Durante dos semanas, Todd y su séquito se abrieron paso por los accidentados páramos que constituían las tierras bajas de Berar. Caroline montaba su yegua árabe, en cambio, su doncella portuguesa, que se había unido a la aventura movida por la devoción a su señora y por la generosa suma con que la había sobornado, viajaba en un palanquín. Solían hacer noche junto a algún arroyo o en alguna aldea y avanzaban a un ritmo de diez millas al día a través de un terreno salvaje, en raras ocasiones contemplado por rostros europeos. Cada vez que se encontraban con algún asentamiento, Todd preguntaba por Amaury. Los aldeanos juraban y perjuraban que ningún sahib había recorrido jamás aquellos caminos. Esa respuesta se repitió con tal persistencia que llegó a preocuparle, pues estaba claro que un europeo no pasaría desapercibido en aquellas regiones. Pensó que quizá ellos habían tomado una ruta diferente. Con gran consternación, contempló también la posibilidad de que Amaury se hubiese dirigido hacia Hyderabad en el sur o hacia Orissa en el norte, en cuyo caso ya no se encontraría en Berar.
Todd se negaba a admitir la sola idea de que Amaury hubiese muerto.
Dejaron atrás las colinas, se adentraron en el valle Indravati y aceleraron el paso. Adelantaron a una caravana compuesta por comerciantes de caballos de Hyderabad, prestamistas, mercaderes y una compañía circense de osos danzarines. Todd les preguntó hacia dónde se dirigían. Señalando de manera imprecisa hacia el oeste, respondieron que a Dharia, una tierra en la que reinaba la justicia y las gentes podían vivir en paz. Les preguntó si habían oído hablar del sahib Amaury. Su acento inglés les hizo negar con la cabeza. Desalentado, se alejó de ellos. Un afgano bizco de nariz aguileña que tiraba de una hilera de sementales chascó los dedos.
—¡Eh! —gritó—. Creo que se refiere usted al Umree Sahib Bahadur, el rajá que va a comprarme estos magníficos caballos persas.
«¡Rajá, nada menos! ¡El tratamiento indígena hiperbólico por excelencia!».
Siguiendo las indicaciones del afgano, Todd continuó su camino a la velocidad máxima que sus caballos podían ofrecerle. Al vigésimo día desde la noche en la que se fugaron de Hurrondah, divisaron la cima de rocas grises de Dharia, enclavada al borde de su escarpado peñasco. Un guardia apostado en la barbacana se interpuso en su camino cerrándoles el paso. «Unos cipayos de lo más disciplinados —se maravilló el alférez—, con sus mosquetes de cañón corto y sus uniformes azul celeste». Finalmente, convencieron al havildar de que Todd venía en son de paz y los dejó pasar.
—El señor sahib no está. Será mejor que hablen con el comandante Royds.
Todd asintió perplejo. La fortaleza de Amaury lo dejó completamente fascinado, con su cerco de imponentes murallas en lo más alto de la colina circundando aquella ciudad abarrotada, sus calles llenas de vida y de prósperos bazares, sus talleres, sus ruidosas fundiciones, sus barracones al estilo de los de la Compañía, sus armerías y sus cuadras. Caroline caminaba junto a él. Fueron conducidos hasta una casa situada junto a una plaza y se inclinaron ante un oficial de cara demacrada que estaba corrigiendo las listas de alistamiento de los batallones, sentado a una mesa de teca.
—Por favor, tomen asiento —dijo Royds ofreciéndoles unas sencillas sillas de madera—. Me temo que mi mobiliario es bastante mediocre. Aún no he tenido tiempo de equipar mis aposentos debidamente. Sepan que estaba al tanto de su llegada. Al más mínimo movimiento de una simple mangosta en Dharia, nuestros espías me informan de inmediato.
Lanzó una fugaz mirada a Caroline, que se había sentado a horcajadas sobre la silla, como si fuese una silla de montar. Su cara lucía un bronceado castaño tras aquellas tres semanas de viaje bajo el sol.
—Y díganme, ¿con quién tengo el placer de hablar, señores? —Era evidente que Royds no se había dado cuenta de cuál era el sexo de la acompañante de Todd, con sus botas de montar, sus espuelas y sus pantalones de piel de ciervo. Sabiamente, el alférez había decidido mantener el disfraz de la joven hasta que se encontraran con Amaury para evitar posibles complicaciones o situaciones incómodas.
—Me llamo Todd, alférez del 23.o Regimiento de Infantería de Madrás. Permítame que le presente a mi amigo, el señor Wrangham.
Caroline lanzó una divertida mirada picara a Todd para volver a recuperar la compostura al instante.
—Es un honor conocerle, comandante Royds.
El timbre de su voz llamó la atención de Royds, que la observó detenidamente.
—Tenemos unos asuntos privados que tratar con el capitán Amaury —se apresuró a decir Todd.
Royds asintió con la cabeza. Todd se preguntó quién era aquel hombre y qué puesto le correspondía en la curiosa jerarquía de Dharia. ¿Se habría convertido Welladvice en general y el bribón de Vedvyas en visir? La diferencia existente entre lo que él había imaginado sobre aquel lugar y la realidad lo dejó estupefacto. Con arrepentimiento, recordó la escena que había concebido en su mente: una panda de asesinos merodeando por las colinas, viviendo en cuevas y asaltando aldeas indefensas, una existencia salvaje indigna del gusto de Hugo. De haber sido así, no habría resultado difícil convencer a Amaury para que regresara a la civilización y continuara viviendo entre sus iguales. Pero la situación que se encontró cambiaba las cosas… ¿Cómo iba a conseguir Todd convencer a un rey para que abandonase su reino?
—Tendrán que esperar, caballeros —dijo Royds—. Amaury ha partido a explorar lo desconocido y, según creo, actualmente se encuentra saqueando una ciudad. Me resulta imposible adivinar cuándo volverá. Mientras lo esperan, mi banian les encontrará un lugar en el que poder quedarse —dio unas palmadas—. ¡Chico! ¡Ven aquí!
Se alojaron en una casa situada junto a la barbacana. Acababa de ser arreglada. Aún olía a la cal de las paredes y a la paja y los juncos recientemente cortados para construir el tejado. Todd envió a unos sirvientes a los bazares para que compraran alimentos, muebles, alfombras y cortinas. Recomendó a Caroline que no saliera de la casa. Cuando ella decidió hacerlo a pesar de todo, insistió en que llevase siempre ropas de hombre y le prestó varias de sus chaquetas y algunos pantalones.
—Tiene que seguir disfrazándose hasta que llegue Amaury, no sea que Royds piense que somos… —se calló ruborizado.
—¿Y cómo explicamos la presencia de mi doncella portuguesa? —dijo Carolina con aire malicioso—. Porque resultaría muy llamativa como mera ayudante de un caballero… ¿Creerá el comandante Royds que es mi bibee?
El alférez se marchó.
Cuando llevaban una semana en aquel lugar, un clamor acompañado de un gran alboroto en la calle despertó a Todd de su siesta de la tarde. Las cornetas emitían atronadores sonidos en los barracones, los tambores repiqueteaban en señal de alarma, y los cipayos marchaban con paso firme a las posiciones de batalla de las murallas. Todd corrió hasta uno de los baluartes y contempló el paisaje desde allí. A lo lejos, se apreciaba una polvareda que se iba acercando poco a poco y se dividía en dos remolinos procedentes de columnas de infantería, caballería, artillería, animales de tiro y carretas. El clarín de las cornetas anunció a aquellas gentes el fin del estado de alerta y todos se apresuraron hacia la barbacana. Todd se encontró en pie en medio de la muchedumbre que abarrotó la calle. Trató de asomarse por encima de los turbantes hasta que, con aire incrédulo, divisó al jinete que dirigía aquella tropa.
Era una figura alta de anchos hombros, que vestía una holgada túnica de color azafrán y se movía con soltura al mismo son que su caballo. Llevaba un fajín carmesí por el que asomaban unas pistolas plateadas y un turbante verde lima adornado con joyas. El sol había aclarado su barba hasta concederle el tono del trigo maduro. Sus ojos eran de color azul zafiro y tenía la cara delgada y bronceada. Amaury levantó la mano en respuesta a la fervorosa aclamación de sus súbditos e hizo un alegre comentario a Vedvyas, que cabalgaba junto a él. Los seguía la caballería, formada impecablemente en columnas. Sus hombres tenían la tez barbada y trigueña y esgrimían una expresión de fiereza. El espectacular colorido de sus túnicas era de lo más variado. A continuación, los fornidos hombres de la infantería, con sus uniformes azules, acompañaban a los tiros de seis caballos que arrastraban los cañones. Sobre cada uno de ellos iba un jinete y Welladvice avanzaba a la cabeza. Cerraba la comitiva una variopinta procesión de vehículos y animales, arrieros con sus látigos en acción y culis cargados con fardos que portaban sobre los hombros.
La multitud comenzó a dispersarse. Todd metió un dedo en el pañuelo que llevaba al cuello y se libró de los pliegues que lo constreñían. El bochornoso calor que las nubes del monzón desprendían tenía en él el mismo efecto que el asfixiante ardor de las llamaradas de un horno. Pero ese no fue realmente el motivo por el que sintió un repentino sofoco. Las premisas en las que había basado su misión habían volado como si fueran paja en medio de un vendaval.
En lugar del cacique de una panda de bandidos que esperaba encontrar, se había topado con la autoridad suprema de un rajá.
Todd trató de recordar a su amigo tal y como él lo había conocido: un apuesto capitán de caballería que rompía corazones en Madrás, había obtenido una codiciada condecoración por sus méritos y frecuentaba las cenas y reuniones de sociedad. Era un ser completamente distinto al de ahora, tan distinto como un águila de un camachuelo enjaulado. Sería inútil abordar a Amaury sin comprender qué era lo que había motivado tan contundente transformación en él.
Tenía que hablar con Welladvice; él podría explicarlo. Todd tomó el sendero que subía por las calles de la ciudad hasta la ciudadela.
—Lo cierto es, señor, que tiene un don… Sabe cómo conseguir que esos paganos trigueños hagan todo lo que él quiera.
Welladvice tomó una jarra de arrak y sirvió a Todd un vaso de aquel líquido ambarino. Se sentaron en unas sillas con respaldo de mimbre situadas en la veranda que bordeaba aquella pequeña casa de piedra. Sus cuatro habitaciones estaban austeramente amuebladas con sillas y mesas procedentes del bazar y un catre de cuerdas entrelazadas. Sobre el suelo de barro, había unas alfombrillas baratas de algodón. Desde toda la casa se veía el parque de artillería. El marinero, que no era hombre de lujos, se había empeñado en vivir en un lugar desde el que pudiera contemplar sus armas.
