Mientras Marriott se encontraba explorando los distritos meridionales de Bahrampal, un mensajero le llevó noticias sobre la incursión de los pindaris en el norte. Regresó rápidamente a Hurrondah. La casa del recaudador aún no estaba terminada. Era una residencia de una única planta, llena de recovecos y con una galería de profundas verandas que bordeaban sus enormes salas de techos altos. Los albañiles estaban colocando las últimas hiladas, los carpinteros estaban poniendo los marcos de las ventanas y los culis estaban echando cal en las paredes interiores y exteriores. Marriott decidió que el edificio era habitable, dejó su bagaje en el suelo y mandó ir a buscar a Todd. Tomaron asiento en unas sillas de mimbre que había en una de las verandas y holgazanearon cómodamente, con sendas copas de burdeos en la mano y los narguiles borboteando suavemente mientras el alférez trataba de responder a las inquietas preguntas de Marriott.
—Se muy poco. Un campesino herido de gravedad nos contó dónde habían atacado los maleantes. Hugo cogió a su caballería, tomó un cañón y partió de inmediato hacia lo desconocido. —Todd inhaló del narguile, puso mala cara y sacó un puro de un estuche de cuero—. El cañón ya está de vuelta. Pero no tenemos noticias de Hugo, lo que resulta de lo más extraño. La aldea se encuentra a sólo treinta millas.
—¡Maldito incordio! ¿Por qué no nos mantiene informados? Puede que esté en apuros. Sus hombres no son muchos más de ochenta y, según tengo entendido, el número de jinetes pindaris era considerable. Quizá lo mejor sea enviar a tus cipayos allí de una vez por todas.
—Me cuesta imaginar a Hugo metiéndose en líos a ciegas —dijo Todd tras encenderse un puro—. Si se hubiera visto envuelto en un desastre, los supervivientes ya habrían regresado. Puede que esté restableciendo la paz y el orden en esa zona. Haciendo el tipo de trabajo al que tú mismo te has dedicado últimamente. Por cierto, ¿cómo ha ido tu viaje?
Marriott se hundió aún más en la silla, levantó su copa y dejó que pasaran a través de ella los rayos de luz del atardecer, admirando su brillo rojizo.
—Ha sido de lo más fatigoso. He cabalgado diez millas al día, yendo de aldea en aldea con mi tienda de campaña. En una ocasión, hubo una tormenta de arena y la lona se separó de las estacas que la sujetaban. Y todo por cobrar las rentas de los campesinos; un proceso largo y tedioso que no deja tiempo para mucho más. Desde el amanecer hasta el mediodía, me he pasado las horas rodeado por una veintena de personas yendo y viniendo en grupos a mi alrededor aireando sus quejas. Uno de ellos me contó que su tío le había robado sus tierras aprovechando que él había caído enfermo con unas graves fiebres, por lo que no le era posible pagar sus deudas a la Compañía. Ahondé en la verdad y descubrí que su tío había muerto hacía años. Otro declaró que no podía pagar la renta habitual porque su mujer, que trabajaba más que el más fuerte de sus bueyes, había fallecido. Por las tardes, y hasta el anochecer, mi labor consistía en recorrer los campos con mi caballo, tratando de calcular el rendimiento de las cosechas, actuando como juez para dirimir las disputas surgidas en torno a las lindes e inspeccionando los sistemas de riego. Así es como me ha ido, haciendo esas y otras muchas cosas por el estilo.
—Ha debido de serte endemoniadamente difícil desenvolverte en hindi para tales asuntos, con o sin intérprete.
Marriott se rio.
—No me ha quedado más remedio que aprender, de modo que mi nivel de comprensión es suficiente y sé chapurrear esa lengua como un musulmán. ¡Hasta soy capaz de balbucear en urdu! Raramente necesito de la ayuda del banian.
—Supongo que no habrás cobrado ni la mitad de las rentas.
—¡Ni tan siquiera la décima parte! Tengo intención de acelerar el sistema. Los cálculos individualizados llevan demasiado tiempo de modo que, en lo sucesivo, clasificaré cada una de las aldeas como un todo y les concederé a sus caciques poder para determinar cuánto ha de pagar cada hombre. —Marriott contempló su copa con el ceño fruncido—. El porcentaje fijado para la Compañía es demasiado alto. Tomamos como punto de partida el antiguo sistema de contribuciones tributarias del nizam como prueba de ingresos tangibles. Eso es un error. Durante siglos, no se ha analizado realmente lo que esta tierra puede pagar en justicia. Es un asunto que tengo pensado mencionar la próxima vez que escriba al Consejo.
—Lo que me recuerda —Todd rebuscó en uno de sus bolsillos—, que ayer llegó una carta de Moolvaunee para ti. Supongo que será de Beddoes.
—¿Moolvaunee? ¿Por qué no habrá llegado Fane todavía con las cosas que dejamos allí? ¿Lo habrán sumido en la pereza sus promiscuas amantes de piel morena?
Marriott abrió el sello que cerraba la carta. Se oyó el ruido de unos carros tirados por bueyes fuera de la casa; los campesinos volvían de su trabajo en los campos y charlaban en voz alta. Las sombras se fueron apoderando de la veranda y los mosquitos zumbaban en la penumbra. Marriott ordenó traer unas lámparas, ajustó una mecha y desplegó la carta bajo su luz. La leyó en silencio.
—¡Maldita sea! ¡Henry, escucha esto! —exclamó en alto.
Mi querido señor Marriott:
No sin tener que insistir bastante, he logrado convencer al señor Fane de que deje de prestar atención a las distracciones existentes en Moolvaunee, lugar que yo mismo consideraba hasta la fecha como terriblemente monótono. Su amigo es de lo más singular, pero sus méritos superan con creces sus peculiaridades —si me permite no emplear un término más fuerte.
Confío en que, antes de que reciba esta carta, ya esté camino de Hurrondah para llevarle las cosas que dejó usted bajo mi protección. Me atrevo a decir que las encontrará todas en perfecto estado, hasta la última de las cabras lecheras y el último saco de arroz
Seguramente le sorprenda oír que yo mismo acompañaré a Fane o, de no ser así, partiré tras él pocos días después para escoltar a la señora Bradly. Usted conoce a la perfección lo que pienso sobre la dama, le aseguro que mi comportamiento hacia ella ha sido totalmente decoroso. Por su parte, la actitud de ella en Moolvaunee ha sido prudente, sus modales exquisitos, su conversación educada. Pero su porte me ha convencido de que no es del todo insensible a mi petición de mano. Teniendo en cuenta las esperanzas que ella misma ha alimentado, por inocentes que hayan sido, de que algún día aceptará tomar mi mano, he ido a Madrás hace poco para solicitar al juzgado de Registros una licencia de matrimonio. También aproveché para convencer a un capellán indigente, al que tenté con una considerable cantidad de pagodas, para que se aventurase a emprender el peligroso viaje a Moolvaunee, donde reside actualmente y donde la Biblia y el brandy refuerzan su ansiedad.
Por la felicidad de una dama tan meritoria, señor, me permito pedirle en su nombre que sea benevolente. Le ruego que la despoje de los lazos que la unen a usted y la libere de esa desdichada existencia que rebasa claramente los límites de la buena soledad. Me doy por contento si su humanidad consiente en dejarla a mi cuidado, y siento una satisfacción personal especial ante la posibilidad de que tome mi apellido y, de ese modo, pueda llevar una vida decorosa y respetable en adelante. Pero soy plenamente consciente de que estaría usted en su derecho de exigir un duelo para solucionar este asunto y, por ello, he limpiado mis pistolas y he decidido viajar a Hurrondah en lugar de celebrar mis nupcias de manera subrepticia, mortificándome a mí mismo, a usted y, sobre todo, a mi amadísima amiga, la señora Bradly.
Durante mi corta estancia en Madrás, pasé una agradable velada en compañía del señor Harley. Ha recibido recientemente las noticias que usted ha enviado sobre los asuntos de Bahrampal y se encuentra bastante alarmado ante la hostilidad con la que lo han recibido y las batallas que han tenido que librar sus escasas fuerzas. Habló de enviarle refuerzos. He intentado tranquilizarlo por todos los medios, aunque me temo que sin éxito alguno. Creo que siente por su persona un afecto paternal y, desde luego, se muestra excesivamente preocupado por usted.
Por lo demás, ¡pocas cosas he oído contar en Madrás excepto acerca de la moda del momento! Se considera una falta suma de delicadeza empolvarse el pelo o llevar medias caladas. Por lo que a mí respecta, estoy totalmente satisfecho con las antiguas maneras y soy demasiado tranquilo como para adoptar todas las absurdas y ridículas novedades que aparezcan.
Siempre suyo, señor, se despide su solícito servidor,
Gregory Beddoes
Moolvaunee, 10 de septiembre de 1801
P. D.: un asunto de urgencia me obliga a abrir de nuevo esta carta. Nos han llegado noticias de que el propio general Wrangham ha solicitado un permiso y se dispone a conducir una tropa de dragones a Bahrampal. En estos momentos, se encuentra a un día de camino de Moolvaunee. Supongo que querrá unirse a mi comitiva, de modo que dentro de poco nos verá a ambos en Hurrondah. Como puede ver, pronto contará con compañía.
Marriott vació su copa de burdeos de un trago y la dejó sobre la mesa dando tal golpe que resquebrajó el pie de la misma.
—¡Al infierno! ¡Le he dicho al Consejo que todo estaba en orden en Bahrampal! ¿Para qué demonios tiene Harley que mandarme soldados?
—Se trata de soldados de caballería —dijo Todd—. Seguro que Beddoes le ha dicho que no podremos apañárnoslas sin ellos. ¿No te acuerdas de que, cuando paramos en Moolvaunee, no hacía más que repetir que necesitaríamos jinetes para interceptar a las partidas de saqueadores montados?
Marriott se volvió a llenar el vaso.
—¡Pues es de lo más inconveniente! Todavía no he hecho ni la mitad de mi trabajo en el jagir; los pindaris están atacando al norte, Hugo anda cabalgando por sabe Dios dónde y ahora resulta que un general viene a visitar Bahrampal con una pandilla de soldados que no necesitamos ni queremos.
—Sí, no podía ser peor momento —asintió Todd—. ¿Qué le responderás —preguntó con cierta cautela— a Beddoes en lo relativo a la señora Bradly?
—¡Sabe Dios! Supongo que Hurrondah es un lugar extremadamente inadecuado para alojar a una dama pero ¿cómo voy a dejar que caiga en las garras de ese viejo libertino?
Marriott envió a varios hircarrahs a la aldea que había sido asaltada. Con perplejidad, escuchó a su vuelta cómo Amaury había desaparecido sin dejar indicación alguna acerca de su destino. Aquellos exploradores lo buscaron aún más lejos, pero regresaron anunciando que no estaba en ninguna parte de Bahrampal ni en ningún otro rincón de los Circares. El recaudador llegó a la conclusión de que, seguramente, se habría adentrado en territorios a los que un edicto de la Compañía prohibía entrar, lejos del alcance de cualquier maniobra de rescate por parte de los lentos cipayos de Todd. Marriott estuvo pensando qué hacer y concluyó que no tenía sentido ir tras un fantasma. Quienes infringían las normas debían asumir las consecuencias. Amaury un oficial de permiso que pronto sería apartado del servicio, no tenía estatus oficial en aquella expedición de la Compañía. Además, la situación de aquel grupo de tunantes a quienes había alistado como caballería resultaba muy conveniente para apoyar la decisión de Marriott. Decidió abandonar a ambos a su destino, fuera la que fuese la suerte que hubieran corrido, y acalló implacable los amagos de remordimiento que trataron de invadir su conciencia.
