos, los sirvientes, los ayudantes y los culis habían huido despavoridos campo a través en busca de refugio en la lejana Nagpur.

Todd designó unos guardias y se encaminó hacia el enorme pabellón, que sobresalía como una catedral en el centro del campamento. Contempló los esplendorosos recovecos que albergaba aquel palacio móvil de Vithujee. Las paredes de lona estaban repletas de tapices bordados en oro y unas majestuosas alfombras persas cubrían la hierba del suelo. Unas efigies de oro y plata con incrustaciones de diamantes, perlas y rubíes flanqueaban las puertas. Bajo un dosel de terciopelo con borlas doradas de las que colgaban unas campanillas, descansaba resplandeciente un trono bañado en oro con gemas engastadas. Multitud de bandejas, cuencos y aguamaniles de plata, además de algunos collares y ropas inundaban el suelo en lo que parecía ser los resplandecientes remanentes de una huida en desbandada. Todd abrió de una patada las correas de un cofre de hierro y contempló admirado el torrente de joyas, pagodas y mohures que se desparramaron sobre la alfombra.

El alférez oyó un alboroto fuera, el tintinear de unos pertrechos y el ruido sordo de unos cascos. A pesar del remordimiento en su conciencia, se guardó un brazalete de esmeraldas en el bolsillo, salió y saludó a Amaury. Su ensangrentado aspecto lo hizo palidecer.

—Hugo, el enemigo se ha marchado. Su campamento es nuestro y podemos saquearlo a nuestras anchas.

Amaury bajó del caballo y se agarró al borde de su silla de montar. Bajo sus pies, el suelo parecía ondularse como las aguas de un mar turbulento.

—¡Démosle caza! —dijo febrilmente—. ¡Persigámosle hasta que no podamos más!

Todd echó un vistazo a los rathores que se encontraban tras él, encorvados a lomos de unos caballos desfallecidos, contempló a los cipayos teñidos de negro a causa del humo y cubiertos de polvo y, por último, lanzó una mirada a los tiros de los cañones, exhaustos tras la batalla librada.

—Hemos combatido durante siete horas, Hugo —dijo con aire sosegado—. Nuestros hombres no pueden más. ¡Dudo que fueran capaces siquiera de atrapar a un cojo aunque se moviese dando estúpidos brincos!

Amaury se tambaleó. Todd corrió hacia él. Caroline se bajó del caballo de un salto. Entre los dos, lo sujetaron y guiaron sus vacilantes pasos hasta un diván que había en el interior del pabellón. Lo recostaron con cuidado sobre sus cojines de seda bordada.

—Henry, tráigame agua, vendas y unas palanganas. ¡Rápido!

Amaury trató de incorporarse.

Tenemos que ir tras ellos. Si no, nuestra victoria habrá sido en vano. Necesitamos tropas frescas… Los hombres de Wrangham, los najibs… Envíen un mensajero a caballo…

Caroline lo volvió a tumbar.

—Tranquilo, Hugo.

Todd volvió con una palangana rebosante de agua. Caroline humedeció un trapo y le lavó la cabeza con sumo cuidado, limpiando el coágulo de sangre que se había formado sobre el trozo de carne que colgaba en la herida.

—Córtele los pantalones, Henry. Deje al descubierto la herida que tiene en el muslo.

Welladvice llegó corriendo con una petaca en cada mano.

—Aquí tiene, señor. He conseguido encontrar un puesto de licores. Arrak o brandy: ¡elija!

Todd llenó una copa hasta la mitad y la acercó a los labios de Amaury.

—No le dé demasiado, Henry —dijo Caroline seriamente—. Creo que tiene fiebre.

Welladvice dio un chasquido con la lengua.

—Un chupito como los que toman los marineros, señora —dijo—. ¡No hay nada mejor que el alcohol para acabar con la fiebre! ¡Es una pena que no haya podido conseguir ron! ¡El ron conduciría al capitán viento en popa a toda vela y lo reanimaría más rápido de lo que se tarda en virar a babor con la caña de un timón! —inclinó una petaca y un borbotón de arrak fluyó por su garganta con la misma fuerza con que la lluvia de las tormentas cae por los desagües.

Los oficiales de los rathores y de los jatis abarrotaron el pabellón. Sus rostros reflejaban una inmensa preocupación. Se habían congregado allí alertados por los rumores acerca de la herida mortal de Amaury. Vedvyas se abrió paso a empujones y se arrodilló junto al diván. Se esforzaba por contener la expresión de su arrugado rostro, con las lágrimas a punto de caer de sus fieros ojos negros.

Umree Sahib… —hizo una reverencia con la cabeza, cogió una mano a Amaury y se la llevó a la mejilla.

—¡Envíe a estos hombres fuera, Henry! —dijo Caroline, cuyos dedos se movían incesantes limpiando y vendando las heridas—. Dígales que se recuperará. Hugo ha perdido mucha sangre, pero no está en modo alguno —añadió con decisión— al borde de la muerte.

Todd ordenó a los oficiales que esperasen fuera. Amaury abrió los ojos.

—En ese caso… le ruego que me permita… escribir un mensaje… preparar una persecución… —Entonces, se vio las piernas—. ¡Santo dios! ¡Endiablada mujer! —murmuró—. ¡Me ha dejado desnudo!

—En efecto, es de lo más escandaloso —asintió Caroline serenamente—. Le ruego que suba la pierna. Así. Prepárese. Puede que esto le duela —derramó agua en el profundo corte y limpió la sangre—. Convénzase. Su guerra ha terminado, señor. Sin duda alguna, Henry puede tomar el mando y encargarse de todo lo que haya que hacer.