—Sin ir más lejos, sirva de ejemplo la incursión de la que acabamos de volver. El capitán se hizo con tres compañías de cipayos a las que no había visto en su vida. Les contó que tenían que cubrir cuarenta millas en diecisiete horas. Evidentemente, no les hizo ni pizca de gracia y empezaron a quejarse. Ni corto ni perezoso, el capitán se bajó del caballo y se puso a patear cada centímetro de aquel condenado camino. Bromeaba por el hecho de que un soldado de caballería a pie fuera capaz de dejarlos atrás. Ahí lo tiene: aún hiriendo su orgullo, hizo reír a esos ignorantes. ¡Es un hombre excepcional!
—Una marcha forzada ¿Qué fines perseguía?
—Quería tomar una ciudad llamada Droog y así lo hizo. Llegó a ella antes de que saliera el sol. A cierta distancia, desenganchó todos los cañones de los armones menos uno de seis libras. Los arrastraron hasta una distancia desde la que pudieran lanzar botes de metralla por encima de las murallas. Luego, los cipayos formaron a casi un palmo de la ciudad una columna con la que poder tomar por asalto las puertas de banda en banda. Estaba tan oscuro como la bodega de un buque de guerra, pero el capitán había explorado antes el terreno y lo conocía como la palma de su mano.
—¡Lanzar botes de metralla por encima de las murallas! —exclamó Todd—. ¿Amaury consiguió que unos soldados indígenas se acercaran a dos o trescientas yardas del enemigo sin hacer ruido y en silencio? ¡Increíble!
—Ya se lo he dicho, señor. Ese hombre es una maravilla. Y, entonces, justo antes de que saliera el sol, sus tiros ecuestres colocaron el cañón de seis libras, ya cargado con bolaños, de modo que apuntara hacia las puertas, dio la orden de que abriese fuego y las arrancó de cuajo. Al mismo tiempo, mandó lanzar los botes de metralla contra las murallas. El capitán guio a los asaltantes al interior y se lanzó directamente a la carga contra el fuerte, arrastrando su artillería. De un disparo, abrió la puerta. El ataque pilló a la mayor parte de los musulmanes que lo habitaban profundamente dormidos. Amaury dejó a una compañía dentro del fuerte y salió de nuevo para despejar la muralla de cerramiento. ¡Todo ello en treinta minutos!
—¿No opusieron los soldados enemigos resistencia?
—No, porque no se lo esperaban. Los cogimos por sorpresa, ¿sabe? ¿Cómo se iban a imaginar que las mismas tropas contra las que habían combatido a cuarenta millas de allí se pondrían en marcha por la noche para volver a lanzarse a la carga? —Welladvice pegó un trago de toddy, se secó la boca con la mano y puso tabaco en una pipa de arcilla—. Mató a algunos hombres en el fuerte y otros corrieron a defenderse encerrados en uno de los baluartes. Lo taladré con mis bolaños —tres salvas lanzadas desde cinco cañones— y logré hacerlos salir de allí sumisos como corderos.
—Pero, entonces, sí que ofrecieron resistencia, de modo que me imagino que Amaury saquearía la ciudad como represalia, ¿no?
—Por supuesto que la saqueó pero, por así decirlo, de manera pacífica. —Welladvice sacó un trozo de mecha de uno de sus bolsillos, golpeó el acero contra la yesca, la encendió, la acercó a su pipa y después, apagó la humeante punta en la jarra de arrak—. Le da sabor a la bebida —explicó—. No. El capitán no es de esos que derraman sangre inmerecidamente.
Saboreando el humo de su pipa, el marinero describió cómo Amaury desarmó a los soldados y envió a mensajeros por toda la ciudad para que anunciasen al pueblo que no tenían por qué temer. Amenazó al mirasdar del Bhonsla —un maratha gordinflón que no paraba de temblar— colocándole la punta del sable en el cuello y así logró que lo llevase hasta el sótano en el que guardaba las arcas de la ciudad. La riqueza que la luz de una linterna puso de manifiesto hizo que a Amaury se le escapara un silbido. Aquella sala contenía cientos de mohures dorados, lingotes de oro, sacas selladas repletas de pagodas y toneles de madera rebosantes de rupias. Con aire trémulo, el mirasdar le contó que, cuando el Bhonsla abandonó Dharia, trasladó las arcas públicas de la capital a Droog. Amaury dedujo que, posteriormente, el mirasdar había ido acumulando en sus sótanos todos los impuestos que había podido imponer, sin reservarle a su jefe ni un fanam de los que logró sacar.
—El capitán cargó en sus carretas aquel tesoro, cuyo valor ascendía a noventa mil rupias. Apagó las mechas, atrancó los cañones ahorrando así a aquella compañía el latón de los ejemplares de seis libras que no usó y alistó para su ejército a cincuenta mewaris que había entre aquellas tropas.
—Una expedición excepcionalmente provechosa —dijo Todd.
«¡Así que ese era el modo en que los saqueadores se costeaban sus gastos! —pensó».
—¿Y dice usted que Amaury dejó intactas a las gentes de la ciudad y ni siquiera tocó sus posesiones?
—Así es. Les explicó que Droog formaba ahora parte de su jagir y que no deseaba causar daño alguno a su pueblo. Envió al mirasdar a Nagpur, colocó a un risaldar veterano en su lugar y estableció los impuestos que tenían que pagar. No le puedo explicar cómo porque no entiendo de eso pero, al final, los tenía a todos comiendo de su mano.
—¿Y entonces fue cuando volvió aquí?
—No inmediatamente —respondió Welladvice riéndose entre dientes—. Por así decirlo, el suculento botín avivó el apetito del capitán. Formó rápidamente una columna de caballería con dos compañías y dos cañones de tres libras de tiro ecuestre y cruzó la frontera de Berar. Decía que era territorio del enemigo y, por tanto, allí estábamos en nuestro derecho de arrebatar por la fuerza lo que nos apeteciese.
Avanzando por la noche a gran velocidad y zigzagueando de objetivo en objetivo, los hombres de Amaury habían asaltado cuatro aldeas que cogieron desprevenidas. Les amenazaron con prenderles fuego y organizar una carnicería a menos que pagaran cierta cantidad. Esos asaltos nocturnos antes del amanecer supusieron una sorpresa tan terrible para aquellas gentes que apenas opusieron resistencia. Los asaltantes asesinaron a los pocos hombres que combatieron y enseguida dieron cuartel a quienes se rindieron. El objetivo era incrementar el botín y, a sus ojos, las matanzas no eran más que pérdidas de tiempo. Tras cargar los frutos del saqueo en las carretas, regresaron veloces a Droog.
—Calculo que Amaury se hizo con otras ochenta mil rupias. Con esa cantidad —concluyó Welladvice—, decidimos volver a casa.
En el parque de artillería, un soldado estaba limpiando uno de los cañones de seis libras. Se dejó el escobillón dentro del cañón. Welladvice se puso en pie de un salto. Todd, haciendo caso omiso de los bramidos que lanzó desde la veranda, apoyó la barbilla en las manos y adoptó un aire pensativo. El Bhonsla no toleraría eternamente la ocupación de su jagir, de modo que Amaury reinaba sobre un estado menor al que su poderoso vecino trataría de aplastar sin mucha dilación. ¿Por qué había asaltado Berar sabiendo de antemano que ello provocaría represalias? El alférez se preguntaba si Amaury se había vuelto loco. Si, quizá, el poder que había conseguido le había nublando la mente. ¿Cómo podría convencer a ese saqueador implacable, ese oficial de la Compañía transformado en un reyezuelo indígena, de que lo esperaba un destino mucho más brillante de vuelta entre sus compañeros ingleses? Se acordó de Caroline y un escalofrío recorrió su cuerpo. Aquella joven desconocía cuán distinto era ahora el aspecto de Amaury y nada sabía de los despiadados actos que Welladvice acababa de contarle. Ella se había enamorado de un elegante dandi civilizado. ¿Cómo reaccionaría ante la llegada de un codicioso bandolero sin escrúpulos?
Todd suspiró. Las cartas se habían repartido y se encontraban boca abajo sobre la mesa, así que la suerte estaba echada. En primer lugar, intentaría hablar con Amaury y convencerlo para que regresase. Seguramente, en vano. Entonces, le revelaría la noticia relativa a la presencia de Caroline en aquel lugar.
—Será mejor que no vaya a verlo hoy —le aconsejó Welladvice—. Estará ocupado tratando de poner orden en los asuntos ocurridos durante su ausencia. El capitán no descansa jamás. No sé ni cuándo duerme. Mañana le llevaré ante él. Por cierto, el joven ese que lo acompaña… ¿Cómo se llamaba? ¿El señor Fane? ¿Irá con usted?
Todd se atragantó con el arrak y evitó de ese modo tener que dar una respuesta.
Diversos peticionarios, administradores, oficiales y guardias abarrotaban la antecámara que llevaba a la sala de audiencias de la ciudadela. Welladvice se abrió paso a empujones entre aquella muchedumbre seguido por Todd. Lo condujo hasta un arco de entrada, tallado y grabado al estilo mogol. Lo cruzaron y llegaron a una oscura sala alargada, con el suelo de mármol ajedrezado en tonos rojos y negros. Atravesaron varios pasillos flanqueados por columnas de arenisca que sujetaban los arcos de herradura que cubrían el techo. Las negras nubes tormentosas del monzón arrojaban una luz plomiza a través de los ventanales, situados a gran altura en los muros. Amaury estaba sentado bajo un baldaquín tallado en mármol, acomodado sobre varios cojines de color carmesí. Llevaba una holgada chaqueta verde jade de cuello alto y un sirviente le estaba dando aire sujetando un abanico por encima de su cabeza. Vedvyas se encontraba a su lado de pie. Lucía una espléndida túnica con magníficas incrustaciones doradas y tenía las manos apoyadas en la empuñadura de su cimitarra. El trono estaba vigilado por unos soldados rathores, que lo bordeaban en una suerte de arco con las hojas de sus espadas hacia arriba descansando sobre sus hombros. Varios amanuenses ataviados con holgadas vestimentas blancas hojeaban una pila de papeles. El secretario se afanaba en poner por escrito el dictado de Amaury y el roce su pluma contra el papel se podía oír claramente.
Dos indígenas semidesnudos contenidos por dos lanceros asomaron la cabeza esperando ser atendidos. Amaury los ignoró y continuó con su dictado.