Sin saberlo ni ser consciente de ello, Marriott había entrado en los despiadados reinos de los enjuiciamientos políticos, en los que nada debía interponerse frente al bienestar mayor. Y mucho menos la amistad. Así pues, Marriott cruzó la frontera de esos reinos y dejó atrás la lealtad.
Se metió de lleno en los preparativos para recibir a las visitas que estaba esperando. Amuebló los dormitorios de su casa e hizo levantar cabañas para los dragones y establos para sus caballos. Una abrasadora mañana de octubre, oteó el horizonte con el catalejo desde las murallas de Hurrondah. Eran las doce del mediodía.
—Tomarán el camino que une directamente Moolvaunee y Hurrondah sin pasar por Gopalpore. Es la ruta más fácil y resulta mucho más accesible para las ruedas.
Todd echó un vistazo a la llanura situada a las faldas de la colina. Las filas de sus cipayos asemejaban unos cordones escarlata dispuestos alrededor de la casa del recaudador.
—La guardia de honor está lista —miró con reservas al cañón de seis libras que acompañaba a la guardia y a la variopinta pandilla uniformada que custodiaba la cureña y las ruedas—. ¡Espero que los canallas de Hugo no estropeen el saludo!
—¡Maldito protocolo! ¿Acaso es esto la Parada del fuerte Saint George? —Marriott enfocó el catalejo y alcanzó a ver a lo lejos un destello y una polvareda—. Ahí vienen. Será mejor que bajemos a recibirlos. ¡Como Wrangham no esté en esa columna, me temo que tu ordenada formación se echará a perder!
Pero el general Wrangham sí que estaba. Tenía el uniforme cubierto de polvo y montaba un brioso purasangre. Iba al frente de toda una procesión de bueyes, caballos, camellos, palanquines, carros tirados por bueyes, elefantes, numerosos perros vagabundos y cientos de indígenas. Una tropa de dragones ligeros tintineaba a la cabeza con sus casacas azules de cuello alto adornadas por galones dorados, sus relucientes cascos crestados y sus rosados rostros ingleses. Los cipayos presentaron las armas, Todd blandió su espada y el cañón estalló y escupió una humareda. Los pájaros que había en los árboles salieron en desbandada dando graznidos, uno de los elefantes se asustó y se tambaleó, el corcel del general dio un respingo. El general tranquilizó al caballo y levantó su morrión de seda.
—Buenos días, señor Marriott. Lo felicito por su excelente guardia, señor Todd. Deduzco que estaban al tanto de nuestra llegada, ¿no?
Marriott lo condujo hasta la casa, donde los camareros les sirvieron vino blanco alemán y pastas. Entonces, se disculpó rápidamente, volvió a salir fuera y vislumbró entre la multitud el rojizo rostro de Beddoes. Llevaba una peluca empolvada que sobresalía por debajo de su sombrero de tres picos de fieltro. Sus robustas piernas estaban embutidas en las pesadas botas de caña alta del uniforme de los dragones, que él llevaba sumamente apretadas. Montaba una rolliza jaca zaina y charlaba con alguien que ocupaba un palanquín que avanzaba a su lado. Marriott abrió las cortinas. Amelia se levantó de los cojines bastante ruborizada. Sus ojos brillaban y sus tirabuzones dorados asomaban juguetones por debajo del ala de su sombrero de paja. Marriott le tomó las manos y las besó.
—¡Cuánto tiempo ha pasado, Amelia! ¡Te juro que nunca he sido más feliz en toda mi vida! ¡Estás deslumbrante! ¿Espero que los rigores del viaje no te hayan fatigado en exceso?
—Me encuentro muy bien, Charles —dijo bajando los ojos con sus enormes pestañas—. El señor Beddoes se ha desvivido para garantizar mi bienestar.
Beddoes los observaba con aire taciturno y un gesto de desagrado en su arrugado rostro.
—Permíteme acompañarte a tus aposentos, querida —dijo Marriott—. Allí podrás refrescarte sin más dilación. —La ayudó a bajar del palanquín y, dirigiéndose a Beddoes, continuó—: Señor, usted también se alojará en mi casa. Más adelante, cuando lo considere oportuno, podremos discutir cierto asunto que tenemos pendiente.
—En efecto, tenemos algo pendiente —Beddoes se aclaró la garganta—, pero se lo advierto, señor Marriott, no soy hombre dado a chácharas remilgadas. Parece claro que no aprueba mi propuesta, así que ¿para qué malgastar palabras? De un modo u otro, este asunto se puede zanjar de inmediato. Así que le ruego que designe a su padrino.
—¡Señores, se lo ruego! —dijo Amelia agitando las manos—. ¡Este no es el sitio adecuado! ¿Piensan discutir en público y dejarme en vergüenza? Esto se puede solucionar de manera amistosa si ustedes…
—Charles, ¡viejo pícaro! ¿Cómo le van las cosas? —Un dragón tiró de las riendas de su inquieto corcel y rozó su casco con los dedos. La visera daba sombra a un rostro cetrino de nariz larga—. ¿Hay algo de vino con el que refrescar un gaznate sediento en este sitio dejado de la mano de Dios?
—¡Dios mío, Anstruther! ¿Qué está haciendo usted aquí?
—Corneta del 19.o Regimiento de Dragones Ligeros, para servirle, señor. He venido a combatir a las hordas de musulmanes a las que usted ha hecho salir de su avispero —sonrió pícaramente—. Además, tengo otra sorpresa para usted, Charles. Permítame que le presente…
Hizo señas a una esbelta figura que montaba un caballo, ataviada con una chaqueta verde de terciopelo que le llegaba por las rodillas y unos ajustados pantalones de gamuza. Un tricornio con una cinta plateada cubría su hermoso cabello de color caoba, elegantemente recogido con una cinta de seda. Marriott reconoció al instante aquella yegua árabe de color gris. Dirigió una mirada incrédula a aquellos ojos esmeralda, las marcadas mejillas y los rojos labios que se curvaron en una sonrisa.
—¿Cómo está, señor Marriott? —dijo Caroline Wrangham.
—¡No me lo puedo creer! —murmuró Marriott.
—¿Le apetece tomar una copa de vino conmigo, sir John?
—¡Con sumo gusto, señor Beddoes, con sumo gusto! ¡A su salud, señor!
Marriott recorrió con una mirada confusa el pasillo de damasco blanco como la espuma, con la brillante plata y la reluciente cristalería. Su banian, tras reunir a varios sirvientes y registrar los bazares, había organizado una cena que nada tenía que envidiar a las de los Jardines de Moubray. Los albañiles habían logrado terminar la casa a tiempo empleándose en una frenética actividad. Olía a serrín, pintura y yeso, aroma que se mezclaba con el de la cera de las velas y el del vino. Las lámparas de las paredes lucían las pantallas de porcelana china de Marriott, que habían sido transportadas en fardos por los camellos. Aún no se habían apagado y arrojaban una tenue luz sobre los escotados vestidos, los uniformes escarlata, el chaleco floreado de Beddoes y su espléndida chaqueta granate.
Marriott contempló con desánimo a Amelia, que estaba charlando animadamente con el alférez Todd. Se había mostrado reticente a asistir a la cena alegando que era impropio que una meretriz mantenida apareciese en público en compañía de una dama como miss Wrangham. Los argumentos de Marriott no habían logrado convencerla de lo contrario. Finalmente, exasperado, aunque sin olvidar las normas que regían la buena sociedad, le planteó la cuestión delicadamente a Caroline y le preguntó si tenía alguna objeción a que Amelia estuviera presente.
—¿Por qué iba a tenerla? —respondió—. Conozco perfectamente las circunstancias de la señora Bradly. Su cuna es incuestionable y su educación, excelente. Ha sido víctima de infortunios que escapaban a su control y que son los que la han conducido a su situación. Me alegra, Charles —añadió maliciosamente—, todo intento por tu parte para aliviar tal desgracia.
Marriott, ruborizado, prefirió ignorar la estocada.
—Está decidida a no acompañarnos. Me gustaría pedirte que me ayudases a convencerla…
—Durante el viaje de Moolvaunee aquí, he tratado por todos los medios de acercarme a ella, pero siempre me rehuía. ¡En fin! ¡Intentaré convencer a esa bobalicona!
Marriott nunca supo qué fue lo que Caroline le dijo. Poco después, se encontró a las dos jóvenes paseando por la veranda cogidas por la cintura. Amelia tenía los ojos llorosos y trataba de contener el llanto. Caroline iba hablando alegremente. Marriott se secó la frente y fue a comprobar cómo iban los preparativos de la cena. Colocó sobre las esteras de fibra una alfombra turca que birló de las posesiones de Fane. Este, aunque había sido invitado a alojarse en la casa del recaudador, había rechazado la invitación tímidamente y había insistido en alojarse a una mayor distancia, en el palacio de Vedvyas. Marriott echó un vistazo a los palanquines que formaban el séquito de Fane y atisbo varios rostros femeninos de tez morena escondidos tras las cortinas. Sonrió y ordenó a su intérprete que escoltara al sahib hasta el palacio.
Como era habitual en ella, Caroline no había dado explicación alguna acerca de su sorprendente presencia en la comitiva del general que, después de todo, no dejaba de ser una expedición de carácter bélico. Durante la cena, entre bocado y bocado de cordero aderezado por sus correspondientes tragos de burdeos, su padre expuso a Marriott las razones con un tono que dejaba adivinar que se sentía violento.
—La vida en Madrás se había convertido en algo extremadamente tedioso. No hacía otra cosa que ejercicios de instrucción, inspecciones y papeleos. El gobernador general, Wellesley… ¡Maldita sea! El de ahora se llama Mornington. ¡Tengo que aprender a no confundirme!… El gobernador, digo, planea emprender otra campaña, me imagino que contra los marathas, y está reuniendo tropas y pertrechos en el fuerte Saint George. Los ejércitos de Bengala y Bombay se están preparando a su vez para la guerra. Por mi parte, esperaba recibir órdenes en ese sentido, al menos para el contingente de Madrás —el enfado confería un aire gélido a sus ojos azul claro—. Pero me equivocaba. Me comunicaron que quien estaba al mando del ejército de Madrás era Baird y que Arthur, el hermano de Mornington, sería quien dirigiría la campaña. ¡Una clara muestra de nepotismo! —Sir John aflojó los puños y tragó un poco de vino—. ¡Un burdeos bastante bueno, el que consigue usted en este estrafalario lugar!
Marriott indicó a un sirviente que volviera a llenar la copa del general.
—¿Cómo ha logrado miss Wrangham… ejem… persuadirlo para que le permitiera visitar un territorio tan inestable como Bahrampal?
Sir John observó el plato que un camarero había deslizado bajo su nariz.
—¿Qué es esto? ¡Vaya! ¡Carne de venado asada! ¡Ya veo que vive usted bien por estos lares! ¿Caroline? Pues verá… La cosa fue de la siguiente manera: viendo que mi presencia en Madrás era superflua, cuando Harley convenció al Consejo de que le enviasen una tropa de caballería, decidí solicitar un permiso. Así, tendría ocasión de ver el país y llevar mis exploraciones más allá de los confines de la Presidencia. Caroline, con esa irresistible mirada suya, insistió en acompañarme y gimoteó hasta volverme casi loco. Es una muchacha muy decidida —añadió el general con cariño—. Es muy difícil negarle algo. Como había leído las cartas que usted había enviado al Consejo, pensé que no correría un serio peligro en Bahrampal. Así que acabé cediendo y, después de que su madre soltara unas cuantas lágrimas, ¡aquí la tiene!
