CAPÍTULO DOS

Hugo Amaury se reclinó en la silla de ratán y aspiró el humo de su narguile. Llevaba una camisa de algodón abierta por el cuello y unos holgados pantalones musulmanes de color blanco. Unas babuchas de cuero marroquí verde, con la punta curvada al estilo turco, adornaban sus pies. Desde las ventanas del piso superior del edificio contempló la estela de árboles de la llanura, que se extendía a través de las dunas hasta la desembocadura del Adyar; en los fondeaderos, se vislumbraba todo un bosque de mástiles despuntando por encima de las palmeras con un aspecto borroso a causa de la distancia y la calima. Ráfagas de viento calientes y pesadas como las de un horno atravesaban de cuando en cuando las ventanas abiertas.

Amaury exhaló una bocanada de humo y examinó a través de aquella fumarola el dormitorio de la casa ajardinada que había alquilado. Alfombras persas decoraban el suelo ajedrezado. Las paredes encaladas lucían varios espejos y grabados. Había armarios de caoba, telas de calicó estampado a juego con el cubrecama colgando de las puertas, cortinas mosquiteras de gasa, candelabros de vidrio oscurecido en las paredes… Un palacio, comparado con su miserable habitación de los barracones. Su dormitorio era el mejor de los cinco que había en esa planta porque era el menos soleado; en la planta de abajo, se encontraban los comedores, el salón y una sala de billar cuya mesa —de la ebanistería londinense Seddons— había costado doscientas pagodas. Un equipamiento bastante aceptable para una de las casas más pequeñas de la llanura de Choultry, si bien parecía una modesta casita de campo al lado de las mansiones que se hacían construir los acaudalados nababs. Su casa, llamada Jardines de Moubray en honor a su legítimo dueño, tenía diez años o menos y, al contrario que las otras casas ajardinadas, más antiguas, se había librado del constante pillaje de los saqueadores de Haider Alí durante las primeras guerras de Misore.

Ahora que Haider y su despiadado hijo, el sultán Tipu, habían muerto y sus dominios habían quedado bajo el control de la Compañía, resultaba difícil imaginarse a aquellas hordas de jinetes indígenas que antaño habían devastado la llanura, incendiado los barracones de la artillería en el monte Saint Thomé y atravesado Black Town con sus caballos. Black Town, esa madriguera de indigentes, antiguamente poblada exclusivamente por indígenas pero invadida a lo largo de los años por grupos de europeos que no podían permitirse una casa ajardinada en la llanura de Choultry ni unas oficinas en el fuerte. Todo eso sucedió antes de su época, reflexionó Amaury. Aunque, en las cenas y asambleas, a menudo había tenido que escuchar los evocadores relatos de los veteranos que habían sido testigos del terror.

En el barrio residencial de Vepery, vivía un patriarca encorvado y marchito; un hombre ya retirado del ejército del general Stringer Lawrence, que fue capturado por los franceses cuando tomaron Madrás en el 46 y, posteriormente, marchó al mando de Robert Clive, antepasado del gobernador actual, para saborear la victoria en la plaza de Arcot. Recibía una pensión.

Así era en aquellos días: uno podía obtener poder y riqueza asestando vigorosos golpes con el brazo derecho y amasar una fortuna a base de despiadados mandobles de espada. Como aquellos mercenarios popularmente conocidos como lanzas libres. Perron, por ejemplo, o George Thomas, que logró crear su propio reino en Hansee, al norte. Pero eso había terminado. Ahora, el reglamento de la armada, con sus archivos, sus precedentes y el papeleo, ponía el ascenso a los funcionarios de la Compañía más difícil de lo que lo hicieran treinta años atrás los jinetes de Haider. Lo máximo a lo que un soldado podía aspirar por sus méritos militares era a una condecoración honorífica que no llevaba aparejada compensación económica alguna.

Él lo tenía todo: era el único capitán con menos de cinco años de servicio. Daba las gracias a Dios por Seringapatam y su fortuita participación en los disturbios que hicieron caer a Dunlop, donde él se había hecho con el mando y había dirigido el desesperado ataque. Aquel revuelo le propició más de una condecoración: Amaury había vendido a un nabab millonario unos brazaletes con diamantes engastados que había robado en el palacio de Tipu y había invertido el dinero en unas acciones que le reportaban mil libras al año; cinco veces más de lo que cobraba con su mísera paga del ejército. De vez en cuando, llegaban al Banco de Karnataka cheques a su nombre procedentes de Inglaterra. Teniendo en cuenta el nivel de vida de los capitanes cipayos, se podría decir que él era un hombre acaudalado.

Inglaterra.

Amaury se revolvió en su silla. Era mejor no pensar en la herencia que había perdido. Escudriñó la árida llanura parda en la que un grupo de elefantes tiraba de unas carretas con ruedas. Supuso que eran provisiones que enviaba el Gobierno, para los barracones del monte Saint Thomé. A orillas del río, los camellos buscaban pasto en la escasa hierba desteñida por el sol. En el horizonte se divisaba un bergantín de relucientes velas blancas. Los rayos del sol lo deslumbraron y le impidieron seguir contemplando la escena pero, a pesar de su resolución, otra imagen ocupó su mente…

Los espinos de las tierras bajas, con sus ramas bailando al son de los primaverales vientos; las blancas flores tiñendo los campos como un manto de nieve; un valle al abrigo de multitud de hayas; un enorme edificio gris esculpido en los pliegues del paisaje y el césped perfectamente cortado extendiéndose hasta un arroyo. Su padre, cansado de la antigua casa de madera, había levantado una mansión al estilo Palladio en tierras de los Plantagenet. La finca de Mayne, en el condado de Wiltshire; la joya de la corona en mitad de un terreno de treinta mil acres, con sus villas y sus bosques, sus prados y sus campos. Y todo ello le correspondía por herencia, ya que él era Amaury de Mayne. Y todo lo había perdido, todo se le antojaba ahora tan remoto como el más lejano de los planetas; todo lo había perdido en un simple momento de pasión.

El sirviente que sujetaba el narguile, agazapado en cuclillas junto a su amo, sopló las brasas del carbón, cambió el agua de rosas hábilmente y volvió a acoplar el tubo flexible al cuello de la pipa. Amaury tosió al aspirar el humo y tiró la boquilla al suelo. El sirviente hizo una mueca de dolor: los grandes señores no deberían tratar así a tan precioso instrumento. Amaury sacó un puro de una caja plateada —un hábito vulgar al que, en secreto, él daba preferencia. Apoyó la cabeza sobre un cojín y se quedó mirando fijamente al techo; sus melancólicos recuerdos surcaban el humo para escurrirse después como serpientes entre los frescos del yeso.

La escuela de Eton y, después, el rango de corneta que su padre le consiguió en el 14.o Regimiento de Dragones Ligeros. Su época de soldado en Inglaterra; aquellos días que transcurrían entre los establos, la instrucción y los ejercicios de campaña en los barracones de la caballería de Hounslow. De caza, disparando junto a otros oficiales de igual rango en las rojizas espesuras otoñales de Mayne. Los teatros, los bailes y las reuniones sociales; las reñidas carreras con carruajes de dos caballos en la carretera de Brighton. Aquella atractiva prostituta recluida en Windmill Street —una apasionada y exigente muchacha a la que él retiró de la profesión—. Las apuestas en Brooks, las copiosas comidas en Richmond. Las ebrias veladas en la cantina donde, tras la cena y una vez que el coronel se había retirado, se cerraban las cortinas y las velas chisporroteaban en sus candelabros de plata y cristal, lanzando destellos sobre las casacas escarlata y las charreteras de oro y plata.

Bebían en exceso.

Amaury nunca había logrado recordar cómo empezó la disputa. Según le contaron después, fue algún tipo de discusión sobre quién tenía prioridad en las formaciones de las revistas: una riña tan extremadamente trivial que no hubiera merecido ni un momento de atención. Él se había mostrado agresivo; su contendiente, insultante. Se propuso un duelo y fue aceptado. Así fue como cinco oficiales con demasiado vino encima acabaron en un matorral del parque aquella madrugada de invierno, poco antes del amanecer.

Apesadumbrado, Amaury trató de recordar los incidentes que siguieron. Los padrinos, tal y como dictaban las normas, pidieron a sus apadrinados que pasaran por alto las ofensas, estrechasen las manos con sus contrincantes y olvidasen el asunto.

—¿Qué ofensas? —preguntó Amaury con la boca seca y pastosa.

Los ojos inyectados de sangre parpadearon en la roja cara de su padrino.

—¿Cuáles han de ser, señor? —balbuceó—. Los insultos que han originado esta cita.

