CAPÍTULO CUATRO

Un día, cuando Todd estuvo prácticamente recuperado, Amaury insistió en que lo acompañara a media mañana a pasar revista a los soldados de caballería en las caballerizas.

—La recuperación —afirmó— de las fiebres convulsivas es un proceso largo. Si no haces otra cosa que zanganear el día entero en los Jardines de Moubray, sufrirás un pernicioso retroceso.

Después del desayuno, fumaron un puro. A pesar de la aversión que le producían los narguiles, Todd había aprendido a fumar en pipa y a disfrutar de los puros. Cuando terminaron, partieron hacia el fuerte Saint George en sendos palanquines. Todd se acomodó en un pesebre y observó desde allí el ir y venir de Amaury mientras pasaba revista.

Las caballerizas tenían el techo de ramas de palmera. Eran unos cobertizos bien aireados, sin paredes. Los caballos estaban alineados con la cabeza hacia el interior sobre unos pesebres de arcilla en unos espacios flanqueados por barracones. Varios soldados de caballería en paños menores cepillaban las crines de los caballos y juntaban montones de paja. Unos oficiales indígenas —jemadares[13] y risaldares[14]— supervisaban su trabajo. Todd sintió envidia de la fluidez con que Amaury manejaba el hindi y recordó desconsolado la enorme lucha que él mantenía con esa lengua. El reglamento exigía el dominio obligatorio de la lengua indígena, pero Todd había conocido a varios oficiales de los cipayos con largos años de servicio que sabían tan pocas frases en hindi como las que necesitaría pronunciar una señora bibee para hacer las camas de su casa.

Amaury examinó los caballos uno a uno, comprobó los montones de cebada de cada pesebre, despidió a la formación y llevó a Todd a la herrería. Allí supervisó cómo trabajaban los herreros, comprobó con meticulosidad las guarnicionerías y las tiendas de campaña en las que se guardaban las armas y examinó los polvorines y los graneros. No había nada que escapase a su vigilante mirada. A pesar de que sus reprimendas eran punzantes, las expresaba de tal manera que sus víctimas las recibían con una sonrisa. Todd tenía claro que, aunque tanto los oficiales como los demás hombres se sentían intimidados por su formidable capitán, también lo adoraban. Amaury pasó de largo por delante de los barracones.

—Nunca entro ahí. Es mejor dejar que los oficiales indígenas se encarguen de las cuestiones privadas.

Condujo al cadete hasta una habitación de techo bajo. Por todo mobiliario, tenía una mesa manchada de tinta, dos sillas de mimbre y un arcón de teca.

Amaury ofreció asiento a Todd en una de las sillas y él se sentó encima de la mesa.

—La oficina del escuadrón —dijo—. Un tedioso aspecto de la vida militar, pero sería de estúpidos descuidarlo.

Los soldados, que habían cambiado sus atuendos de las caballerizas por unos uniformes informales, iban llegando poco a poco al cuarto, se apoyaban en las paredes y charlaban en voz baja. Las audiencias eran muy poco convencionales.

Un risaldar que solicitaba un permiso urgente, «Mi casa se ha derrumbado con las lluvias».

Varias quejas sobre las raciones de arroz, «Son restos de la cosecha del año pasado; se podrían usar como metralla, pero en ningún caso sirven como comida».

Una disputa por un caballo de la tropa, «Yo he sido quien lo ha entrenado desde que era un potro, sahib. ¿Por qué debería montarlo un trompeta que lo único que ha hecho ha sido atiborrarse a comer cordero?».

Las inmediatas órdenes de Amaury eran recibidas como si de decretos divinos se tratara.

Un soldado que lucía los galones típicos de un havildar[15] se puso en posición de firme y saludó.

—¿Y bien, Tillukdaree? —dijo Amaury.

—Soy el havildar más antiguo de mi escuadrón, sahib, con catorce años de servicio. El jemadar del escuadrón ha muerto y le ruego que me conceda el honor de un ascenso para ocupar su puesto.

—Tenía pensado —respondió Amaury— conceder ese cargo a Jaswant Rao, del segundo escuadrón. Tiene más años de servicio que usted.

Todd escuchaba atentamente la conversación, tratando de no perderse entre la rapidez de las frases que uno y otro pronunciaban, para después deducir el sentido de las palabras que conseguía entender y juntar.