—¿Le apetece brindar conmigo, señor Marriott? —preguntó Anstruther.
Marriott participó en el brindis con la mente ausente mientras observaba cómo Caroline miraba fijamente a Beddoes. La benevolencia y el sudor lustraban las oscuras facciones del recaudador. El general notó cómo miraba a su hija y se acercó más a él en actitud cómplice.
—Yo creo que tiene motivos ocultos para haber venido. Hace algunos meses, lady Wrangham mencionó que le parecía que Caroline sentía debilidad por usted. Una magnetita que atrae a un meteoro, ¿eh? ¿Qué piensa usted al respecto?
Marriott, estupefacto, tomó un acelerado trago de burdeos para aclarar su confusión.
—Pero, señor —respondió—, supongo que usted no considerará ni siquiera por un instante…
—¡Bah! Antes era usted un escribiente empobrecido, pero ahora es todo un recaudador de impuestos y rentas. Y su sueldo supone… ¿cuánto era?… Quinientas libras al año. Además, Harley me ha asegurado que tiene usted por delante un futuro muy prometedor. Caroline podría haber escogido muchísimo peor, señor, muchísimo peor…
Marriott giró su copa y meditó las implicaciones de aquellas palabras en su mente. «Casarse con la hija del general Wrangham a la que, sin duda, amaba. Una joven de familia distinguida, lo suficientemente adinerada como para aportar una generosa dote. El favor de sir John podría acelerar su ascenso dentro del funcionariado. Y sus pagodas, con su hija como depositaría, servirían para dar impulso a las ambiciones que su nueva posición había despertado en él. Quizás, incluso podría llegar a ser miembro del Consejo. O incluso gobernador de Madrás. ¿Por qué no?».
Con aire abstraído, observó a Amelia. «A la luz de las velas, su cabello parecía oro fundido y sus ojos, dos radiantes zafiros. Era una criatura maravillosa; algo que él estaba encantado de poseer. ¿Se convertiría ahora en un estorbo? Estaba totalmente decidido a disuadirla de contraer matrimonio con Beddoes y, si no lograba convencerla, tenía intención de retar a aquel hombre a un duelo. El honor exigía que así fuese. ¿Cómo iba a tolerar dócilmente el secuestro de su amante por parte de un calavera lascivo? Aunque ahora ya no estaba tan seguro… Quizá Beddoes fuera la solución para eliminar aquel obstáculo que se interponía en su camino a la fama y las riquezas».
El general aguantó la tediosa anécdota que relató el capellán entre hipos. Aquel clérigo barrigón de tez pálida estaba ocupado castigando el vino.
—Debo informarle, señor —dijo en voz baja, girándose hacia Marriott—, de que no daré mi aprobación bajo ningún concepto a menos que ponga usted fin a… a cierta conexión de lo más delicada —lanzó una expresiva mirada al otro lado de la mesa—. Una persona muy completa y elegante. Tengo entendido que durante una época incluso gozó de enorme fama entre los jóvenes de Madrás. Pero sería extremadamente impropio… ¿sabe a qué me refiero?
Marriott asintió apesadumbrado. Wrangham se limitó a confirmar una conclusión a la que acababa de llegar por sí mismo. La voz de Caroline lo sacó de sus pensamientos.
—¿Dónde se esconde el capitán Amaury, señor Marriott?
La pregunta sonó desenfadada, como si se tratara de una frivolidad cualquiera dentro de la trivial conversación de la mesa. Nadie se percató de la fuerza con la que la joven apretaba las manos sobre su regazo. El general frunció el ceño. Aquella pregunta se le antojó falta de tacto; sobre todo, teniendo en cuenta que era algo que él mismo había estado evitando plantear.
—No puedo decírselo —respondió Marriott—. Se marchó de manera imprevista y no dijo a dónde…
Entonces, se oyó el tintineo de unas espuelas en la veranda. De repente, alguien abrió una de las puertas del comedor de par en par, dejando entrar una súbita luz bajo la que apareció resplandeciente una alta figura ataviada con una casaca escarlata. El polvo cubría aquel uniforme y moteaba las botas y los pantalones de montar. La rubicunda cara lucía un bronceado de color nuez. Amaury se quitó el casco e hizo una reverencia.
—¡A su servicio, caballeros! ¡Y al suyo, mis damas!
Anstruther se puso en pie y, con pasos vacilantes, corrió a estrecharle la mano en señal de bienvenida.
—¡Hugo, Dios santo! ¿De dónde sale usted? Miss Wrangham acababa justamente de preguntar…
Caroline se levantó. Su encantadora cara había empalidecido y parecía tambalearse ligeramente. Seguramente, no era más que un vahído pasajero a causa del calor y del vino.
—Señora Bradly —dijo mirando a Amelia a los ojos—, creo que va siendo hora de que nos retiremos y dejemos que los caballeros saboreen su vino. Con su permiso, señores…
Amelia la siguió de mala gana. Había disfrutado enormemente y quería oír las hazañas de Amaury. Pero había vislumbrado una extraña llamada de atención en la mirada de Caroline, una petición urgente, un llamamiento desesperado. Se preguntaba qué sería lo que martirizaba a la joven, observando cómo caminaba nerviosamente de un lado a otro por la alfombra del salón. Amelia sirvió dos tazas de café y le ofreció una a Caroline. Le desconcertó la mirada de pánico que esgrimieron sus ojos esmeralda.
Amaury se dejó caer en una silla con gratitud, estiró las piernas y se sacudió el uniforme levantando una nube de polvo.
—Les ruego que disculpen mi aspecto. Acabo de estar en los establos después de acomodar a los hombres del escuadrón —levantó una copa rebosante—. ¡A su salud, sir John! ¡Y también a la suya, caballeros! —vació la copa de un trago—. Me alegra informarte, Charles, de que los pindaris han sufrido una derrota.
—¡Muy bien hecho, señor! —dijo Beddoes—. Y díganos, ¿dónde ha conseguido darles caza?
Amaury gesticuló vagamente.
—En alguna parte más allá de la frontera —dijo—. En un lugar llamado Berar, según tengo entendido.
—Hugo —respondió Marriott afablemente—, hay un edicto del gobernador general que prohíbe tajantemente que el ejército de la Compañía entre sin autorización en territorio indígena.
—¡Tonterías, señor! ¡Absurdas tonterías! —bramó Beddoes—. ¡Al infierno con las normas y con el reglamento! Yo actué de la misma manera hace años. De hecho, recuerdo…
—Sólo que no es exactamente el ejército de la Compañía —dijo Amaury sonriendo mientras inclinaba una licorera—. Este oporto es excepcional, fuera de lo común. Me imagino que será de su bodega, ¿no es así, señor Beddoes? Charles, mi caballería es totalmente irregular. Sus hombres son aquellos a quienes tú te negaste en redondo a alistar en la Compañía.
—Le estás buscando tres pies al gato, Hugo. Si me permites que te refresque la memoria, yo soy el único responsable del gobierno de Bahrampal. Y esos hombres pertenecen a Bahrampal y han sido guiados por un oficial que está al servicio de los directores de la Compañía.
—No por mucho más tiempo. Ha sido mi cántico final de cisne antes de dejar el ejército de la Compañía. Ya está hecho, así que déjalo estar.
El general Wrangham se pellizcó en la nariz. La tenía roja y en sus ojos había una mirada amable bajo sus pobladas cejas.
—Hmm… Sobre ese tema, capitán Amaury, he vuelto a escribir a Leadenhall Street instándoles fervorosamente a que lo mantengan al servicio de la Compañía. Estoy convencido de que mis palabras surtirán efecto.
Amaury levantó su copa, se quedó mirando fijamente la temblorosa llama de una vela a través del brillo rosado.
—Le agradezco su atención, señor —dijo—. Pero me temo que es demasiado tarde.
—¡Por Dios, Charles! No tengo ni la menor idea de qué es lo que ha motivado este reto, pero Beddoes ha afirmado tener la certeza de que usted sabría reconocer cuál es la provocación. Así que me ha pedido que actúe en su nombre y quiere que escoja un padrino. ¡En nombre del honor, no me he podido negar! —Anstruther, con el uniforme impecable, estaba en rigurosa posición de firme, pero la sensación de incomodidad se superponía a las formalidades y parecía muy disgustado.
Marriott se acabó el café, apartó la bandeja con las sobras del desayuno y se encendió un puro. Enganchó una silla con el pie y la acercó a la mesa.
—Siéntese, Richard. No seamos tan pomposos. ¿Quiere un cigarrillo? Conozco el motivo perfectamente, pero no lo revelaré. De modo que Beddoes desea un duelo y con él ha amenazado… —musitó en voz alta—. Si lo matase, ¿qué arreglaría con ello? Ese nabab entrado en años es toda una reliquia de aquellos tiempos pasados en los que cualquier problema se solucionaba recurriendo a la espada o a la pistola. Cuando los caballeros se iban felices a la tumba con tal de mantener intacto su ridículo honor, aunque dejando los problemas sin resolver. Pero ahora vivimos una época mucho más moderada —contempló la expresión de confusión en el rostro de Anstruther—. No, Richard, usted no lo entiende. Está en juego el bienestar de una tercera persona implicada en este asunto y debe ser preservado.
Marriott se puso en pie y dio una calada a su puro.
—Antes de concertar un duelo —prosiguió— cuyas fatales consecuencias podrían ser irreparables, será mejor que hable con Beddoes.
—Pero el reto ya ha sido lanzado —replicó Anstruther—. ¡Sería sumamente indecoroso que los duelistas se reunieran antes de que tenga lugar el enfrentamiento!
—¡Al diablo con las normas! Sírvase un café, Richard. ¿O prefiere un brandy? ¿No le apetece nada? Iré a ver a Beddoes de inmediato. Después, le enviaré a Todd para que cumpla con las formalidades, o bien para informarle de que la disputa se ha solucionado amistosamente.
Recorrió la veranda y llamó a una puerta. Beddoes estaba repantingado en un sillón, ataviado con una bata de color morado que dejaba al aire el vello de su pecho. Su barriga sobresalía como un pudin por encima de sus pantalones de algodón de estilo musulmán. Un barbero le estaba enjabonando la cara y un sirviente le daba aire agitando un abanico sobre su hirsuta cabellera. Tenía apoyado en el estómago un vaso de brandy con agua. Cuando vio a Marriott, se enderezó.
—¡Vive Dios, señor Marriott! ¿No ha ido a verle Anstruther?
—Sí lo ha hecho. Justo acabo de estar con él.
—¡Dios santo! En ese caso, no tiene usted nada que decirme —Beddoes se quitó la espuma de los temblorosos carrillos y ordenó a los sirvientes que se retirasen—. ¡Es inconcebible que se presente usted aquí! ¡Lo veré el día del duelo! ¡No antes!
—Señor Beddoes —dijo Marriott tenso—, no tengo intención de batirme en duelo con usted. ¡Es algo totalmente contrario a los intereses de la señora Bradly!
Aquellos ojos violeta de párpados caídos examinaron a Marriott minuciosamente.
—¡Pardiez! En eso estoy de acuerdo. Pero, si no la libera de estar bajo su protección, ¿de qué otra manera se puede arreglar la cosa? Le advierto, señor, que estoy decidido a casarme con Amelia a menos que una bala suya me lo impida.
