Todd contempló agriamente el hoyo que había en el suelo de la sala de custodia de las arcas públicas y, sirviéndose de una linterna, examinó sus bordes toscamente labrados. Se deslizó por el túnel, observó la sala del harén llena de escombros y regresó a cuatro patas. A la luz de la linterna, algo relució levemente dentro del hoyo. Pensando que se trataría de una moneda que se les habría caído a los ladrones en su huida, se afanó por rescatar aquel descubrimiento. Pero no era una moneda, sino un sello de oro. Llevaba grabada la cabeza de un perro de caza. Todd lo reconoció al instante.
Giró el anillo lentamente, sujetándolo entre el pulgar y el índice, mientras escudriñaba estupefacto al círculo de silenciosos cipayos que lo rodeaban. Sus uniformes habían adquirido un tono púrpura bajo la amarillenta luz de la linterna y los redondos ojos de sus morenas caras expresaban su perplejidad. «¡Hugo! ¡Imposible! Fuesen quienes fuesen, seguro que los ladrones habían robado el anillo y se les había caído en la huida. Debían de haber registrado los aposentos de Amaury Pero ¿cuándo? Hugo había pasado la noche durmiendo en su habitación y había salido al amanecer. ¿Habría olvidado ponerse el anillo y se lo habría dejado en algún sitio? En ese caso, lo tendrían que haber robado de día, esa misma mañana o ya entrada la tarde. ¿Cómo era posible que unos ladrones cargados con semejante botín hubieran podido escapar de Hurrondah a la luz del día?».
Decidió adoptar una primera solución fácil e inmediata al problema. Todd se dio la vuelta.
—Está usted bajo arresto, Chandu Lal —dijo al desamparado havildar—. Por negligencia grave en el cumplimiento del deber.
Después, se encaminó con paso rápido hacia el palacio y entró en los aposentos de Amaury. La cama estaba hecha, con las cortinas mosquiteras cuidadosamente colocadas. En una pequeña cómoda de teca se amontonaban varios peines, cuchillas de afeitar y cepillos con el dorso de plata alineados en filas. Abrió los armarios. Las chaquetas y las casacas escarlata colgaban de las perchas y, en los cajones, se apretaban las camisas y las sábanas. El banian de Amaury seguía atento sus movimientos.
—¿Qué está buscando el sahib? Si su señoría me lo dijese…
—¿Ha llevado el capitán sahib algo de bagaje a la instrucción? —le preguntó Todd impaciente.
—Un poco de comida, algunos artículos de aseo en las alforjas y un petate… Nada más.
—¿Lo ha acompañado alguno de sus sirvientes?
—No, señor. Cuando el sahib Amaury sale a cabalgar, únicamente lleva consigo a un ordenanza rathor —el banian adoptó un aire despectivo antes de seguir—. Un zoquete zafio, totalmente incapaz de atender a un sahib.
—¿Lo reconoces? —dijo Todd mostrándole el anillo.
El banian lo observó y pareció sorprenderse.
—Claro que sí. El sahib Amaury jamás se lo quita del dedo —respondió.
—¿Han robado alguna cosa de estos aposentos?
—¿Cómo iban a poder hacerlo? Yo llevo aquí todo el día y la noche pasada el sahib durmió…
Todd lo interrumpió y se fue a los aposentos de Welladvice. El marinero tenía pocas posesiones y las que tenía habían desaparecido. Todd cruzó el patio, entró en el ala de Vedvyas y fue de habitación en habitación. Todas ellas estaban desiertas. Los restos dejados al partir invadían cada una de aquellas estancias: mesas rotas, cajas vacías, cacharros de cocina desechados, esteras de fibra de coco deshilachadas… Y todo ello estaba cubierto por una capa de polvo.
—¿Hola? ¿Hay alguien ahí?
El eco de su voz retumbó en las paredes.
«Vedvyas y Welladvice habían huido. ¿Serían ellos los culpables? ¿Y dónde encajaba Hugo dentro de aquel lío?».
Todd mandó ir a buscar un palanquín para que lo llevasen a casa de Marriott. Allí se encontró a Anstruther cambiándose para cenar. Le contó todo lo que había averiguado, pero no dijo ni una palabra del anillo que tanto lo atormentaba. El corneta terminó de anudarse el pañuelo, se miró en el espejo y se alisó las arrugas.
—Una prenda muy delicada —observó—. Es sumamente difícil de anudar. Has dado con tus delincuentes, Henry: ese maldito Vedvyas y el señor Welladvice quien, después de todo, no era más que un grumete canalla. Hoy ya es demasiado tarde para hacer nada. Cuando amanezca, cogeré a mis dragones e iremos en su busca.
—¡Yo los vi marcharse! —dijo Todd con tono de desesperación—. Llevaban cuatro cañones de seis libras tirados por bueyes y dos de tres libras tirados por caballos. Nada más. No había ningún animal de carga ni ningún carro con los que pudieran llevarse el botín.
—¡Pero si cada cañón tiene una carreta para municiones! ¡Qué inocencia la tuya, Henry! Me apuesto cualquier cosa a que en esas carretas había de todo menos bolaños —un sirviente le puso una chaqueta de velarte carmesí; Anstruther se colocó las solapas y se abrochó las presillas plateadas—. Una de las mejores hechuras de Schultz. ¡Me pidió quince guineas por ella!
Todd tragó saliva antes de ser capaz de formular la pregunta que lo preocupaba:
—¿Qué crees que le ocurrirá a Hugo?
—¡Uf! Pagaría por poder ver la cara que se le quedará cuando de la orden de ¡Carguen los… bolaños! —Anstruther se rio entre dientes pero, de repente, la sonrisa desapareció abruptamente de sus labios—. Ahora que lo pienso, podría estar en apuros. Esos bribones querrán deshacerse de él y preferirán hacerlo cuanto antes. ¡Por Dios! ¡En qué estamos pensando! —se quitó la chaqueta apresuradamente—. ¡Hay que ir tras ellos ya mismo! Daré a mis hombres la orden de ensillar y montar y nos pondremos en marcha. Síguenos con tus cipayos lo antes que puedas.
Todd acarició el sello que había encontrado y sintió un malestar en el estómago, como si hubiera sido sacudido por un repentino golpe. «¿Cómo era posible que Hugo no se hubiese dado cuenta de nada? Antes de que la compañía emprendiese alguna de sus marchas, Amaury siempre inspeccionaba minuciosamente los cañones, los armones, los tiros y las carretas. Y enseguida saltaba si encontraba el más mínimo error, ya fuera un cubo torcido o una cuchilla para los botafuegos mal colocada. ¿Cómo era, pues, posible que hubiese partido a las maniobras de tiro con unas carretas llenas de plata tintineante en lugar de munición?». Una amarga sonrisa torció la boca del alférez, y se dejó caer en una silla.
—Vuelve a ponerte la chaqueta, Richard. No podemos seguir el rastro de los ladrones en la oscuridad. Ni siquiera sabemos hacia dónde se han dirigido. Esperaremos a que sea de día y mandaremos a nuestros hombres que los busquen por la mañana. Mientras tanto, debemos poner al corriente al pobre desgraciado de Charles, que es quien debe responder de la pérdida ante la Compañía.
Anstruther, que tenía una pierna ya prácticamente metida dentro de una de sus botas de montar, lo contempló asombrado.
—¡No me lo puedo creer! —respondió—. ¡De repente, te tomas esto con mucha calma! Hugo cabalga sin sospechar nada con una panda de hombres que le rajarán el cuello, mientras tú…
—Estoy totalmente convencido —dijo Todd con aire cansado— de que Hugo sabrá cuidar de sí mismo.
A fuerza de castigar a los caballos, Amaury y las carretas cargadas con las arcas públicas llegaron a Dharia dos días antes de que lo hiciese la artillería. Vedvyas, que había decidido dejar atrás la lenta procesión de tiros formados por bueyes a cargo de Welladvice, ya estaba allí. Las familias y sus comitivas fueron alojadas en los edificios menos destartalados. No pasó mucho tiempo antes de que empezaran a quejarse de la invasión de serpientes que acechaba en todos los rincones de la ciudad. Estas habían picado ya a varios niños, que habían muerto atormentados. «Tenía que conseguir eliminar aquella amenaza; de lo contrario, sus gentes pronto abandonarían el lugar».
Amaury depositó en la ciudadela sus valiosos yakdanes bajo la custodia de una guardia. Ordenó a varios hombres armados con palos y sables que recorriesen hasta la última de las casas de aquella fortaleza y acabasen con la plaga. Mataron cobras, kraits y víboras por veintenas. Pero otras tantas consiguieron escapar, se ocultaron en rincones y recovecos, y les fue imposible dar con ellas.
Al final de aquel ardiente y peligroso día, Amaury se sentó sobre la muralla que rodeaba el patio del templo, se secó el sudor de la cara y contempló con repugnancia su bastón de bambú, manchado de restos de carne blanquecina mezclados con sangre.
—Es una tarea imposible —se lamentó—. Este sitio está infestado, completamente invadido por serpientes.
Vedvyas asintió con pesar, cogió un puñado de hojas de Bo y limpió con ellas el acero de su cimitarra. El viejo sacerdote, agazapado junto a la estatua que representaba al dios Shiva, estaba musitando algo en hindi. Vedvyas atravesó el patio delantero del templo y le preguntó algo bruscamente. Amaury, con la frente en las manos, no prestó atención a lo que su temblorosa voz respondió. No entendía el dialecto de aquel anciano, que imaginaba que era una lengua ancestral usada por los sacerdotes de aquel templo desde antes de la llegada de los mogoles. Vedvyas regresó, sentándose a su lado en la muralla.
—Si he entendido bien a ese viejo loco, promete que expulsará a las serpientes siempre y cuando no las matemos.
—Un encantador, sin duda —Amaury bostezó. El día había sido muy largo y agotador—. ¿Cómo hará tal milagro?
—No quiere desvelarlo. Dice que evacuemos a todas nuestras gentes antes de que salga el sol y las enviemos a la llanura. Asegura que podrán volver para el mediodía de mañana y que, para entonces, no quedará una sola serpiente en Dharia.
—¿Y qué le parece a usted, Vedvyasjee?
El mirasdar trazó unas marcas en el suelo con la punta de su espada.
—A veces, los hombres santos poseen poderes extraordinarios, sahib —respondió—. Nos encontramos ante un problema que no podemos solucionar, así que vale la pena intentar cualquier cosa.
La cansada mente de Amaury analizó la alternativa en caso contrario: una deserción en masa de la fortaleza y, con ello, el fin de todos sus planes. Al menos, el truco de aquel viejo charlatán le daría un respiro por un día.
—¡Hagámoslo entonces! Daré las órdenes.