—Lo que dice es cierto, sahib, pero Jaswant Rao ascendió a havildar un año después que yo. Así que, en lo que al rango se refiere, yo tengo mayor antigüedad.

—Ciertamente un aspecto a tener en cuenta, pero no por encima de los años totales de servicio… —respondió Amaury. Con aire pensativo, dio unos golpecitos con los dedos sobre la mesa antes de continuar—. Si decidiese hacer una excepción y concederle ese favor, ¿cuánto estaría dispuesto a pagar por ello?

—El mes pasado, sahib, ascendió al jemadar Deonarain a risaldar por treinta pagodas —contestó vacilante Tillukdaree—. De modo que, para ser jemadar, yo no debería pagar más de veinte.

Amaury esbozó una sonrisa burlona.

—¡Venga, Tillukdaree! Sabe de sobra que Deonarain pagó cuarenta, así que a usted se lo dejaré en treinta.

Todd no daba crédito a lo que estaba oyendo. El havildar se rascó el cuello con aire pensativo.

—Veinticinco, señor, sahib.

—Veintisiete y el puesto es suyo.

Una sonrisa de alivio se dibujó sobre la barba de Tillukdaree.

—Como ordene su Señoría —buscó a tientas en la bolsa donde llevaba la munición y echó unas monedas sobre la mesa. Amaury las contó, las recogió y se las guardó en el bolsillo.

—Haga constar el ascenso inmediato de Tillukdaree a jemadar —ordenó a un risaldar—. ¿Quién es el siguiente?

—El naigue[16] Ramdhone, que solicita ser ascendido a havildar.

A Ramdhone, el ascenso le costó quince pagodas

En el camino de vuelta a los Jardines de Moubray, Todd parecía cohibido. Le comentó a Amaury que no había visto a ningún otro oficial europeo en las filas de caballería al pasar revista en las caballerizas ni tampoco después.

—Tenemos veinte oficiales alistados —respondió aquel—, pero sólo cinco o seis prestan servicio en el regimiento. Los demás están destacados fuera, de permiso o tienen puestos en el Estado Mayor. Los que quedan sólo pasan revista cuando les resulta conveniente. He de confesar que rara vez se dejan caer por las filas. Prefieren que sean los oficiales indígenas quienes se ocupen de las caballerizas y las inspecciones —Amaury dio una profunda calada a su puro—. Yo, en cambio, tengo debilidad por los detalles militares. Me ayuda a sobrellevar la dura monotonía de la vida en esta plaza.

Las últimas lluvias monzónicas se llevaron consigo las nubes. El sol brillaba de nuevo con fuerza desde aquel cielo con aspecto de latón martilleado y evaporaba la humedad que los aguaceros habían imprimido a la tierra. El balanceo y las sacudidas del palanquín incomodaban enormemente al debilitado espíritu de Todd.

—Me sorprende el sistema de ascenso que seguís aquí —dijo—. ¿Establece el reglamento un precio para cada rango?

Amaury se lo quedó mirando sin dar crédito a sus palabras.

—¿El reglamento? ¿Un precio? Debes de estar de broma, Henry. Lo que has presenciado se llama soborno; soborno puro y duro. Una práctica consagrada por la costumbre desde los días de Stringer Lawrence. ¡Todo el mundo lo hace!

—¡Oficiales que se dejan sobornar! —exclamó Todd horrorizado—. ¡Qué conducta tan detestablemente vergonzosa! No me cabe en la cabeza…

—En la India —explicó Amaury pacientemente—, no se concede favor alguno si no media un incentivo y todas las prerrogativas tienen un precio. Hace años, lord Cornwallis afirmó estar plenamente convencido de que absolutamente todos los indígenas de este país eran corruptos. Podría ser una mera sutileza pero, por desgracia, me temo que tenía razón. Los cipayos tienen asumido que deben pagar para lograr un ascenso. Si no fuese yo quien les cobrase por ello, lo haría el risaldar. De modo que tampoco se encontrarían en mejor situación. ¿Cuál es el problema entonces?