—No habrá bala alguna. Hablaré con ella, le explicaré mis razones y dejaré que sea ella quien decida. Y, por supuesto, acataré lo que diga. ¡Tiene usted mi palabra!
Una sardónica mueca deformó el oscuro rostro de Beddoes.
—Estoy seguro de que pretende convencerla para sacar partido, sólo porque le interesa. ¿Se cree que estoy ciego, señor Marriott? Sé muy bien que quiere pescar una presa mayor y Amelia tan sólo es como un tronco en el que se le ha enganchado la caña.
—Si está tan seguro de eso señor —dijo Marriott moderando el tono—, ¿por qué esa insistencia en batirse en duelo?
—Hay hombres —respondió Beddoes con tono grave— a los que sólo un tiroteo puede convencer —se reclinó en la silla y llamó al barbero a gritos—. Use las lisonjas y patrañas que use para tentar a Amelia, creo que perderá el tiempo. Que tenga usted un buen día, señor. En adelante, le ruego que no se interponga en mi camino.
Marriott corrió a la veranda, se apoyó en una columna y luchó por mantener su furia bajo control. «¡Maldito viejo decrépito! ¡Sinvergüenza impertinente!». Se dirigió con paso firme a la habitación de Amelia y llamó a la puerta. Estaba sentada frente a una cómoda, con un mantón sobre los hombros. Una doncella portuguesa le estaba cepillando el pelo, cuyas ondas le llegaban hasta la cintura. Marriott sacudió la cabeza indicando a aquella mujer que se retirase y fue directo al grano.
—Amelia, acabo de tener una charla sumamente irritante con ese viejo canalla de Beddoes. Parece sentir una obsesión enfermiza por desposarte. Tu futuro debe quedar resuelto de una u otra forma, así que te ruego que me digas abiertamente qué es lo que piensas tú. No toleraré que se diga por ahí que yo me he desembarazado de ti vilmente.
La mirada de Marriott se topó con unos ojos azules muy abiertos. Trató de sonar convincente. A través de las contraventanas del dormitorio, cerradas para combatir el sol, se colaban unos rayos que dibujaban franjas doradas paralelas sobre las alfombras de Malabar. Las moscas zumbaban sin cesar y se agolpaban en el techo. Había un catre de cuerdas entrelazadas apoyado contra la pared, cubierto por unas cortinas mosquiteras. Un espejo lleno de moscas coronaba la cómoda. Los pesados muebles de caoba traídos del palacio descansaban junto a las mesas que los carpinteros de la zona habían fabricado con madera de shisham[35]. Un arco del que colgaba una cortina conducía al cuarto de baño; era un reducido espacio que asemejaba una celda, únicamente amueblado por un baño de asiento con los bordes de hierro y un balde de hojalata a modo de inodoro. «Un rudo alojamiento para Amelia —pensó—. Pero era lo mejor que podía ofrecerle. Un dormitorio que apenas podía competir con la suite que la joven tenía en los Jardines de Moubray y una pocilga comparada con las palaciegas estancias de Beddoes. Si decidía continuar bajo la protección de Marriott, ese sería el ambiente que podía esperar». En su interior, él rezaba para que aquella mujer se diera cuenta a simple vista del evidente contraste.
Parecía muy preocupada.
—¡Nunca me hubiera imaginado tal cosa! Charles, me has tratado con gran generosidad y te estaré eternamente agradecida. Pero el señor Beddoes me ofrece…
—Un matrimonio, seguridad, decencia… ¡Pero se trata de simples señuelos con los que pretende tentar a una inocente presa! ¿Te has parado a pensar en la edad que tiene y en que tú eres prácticamente una niña? Ese hombre no vivirá eternamente. ¿Qué harías en Moolvaunee si te quedases viuda? ¡No podrías vivir allí!
—En su reciente visita a Madrás, Gregory —dijo Amelia dulcemente—, es decir… el señor Beddoes, fue a ver a un abogado y me asignó una fortuna sumamente generosa. No me faltarán medios para adquirir un pasaje de vuelta a casa y vivir cómodamente el resto de mis días.
—¡Veo que nuestro amigo se ha vuelto de lo más dadivoso! —dijo Marriott con aire despectivo—. Pero, entre tanto, vive completamente aislado y entregado a unas costumbres de todo punto repugnantes para las personas decentes. ¿Estás dispuesta a compartir sus favores con las bibees indígenas?
—Gregory se ha desprendido de su harén —respondió Amelia seria—. Según he podido percibir, el señor Fane se ha quedado las joyas más apetitosas para su propio tesoro —se ruborizó y esgrimió una sonrisa trémula—. ¡Qué conversación más odiosamente indecorosa, Charles!
Marriott se acercó a una de las ventanas, abrió la contraventana y miró fijamente la deslumbrante luz del sol hasta que se le cegó la vista. Vislumbró una fila de camellos que se dirigía pesadamente a los campos de pasto; los animales seguían al arreador sujetos por unas argollas en la nariz. Decidió que su conciencia podía estar tranquila. Le había explicado abiertamente a Amelia todos los inconvenientes de contraer matrimonio con Beddoes y era ella la que no quería dejarse convencer. Así pues, tenía un estorbo menos en el camino que conducía a Caroline, que ahora se presentaba directo y totalmente despejado. Sin embargo, la frustración, la herida surgida en su orgullo y el temor a que su reputación quedara destrozada ensombrecían su liberación. Deseaba vengarse del hombre que había logrado ganarse a su amante.
Marriott cerró la contraventana de golpe.
—Has tomado una decisión y yo respetaré tus deseos —le tendió las manos—. Ven aquí, querida. ¿No me vas a dar un beso de despedida?
Amelia se acurrucó entre sus brazos y levantó la cara. Marriott depositó un prolongado beso en aquellos suaves y cálidos labios. Comenzó a desatar a tientas los lazos del sedoso camisón a rayas de Amelia. Ella se puso rígida y se separó de Marriott empujándole en el pecho con las manos.
—No, Charles, no debes…
Él le desnudó los hombros, bajó la cabeza y besó sus turgentes pechos. Amelia forcejeaba apurada; tenía la respiración acelerada.
—¡Para, Charles! ¡Esto es muy escandaloso! No tienes derecho… Estoy comprometida con… ¡Oh!… ¡Qué vergüenza!… ¡Me has desgarrado la enagua!… Esas manos tuyas… Son tan malvadamente libertinas… ¡Sí, ahí!… ¡Ah! ¡Amor mío!…
—La señora Bradly ha decidido en favor suyo, señor —dijo Marriott asomando la cabeza por la puerta del dormitorio de Beddoes—. Ya le he dado mi… ¡ejem!… mi bendición.
Sonrió cordialmente y cerró la puerta.
La población europea de Hurrondah había crecido a prácticamente más del doble y las cenas en sociedad estaban a la orden del día en la casa de Marriott. Pero Amaury guardaba las distancias. Se negó a mudarse del palacio de Vedvyas, donde convivía junto con Todd y Welladvice. Fane ocupaba los antiguos aposentos de Marriott y su harén se alojaba en un edificio adyacente reservado a las bibees. Era tan hospitalario como para ofrecer a sus compañeros la posibilidad de compartir su selección de muchachas morenas. Todd, escandalizado, se había negado en redondo a aceptarla. Welladvice había respondido negando con la cabeza con aire apesadumbrado.
—Se lo agradezco en el alma, señor —había dicho—. Pero no quiero correr riesgos. Ya en dos ocasiones me han contagiado la sífilis las bibees y aquí no hay matasanos que me pudieran curar.
Amaury sonrió.
—Una decisión extraordinariamente civilizada por tu parte, William. Pero no ha de ser así. Tengo a una bibee muy joven y me temo que podría tomárselo como una ofensa.
Welladvice sacó los cañones de seis libras del parque de artillería y los llevó a su fundición. Sustituyó las toscas cureñas de traviesas por unos bloques más compactos, colocó nuevos tornillos de elevación y dotó a los fogones desgastados por los disparos de unos revestimientos de cobre. Después, ató los cañones a unos tiros de seis caballos y emprendió con ellos varias marchas de diez millas a un infatigable medio galope.
—Los tiros soportan ahora la mitad del peso de un cañón de seis libras —le dijo a Amaury con una amplia sonrisa de satisfacción—. Seiscientos diez kilos contra mil trescientos setenta y dos. ¡Serán capaces de seguir a tu caballería, corra lo que corra!
Amaury, que prefería no fiarse de aquellas palabras sin más, decidió comprobarlo con una marcha al galope a través de los accidentados campos. Satisfecho con el resultado, adquirió bueyes suficientes para arrastrar los dos cañones de seis libras que no contaban con tiro alguno. Ya no quedaban caballos adecuados para esa labor en toda Hurrondah.
Ordenó a Welladvice que comprara carretas que los bueyes fueran capaces de arrastrar para transportar todos los botes de metralla y los bolaños que hubiera en el polvorín de Vedvyas, todos los cartuchos y hasta el último gramo de pólvora.
—Ya tenemos los ciento veinticinco bolaños —dijo el marinero confuso rascándose la cabeza— que establece el reglamento para cada cañón en las carretas, más treinta y dos en reserva por cada división. ¿Para qué quiere más, señor?
—Usted limítese a hacer lo que le digo, señor Welladvice. Y avíseme cuando esté todo listo.
Amaury retomó casi de inmediato los rigurosos ejercicios de instrucción del escuadrón. Todas las mañanas, cuando terminaba el pase de revista a la formación, pasaba horas entre las columnas, charlando con los rathores y los rohillas para ganarse su amistad y su confianza. Así fue como fortaleció el lazo que, en realidad, ya había forjado durante la furiosa incursión a Dharia. Las puertas de su casa estaban abiertas para los oficiales, y los risaldares y los jemadares solían comer con él. En una ocasión en la que Todd se presentó sin avisar, lo descubrió en mangas de camisa y con unos pantalones holgados, en cuclillas al estilo del país y comiendo curry con los dedos. Amaury notó la repulsión en la mirada del alférez, que se retiró precipitadamente y, sintiendo cierta diversión, se dio cuenta de la conclusión a la que Todd debía de haber llegado, que era la misma que más tarde expresó el propio Fane:
—¡Maldita sea, William! ¡Hugo se está transformando en un indígena!
Amaury tenía trato con todos aquellos hombres, fueran simples soldados o risaldares. Mantenía con ellos una cordial camaradería que pronto se transformó en familiaridad, aunque jamás cruzaron la línea divisoria entre dirigente y dirigidos. Y actuó así hasta asegurarse de que aquellos mercenarios rufianes estarían dispuestos a seguirlo en todas las situaciones complicadas que implicasen batallas y saqueos. Vedvyas era otro cantar. Quería conseguir la ayuda del mirasdar —una autoridad por derecho hereditario con la que defender y confirmar su propia autoridad— y también quería el tesoro que guardaba oculto en algún lugar de su palacio. Como no se fiaba de la perfidia de los indígenas, se abstuvo de revelar sus planes. Cada vez que lanzaba pequeñas indirectas o alusiones a Vedvyas, este respondía con una gélida expresión.
Por fin, una sofocante mañana soleada, se encontraban contemplando cómo el escuadrón realizaba la instrucción cuando Amaury decidió tirar la prudencia por la borda y exponer sus intenciones abiertamente.