—Yo no recuerdo ningún insulto, Collins.

—¡Por supuesto! —respondió el capitán perplejo—. Yo tampoco, lo juro por mi honor. Todo esto resulta extremadamente confuso. Quizá Kincaid…

Tambaleándose, se acercó a un comandante que estaba dirigiendo una seria arenga a su padrino, un larguirucho corneta de tez pálida con la boca demasiado suelta.

—Señor, la provocación… ¿Cuál ha sido exactamente? ¿Y quién ha sido el que la ha lanzado?

El comandante se volvió mostrando un rostro regordete y agitado.

—¡Maldita sea, Collins! Precisamente, eso estábamos debatiendo. Ni Carnaval ni yo nos acordamos de absolutamente nada. Me temo que estábamos todos demasiado borrachos…

Collins suspiró aliviado.

—En ese caso —respondió—, no hay motivo alguno para seguir adelante con este lamentable asunto. Estrechémonos las manos y marchémonos.

—Tiene que haber existido alguna afrenta —dijo Lord George Carnaval cruzando los brazos sobre el pecho—, de lo contrario no estaríamos aquí. Sin embargo, estoy dispuesto a aceptar que mi honor se restablezca por medio de unas disculpas.

—Pero ¿cómo se va a disculpar nadie por una insignificante falta de cortesía, haya sido por su parte o la de su contrincante, si ninguno de nosotros la recordamos? —respondió el comandante molesto—. Le ruego, señor…

Ambos padrinos trataron igualmente de persuadirlo aduciendo razones contradictorias. Carnaval permaneció quieto y miraba más allá de sus cabezas, sin escucharlos ni enterarse de nada. La cobriza luz del amanecer parecía haberlo sumido en un trance. Collins volvió donde estaba Amaury.

—Carnaval no tiene intención de retirarse e insiste en que se abra fuego —dijo gesticulando con las manos—. ¿O estaría usted dispuesto a disculparse para desagraviarlo?

—¿Cómo? ¿Por unas palabras que puede que ni siquiera hayan salido de mi boca? —replicó Amaury con frialdad—. ¡Eso es pedir demasiado, señor!

—En ese caso —respondió Collins encogiéndose de hombros—, esta absurda cita debe seguir su curso.

Regresó a donde estaba el comandante; los dos hombres consultaron algo unos instantes en voz baja, abrieron una caja y cargaron las armas cuidadosamente. Carnaval seguía extasiado contemplando el sombrío amanecer. Amaury tomó una brizna de hierba y la mascó saboreando su tosca dulzura. Los padrinos midieron las distancias con sus pasos e hicieron sendas marcas en la hierba con los pies para delimitarlas.

—Retador y retado —anunció Collins— deberán colocarse espalda contra espalda, dar cada uno de ellos seis pasos al son de la cuenta atrás, volverse y disparar.

Carnaval observó las pisadas en la hierba.

—Habéis medido doce pasos —dijo, dirigiéndose a su padrino—. La reputación de excelente tirador de mi contrincante es famosa en el regimiento; mi propia impericia es igualmente conocida. Por tanto, propongo disparar a la mitad de distancia, si Amaury tiene la cortesía —y el valor— de acceder a ello.

A Amaury, tanto aquel insulto como el desdeño con que había sido proferido le sentaron como un bofetón en la cara. El enfado, avivado por el terrible dolor de cabeza que sentía, se apoderó de él. Un rojizo brillo transparente sumió a los árboles en un baño carmesí. Sacó un pañuelo del bolsillo, lo agitó y lo tiró al suelo.

—Por supuesto que no tengo problema alguno en acomodarme a su incompetencia —dijo—. Propongo que disparemos frente a frente, tan sólo separados por esta fina marca. ¡Que se entreguen las armas!

Carnaval avanzó vacilante hasta la marca, un sucio surco sobre la escarcha. Los padrinos se situaron entre ellos, farfullando al unísono. Amaury cogió la caja que portaba Collins y se la ofreció a Carnaval.

—Escoja arma, señor.

—¡Por Dios! No pienso usar esas armas. ¡Estaría perdido! —gritó el comandante—. Sería asesinato. Apártese, Collins. Si no, ambos terminaremos en la horca.

En una torpe carrera, se retiró hacia los árboles arrastrando con él al capitán. El cirujano del regimiento, un hombre corpulento sin pelo, que esperaba maletín en mano oculto en las sombras, profirió una queja de protesta que nadie oyó.

—Según parece —dijo cortante Amaury haciendo una reverencia—, deberemos usar nuestras propias armas. Propongo que nos coloquemos espalda contra espalda y, cuando usted dé la señal, nos demos la vuelta y disparemos.

Carnaval asintió enmudecido. Amaury notó el temor en sus ojos y el aliento a vino añejo en su respiración.

—Amartillemos, pues, las armas, señor.

Los chasquidos se sintieron con fuerza en el gélido aire. Se dieron la media vuelta. Amaury levantó la pistola de tal modo que el cañón quedó rozando su barbilla.

—¿Está preparado? —inquirió Carnaval con voz temblorosa.

—Lo estoy.

—¡Fuego!

Amaury giró rápidamente sobre su talón, extendió el brazo. Sintió el culatazo del arma en la mano. Algo rasgó la manga de su casaca. Una hilera de humo ascendió ondeante por el aire.

Y aquel, pensó sacudiendo la ceniza de su puro, fue el final de lord George Carnaval, y también de su propia carrera al servicio de Su Majestad. Huyó a Hamburgo. Muchas fueron las investigaciones y muchas las sesiones celebradas en los tribunales superiores para dirimir las circunstancias del duelo más irregular jamás celebrado. Finalmente, los tribunales absolvieron a los padrinos y a punto estuvieron de dictar una orden de búsqueda y captura de Amaury por asesinato, cosa que no sucedió gracias a la intervención de su padre, el coronel Robert Amaury, que tenía cierta amistad con el señor Pitt. Pasó varios meses en el extranjero, conduciendo una existencia solitaria y miserable mientras su padre frecuentaba la Casa de la India de Leadenhall Street, agasajaba con vino y comida a los directores y lisonjeaba a los políticos. Finalmente, fue nombrado cadete de la Compañía y partió inmediatamente hacia el Este, antes de que los directores cambiaran de idea. Amaury viajó por tierra, esta vez apremiado por la existencia de un nuevo cadáver en Constantinopla: un osado francés que se había atrevido a dudar de la valentía inglesa. Su edad —tenía veinticinco años— y su experiencia como soldado le valieron el grado de oficial en el 7.o Regimiento de Caballería de Madrás.

Así fue como acabó exiliado de por vida en aquel odioso desierto chamuscado por el sol, con una acusación criminal pesando sobre sus espaldas como alguna vez se le ocurriera poner un pie en Inglaterra. Se tuvo que despedir de Mayne para siempre. Cuando el viejo Robert murió, su hermano Adolphus heredó la finca. Adolphus era un hombre sensato, mucho más prudente que él, que difícilmente se jugaría a los dados una heredad.

Amaury luchó contra la desesperación que le rasgaba el corazón, tiró el puro y se levantó de la silla. Se dirigió a la habitación contigua, a la pared donde estaba colgado el sable; lo sacó de la vaina e hizo girar el acero sobre su cabeza. El sirviente que sujetaba el narguile cogió la pipa y se escabulló de la habitación: el sahib a menudo sufría esos peligrosos arranques de energía y, de todas formas, los fringees[9] estaban todos locos. Amaury esquivó un sable imaginario. «¡Segundo ataque! ¡En guardia por la derecha! ¡Reposición!». Blandió la destellante hoja trazando un brillante arco iris. «¡Puntas preparadas al frente! ¡Caballería en defensa del flanco! ¡Quinto ataque! ¡En guardia! ¡Reposición!». El sable lanzaba estocadas aquí y allá; su punta asemejaba el cliente de una serpiente venenosa y el filo de su hoja, una llama azulada. El sudor le caía por la frente y se le metía en los ojos. Más rápido, mi querido compañero, acaba con las dolorosas espinas de tu alma. «¡Ataque! ¡Punta! ¡Desvío!». La formación y el entrenamiento de los espadachines eran prácticas de capital importancia. Sólo los zoquetes descuidaban por completo sus ejercicios y, después, todavía se preguntaban por qué morían. Recordó a aquel dragón de Malavelly que blandía su espada como si fuera una pértiga… Hasta que una cimitarra le cortara la cabeza. «¡Primer ataque! ¡Reposición!». La incesante y repetitiva práctica de aquel arte era un escudo para evitar la muerte en las refriegas, el arma que conducía a la victoria en aquellos encuentros mano a mano que tanto gustaban a los caciques de Misore. Él mismo había matado a cuatro enemigos seguidos en sólo medio día de batalla. «¡Infantería, apunten a la izquierda! ¡Apunten a la derecha!».