Parecía todo un potentado oriental dirigiendo los asuntos de su reino.
Dirigió una larga y profunda mirada a los prisioneros.
—Hace cuatro días que cometisteis un robo a mano armada en Pettingah. ¿Tenéis algo que decir? —apuntó con aire sereno.
Los hombres permanecieron callados mirando fijamente al suelo.
—Muy bien. Seréis llevados al sitio donde cometisteis el asalto, se os cortarán las manos y los pies y seréis abandonados allí para que os desangréis hasta morir. ¡Lleváoslos!
Los guardias los sacaron de allí a empujones. Amaury firmó la carta que le entregó el secretario. Welladvice notó la consternada expresión que se dibujó en el rostro de Todd.
—Justicia rápida —murmuró con la voz quebrada—, que es la que los musulmanes entienden. Son incapaces de comprender nuestro sistema legal, con sus abogados y toda la parafernalia. ¡Sígame!
Se acercaron al trono. Sus pisadas retumbaban en el suelo. Welladvice se cuadró en señal de saludo.
—El señor Todd ha venido desde Bahrampal a verlo, señor.
Amaury dobló un documento y asintió con la cabeza sin dar muestra alguna de sorpresa.
—Bienvenido, Henry. Ya me habían puesto al tanto de tu visita. Te ruego que esperes un momento —leyó detenidamente un papel, garabateó un endoso, se levantó y estrechó la mano de Todd entre las suyas—. ¡No sabes cuánto me alegro de verte! Me imagino que tendrás alguna razón seria para venir a visitar mis lejanas tierras. Si te parece, me puedes contar cuál es mientras probamos un vino de las Canarias que me ha traído hace poco un comerciante de Hyderabad.
Condujo a Todd a unos salones situados en la planta de arriba, cuya decoración constituía una curiosa mezcla de estilos orientales y europeos. Había tinos escritorios con el sello del distinguido fabricante de muebles Sheraton junto a varios artículos de latón de Benarés y unas altas sillas doradas que recordaban a la corte del guillotinado monarca Luís XVI flanqueaban las recargadas mesas de caoba. Un sirviente les llevó el vino. Amaury probó un sorbo y se relamió los labios.
—¡Excepcionalmente bueno! Sobre todo, teniendo en cuenta que los barriles han recorrido varios cientos de millas transportados por camellos. Veamos, Henry, ¿en qué puedo servirte?
Había llegado el momento clave, el más importante de su misión. Todas las posibles súplicas que había ensayado y todos los argumentos racionales se borraron de su memoria como los sueños se desvanecen al llegar el canto del gallo. Sin levantar la vista de sus pies, Todd le habló afablemente:
—Hugo, como amigo me atrevo a intentar convencerte… de que vuelvas a la región de Karnataka y retomes el lugar que te corresponde… Este modo de vida salvaje… no es propio de un caballero, de un oficial… Convertido en un fuera de la ley a los ojos del mundo civilizado…
Terminó su tartamudeo con un silencio absoluto.
Una sonrisa se dibujó en las comisuras de los labios de Amaury.
—Te equivocas acerca de mi decisión, Henry. No se trata de una aventura fortuita ni de una escapada temporal de los problemas e infortunios que me acuciaban en Madrás. He puesto punto final a mi vida de antaño. Para siempre, definitivamente. Les he dado la espalda a la Compañía, a los ingleses y a las costumbres inglesas. He conseguido levantar un reino indígena y pienso dedicarme a gobernarlo a la manera indostaní hasta el fin de mis días. El capitán Hugo Amaury del 7.o Regimiento de la Caballería Indígena de Madrás ha muerto y, ahora, Umree Sahib de Dharia reina triunfante en su lugar.
—Después de haber visto tu fortaleza, tus soldados y tus criados —respondió Todd entristecido—, yo tampoco he podido evitar llegar a esa misma conclusión. Cuando te vi ayer cruzar la barbacana con tu caballo, supe que mi misión había fracasado. En realidad, mi objetivo era absurdo desde el principio, pero me movía la amistad… Tenía la necesidad de intentar restablecer tu honor… Ha sido una estúpida intromisión por mi parte. Te ruego que disculpes mi atrevimiento. Tendría que haberme marchado nada más llegar y ver esto.
Amaury observó la desolación en su rostro. Con aire meditabundo, contempló cómo las rachas de lluvia golpeaban las ventanas.
—La época del monzón no es la mejor para viajar. Si el permiso que te han concedido así lo permite, quédate uno o dos meses hasta que haya pasado lo peor. Te acogeré gustoso y, si lo deseas, podrás tomar parte en las funciones militares. Supongo que tu acompañante no pondrá objeciones. ¿Quién es? Anstruther, ¿no? ¿O acaso es Fane?
Todd se preparó para lo que iba a decir.
—Ni es Anstruther, ni es Fane. Es miss Caroline Wrangham, que insistió en unirse a mi búsqueda.
Todd, que nunca antes había visto a Amaury quedarse estupefacto, ahora tuvo ocasión de verlo totalmente horrorizado.
—¡Caroline…! ¡Santo cielo! ¿Cómo es que ha venido? ¿Por qué diablos se lo has permitido? No te vayas por las ramas y explícamelo ahora mismo. ¡Bien clarito!
—Me chantajeó. Amenazó con desvelar mis intenciones a Marriott quien, sin duda alguna, habría impedido mi marcha. —Todd hizo un breve silencio antes de continuar indeciso—: Creo, mejor dicho, sé de buena tinta, que está totalmente enamorada de ti, Hugo. Lo que Caroline siente la ha llevado más allá de la delicadeza y el decoro y ha inspirado en ella un comportamiento que escapa a todas las normas de la corrección. Ha sacrificado su reputación por ti. Y ahora no le queda nada. Tan solo te tiene a ti.
Amaury abrió una licorera de brandy, se sirvió una copa y se la bebió de un trago.
—¡Maldita sea! ¡Esa joven no está en sus cabales! ¿Cuándo se ha interesado en lo más mínimo por mí? ¡Jamás! ¡Ni en Madrás ni en Bahrampal! Más bien todo lo contrario, diría yo —una mirada fiera y calculadora borró la estupefacción de su rostro—. ¡Dios mío! ¡Su fuga podría tener desastrosas consecuencias! ¡Una mujer inglesa perdida en un estado indígena! ¡Motivo suficiente para enviar al ejército de Madrás a buscarla! ¡Y al de Bombay! ¡Y al de Bengala! ¡A todos juntos! —La cólera hacía estallar sus palabras como una llamarada—. ¿Pero qué habéis hecho? ¡Habéis actuado como dos idiotas! ¡No puedo luchar contra las tropas de la Compañía!
Todd se resistió a su desatada furia.
—Hugo, no tienes por qué preocuparte. El general Wrangham está totalmente en contra de que el ejército invada territorios indígenas. Además, está la Ley de la India del 84…
—¡Al infierno con Wrangham y con tu ley! ¿No te das cuenta de cómo se las gastan los ingleses si los musulmanes se atreven a poner en peligro la virtud de una joven inglesa, cosa que siempre dan por hecho? ¡Seguro que han pedido mi cabeza! ¡Y vendrán a buscarla con la caballería, la infantería y la artillería! —Amaury se sentó en el borde de una silla y apretó los puños—. ¡Tengo que hablar con Caroline y enviada de vuelta a Hurrondah tan rápido como su caballo sea capaz de galopar!
—Espero —dijo Todd con desánimo— que consigas convencerla. Pero tengo mis dudas…
Haciendo gala de una inusitada indecisión, Amaury fue posponiendo la cita con Caroline de un día para otro. Cuando se calmó, meditó sobre aquel problema y llegó a la conclusión de que, tal y como Todd había dicho, una fuerza de caballería de la Compañía no invadiría Berar. Sin embargo, tampoco se quedarían de brazos cruzados. Wrangham no era el tipo de hombre que se contentaría sin más con que su hija desapareciera sin dejar rastro. Trató de imaginar cómo era aquella joven: ¡una alocada caprichosa y obstinada! No era difícil adivinar que, después de haber viajado hasta tan lejos, era más que probable que se negara abiertamente a marcharse. No tenía manera de obligarla. ¿Qué podía hacer? ¿Atarla a la joroba de un camello y mandarla de vuelta como la carga que realmente era? La idea le parecía muy atractiva y, además, aquella muchacha se merecía una lección así. Pero no resultaba factible. No. Definitivamente, tendría que hablar con ella. De manera civilizada pero rotunda, tenía que hacerle ver lo impropio de su comportamiento y las nefastas consecuencias que podría tener. Tenía que convencerla de que volviese rápidamente a Bahrampal, antes de que el escándalo se conociese en todos los terrenos de la Compañía en la India. Quizá incluso llegase a tiempo de salvaguardar lo que todavía pudiera quedar de su reputación.
La explicación que Todd le había dado para justificar la presencia de la joven le parecía totalmente ridícula. Amaury pensaba que su fuga no hacía sino poner de manifiesto —eso sí, de manera exagerada— las díscolas excentricidades que habían marcado la conducta de aquella joven desde que llegara a Madrás. Recordó su manera de montar a caballo a horcajadas. ¡Detestable! Y cómo se atrevió a disparar aquella vez durante las prácticas de tiro, haciendo gala de un comportamiento impropio de una delicada dama. Y así, toda una serie de lamentables episodios que culminaban con su infame viaje a los Circares acompañando a una expedición bélica. ¡Y ahora, esto! A pesar de la ira, Amaury se rio entre dientes. Caroline siempre le había gustado y, en secreto, admiraba sus testarudas rarezas, tan diferentes a aquel sentido del decoro y la sumisión que los padres virtuosos solían imponer a sus obedientes hijas. Tenía mucho en común con ella: la indiferencia total hacia los convencionalismos sociales y una férrea determinación a la hora de conseguir aquello que el corazón le dictase.
Nervioso, se preguntó si Todd tendría razón. ¿Sería él el trofeo que Caroline deseaba? ¡Tonterías! ¡No podía ser! ¡Ninguna mujer en sus cabales estaría dispuesta a cargar con un oficial irregular y fuera de la ley que había decidido vivir como un indígena!