—Después de tantos años gobernando Bahrampal, sirdar sahib —dijo con aire despreocupado—, ¿se conforma con ser ahora un simple mirasdar entre tantos, todos con igual poder, bajo el mando de la Compañía? ¿No le irrita esa situación a veces?
El tono de desprecio de las palabras de Amaury sacudió a Vedvyas como un latigazo.
—¿Qué hace un tigre al que dan caza y encierran en una jaula? ¡Rugir, dar violentos golpes con el rabo y arañar en vano los barrotes! ¿Debo mostrarme desesperado y apesadumbrado ante el triunfo de mi captor? ¡Permítame tener un poco de dignidad, sahib!
—¡Escape de la jaula, Vedvyasjee! ¡Huya a un territorio más justo que el de Bahrampal y fuera del dominio de la Compañía! Si lo planea y lo prepara un poco —y se arma de una pizca de decisión—, puede romper los grilletes que lo atan a la Compañía y volver a ser dueño de su propio destino. ¿Tiene valor suficiente para jugarse su futuro a una sola carta?
Vedvyas le lanzó una mirada de odio.
—¡Nadie se ha atrevido jamás a cuestionar mi valentía! ¡Al menos, nadie que haya logrado seguir con vida después! No es la primera vez que me lanza indirectas al respecto. ¿Cómo es que usted, un oficial de la Compañía, está proponiéndome que me rebele y combata contra sus dragones y sus cipayos? ¡No soy ningún estúpido, Umree Sahib!
Amaury observó cómo la columna de tropas a caballo del escuadrón se alineaba a medio galope y reprendió duramente a un cabo de fila que se había despistado.
—No hace falta blandir las espadas contra la Compañía. ¿Por qué le iba yo a recomendar lanzarse a un suicidio? Los fines que persigo para usted se pueden conseguir fácilmente. Pero, antes de revelarle mis planes, ¿me jura que guardará silencio?
—Por supuesto. Lo juro por mis dioses.
Amaury contuvo una sonrisa. Aunque Vedvyas le caía bien y sentía respeto por él, estaba convencido de que era tan traicionero como una víbora, de modo que concedía a aquella promesa el mismo valor que a una pagoda falsificada.
—Muy bien. Esta es mi propuesta: Dharia está libre para quien decida tomarla. Vayamos hasta allí a escondidas con todos nuestros hombres y ocupemos la fortaleza. Luego, podremos imponer desde ella nuestra supremacía en el jagir del que era cabeza.
Vedvyas examinó misteriosamente una rueda en mitad de la tropa.
—El jemadar Kandiah Ram confunde las órdenes. Ese estúpido cretino no es merecedor del rango que ostenta. Tenemos que sustituirlo. No, sahib —dijo con decisión—. Su plan es imposible de llevar a cabo. Pretende ocupar Dharia sin más, con un anciano sacerdote al mando de la guarnición. ¿Y después? ¿Permitirá el rajá Bhonsla de Berar que doscientos hombres le arrebaten su jagir? ¿De qué manera íbamos a poder ofrecer resistencia a sus cinco mil soldados? ¿De qué viviríamos? ¿Con qué pagaríamos a nuestras tropas? ¿Con promesas basadas en las ruinas de Dharia?
—Usted es dueño de una vasta fortuna, sirdarjee —dijo Amaury con suavidad—. Los impuestos y rentas de Bahrampal han ido colmando sus arcas durante veinte años.
—Y en ellas seguirán. Necesito uno o dos fanams para mantener mi mísera situación. ¿Por qué iba a jugármelo todo a una apuesta tan arriesgada?
—Yo mismo apostaré mis recursos de buen grado, aunque sean mínimos comparados con los suyos. Además, tendré que soportar el menosprecio de todos los ingleses, riesgo que usted no correrá a los ojos de los indostaníes. Ciertamente, su imagen se verá reforzada.
—Es usted un astuto tentador, Umree Sahib —dijo Vedvyas acariciándose el bigote—. Casi me convence, pero no del todo. Yo soy el mirasdar de Hurrondah bajo el gobierno de la Compañía. Es una posición de bajo rango, pero segura. ¿Por qué iba a dejarla por la de un dacoit[36] fuera de la ley para encerrarme en una ciudad arruinada? ¡Me pide demasiado!
Amaury suspiró. Sus argumentos eran como flechas arrojadas contra un muro infranqueable. Se despidió de Vedvyas, deshizo la formación y se alejó de allí cabalgando, sin apretar las riendas sobre el cuello de Hannibal y meditando sobre la situación. Estaba convencido de que los mercenarios lo seguirían allí donde fuese, con independencia de que Vedvyas lo acompañase o no. Pero el dinero seguía siendo un problema. Necesitaba dinero contante y sonante. Amaury había calculado que, una vez que ocupase Dharia, pasaría un periodo sin beneficios hasta que consiguiera ganarse la confianza de los campesinos y lograse que la población de la ciudad regresase y que esta recobrase su prosperidad; una prosperidad de la que dependían sus rentas. Además, tendría que emplear a los hombres del lugar para reconstruir las murallas de la fortaleza y hacer que la ciudad resultase habitable. Sólo para pagar a sus soldados necesitaría cuatrocientas pagodas al mes. Y también debía contar con dinero para pagar a los trabajadores y comprar comida y forraje. Tenía en mente ampliar su tropa de mercenarios alistando a nuevos hombres a los que habría que pagar un salario igualmente. Había calculado que, con el tiempo necesario y si se gestionaba bien, un distrito del tamaño de Dharia podría llegar a producir noventa mil pagodas al año. Con tiempo. Pero, mientras tanto, necesitaba conseguir dinero.
Amaury subió la colina de Hurrondah encorvado sobre la perilla de la silla de montar para facilitarle el ascenso a Hannibal. Decidió tomar una ruta que daba un rodeo pero conducía directamente a las caballerizas del escuadrón. Era un angosto callejón flanqueado por dos hileras de casas muy juntas, adyacentes a los barracones de los cipayos. Los barracones eran los grandes edificios de ventanas pequeñas que antaño sirvieran de aposento a los criados del palacio. Se detuvo en un patio presidido por una casa marrón que había sido ocupada ilegalmente y en la que un centinela marcaba el paso. El soldado saludó a Amaury, que le devolvió el saludo y, con aire pensativo, apretó los pies en los estribos. Se encontraba en el cuartel de la guardia cipaya, donde se guardaban las tiendas con las armas y las arcas públicas, custodiadas día y noche por una imponente guardia de diez havildares. Amaury acarició inquieto las crines de su caballo. Allí estaban los fondos de la Compañía en Bahrampal; de las veinte mil libras esterlinas que habían traído de Madrás, aún debían de quedar como mínimo quince mil. Muchos eran los mohures de oro y las pagodas que tintineaban en aquellos jakdanes de cuero. Amaury tragó saliva y su sabor le recordó al del vino añejo recalentado al sol.
Espoleó los costados de Hannibal y dio un rodeo hasta llegar a un callejón que separaba la parte trasera del cuartel de la guardia de la alta pared inconclusa y fisurada que daba al ala del palacio en la que se alojaba el harén de Vedvyas. Apoyó la barbilla en una mano y examinó la anchura de aquella estrecha grieta.
—Es posible —murmuró—. Perfectamente posible. ¡Si lograra convencerlo…!
Amaury tomó las riendas y regresó a sus aposentos cabalgando con brío.
Los ingleses de visita en Hurrondah se divertían de la mejor manera que sabían. Caroline salía a pasear a caballo antes del amanecer. La escoltaba Anstruther y a veces, Todd, que abandonaba para ello a sus preciados cipayos, dejaba al subhadar sénior al mando de los ejercicios de instrucción y procuraba acallar así la llamada del deber. En cambio, los miramientos militares nunca supusieron estorbo alguno para Anstruther, que acudía a las caballerizas todos los días, asistía al paso de lista nocturno sin apresuramientos y, una vez por semana, desfilaba con sus veinte dragones, trotaba por los campos y practicaba con el sable. Consideraba que cumplía con la debida aplicación aquellas tareas, que eran las que a su juicio le correspondían.
—¡Es extenuante! ¡En el fuerte Saint George, el que se encarga de los desfiles es el adjunto!
Caroline gozaba de un excelente estado de ánimo y decía sentirse cautivada por aquellas polvorientas aldeas de adobe enclavadas a la sombra de los tamarindos y los mangos y por las llanuras salpicadas de árboles que se extendían a las faldas de las lejanas montañas.
—¡Pobre señor Marriott! —dijo un día, mientras paseaba por un campo de hierba moteada por perlas de rocío—. ¡En Madrás siempre salía a cabalgar al alba! Supongo que ahora trabaja demasiado y no le queda tiempo. ¿Dónde —añadió despreocupadamente— se esconde el capitán Amaury todo el día? ¡Nunca se deja ver en sociedad antes de la cena!
—Hugo es… —respondió frunciendo el ceño—. ¡Cómo diría yo!… Extremadamente diligente en el desempeño de sus deberes.
—¿Qué deberes? —replicó Caroline con desdén—. ¿No está de permiso? No cabe duda entonces de que es un oficial de lo más aplicado.
Beddoes siempre acompañaba a Amelia cuando salía a cabalgar o a tomar aire en su palanquín, y la agarraba celoso del brazo si casualmente se encontraban con Marriott.
—¡No he visto una situación igual para un futuro casamiento en toda mi vida! —comentó Anstruther con perspicacia.
El general Wrangham inspeccionó los barracones de los cipayos, observó con desconfianza a los hombres de caballería y los artilleros de Amaury, exploró las abarrotadas calles de Hurrondah, descubrió que los dragones frecuentaban los comercios donde vendían arrak y castigó a Anstruther por ello. Este aceptó resueltamente la reprimenda y prohibió a sus hombres ir a Hurrondah. Organizó carreras, juegos de tira y afloja con cuerdas y competiciones de tiro para ocupar los excesivos periodos de ocio con que contaban, y regresó felizmente a sus propios divertimentos. El capellán, que apenas se dejaba ver, se desenvolvía en una atmósfera espiritual —un rico aroma a ginebra y brandy con agua.
Al calor del mediodía, todos se refugiaban en el interior de los edificios y jugaban al backgammon y a las cartas en las ensombrecidas estancias, para retirarse a echar la siesta a media tarde. Cuando el anochecer empezaba a oscurecerlo todo y los cuervos planeaban en bandadas para posarse en alguna rama, se reunían en el comedor.
Marriott no solía acompañarles en esos momentos de relajación. Montones de peticionarios abarrotaban la veranda ante su oficina esperando a ser atendidos. Leía todo tipo de documentos de otorgamiento y escrituras, apaciguaba los conflictos que surgían en torno a campos de cañas de azúcar o pozos artificiales, revisaba las cifras de las rentas e impuestos y dictaba cartas apremiantes para los morosos. A pesar de su falta de entusiasmo, a Fane le fue asignada precipitadamente una estancia que había sido acondicionada como sala de audiencias para el magistrado. Parecía un gorrión asustado entre todas aquellas montañas de papeles, con informes sobre casos que debían ser juzgados. El joven magistrado comprendió horrorizado que se vería obligado a resolver trescientos o cuatrocientos casos al mes, redactar las actas correspondientes a cada uno de ellos incluyendo los alegatos y las pruebas, proporcionar informes mensuales de cada causa que tramitase, mantener correspondencia con los caciques de las aldeas y con los mirasdares, y enviar los debidos informes al Juzgado de Registros de Madrás.