Al alba, todos los habitantes de Dharia —humanos y animales— se habían trasladado a los pies de la colina sobre la que se encontraba la ciudad. Formaban una ruidosa multitud, expectante ante las conjeturas de lo que podría pasar. Amaury, negándose a la posibilidad de quedar en ridículo, había mantenido en secreto la razón para evacuarlos. Fue el único que permaneció en la ciudad, oculto en la ciudadela. Se dirigió a las almenas y observó desde allí la vista que ofrecía la fortaleza. Era como un mapa, con sus retorcidas calles y sus casas sin techo apelotonadas como un montón de cajas rotas que hubieran perdido su tapa. Contempló a las gentes arrastrándose como hormigas en la llanura a los pies de la colina. La ciudad estaba tranquila y en silencio; tapizada de sombras, sus tonos marrones y negros se apreciaban claramente a la luz del sol.
El sacerdote, engalanado y ataviado con una túnica de color azafrán, salió cojeando del templo, que quedaba mucho más abajo. Su cráneo afeitado resplandecía como un mohur recién acuñado. Cruzó el patio delantero, se colocó frente a la puerta de entrada a la ciudadela, levantó los brazos y entonó en un tono muy agudo un lastimero cántico.
Amaury oyó un crujido junto a sus pies que lo hizo saltar temiendo por su vida. Dos cobras salieron serpenteando de unos canalones de desagüe y se deslizaron hasta las escaleras que conducían hacia abajo. Una krait que parecía una cuerda negra y estrecha, la más mortífera de todas, salió retorciéndose de un hoyo y fue tras ellas. Amaury, que estaba temblando, desenfundó su sable hasta la mitad de la hoja. Pero lo volvió a enfundar rápidamente al recordar la condición que había puesto el sacerdote: había prohibido matar a aquellas bestias. Observó la escena desde una tronera. El sacerdote continuaba frente a la puerta, entonando aquel extraño estribillo de tono lastimero. Multitud de serpientes salieron de la ciudadela y reptaron hasta situarse a su alrededor. El hombre se dio la media vuelta y comenzó a andar arrastrando los pies sin dejar de entonar su cántico. Los reptiles lo siguieron.
El anciano recorrió las calles deteniéndose ante cada una de las puertas de la ciudad. Reunió a todos los animales venenosos que había en las casas, los establos y las bodegas en ruinas. Amaury lo perdía de vista cuando se adentraba en los callejones y en los edificios, pero podía adivinar su curso gracias al torrente de serpenteantes patrones negros, marrones y grises que lo seguía. Recorrió la ciudad de principio a fin. El sol cada vez estaba más alto y las sombras se iban atenuando.
Sintiendo repugnancia y fascinación al mismo tiempo, Amaury seguía la escena desde las almenas. El sudor imprimía un cosquilleo a sus costillas.
El sacerdote desapareció en la barbacana, volvió a aparecer en la puerta del exterior y bajó por el sendero seguido por su mortífera comitiva. De repente, se detuvo, se giró y agitó los brazos. Su canto se tornó en una especie de alarido, un espeluznante aullido como el que lanzan las almas atormentadas. Las escurridizas serpientes se dividieron en dos torrentes y abandonaron el sendero, dirigiéndose unas hacia la izquierda y otras hacia la derecha, perdiéndose entre las rocas y los matorrales que salpicaban la ladera. El anciano bajó por el camino tambaleándose y articulando conjuros. Después, se giró y volvió a subir. Se dirigió a la ciudadela arrastrando los pies, torció el cuello y lanzó una mirada a la solitaria silueta que lo observaba oculta en una tronera. Una sonrisa de infinita maldad se dibujó en sus pálidos labios.
—Puede bajar, sahib. Es seguro —gritó en perfecto hindi.
Amaury se encontró con él a la puerta de la ciudadela.
—He cumplido mi promesa —dijo el anciano—. No queda ni una sola serpiente en Dharia.
—Las ha expulsado hacia las laderas de la colina para alimentar aún más los horrores que estas ya encierran. El camino que conduce a la llanura es peligroso.
El anciano le lanzó una mirada maliciosa.
—Eso no es cierto —respondió—. Mis criaturas tienen prohibido acercarse a ese sendero. Mientras ustedes las respeten, sus gentes estarán a salvo. Le doy mi palabra.
—Será recompensado por ello.
El patriarca se rio socarronamente.
—¿Por salvar a las guardianas de Dharia de sus espadas y sus bastones? Era mi deber, sahib. Un hombre debe proteger a su familia.
Cuando Amaury le contó a Vedvyas lo sucedido, el mirasdar lo miró con recelo.
—Desde ahí abajo no hemos visto nada de eso. ¿Está seguro, sahib? A lo mejor el sol…
—¿Insinúa que he sufrido una alucinación? Me gustaría que así fuese —dijo Amaury estremeciéndose—, pero no. Estoy convencido de que no encontrará ninguna serpiente en el interior de las murallas. En cuanto a las laderas, así servirán como elemento disuasorio para posibles asaltantes, ¿no le parece?
La compañía de artillería llegó por fin. Con la colaboración de todas las manos disponibles para tirar de las cuerdas y con los animales de tiro esforzándose casi hasta el ahogo, consiguieron subir los cañones por el zigzagueante sendero. Mientras tanto, Welladvice relató con una sonrisa victoriosa un pequeño encontronazo que habían tenido con los dragones Ligeros de Anstruther cerca de la frontera de Berar. La ciudad contaba ahora con una población de seiscientas personas entre hombres, mujeres y niños, y todo el mundo se puso a trabajar para hacer que aquellos edificios resultasen habitables.
Amaury se había marcado tres objetivos inmediatos: establecer las fronteras del jagir de Dharia, contactar con los oficiales de las aldeas y crear una red de inteligencia. Desapareció en la jungla acompañado por veinte soldados de caballería, fue visitando una a una las aldeas e informó con benevolencia a sus caciques de que el inglés que tenían delante era el nuevo gobernador de Dharia. Tal imposición era dócilmente aceptada; los años de anarquía vividos habían enseñado a aquellos campesinos a someterse sin más a los caprichos del destino. Sus asentamientos eran pobres, sus campos estaban sin cultivar y los pocos animales de ganado que poseían estaban en los huesos, de modo que Amaury repartió inmediatamente entre ellos unas ayudas para que comprasen animales mejores y semillas para sembrar las tierras. A cambio, les pidió que enviasen a Dharia todos los hombres que no necesitasen para unirse a los trabajadores que Vedvyas había reclutado con el fin de reparar la fortaleza.
Urdió una red de inteligencia. Para ello, escogió a cuatro jóvenes de mente despierta en cada una de las aldeas y les encargó recopilar información sobre todo lo que fuese digno de destacar en los alrededores. También debían acudir a Dharia a toda prisa para comunicarle cualquier posible noticia urgente.
Amaury viajó hasta los confines más alejados del distrito y descubrió que sus fronteras presentaban un trazo tan vago como el de un horizonte nebuloso. Berar y Dharia confluían en una árida tierra formada por colinas y sabanas. Nadie sabía con exactitud dónde estaban el principio o el fin. El representante del Bhonsla, símbolo de la autoridad, estaba acuartelado en un lugar llamado Droog que Amaury, en solitario y a pie, exploró cautelosamente. Un campesino le contó que en aquella guarnición había ochocientos hombres armados.
Debía acabar pronto con Droog, el único resquicio de poder del Bhonsla Raghujee. No temía represalia alguna por parte de Marriott en Bahrampal y tampoco esperaba que la Compañía enviase una expedición para atraparlo. Ya no había motivo de guerra alguno, ningún casus belli. «El préstamo que había tomado de las arcas públicas —pensó sonriendo para sus adentros— ya había sido devuelto. Berar seguía en pie. ¿Cuánto tiempo más toleraría el Bhonsla la ocupación de sus tierras por un saqueador?».
Después de dos meses recorriendo el distrito, Amaury regresó a Dharia. Para entonces, su aspecto era prácticamente igual al de los hombres que lideraba. Tenía las mejillas hundidas y su aquilino rostro lucía un bronceado rojizo. Sus ropajes olían a sudor y a caballo. Se había deshecho definitivamente del uniforme de la Compañía y llevaba la misma túnica holgada y larga hasta las rodillas que vestían sus soldados de caballería, con un ancho fajín plateado alrededor de la cintura. Había pasado varias semanas durmiendo a la intemperie o en cabañas indígenas llenas de chinches y sólo se había alimentado de arroz y pan ácimo. Para beber, únicamente había tomado agua, salvo alguna ocasión en la que se permitió tomar algo de toddy[37]. Pensando con complacencia en el baño, las sábanas limpias y las comidas civilizadas que lo aguardaban, se bajó de la silla de montar y dio unas palmadas en el cuello a su purasangre. Era Hannibal, al que había decidido mantener como su caballo de batalla, mimado al cobijo de un establo reconstruido. Allí estaba Vedvyas, que se dirigió a él con gran agitación:
—¡Los pindaris atacan al norte, sahib! ¡Han saqueado una aldea que está a sólo veinte millas!
—Entonces, ¿qué hace usted aquí? —se quejó Amaury—. ¡Debería estar persiguiéndolos! —Gritó una orden. Una trompeta entonó el toque que anunciaba que debían montar y ponerse en marcha y el ajetreo se adueñó de los barracones y los establos. Welladvice llegó corriendo.
—¿Quién ha dado esa información?
Vedvyas señaló a un joven campesino, uno de aquellos espías que habían reclutado tan sólo dos semanas atrás en varias aldeas. Amaury le dio unas palmadas en el hombro y le entregó una suma de dinero.
—Buen trabajo, muchacho —le dijo—. Ve a por un caballo y guíanos. Señor Welladvice, coloque los arneses a los cañones de tres libras. ¡Partiremos en quince minutos!
Aquel sofocante día, Amaury condujo a sus hombres a medio galope en busca de los asaltantes. Localizaron su rastro y estrecharon el cerco. Los pindaris, conscientes de que los perseguían, se habían separado y dividido de inmediato, de modo que Amaury y sus hombres divisaron sólo a una parte de la presa que ansiaban cazar. Se trataba de unos cuatrocientos jinetes que intentaban cruzar un río de abruptas orillas, uno de los brazos del Godaveri. Aquella revuelta multitud se arremolinaba luchando por mantener el equilibrio dentro del vado. Amaury agarró del brazo a Welladvice y los señaló.
Rebotando sobre sus armones llevaron los cañones a toda velocidad hacia uno de los flancos.
—¡Encallen a la izquierda! —gritó Welladvice y todos los tiros giraron hacia la izquierda—. ¡Alto! ¡A sus puestos en el frente!
Los tiros reaccionaron como ondeantes fustas y orientaron los relucientes tubos de los cañones hacia un punto del vado por el que el enemigo tenía que pasar necesariamente. Veloces como el rayo, los jinetes se bajaron de sus caballos y separaron los armones; los tiros, al verse privados de la mitad de los hombres que los arreaban, avanzaron lentamente hacia la retaguardia. Los artilleros quitaron los seguros de los cajones de municiones y sacaron la munición y los cartuchos. En un sistemático frenesí, introdujeron las baquetas, colocaron la cebadura en los fogones, encendieron los botafuegos y apuntaron al objetivo con los cañones. Welladvice dio un paso atrás y, cuando vio que Amaury daba la señal convenida blandiendo la espada, levantó la mano.