Conocedor de la costumbre que Caroline tenía de pasear junto a las murallas todas las noches, Amaury la observaba oculto desde un baluarte. Una noche, la vio paseando agarrada del brazo de Todd. Frunció el ceño para ver mejor aquellos cortos mechones de pelo castaño que se ondulaban a la altura de sus hombros, aquella piel a la que el sol había conferido un dorado bronceado, la grácil curva de las cejas que presidían sus ojos esmeralda y aquellos inquietos labios. La chaqueta de paño que Todd le había prestado envolvía su esbelta figura. Unos pantalones amarillos de algodón y unas medias elásticas de seda se encargaban de ocultar la apabullante belleza de sus piernas. Parecía un joven apuesto y elegante y sólo el tono de su voz y el descuidado gorjeo de su risa hubiesen delatado su naturaleza femenina al oído de un inglés. «¡Una situación de lo más curiosa! —pensó Amaury—. Sin haber hecho nada por conseguirlo, se cuela en mi vida una joven excepcionalmente hermosa y, cuanto antes salga de ella, mejor. ¡Se acabó tanto darle vueltas al asunto! Hablaré con ella y la mandaré de vuelta a casa».
Envió un mensajero a Todd.
Amaury no estaba en absoluto preparado para contemplar aquella femenina visión que Todd condujo a sus aposentos. La joven se presentó con un sombrero de paja que cubría sus rizos castaños y un sedoso vestido de rayas verdes. Con fría formalidad, se inclinó ante ella y tragó saliva.
—Le ruego que acepte mis disculpas, miss Wrangham, por no haberla recibido antes. He estado sumamente ocupado desde que usted… ejem… nos honrara con su presencia en Dharia.
La serenidad de su semblante no dejaba adivinar la agitación que Caroline sentía por dentro. Durante el viaje desde Hurrondah, había urdido la estrategia que pensaba emplear: reconocería abiertamente su pasión, apelaría a la caballerosidad de su amado y se sometería a su recta voluntad. Una estrategia que decidió descartar al instante. No había atisbo alguno de caballerosidad ni rectitud en aquel pirata barbado de cabellos rubios en cuyos azules ojos no lograba ver nada que no fuese hostilidad.
—Soy consciente, señor, de que mi visita no resulta del todo conveniente —dijo Carolina haciendo una reverencia—. Si usted…
—¡Ni conveniente, ni deseable, miss Wrangham! No le voy a preguntar por sus motivos para tan deplorable aventura. Sean los que sean, no cambiarán mi decisión de enviarla de vuelta a Bahrampal cuanto antes. Tan pronto como esté lista, le proporcionaré un transporte adecuado.
—Le suplico que me deje hablar, capitán Amaury —replicó Carolina sin alterarse lo más mínimo—. Lo que tengo que decirle es privado, de modo que le ruego que despida a sus sirvientes. Henry, sea tan amable y espéreme fuera.
Todd le lanzó una mirada preocupada, a la que ella respondió con una señal de reafirmación casi imperceptible. Con brusquedad, Amaury ordenó a sus sirvientes que los dejasen. Caroline se dejó caer grácilmente sobre una silla, se alisó el vestido y abrió el abanico de marfil que llevaba colgando en una de las muñecas. Ni un solo pestañeo reveló el desagrado que sentía ante el entorno en que se desenvolvía Amaury. Le repugnaban aquella mezcolanza de muebles carente de todo gusto, esos tapices y esas alfombras tan estridentes, la gruesa capa de polvo que lo cubría todo, la ácida pestilencia del incienso, el olor a curry, el hedor de las cloacas y las chillonas voces de los indígenas discutiendo al otro lado de las ventanas. «¡Santo Dios! —pensó sin venir al caso—. ¡Necesitaría medio día para poder adecentar esta cuadra!».
—¿Le ha contado el señor Todd sus motivos para venir a verle?
—Así es. —Amaury se movió inquieto—. Tenía la absurda esperanza de convencerme de que volviera a Bahrampal. Pero no pienso dejar Dharia y así se lo he hecho saber. Henry sabe que su esfuerzo ha sido en vano y, tan pronto como el monzón ceda, será él quien vuelva.
—¿No le dio razón alguna para explicar por qué lo he acompañado yo?
—Sí. Me dio una explicación tan fantasiosa que es imposible de creer —Amaury se quedó callado. Un atisbo de incomodidad cruzó su rostro, pero enseguida lo ahogó frunciendo el ceño—. Henry cree que está usted tan enamorada de mí… Pero… ¡No perdamos el tiempo con tonterías! Sus motivos, en todo caso, son irrelevantes. Una conducta tan deplorable…
—Para convencer a Todd de que tenía una auténtica necesidad de venir a Dharia —lo interrumpió Caroline serena—, me vi obligada a fingir que sentía un deseo incontrolable por usted, capitán Amaury. Pero, en realidad, mis razones eran bien distintas.
—¿Y me permite saber cuáles eran?
—Por supuesto. Hace ya tiempo que siento cierto aprecio por Henry Todd y deseaba estar con él en las arriesgadas aventuras que iba a emprender por su causa.
Amaury parecía desconcertado.
—¡Ah! Ya veo… No tenía ni idea… —Endureciendo el tono, añadió—: ¡No sabía que le gustaba a usted hacer de niñera! ¡Y Henry tampoco necesita que lo mimen! Un hombre adulto…
—Es como un niño —Caroline parpadeó—. Ese carácter tan dulce y confiado lo hace muy atractivo a los ojos de una mujer… Sus modales son excelentes, a diferencia de…
—¡Bah! —exclamó Amaury acercándose a una de las ventanas—. Ese encaprichamiento suyo por un joven inexperto es totalmente irrelevante. Me avergüenzo sólo de pensar que se haya podido usted abandonar a la falta de decoro hasta el punto de seguirlo como un perrito faldero en tan escandalosa aventura. Bajo mi punto de vista, ha dejado usted su reputación por los suelos. Tratemos al menos de reparar lo que aún quede de ella. —Apartó la vista de la ventana y, apuntando a su vestimenta, prosiguió—: Ahora ha revelado su sexo, de modo que no debe continuar de ninguna manera bajo el mismo techo que Henry, ya que el escándalo sería mayúsculo.
Caroline abrió sus enormes ojos verdes en señal de sorpresa.
—¿Y considera usted menos impropio que me traslade a vivir bajo el suyo?
—Muchas gracias por su oferta, miss Wrangham, pero ya cuento con un harén. Tres voluptuosas bibees marathas —respondió Amaury fríamente.
Caroline le lanzó una mirada tal que parecía que un látigo hubiera sacudido sus ojos.
—Sus modales —dijo con voz crispada—, al igual que su moralidad, son tan dudosos como los de los indígenas, señor. No nos va a llevar a ninguna parte seguir con esta discusión. Con su permiso… —Se detuvo en el marco de la puerta—. No pienso salir de Dharia hasta que lo haga el señor Todd. Entre tanto, capitán Amaury, pondré todo mi empeño en evitar coincidir con usted y sus incivilizadas maneras.
Todd, que esperaba algo más allá, vio las lágrimas en sus ojos. Murmuró unas palabras de enfado y trató de entrar en el cuarto. Caroline lo sujetó por la muñeca y le indicó que la acompañara a las escaleras. Ninguno de los dos oyó la conmoción que se desató en aquel salón que acababan de dejar. Amaury iba de acá para allá como un tigre enjaulado, tumbando de una patada taburetes y mesas y profiriendo juramentos como un soldado borracho. Se dejó caer en una silla y se golpeteó nervioso en los brazos con las puntas de los dedos.
«¡Esa condenada mujer! ¡Al diablo con ella! ¡Malditos sean Todd y su infantil juventud! ¡Cómo puede esa joven echarse a perder de esa manera…!».
Durante las siguientes semanas, en las que el monzón lanzó auténticos diluvios sobre aquellas tierras, Amaury se dedicó a entrenar a sus tropas. Les pasaba revista bajo la lluvia y al azote del viento. Logró que prácticamente alcanzaran la perfección en la instrucción de marcha y los ejercicios manuales, en el manejo de los mosquetes y en las maniobras. Multitud de mercenarios llegaron a Dharia deseando ponerse al servicio de aquel famoso sahib que ofrecía excelentes salarios y guiaba a sus hombres en la consecución de magníficos botines. Alistó a doscientos hircarrahs que escogió entre los jinetes marathas que acudieron a él. Ese pueblo superaba ligeramente a los pindaris en su calidad de carroñeros saqueadores. Aunque no tenían gran valor como hombres de caballería, eran buenos exploradores del terreno. Formó un batallón de najibs. Lo componían novecientos afganos y rohillas pertrechados con escudos, espadas curvas y mosquetes de mecha. Aunque por naturaleza eran demasiado indisciplinados para las maniobras del campo de batalla, consiguió hacer de ellos expertos en escaramuzas y refriegas y demostraron ser muy útiles como testarudos combatientes defensivos en las posiciones de las murallas o en las trincheras. Como el arsenal de Welladvice se estaba agotando, ordenó distribuir unos mosquetes de cañón corto a los que los ingleses habían bautizado como Bromi Bess para sustituir a sus toscos mosquetes de mecha. Hasta que el marinero se negó a seguir.
—Tengo que guardar una reserva, señor. Y, además, tengo que restaurar los mosquetes de chispa estropeados de los batallones de los jatis.
La pérdida y renovación de hombres, caballos y armas eran incesantes. Muchos jatis, anhelando volver a sus aldeas de la lejana región de Bhurtpore, se las apañaron para ser despedidos y se marcharon. Amaury alistó a varios sikhs de las llanuras del Indo. Por su parte, lo único que lograba hacer mella en el escuadrón de los rathores era la muerte o la enfermedad. Aquellos hombres se consideraban a sí mismos un cuerpo de élite y se tenían por la escolta personal del rajá; sus nuevos reclutas estaban siempre dispuestos a cumplir con ese deber con igual fuerza. La artillería había aumentado. Pasaron de tener seis a dieciséis cañones, casi todos ellos de seis libras. Cuatro procedían de Droog y el resto fueron fabricados en la fundición de Welladvice. Amaury reclutó a sus artilleros entre los mewaris, los rohillas y los marathas y formó a un número suficiente de mestizos del variopinto grupo de inmigrantes llegados a Dharia para que supieran dirigir cada uno de los destacamentos de artillería. Los portugueses destacaron por su inteligencia y astucia a la hora de preparar un cañón. Amaury estableció tiros de caballos para sus dos cañones de tres libras y formó una compañía a la que entregó uno de seis libras. Para el resto, ordenó preparar tiros de bueyes; ni él ni Welladvice, que estaba sobrecargado con diferentes tareas, tenían tiempo para adiestrar a más caballos para el tiro.