A pesar de su absorbente trabajo, que apenas le dejaba tiempo para pensar en nada más, Marriott se sentía inquieto y preocupado. Era incapaz de armarse de valor para pedir la mano a Caroline y, a su juicio, la proposición que le había hecho meses atrás en Madrás ya había caducado. Estaba deseando poder volver a viajar por los distritos para despachar los pagos de las tierras de labranza —una interminable tarea que la incursión de los pindaris había interrumpido— y despotricaba contra la convención de rigor que exigía su presencia en Hurrondah mientras sir John estuviese allí. «¿Cuánto más pensaría quedarse aquel hombre?». Después de la cena, cuando las damas y los sirvientes se hubieron retirado, tomó una licorera que contenía vino de Madeira y se sentó al lado del general.
—Nuestra compañía debe de parecerle de lo más ruda, señor —dijo—. Soy consciente de que deberíamos esforzarnos para dispensarle un trato más agradable.
—No se preocupe, señor Marriott. Me considero plenamente satisfecho. Sin embargo, no me quedaré mucho más en estas tierras. Falta poco para que se termine mi permiso —dirigió a Marriott una gélida mirada y le preguntó—: ¿Ha hablado usted ya con esa hija mía?
—Lamento sinceramente que las circunstancias no hayan sido propicias para ello —respondió Marriott incómodo—. Créame cuando le digo que no haber encontrado la ocasión de hacerlo no responde en absoluto a una falta de decencia por mi parte. Pronto lo solucionaré. Mientras tanto, señor, he de visitar un distrito bastante alejado en el que sospecho que existe una remota aldea en la que los campesinos practican sacrificios humanos.
—¿Sospecha? ¡Seguro que lo hacen! ¡Esos malditos bárbaros trigueños…!
—Es un rito de fertilidad, según tengo entendido. Ceban a la víctima durante meses para que engorde. Después, la atan a un poste y cortan pedazos de su cuerpo a tajos, pero sin matarla antes. Entierran los pedazos de carne en los campos o los cuelgan en palos que colocan sobre los arroyos que riegan las cosechas. Me gustaría preguntarle si le gustaría unirse a mi expedición…
—Por supuesto, por supuesto. Nada me produciría mayor placer. Siempre me resulta interesante observar cómo ustedes…
Una risotada ahogó sus palabras. En una mesa de la esquina, tres jóvenes jugaban a las cartas con Beddoes mientras el corneta aderezaba la partida con habladurías y chismorreos procedentes de Madrás. Marriott lanzó una bocana de humo de su puro en la dirección en la que se encontraba Anstruther.
—Sir John, ¿cuánto tiempo se quedará el destacamento de los dragones en Bahrampal? —preguntó.
El general dio un trago de madeira y contempló con desdén al capellán, que roncaba en su silla.
—La intención del Consejo es que los dragones y los cipayos se queden hasta que usted considere que su distrito está completamente bajo control.
—Eso ya es así —respondió Marriott con firmeza—. El ejército está de más aquí. Se puede retirar de inmediato.
Amaury, ataviado con una elegante chaqueta de color amarillo pálido y unos pantalones de satén de color crema, apartó su lánguida mirada del techo.
—Me veo obligado a disentir, Charles —dijo—. El territorio de Bahrampal en sí es bastante seguro pero ¿qué ocurriría si los pindaris atacaran de nuevo? ¿Confías, después de todo, en la protección de mis hombres de caballería?
—Estoy totalmente decidido, Hugo —replicó Marriott enérgicamente—, a desmantelar a esa chusma a la que llamas tus hombres. Sería imprudente conservarlos después de que las tropas de la Compañía se hayan retirado. Además, conceden a Vedvyas una importancia que no merece. Una vez que me haya deshecho de ellos, recuperaré todas las rentas e impuestos que Vedvyas ha estado cobrando ilegalmente durante años. Tengo unos precisos asientos en los que constan las cantidades, ya que he tasado su valor a partir de los antiguos cálculos de impuestos y rentas a pagar. Ese hombre debe de tener en sus arcas unas cincuenta mil pagodas recaudadas ilegalmente. ¡Casi veinte mil libras!
A Amaury se le cayó la ceniza del puro y chamuscó el mantel de Damasco. Limpió rápidamente el desaguisado.
—Una apabullante suma —dijo sin alterar el tono—. Charles, ¿estás seguro de que es buena idea?
—¡Desde luego, deshacernos de esa panda de villanos mercenarios sí que lo es! —bramó el general Wrangham—. He estado observando cómo realizan la instrucción y cómo manejan la artillería. ¡Son demasiado eficientes!
—Hay que cortar las alas a Vedvyas —replicó Marriott tercamente—. No reconoce ni acepta el gobierno de la Compañía. Hay cuestiones civiles que desconoces, Hugo, en las que ese hombre recurre a dudosas artimañas para dar al traste con mis edictos. ¡No sabes cuán a menudo lamento que lograras convencerme de que lo mantuviera como mirasdar!
—¿Cuándo —preguntó Amaury examinando sus uñas atentamente— tienes pensado llevar a cabo esa… ejem… esa confiscación?
—Sir John ha accedido a acompañarme a recorrer las aldeas de los alrededores. Será un viaje corto y, cuando regresemos, me dispondré a ello.
Amaury se puso en pie y estiró los brazos luciendo su gran estatura. Con su rubio cabello, su apuesta figura con el sable colgado a la cintura ofrecía una visión espléndida a la luz de las velas.
—Me siento en deuda contigo, Charles —dijo con aire benevolente—. ¡Es una idea brillante! ¡Me acabas de dar la respuesta a un problema que a mí se me escapaba!
Los rayos del sol perforaban las ventanas y dibujaban caprichosas formas sobre los mosaicos del suelo. No había ninguna silla. Unos chillones cojines se amontonaban alrededor de las mesas, sobre las que descansaban unas fuentes plateadas llenas de dulces. Las moscas revoloteaban a su alrededor. Vedvyas se llevó a la boca la boquilla que sujetaba entre las palmas de las manos y exhaló unos finos hilos de humo azulado. Trataba de ver el rostro de Amaury para intentar adivinar qué intenciones escondía.
—Eso es lo que se propone el sahib recaudador —concluyó Amaury—. Saqueará sus arcas y se deshará de sus soldados como si de maleantes se tratara —tomó un albaricoque confitado de la fuente más cercana a sus cojines. Al hacerlo, molestó a las zumbantes moscas y dejó caer la mano—. ¿Piensa someterse a él dócilmente y sin hacer nada para impedir que lleve a cabo sus planes? ¿O tomará mi propuesta en consideración para salvaguardar sus arcas, su honor y sus jinetes?
Vedvyas profirió un profundo bramido.
—No tengo elección. ¿Acaso cree ese fringee que soy un culi de casta inferior y que lo voy a adular como un perro vagabundo mientras él me despluma? Si esa es la forma en que la Compañía entiende la justicia, ¡será mejor que escape a sus garras! Sí, Umree Sahib, su idea me convence más. Debemos partir hacia Dharia lo antes posible. ¿Cuándo piensa atacar su recaudador?
—Cuando vuelva de su viaje. En dos semanas, o puede que menos. Tenemos tiempo suficiente. Dígame, sirdarjee, ¿dónde están los aposentos de sus mujeres?
Vedvyas levantó las cejas y señaló hacia una puerta.
—Por allí, un poco más allá, en el edificio colindante. ¿Necesita una bibee, sahib? Le puedo ofrecer una sin problemas…
—Tiene usted que trasladarlas a otro lugar y hacerlo de inmediato. Escúcheme bien. Lo que tenemos que hacer es…
Amaury estuvo hablando durante una hora y, después, hizo repetir a Vedvyas todas sus instrucciones hasta que estuvo seguro de que el mirasdar dominaba a la perfección hasta el más mínimo detalle. Entonces fue al cuartel de la guardia y le dijo muy elegantemente al havildar que deseaba inspeccionar los cuartos de guardia. El hombre no le puso objeción alguna. ¿Quién se iba a oponer a un oficial de la Compañía uniformado, con su fajín y todo? Amaury atravesó la sala más externa, en la que los soldados comían y dormían, y entró en el lugar donde se guardaban las armas. Los mosquetes provistos de bayonetas estaban apilados contra las paredes, las cajas de madera de los cartuchos se amontonaban en las estanterías y había varias filas de ganchos de las que colgaban múltiples pedernales en pequeñas bolsas de piel de ciervo.
Amaury realizó una inspección a fondo.
—Esta bayoneta tiene manchas de óxido. Hay que enarenarla y engrasarla. Esta baqueta está abollada, envíenla al armero —se agachó para atravesar el arco de una puerta y entró a una sala que no tenía ventanas y estaba prácticamente a oscuras.
—Aquí se guardan las arcas públicas, sahib capitán —murmuró el havildar.
Era la sala de custodia. Ocho cajas de cuero atadas con correas y dotadas de grilletes para colocarlas en los fardos de los camellos descansaban en el centro de la instancia, apiladas una sobre la otra. Amaury se paseó a su alrededor calculando a simple vista la distancia existente hasta la pared adyacente, situada más atrás.
—Excelente, havildar… Chandu Lal, ¿no? Un cuarto de guardia ordenado y bien dispuesto —el soldado sonrió e hizo un saludo; no muchos otros sahibs recordarían su nombre.
Amaury se dirigió al callejón situado detrás del cuartel de la guardia y midió la anchura.
—Cuatro yardas —murmuró—. Seguramente, necesitaremos tres días de trabajo. Ahora toca abordar a Welladvice.
Regresó al palacio y localizó a su presa en la sala de audiencias, examinando con reservas una pluma de ganso.
—Si se llena de pólvora en grano mezclada con algún licor o con vino y se mete en el fogón, toca el botafuego. Así no habrá pérdidas de pólvora que corroan el orificio. Los artilleros de la Compañía han usado ese método durante años.
—Señor Welladvice —dijo Amaury sin más preámbulo—, quiero trasladar la artillería a Dharia, con los cañones, los destacamentos, los caballos y todo lo demás. Y nunca regresarán. Como estoy convencido de que usted resulta imprescindible para dirigir las operaciones y garantizar el buen estado de la artillería, le ruego encarecidamente que considere la posibilidad de acompañarme.
Welladvice clavó la pluma en una mesa de filigrana, golpeó el pedernal contra la yesca y encendió su extremo. La pólvora estalló en destellos y carbonizó la madera. Welladvice restregó su callosa mano contra las cenizas.
—El resultado es suficiente —murmuró—. Aunque, no sé… Más aparejos para que los musulmanes pierdan… —un seco sentido del humor encendió aquellos ojos de color gris pizarra que examinaban la cara de Amaury—. De acuerdo, mi señor. No sabía que se marchaba a Dharia, aunque me lo imaginaba viendo este sumidero. Cuando salimos de aquel lugar, me pareció ver en sus ojos una mirada que apuntaba a un regreso. Yo me uniré a usted a su debido tiempo. Me he encariñado con los cañones y esos sucios paganos trigueños los maltratan. ¿Cuándo levará anclas?
—No lo sé. Le avisaré con suficiente antelación, pero será mejor que lo tenga todo preparado para que los cañones puedan emprender la marcha con sólo seis horas de aviso. Y, señor Welladvice, sepa que seguirá recibiendo de mi parte la paga de capitán que la Compañía le ha venido asignando hasta la fecha.
Amaury cruzó el patio en dirección al ala donde se encontraba Vedvyas. El mirasdar se incorporó de entre sus cojines y mandó retirarse a los sirvientes.
—He desalojado la sala del harén, Umree Sahib. ¿Quiere echar un vistazo?