—¡Fuego! —gritó.
La munición emitió un silbido, estalló y se rompió. Los artilleros volvieron a cargar los cañones sin perder el ritmo y dispararon de nuevo. Amaury esperó un minuto hasta que los cañones hubieron escupido ocho balas. Después, se lanzó a la carga con el escuadrón dispuesto en dos filas.
Aquella muchedumbre carente de un líder intentaba escapar, pero los pindaris eran una presa fácil para las espadas de los rathores. Atrapados como ratas entre el acero y el agua, soltaron las armas y comenzaron a implorar piedad a gritos. Aquello provocó la risa de los jinetes, que los hicieron pedazos hueso a hueso. Vedvyas detuvo la matanza gritando como un loco e intentando detener las espadas.
—¡Prisioneros! ¡Tomad prisioneros! ¡Cogedlos vivos!
Así fue de hombre en hombre hasta que, finalmente, logró contener a aquellos rathores tan ávidos de sangre y salvar la vida de sus vociferantes víctimas.
Amaury se volvió hacia él enfurecido.
—¿Qué diablos está haciendo? —le preguntó ásperamente en inglés—. Sirdar sahib, ¿para qué queremos dejar a esos bribones con vida?
—Necesitamos un ejemplo que sirva de escarmiento —respondió Vedvyas—. Haga como digo y los pindaris nunca más volverán a molestarnos.
Amaury lo miró a los ojos, respiró hondo y enfundó su espada. Cabalgaron durante toda la noche de vuelta a Dharia y alcanzaron sus puertas al alba. Atados a las perillas y los arzones de las sillas de montar, una centena de cautivos con los pies doloridos avanzaba tambaleándose junto a los caballos. Muchos de ellos estaban heridos, algunos habían sido rescatados del río a punto de ahogarse y todos ellos estaban destrozados tras aquella marcha de veinte millas que habían recorrido corriendo y andando a partes iguales. Vedvyas los encerró en una cabaña y colocó una guardia ante ella. Después, subió a la planta más alta de la ciudadela donde Amaury, recostado sobre unos cojines, devoraba un cabrito al curry. Saludó al mirasdar con tristeza.
—Sin esos prisioneros inútiles, Vedvyasjee, podríamos haber estado de vuelta anoche —untó una bolita de arroz en la salsa de chili y se la metió en la boca—. Usted no es un hombre piadoso por naturaleza… ¿Por qué decidió no matarlos?
Vedvyas examinó la comida y se relamió los labios antes de decir:
—¿Me permite, sahib? —cogió un puñado y lo masticó apresuradamente—. La primera vez que logramos apresar a varios pindaris, terminamos quemándolos vivos y, con ello, destruimos la prueba que hubiera servido para desalentar a sus amigos. Esta vez debemos lanzarles una advertencia mucho más fuerte, para que entiendan que atravesar Dharia tiene un precio mucho mayor del que pueden pagar.
—¿Qué piensa hacer? —preguntó Amaury inquieto.
—¡Déjemelo a mí, sahib! —escogió una jugosa exquisitez de entre aquellos manjares y la engulló—. Quizá sea mejor que no trate de averiguar lo que pretendo.
Pero, por supuesto, Amaury quiso saber acerca de ello. Los pindaris fueron divididos en lotes de diez y enviados bajo custodia a algunas de las aldeas cercanas a la frontera. La elección no se hizo al azar: se eligieron aquellas aldeas que los pindaris habían asaltado en sus rutas en el pasado. Amaury subió a su caballo y siguió a cierta distancia a un grupo que se dirigía a un lugar no demasiado alejado. Cuando llegaron, el havildar al mando tuvo una charla con el cacique de la aldea y, después, cedió sus cautivos a una muchedumbre de ansiosos campesinos, que pronto se incrementó con la presencia de los comerciantes del bazar y los trabajadores, que dejaron raudos los campos para unirse al grupo. Rodearon a los prisioneros y los empujaron hacia la jungla.
Amaury fue al encuentro del havildar que, apoyado en su caballo, se estaba rascando la axila tranquilamente.
—¿A dónde van? —le preguntó.
—Un poco más allá, al camino que siguen los carros para cruzar la frontera. Allí cumplirán las órdenes que les he dado en nombre del sahib Vedvyas —dijo sonriendo sombríamente—. Esta aldea fue arrasada por los pindaris hace un tiempo, así que seguro que sus gentes van a disfrutar de lo lindo ahora…
Con gran preocupación, Amaury se adentró en la jungla dejándose guiar por el clamor que se oía más adelante. Los árboles y los arbustos se hicieron menos densos. Detuvo el caballo a la altura de un claro en el que había un templo en ruinas sobre un altozano que descendía hasta el camino. Los aldeanos rodearon a los prisioneros lanzándoles toda suerte de insultos. Soltaron las cuerdas que ataban las muñecas de uno de los pindaris, le quitaron el taparrabos y le sujetaron fuerte la cabeza, los brazos y las piernas. Un musculoso campesino semidesnudo que llevaba un cuchillo en la mano se paseó alrededor de aquel pobre desdichado, le palpó las costillas y le clavó el filo. Después, le arrancó la cabellera lentamente, haciendo unos tajos que iban desde la nariz hasta el cogote. Entonces, acuchilló la columna del hombre de arriba abajo y trazó una sangrienta línea a lo largo de sus muslos y sus pantorrillas. Luego, se colocó frente a él y le hizo un profundo corte desde las mandíbulas hasta los genitales, atravesando cada una de las piernas para acabar en la punta de los pies.
El pindari gritaba y forcejeaba. Sus captores lo sujetaban firmemente mientras los espectadores de aquel espectáculo daban brincos y chillidos.
Amaury tragó saliva y se marchó. El sonido de aquel barullo se fue desvaneciendo a medida que se alejaba. Subió las escaleras que llevaban a sus aposentos, se derrumbó sobre un catre y cerró los ojos. En las ultimas cuarenta y ocho horas, no había dormido y había recorrido setenta millas, así que estaba totalmente extenuado. Por fin, logró conciliar el sueño, aunque más bien fue un sopor intermitente interrumpido por terribles pesadillas.
Cien cuerpos desollados vivos hacían de centinelas en la frontera; unos cuerpos que habían servido como venganza para las gentes del lugar al tiempo que suponían una advertencia para los pindaris. Durante muchos años, estos no volvieron a adentrarse en Dharia.
—¡Dios santo! ¿Y lo único que se te ha ocurrido es arrestar a un estúpido havildar?
Marriott, cuyo viaje había sido interrumpido por segunda vez, convocó un consejo después de la cena en la sala del comedor. Asistieron todos los ingleses presentes en Hurrondah, a excepción del capellán al que, cuando las damas se retiraron, tuvieron que llevar a la cama entre hipos. Los hombres tomaron asiento en torno a la mesa; había varias copas y licoreras desperdigadas sobre el mantel. El humo de los narguiles y los puros envolvía las velas para escapar después por las ventanas abiertas formando caprichosos remolinos. Cuando lo pusieron al corriente del saqueo de las arcas públicas, Marriott se quedó atónito y se sentó unos instantes a meditar sobre las posibles consecuencias. Tendría que afrontar la ira del Consejo y, probablemente, será retirado de su cargo. La escalera dorada que lo llevaba hacia lo más alto de una prometedora trayectoria profesional se había derrumbado ahora bajo sus pies. La frustración acentuó su furia.
—¡Vosotros dos merecéis que se os forme un consejo de guerra! —exclamó mirando fijamente a Anstruther y Todd—. Yo mismo me encargaré de que así sea… ¡Vaya si lo haré!
—¿Y qué otra cosa podíamos hacer? —dijo Anstruther malhumorado—. Tan pronto como salió el sol y su luz permitió ver algo, me puse en marcha con mis dragones. Seguimos los surcos dejados por las ruedas de los cañones y logramos dar con ellos cerca de la frontera.
—¿Cómo? ¿Que disteis con ellos? Y, entonces, ¿por qué demonios no están aquí bajo guardia?
—Te voy a explicar por qué —dijo molesto el corneta—. Debido al polvo que levantaban nuestros caballos, nos vieron a lo lejos y se dispusieron a atacar. ¿Te has visto alguna vez frente a seis cañones que te apuntan con la carga colocada y los botafuegos humeando a un palmo del fogón? ¡No! ¿Hubieras sido tú, Charles, tan valiente como para lanzarte a la carga con sólo veinte dragones?
Marriott se encendió un puro. Le temblaban las manos. Aspiró el humo y tosió.
—¿Y qué pasó entonces? —preguntó.
—Até un pañuelo a mi sable y avancé solo. ¡Pero por Dios! ¡Si lo que tendrías que hacer es recomendarme para un ascenso en vez de pensar en consejos de guerra! El canalla de Welladvice se dignó a recibirme de forma bastante civilizada. Le pedí que me dejara ver el interior de sus carretas de municiones. —Anstruther se abanicó la cara y prosiguió—: A mi entender, mi conducta sobrepasó con creces los límites de la valentía.
—¿Se quejó él?
—Sonrió entre dientes como un bruto y abrió todos los cajones de las carretas. Allí no había nada más que cartuchos, botes de metralla y bolaños.
—Me imagino —dijo el general Wrangham— que habrán usado esos cañones para desviar su atención de los fondos de la Compañía. ¿Se vio obligado a dejarle marchar?
—¿Y qué iba a hacer? —respondió Anstruther después de abrir los ojos sorprendido—. ¡Sólo a un zoquete como Amaury se le ocurriría enfrentarse a unos cañones!
—¡Hugo! —exclamó Marriott—. ¿Lo has visto a él o, quizás, a Vedvyas?
—No. Yo creo que Hugo ha sido asesinado.
Todd se revolvió nervioso en la silla.
—Por desgracia, yo también me temo que tiene usted razón —dijo Wrangham—. Esos villanos no habrán tenido otra elección. Y ahora se habrán esfumado hacia alguna parte de Berar con la caballería, los cañones y el dinero.
Beddoes apuró su copa de Burdeos y la depositó sobre la mesa con decisión.
—¡Que me lleven los diablos si veo al joven Amaury trotando acobardado como una oveja hacia el desastre! ¡Están muy confundidos con ese hombre! ¡No he visto un tipo más despiadado que él en toda mi vida! Absolutamente implacable. De esos que se forjan sus propios imperios pasando por encima de quien sea. No es tan distinto a mí mismo, ¡pardiez! ¿Cómo saben que no se encuentra vivo y coleando y que no ha decidido convertirse en un mercenario errante?
—¡No tiene ningún indicio para afirmar tal cosa, señor! —protestó Todd enfadado—. ¿Por qué mancillar el honor de un hombre que, sin duda alguna, es…? —de repente, calló y se mordió el labio.
Beddoes le lanzó una penetrante mirada.
—Mi querido señor Todd, ¿qué iba a decir? ¿Por qué se ha callado? ¡Vive dios, que yo me niego a afirmar que Amaury esté muerto hasta que lo vea encerrado en un ataúd!