Amaury lanzó el sable hacia el techo y cazó la empuñadura al vuelo con gran habilidad. Estaba envuelto en sudor y tenía la camisa empapada. Se quitó la ropa, se sumergió en una pila y se frotó el cuerpo de la cabeza a los pies. Desnudo frente a la ventana, se quedó mirando al mar más allá de la llanura y sus matorrales. Más allá de aquel mar, estaba todo lo que él había perdido… La apacible luz del verano dorando los verdes prados; los páramos cubiertos bajo el blanco manto de la nieve; los cuervos bordeando en su vuelo las copas de los árboles sin hojas; las chimeneas de las casas lanzando humo al aire del atardecer. Amaury se mordió el labio. «¡Se acabó la melancolía! ¡No dejaré que este infernal país me machaque en sus polvorientas tierras!». Se dirigió resuelto a la puerta de la habitación y llamó a su camarera a gritos:

—¡Salam, bibee[10]!

Amaury volvió a la cama, quitó las mosquiteras y se tendió sobre la dura estera roja. La puerta crujió. Una pequeña figura se deslizó dentro del dormitorio; tenía los ojos marrones y la mirada baja en un gesto de pudor; una parte del velo de algodón que cubría su cabeza tapaba discretamente su hermoso rostro.

Amaury sonrió y abrió los brazos.

—Ven aquí, Kiraun.

Amaury y Marriott estaban en la veranda de los Jardines de Moubray esperando a sus invitados. Los habían convidado a comer. Los dos hombres vestían de manera formal: casacas de lana de Sajonia de cuello alto, largos chalecos bordados, pantalones bombachos y medias chinas de punto elástico. Marriott aflojó el nudo de su pañuelo con delicadeza.

—Una tarde endiabladamente calurosa —se quejó—. ¡Y los invitados se retrasan! ¿A qué hora los has citado?

—A las cuatro —respondió Amaury—. Me pareció que nos merecíamos una distracción. Llevamos una semana o más sin corrernos ninguna juerga —dijo observando el pedregoso camino flanqueado de adelfas que conducía hasta los postes blancos—. Ahí viene el primero; el viejo Harley, si no me equivoco. Siempre viaja haciendo ostentación de su posición.

Un camarero con una maza plateada iba a la cabeza de toda una comitiva de criados domésticos ataviados con libreas amarillas. Tras el palanquín del mercader, otro hombre portaba un narguile enorme. La chaqueta de terciopelo con faldón de Harley y su pelo ligeramente empolvado y recogido en una coleta sujeta por un lazo de seda negro ponían de manifiesto su añoranza por las costumbres de su juventud. Marriott lo condujo a un espacioso salón donde un criado le sirvió ponche de arrak.

—¡A su salud, señor Marriot! —Harley bebió un sorbo con actitud crítica—. Hmm… ¡Un brebaje sumamente tolerable! Y bien, ¿ha logrado despachar sus candiotas de madeira en términos ventajosos?

—Todos a veinte, señor. El capitán Browning me cobró noventa pagodas por cada candiota desembarcada en Madrás. Mi banian, Dunleep Raam, que es muy astuto, vendió el lote completo por ciento cincuenta a un comerciante granuja de Hyredabad y le cobró los gastos del transporte.

—¿De veras? Eso supone… déjeme pensar… un sesenta por ciento de beneficio y mi propia parte, ciento sesenta pagodas. ¡Verdaderamente satisfactorio!

Marriott se quedó admirado de la rapidez de los cálculos aritméticos del mercader y observó un centelleo en aquellos ojos hundidos.

—Seguramente, no pondrá objeción a devolverme parte del dinero que le presté, ¿no?

Marriott accedió. Con las mil guineas que tenía en el Banco de Karnataka, bien podía permitírselo. Los palanquines se fueron amontonando en el patio delantero de los Jardines de Moubray: dos soldados de caballería del regimiento de Amaury, el capitán de la fragata atracada en los fondeaderos con su vestimenta azul y dorada, el próspero dueño de una plantación de índigo situada en Red Rocks, el panzudo cirujano del 33.o Regimiento de Su Majestad con su cara enrojecida y su colgante papada, un delgado coronel de la infantería cipaya ataviado en amarillo y el corneta Anstruther, aquel lánguido edecán del general Wrangham a quien Marriott había conocido a bordo del mercante inglés Osterley, ahora radiante con su casaca granate de tono más claro en el borde y forrada en satén celeste.

Se acomodaron alrededor de la mesa de ébano, bebiendo con avidez y charlando. Anstruther tomó un sorbo del ponche e hizo una mueca.

—¡Arrak! —aclaró Amaury—. Pronto se acostumbrará. Es cosa del reglamento de campaña. El elixir de la vida del soldado inglés en el campo de batalla.

Todd y un joven pelirrojo de tez rosada se unieron vacilantes al grupo que se había congregado alrededor del ponche. Ambos iban de uniforme; la Compañía tenía prohibido a los cadetes salir de sus aposentos sin él. Los dos parecían estar acalorados y contrariados; se habían aflojado los pañuelos blancos que llevaban al cuello.

—Les aconsejo —dijo Marriott con aire despreocupado— que la próxima vez corran las cortinas de su palanquín para protegerse del sol.

—Hemos venido andando —respondió Todd—. Para suplir la carencia de ejercicio.

—¡Dios Santo! ¡Pero si el fuerte está a tres millas de distancia! Nadie va a pie en Madrás. ¡Les va a dar una apoplejía!

Amaury hizo pasar a los invitados al comedor, donde unas sillas doradas de madera de cedro se encontraban dispuestas alrededor de la mesa. Velas blancas resplandecían tras finas pantallas de alabastro e iluminaban parcialmente la oscuridad del atardecer. Un hermoso centro de mesa, consistente en un canastillo adornado con platillos y cuentas plateadas que colgaban de él, presidía en medio de la cubertería y las copas. Varios sirvientes ataviados con túnicas blancas permanecían inmóviles detrás de los asientos de cada uno de los caballeros. Los camareros servían vino y los banians daban órdenes. Había unas treinta o cuarenta personas en aquella sala.

Marriott trinchó el cordero; Amaury, la carne de venado. Los camareros llenaban las copas y cuidaban de que no faltasen las botellas y las licoreras en la mesa. El cirujano levantó su copa.

—¿Me haría el honor de beber conmigo, capitán Amaury?

—¡Será un placer, capitán Blore!

El cirujano bebió y se relamió los carnosos labios.

—Un burdeos selecto; no ese matarratas que trae de Lisboa…

Harley levantó su copa hacia la luz y entabló conversación cordialmente con su compañero de mesa.

—Y bien, señor Todd, ¿qué le parece Madrás?

—Actualmente, señor, mi vida no es más que maniobras e instrucción. Y estoy prácticamente confinado en Saint George. Me he visto obligado a solicitar permiso al comandante del fuerte para acudir a esta cita. Y me lo ha concedido muy a regañadientes.

—La Compañía cuida de sus inexpertos oficiales. Yo también lo haría. Nosotros también mantenemos a buen recaudo a nuestros escribientes jóvenes.

—Es una experiencia deprimente, señor. Una campaña aceleraría mi cambio de grado. ¿Existe alguna esperanza de participar en una guerra este año o al que viene?

Harley respondió negativamente moviendo la cabeza.

—La dinastía de Misore está acabada ahora que el sultán Tipu ha muerto y sus hijos están presos en Vellore. El coronel Close administra el protectorado de Misore y Wellesley está consiguiendo echar del territorio a Dhoondiah y sus vasallos. De modo que no hay posibilidad alguna de insurrección. No obstante, señor Todd, me atrevo a aventurar que la Compañía se verá pronto confrontada por las huestes de marathas[11] del norte, esa manada de lobos dirigidos por Holkar y los Scindia.

—¡Concédame el honor de compartir una copa con usted, señor Harley! —exclamó el oficial de marina.

—Con sumo gusto, teniente Shore.

Los sirvientes presentaron el segundo plato: una mezcla de carne de ternera y de tortuga. La temperatura se había disparado por el calor de los cuerpos congregados, las velas y la humeante comida. El sudor caía por las alegres caras de aquellos hombres arruinando el almidón de sus pañuelos de cuello. Todd agitó los hombros bajo su gruesa casaca roja.

—Hace un calor espantoso —le dijo a Anstruther—. Me siento como una oveja sin esquilar embutida en una armadura.