Atónito ante lo que acababa de escuchar, Todd se hundió entre los cojines. Amaury lo examinó con curiosidad y llegó a la conclusión de que aquel hombre era demasiado vulnerable como para continuar atormentándolo con otras revelaciones, así que decidió no llevarlo a sus bodegas. «El pobre hombre podría sufrir una recaída si viera lo malvado que soy —pensó—.» Dejó a Todd seguro en el interior de la casa y, acompañado por su banian, fue a las despensas de la planta baja, abrió la cerradura de acero que tenía la puerta y examinó complacido aquel sótano con el suelo de ladrillo en el que se amontonaban casi hasta el techo multitud de fardos, tarros y sacos con arrak, harina, arroz, sal, velas, tela de algodón a cuadros y enormes paños de algodón liso.

Se trataba del depósito comercial de Amaury, una fuente de ingresos basada en una estafa consagrada a través del tiempo: la de los cipayos no existentes que los regimientos hacían constar en sus listas. El coronel retiraba la paga de esos soldados fantasma y, normalmente, compartía tan suculento botín con los oficiales de mayor rango. Para evitar sospechas, los salarios de aquellos imaginarios soldados se retiraban en pequeñas cantidades y poco a poco. Los comandantes de los escuadrones compraban harina y arroz al precio que fijaba la Compañía y se lo revendían a los comerciantes locales a un precio superior para obtener una ganancia. Ese era el núcleo de un completo tráfico de materias primas cuyo alcance variaba en función de las energías de los oficiales implicados en cada ocasión. Algunos habían prosperado tanto, que decidieron diversificar y practicar también la usura. Prestaban a los príncipes nativos de poca monta y empobrecidos el dinero procedente de las plusvalías que obtenían, y lo hacían a un interés del treinta y seis por ciento. Se decía que el nabab de Arcot debía miles de pagodas a los caballeros de la Compañía.

Amaury sería incapaz de hacer trampas al Whist o en los juegos de azar, de escapar al pago de las deudas del honor o de engañar a sus propios proveedores. Pero, al tiempo que todas esas cosas le resultaban abominables, también constituían el límite de su probidad. Había visto los desfalcos que habían sumido en la corrupción a la India de la Compañía y conocía las fortunas que se habían amasado por medio de transacciones más que dudosas. Como su intención no era terminar sus días como un coronel retirado del ejército, viviendo en Black Town con una mísera pensión y arriesgando su salud a causa del alcohol y las bibees, Amaury se había hecho el firme propósito de reunir el capital suficiente para comprarse una plantación y hacerse con una flota de bergantines mercantes. Cuando lo consiguiese, podría renunciar a su comisionado y convertirse en un nabab de buena posición. Según sus cálculos, había logrado juntar ya la mitad de lo que necesitaba. El saldo de su cuenta en el Banco de Karnataka era más que holgado y había hecho ventajosas inversiones en Bombay y Bengala.

«Un aristocrático oficial que había acabado convertido en un avaro mercader —pensó Amaury con sarcasmo—. ¿Y por qué no? Él era un funcionario de la Honorable Compañía y, después de todo, ¿no era el nombre original de esta La Compañía Unida de los Mercaderes de Inglaterra con las Indias Orientales?».

Supervisó las bodegas con ayuda de unas cuentas que su banian llevaba al día. «Parece una ama de casa tomando nota para la despensa —pensó sonriéndose en su interior».

Envió los alimentos perecederos a un comerciante de Poonamallee, pidió consejo a su banian acerca de la colocación de la cretona estampada y las velas en el mercado de Cuddalore —consejo que recibió eficiente y precisamente, pues el sirviente cobraba una comisión por cada producto vendido— y subió a sus dependencias en el piso de arriba. Al pasar por una estancia que tenía la puerta abierta, vio a Marriott sentado junto a un musulmán de barba gris. Estaba enfrascado en la lectura de un libro y murmuraba algo.

—¿Aún sigues martirizándote con el persa, Charles? ¿Cómo vas?

—Sumamente mal. El tutor aquí presente afirma que hago grandes progresos, pero yo no me creo una palabra de lo que dice este granuja. Soy incapaz de leer o escribir doce palabras juntas. ¡Y eso después de dos años de estudio!

—¿Y por qué no lo dejas? Es demasiado esfuerzo para una lengua inservible en el mundo real y que nadie, a excepción de los abogados, entiende o habla. Resultan mucho más útiles el hindi o el urdu.

Marriott se secó el sudor de la cara.

—¡Ten compasión, Hugo! El reglamento exige que todos los escribientes dominen el persa y yo tengo más que suficiente con un solo dialecto. Además, Harley tiene interés en garantizarme un puesto como intérprete de persa en el personal a cargo del general Wrangham.