—¡Las conjeturas no nos son de gran ayuda, caballeros! —dijo Marriott con impaciencia—. Tenemos que trazar de inmediato un plan para recuperar los fondos robados. Con la caballería, los cipayos y su consentimiento, sir John, mi propuesta es que vayamos directamente tras ellos.
—¿Y que una fuerza de la Compañía invada Berar? —replicó Wrangham frunciendo la boca—. Eso está expresamente prohibido por la Ley de la India del 84. Ningún servidor de la Compañía, ni aunque sea el mismísimo gobernador general, puede declarar la guerra sin la autorización del Consejo de Directores.
—¿Quién ha dicho nada de declarar la guerra? —dijo Marriott exasperado—. Pero tendremos derecho a recuperar lo que nos pertenece, ¿no?
—Ese es un matiz demasiado sutil que no cambia las cosas, señor Marriott. Bajo ninguna circunstancia autorizaré al ejército a que penetre en un estado indígena.
Los dos hombres continuaron malhumorados con su discusión. El general se mostraba obstinado y Marriott indignado.
—¡Por Dios y todos los santos! —dijo Beddoes levantándose con gran esfuerzo—. ¡No soporto esta riña absurda! ¡Menuda pareja de flojos blandengues que son ustedes! ¡Como casi todos hoy en día! Hace treinta años, yo habría perseguido a esos maleantes hasta donde hubiera hecho falta. ¡Buenas noches, señores!
Entonces, salió de la sala dando un portazo.
—Hace treinta años, Robert Clive acababa de marcharse de la India —dijo Wrangham secamente—. Beddoes no es consciente de que las cosas han cambiado. No, señor Marriott. Es totalmente necesario que actúe usted con moderación. Le sugiero que escriba al Consejo, en concreto, al señor Harley. Espere a que le respondan diciéndole qué hacer.
—¡Pasará un mes o más antes de que nos llegue la respuesta! Y, mientras tanto, nosotros no hacemos nada —Marriott apagó furioso su puro, cogió una vela y se encendió otro—. ¿Qué sentido tiene mantener a los soldados zanganeando en nuestros barracones?
En Bahrampal no nos hacen falta, pero luego se nos prohíbe enviarlos más allá. ¡Hubiera sido mejor que hubieran vuelto a Madrás!
—Comparto totalmente su opinión, señor, y mi intención es precisamente llevármelos conmigo cuando me marche.
Todd dio tal manotazo en la mesa que volcó su copa. Un charco carmesí impregnó el mantel.
—¿También a los ci-cipayos? —preguntó tartamudeando—. ¿De vu-vuelta a Karnataka, a Arcot?
—Así es, señor Todd.
Claramente desconcertado, el alférez limpió la mancha de vino con una servilleta.
—Pero no puedo… Todavía no… No cuando Hugo está… —empujó su silla hacia atrás, se levantó y abandonó el salón con paso vacilante.
—Henry idolatraba a Amaury —comentó Anstruther entristecido.
Mientras Caroline se cambiaba de ropa tras su paseo matinal a caballo, Amelia, horrorizada ante las noticias que Beddoes le había transmitido, le contó que Amaury había muerto. La cara de la joven se volvió gris como las cenizas de una hoguera, ya consumidas y frías. Un escalofrío incontrolable sacudió su cuerpo de la cabeza a los pies. Amelia logró sujetarla cuando se desvaneció, la tumbó en la cama y corrió a buscar sales de alcanfor y bicarbonato amónico. Caroline permaneció tumbada inmóvil, con sus verdes ojos muy abiertos y la mirada perdida. Y así estuvo hasta que llegó la noche, negándose a comer o beber nada. Cuando se puso el sol, Amelia, sumamente alarmada, decidió hacer uso de sus artes médicas. Echó unas gotas de láudano en un vaso de agua y se lo hizo beber. Caroline durmió pesadamente toda la noche y, al día siguiente, no salió de su habitación y se negó a ver a nadie. Ni siquiera a su padre. Tan sólo Amelia disfrutaba de ese privilegio.
—¿Qué le pasa a la niña? —preguntó el general—. Amaury no es el primer conocido suyo que muere. En Madrás, los hombres mueren como moscas.
Amelia, que estaba preparando unas gachas, decidió guardarse su opinión para sí misma.
Después de una semana, Caroline retomó el papel que le correspondía en la reducida comunidad de Hurrondah, reanudó sus paseos matinales a caballo y volvió a comer con todos. Estaba pálida y apática, habiendo perdido la vibrante vivacidad que la caracterizaba. La misma languidez mostraba Todd que, sorprendentemente, descuidaba sus deberes, se mostraba retraído e insociable y parecía estar tristemente perdido en sus pensamientos. Anstruther se esforzaba por entablar conversación. Caroline le respondía con una melancólica sonrisa y Todd con siniestras miradas. Desalentado, desistió en sus intentos alegando:
—¡Son una pareja de lo más lúgubre! ¡No sé qué es lo que tanto les aflige!
El general Wrangham, ocupado con los preparativos de su marcha, se fue impacientando cada vez más debido al desánimo de su hija, que él interpretaba como uno de los incomprensibles berrinches típicos del género femenino. También le molestaba haber animado a Marriott a pedir la mano de Caroline antes de que se produjera el robo en el cuartel de la guardia. Sabía que la mala actuación de Marriott en ese asunto merecería una amonestación del Consejo e incluso podría suponer el fin de su carrera. Pero como era un hombre de honor, Wrangham decidió que no podía dar marcha atrás; había dado su palabra y no había más que hablar. «¿Habría pedido aquel hombre ya la mano a su bija? De no ser así, ¿por qué no lo había hecho aún?». Con cierto enojo, sir John atacó directamente al recaudador cuando salía de su oficina.
—Se está acabando el tiempo, señor. ¿Ha hablado ya con Caroline?
Marriott dejó caer un montón de escrituras y miró al suelo antes de responder:
—Todavía no. No es precisamente el momento más oportuno… Su hija no parece ser ella misma…
—¡Puro cuento! Es por culpa de este enfermizo verano. ¡Eso es todo! ¡Maldita sea, yo mismo me siento como un trapo! ¡No lo posponga, señor! Quiero ver a mi hija comprometida antes de que partamos para Madrás.
A la mañana siguiente, antes de que saliera el sol, Marriott se puso su mejor chaqueta azul de Sajonia, un pañuelo de seda, unos pantalones de montar oscuros y unas relucientes botas y fue al encuentro de la escolta de Caroline. Como de costumbre, la esperaban con los caballos a la puerta de su bungalow. Se las ingenió para enviar a Fane a la sala de audiencias y ordenó Anstruther que se marchara, de modo que logró ir a cabalgar con ella a solas. La joven tenía ojeras y unas pequeñas arrugas debidas al cansancio se dibujaban en las comisuras de sus labios. Parecía estar abstraída y respondía someramente a la intrascendente charla que Marriott mantenía. El recaudador se sentía consternado. Aquella joven retraída no tenía nada que ver con la atrevida y provocativa muchacha que lo había besado en la pista de carreras.
—Caroline, te ruego que me perdones —dijo armándose de valor—. He de hablar contigo de algo que tiene ocupados mi corazón y mi mente día y noche. Hace tiempo te confesé que te amaba profundamente. Mis sentimientos no han cambiado. Te quiero más de lo que puedo expresar con palabras. Humildemente, te pido…
—¡Para, Charles! —La mano con que la joven sujetaba el látigo no parecía tener sangre en las venas—. No debes seguir hablando… No puedo aceptar… El matrimonio no está hecho para mí, ni contigo, ni con nadie más…
Confuso, Marriott contempló la afligida expresión de su rostro.
—Creí que sentías algo… Como recordarás, en Madrás me prometiste que quedábamos comprometidos.
—De eso hace mucho tiempo y muchas son las cosas que han pasado desde entonces. Es imposible, Charles. Debes olvidarme, borrar mi imagen de tu mente. No estoy preparada…
—Sir John —le interrumpió Marriott con determinación— aprueba mi petición de mano. De modo que supongo que la desaprobación de tus padres ya no es problema.
—No importa —respondió ella atisbando en los ojos del muchacho el dolor que sus palabras le causaban. Le cogió la mano y prosiguió—: Perdóname, Charles. Seguro que piensas que soy una inconstante y una desleal. Me apena saber que albergarás tan bajo concepto de mí, pero es mejor así. ¡Olvídame, Charles, te lo suplico! Bórrame de tus pensamientos como a una mujer que no merece tu respeto. Esa es —añadió abatida— la verdad.
El semental de Marriott dio una embestida. Tiró ferozmente de las riendas y contempló el familiar paisaje con el ceño fruncido. El sol había conferido un tono bermellón a la apagada llanura salpicada de matorrales y sus rayos destellaban sobre las lisas rocas negras de Hurrondah. Marriott apretó los puños. «En obediencia a algún capricho femenino, aquella joven había cambiado de opinión. No sacaría nada en claro especulando acerca de sus motivos. Las riquezas y las influencias de los Wrangham se habían ahogado para siempre como el gigante Adas. Se enfrentaba a un futuro incierto ensombrecido por un tremendo error que le acarrearía una amonestación oficial. ¡Dios! ¡Incluso podrían mandarlo de vuelta a Madrás! Relegarlo de nuevo a aquel pupitre manchado de tinta con los libros de contabilidad de un mercader asistente. ¡Maldita fuera esa arpía indecisa!».
—Me llama poderosamente la atención que tu cambio de opinión coincida con el revés que ha sufrido mi suerte hace nada —dijo movido por el rencor y el despecho—. ¿Temes comprometerte con un hombre cuya carrera profesional pudiera estar en peligro?
Caroline lo miró perpleja.
—No entiendo lo que quieres decir, Charles. La única desgracia de la que tengo conocimiento —continuó apenada— afecta a otra persona…
Marriott recobró la compostura.
—Has tomado tu decisión, querida. No hay nada más que decir. Debo aceptar de buen grado el rechazo de mi proposición. ¿Volvemos a la casa?
Con amarga complacencia, Marriott contempló las lágrimas que afloraron a los ojos de Caroline.
Cuando le contó al general que su hija lo había rechazado, este experimentó cierto malestar acompañado por una sensación de alivio que trató de ocultar.
—¿Y no le ha explicado sus motivos? —preguntó con irritación.
Después, fue a la habitación de la joven y regresó de ella con aire de preocupación.
—Está desquiciada. No muestra ni un gramo de sensatez —miró a Marriott abiertamente—. Le aseguro que lamento que las cosas hayan tomado este cariz. Quizá cuando pase un tiempo y Caroline haya recobrado la salud…
—No, señor —respondió Marriott con firmeza—. Siento profundamente que su hija haya rechazado mi mano, pero eso es algo que ya está hecho y así debe quedar. Estoy plenamente convencido de que nunca cambiará de opinión.
La boda de Beddoes alivió un poco el sombrío ambiente que había invadido Hurrondah y se había instalado en su diminuta comunidad como un añublo. Beddoes había anunciado su intención de dejar Bahrampal junto con el general Wrangham e insistió en contraer matrimonio con Amelia antes de partir.