Los ambarinos ojos de su compañero lo miraron condescendientes.

—Debe resistir, señor. Aún no estamos ni a la mitad de la velada.

Todd cortó su ternera y trató de concentrarse en el vaivén de aquel plato festoneado, que aparecía y desaparecía como una concha en las aguas del mar. Un sirviente se acercó con urgencia al cirujano y le susurró algo al oído. Blore dio un manotazo sobre la mesa y profirió un juramento.

—¿Qué sucede? —preguntó Amaury.

—¡El imbécil de Meyer acaba de pegarse un tiro!

—¿Meyer? ¿El alférez del 12.o Escuadrón?

—El mismo —respondió mirando con apetito la carne de tortuga y la gelatina procedente del carapacho; al asar la carne con la gelatina, una jugosa salsa cubría el plato—. ¿Para qué diantres me necesitan? ¡Ya no hay nada que pueda hacer! Presenta mis respetos al coronel —ordenó al sirviente.

—Capitán Blore —dijo Harley tranquilamente—, creo que será mejor que vaya a atender a ese desventurado hombre.

—¡Maldita sea! ¡Es extremadamente enojoso! —dijo el cirujano levantándose de la mesa de mala gana, con los carrillos colgando en señal de frustración—. Amaury, le dejo a cargo de esta deliciosa tortuga. ¡Manténgala caliente hasta que esté de vuelta! ¡Vaya un fastidio!

Salió de la estancia caminando lenta y pesadamente y pidiendo a gritos su palanquín.

—Unas noticias nada agradables —dijo Todd con serios problemas para pronunciar.

—El cuarto suicidio en lo que va de año —contestó Harley—. La luna, la monotonía, el clima y la bebida… Todo tiene su efecto.

Con desgana, el cadete hizo señas para que retiraran el humeante pescado con curry que le habían colocado de repente debajo de la nariz. De todos los allí presentes, sólo Harley y Amaury parecían ser inmunes a aquella sucesión de brindis y humeantes platos especiados y al sofocante calor.

—¡A su salud, comandante Cavendish!

A los platillos salados de después de la cena siguieron los postres: naranjas y plátanos, helado y frutas dulces. Después, los sirvientes retiraron los cubiertos y depositaron en la mesa licoreras frescas con burdeos, madeira, jerez y oporto. Los sirvientes que portaban los narguiles salieron de sus rincones. Todd tomó la boquilla que le ofrecieron, inhaló el humo y se atragantó.

—¿Es absolutamente indispensable —dijo examinando la pipa con desagrado— que me convierta en fumador en estas tierras?

—Por supuesto —respondió Amaury exhalando el humo como si hubiera fumado en narguile toda su vida—. De lo contrario, podría quedarse usted tan descolgado del mundo como desfasado. Aquí todos tienen un narguile. Y es imposible sobrevivir sin él.

—No haga caso a las exageraciones de este hombre, señor Todd —dijo Harley—. Hay muchos caballeros que no fuman jamás —añadió sonriéndole levemente. Acto seguido, exhaló una bocanada de humo que envolvió por completo la cabeza de Anstruther.

Agradecido, Todd rechazó el serpenteante tubo y se quedó mirando con cara de sueño cómo las llamas de las velas se partían en dos, se agitaban y se volvían a unir. Apoltronados en sus asientos, los caballeros bebían y fumaban alternadamente. Las ventanas estaban abiertas y el humo del tabaco parecía enfrentarse a las asfixiantes bocanadas de aire que llegaban desde el exterior. La veloz noche oriental cayó como una cortina sembrada de estrellas, con su bóveda azul oscura.

Llevaban cuatro horas sentados a la mesa y Todd no veía indicio alguno de que aquello fuese a terminar. Tenía un dolor de cabeza tremendo y se apretó las sienes con los dedos.

—¡Caballeros, por el rey!

—¡Por el rey! ¡Dios bendiga a Su Majestad!

Los brindis se cerraban con un golpe, pero no estaba permitido taconear con los zapatos. Todd detuvo al sirviente que le estaba llenando el vaso.

—¡Por la reina y la familia real!

Se dejaron caer en sus asientos; las patas de las sillas chirriaron en el suelo. El cirujano Blore cruzó la puerta pisando fuerte, se frotó las manos y se relamió los labios.

—¿Dónde está mi tortuga? —inquirió.

—La estarán calentando en la cocina, sin duda —replicó Amaury—. ¿Qué tal el pobre Meyer? ¿Está muerto?

—¿Que si está muerto? Mi perspicacia me hacer sospechar que lo está. Si todavía existe; porque no tiene cabeza. ¡Diantres! Todo lo que he podido encontrar de su cráneo es un átomo; por supuesto, tampoco me he quedado a buscar más detenidamente. ¡Al infierno con él! ¡Bien podría haber elegido otro momento para esparcir sus malditos sesos por todas partes! Pero, al grano, ¿dónde está mi ración de tortuga y grasa verde?

El joven compañero de Todd sintió náuseas y se levantó de la silla mareado. Su rostro, antes rosado, se había tornado gris. Dos enormes manchas rojas redondas brillaban en sus pómulos como dos monedas. Se abrió camino hasta la puerta con inseguridad.

—¿A dónde va, señor Morrison?

—¡No puede saltarse los brindis!

—¡Gallina! —se burló Anstruther con un sonoro hipo.

—¡Blandengue! —le gritó el cirujano Blore.

Morrison se detuvo.

—Tan sólo voy… —respondió tambaleándose— a… a satisfacer las necesidades de la naturaleza. Pero… volveré —alcanzó a decir provocando carcajadas en los demás.

—Apuesto a que no lo volvemos a ver —dijo el plantador de índigo secando el sudor de su trigueña tez—. ¡Hay que ver qué muchachos crían hoy en día! ¡Parecen jovencitas! A su edad, yo… —continuó divagando, narrando atropelladamente sus recuerdos, sus proezas de cuando se emborrachaba y los secretos de tocador de la época en que las damas llevaban vestidos con volantes y los caballeros portaban espada. Nadie lo escuchaba. El taciturno coronel cipayo entreabrió su boca de exiguos labios y, sorprendentemente, comenzó a canturrear una canción.

—Brin-daa por mí, sólo con tus oo-joos…

—¡Caballeros, por la Armada Real!

El capitán de la fragata lanzó una mirada a Todd y lo señaló con el dedo en actitud acusadora.

—Bebe unos sorbos ridículos, señor. Jamás hubiera esperado de usted que intentara evitar un brindis por la Armada.

—Seguro que ha sido un error, señor —se apresuró a responder Anstruther. Tomó una licorera y llenó la copa de Todd hasta el borde—. ¡De un trago!

Todd vació la copa y sintió cómo el vino le atravesaba la garganta. Brindaron por el ejército, la Honorable Compañía y el gobernador general. El humo del tabaco envolvía las velas en tenues espirales que no parecían querer desaparecer. Con cada trago, la perspicacia se iba acrecentando y prácticamente estaba a flor de piel. Los caballeros se desabrocharon los chalecos y secaron el sudor de sus pechos. El capitán de la fragata se escurrió debajo de la mesa sin ser visto por nadie. Uno de los soldados de caballería apoyó la cabeza en sus brazos y se puso a dormir tranquilamente. Amaury, fresco como una noche de invierno, escuchaba cantar al coronel cipayo. Cuando terminó Sally of our Alley, empezó a entonar Robin Gray. Anstruther estaba medio tumbado en su silla y miraba las velas con los ojos bizcos. El plantador y el cirujano Blore discutían sobre cosechas, hablando los dos a la vez en un discurso torpe y subido de tono. Harley estaba sentado muy erguido, aparentemente sobrio por completo. Había pasado del burdeos al madeira y, ahora, estaba tomando oporto.

Todd recuperó la compostura.

—He podido observar —dijo con cautela—, señor Harley, que no asisten indígenas a nuestros momentos de asueto, ya sean celebraciones privadas o en los salones públicos, a pesar del gran número de potentados y príncipes que viven cerca de Madrás. ¿Acaso no se mezclan con los musulmanes en sus actividades lúdicas?

—Prácticamente nunca lo hacemos. Los europeos visitan las casas indostaníes en muy raras ocasiones. Los indostaníes las de los europeos, jamás. Porque, ¿sabe?, en el momento en que un indostaní coma con un inglés, quedará mancillado de inmediato; y los musulmanes se niegan a tocar el vino o a comer carne que no haya sido debidamente sacrificada según su ritual.

—Pero vivimos en su país. Es una lástima pensar que, quizá, los ingleses y los indígenas nunca lleguen a codearse entre sí.