—¿Intérprete? —dijo Amaury estallando en carcajadas—. ¡Pero si eres incapaz de articular una sola frase! ¿Y qué remuneración te ofrecen por tan pesada tarea?

—Cien pagodas al mes.

Amaury dejó escapar un silbido.

—¡Casi quinientas libras al año! ¡Maldita sea, Charles! Tus civiles se llevan todo el pastel. Yo tengo que trabajar como un esclavo para conseguir tan sólo la mitad de eso…

Amaury regresó del permiso que había disfrutado en las colinas fortalecido tras la pausa de aire fresco que había supuesto.

—Esto de cazar tigres es una afición poco entretenida —dijo—. ¡Hemos matado ocho en quince días!

—Nunca me plantearé siquiera acompañarte. Teniendo provisiones suficientes, me parece un deporte excesivamente peligroso. ¿Ha resultado herido alguien de tu grupo de caza?

—Los tigres atacaron a dos de los caballos y el joven Conforth, de artillería, ha terminado descuartizado. El pobre idiota se empeñó en seguir a un tigre herido hasta su guarida y, para acercarse más a él, se bajó del caballo. Las heridas que sufrió eran irreversibles y tuvimos que enterrarlo en la jungla —relató Amaury estrujando una carta que tenía en la mano—. El coronel quiere verme en el mismo instante en que regrese. Me pregunto qué será lo que le preocupa ahora.

El coronel Loxford le informó. Aquel comandante del 7.o Regimiento de Caballería, que antaño fuera un ambicioso subalterno durante las guerras contra Haider Alí, se había convertido ahora en un hombre huesudo, alto y de hombros encorvados. Multitud de venas moradas recorrían sus cadavéricas facciones en una suerte de patrón similar a una tela de araña. Padecía recurrentes fiebres y había sufrido el corte de un antiguo sable. Para recobrar sus menguadas fuerzas, recurría a generosos tragos de arrak. Vivía en el fuerte Saint George, apenas tenía vida social y rara vez acudía a los pases de revista.

—Una llamada de auxilio desde Arcot —dijo Loxford con voz temblorosa y oxidada—. Potton tiene treinta soldados de caballería menos de los declarados y Wrangham ha anunciado una inspección para dentro de cinco días, acompañado —añadió expresivamente— por su maldito pagador asistente.

Amaury reflexionó acerca de la situación. Era evidente que Potton, al mando del 4.o Regimiento de Caballería de Madrás, había alistado a hombres imaginarios en su tropa con el fin de embolsarse sus pagas al igual que hacían otros respetables coroneles. Esa práctica solía resultar porque, la mayoría de las veces, los generales no se molestaban en hacer un recuento de los efectivos realmente presentes en sus visitas. Pero los pagadores eran auténticos diablos. Tenían la mala costumbre de contar a todos los hombres, llevar un preciso registro de las listas e investigar todos los pagos y recibos.

Potton corría un grave peligro y había que rescatarlo.

—Podemos enviarle media tropa. Arcot está a noventa millas. Se puede cubrir en tres sencillas jornadas de marcha. Cuento con que Potton tendrá uniformes de sobra con los que vestir a nuestros hombres cuando lleguen, ¿es así?

—Así es —respondió Loxford. Cogió una jarra de arrak con su temblorosa mano, se sirvió un vaso y lo vació de un trago—. Lo malo es que eso no es todo. Wrangham tiene intención de volver directamente de Arcot aquí para inspeccionarnos a nosotros. ¡Con su pagador! —añadió desesperado.

Amaury se rascó la mandíbula.

—Un interesante reto temporal y espacial. Tenemos que llegar a Arcot antes que el general y estar de vuelta en Madrás también antes que él. Si no recuerdo mal, a nosotros nos faltan cuarenta hombres. Debemos convencer a Potton para que, cuando termine su inspección, nos corresponda prestándonos a cuarenta de los suyos para cubrir nuestras deficiencias. Será mejor que yo mismo acompañe a la tropa a Arcot.