El general Wrangham entró en el pabellón como una exhalación, parpadeando ante la espléndida parafernalia del lugar y el lamentable estado de Amaury tendido en el diván.

—¡Ajá, Amaury! ¡Siento encontrarlo herido! ¡Dios sabe que ha librado usted una magnífica batalla! ¡Y ha obtenido una victoria gloriosa!

—Está sin completar, señor —se quejó Amaury—. Tenemos que ir tras el enemigo, darle caza y destruirlo. De lo contrario, el Bhonsla recobrará la fuerza y se volverá a lanzar a la carga… Sus hombres están frescos… Le ruego que salgan inmediatamente en busca del enemigo.

—¡Imposible! Nuestros caballos están agotados, son incapaces de echarse a trotar. Los marathas han huido a la velocidad del rayo. Con la infantería y los tiros de bueyes, nunca conseguiríamos alcanzarlos.

—Entonces, todo ha sido en vano —se lamentó Amaury.

—¡Tonterías, señor! —respondió el general con contundencia. Se sentó al borde del diván y agarró la mano sin fuerza de Amaury—. Ha conseguido los cuarenta cañones del enemigo, todos sus carros, carretas y animales, además de todo, absolutamente todo, el bagaje que lo acompañaba. Incluido esto —dijo abarcando con un gesto la inmensidad del pabellón—. Aquí tiene riquezas suficientes para vivir lujosamente toda la vida. ¿Qué más puede pedir?

—Berar volverá a la carga… Con fuerzas aún mayores…

—Permítame que lo dude. Mornington ha declarado la guerra a todos los estados marathas y Wellesley avanza con sus tropas. Me atrevo a asegurar que en unos meses no quedará ni rastro de Berar.

—¡Y las ansias de la Compañía también engullirán a Dharia y acabarán con ella!

—Lo admito; es muy probable. Ni haciendo uso de todas sus habilidades podría frenar a los ejércitos de Wellesley. Y la Compañía no tolerará la existencia de un estado independiente dentro de Berar. Seguramente —dijo Wrangham en tono amigable—, los pedantes funcionarios de la secretaría de Mornington convertirán a Dharia a golpe de pluma en un distrito y designarán a su rajá como recaudador. ¡Que me quede ciego si no lo convierten en un funcionario civil, Amaury!

—Papá, tus comentarios son demasiado perturbadores —observó Caroline con firmeza—. El capitán Amaury no está bien. Te ruego que te marches y lo dejes tranquilo.

—¿Cómo? ¡Oh! ¡Tienes razón! ¡Tienes razón! De acuerdo, querida. Señor Todd, ¿cómo ha dispuesto a sus guardias? Tenemos que asegurarnos de que esos malditos najibs no saqueen el campamento a sus anchas. Para empezar, hay que colocar un piquete en el bazar.

Sumidos en aquella conversación, ambos hombres salieron del pabellón. Caroline colocó un cojín bajo la cabeza de Amaury y lo tapó hasta la barbilla con una colcha. Él se movió inquieto.

—Queda mucho por hacer —murmuró—. No puedo quedarme aquí tumbado, impotente y desvalido como un bebé.

Caroline alcanzó un escabel y se sentó junto al diván.

—Descanse tranquilo, señor. No se moverá durante al menos dos días. Y, después, sólo lo hará en palanquín.

—¡Ah! ¿Sí? —Amaury sonrió dejando ver sus dientes—. ¿Por orden de qué autoridad?

—De la mía.

—¡Maldita peleona! —se le cerraban los ojos—. No le he dado las gracias… por sus cuidados… Seguramente, me han salvado la vida.

—Todo lo que le pido es que no dé al traste con ellos pretendiendo emprender alocadas aventuras o cumplir deberes que sobrepasan sobremanera sus fuerzas.

—De acuerdo. Me rindo.

Amaury empezó a dormitar, su respiración era rápida y honda. Caroline lo vigilaba mientras su rostro la delataba. Todos los sentimientos de su corazón estaban concentrados en su mirada.

El cuerpo de Amaury dio una sacudida que lo despertó.

—¡Maldito sueño!… Se iba usted… para siempre —cogió con su mano la de Caroline y la apretó fuerte—. Como, de hecho, sucederá… A Madrás…

—No.

—¿Por qué no? ¡Ah, claro! ¡Casi se me había olvidado! Henry quiere… renunciar a su comisión… Quedarse en Dharia… Hacerse con mi ejército. ¡Estúpido!… No permitiré que…

—Lo que Henry tenga pensado hacer me da exactamente igual… Y está usted hablando demasiado.

Un hilo de sangre procedente del interior del vendaje que cubría su cabeza se diluyó en el sudor de su rostro y cayó por las mejillas de Amaury. Caroline humedeció un trapo y lo limpió.

—¡Vaya, por Dios! Ha conseguido que se abra la herida. Ahora tendré que volver a curársela y vendársela. ¡Estese callado! —desenrolló la sábana, colocó un nuevo apósito, volvió a apretarle el vendaje y posó su cabeza sobre el cojín con cuidado—. Y, ahora, intente dormir. ¡Se lo ruego!

—Enseguida. Caroline… ¿Usted no… ama a Henry Todd?

—Nunca lo he amado.

—Pero insistió en quedarse… ¿Por qué? En una situación tan difícil… No consigo entender…

Caroline acercó sus labios al oído de Amaury.

—Duérmase, querido. Conoce muy bien mis razones —susurró.

Amaury permaneció en silencio unos instantes, con la mirada clavada en las pinturas del techo del pabellón. Un amago de sonrisa afloró a sus labios, partidos y secos.

—¿Caroline Amaury?… ¿Raní[44] de Dharia?

—Mejor así —respondió Caroline lacónicamente—: Señora del recaudador Amaury, bibee suprema de Dharia.