La fundición de Welladvice había adquirido tales dimensiones que se había transformado en toda una industria armamentística que contaba con cuatrocientos empleados. El marinero dispuso hornos y forjas en el barrio de las herrerías de la ciudad, convirtiéndolo en un infierno de tintineos y humo que bramaba día y noche. Allí se fabricaban las piezas de artillería, la munición de los cañones, las balas para los mosquetes y los mosquetes de chispa. En la zona en la que residían los carpinteros, Welladvice construyó una fábrica de cureñas y otros elementos de artillería en la que se daba forma a los armones, las carretas y las culatas de los mosquetes. La fábrica de pólvora fue instaurada en una zona prácticamente deshabitada, cerca de las murallas occidentales. Sus trabajadores se encargaban de mezclar el azufre, el carbón y el nitrato de potasio para llenar después los cartuchos metálicos de los cañones y los cartuchos de papel para los botes de los mosquetes.
Amaury no dejó que la brigada continuase exclusivamente bajo la supervisión y el cuidado de Royds. Empezó a asistir a los pases de revista, criticando o corrigiendo lo que consideraba oportuno —para enfado del general de brigada—, visitaba a los cipayos en sus barracones fuera de las horas de servicio e invitaba a los oficiales indígenas a los banquetes que organizaba en sus aposentos. No tardó en poder saludar a cada uno de aquellos hombres por su nombre, se aprendió de dónde eran y mostró interés por conocer sus antecedentes. Eso le mereció un respeto por su parte con el que Royds apenas contaba; claramente los soldados preferían a Amaury. Poseía una habilidad innata para las relaciones personales y estaba convencido de que la confianza y el aprecio entre un líder y sus hombres mejoraba el resultado en el campo de batalla, pero aquel interés por los asuntos de los soldados era algo completamente deliberado. Su instinto lo llevaba a desconfiar de Royds, ese hombre que no se atenía a lealtades. Albergaba serias dudas sobre él y no sabía si, llegado el momento, el americano estaría realmente dispuesto a arriesgar su brigada en una peligrosa aventura.
Engatusó a Todd, que se aburría sin nada que hacer, para que supervisara una maniobra de marcha atrás de la compañía y, a partir de ahí, lo invitó a dirigir el batallón.
—Será sólo una medida temporal —prometió Amaury—. El tercer batallón no está a la altura de las circunstancias y necesita algo de mano dura.
Todd carraspeó y se mostró indeciso durante un rato, discutiendo si resultaba adecuado que un oficial de la Compañía dirigiese a unas tropas mercenarias.
—¡Maldita sea, Henry! ¿Por qué no? —dijo Amaury resueltamente—. No te estoy pidiendo que vayas a luchar contra la Compañía y me estarías haciendo un favor. Si accedes a dirigir a las tropas —añadió sin darle importancia—, de paso te agradeceré que me cuentes tus impresiones sobre Royds… ¡Es un bicho condenadamente raro a pesar de sus habilidades!
—¡No es más que un tunante galán! —dijo Todd airado—. Desde que Caroline desveló su sexo, se pasa el tiempo merodeando alrededor de su casa y la importuna cuando se la encuentra en la calle. ¡Voy a tener que retarlo a un duelo!
Amaury levantó las cejas con sorpresa.
—¿En serio? No te molestes, Henry. Pondré una guardia en la casa y me aseguraré de que una escolta acompañe a Caroline en todo momento.
Como Todd cada vez pasaba más tiempo inmerso en las actividades militares, Caroline llevaba una existencia solitaria. Lloviera o no, siempre salía a cabalgar al alba. Dejaba atrás a los soldados rathores que se encontraba por el camino y recorría la llanura que circundaba la colina de Dharia. Cuando llegaba el mediodía, acudía al bazar, compraba las cosas que necesitaba para su casa y, para su indignación, se encontraba con que nunca le permitían pagarlas.
—Hukm hai —eran órdenes del sahib Amaury.
Envió una furiosa misiva a la ciudadela y, en respuesta, recibió la visita de Amaury en persona. Un banian atemorizado anunció que el señor sahib solicitaba audiencia. Caroline lo tuvo esperando mientras se cambiaba de vestido y lo recibió con cordial formalidad en el salón.
—Tengo entendido, miss Wrangham, que se siente ofendida por las órdenes que he dado a los comerciantes —dijo Amaury mostrándole la carta—. No olvide que es usted mi invitada. Y a ningún anfitrión le agrada que sus visitas incurran en gastos mientras están en su hogar.
—¡Qué extravagancia la suya! Capitán Amaury, no sabía que considera usted que la ciudad entera es una posesión privada suya. No obstante, prefiero no estar en deuda con usted de ninguna de las maneras. Por tanto, le ruego que retire esas órdenes.
Amaury observó la tensa expresión de su rostro y la rigidez de su esbelta figura, ahora completamente estirada.
—No lo haré —replicó suavizando su mirada—. Pero no se enfade… Permítame que le obsequie con esa nimiedad. En realidad, he venido a ofrecerle mis disculpas. Me he comportado como un zafio grosero con usted y le he dicho cosas que lamento profundamente —su curtido rostro de piel bronceada se ruborizó—. Le ruego que me perdone y, si fuera tan amable, acepte todos los favores que esté en mi mano ofrecerle durante su estancia. A partir de ahora y en adelante, cuente con mi más sincera amistad.
Caroline se quedó boquiabierta y se tambaleó ligeramente.
—Sería descortés por mi parte —dijo conteniendo el tono— rechazar sus disculpas, señor. Pero lo de la amistad… Cómo puedo confiar…
Amaury dio un paso hacia delante y le cogió la mano.
—Tengo muchas culpas que expiar, miss Wrangham. Le ruego que me conceda el honor de disfrutar de su compañía en la medida en que mis deberes lo permitan. Lleva usted una vida muy solitaria y aislada de todo. ¿Me permitirá, al menos, escoltarla cuando salga a tomar el aire al atardecer?
—Estaré encantada, señor —respondió Caroline a punto de desfallecer—. No sé… ¿A las cinco…?
—La estaré esperando a la puerta —Amaury hizo una reverencia al tiempo que observaba el salón con curiosidad—. Una alfombra de pésima calidad, un escritorio mediocre, un diván cubierto por una funda vieja y gastada… Me temo que mis comerciantes no la han atendido como merece. Recibirán una reprimenda y les daré órdenes de que le traigan sus mejores mercancías. ¡Buenos días, miss Wrangham!
Caroline se tendió en el despreciado diván y se tocó las mejillas con las manos. Estaban ardiendo. El deslustrado espejo de sobremesa reflejó el radiante resplandor que desprendían sus ojos.
Como las aguas de un río que avanzan desenfrenadas hacia las estrechas paredes de un desfiladero, los pensamientos de Caroline fluían el día entero hacia aquellas horas de tregua que las lluvias concedían a la caída de la tarde; esas horas en las que ella paseaba alrededor de las murallas del brazo de Hugo Amaury. Hablaban de la época que pasaron en Madrás y de las amistades que tenían en común. Se reían recordando algunas de las rocambolescas situaciones que se daban en las reuniones y las citas de sociedad, recordando incidentes que ahora se les antojaban tan remotos como la luz de las distantes estrellas. Ella ocultaba por completo sus verdaderos sentimientos y mostraba a Amaury una cordialidad fría, aunque amable. Hugo pronto descubrió que lo que había comenzado como un deber penitencial se estaba convirtiendo en un agradable compromiso. Disfrutaba con la conversación de Caroline y le gustaba su chispeante ingenio.
—Después de todo, es una excelente joven —confesó un día a Todd, que lo miró receloso. Las críticas que Caroline hizo antaño del comportamiento de Amaury lo habían puesto sobre aviso. ¿Qué se traería aquella mujer entre manos ahora?
Sus encuentros quedaron interrumpidos el día en que Amaury partió de la fortaleza al frente de una columna. Estaba compuesta por el batallón de Todd, el escuadrón de caballería, los cañones de tiro ecuestre y todo un convoy de pertrechos y bultos con sus correajes. Desaparecieron tras el manto de lluvia que envolvía el borde de las colinas. Todd, que desconocía las intenciones de Amaury —que este se había cuidado de no desvelar a nadie—, cabalgaba al frente de su batallón dando muestras de desaprobación y consternación. La doctrina militar convencional prohibía cualquier operación durante la estación de las lluvias. Los borboteantes arroyos bramaban pretendiendo ser falsos Godaveris y los caminos desaparecían bajo interminables lodazales. Amaury llevaba veinte barcas de mimbre: dos culis portaban su armazón de bambú y un tercero, el pellejo que servía para cubrirlo. Cada vez que se veían obligados a parar por la presencia de torrentes inabordables, empleaban quince minutos en montar las barcas. Después, embarcaban a veinticinco hombres o cargaban un cañón en cada una de ellas y atravesaban los torrentes en menos de una hora, con los caballos nadando a su lado.
La columna prosiguió con su marcha durante siete días y se sumergió de lleno en Berar.
Virando su trayectoria de asentamiento en asentamiento, Amaury conquistó cinco aldeas. En sus ataques, apenas se produjeron derramamientos de sangre. Prometía dar cuartel a quienes se rindieran con prontitud y los caciques, conocedores de sus asaltos previos, estaban dispuestos a confiar en su palabra. Les exigía abultadas sumas, sus hombres cargaban el botín en los carros que iban requisando y se marchaban veloces por donde habían venido. Cuando emprendieron el camino de vuelta a casa, Amaury desapareció durante todo un día. Sin acompañante alguno, partió a cumplir con una misteriosa misión. Regresó con una sonrisa de satisfacción en los labios e hizo un enigmático comentario sobre los campos de batalla.
Aunque era un soldado demasiado disciplinado como para rebelarse estando de servicio, Todd había asistido horrorizado a las operaciones de aquel grupo.
—¡Esto es vergonzoso, Hugo! —farfulló—. Me has involucrado en unos actos sumamente deplorables, dignos de bandoleros. ¡A mí! ¡Un oficial de la Compañía!
—Es el modo que tengo de ganarme la vida —dijo Amaury con una sonrisa maliciosa—. ¿Para qué, si no, iba a necesitar un ejército tan condenadamente costoso?
Las inofensivas recriminaciones de Todd eran auténticas chanzas comparadas con las explosivas protestas de Royds, ya de vuelta. Entró como un rayo en los aposentos de Amaury.
—¡Maldita sea! ¡Has llevado a mi batallón a asaltar Berar! Si me hubieras advertido antes de tu propósito, me hubiera negado a prestarte a mis hombres.
Amaury tomó una botella y sirvió una copa a Todd. Fuera llovía y la capa que llevaba sobre los hombros estaba chorreando. Un sirviente le ayudó a quitársela. Amaury se sacudió como un perro empapado y se escurrió el agua de la barba.