—Sus ideas sobre las costumbres de la India son bastante inocentes, señor Todd. No tenemos absolutamente nada en contra de los indígenas. Simplemente, resulta bastante difícil alternar con alguien que se niega a comer, beber o fumar con uno.

—Caballeros —anunció Amaury poniéndose en pie—, es hora de pasar al salón. Nos servirán café y jugaremos a las cartas.

Los supervivientes de aquel festín lo siguieron dando tumbos. El banian de Amaury daba órdenes aquí y allá. El corneta de caballería, muerto para el resto del mundo, roncaba estrepitosamente en su silla. Los sirvientes entraron en el comedor, levantaron solícitos a las dos figuras inconscientes y las llevaron hasta los palanquines que aguardaban en el patio delantero. Algunos caballeros llegaron tambaleándose a la veranda y orinaron a través de la balaustrada. Amaury contó las cabezas.

—¡Ocho! —dijo—. Una cantidad suficiente para jugar al Whist en dos mesas.

—Es tardísimo —protestó Harley—. Debo retirarme a dormir.

Amaury miró el reloj que descansaba sobre el escritorio de nogal.

—Sólo pasan unos minutos de la medianoche. Aún hay tiempo para una mano o dos.

—Yo no juego —dijo el plantador—. Dudo que sea capaz de distinguir los tréboles de los corazones. ¡Venga conmigo, Blore! ¿Qué le parece si echamos una partida de billar?

Los demás se sentaron a jugar a las cartas. Anstruther y Todd sacaron las cartas más bajas y se retiraron a otra mesa a jugar al piquet. Los sirvientes que portaban los narguiles entraron en la sala y pusieron las pipas al lado de sus amos. Los camareros colocaron una licorera junto a cada jugador. Todd rechazó el vino con un gesto de la mano. Anstruther escogió brandy con aire socarrón. El silencio se impuso en el salón, únicamente interrumpido por las declaraciones de los jugadores, el tintineo de las botellas en las copas, los chasquidos de las bolas de billar y las sordas risotadas procedentes de la habitación contigua. Los sonidos de la noche se colaban por las ventanas abiertas: el monótono ladrido de un perro vagabundo, el extraño aullido de una manada de chacales y el lejano estallido de las olas en la costa.

A Todd se le empezó a despejar la cabeza y un intenso deseo de dormir se apoderó de él. Anstruther bebía grandes tragos de brandy y su mente estaba cada vez más embotada. Jugaba de manera totalmente imprevisible y desordenada; las fichas de marfil se amontonaban junto al cadete.

—Picas, me temo —dijo Todd bajando la mano—. De modo que, con esto, me debe veinte pagodas.

Anstruther se llevó las cartas a la cara y las miró de cerca.

—¿Cómo? —respondió—. ¡Pero si claramente he superado a su dos con mi rey!

—Eso fue en la mano anterior pero, en esta, no se ha anotado ningún tanto.

—¡Tonterías! Recuerdo perfectamente…

—No me grite, señor Anstruther. Le repito que no se ha anotado ningún tanto. Puede que el vino haya alterado su memoria.

—¡Maldita sea! ¿Está usted insinuando que estoy ebrio? —dijo Anstruther poniéndose de pie con dificultad—. Es usted un impertinente jovenzuelo. Me he anotado tres tantos con el rey. Y afirmo que está usted mintiendo.

—Retráctese de inmediato —dijo Todd levantándose de la silla—, señor, o le daré una buena paliza.

Anstruther le asestó un manotazo. Todd respondió propinándole un puñetazo en la cara. La mesa se volcó y las cartas, las copas y las fichas fueron a parar al suelo. Anstruther se le echó encima y empezó a forcejear. Los dos hombres patinaron en el charco de vino que cubría el suelo y rodaron por él peleándose.

—¡Eh! ¿Qué demonios está pasando aquí? —bramó el coronel cipayo.

Los jugadores de Whist abandonaron su partida y acudieron raudos al lugar de la pelea. Amaury y Marriott separaron a los dos hombres y los levantaron del suelo. A Anstruther le sangraba el labio. El pañuelo de cuello de Todd asomaba por su camisa con el nudo totalmente deshecho.

—¡Caballeros! ¡Compórtense! —gritó Amaury—. ¿A qué se debe esta indecorosa disputa?

—¡Peleándose como dos marineros borrachos! —exclamó el capitán con desaprobación.

Los jugadores de billar, atraídos por el escándalo, contemplaban la escena apoyados sobre sus tacos. Anstruther se limpió la boca.

—Este granuja de tres al cuarto ha intentado hacerme trampas —explicó—. En parte, la culpa es mía… Un oficial nombrado por el rey debería tener más sentido común y no jugar con lo más bajo de la 1.a Compañía[12].

—Mida sus palabras, señor Anstruther —dijo Amaury sin enfadarse—. Yo también soy un oficial de la Compañía.

—¡Y yo! —exclamó el coronel furioso.

Anstruther los miró malhumorado. La pelea parecía haberle devuelto la sobriedad; el sudor le caía por las pálidas mejillas y se mezclaba con la sangre que tenía en la barbilla.

—¿Tiene usted algo que alegar, señor Todd? —preguntó Marriott.

Con las manos temblorosas, Todd se anudó el pañuelo.

—Anstruther está mintiendo —respondió.

—Uy, uy, uy… —dijo Blore—. Unas acusaciones muy serias…

—Sólo hay una manera de solucionar esto —observó el coronel solemnemente.

—¡Con un duelo! —exclamó el plantador.

—¡Ni hablar! —replicó Amaury contundente—. Sólo ha sido una pelea estúpida por una tontería. Unas palabras pronunciadas en un momento de acaloramiento por culpa del vino. ¡No debe pasar de ahí!

—¿Después de que se han acusado de haber hecho trampas y haber mentido? —preguntó el coronel incrédulo—. ¡Imposible, señor!

—Estoy deseando retractarme, si el señor Anstruther así me lo permite —declaró Todd abrochándose la casaca.

—¡Buen chico! —respondió Amaury manteniendo la calma—. Y bien, Anstruther, ¿qué dice usted?

Marriott observó a su amigo con curiosidad, recordando la reputación con que contaba. Era conocida su implacable insistencia en cumplir con los mandatos del honor. Que tratara de evadir un asunto cuyas consecuencias eran tan obvias no iba para nada con el carácter de Amaury.

Anstruther, secándose el labio, dudaba. Ahora que los efectos del vino se le habían pasado, la idea de enfrentarse a un duelo no le resultaba nada atractiva.

—Está bien —murmuró—, si Todd está dispuesto a retractarse, no veo motivo para…

—¡Esto es inaudito! —dijo el coronel tensando su demacrada cara en un gesto de enfado; se volvió hacia Anstruther y añadió—: No puedo responder por usted, señor, un oficial real; pero sí por usted, señor Todd —dijo apuntándole con un dedo tembloroso—. Si está usted dispuesto a tolerar semejantes insultos sin más, informaré al general Wrangham y pediré que le formen un consejo de guerra. Piense en su honor, señor. Estoy dispuesto a apadrinarlo. Señor Anstruther, le pido que designe un padrino.

La mezcla de tristeza y desesperación en el rostro de Amaury escondía un extraño resto de crueldad. Lanzó al coronel una mirada cargada de odio.

—No se preocupe, señor —dijo fríamente—. Yo apadrinaré a Anstruther y Marriott, aquí presente, a Todd. Fijemos la cita para el amanecer.

—¿Para mañana? Es decir, para hoy, porque ya son las dos y media —dijo Blore. Entonces, movió negativamente la cabeza y añadió—: No puede ser. Como saben, no se puede librar combates los domingos.

—Por supuesto. Lo había olvidado. En ese caso, caballeros, la cita será el lunes. Y ahora, intentemos calmar los ánimos —respondió Amaury dando unas palmadas—. ¡Muchacho! ¡Sirve el champán flambeado!

Al despedirse, Harley ofreció a Todd un sitio en su palanquín. Desde la veranda, contemplando la fina línea del despuntante amanecer sobre el horizonte, apoyó una mano firme sobre el hombro de Amaury.

—Ha hecho lo que ha podido —murmuró—. Lamento profundamente que sus esfuerzos habían resultado infructuosos. El coronel —dijo mirando al oficial, ahora ocupado en beber champán— es, por desgracia, un caballero muy meticuloso —dio un suspiro y prosiguió—: ¡Otro duelo! Todas las semanas hay alguno. Los rigores del tiempo ya están acabando con nuestros hombres a puñados. ¿Por qué ese empeño en matarse además entre sí?

Amaury volvió al salón con un brillo salvaje en los ojos.