Vedvyas condujo a su visitante a través de un laberinto de celdas y pasillos hasta llegar a una espaciosa sala que daba a la calle situada detrás del edificio. Amaury dio unos pasos realizando sus cálculos y señaló al suelo.
—Empiecen a cavar aquí. Háganlo únicamente durante el día, mientras las gentes abarrotan las calles y hay bullicio en la ciudad. No se les ocurra seguir de noche bajo ningún concepto. Con que utilice a una docena de hombres de confianza bastará; no hacen falta más. Reténgalos confinados aquí hasta que hayan terminado su trabajo. Si llega a oídos de terceros la más mínima insinuación de lo que aquí ocurre…
—No tema, sahib. Escogeré a los hombres de entre los rohillas. ¡Esos pastunes serían capaces de robarle la cama a un hombre que estuviera durmiendo sobre ella sin que se enterase!
Pero las preparaciones para la partida de los mercenarios no eran tan fáciles de ocultar. Y es que se trababa más bien de una emigración que de un movimiento militar. Aquellos hombres no querían prescindir de sus esposas y sus familiares, los segadores de hierba, los cocineros, los mozos de cuadra, los barberos, los aguadores, los barrenderos, los vivanderos y los sirvientes. Necesitaban comprar o alquilar bueyes, camellos, carros y carretas. Podían mantener en secreto hacia dónde se dirigían y con qué fines, pero no había manera de ocultar el inminente éxodo que se iba a producir. Los rumores eran constantes en las calles de Hurrondah y en sus bazares. Los hircarrahs de Marriott, cuyo trabajo no era otro que mantenerle informado, enseguida le fueron con el cuento. No dudó en interrogar a Amaury acerca de aquel asunto.
—¿Qué significa toda esa actividad, Hugo? ¿Es que tienes en mente emprender una nueva expedición con tu panda de canallas? ¡Sin mi autorización, semejante cosa te está prohibida!
—Nada más lejos de mis pensamientos —respondió Amaury con serenidad—. Pero mis hombres se aburren enormemente con tu pacífico gobierno que, además, no les resulta rentable en absoluto. Están deseando servir a un capitán belicoso que por fin los conduzca a batallas en las que lograr los botines que ansían. ¡No olvides que son mercenarios! No deberías quejarte; después de todo, ¿no querías librarte de ellos?
—En efecto —dijo Marriott golpeando el pulgar al tiempo que meditaba esas palabras—. En ese caso, no veo nada malo en su actuación. Pero no permitiré de ningún modo que se lleven los cañones. ¡Son propiedad de la Compañía!
—Yo diría más bien que pertenecen a Welladvice o a Vedvyas —replicó Amaury—. No te preocupes, Charles. Sin que yo dé permiso, ningún hombre se atreverá a tocarlos.
La conformidad de Marriott dio a Amaury libertad para acelerar la emigración de las familias y sus acompañantes abiertamente. Unas largas y desordenadas caravanas, escoltadas por la caballería, partieron de Hurrondah hacia el oeste y desaparecieron en la calima que envolvía las montañas. Aunque las familias de los rohillas se marcharon, ni un sólo artillero abandonó la ciudad. Una incongruencia que Amaury esperaba que pasase inadvertida. Pero no fue así. Un hircarrah alerta pronto informó de aquel hecho a Marriott quien, desconociendo la organización de los mercenarios y sin saber distinguir entre la caballería de los rathores y la artillería de los rohillas, hizo caso omiso de sus palabras. Para él, todos ellos eran unos bribones sinvergüenzas sin más.
Al día siguiente, Wrangham y él emprendieron su viaje.
Esa misma noche, Vedvyas vació sus sótanos y cargó todas sus riquezas —pagodas, rupias, mohures, lingotes de oro y plata, rubís y perlas— en unos carros que avanzaron en medio de la oscuridad tirados por sus respectivos bueyes y seguidos por un séquito compuesto de múltiples enseres domésticos. Iban escoltados por una tropa de rathores y un risaldar sénior de confianza. El traqueteo de las ruedas en mitad de la noche despertó al alférez Todd, que se puso una bata a tientas y corrió a ver qué sucedía. A la puerta del patio se topó con Amaury, completamente vestido, que volvía de las calles.
—Un alboroto de lo más llamativo, Hugo. ¡En mitad de la noche! ¿Qué ocurre?
—Eso mismo me he preguntado yo —dijo Amaury suavemente—. Tan sólo es una caravana de mercaderes que se dirige a Karnataka. Viajan de noche para evitar el calor del día. No te preocupes, Henry, vuelve a la cama.
Aquel incidente puso a Amaury sobre aviso: hacer ruido con las ruedas por la noche podría ser arriesgado. Apresuradamente, reestructuró sus planes. Durante la comida, dejó caer como sin darle importancia que tenía intención de hacer ejercicios de instrucción con sus mercenarios —los mismos que ya se habían marchado— en las inmediaciones de Hurrondah, pero fuera de la ciudad.
—Partiremos de madrugada —añadió— para practicar con la artillería y con fuego real, pasaremos la noche acampados en el campo y regresaremos al día siguiente. De modo que no se alarmen si oyen disparos a lo lejos.
Anstruther, haciendo gala de un sorprendente fervor, propuso que sus dragones también tomaran parte en esa instrucción nocturna. Amaury logró esquivar la propuesta con una sonrisa e hizo un guiño con los ojos cuando Caroline afirmó coquetamente que, debido a aquella exacerbada pasión militar del capitán Amaury, no conseguirían formar el equipo de cuatro que necesitaban para jugar una partida de cartas.
—El señor Beddoes y la señora Bradly no quieren jugar; el capellán no puede porque se lo impide su… conciencia. ¿No podría reconsiderarlo, señor?
—Miss Wrangham —dijo Amaury en tono solemne—, lamento no poder complacerla. ¡Pero le prometo que no pasará mucho tiempo antes de que sea capaz de ofrecerles unas excepcionales distracciones!
En la sala antes ocupada por el harén, había un montón de tierra y de escombros. Un hoyo de una yarda cuadrada se perdía con su vertiginosa pendiente en la oscuridad; tenía ocho pies de profundidad y atravesaba la pared con un túnel. En turnos de días enteros, los rohillas se despojaban de sus ropas hasta quedarse en paños menores, se ponían manos a la obra con picos y azadones, y transportaban sacos de tierra a la superficie. La primera vez que vieron las herramientas para cavar la zanja, empezaron a poner reparos alegando que esa tarea les correspondía a los culis y bramando que no era digna de unos guerreros de casta superior. Vedvyas les entregó impaciente varias pagodas. La codicia venció los escrúpulos y el túnel avanzó rápidamente. Cuando, según los cálculos de Amaury, llegaron justo hasta debajo del cuartel de la guardia, este les prohibió usar los picos. Laboriosamente, escarbaron los últimos pies de profundidad sólo con ayuda de los azadones y, entonces, comenzaron a cavar hacia arriba.
Amaury salió del hoyo y se sacudió la tierra de la cara y de la ropa.
—Ya es suficiente —dijo—. Debajo de la sala donde están las arcas públicas, hemos dejado una capa del grosor equivalente al de una mano. Acceder a la superficie será cuestión de minutos. Veamos cómo van los preparativos, sirdar sahib. ¿Se han ido ya las familias de todos los soldados?
—Sí. Las primeras en partir llegaron a Dharia hace dos días —respondió Vedvyas.
—¿Y qué hay de su propio séquito y sus arcas?
—Ya están en camino. Sin problemas.
—Bien. La artillería está sobre aviso y a la espera. ¿Cuántos soldados de caballería quedan aún aquí?
—Quince. Más estos —dijo Vedvyas señalando a los hombres que cavaban la tierra.
—¿Se ha llevado ya el último de los tiros para los cañones de seis libras y ha cambiado a los bueyes? —preguntó Amaury sacudiéndose la arena del pelo.
—Sí. Los tiros de caballos están listos y ocultos en una aldea situada a dos millas hacia el norte.
—¿Y los camellos?
—Hay seis en mis caballerizas.
—Perfecto. Los cañones partirán mañana de madrugada —dijo dedicando una alegre sonrisa a los rohillas—. Sólo una noche más, amigos míos. Un poco más de tiro y empuje y partiremos cabalgando veloces como rayos.
Amaury desparramó alegría durante la comida. Preguntó a Beddoes con gran descaro cuánto tiempo más pensaba aplazar su boda.
—Si sigue posponiéndola, señor, el capellán estará inmerso en una borrachera permanente que le impedirá atender sus deberes —dijo al tiempo que lanzaba una significativa mirada al somnoliento clérigo.
—¡Desde luego, faltará poco para que así sea! —respondió Beddoes—. ¡Maldito borrachuzo! Esperaremos a que regrese el general. ¿Confío en que será usted mi padrino?
—Me temo que ese es un honor que lamento mucho tener que rechazar.
—¿Por qué, señor?
—Sería de lo más indecoroso por mi parte —dijo riéndose entre dientes—, teniendo en cuenta que mi corazón siempre pertenecerá a su prometida.
—¡Debería darle vergüenza, capitán Amaury! —dijo Amelia riendo disimuladamente—. ¡Sus palabras han conseguido ruborizarme!
Amaury bebió poco y se negó a tomar un segundo vaso de oporto.
—¡Qué indecoroso, señor! —gruñó Beddoes—. ¡Jamás se debe rechazar un trago!
Después, aplacó la discusión que mantenían Anstruther y Todd acerca de cuál de los dos estaba realmente al mando de las tropas de Hurrondah mientras durase la ausencia del general.
—Yo llevo en el servicio desde septiembre de 1800 —afirmó Todd—. ¿Y tú?
—Tu servicio no tiene relevancia alguna —respondió Anstruther con frescura—. Los oficiales nombrados por el rey, sean del rango que sean, tienen prioridad frente a los hombres de la Compañía.
—¡No desde el amotinamiento de Bengala del 96!
—Caballeros —los interrumpió Amaury con aire solemne—, no olviden que estoy presente. Aún no he sido retirado de mi cargo oficialmente y no pienso interceder por ninguno de ustedes. De modo que lo arreglaremos con un duelo al amanecer, ¿les parece?
Los dos hombres se rieron al oír sus palabras y brindaron por él. De todas las personas que se encontraban en aquella comida, sólo Caroline, que no dejaba de formar bolitas sobre el mantel con las migas de pan, parecía distante y un poco encerrada en sí misma. De vez en cuando, miraba a Amaury para volver a apartar la vista de él de inmediato. A veces, Amaury se dirigía a ella con las típicas frases cordiales que correspondían a un caballero que se preciase en los eventos sociales del tipo de aquella comida. Ella respondía sucinta y educadamente, evitando mirarle a los ojos.
Antes de que saliera el sol, Amaury bajó el tortuoso camino que descendía por la colina sobre la que se encontraba Hurrondah, a la vanguardia de unos tiros de seis animales que servían para arrastrar los cañones. Todd, aún no desperezado del todo, se estaba afeitando en su veranda cuando vio adormilado cómo atravesaban con gran estruendo la llanura que usaban para pasar revista.
—Es rarísimo —caviló— que unos tiros de bueyes estén arrastrando todos los cañones de seis libras. Creía que Hugo prefería por encima de todo los cañones de tiro ecuestre. ¿Qué les habrá pasado a sus caballos? —el barbero le hizo un corte en la barbilla. Todd apartó la cabeza del indígena de un tortazo y se secó la herida con una toalla. Cuando volvió a mirar hacia la llanura, los cañones habían desaparecido tras los grisáceos albores del amanecer.