—¿Que se hubiera negado? Permítame que lo saque de su error, comandante Royds: la brigada de los jatis me pertenece y puedo hacer con ella lo me plazca.
—¿Y emprender aventuras disparatadas? ¡Debe de estar usted loco, señor! ¿Desea provocar al Bhonsla para que acabe por tomar represalias? ¿Tiene idea de la fuerza de su ejército?
Amaury se quitó la camisa y se enfundó un camisón guateado.
—Se está usted acalorando en exceso, comandante Royds. La respuesta a sus dos preguntas es sí. Quiero que el Bhonsla tome represalias y conozco la fuerza de su ejército. Siéntese, señor, y pruebe mi madeira; le aseguro que es un vino bastante bueno. Le explicaré la situación.
Royds se calmó y, poco a poco, dejó de refunfuñar. Amaury desveló sus planes con frases secas y entrecortadas. «Era inevitable que el Bhonsla desafiase a Dharia. A fin de cuentas, era una llaga que se había enconado en la piel de su reino. Cuanto antes lo hiciese, mejor Porque, ¿quién podía saber lo que el futuro les depararía? Podría ocurrir que la peste o una hambruna diezmasen Dharia y se redujeran los ingresos de los que dependía la paga del ejército. De suceder algo así, los mercenarios desertarían huyendo de las penurias de la pobreza. En cambio, ahora las tropas de Amaury eran fuertes, habían recibido una excelente formación y estaban espléndidamente equipadas. ¿Qué mejor momento para enfrentarse al enemigo dejar el asunto definitivamente zanjado? Por eso lanzaba esas provocaciones: para obligar al Bhonsla a defenderse y lanzarse a la acción tan pronto como pasase el monzón».
Royds lo escuchaba con los ojos muy abiertos sin dar crédito.
—¡Está usted completamente loco! ¡Yo he servido a Raghujee y conozco su ejército! ¡Lo he visto!
—Unos cuarenta mil hombres entre la caballería, la infantería y la artillería —respondió Amaury con serenidad.
—¿Y de verdad cree que podrá defenderse de su asedio? La fortaleza es fuerte, ¡pero no inexpugnable!
—¿Quién ha dicho nada de asedios? Mi intención es aplastar a las fuerzas de Berar en una batalla a campo abierto.
El americano trató de decir algo y se atragantó.
—Hugo, sólo cuentas con mil doscientos soldados regulares de infantería, cien de caballería, dieciséis cañones y mil soldados irregulares —dijo entonces Todd—. ¡No puedes estar hablando en serio!
—Nunca he hablando tan en serio en toda mi vida. Ni tengo dudas sobre cuál será el resultado. Acuérdate de la batalla de Saint Thomé del 46: los franceses, con sus menos de mil hombres, lograron derrotar a los diez mil de Anwar-ud-din. Piensa en los quinientos hombres de Clive, que consiguieron tomar Arcot enfrentándose a cuatro mil. Sin olvidar los tres mil soldados que ahuyentaron a los cincuenta mil hombres del enemigo en Plassey.
—En esas batallas, los combatientes eran soldados europeos —gruñó Royds—. ¡Usted no tiene ninguno!
—Me parece que confunde las cosas, señor. Fue la disciplina lo que les llevó a la victoria. Y nosotros venceremos a las fuerzas de Berar haciendo uso de la nuestra.
Royds y Todd empezaron a hablar a la vez. Amaury levantó las manos.
—¡Cálmense! —les espetó—. Se lo ruego… He tomado todas las precauciones necesarias para contar con ventaja.
Entonces, les relató su plan.
A Raghujee le sería imposible movilizar a su ejército durante la noche, y tampoco podría mantener su propósito en secreto. Dos marathas totalmente fiables del séquito de Vedvyas se habían mudado a Nagpur con la misión de comunicar de inmediato cualquier posible movimiento hostil. Así que serían avisados con suficiente antelación. En los planes de Amaury no entraba el quedarse sentado a esperar dócilmente el ataque.
—¿Por qué combatir en mi propio estado?
Su intención era adentrarse en Berar hasta llegar a un lugar que él había reconocido previamente y allí esperarían a las vengadoras hordas del Bhonsla.
—De ese modo —concluyó Amaury—, seré yo quien tome la iniciativa y la batalla se librará en un terreno de mi elección.
—¿Y dónde está ese lugar? —inquirió Royds.
—Eso —respondió Amaury tibiamente— es algo que prefiero no desvelar. Como comandante que es, imagino que comprenderá que resulta primordial mantener tal extremo en secreto.
Royds lo miró fijamente a los ojos.
—Está usted condenado al suicidio —replicó irritado—. No participaré en semejante barbaridad. Ni tampoco dejaré que destruya mis batallones…
—Si las apuestas de veinte a uno le dan miedo y lo acobardan, señor, puede usted dejar mi ejército ya mismo —la voz de Amaury adoptó un tono punzante como el de un cuchillo afilado—. Estoy seguro de que los jatis no son tan pusilánimes y, además, tampoco le corresponde a usted dirigirlos porque no están a su servicio.
Royds apretó sus finos labios grises y se mordió la lengua. Unas profundas arrugas surcaron sus hundidas mejillas desde las mandíbulas hasta las sienes. Lanzó a Amaury una mirada de odio, se dio la media vuelta y salió de la sala pegando un portazo.
Todd contempló con desasosiego la escena.
—Siento comunicarte que estoy de acuerdo con él, Hugo. Pretendes lanzarte a una temeraria aventura a la desesperada. Además, me temo que ahora Royds ya no es de fiar.
—Nunca lo ha sido. Henry, al tiempo que sigues con tus tareas, te ruego que lo mantengas vigilado. Sin duda, tratará de poner sobre aviso al Bhonsla, cosa que no importa. Pero, probablemente, también intentará sobornar a los hombres. ¡Y eso sí que importa!
—La brigada necesitará un nuevo comandante. ¿A quién vas a poner al mando?
—¿A quién va a ser, Henry? —dijo Amaury mostrándose sorprendido—. A ti. ¿A quién si no?
La copa se le cayó de la mano a Todd y se hizo añicos en el suelo.
Los espías que Amaury tenía en las aldeas le informaron de que se estaban acercando a Dharia desde el este dos sahibs, un hombre mayor y un joven. Sólo se encontraban a cuatro días de camino. Les preguntó si les acompañaban soldados y respondieron que no. Lo único que llevaban era una escolta de peones —compuesta por varios hombres armados con lanzas y mosquetes de mecha— y la habitual caravana de carros, camellos y sirvientes. Amaury ordenó que se barriera y adecentara una casa y, por la tarde, cuando paseaban por las murallas, le contó a Caroline que el general Wrangham se aproximaba con la intención de devolverla al redil. Sus verdes ojos destellaron y un gesto de rebeldía encendió su rostro.
—¡Como si fuese una oveja descarriada! ¡En estos momentos, no tengo la más mínima intención de dejar Dharia!
Amaury contempló las nubes que se entrelazaban sobre el cielo trazando intrincadas figuras de color azafrán.
—El monzón está tocando a su fin. Los caminos pronto volverán a estar transitables. No hay motivo para que siga usted aquí. A no ser que… —dejó de hablar un instante y continuó entonces con un extraño titubeo—: A no ser que insista en quedarse junto a Henry.
—¿Junto a Henry? ¿Por qué iba yo a…? ¡Oh! —Caroline se ruborizó y se mostró confusa—. ¡Por supuesto! ¡Bajo ningún concepto pienso marcharme antes de que él lo haga!
Las columnas de humo procedentes de los fuegos en los que se cocinaba en la ciudad ascendían ondeantes. Dispersas por los campos, las cabezas de ganado se veían diminutas como hormigas. Se oía el cloqueo de unas voces femeninas en un recinto. Amaury aspiró aquellos familiares olores a estiércol quemado, especias y desagües, y suspiró. Observó atentamente cómo una estrella se cernía sobre aquel oscuro horizonte surcado de colinas anunciando la llegada del anochecer.
—He convencido a Henry para que aplace su marcha y me preste un servicio de valor incalculable. Es precisamente la particular naturaleza del hecho que requiere tal servicio, miss Wrangham, la que hace necesario que deje usted Dharia antes de que suceda.
—¡Me está usted hablando en chino, señor!
Amaury perdió el interés en la estrella nocturna y señaló a las filas de carros que, descansando sobre sus ejes, abarrotaban un claro situado más allá del parque de artillería. Señaló los bultos cubiertos por lonas y llenos de polvo, que asomaban entre los carros asemejando las lápidas de un campo santo.
—Transporte, provisiones y bagaje. Todo preparado para iniciar una campaña. Dentro de poco, dejaré Dharia para jugarme mi destino en una batalla llena de dificultades. Estoy seguro de que venceré, pero —dijo encogiéndose de hombros— en la guerra no hay nada seguro. El general Wrangham llega en el momento oportuno porque debe usted irse antes de que mis hombres y yo nos pongamos en marcha.
—¿Henry comparte ese riesgo con usted?
—Es muy probable.
—¿Me está pidiendo entonces que lo abandone justo cuando se va a la guerra? —preguntó Caroline con aire de indignación—. ¡Jamás se me pasaría por la cabeza hacer algo así! ¡Sería una actitud terriblemente vergonzosa!
—No puedo obligarla a la fuerza —replicó Amaury y, buscando torpemente las palabras adecuadas, añadió—: Se ha encariñado usted de Henry perdidamente, ¿no, miss Wrangham?
Caroline le tendió las manos en un gesto involuntario, pero enseguida lo contuvo.
—Sí… sí… —respondió prácticamente en susurros—. Supongo que así es… —sus ojos buscaban ansiosos el rostro de Amaury. Una expresión desolada, gris y fugaz como una nube, empañó sus apuestas facciones. ¿O quizá era sólo una ilusión óptica bajo aquellas mortecinas luces?
Amaury le ofreció el brazo.
—Regresemos antes de que se haga demasiado de noche. En cuanto a la posibilidad de que se marche o se quede, dejaré que sea su padre quien se haga cargo del asunto.
El general Wrangham llegó escoltado por el corneta Anstruther.
—No podía dejar que el viejo deambulase por ahí él solo —dijo para explicar su presencia.