—Señor —dijo con frialdad, dirigiéndose a Anstruther—, le sugiero que regrese a sus dependencias a reponerse y restablecer sus facultades para la cita de mañana.

Anstruther lo miró a la cara y se marchó sin decir una palabra.

Amaury se dejó caer en una silla, se sirvió un trago y dijo:

—¡Alegría, señores! ¡La noche es joven! Cartas, champán, conversación… ¡Lo que prefieran! ¡Camarero, llena los vasos!

—Por el contrario, señor. La noche está tocando a su fin —rezongó el coronel—. Por mi parte, ya he tenido bastante. Debo marcharme.

—¡Ni se le ocurra! —gritó Amaury—. ¿Acaso es usted un blandengue, coronel? Aquí tiene —prosiguió vertiendo ron en una copa—. Un brebaje que anima el cuerpo. Tómeselo de un trago. Le propongo un brindis: ¡por los fantasmas de los duelistas que ya no están!

Amaury se iba embraveciendo cada vez más, adoptando una actitud que nada tenía que ver con su habitual compostura. Vigilaba muy atentamente la copa del coronel y se la rellenaba hasta el borde cada vez que este daba un sorbo. No prestaba atención a su contenido, de modo que echó brandy sobre el ron y, después, oporto sobre el brandy. El coronel, que tenía el paladar embotado después de tantos años de picante curry rojo y cuyo grado de embriaguez era más que considerable, aceptaba sin reparos los febriles gestos de hospitalidad de su anfitrión. Siguieron bebiendo todos sin parar, con Amaury pronunciando un brindis tras otro. Marriott, sintiendo que su estómago se rebelaba, vertía casi todo su vino al suelo. Al contrario que Amaury, que igualaba al coronel copa a copa al tiempo que analizaba al oficial con una especie de fiera intensidad. Corearon canciones militares y bailaron tambaleándose alrededor de las mesas. Los sirvientes contemplaban sus desmanes impasibles, inmóviles como estatuas, con los brazos cruzados sobre el pecho.

Las ventanas enmarcaban un luminoso cielo y la luz del amanecer empezaba a eclipsar a la de las velas.

El plantador se puso de pie de un brinco, levantó un vaso derramando algo de vino tinto y exclamó:

—¡Hemos logrado vencer a la noche! ¡Brindemos por el aomin-j-go!

—¡Domin-j-go! —repitió Blore como un estúpido—. Tenemos que ir a la iglesia.

—Me temo que ofreceríamos un espectáculo lamentable —objetó Marriott—. ¿No estamos un poco desastrados?

—¡Qué va! Es-stamos-s des-spiertos-s como peces-s. Además-s, así ver-remos a es-sa belleza recién llegada de la patr-ria —respondió Blore señalándose la nariz con el dedo índice—. Es-sa dama totalmente cautivador-ra, es-sa joya de veinte quilates-s… ¡Miss Wrangham! Apues-sto a que soy el primero en cogerle la mano.

Se refería a una costumbre de Madrás por la que, los domingos, cualquier caballero podía ayudar a una dama a salir de su vehículo para acompañarla hasta la puerta de la iglesia sin necesidad de que hubieran sido presentados previamente. Una costumbre que congregaba a un montón de procaces hombres solteros, sobre todo cuando atracaba algún mercante inglés y había posibilidades de que apareciese una nueva belleza.

—¿La has visto, Amaury?

—De lejos. Al pasar por la casa del gobernador. ¿De verdad es tan encantadora como dicen?

—Sí que lo es —reconoció Marriott.

—En ese caso —replicó Amaury decidido—, iremos a la iglesia.

El coronel apoyó las manos sobre la mesa y, con gran esfuerzo, se puso de pie. Con los ojos casi cerrados y el demacrado rostro totalmente pálido, murmuró:

—Si me disculpa, señor…

Las piernas se le doblaron y cayó inconsciente al suelo.

Amaury lo observó rebosante de malvada satisfacción.

—Parece que nuestro amigo va a tener dolor de cabeza para el resto de sus días —dijo—. ¡Menudo mojigato pedante! Caballeros, vayamos a desayunar y a cambiarnos de ropa. Mi carruaje nos conducirá luego a la iglesia.

Blore fue al fuerte Saint George a por ropa limpia. El plantador se puso unas prendas que le prestó Marriott porque Red Rocks, donde él vivía, estaba a catorce millas de distancia. Ya en traje de chaqué, se dispusieron a desayunar en el comedor. Tomaron café solo. Marriott se tambaleaba y se sentía mareado, Blore apenas lograba mantenerse en pie, y las repetidas tazas de café que tomó el plantador no sirvieron para quitarle el persistente hipo que tenía. Amaury, en apariencia bastante sobrio aunque algo pálido, vestía una impecable chaqueta de color verde botella y unos bombachos oscuros a rayas. Llevó a sus invitados hasta su faetón, tirado por cuatro caballos; subieron y él tomó las riendas. El vehículo atravesó los postes de la puerta a una velocidad vertiginosa y, traqueteando con brío, tomó la carretera que conducía al fuerte Saint George. Amaury azotó a sus caballos; el carruaje giró y dio un respingo.

—¡Con cuidado, Hugo! —pidió Marriott.

Amaury masculló algo a medio camino entre una carcajada y un juramento y atizó a los caballos con el látigo. El plantador se puso a cantar. El carruaje esquivó a una fila de camellos y zigzagueó bruscamente entre un carro tirado por bueyes y un palanquín. Blore, vencido por los frenazos, se inclinó sobre la espalda y vomitó salpicando los pies de los asistentes que cabalgaban detrás. Amaury frenó en el glacis; los caballos cruzaron la verja con un trote manso y atravesaron el intrincado corredor de acceso hasta llegar a la iglesia de Saint Mary.

Marriott ayudó al plantador a bajar del carruaje. Amaury sujetó a Blore y lo ayudó a colocarse junto al plantador; apoyados hombro a hombro, ambos reían tontamente ante el mundo. Caminando de forma peculiar con las piernas rígidas, Amaury se acercó a los escalones y se sentó en ellos. Se sujetó la barbilla con las manos. Unos arrogantes jóvenes apostados al borde de la carretera lo observaban y se sonreían con malicia. Fueron llegando numerosos carruajes y palanquines de los que descendieron los dignos miembros del Consejo, varias viudas de mediana edad con sus ruborizadas hijas, los engreídos mercaderes y algunos oficiales altaneros. Las caras se congelaban en gestos de reprobación. Los caballeros cogían a las damas en brazos para subir los peldaños, haciendo por esquivar a Amaury y desdeñando a aquellos dos hombres que se giraban con los hombros pegados en una suerte de ridícula danza confusa.

—¡Malditos borrachos! —murmuró un comandante—. ¿Podría encargarse alguien de echar a estas bestias inmundas de aquí?

Los jóvenes soltaron una carcajada. Un alférez dio a Marriott unas palmadas en la espalda que lo hicieron tambalearse.

—Envidio sus orgías —dijo en voz alta—. ¿Vienen a suplicar el perdón del Señor?

Acto seguido, corrió a intentar echar un vistazo a través de las cortinas de un palanquín, para luego retirarse decepcionado.

El general Wrangham bajó de un tílburi amarillo a la última moda y tendió la mano a su esposa. Caroline esperaba en el asiento; por debajo de su alegre sombrero de paja asomaban los tirabuzones caoba; un pequeño parasol adornado con borlas protegía su rostro del sol. Los galanes se abalanzaron en tropel hacia el carruaje y se rindieron ante la avalancha que llegó por la parte trasera y que los superaba como si de un ariete se tratase.

—Me parece que me corresponde el honor —dijo Amaury despojándose del sombrero—, ¿no es así, miss Wrangham?

Caroline posó su mano sobre la muñeca de Amaury y descendió del tílburi con delicadeza. Por unos instantes, permanecieron en pie cogidos de la mano. Ella lo observó a través de sus pestañas y abrió ligeramente los labios. Sus ojos delataron un travieso brillo.

—Le corresponde poder acompañarme, señor —respondió prácticamente en un susurro.

—Hugo Amaury, a su servicio. No hay costumbre más hermosa que esta.

Sus ojos chispeaban. Amaury se tambaleó, dio un tumbo y cayó a los pies de su dama como un roble recién talado.

—¡Por Dios! —vociferó el general Wrangham—. ¡Esto es monstruosamente intolerable!

Marriott contempló compadecido a aquella figura vestida de rojo que descansaba abatida al borde de un catre con la cabeza entre las manos. La titilante llama de la vela creaba sombras que bailoteaban en el aire viciado del austero cubículo; el calor no había disminuido en toda la noche. Tomó un sorbo del té que le ofreció un sirviente y dejó la taza en la mesa.