Partió a la mañana siguiente. Disfrutó plenamente de aquella placentera marcha, que nada tenía que ver con las de los tiempos de guerra. El amanecer cubrió los campos con un manto dorado y un millón de gemas brillaron a la luz del sol en aquella liviana hierba sembrada de rocío. Las sombras de los árboles que flanqueaban el ancho camino de tierra se proyectaban como columnas caídas sobre los surcos que dejaban las ruedas en el polvo. Olía a especias y a mangos, al penetrante aroma de los caballos y al hedor del estiércol, que llegaba en unas tenues nubes de humo gris azulado. A su paso, se encontraron con búfalos en busca de pasto, camellos que avanzaban pesadamente por el profundo polvo del borde del camino, carros tirados por cabras y bueyes, un alfarero conduciendo a su burro y un elefante bamboleándose trabajosamente como un destacado buque de guerra.

Una vez en Arcot, Amaury envió sus soldados al coronel Potton, un lánguido caballero de extrema palidez que ocultaba el profundo alivio que sentía bajo unos gestos cuidadosamente ensayados.

—¡Dios Santo! A punto estaba de empezar a preocuparme —dijo exhausto—. Ese diablo de Wrangham con su excesivo celo llegará mañana. Sus hombres deben ponerse rápidamente uniformes de los nuestros.

Amaury le explicó que precisaba de un favor similar por su parte.

—Por supuesto, por supuesto —respondió Potton accediendo a prestarle los cuarenta hombres. Amaury se dirigió a una cantina de artillería que había en el fuerte y allí permaneció oculto cuando llegó Wrangham. Observó que el general viajaba con una amplia compañía; llevaba carruajes, hackeries[17] y camellos, de modo que avanzaba en una procesión lenta y pesada a la que él se podría anticipar fácilmente en la vuelta a Madrás. Mientras contemplaba desde una ventana cómo pasaba revista, ingeniosamente dispersos entre las filas de soldados, reconoció a sus propios hombres ataviados con las guerreras escarlata forradas en gamuza del 4.o Regimiento de Caballería. Wrangham realizó una completa inspección con el pagador asistente siempre detrás. El pagador era un corpulento civil uniformado que garabateaba en su cuaderno sin cesar, adoptando sobre su caballo la amenazante actitud de un labrador en defensa de sus tierras.

Más tarde, Potton se reunió con Amaury. Se frotó la frente con aire cansado.

—Esto es condenadamente inquietante —murmuró—, pero creo que hemos logrado vencer al enemigo. Ese pagador es un fisgón de lo más desagradable. Ha sido extremadamente difícil conseguir que no husmeara en los palos de los almiares de forraje. Hemos dejado cuatro de ellos prácticamente huecos por dentro y los hemos colocado sobre las tumbas de los indígenas. ¡De lo más agotador!

Amaury sonrió con aire comprensivo. Todos los regimientos de caballería acumulaban reservas de forraje en las guarniciones y lo hacían en almiares, apretando los montones de paja alrededor de unos palos. Los segadores eran indígenas pertenecientes al personal de los regimientos. Uno podía reducir el número de segadores y embolsarse su paga, o bien mantenerlos a todos y vender en el mercado lo que produjeran. En cualquiera de los dos casos, las reservas de forraje resultaban insuficientes y a ningún oficial se le pasaría por alto la existencia de un número de almiares menor al autorizado. El método de los palos huecos era nuevo para Amaury.

—¿Cuándo tiene pensado partir Wrangham?

—Mañana, condenadamente temprano. Tendré que ir a despedirlo. Será mejor que se marche usted esta noche, cuando oscurezca. Enviaré a mis hombres y a los suyos a un templo que hay pasada la ciudad indígena. Cuando le venga bien y hayan cumplido su propósito, le ruego que me devuelva a los míos.

Amaury se unió a su grupo de setenta hombres y caballos en el punto de encuentro acordado. Recorrieron cinco millas a la luz de las estrellas y acamparon. Al día siguiente, continuaron tranquilamente su marcha, sin apresurarse. Cuando cayó la noche, pararon cerca de una aldea situada a treinta millas de Arcot. Al amanecer, cuando estaban ensillando los caballos, el cacique de la aldea suplicó a Amaury que cazaran a una manada de jabalís que se guarecían en un bosque cercano y que estaban causando estragos en sus cosechas. Sintiéndose enormemente tentado, Amaury hizo unos cálculos mentales y estimó que el grupo de Wrangham con sus bueyes debía de estar a unas veinte millas de distancia. Así pues, no había por qué apresurarse. Podía detenerse a disfrutar de una deportiva mañana y seguir guardando una cómoda ventaja sin problemas. Dio la contraorden para que el grupo se detuviera, tomó prestada la larga y desequilibrada jabalina del cacique y, seguido por los animados soldados, partió hacia el bosque.