Amaury detuvo a sus hombres a tres millas junto a una bifurcación de aquel camino lleno de marcas de ruedas.
—Nos separaremos en este punto, señor Welladvice —dijo—. Tome el camino de la izquierda; Vedvyas lo guiará. La frontera de Berar está a treinta millas. ¡Avance tan rápido como pueda!
—Sí, sí, señor. ¡Iremos a toda vela!
—Se está metiendo en terreno peligroso —dijo Vedvyas estrechando la mano de Amaury—. Está colocando alrededor de su cuello una soga que bien podría tensarse. ¿No le basta con mis arcas para cubrir nuestras necesidades?
Amaury se rio.
—¡Cada cual tiene que pagar su parte! —dijo en inglés—. Tranquilo, Vedvyas, no me cogerán. ¡Nos reuniremos de nuevo en Dharia!
Amaury agitó un brazo en señal de despedida, hizo girar a Hannibal y desapareció entre los árboles cabalgando a medio galope. Tomando como referencia los ardientes rayos del incipiente sol, siguió un camino que rodeaba Hurrondah. Salió de la arboleda y se adentró en unos campos de mijos donde había una barrera de cactos alrededor de una aldea desolada. Un jemadar rohilla lo condujo hasta una plataforma situada bajo un árbol de Bo que había servido como lugar de encuentro para los consejos de los aldeanos desde tiempos inmemoriales. Los tiros de los cañones descansaban amarrados a los carros en la plaza. Los artilleros se pusieron en pie junto a sus caballos al ver llegar a Amaury. El cacique de la aldea lo saludó. Amaury depositó una bolsita tintineante en las palmas de las manos de aquel anciano.
—¡Aquí tiene! La recompensa por su discreción, Ramdhone Ghose.
Después, se quitó rápidamente el uniforme, las botas de montar y las espuelas. Se colocó un mugriento turbante en la cabeza, se puso unos pantalones holgados y una sucia túnica de algodón y se cubrió la cara con el borde de esta.
—Está bastante bien. Pero agáchese un poco. ¡Camina usted demasiado erguido! —el anciano entregó a Amaury las correas de un camello—. Si no está de vuelta cuando llegue la noche, partiremos hacia Dharia tal y como nos ha ordenado.
Amaury dejó la aldea con el camello avanzando pesadamente tras él. Para poner a prueba su disfraz, se acercó al borde de un pozo en el que tres campesinos estaban cogiendo agua. Lo miraron con indiferencia, lo saludaron y le preguntaron hacia dónde se dirigía. Amaury señaló mediante gestos el peñasco de Hurrondah, simado dos millas más adelante. Después, siguió el sendero lleno de curvas que los aldeanos empleaban para conducir el ganado al mercado. No se topó con nadie hasta que bordeó la llanura usada para el pase de revista. Ahí, los cipayos estaban haciendo maniobras y se pavoneaban formando unas arrolladoras columnas escarlata. Observó el sol. El incandescente astro no dejaba ver el horizonte. Con alivio, Amaury llegó a la conclusión de que había llegado en el momento planeado: Todd pronto desharía la formación de las compañías y las enviaría de vuelta a los barracones.
Encorvado como un tullido, con el dobladillo de la túnica cubriendo su cara, tiró de su lento camello a través de las abarrotadas calles, donde las gentes de la ciudad hacían negocios antes de que el fiero calor del día apretase demasiado. Llegó a los antiguos aposentos de Vedvyas. Entregó su carga a unos arrieros que estaban sentados junto a sus camellos y entró en el palacio, silencioso y desierto. Los rohillas que se encontraban en las salas que antaño hubieran servido de harén sonrieron al ver el aspecto del sahib. A pesar de ello, Amaury notó su nerviosismo. Cogió el narguile que uno de aquellos soldados de caballería tenía en la mano, se recostó sobre una pila de escombros y sujetó la boquilla.
—Sin prisas, hermanos. Esperaremos a que los cipayos hayan guardado las armas. Ahmed Khaliq, ve a vigilar. Cuando se hayan ido del cuartel de la guardia, avísanos.
Hablando con tranquilidad y con el narguile pasando de mano en mano, Amaury logró restablecer la calma entre sus hombres. A lo lejos, oyeron unas órdenes y el pesado paso de marcha de los soldados. El vigilante regresó.
—Los cipayos se han ido del cuartel de la guardia, sahib —anunció jadeante—. Se han dispersado por los barracones y los bazares.
—¡Tranquilidad, tranquilidad, Ahmed! —respondió Amaury sonriendo—. ¡Revoloteas como una gallina asustada! Sin prisas, mis muchachos, no hay confusión. Esperemos a que todo esté tan calmado como la verga de un eunuco… Muy bien. ¡Allá vamos! ¡De ahora en adelante, todos callados! ¡Ni una sola palabra!
Amaury cogió la cabeza de un azadón, se metió en el hoyo, se arrastró por el túnel y, al llegar al extremo, se enderezó. En medio de una profunda oscuridad, palpó el techo de tierra que se encontraba sobre su cabeza. Entonces, comenzó a raspar con cuidado. La tierra le caía en el pelo y se le metía por los ojos. De repente, una catarata de tierra se precipitó hasta el fondo con gran estruendo. Amaury permaneció quieto, a la escucha, tenso como la cuerda de un arco. No oyó nada más que la acelerada respiración del hombre que estaba agazapado tras él. Ante su cara, un diminuto agujero dejaba pasar una luz. Lo palpó y agrandó sus bordes con los dedos. Con cautela, introdujo la cabeza por él y, con los ojos al nivel del suelo, examinó el cuartel de la guardia.
Los jakdanes resplandecían en la penumbra como un catafalco. Los rayos de sol que se colaban por el arco de la puerta destellaban sobre las hileras de mosquetes amontonados. La sala de custodia quedaba fuera del alcance de su vista, presidida por la veranda. Escuchó con atención. Las voces procedentes de la veranda farfullaban en hindi. Los acompasados pasos del centinela que hacía guardia en el patio apenas se oían. Amaury bajó la cabeza y se puso a raspar la delgada capa de tierra que cubría el hoyo.
Minutos después, salió de él y se arrastró hacia el arco de la puerta. Sin hacer ruido, cruzó descalzo la sala donde se guardaban las armas y miró por la cerradura de la sala de custodia. Todas las estancias estaban vacías. Los cipayos estaban sentados en la veranda charlando animadamente. Volvió hacia atrás con rapidez y le hizo señas a un rohilla que estaba en pie con los hombros asomando por el borde del hoyo. Levantaron uno de los yakdanes. Su peso los hizo tambalearse. Durante un enfermizo instante, Amaury estuvo a punto de asumir el fracaso. Aquello pesaba demasiado. Apretó los brazos y juntos, ambos hombres desplazaron la carga levantada a un palmo del suelo y la metieron al hoyo, lamentando en silencio el tintineo de monedas que aquello provocó. Una de las asas se le escapó de la mano arrancándole un anillo de uno de los dedos. El tremendo golpe que la caja dio al caer al suelo pareció resonar como el cañonazo que anunciaba el mediodía. Los rohillas que se encontraban a la espera en el túnel, cogieron la caja y se la llevaron. Los chirridos y los golpes que acompañaron a la operación se desvanecieron cuando se alejaron de allí. Limpiaron el pasadizo; otros dos ayudantes se metieron en el hoyo y recogieron el segundo cajón.
Cuando sólo quedaba un jakdan, un cipayo fue a echar un vistazo a la sala en la que se guardaban las armas tarareando una melodía en voz baja. Amaury se agachó y susurró algo dentro del hoyo. Los trabajadores se detuvieron y se mantuvieron a la espera, quietos como estatuas. El soldado se fue tranquilamente.
—Déjelo estar, sahib. Es demasiado peligroso —dijo el rohilla acercando los labios al oído de Amaury.
Amaury sacudió la cabeza negativamente. El polvo y el sudor hacían que le picase todo. Aquellas frías gotas de sudor sacudían su rostro como una lluvia de invierno. Reunieron las fuerzas que les quedaban y dejaron caer la caja al hoyo, siguiendo su curso a cuatro patas a través del túnel.
Los rayos del sol sacudieron como una bofetada los ojos de Amaury, que se habían acostumbrado a la oscuridad. Sin que pudieran ser vistos desde el patio, apostados junto a las murallas del palacio de Vedvyas, los rohillas cubrieron con una arpillera las cargas que los camellos soportaban arrodillados. Los animales levantaban altaneros sus cabezas y emitían gruñidos de desaprobación. Amaury examinó las correas.
—¡Buen trabajo! Adelante, hermanos.
Se cubrió la cara, tomó una de las argollas que sujetaban a los camellos por la nariz y se alejó lenta y pesadamente del palacio.
Los demás lo siguieron en lo que parecía una caravana de arrieros que transportaban en camellos las mercancías que debían entregar a alguien.
Atravesaron las calles y bajaron la colina. Nadie les dijo nada y tan sólo les lanzaron rápidas miradas despreocupadas. Al pie, se encontraron con Beddoes. Escoltaba a Amelia, que volvía de visitar los bazares en su palanquín. El recaudador les dirigió un saludo en hindi. Amaury bajó la cabeza y se encogió de hombros. No se atrevía a contestar. Beddoes reconocería su voz. La comitiva pasó de largo en silencio.
—¡Condenados granujas maleducados! —exclamó Beddoes.
Llegaron a la aldea, descargaron a los camellos y pasaron los yakdanes a unos carros. Amaury se despojó de sus harapientos ropajes y se puso el uniforme.
—¡A los caballos, hermanos! ¡Montémoslos y desaparezcamos de aquí! —dijo.
Los rohillas montaron sus caballos, rodearon la plaza y cruzaron las puertas a medio galope. Uno de los caminos se dirigía hacia el oeste y ese fue el que tomaron.
Entre nubes de polvo, traqueteos y bandazos, aquellas quince mil libras que pertenecían a la Honorable Compañía se esfumaron en medio del desértico paisaje.
Todd miraba boquiabierto al acongojado havildar.; sintiendo cómo su propia consternación se reflejaba en aquel angustiado rostro.
—¿Desaparecido? ¿Todos los fondos de la Compañía? ¡Por Dios, Richard! ¿Qué vamos a hacer? —dijo.
Anstruther tomó un sorbo de ponche de arrak y volvió a sujetar el puro entre los labios.
—Supongo que ir al cuartel de la guardia y calcular los daños —respondió—. ¿Tiene tu hombre alguna pista acerca de quién ha sido?
—¡Claro que no! ¿Cómo iba a tenerla? ¡Maldita sea, Richard! ¡Tenemos que organizar la persecución y atrapar a los ladrones!
—Hace un calor insufrible para salir a cabalgar. No obstante, mis dragones están a tu disposición —admitió Anstruther perezosamente—; si es que logras descubrir hacia dónde han ido esos bribones.
Todd atravesó el piso y se dejó caer en una silla con las manos en las sienes.
—¡Jesús, menudo lío infernal! —Señaló a Anstruther con un dedo tembloroso—. Richard, tú eres un oficial con nombramiento real que reivindica su jerarquía. Es responsabilidad tuya decidir qué debemos hacer.
—¡Tonterías, Henry! Tus años de servicio están jerárquicamente por encima de los míos —vació su vaso y se reclinó sobre el respaldo de la silla—. Sugiero que esperemos a que Hugo nos aconseje. Mañana estará de vuelta.