—¿Estás listo, Todd? Tengo un carruaje esperando a la puerta.

El cadete suspiró profundamente. Después, atravesó la Parada con Marriott. Los cañonazos habían desperdigado a los cuervos del palo donde se posaban para pasar la noche. La puesta del sol lanzó sus serpentines de azafrán desde la neblina en la que el sol y el mar se juntaban. Subieron a un tílburi tirado por un solo caballo, un kittareen. Marriott lo condujo por los callejones de Black Town y giró hacia el sur para tomar la carretera que conducía al monte Saint Thomé.

Sus palabras rompieron el embarazoso silencio.

—¿Ha manejado una pistola antes?

—¡Jamás en toda mi vida! Y este —apuntó Todd con tristeza— no me parece el mejor momento para aprender a hacerlo.

—Deberíamos haber practicado un poco ayer. Por desgracia, no me encontraba en condiciones…

—Ni yo, después de la lamentable jarana de los Jardines de Moubray. Todavía me duele la cabeza.

—Habrá dormido bien, ¿no?

—Como un bebé, desde el amanecer hasta la medianoche. Luego… —Todd sacudió la cabeza.

Marriott se imaginó la escena: las sofocantes horas de la oscuridad en una cama bañada en sudor; la agitación y el remordimiento provocados por el vino; inquietantes pesadillas en las que las bocas de incontables pistolas se agrandaban como si fueran cañones… Un bache en la carretera hizo que Todd se inclinase hacia él y pudo notar cómo le temblaba todo el cuerpo.

—Me sorprendería —dijo intentando reconfortarlo— que Anstruther tuviera más experiencia. Las pistolas tienden a levantarse cuando se las dispara, así que no olvide sujetar el mango firmemente y bloquear el codo. Y no dude ante el objetivo.

—¿Se ha batido usted en duelo alguna vez, señor Marriott?

—No, yo no. Honestamente, esa es una prueba a la que no deseo someterme.

Apremió al caballo con el látigo y se metió por un serpenteante camino que discurría a orillas del Adyar, a través de palmeras y enjutos montones de hierba. Se detuvo en un arenoso acantilado que sufría el duro azote de los monzones. Bajaron a la playa que se escondía entre el acantilado y el río. La piedra angular de las miradas curiosas y el lugar favorito de encuentro para los duelos de los pendencieros hombres de Madrás. Anstruther caminaba sobre los guijarros con las manos entrelazadas en la espalda y los ojos clavados en el suelo. Amaury y el cirujano Blore estaban entretenidos lanzando guijarros al agua e intentando que diesen el mayor número posible de saltos sobre su superficie antes de hundirse.

—¿Han traído las pistolas? —preguntó Marriott.

Amaury dio unos golpecitos en el maletín que llevaba bajo el brazo.

—Un espléndido par de pistolas de duelo. Les aviso, caballeros —dijo lanzando una mirada férrea a los adversarios—, los gatillos de estas armas son de una precisión extrema y se accionan con el vuelo de una mosca. No los toquen cuando las hayan amartillado.

Anstruther tragó saliva. Todd se guardó las manos bajo las axilas para intentar controlar su temblor.

—Será mejor que las carguemos —dijo Marriott.

—Ya lo he hecho yo.

Marriott levantó las cejas. Lo habitual era que los padrinos preparasen cada uno una pistola, midiendo exactamente la cantidad de pólvora e introduciendo los tacos. Después, cada uno examinaba el trabajo del otro.

—Eso es un tanto irregular, ¿no?

—¿Qué pasa? —respondió Amaury con brusquedad—. ¿Acaso duda de mi habilidad?

Amaury parecía malhumorado e impaciente y declinaba cumplir con las cortesías que regían aquellos asuntos de honor. Pero era excesivamente temprano, pensó Marriott, y ninguno de ellos había desayunado. Decidió dejarlo pasar.

—Bien. En lo que a la distancia se refiere —continuó—, propongo seis pasos.

—¿Seis? —se quejó Anstruther—. ¡Maldita sea, señor! Eso sería asesinato puro y duro.

—Ninguno de ustedes —prosiguió Amaury implacable— está familiarizado con el manejo de las pistolas. Si queremos evitar una ridícula farsa, tenemos que acortar las distancias.

—Tengo entendido —replicó Todd castañeando los dientes— que lo habitual es una distancia de treinta yardas.

—Le han informado mal —contestó Amaury con extrema frialdad—. El alcance de tiro de las pistolas no es tan grande.

—La costumbre marca doce pasos, capitán Amaury —dijo Marriott, preguntándose qué era lo que planeaba aquel hombre.

—¡Esto es una carnicería! —protestó Anstruther.

—Una matanza gratuita… un acto desquiciado… —balbuceó Todd.

Marriott los contempló sintiendo lástima. Aquellos dos hombres eran poco más que dos muchachos de colegio: Todd contaba dieciséis o diecisiete años y su adversario tan sólo era un año mayor. La larga noche de vigilia había causado estragos en ambos y los dos tenían los nervios crispados. ¿Es que Amaury no tenía compasión? Miró aquella cara inflexible y se preguntó de nuevo qué intenciones escondían sus actos.

—Dado que insisten tanto, caballeros —dijo Amaury de mala gana—, me veo obligado a ceder. Señor Marriott, ¿podría marcar usted los doce pasos?

—Yo preferiría que midiera la distancia usted mismo en persona —se apresuró a decir Anstruther atropelladamente.

—Su preferencia me honra, pero… ¿a qué se debe? —dijo Amaury mirándolo fijamente.

—Es que… —respondió Anstruther desolado— sus piernas son mucho más largas.

El cirujano Blore empezó a reírse a carcajadas. Amaury le lanzó una mirada torva. Marriott midió los pasos y marcó la distancia colocando unos guijarros en cada posición.

—¿Quién de ustedes es el retador? —preguntó sacando las pistolas del maletín.

Todd tragó saliva.

—No ha habido reto alguno. Ni Anstruther ni yo deseamos participar en un asunto que nos ha sido impuesto.

—En ese caso —prosiguió Marriott—, podemos arreglar las cosas sin llevarlas al extremo. Sugiero que ambos se retracten…

—Esto ha ido más allá de las disculpas o las aclaraciones —interrumpió Amaury impávidamente—. Sólo la sangre puede borrar las ofensas que han tenido lugar.

Marriott lo miró atónito. Precisamente Amaury debería conocer mejor que nadie cuál era el principal deber de un padrino: disuadir a su apadrinado de intercambiar fuego en la medida de lo posible, dentro de los límites del honor. Abrió la boca para protestar, pero la despiadada mirada de Amaury lo acalló y se encogió de hombros en un gesto de impotencia.

—A mi juicio, el señor Anstruther fue quien lanzó la provocación y, por tanto, puede usted escoger arma, señor Todd.

Todd cogió una pistola por la culata. La mano le temblaba.

—¡Por Dios! ¡No toque el gatillo! —murmuró Marriott. Después, entregó a Anstruther su arma. Los dos hombres ocuparon sus posiciones. Ambos caminaban arrastrando los pies.

—Cara a cara, caballeros —anunció Amaury con una sonrisa maliciosa—. Sin tener que darse la vuelta, les será más fácil dar en el blanco.

Los duelistas estaban temblando de miedo. Todd bajó la pistola y la dejó colgando de la mano.

—Permítanme un momento —dijo—. El señor Anstruther me debe veinte pagodas. Me parece injusto tener que arriesgar mi dinero además de la vida.

Aquel desesperado pretexto cuyo fin era retrasar el duelo esbozó una sonrisa en la boca de Marriott.

—En el caso de que el señor Anstruther muriese —respondió Amaury—, yo mismo me comprometo a saldar su deuda con usted —y, con tono solemne, prosiguió—: Me imagino que el riesgo de tener que cumplir tal promesa es bastante reducido, ya que lo más probable es que dos campeones tan peligrosos como ustedes pierdan la vida a la par.

El rostro de Todd perdió el último vestigio de color que le quedaba; Anstruther parecía estar a punto de vomitar.

—¡Amartillen sus pistolas, caballeros! —dijo Amaury impaciente.

Dos vacilantes cañones apuntaron hacia el cielo.

—¿Preparados? —No hubo respuesta alguna—. ¡Fuego!

Las dos explosiones sonaron al unísono. Anstruther cayó de cabeza y quedó tendido inmóvil.

Amaury se quedó boquiabierto. Parecía estar sumamente atormentado. Corrió hacia el abatido cuerpo y le dio la vuelta. Aquellos vidriosos ojos sin vida lanzaron una mirada al cielo. Desesperado, le rasgó la casaca y la camisa y buscó la herida.