Aquello supuso un grave error de cálculo que alteró el curso de su vida.

Los jabalís eran muy numerosos y se encontraban lejos. Además, tuvieron que emprender una rápida carrera para alcanzarlos. Amaury atravesó a tres con la jabalina y sus soldados, mataron a varios más con sus sables. Regresaron al campamento a media tarde, donde el cacique se deshizo en agradecimientos. Amaury echó un vistazo a su reloj, sintió una punzada de remordimiento, y ordenó a sus hombres que se pusieran las botas y ensillaran a los caballos. Continuaron la marcha hasta una hora antes de la puesta del sol. Entonces, se detuvieron para acampar y pasar la noche en un bosque salpicado de mangos. Amaury oyó el sordo ruido de unos cascos a los lejos y vio las nubes de polvo que se levantaban por encima de los árboles que bordeaban la carretera. Al instante, ordenó a sus hombres que volvieran a montar sus caballos. Incluso aunque ya no existiese la amenaza del sultán Tipu, fallecido en combate en Karnataka, ningún hombre prudente estaría dispuesto a correr nesgo alguno al oír aproximarse a un grupo de caballos. Con el ceño fruncido y la espada en la mano, quedó a la espera.

El general Wrangham, empolvado hasta las cejas, emergió entre aquella polvorienta nube que el grupo de viajeros iba levantando a su paso.

—¡Por Dios! ¡Estamos perdidos! —exclamó Amaury en voz baja.

Sir John cabalgaba al trote, seguido por un séquito al que lanzaba la polvareda que su brioso caballo levantaba. Lo acompañaban los oficiales de su formación, dos filas de dragones y el pagador, acalorado y molesto, con la piel irritada por el roce de la silla de montar. El general frenó bruscamente su caballo y se lo quedó mirando.

—Amaury, ¿qué está haciendo usted aquí?

—Unos ejercicios de marcha, señor. Justamente, íbamos a acampar —respondió Amaury con naturalidad.

—¿Unos ejercicios? —dijo el general inspeccionando con indiferencia aquellas filas de soldados indígenas de caballería—. Pues como a mí la marcha al paso de los bueyes se me hacía de lo más fastidiosa y casi insoportable, he dejado atrás a los hackeries y he decidido avanzar más rápido —dijo escudriñándolos con una mirada aún más penetrante. Clavaba los ojos en los uniformes e iba fijándose en los hombres, uno a uno—. Tenemos pensado parar en la residencia del recaudador, a tres millas de aquí.

Pasó con su caballo entre los soldados, examinando atónito su aspecto. «¡Que Dios lo ciegue! —rezaba Amaury».

Pero Dios no oyó su plegaria.

—¿Qué ocurre aquí, señor? —inquirió Wrangham perplejo señalando en las filas a las cuarenta guerreras de color escarlata forradas en gamuza y a la treintena de puños amarillos de los uniformes—. ¿Cómo es que está usted ejercitando al 4.o Regimiento de Caballería? ¿Y cómo es posible que hayan llegado hasta aquí estos hombres? Yo mismo vengo de pasarles revista en Arcot hace tan sólo dos días.

Amaury tragó saliva y respondió:

—El coronel Potton ha considerado oportuno que sus hombres reciban entrenamiento en… ejem… en marchas de largo recorrido. Como los míos estaban justo haciendo eso mismo… pues, ejem… estamos colaborando.

Sir John meditó aquella floja explicación.

—¡Qué cosa tan extraña! No entiendo cómo han podido llegar hasta aquí. Sin embargo… —dijo sujetando las riendas de su caballo. Wrangham era un hombre confiado, que no solía ahondar más allá de lo que las cosas aparentaban ser.

Amaury contuvo la respiración.

El pagador arreó a su caballo y se colocó junto al del general, le tiró de la manga y se lo llevó a una distancia suficiente como para que los demás no pudieran oírlos. Al marcharse, lanzó a Amaury una mirada llena de hostilidad. Comenzó a hablar al general en voz baja y con gran rapidez, golpeando con fuerza el puño contra la palma de la mano. El ya de por sí rubicundo semblante de Wrangham enrojeció aún más, contempló las filas de soldados perplejo y a su comandante con incredulidad.