Se alojó en la casa que Amaury había mandado preparar. Caroline se puso un sombrero y fue a visitarlo. Educadamente pero sin perder la firmeza, el comandante de guardia la detuvo. A través de la criada portuguesa le hizo saber que resultaba difícil e incómodo atravesar las procesiones religiosas que abarrotaban las calles. Caroline se dio la vuelta furiosa, convencida de que Amaury se le habría adelantado a hablar con el general. Y tenía razón al suponer tal cosa. Amaury envió saludos a sir John y lo invitó a cenar. Por deferencia hacia las costumbres de su visitante —Todd hacía tiempo que se había acostumbrado a comer como los indígenas—, Amaury mandó traer una mesa de comedor, una cubertería, sillas y un mantel. La guardia del acceso a la ciudadela condujo al general Wrangham hasta los centinelas del patio interior que, a su vez, lo llevaron hasta el guardián de la puerta. Este lo dejó en compañía del banian y, guiado por él, el general atravesó varios pasillos y antecámaras. Aunque no hizo comentario alguno, no le pasó desapercibida la esplendorosamente sórdida decoración de todas aquellas salas, la mala calidad del gusto oriental y la capa de polvo que cubría los brillantes objetos. El aspecto de su anfitrión lo sobresaltó. Amaury, llevaba la cabeza al descubierto; el pelo le caía sobre los hombros y la barba le cubría el pecho como si del peto de una armadura se tratase. Vestía una túnica lila que le llegaba hasta las pantorrillas, con unos botones dorados abotonados hasta el cuello. Lucía unos pantalones holgados de estilo musulmán y unas babuchas escarlata de estilo turco.
En aquella cena se sirvieron platos europeos. Los platos, aunque demasiado especiados, estaban bien cocinados y el vino era aceptable. Los criados se esforzaban por servir la mesa, pero quedaba patente su desconocimiento de las costumbres europeas. Amaury guio la conversación, manteniéndola en los límites de una reunión de carácter social y eludiendo de manera agradable las incómodas preguntas de Anstruther. Wrangham, más discreto, no hizo siquiera el intento de tantearlo. Cuando quitaron el mantel, los criados se fueron y las licoreras de brandy, ron y oporto presidieron la mesa, Amaury dejó a un lado la boquilla de su narguile sonriendo a sus invitados.
—Su paciencia merece una recompensa, señores. Si me permiten, les contaré cómo ha sucedido todo, de principio a fin.
Sin omitir nada, les relató con detalle el éxodo de Hurrondah, el robo de las arcas públicas, la reconstrucción de Dharia y la creación de un estado próspero a partir de un jagir en ruinas sumido en la pobreza. Les contó la implacable derrota infligida a los pindaris, la llegada fortuita de la brigada de los jatis, la conquista de Droog y aquellas irrupciones en Berar que el Bhonsla, sin duda, trataría de vengar.
A lo lejos, se oyó el sonido de las cornetas anunciando la bajada de la bandera al ponerse el sol en los barracones. Wrangham tomó un sorbo de su copa y saboreó el brandy.
—De alguna de esas cosas ya tenía conocimiento —dijo—. Llegaron rumores a Bahrampal, por eso no me ha sido difícil dar con usted. Además, unos comerciantes nos contaron que mi hija y ese sinvergüenza —continuó señalando a Todd con su puro— estaban viviendo en la capital de su jagir. Antes de proseguir con nuestra charla, ¿está mi hija sana y salva?
—Las dos cosas, señor.
—¿Y supongo que dispuesta a regresar?
Amaury lanzó una furtiva mirada de reojo a Todd.
—A eso no puedo contestarle que sí, señor —respondió.
—¡Brrr! ¡Se ha metido en un lío espantoso! Tengo que llevármela de aquí rápidamente y con la máxima discreción, antes de que lleguen a las lenguas viperinas de Madrás más habladurías de esas en las que tanto les gusta gastar saliva —agitó el licor de su copa y miró a Amaury levantando sus canosas cejas—. ¿Supongo que ha renunciado usted a su carrera como oficial de la Compañía?
—Para siempre, señor.
—Es una pena. ¿Sabía que el Consejo de Directores había revocado su cese?
—No, pero eso no cambia las cosas.
—Me lo temía. No puedo culparlo, teniendo en cuenta todo lo que ha conseguido usted aquí, en Dharia —el general dio unos toquecitos a su puro para que cayera la ceniza—. Cuando Caroline se fugó, escribí a Madrás para prorrogar mi permiso. Me respondió Clive y, de paso, me comunicó unos sorprendentes hechos que, en parte, podrían hacerle cambiar de opinión. Le diré de qué se trata.
Wrangham le contó una historia de intrigas y traiciones entre los maratha. Su dirigente, el Peshwa[41], había sufrido la derrota en una batalla librada frente a un grupo de príncipes aliados en su contra. El Peshwa huyó y suplicó ayuda a los ingleses. La Compañía le impuso un tratado por el que él sacrificaba la independencia de su reino a cambio de obtener la ayuda militar que precisaba para recuperar el trono.
—Todos los príncipes marathas están en contra de ese tratado —continuó Wrangham— y se están preparando para la lucha. El gobernador general también se está preparando y su hermano, Arthur Wellesley, está planeando una acción de campaña.
—¿Qué —preguntó Amaury pacientemente— tiene eso que ver con mi destino? Mi pequeño reino jamás ha ofendido a la Compañía y yo nunca lucharía contra ella. No puede tener motivo alguno de queja sobre mí.
—A mí tampoco se me ocurriría ninguno —replicó Wrangham—, de no ser por lo condenadamente poco ortodoxa que resulta su situación. Pero el quid de la cuestión es el siguiente: multitud de oficiales ingleses mercenarios se han unido a las filas de los ejércitos marathas. Sangster, Bellasis, Gardner, Skinner, Thomas y otros tantos. Mornington ha anunciado que la Compañía ofrecerá una generosa suma a los que abandonen sus puestos de mercenarios y regresen a territorio inglés. Si vuelven al redil, señor, les será perdonado todo. ¿No le parece una tentadora propuesta?
—¿Una incitación a la deserción? ¡No! Esa propuesta no tiene nada que ver con mi caso. A diferencia de esos hombres, yo no obedezco a señor alguno ni trabajo para nadie.
—Cierto. Es usted el único lancero independiente de toda la India, aunque dudo que la Compañía sepa ver la diferencia —Wrangham vació su brandy—. Ahora, con su permiso, voy a ver a Caroline. ¡Es una pena que esa niña caprichosa ya no esté en edad de recibir una buena azotaina!
—Henry lo acompañará. Le aconsejo, sir John —añadió Amaury con seriedad— que modere sus palabras. ¡Una censura excesiva no haría sino fortalecer su decisión!
Nunca nadie llegó a saber jamás lo que Wrangham le dijo a su hija. El general salió de los aposentos de la joven con la cara roja y mordiéndose el labio. Volvió a su casa y se dedicó a beber brandy sin medida. Amaury no hizo preguntas; decidió que aquel asunto no era de su incumbencia y que eran la joven, su padre y Todd quienes debían solucionarlo. Los preparativos de la guerra lo tenían muy ocupado, ya que habían llegado rumores desde Nagpur anunciando que el Bhonsla había ordenado a los jefes de sus tropas que se congregasen.
Siguiendo las instrucciones de Amaury Vedvyas requisó bueyes y camellos, compró harina, arroz y cabras, contrató arrieros, culis y aguadores, y se encargó así de toda la parafernalia que una campaña militar llevaba asociada. Hacía tiempo que el mirasdar se había convertido en visir para los asuntos civiles, tesorero para los fiscales, y oficial de intendencia para los militares. Vedvyas aprobaba las incursiones de Amaury y se frotaba las manos encantado cada vez que contemplaba los botines que descargaba a su regreso.
—Hemos recuperado el capital que habíamos desembolsado, sahib. Y, ahora, disfrutamos de los intereses.
La inminente amenaza de Berar no le preocupaba en absoluto. Gracias a los encontronazos que había vivido con Amaury, ya fuera contra él o como su aliado, había adquirido una fe ciega en las aptitudes militares de su maestro.
En correspondencia, Amaury había llegado a confiar en él plenamente; un privilegio que negaba a los demás indígenas.
Hugo sentía cierta desconfianza hacia la actitud de Royds. Aunque el hombre cumplía con sus obligaciones con el elevado grado de eficiencia habitual en él, se mostraba hosco e insociable y, siempre que podía, evitaba encontrarse con los demás europeos. Todd le contó que, tras las maniobras, se reunía en sus aposentos con los oficiales indígenas de rango superior y urdía largas confabulaciones con ellos. Aquella actitud era ajena a sus costumbres ya que, cuando no estaba de servicio, ese hombre en rara ocasión trataba a sus hombres. Todd no logró que los oficiales le desvelasen nada con sus discretas averiguaciones. Pero, por la grave expresión de sus rostros, supo que algo serio estaba en marcha.
—¡Ese tipo los está incitando a la sedición! —aseveró Amaury—. Tengo intención de formarle un consejo de guerra, pero es difícil hacerlo sin pruebas. Tampoco sé hasta qué punto tiene influencia sobre sus hombres, de modo que no puedo arriesgarme a arrestarlo sin más porque podría suceder que se rebelasen.
Fueron los propios oficiales quienes aclararon el dilema. Una delegación acudió a una de las audiencias diarias de Amaury y solicitó una vista en privado. Amaury condujo a aquellos subhadares a sus aposentos, les ofreció asiento sobre unos cojines, les obsequió con varios dulces y les preguntó en qué podía servirles. El portavoz del grupo se mostró vacilante, se acarició el mostacho y, aunque al principio comenzó a hablar entre tartamudeos, sus palabras pronto se tornaron en un discurso fluido.
Contó que Royds intentaba convencerlos de que Amaury, habiendo perdido la mitad de su cordura y embriagado por el poder y la presuntuosidad, había tomado una arrogante determinación que conduciría a los jatis a la destrucción. Royds había empleado aterradores calificativos para describir a las invencibles y poderosas fuerzas de Berar y los había instado a rebelarse, tomar el polvorín y el parque de artillería, ejecutar a Amaury y controlar Dharia. Sólo entonces podrían llegar a un acuerdo con el Bhonsla, pagar el tributo que este les exigiese y vivir en paz. De lo contrario, Royds había insistido en que les esperaba una muerte segura a manos de las espadas marathas.
—Usted es nuestro padre y nuestra madre, Umree Sahib —concluyó el subhadar apesadumbrado—. Al sahib Royds también le debemos lealtad, pero creo que nos está engañando. Usted nos ha alimentado y ha hecho de nosotros unos soldados sin igual, consiguiendo que sintamos un orgullo por las armas que nunca antes habíamos experimentado. Jamás destruiría sin causa justificada un arma que usted mismo ha forjado, ¿verdad? Llenos de dudas y sumidos en la desesperación, apelamos a usted para que nos confirme que lo que Royds nos cuenta son patrañas.