—¡Dios mío! A ver si no he…

Anstruther se sentó.

—¿Me ha dado? —preguntó confuso.

El cirujano Blore le examinó la espalda y el pecho, el estómago y los muslos.

—Ileso —anunció con alegría—. Ni un rasguño. Tenga un poco de brandy.

Anstruther bebió un trago de la petaca; su pálido rostro recobró un poco de color.

—El silbido de la bala me pasó rozando el oído —declaró— y pensé que me había alcanzado.

Temblando, se puso en pie.

—¿Desea volver a cargar? —dijo Amaury.

—¡Yo no! —afirmó categóricamente Anstruther.

—¡Ni yo! —le prometió Todd.

—Está bien, señores. Han cumplido ustedes con todo lo que cabe esperar de los caballeros y los hombres de honor. Los felicito por la gallardía que han demostrado —no había resto alguno de ironía en las palabras de Amaury—. ¿Podrían estrecharse las manos ahora?

Así lo hicieron.

—Le juro por mi espíritu —dijo Anstruther— que nunca ha estado en mi ánimo decir algo que pudiera ofenderle, señor Todd.

—Muy bellamente expresado, Señor Anstruther —contestó Todd haciendo una reverencia—. Le aseguro que no guardo resentimiento alguno. ¿Nos marchamos?

Antes de haber alcanzado siquiera el acantilado, Todd ya había pasado el brazo alrededor del hombro de su contendiente y ambos hombres charlaban con gran excitación. Blore los observaba con aire taciturno.

—Un insatisfactorio final. Nadie necesita mis servicios —se lamentó—. Y a mí me gustaría ver sangre…

—Puede llevarse mi tílburi al fuerte, capitán Blore —dijo Amaury lanzándole una clara indirecta—, pero siempre que lo envíe de vuelta. Marriott y yo nos quedaremos un rato más para limpiar las pistolas.

El cirujano se marchó dando pesados pasos.

—Me has decepcionado, Hugo —dijo Marriott.

Se sentaron junto a una destartalada choza con el techo de ramas de palmera que había a orillas del agua. Amaury, abstraído, introdujo una varilla en el cañón de una pistola para limpiarla.

—Tu desaprobación, Charles, es más que obvia. ¿Me podrías explicar los motivos?

—No pensé que fueras un hombre tan despiadado. Has insistido enfermizamente a esos dos hombres para que se mataran entre sí y no les has dejado escapatoria.

Amaury midió la pólvora, insertó un taco, escogió una bala y atacó el arma. En la orilla de enfrente, un indígena arreaba a una manada de búfalos hacia el agua; las criaturas se revolcaban alegremente en ella y sus lomos brillaban al sol.

—No había peligro alguno. No había puesto balas en las pistolas.

Marriott lo miró boquiabierto.

—Pero, entonces, ¿para qué montar esa… esa parodia?

Amaury cebó el arma y bajó el martillo.

—¡Quería dar un buen susto a esos dos estúpidos! —exclamó—. Quería que les quedara clara la completa inutilidad de tan honorabilísima farsa. Ambos son jóvenes; puede que el miedo los disuada de repetir algo así en toda su vida.

—Pero —replicó Marriott con una sonrisa tonta—, si tú mismo…

Un buitre planeaba perezosamente describiendo círculos por encima de sus cabezas. Descendió en picado para examinar un pez que había quedado varado en la playa y se estaba descomponiendo y retomó el vuelo batiendo las alas ante el gesto de enfado que hizo Amaury.

—Me he batido en duelo siete veces y he matado a cinco hombres. Uno de ellos, un buen amigo mío. Y ninguno me había hecho daño alguno; ni yo a ellos. Encendido por el vino y por culpa de desaires imaginados que jamás fueron intencionados, siempre declaré sentir mi honor mancillado y asesiné a todos esos hombres como un auténtico carnicero. ¿Crees que puedo dormir tranquilo cada vez que sus fantasmas me acechan en la oscuridad?

Apartó la cara y empezó a cargar la segunda pistola.

—La naturaleza, Charles, me ha maldecido con una gran fortaleza física, una excelente destreza manual, unos ojos veloces y perspicaces, y un enorme coraje —o, quizá, una falta de miedo— que excede lo habitual. No merezco mérito alguno por contar con esas cualidades; simplemente, nací con ellas. Pero escucha lo que te voy a decir: en todos los duelos he tenido siempre la certeza de que iba a ganar. Así que las fuerzas en esos combates eran desiguales y mis enemigos estaban predestinados a morir desde el mismo instante en que se colocaban en sus posiciones.

—Ese es un riesgo que siempre se corre —replicó Marriott poco convencido—. Rara vez se enfrentan dos partes igualmente preparadas.

El buitre volvió, planeando esperanzado sobre su rancia presa. Amaury lo contempló con la mente ausente.

—Eso hace que la costumbre resulte aún más vergonzosa —respondió entristecido—. Los duelos son abominables y yo he jurado que nunca más volveré a tomar parte en uno.

Marriott se frotó la nariz.

—Una promesa difícil de mantener.

—Intento desanimar a los bravucones. Mi reputación me ayuda: aquella disputa por un pañuelo es conocida en todas partes. ¿Por qué crees que practico todos los días en las dianas del fuerte Saint George y siempre, si puede ser, ante un grupo de espectadores? ¡Para que vean esto! —amartilló las pistolas y disparó las dos en un único y ágil movimiento. El estallido arrancó varias plumas del sangrante buitre, que cayó en picado al agua. El pastor de la otra orilla gritó asustado y corrió a esconderse en los tamariscos.

—¡Absolutamente impresionante! —señaló Marriott—. ¿Y tienes intención de disuadir a todos y cada uno de los potenciales duelistas de Madrás? Pues te has marcado una empresa titánica. Ahora tenemos que volver a limpiar las armas. Pásamelas —ocupado con la varilla y un paño, cambió de tema de conversación y añadió—: Hay un misterio, Hugo, que siempre me ha tenido intrigado. ¿Cómo es que alguien como tú, un capitán de caballería intachable, se ha interesado por las penalidades de un escribiente de segunda como yo?

La tensa expresión en el rostro de Amaury se disipó.

—Tenemos muchas cosas en común —replicó sonriendo a Marriott, que lo miraba incrédulo—. En serio, Charles. Y es algo más que el gusto que compartimos por el vino y las reuniones joviales.

Sé lo del lío en que te metiste en Covent Garden, Los dos estamos condenados al exilio en este pestilente país; los lazos que nos unen a nuestros familiares ingleses han sido duramente seccionados. En Madrás hay más hombres en igual situación, pero son todos unos delincuentes y unos bribones. Tú no. Así que cuando oí hablar de tu infortunio, igual al mío, te busqué. Y me alegro de haberlo hecho.

—¿Para rescatarme de la perdición en las tabernas de Black Town?

Amaury sacudió la cabeza.

—Un caballero puede irse al infierno de la manera que él mismo escoja. Yo nunca me inmiscuiría en el camino que nadie tome; excepto en un solo caso. En las ocasiones en las que, con unas cuantas copas de más, has estado a punto de ser retado. Te he confesado —dijo con una sonrisa retorcida— lo que pienso a ese respecto. Necesitabas que alguien cuidara de ti, Charles, así que yo decidí convertirme en tu guardián. Y confieso que has sido terriblemente conflictivo en más de una ocasión.

Marriott guardó las pistolas en el maletín y cerró la tapa.

—Te estoy agradecido —dijo seriamente—. Eso ha sido más de lo que merezco. Después de dos años en la costa de Coromandel, no soy ningún imberbe sin experiencia como ese par que acaba de intercambiar pólvora de fogueo.

—Y, sin duda, eres mayor que los dos juntos —replicó Amaury muy serio. Las ruedas de un carruaje crujieron sobre la grava de la parte alta del acantilado.

—Aquí vuelve mi tílburi —continuó, poniéndose en pie—. Debo ir a la caballeriza. ¿Tienes intención de acudir a los Salones de la Asamblea esta noche?

—No. Todavía no me he recuperado del todo de nuestro último desenfreno. ¿Vas a ir tú?

—¿Por qué no? Uno debe aprovechar cada uno de los placeres que se le ofrezcan en esta porción del Hades.

—Seguro que te encuentras con el general Wrangham —dijo Marriott con recelo— y con Caroline. ¿Cómo piensas explicar tu., ¡ejem!… tu comportamiento ante la iglesia?

Amaury se rio con ganas.

—¡Apuesto a que ella ha creído que su deslumbrante belleza me ha impresionado hasta la inconsciencia!