—¡Sería sumamente indecoroso llevármela sin haberla desposado!
Registró el dormitorio del capellán, le requisó el brandy, el ron, el burdeos y la ginebra, y lo tuvo encerrado bajo llave veinticuatro horas antes de los esponsales.
El clérigo, pálido y tembloroso, celebró la boda en el salón de Marriott. Sir John fue el padrino y llevó del brazo a la novia. Anstruther acompañó al novio, ofreciendo un glorioso aspecto militar de tonos escarlata, azules y dorados. Caroline, en calidad de adusta y apagada dama de honor de la novia, escoltó a Amelia hasta el altar, un escritorio cubierto por un mantel sobre el que habían colocado unas velas. Relucían tanto que parecían largas lanzas doradas.
Cuando terminó la ceremonia, Beddoes tomó a su esposa y la condujo al comedor, donde les aguardaba un desayuno nupcial. Amelia, del brazo de su esposo, evitó mirar a Marriott a los ojos. Una vez en el comedor, se descorcharon varias botellas y el champán borboteó a raudales.
—¡Por los novios! —exclamó Wrangham levantando la copa—. ¡Para que siempre le acompañen la salud y la felicidad, señora Beddoes! ¡Y a usted también, señor!
El capellán, que sufría terriblemente debido a la abstinencia, se lanzó desaforado sobre el licor. Anstruther pronunció un brindis y Fane hizo lo mismo. Los sirvientes corrían atareados de un lado a otro, descorchando botellas aquí y allá. El rumor de las voces era cada vez más fuerte. Todd dejó su copa sobre la mesa sin haber bebido nada, se escabulló del salón, atravesó la veranda y se topó con Caroline entre las sombras. Estaba recostada en un sillón, espantando las moscas con un abanico de plumas. Tenía la mirada perdida en la llanura reservada a las maniobras.
—¡Ha abandonado usted la fiesta muy temprano, señor Todd!
El alférez se sentó a sus pies en un escalón de la veranda, sujetó la espada entre las piernas y escudriñó la empuñadura.
—Es una situación difícil para mí, miss Wrangham. Mis hombres no han sido capaces de cumplir con su deber y yo me siento obligado a acompañarles en la desgracia. Además, no sabemos a ciencia cierta… Teniendo en cuenta las circunstancias, no me encuentro muy animado.
—Yo tampoco —Caroline suspiró—. Pero pronto nos mudaremos a Madrás donde, si Dios quiere, las reuniones en sociedad, las cenas y los bailes diluirán todos nuestros recuerdos de este odioso lugar.
—Estoy decidido —dijo Todd apesadumbrado— a no volver. Tengo un deber que cumplir y, sólo cuando lo haya hecho, podré descansar tranquilo.
—¿Le está permitido revelar su naturaleza?
Todd hizo girar la empuñadura de la espada entre sus dedos.
—Tengo que descubrir qué es lo que le ha ocurrido realmente a Hugo Amaury y disipar las dudas —respondió.
El abanico de Caroline cayó al suelo con gran estruendo.
—¿Las dudas? ¿Qué quiere decir? Según cuentan todos, el capitán Amaury ha muerto. No hay dudas.
Todd palpó uno de sus bolsillos, dudó un instante, tomó el sello en la mano y lo sacó con el puño cerrado.
—¿Me promete que guardará el secreto que le voy a contar?
—Le doy mi palabra de honor.
Todd abrió la mano y le enseñó el anillo.
—Este sello era… es… de Hugo. Yo creo que sigue vivo.
Caroline trató de incorporarse del sillón, pero volvió a recostarse intentando coger aire. Alarmado, Todd corrió a la habitación de la joven y le trajo una botella de sales aromáticas. Ella la rechazó.
—Señor Todd… Henry… ¡Por el amor de Dios! ¡Cuénteme ahora mismo por qué piensa eso!
Todd volvió a sentarse en las escaleras, le describió cómo fue el robo acaecido en el cuartel de la guardia y le contó cómo él había encontrado el anillo en el túnel.
—A mi entender, esto prueba que Hugo estuvo presente durante el robo. Y, si estaba allí, seguro que fue él quien guio a los ladrones. ¿Se lo imagina usted implicado en una aventura tan terriblemente arriesgada?
—Pero ¿por qué? —preguntó Caroline desconcertada—. ¿Por qué iba a comportarse el capitán Amaury de una manera tan espantosa?
A lo lejos resonaban las carcajadas de la fiesta y se oía el tintineo de las copas. Anstruther, con su voz de tenor, cantaba alegremente Kate of Aberdeen. El capellán se asomó tambaleándose a la entrada y cayó de cabeza en la veranda. Todd torció el gesto disgustado.
—Creo —dijo fríamente— que Hugo está convencido de que, a los ojos de los ingleses, no le queda ni un rastro de reputación alguna que perder. Y tampoco él ha sido jamás un hombre que respetase la opinión del resto del mundo. El viejo Beddoes tenía razón: Hugo ha decidido convertirse en un soldado de fortuna, en un lancero errante en la India.
A Caroline se le empañaron los ojos. Juntó las manos y entrelazó los dedos jugueteando nerviosa con ellos.
—¡Ojalá esa suposición fuera cierta…! ¡Ojalá estuviera vivo! Lo demás no importa. ¡Nada en absoluto!
—Eso en caso de que estuviera vivo, que es algo que tengo que averiguar antes. Si así fuera, intentaría convencerlo para que volviera.
—¿Piensa ir a Berar en su busca?
—Sí. Los preparativos del viaje ya están en marcha.
Caroline se incorporó y se inclinó hacia delante. Sus ojos esmeralda parecían estar encendidos.
—Henry, ¡lléveme con usted! —exclamó cogiendo las manos a Todd.
—¿Llevarla conmigo? ¡Eso es imposible de todo punto! —respondió después de quedarse boquiabierto—. Miss Wrangham, ¡no sabe lo que dice! Su indisposición, este calor… —se puso en pie de un brinco—. Permítame que le traiga un cordial, un poco de brandy con agua…
Caroline lo cogió del brazo e inquirió con firmeza:
—Henry, ¿por qué quiere usted ir en busca del capitán Amaury?
—Me salvó la vida —respondió Todd sosegadamente—. Tengo que tratar de evitar que ahora arruine la suya propia. Además, lo… lo admiro… es mi amigo…
—¡Está claro! ¡Usted adora a ese hombre! ¡Y yo —dijo exultante— también! ¡Ya lo ve! ¡Lo confieso abiertamente y sin pudor! ¡No se hable más, Henry! ¡Tenemos que ir juntos en busca de Hugo!
El capellán, boca abajo tragándose el polvo del suelo, vomitaba ruidosamente.
La prioridad absoluta de los trabajadores llegados a Dharia a petición de Amaury era reparar la fortaleza. Así lo hicieron, y también ayudaron a restaurar las casas en las que vivían las gentes. Mientras se planteaba la posibilidad de reconstruir todo lo demás, en un estado aún bastante ruinoso, Amaury descubrió que le habían quitado el trabajo de las manos. Las noticias de las terribles represalias tomadas contra los pindaris se habían esparcido como la pólvora; se contaba que una poderosa mano se había hecho con una tierra descontrolada y había puesto fin a la anarquía en ella reinante. Numerosas gentes de provincias tan distantes como Oudh, Orissa, Bundelkhand y Mewar, azotadas por las guerras y el pillaje, habían huido para refugiarse en el lejano y seguro feudo de Amaury. Varios grupos de indígenas, unos bastante grandes y otros más bien reducidos, comenzaron a filtrarse en el jagir. Algunos se asentaron en las aldeas y se dedicaron a labrar las tierras. Otros, en su mayor parte comerciantes y artesanos —sastres, zapateros, alfareros y metalúrgicos—, prefirieron establecerse en la propia Dharia y allí abrieron comercios y manufacturas.
Ayudado por sus espías, Amaury vigilaba de cerca a aquellos inmigrantes. Acogió complacido a los que llegaban con intención de recuperar sus fortunas y alistó a los mercenarios que vagaban en busca de un nuevo trabajo. Ahorcó a los matones y a los ladrones con prontitud e hizo públicas sus fechorías a lo largo y ancho del lugar. Se mantenía activo día y noche, sin descanso. Recorría cientos de millas de aldea en aldea, administraba justicia y resolvía las pequeñas disputas. Consiguió incrementar la producción de los cultivos concediendo tierras a los recién llegados.
En Dharia, eran los asuntos fiscales los que ocupaban casi todo su tiempo. Llegó a manejarse a la perfección con la nueva moneda ya que, en el norte y el centro de la India, normalmente se utilizaba la rupia en lugar de la pagoda habitual en el sur. Tras un acuerdo amistoso con Vedvyas, Amaury pagó a las tropas de su propio bolsillo, otorgó pensiones a los heridos o a quienes tuvieran muertos —tres rathores habían perecido en la lucha contra los pindaris— y entregó una cantidad en metálico a los artesanos del ejército para que pudieran comprar los materiales que necesitaban para sus tareas. Envió a varios expertos en trueques a Bikaneer para que consiguieran azufre y nitrato de potasio. Compró hierro en Gwalior y mandó traer cobre de las minas de Misore. Pocos fueron los metalúrgicos itinerantes que escaparon a las garras de Welladvice. Encerrados en la fundición que este había creado, comenzaron a fabricar artillería, mecanismos de llave para los mosquetes y tubos para los cañones. Vedvyas pagó a los trabajadores civiles y les concedió las ayudas prometidas por Amaury a cambio de que trabajasen los campos abandonados y arruinados. El plan funcionaba a la perfección. El banian de Vedvyas ayudaba y vigilaba de cerca a los amanuenses a cargo de la contabilidad de las arcas públicas; tomaban nota de todo en los libros y se los entregaban a su maestro y a Amaury para que los examinasen.
—Una asociación comercial muy ventajosa —afirmó Vedvyas al ver las cifras totales de Amaury—. El regateo se nos da tan bien como a un par de opulentos usureros bengalíes.
Los mercenarios alistados por Amaury formaban un grupo de lo más variopinto. Había najibs[38], musulmanes, marathas, jatis[39] y mewaris[40]. Sin pensárselo dos veces, quitó los caballos a los pocos jinetes que se contaban entre ellos y centró sus esfuerzos en formar un grupo de infantería. Envió a unos oficiales a continuar con el reclutamiento en Mewar y regresaron con cincuenta najibs armados con mosquetes de mecha y anticuadas llaves de rueda. Pidió a Welladvice que se concentrase en la fabricación de mosquetes de chispa y se encargó de la instrucción de sus reclutas, enseñándoles ejercicios de infantería y maniobras. Esa tarea se sumaba a todas las demás que ya desempeñaba y llevó la incesante energía de Amaury al límite.
Él era consciente de que su formación presentaba un desequilibrio pernicioso; necesitaba el apoyo de la infantería para poder librar victorioso grandes batallas. Además, tenía claro que el representante del Bhonsla en Droog, a sesenta millas, pronto adoptaría medidas contra aquel pequeño ejército impertinente que había osado ocupar Dharia y pretendía hacerse con su jagir. Odiaba tener que mantenerse a la espera de ser atacado y su instinto le decía que debía anticiparse al golpe. Pero la lógica perspicacia militar logró domeñar su impaciencia: sólo con la caballería y los cañones le sería prácticamente imposible asaltar un fuerte.