—Así es, son patrañas —Amaury reflexionó unos instantes y tomó una decisión que contravenía sus instintos más ocultos. Tenía por costumbre no desvelar nunca el plan de una batalla hasta el último momento. Pero decidió describirles el campo que había elegido para aquella lucha, aunque sin especificar de qué lugar se trataba. Hizo sitio en el suelo y, con ayuda de las fuentes, las jarras y los cojines, realizó un esbozo de sus características más destacadas. También hizo una concisa estimación de las maniobras que era probable que el enemigo emprendiese. Trazó un esquema de las tácticas que él tenía en mente usar y terminó estrellando un cuenco en lo que representaba la batalla principal contra Raghujee.
—Así será como terminará, hermanos. Y, entonces, saquearemos el campamento del enemigo. Pero no os engañéis: la lucha será dura y sufriremos bajas. Tendremos muchos heridos y muchos muertos. ¿Conocéis alguna victoria en la que los vencedores no hayan perdido hombres?
Los oficiales movieron la cabeza satisfechos —la batalla parecía muy sencilla sobre la alfombra— y, cuando se marcharon, fueron tocando de uno en uno la empuñadura de la espada de Amaury en señal de aprobación.
—¿Cómo debemos comportarnos con el sahib Royds? —preguntó un subhadar.
—Pronto nos dejará —respondió Amaury simplemente.
Cuando se fueron, meditó todo aquello a conciencia durante un buen rato. Ante las leyes de cualquier país, el delito de Royds era imperdonable. Y su castigo era la muerte. Pero una ejecución pública en la que un hombre blanco muriera a mano de otros hombres blancos sería imprudente en Dharia, un estado indígena bajo el mando de un sultán inglés. Resultaba peligroso para un europeo ser humillado en público. No podía dejar que el firme suelo que pisaba un ídolo se tornase terreno arcilloso.
Tenía que deshacerse del americano rápidamente y de manera discreta.
Amaury mandó traer sus pistolas. Las cebó, las cargó con cuidado y se las guardó en el fajín. Un sirviente le aseguró que Royds se encontraba en su casa, así que decidió ir solo hacia allí. Royds estaba sentado a la mesa en mangas de camisa. Llevaba unos pantalones de algodón y estaba garabateando una carta. Cuando vio entrar a Amaury, frunció el ceño.
—No ha anunciado su visita —dijo molesto— y estoy demasiado ocupado para charlar.
Amaury tomó una silla y se sentó en ella posando una mano sobre la culata de una pistola.
—Esto no es una visita social, comandante Royds —replicó—. Le ruego que preste la máxima atención a lo que he venido a decirle.
Le expuso abiertamente las acusaciones que los oficiales habían vertido contra él. La cara de Royds adoptó una expresión sombría; sus ariscos ojos se empequeñecieron y sus labios trazaron una fina mueca gris. Lanzó una rápida mirada a la pistola enfundada que tenía sobre la cómoda y a la espada que colgaba de un gancho en la pared. Amaury sacó una de las pistolas y se la puso en el regazo.
—Ha sido declarado culpable de incitación al amotinamiento —dijo— y eso conlleva la pena de muerte.
Royds se agarró a la mesa con las manos; un hilillo de saliva cayó por su barbilla.
—¡Lo niego! ¿Da más crédito a la palabra de un musulmán que a la mía?
—Así es. Y no caben las discusiones ni las argumentaciones. Ya ha sido usted juzgado y sentenciado.
Amaury lo encañonó con la pistola. Las patas de la silla de Royds arañaron el suelo.
—¡Por Dios! ¡No puede disparar así a un hombre indefenso!
—Sí que puedo, señor, pero no lo voy a hacer. No, al menos, si me obedece. ¡Levántese, Royds! Camine delante de mí y haga exactamente como le diga. De lo contrario, lo mataré como a un perro.
Salieron de la casa en fila y recorrieron las calles. Amaury, con las pistolas de nuevo en el fajín, marcaba el camino. No llamaron la atención de nadie. Las gentes se imaginaron que el lord sahib y su general de brigada se habían atrevido a desafiar al sol del mediodía para tratar sus asuntos. Royds caminaba fatigosamente y con aire hosco delante de Amaury. Giraba a la derecha o a la izquierda según este ordenase. Atravesaron la zona deshabitada en la que se encontraba la fábrica de pólvora y llegaron a una poterna de salida situada en la parte occidental de la muralla. Royds se detuvo confuso.
—¡Dónde diablos…!
Amaury le lanzó una llave.
—Ábrala.
La puerta llevaba mucho tiempo sin usarse, su pesada cerradura estaba entumecida y los encajes de los barrotes estaban oxidados. Por fin, se abrió y sus bisagras hicieron un chirriante estruendo.
Amaury sacó la pistola.
—Siga su camino, señor.
Royds observó la rocosa pendiente que bajaba desde aquellos muros, se giró y miró a Amaury con incredulidad.
—¿Me está dejando ir?
—Algún mérito ha tenido, comandante Royds, así que le estoy dando una oportunidad. Ándese con cuidado, señor.
Cerró la poterna de un golpe, giró la llave y se fue muralla arriba. Royds permaneció inmóvil al otro lado de la puerta, desconfiando claramente de su suerte. Levantó la cabeza y vio a Amaury en las almenas, a veinte pies por encima de él. Le lanzó una mirada desafiante. Amaury levantó la pistola y apuntó a la llanura. Royds escupió, atravesó el foso y empezó a bajar por la ladera de la colina esquivando las rocas y los arbustos.
Se tropezó y saltó hacia un lado. Cogió una pequeña roca y la tiró al suelo. Se quedó quieto unos instantes observando mientras se limpiaba las palmas de las manos en los muslos. Caminando lenta y cautelosamente, comenzó a descender. Después de una docena de pasos, se detuvo, retrocedió, dio un grito y pegó un brinco. Cayó torpemente y quedó tumbado en el suelo. Cogió unas piedras y machacó algo que se movía debajo de un arbusto. Entonces, se puso en pie, miró a su alrededor con angustia y echó a correr.
Cuando llevaba recorrida la mitad de la pendiente, trató de girar bruscamente y se cayó. Detuvo el golpe con las manos y logró levantarse. Se tambaleó y cayó a cuatro patas, apoyado en manos y rodillas hasta que, finalmente, se derrumbó sobre su propia cara. Rodó pendiente abajo agarrándose el cuello con las manos. Levantó los brazos hacia el cielo con los puños cerrados y luego los dejó caer a ambos lados asemejando un crucifijo. Su cuerpo se revolvió agitado, se curvó dos veces de la cabeza a los pies, dio una sacudida y quedó entonces inerte.
Amaury bajó de las almenas y se encontró con Todd, que volvía de los barracones.
—¡Royds —dijo suspirando— ha ido a dar un paseo por la colina! ¡Qué desgracia más desafortunada! Al parecer, nadie le había advertido acerca de las serpientes.
Un mensajero que montaba un sudoroso caballo dio aviso de que las tropas del Bhonsla se estaban congregando en los alrededores de Nagpur. Amaury completó sus preparativos y comprobó meticulosamente todos los detalles.
—¡Sin apresurarse! ¡Esa muchedumbre no estará lista para moverse hasta dentro de dos semanas!
Señaló un día para la partida de sus fuerzas. La presencia de sus invitados se convirtió en un preocupante motivo de irritación. Bruscamente, ordenó al general Wrangham que partiera hacia Bahrampal y se llevase a su hija con él. El general sacudió entristecido la cabeza.
—Esa caprichosa criatura se niega rotundamente a marcharse. ¡No puedo obligarla a punta de pistola!
Amaury fue enfurecido a la casa de Caroline. Mantuvieron una tormentosa discusión y perdió los nervios.
—¡No se puede quedar en Dharia de ninguna de las maneras! Imagine que perdemos la batalla. ¡Dios nos libre! Si eso ocurriese, la ciudad quedaría a merced de las tropas del Bhonsla. ¿Acaso le gustaría ser violada por los bárbaros marathas?
—Creo que no. ¡Sería algo terriblemente agotador!
—¡La impudicia no es propia de usted, miss Wrangham! ¿Por qué se comporta de manera tan enojosa? Se niega a regresar a Bahrampal, pero no puede quedarse en Dharia. ¡Por Dios! ¿Me quiere decir qué es lo que pretende hacer entonces?
—La alternativa está clara —dijo Caroline con dulzura—. Tengo que ir con ustedes.
Amaury se la quedó mirando fijamente sin saber qué decir.
—¿Por qué se queda tan boquiabierto, señor? Las mujeres a menudo acompañan a los ejércitos en las campañas. Incluso cuentan que la esposa del capitán Norris…
—¡Dio a luz a su hijo en las cocinas de Tipu! —bramó Amaury—. Una conocida historia, sí, pero que no viene al caso en absoluto. Era la esposa de un soldado, no la voluble hija caprichosa que…
—¡Seguro que también era hija de alguien! No se esfuerce, capitán Amaury. Estoy totalmente decidida y ya he hecho todos los preparativos.
—¡Muy bien! —respondió Amaury con seriedad—. A menos que la ate a la pata de una cama, está visto que no puedo impedirlo. ¿Preparativos, dice? Me imagino que pretenderá llevar una tonelada de equipaje. ¡Pues ahórrese el trabajo, Caroline! El ejército viaja con el menor bagaje posible: un fardo en la silla de montar y una mochila por cada hombre. ¡Eso vale para soldados rasos y oficiales por igual! ¡Y también para las malditas jovencitas testarudas!
Salió de la habitación como una furia. Caroline sonrió satisfecha. Por fin, Amaury se había dirigido a ella por su nombre de pila.
El general no pareció sorprenderse; desde el principio, estaba seguro de que su obstinada hija querría acompañarlos en campaña. Así pues, como él tenía el deber de escoltarla, viajaría a Berar.
—Asistiré a la batalla en calidad de mero espectador, señor.
Su entusiasmo ante tal perspectiva resultaba patente. Anstruther, en cambio, preparó con abatimiento las pocas cosas que cabían en el fardo de su silla de montar y declaró que todo aquel asunto le parecía demasiado peligroso. Cuando Amaury decidió designarlo guardián permanente de Caroline, se sintió desesperado.
—¿Cómo demonios voy a lograr vigilar a una joven tan escurridiza?
Dos días más tarde, el ejército de Dharia se puso en marcha.