En medio de aquel intervalo, con el monzón cada vez más próximo, varios espías de las aldeas situadas al oeste acudieron presurosos a Dharia. Su información, contradictoria y confusa, dejaba adivinar que la guarnición de Droog se había puesto en marcha. Pero Amaury no lograba encontrarles el sentido a otros relatos referentes a una fuerza distinta que avanzaba a la vanguardia. En cuanto a las estimaciones acerca de los hombres con que contaba el enemigo, las cifras variaban por miles. Sacó la conclusión de que un ejército considerable se estaba acercando a su fortaleza y, maldiciendo aquella prudencia que había concedido al enemigo el privilegio de tomar la iniciativa, entregó un caballo a cada uno de los soldados que sabía montar, colocó los arneses a todos los cañones, reunió a sus ochenta soldados de infantería a medio enseñar y partió a su encuentro.
A veinte millas de Dharia, oyó el retumbar de un cañón y el sonido de una salva que chisporroteaba igual que las ramas de una crepitante hoguera. Totalmente perplejo, se preguntó contra quién podría estar luchando el enemigo. Se detuvo y examinó el terreno. Observó el rastro de varias pulgadas de profundidad que una carreta había dejado sobre la arena de una especie de claro de media milla de anchura, salpicado de espinosos cactus y de unos tamariscos que se bifurcaban en tres ramales puntiagudos a ambos lados. Los remolinos de polvo bailoteaban como danzantes embriagados, la ardiente bóveda celeste lanzaba un calor abrasador sobre la tierra. Chamuscados y apagados, quebradizos como huesos envejecidos, la hierba, los arbustos y los árboles parecían implorar las lluvias curativas del monzón. La luz le quemó en los ojos a Amaury, que tenía el cuerpo empapado en sudor.
—Paren aquí —dijo a Vedvyas—. Cogeré a un par de hombres y nos adelantaremos para hacer un reconocimiento del terreno.
Amaury recorrió a medio galope el sendero que cruzaba el valle, divisó una nube de polvo a lo lejos y apretó el paso hacia la pendiente arbolada que se elevaba como un muro a su izquierda. Los disparos retumbaban cada vez más fuerte; escuchó las salvas atentamente. Se trataba de una sarta de estrépitos sucesivos que parecían sonar al unísono.
—Suena como cuando disparan los cipayos de la Compañía —murmuró Amaury mientras forzaba a Hannibal a atravesar una quebrada—. Como el fuego de una sección o de una columna.
Subió a la cresta de una colina y observó el campo de batalla desde ella.
—¡Soldados de la infantería indígena uniformados en azul! ¡Uniformados! —exclamó.
Aquellos hombres marchaban en tres batallones, formados en columnas divididas en secciones. Entre las columnas, se encontraban sus sirvientes y su bagaje. Llevaban carros y animales de carga, hombres, mujeres y niños. Todos ellos estaban protegidos por la retaguardia, que los seguía formada en línea. Dos cañones la flanqueaban y otra división, que incluía varios bueyes de tiro con sus correas, avanzaba lentamente mezclada entre las columnas. La retaguardia, que contaba con seis compañías, optó por replegarse para formar otra línea; a turnos alternos, sus hombres retrocedieron de tres en tres para detenerse luego y formar un frente doscientos pasos más atrás. Un hombre a caballo, que iba de una línea a otra, dirigía el repliegue. Aquel movimiento estuvo dominado por una disciplinada frialdad y una marcha regular y ordenada. Al observarlos más de cerca con el catalejo, a Amaury le pareció que la organización de esos tres batallones era igual a la empleada por los regimientos reales, con ocho compañías de cincuenta hombres cada una. Aquella brigada de mil doscientos hombres se replegaba para formarse en orden de batalla.
¿De dónde demonios habían salido?
Giró el catalejo y observó a sus contrarios. Serían aproximadamente unos quinientos. Varios jinetes trotaban cautelosos en grupos desordenados al alcance de los mosquetes. Cuando se reemprendieron las salvas, retrocedieron y se dispersaron. Los lanceros brincaban y gritaban. Unos hombres armados con mosquetes de mecha avanzaron rápidamente hacia el frente, efectuaron varios disparos a ciegas y se retiraron veloces a recargar sus armas. Era un largo proceso. Tenían que introducir la pólvora por los cañones de los mosquetes, añadir un poco a las cazoletas y, por último, colocar las balas y comprimirlas con las baquetas. Entre tanto, se ocupaban también de soplar la mecha para que no se apagase y la mantenían alejada de la pólvora. Aquella operación requería de manos ágiles.
Más atrás, los seguía otro grupo más ordenado de hombres. Llevaban sobre los hombros unos largos cilindros de hierro atados a unas cañas de bambú que clavaron en el suelo. Cuando el hombre de turbante rojo que parecía ser su líder dio la señal, aplicaron las mechas a las espoletas. Los cohetes volaron describiendo serpenteantes arcos. Varios estallaron en el aire sin causar daño alguno, otros se desplazaron en direcciones imprevistas a toda velocidad y cayeron al polvoriento suelo con un golpe sordo y sin estallar. Tan sólo unos pocos lograron hacer puntería e hicieron tambalearse a las filas de la compañía sobre la que cayeron. Aunque su alcance era el doble de potente, las salvas de los mosquetes no lograron hacer blanco en los hombres que disparaban aquellos cohetes. Un cañón consiguió dar con ellos, lanzó su bolaño y logró dispersarlos. Después, los cañoneros acoplaron el armón y se marcharon.
Las compañías cargaron de nuevo sus armas, se dieron la media vuelta y retrocedieron.
Amaury observó aquel movimiento sin ser visto, desde la cresta de la colina. La brigada no corría gran peligro, sus perseguidores no la estaban presionando demasiado y tampoco parecían tener intención de cercar a sus hombres. Sólo los cohetes causaban daños y, de vez en cuando, algún cuerpo de uniforme azul se desplomaba sobre el suelo retorciéndose.
El hombre a caballo, que llamaba la atención por el ejemplar pío que montaba, observó atentamente cómo recogían a los caídos de su formación y los trasladaban hacia la retaguardia.
—¡Maldita sea! —dijo Amaury enfocando el catalejo—. ¡Ese tipo es un europeo! Lleva un tricornio, el pelo recogido en una coleta sujeta con un lazo y tiene la cara pálida como el alabastro. ¿Quién diablos…?
Habiendo tomado una decisión, bajó entre traqueteos y patinazos por la misma pendiente de la colina por la que había subido, se lanzó al valle cuando no había columnas a la vista y regresó galopando velozmente a la llanura en la que esperaba su reducido ejército.
—Señor Welladvice, avance con los cañones en línea hasta que pueda ver la polvareda que levanta el enemigo. Después, baje las cureñas y cargue los cañones. Sirdar sahib, forme a los najibs en una sola fila entre los cañones y disponga un frente tan numeroso como pueda. No abran fuego bajo ninguna circunstancia a no ser que los ataquen. ¡Escuadrón, monten! ¡Los números tres a la izquierda! ¡A medio galope! ¡En marcha!
Amaury desplegó a la caballería sobre la cresta de la colina y mandó apostarse a sus hombres en la zona más alejada, ocultos entre las ramas de los árboles de modo que no pudieran ser vistos desde la llanura. Él mismo cabalgó por la cima hasta un punto desde el que se podía observar aquella batalla que estaba teniendo lugar. Pasó de largo las columnas de la brigada y se detuvo a la altura de la retaguardia. Ordenó a los risaldares y havildares que ocupasen sus puestos de observación y les pidió que mantuvieran vigilada a aquella mezcolanza de hombres a caballo y a pie que estaban atacando a la infantería de uniforme azul.
—Hermanos, he aquí el enemigo como una oveja que ignora cuán cerca está la manada de lobos. Bajaremos la colina en línea, manteniendo la formación en la medida en que podamos. A sus pies, nos detendremos y nos alinearemos. Y, después, nos lanzaremos al ataque.
La sorpresa fue mayúscula y de un impacto arrollador. De repente, se lanzaron desde un flanco sobre aquel desordenado grupo de hombres, atentos únicamente a la brigada contra la que estaban luchando. El escuadrón de Hugo se lanzó de lleno a la carga, con los jinetes repartiendo estocadas de sable allí por donde cabalgaban. Amaury apretó los costados de Hannibal para que se detuviera e hizo girar el sable sobre su cabeza. A la altura de las tropas, dieron la vuelta, formaron una línea y volvieron a la carga, consiguiendo dispersar al último grupo de hombres que aún se resistía. Obedeciendo las órdenes de Amaury, el escuadrón se formó de nuevo y se dividió en varias unidades que emprendieron la persecución de los hombres que pretendían huir.
El terreno quedó cubierto de cadáveres, los heridos se arrastraban y se lamentaban gimoteando, varios hombres levantaban las manos hacia el cielo y, de rodillas, imploraban piedad. Un toque de trompeta anunció a los soldados que debían reunirse. Amaury contempló complacido cómo sus tropas ponían fin a la persecución, volvían a formar, acudían galopando a la llamada y se organizaban finalmente en una línea.
—¡Bravo, mis muchachos! —dijo—. ¡Todavía es posible hacer de vosotros auténticos soldados! Risaldar Bhagwan Ram, ordene a su unidad que emprenda una redada en busca de prisioneros.
El fuego de los mosquetes más allá de la retaguardia se encargaba de mantener a raya a los derrotados, mientras las columnas a las que defendía avanzaban con paso seguro. Amaury ató un pañuelo a la punta de su sable ensangrentado y avanzó con Hannibal hacia el frente. El hombre del caballo pío cabalgó a su encuentro. Una chaqueta de paño cubría su desgarbada figura y llevaba una pistola amartillada con el cañón apoyado en el muslo. Sus grisáceos ojos inyectados de sangre estaban dilatados por la sorpresa.
—¡Dios mío! —dijo—. ¡Un fringee! Por su forma de vestir, pensé que sería usted un indígena musulmán. Soy el comandante Royds, señor, al mando del ejército del Bhonsla hasta no hace mucho. ¿Quién demonios es usted?
Su voz vibraba con una entonación nasal. A Amaury no le sonaba aquel acento.
—Hugo Amaury de Dharia. Puesto que los he librado a usted y a sus hombres de la destrucción, señor, ¿puedo proponerle que me haga el honor de negociar?
Una expresión desdeñosa torció el gesto de aquellos finos labios de color arcilloso antes de responder:
—¿De la destrucción? ¡Tonterías! Una incursión molesta. ¡Nada más! Una unidad de caballería, de la que yo no dispongo, hubiera bastado para acabar con ella al instante. ¿Dice que quiere negociar? No tengo tiempo para chácharas. Me dirijo a los Circares de la Compañía y tengo que llegar lo más rápidamente posible.
Los rathores del escuadrón bajaron de los caballos y, presumiendo de sus corceles, insultaban enérgicamente a los prisioneros que fueron tomando. Los hombres de la retaguardia los observaban con cautela, apoyados sobre sus mosquetes. Un clamor de confusión resonó a lo lejos procedente del manto de polvo color sepia que cubría las columnas. Los bueyes que tiraban de los carros y los animales de carga con el bagaje se detuvieron en seco. El sol lanzó una lluvia de diamantes sobre las bayonetas repentinamente desenfundadas. Un subhadar ataviado con un uniforme azul llegó corriendo al lugar donde se encontraban.
—Señor, hay fuerzas de infantería y cañones apostados a nuestro frente. He ordenado a las compañías que se detengan. ¿Desea que nos despleguemos para formar una línea?
La amargura endureció la expresión del adusto rostro grisáceo del comandante. Lanzó una mirada hostil a Amaury.
—¿Son sus fuerzas? —preguntó.
Un hombre herido de muerte, que tenía las entrañas colgando a causa del impacto de la bala de un mosquete, cayó retorciéndose de dolor a los pies de Hannibal y arrancó varias briznas de hierba con las manos. Amaury lo observó pensativo.
—En efecto —respondió—. Seis cañones y —continuó mintiendo— quinientos mosquetes de chispa. Está usted cercado por el frente y la retaguardia, de modo que no puede avanzar ni tampoco retroceder. A menos que quiera emprender una batalla, será mejor que hablemos.
El hombre levantó la pistola y lo apuntó. Amaury sonrió sosteniendo la mirada de aquellos ojos de rojas venas. Royds profirió un juramento para sus adentros, con cuidado, quitó el gatillo al arma y la guardó en la pistolera de su silla de montar.
—Supongo que gana usted. Al menos, de momento. Permítame contarle por qué no puedo permitirme una demora aún mayor.
Amaury bajó del caballo y sacó una pistola de su fajín. Royds se estremeció y posó la mano la empuñadura de su espada. Amaury le dedicó una sardónica mueca, se acercó al hombre herido, apuntó al cráneo con la boca de la pistola y apretó el gatillo. Se sacudió el trozo de carne que le cayó en la bota, se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, se apoyó en una roca y volvió a cargar el arma.
—Ardo en deseos de escuchar su historia —dijo educadamente.
Royds, dando pasos nerviosos de aquí para allá, hizo una mordaz descripción de la peligrosa situación en la que se encontraba. Siendo un aventurero errante, entró al servicio del Bhonsla y ascendió hasta convertirse en el comandante de un batallón que logró vencer hábilmente al ejército del nizam en Kharda. Como recompensa, Raghujee le entregó cincuenta mil rupias y le ordenó formar una brigada.
—Fui a Bhurtpore y recluté a varios jatis. ¡Son excelentes soldados!
Se ganó la confianza del Bhonsla y ello le valió una poderosa posición dentro de su ejército. Inevitablemente, aquello despertó celos en los caciques rivales, que se encargaron de hacer llegar a oídos del Bhonsla el rumor de que Royds y sus jatis estaban tramando dar un golpe de estado.
Habiéndole resultado imposible detener aquellas intrigas, Royds tuvo conocimiento de que Raghujee había sido convencido por sus generales para desmantelar sus batallones y expulsarlo del estado.
—¡Aquello era prácticamente una sentencia de muerte! Tan pronto como hubieran acabado con mis jatis, ¡esos cortesanos marathas me habrían destrozado el hígado y los pulmones!
Royds advirtió a sus hombres del destino que los esperaba, les convenció de que ponerse al servicio de la Compañía les resultaría lucrativo y, por la noche, se fugó con ellos en secreto de los acantonamientos cercanos a Nagpur. El Bhonsla emprendió una persecución muy poco entusiasta que pronto abandonó. Estaba contento de haberse librado de una fuerza que consideraba una amenaza, de modo que, prácticamente, lo dejó marchar sin hostigarlo. Royds viajaba a marchas forzadas hacia Dharia y, al atravesar Droog, la guarnición lo atacó y estuvo dándole la lata durante tres días seguidos.
—No tengo ni idea del por qué. Seguramente, el Bhonsla les habría ordenado que alentasen mi marcha. Eso es todo, señor. ¿Me dejará ahora vía libre para seguir mi camino?
—Usted no es inglés, ¿verdad? —Amaury le preguntó tras escuchar aquel relato nasalizado.
—Americano, señor. Mi familia combatió con los colonos leales a la corona británica durante la guerra de la independencia y, cuando los rebeldes vencieron a Cornwallis, se embarcó hacia Inglaterra. Pero allí no había nada que un joven pudiera hacer, así que me enviaron a hacer prácticas con un abogado de Bombay —el gesto de aquella demacrada cara se torció—. Me metí en problemas por culpa de las cartas, las deudas y los duelos, y crucé a territorio indígena para entrar al servicio del Bhonsla.
«Otro saqueador como yo —pensó Amaury—, sin escrúpulos ni compasión». No se creía la razón que Royds le había dado para explicar por qué dejó al Bhonsla. Un gobernador indígena enfrentado a constantes guerras jamás se desharía tan alegremente de una brigada excelentemente preparada, a menos que tuviera un motivo de gran peso para ello. Seguramente, ese hombre había urdido algún tipo de conspiración para hacerse con el poder, el dinero o ambas cosas, y había salido perdiendo. Había quedado claro que era un soldado muy capaz, pero también resultaba sospechoso y era necesario mantenerlo vigilado.
—¿Qué le hace pensar —preguntó Amaury con delicadeza— que la Compañía aceptará a su brigada?
—No es la primera vez que utiliza mercenarios. Ya los tuvo a su servicio en el pasado.
—Así es… En un pasado ya muy lejano. En todo caso, únicamente aceptaba a oficiales, nunca a particulares. La Compañía alista a hombres de unas características determinadas y rara vez recluta a quienes no las poseen. Por ejemplo, no hay ni un solo jati al servicio de sus ejércitos.
—¡Pues son excelente material de batalla! Seguro que cuando muestre mis hombres a los generales de Madrás…
—No conseguirá llegar más allá de los Circares —dijo Amaury después de sacudir negativamente la cabeza—. Clive pensará que sus fuerzas le son hostiles y enviará a un cuerpo con órdenes de acabar con ustedes.
—¡Es usted sumamente petulante! —respondió Royds enfadado—. ¿Quién diablos es? De Dharia, ¿dice? ¡Dios santo! —lo miró con los ojos muy abiertos—. ¡He oído rumores acerca de sus actividades en Nagpur! El Bhonsla dice que es usted un bribón fuera de la ley que pretende conquistar su jagir. ¿No será usted el hombre al que llaman Umree Sahib?
Amaury asintió.
—Oficial de la caballería de Madrás hasta hace muy poco. Conozco a la perfección la política militar que sigue la Compañía e insisto, señor, en que su brigada no conseguirá entrar en Karnataka.
—Eso ya se verá —gruñó Royds. Con aire vacilante, añadió—: De todos modos, no hay otro camino. No podemos dedicarnos a atravesar el Indostán como una tribu de judíos errantes, ofreciendo nuestros servicios a los numerosos caciques de poca monta que lo habitan.
—Les ofrezco a usted y a sus hombres cobijo y hospitalidad en Dharia —dijo Amaury con contundencia—. Es más: si accede a ello, tomaré su brigada a mi servicio y le garantizo que lo haré bajo unos términos como mínimo tan ventajosos como los que disfrutaban en Berar.
La incredulidad se asentó en las cadavéricas facciones de Royds.
—¿De qué modo podría ofrecer usted tanto? ¡Mis hombres cuestan doce mil rupias al mes!
—Le puedo prometer esa cantidad.
Royds se apartó a meditarlo con la barbilla apoyada en la mano. Se volvió lentamente mirando a Amaury a la cara.
—¿Y cuál sería la alternativa si no estuviera dispuesto a aceptar el trato?
Amaury sonrió cordialmente y señaló con un descuidado gesto de la mano a su escuadrón de caballería.
—Aquellos hombres situados detrás de los suyos, señor, y los cañones y la infantería al frente. Tendría usted que luchar para conseguir escapar al cerco. No cabe duda de que podría conseguirlo, pero pagando un alto precio. ¿Merece la pena afrontar esas pérdidas cuando le ofrezco cobijo y seguridad a sólo veinte millas de aquí?
—Extremadamente tentador —murmuró Royds. Miró a lo lejos absorto en sus pensamientos. Su mirada se volvió más intensa y se posó en los prisioneros que se apiñaban delante de la caballería—. ¡Maldita sea! ¡Ha apresado al capitán de la artillería enemiga! ¡Ese canalla de allí! ¡El alto de la barba gris y el turbante escarlata! Me he estado fijando en la forma que ha tenido de dirigir el ataque con los cohetes y él es el único responsable de todas mis bajas. Entrégueme a ese bribón. ¡Se lo ruego! Se merece una lección que no pueda olvidar…
«¡Será mejor no hacer enfadar a este hombre! Parece tener muy mal carácter —pensó Amaury—. Y todavía se está pensando si aceptar mi propuesta o no».
—¡Por supuesto, señor! ¡Puede hacer con él lo que quiera! —exclamó amigablemente.
Royds hizo señas a un pelotón de la retaguardia y dio unas órdenes entrecortadas. Con gran brío, los hombres recogieron los cohetes que habían caído sin estallar durante la batalla. Separaron al hombre del turbante rojo de sus compañeros y se lo llevaron lejos. Ataron los cohetes muy prietos alrededor de su cuerpo. Después, lo amarraron con unas cañas de bambú en una especie de comprimida empalizada. Las cilíndricas puntas sobresalían por encima de su cabeza y parecía que llevara una corona de hierro. Royds se asomó entre las cañas.
—¡Maldito cerdo, reza tus oraciones antes de volar por los aires!
Sin sentir temor alguno, el hombre le devolvió la mirada.
—¿Por qué tendría que rezar, perro fringee? ¡He matado a veinte de tus hombres, así que Dios ya ha perdonado mis pecados!
Royds le escupió en la cara, se apartó de él y gesticuló con gran virulencia. Un cipayo acercó una mecha a las espoletas, se dio la media vuelta y echó a correr. Las cañas se pusieron al rojo vivo y chisporrotearon desprendiendo anchas hileras de humo azul claro. Los cohetes salieron disparados a la vez entre abrasadoras llamaradas levantando a aquel hombre a unos doce pies del suelo; después, su trayectoria se curvó y cayeron. Rebotaron y dieron algunos saltos para terminar rodando unos sobre otros, dejando un rastro de hierba quemada y cubierta de cenizas. Finalmente, las cargas explosivas estallaron y escupieron miles de fragmentos de hierro y trozos de carne despedazada.
Una humeante pira envolvía al ennegrecido bulto.
—¡Espectacular! —dijo Amaury secamente—. Y, ahora, ¿me podría comunicar cuál es su decisión?
—Con su permiso, deseo consultar a mis oficiales.
Royds se subió a su caballo y se alejó de allí al galope. Sigilosamente, Amaury instó a su escuadrón a montar los caballos. Los hombres de la retaguardia, siempre alertas, se colocaron los mosquetes de chispa al hombro al ver aquello. «Unas tropas vigilantes y disciplinadas —pensó Amaury». Aquello resultaba sumamente valioso para sus propósitos. El único hombre que suponía un problema era su comandante, un tipo en quien era mejor no confiar demasiado.
—Acepto su propuesta —dijo Royds cuando regresó—, ya firmaremos un contrato por escrito más adelante. Le ruego que retire sus cañones para que podamos dirigirnos a Dharia.
—Enseguida, comandante Royds. Su brigada está ahora a mi servicio. Por tanto, le ruego que forme tres compañías ligeras —compuestas por los hombres más veloces que posea— para que se unan a la fuerza punitiva que me acompañará a Droog.
Royds se quedó boquiabierto.
—¿Ahora mismo? ¡Pero si Droog está a cuarenta millas!
Amaury observó las sedosas nubes que cubrían el sol.
—Quedan cuatro horas antes de que oscurezca. Marcharemos durante el resto del día y toda la noche y tomaremos la ciudad por asalto al amanecer. Esas tropas han sufrido una buena paliza. Caeremos sobre ellas antes de que se hayan recuperado. Dé las órdenes de inmediato, señor. ¡La velocidad y el factor sorpresa son vitales!
—¡Una ofensiva feroz como la de un jabalí salvaje! ¡Que me parta un rayo! —un atisbo de respeto brilló en los claros ojos de Royds.
Marriott echó brandy en una copa, la vació de un trago y con aire incrédulo, volvió a leer una vez más la carta de Harley…
…a pesar de lo cual los miembros del Consejo no están disconformes con el hecho de que no adoptara usted las precauciones habituales para salvaguardar los fondos que le habían sido confiados. Yo mismo los he convencido de que tan desafortunado suceso no se debe en modo alguno a que no sea usted una persona capaz, cosa suficientemente probada por el extraordinario celo y la habilidad que ha mostrado a la hora de poner en orden los asuntos de Bahrampal. Soy consciente de que se encuentra en una situación realmente humillante y desagradable y me imagino que estará deseoso de emprender enérgicas medidas para recuperar el dinero robado. Pero los caminos que ha tomado y que le han llevado a irrumpir en los dominios indígenas le están totalmente prohibidos. El principio fundamental de la política seguida por la Compañía se opone de forma inamovible a cualquier tipo de conquista, extensión del dominio, engrandecimiento o ambición y, además, nos causan terrible desagrado las aventuras militares de carácter gratuito. Confío en que su discreción no permitirá que se siga infringiendo ese principio.
Por sus últimas noticias, deduzco que el capitán Amaury ha sido supuestamente asesinado por los malhechores que se han adueñado de las arcas públicas. Ciertamente, se trata de una circunstancia muy triste, más aún dado que los despachos entregados recientemente me han informado de que, a la vista de los excelentes servidos por él prestados, el Consejo de Directores no ha confirmado todavía la sentencia de su expulsión del cuerpo y, en lugar de eso, ha autorizado al comandante en jefe a amonestarlo oficialmente y dar a conocer la amonestación en los anuncios públicos. Un castigo que, según confirman mis amistades militares, no es nada severo. ¡Pobre infeliz que ha dejado este mundo sin saberlo y creyendo que el escándalo pesaba sobre él! No puedo asumir la responsabilidad de decidir el destino de sus fondos, pero ayer recibí un cheque por un valor de cincuenta mil libras, pagadero a treinta días vista en el Banco de Karnataka y el Banco General de Calcuta. Venía dirigido a mí en calidad de presidente de la Sección Administrativa de Ingresos de Madrás. Permítame que le robe algo de su tiempo libre y le pida que lleve a cabo un riguroso examen de sus papeles con el fin de averiguar con qué fin ha confiado Amaury a esta Sección una suma que, estoy convencido, engloba toda su fortuna…
Marriott cogió la licorera. Cincuenta mil. Prácticamente la misma cantidad que había sido robada de las arcas públicas. Dio la vuelta a la carta y miró la fecha: 4 de abril de 1802. Hizo unos rápidos cálculos mentales. Esos cheques se habían firmado antes de que se produjera el robo del dinero. ¿Tendría Amaury algo que ver…? ¿Estaría devolviendo el dinero…? ¡Era inconcebible! Si Hugo siguiera con vida, se lo habría hecho saber a sus amigos. A lo mejor sus cosas contenían, tal y como Harley había sugerido, alguna pista. Todo lo que poseía se encontraba aún en sus aposentos del palacio. Hurgar en las cosas de un muerto le parecía de mal gusto, de modo que decidió encargarle esa tarea a Todd. Marriott envió a un sirviente a buscar al alférez y continuó dando vueltas al asunto sentado ante su escritorio, doblando y redoblando la carta una y otra vez.
El mensajero regresó y anunció que no había logrado encontrar al sahib. Marriott miró la hora en su reloj. Normalmente, ningún europeo debería ausentarse de la casa a media tarde. Molesto, ordenó al hombre que buscase a Todd en los barracones, los bazares y las cuadras y lo enviase inmediatamente ante él. Dejó a un lado la carta de Harley. Con aire cansado, leyó la petición de un aldeano que alegaba que le habían sido arrebatadas injustamente treinta vacas y una cabra lechera como fianza para el pago de una deuda. Empezó a redactar su decisión al respecto. La llegada del general Wrangham acalló el roce de la pluma contra el papel,
—¿Qué puede significar esto, señor Marriott? —dijo tirando un papel sobre el escritorio—. Una solicitud del joven Todd para que le conceda un permiso indefinido. Dirigido a mí como comandante del fuerte Saint George. ¿Tanto le disgusta la idea de retomar sus rutinarias funciones en Arcot?
—¡Maldito sea ese haragán! Justo en este instante estoy tratando de localizarlo. ¿Aclara para qué solicita el permiso?
—Sí. Su propósito es de lo más extraño. Dice que tiene noticias de que Amaury está vivo y desea viajar a Berar en su busca. ¡Patrañas y tonterías! ¡Yo creo que no puede estar bien de la cabeza!
Marriott se puso en pie lentamente y examinó estupefacto el garabato de trazos redondeados que constituía la firma del alférez.
—Esto confirma —murmuró— que Todd sabe lo que yo ya sospechaba. Amaury es el culpable. ¡El maldito ladrón que ha mancillado mi reputación y me ha hecho quedar como un idiota ante el Consejo! —dio un fuerte golpe en la mesa—. ¡Pienso llegar hasta el fondo de este asunto! ¡Lo juro por Dios!
Marriott llamó a gritos a su banian y mandó partir veloces a varios sirvientes para organizar una exhaustiva búsqueda en la ciudad y por los alrededores. Respirando con dificultad, se dejó caer en un sillón y se secó el sudor de la cara.
Wrangham lo miraba de un modo extraño.
—¡No hay necesidad para esas desconcertantes prisas! Realmente, no importa que Todd se haya ido ya porque tengo intención de refrendar su solicitud. En cuanto a localizar a Amaury… —el general se encogió de hombros.
Pronto pareció resultar evidente que Todd se había esfumado. La búsqueda llegó hasta la casa del recaudador. Los sirvientes fueron de habitación en habitación llamando respetuosamente a las puertas. Marriott estaba apoltronado en su sillón y se ponía furioso cada vez que le informaban de los nuevos lugares ya registrados sin rastro del alférez. Wrangham se había tumbado en un diván y estaba fumando un puro tranquilamente. Las purpúreas nubes que acompañaban al crepúsculo surcaron aquel cielo de tonalidades amarillas y anaranjadas. Una brisa atravesó las ventanas y revolvió los contratos que Marriott quería estudiar. Su banian entró en la sala y lo saludó.
—El sahib Todd no se halla en ningún rincón de Hurrondah. Ni —añadió dubitativo— tampoco hemos logrado encontrar a la bibee Wrangham.
La exclamación que profirió el general hizo que saltaran chispas de su puro.
—¿Cómo? ¿No está en sus aposentos?
—No está en ningún sitio, sahib. Esa mujer de usted también ha desaparecido.
Wrangham salió de la oficina de Marriott dando alaridos y corrió al dormitorio de su hija. Abrió presuroso los cajones y los armarios.
—Faltan la ropa de diario y sus túnicas de montar. ¡Dios mío! —bramó con voz atronadora—. ¡Se ha fugado!
Los perplejos habitantes del lugar se reunieron en el salón comedor para discutir atónitos las sorprendentes desapariciones. Convinieron en que todas las pruebas apuntaban a que ambos se habían marchado juntos. En la solicitud de su permiso, Todd mencionaba hacia dónde se dirigía y el motivo. Pero ¿por qué había partido Caroline hacia aquellas tierras salvajes? El general imploraba una respuesta del cielo.
—Creo —dijo Amelia discretamente— que sentía cierta predilección por el capitán Amaury.
—¿Predilección? —respondió el general con aspereza—. ¡Maldita sea! ¡Pero si detestaba a ese hombre! Discúlpeme, señora Beddoes, estoy consternado… ¿Qué podemos hacer? ¡Vayamos tras ellos sin perder ni un minuto!
—Por lo que dicen, deduzco que partieron ayer por la noche —dijo Beddoes—. Cuentan con una ventaja de veinticuatro horas y la frontera tan sólo está a treinta millas de distancia.
—¡Al diablo con la frontera! ¡Señor Anstruther, ensille a sus caballos!
Marriott cruzó los brazos.
—Las tropas de la Compañía tienen prohibido entrar en Berar, señor —dijo con voz tensa—. Recuerde que usted mismo me prohibió seguir a los ladrones, al parecer guiados por Amaury.
—¿Acaso no ve la diferencia, señor? —gritó Wrangham—. ¡Estamos hablando de una joven inglesa indefensa abandonada a merced de unos bárbaros musulmanes! ¿Piensa quedarse cruzado de brazos sin hacer nada?
—¿Está dispuesto a infringir abiertamente Ley de la India del 84?
Wrangham se atragantó. Anstruther le sirvió vino solícitamente.
—Señor, yo soy la autoridad suprema en Bahrampal —continuó Marriott en tono férreo—. Su hija no ha sido secuestrada. Ha sido ella misma la que ha decidido por iniciativa propia adentrarse más allá de la jurisdicción de la Compañía. Además, hoy mismo he recibido una carta en la que se me prohíbe expresamente entrar en territorio indígena sin autorización. Me niego a protagonizar gratuitamente una afrenta contra los mandatos de la Compañía. Y tampoco contrariaré en modo alguno a la autoridad. Ni por Caroline, ni por Todd. ¡Y muchísimo menos por Amaury!
Los ojos de párpados caídos de Beddoes examinaron el rostro de Marriott al tiempo que una mueca de desprecio arrugaba sus bronceadas facciones.
—¡Bravo! ¡Llegará usted lejos a este paso, Marriott! ¡Vaya si lo hará! ¡Seguro que algún día conseguirá ser gobernador!