—¡Imposible!

—Se lo garantizo, señor —afirmó el pagador con total convicción—. Es un fraude del que sospechábamos hace tiempo.

Una decidida expresión de enfado se dibujó en el rostro de Wrangham.

—El asunto tiene fácil arreglo —dijo acercándose con su caballo hasta donde estaba Amaury y mirándolo con frialdad—. He cambiado de opinión, señor. Acamparemos aquí esta noche e iremos juntos a Madrás. Nada más llegar, pasaré revista al 7.o Regimiento de Caballería.

«Esto echa mis planes por tierra —pensó Amaury—. ¡Vaya un maldito contratiempo!».

Saludó al general y condujo a sus hombres hasta un grupo de mangos. Mientras cabalgaba, iba analizando la situación mentalmente. Los soldados, siguiendo sus tranquilas instrucciones, se esparcieron por la arboleda sin orden alguno; una sección aquí, otra allí. Desensillaron a los caballos pero, en lugar de amarrarlos a estacas dispuestas en filas rectas, los soldados mantuvieron las riendas en la mano y comieron junto a sus monturas. Amaury visitó uno a uno a los grupos de soldados dispersos, habló con cada uno de ellos y recibió sonrisas de admiración. ¡Qué gran sahib aquel, tan diestro en todo tipo de tretas! Envió comida a los hombres del general Wrangham, que descansaban hambrientos al borde de la carretera. Esperaba que, al tener el estómago lleno, se sumieran en un profundo sueño aquel día.

Cuando se hizo de noche, los soldados ensillaron los caballos sin hacer ruido, apretaron las cinchas de las sillas y sujetaron los estribos con las correas de cuero para evitar que tintineasen.

Amaury estaba tumbado boca arriba con las manos entrelazadas por debajo de la cabeza y contemplaba el estrellado cielo. De vez en cuando, miraba su reloj. Una brisa extendió un suave murmullo sobre la hierba. Desde la aldea llegaban los monótonos ladridos de los perros vagabundos y, a lo lejos, se oía el aullido de los chacales. «Cuanto más ruido haya —pensó—, mejor». A la una en punto se levantó, se quitó las espuelas, las guardó en el bolsillo, atravesó los campos silenciosamente y se detuvo cerca del campamento del general. Era una hilera de caballos amarrados a sus estacas, cuerpos que yacían en el suelo envueltos en mantas y un concierto de ronquidos. Un poco más allá, el centinela encargado de hacer guardia parecía dormitar con la cabeza apoyada sobre los brazos. Amaury sonrió, se retiró como una sombra hasta la arboleda más cercana y susurró algo en la penumbra.

Los soldados salieron de entre los árboles con sus caballos. Caminaban despacio, con cuidado, y pronto se perdieron en la oscuridad. Amaury fue de arboleda en arboleda, avisó a todos los grupos uno a uno y él mismo salió tras el último en partir. Cuando se encontraban a una milla del campamento, montaron sus caballos, tomaron un camino curvo a través de los campos y los matorrales y alcanzaron la carretera.

—¡Ahora, hermanos —les informó—, hay que cabalgar como nunca!

Agitó un brazo y guio la marcha a medio galope.

Una hora después de que sonaran los cañonazos, con el sudor bañando el polvo del lomo de los caballos, cruzaron las puertas de Saint George.

—Agua, comida y a las caballerizas —ordenó Amaury—. Y, después, cámbiense de uniforme.

Amaury fue a las dependencias de Loxford y lo sacó de la cama, con los ojos aún cerrados y tiritando. Rápidamente, le puso al corriente de la situación. El coronel perdió los nervios.

—¡Maldita sea, Amaury! —se lamentó con voz temblorosa—. ¡Estamos acabados! Wrangham ha descubierto nuestra estratagema. ¿De qué nos sirven los hombres de Potton?

—Tan sólo sospecha de nosotros —lo interrumpió Amaury bruscamente— por culpa de ese condenado pagador. Pero no tiene pruebas. Si desfilamos conforme al reglamento, no tendrá nada que objetar.

Tambaleándose, Loxford cogió una jarra de arrak, se sirvió un vaso y lo vació de un trago.

—¡Que Dios nos ayude! ¿Se puede saber cómo diablos piensa usted justificar su escapada nocturna?

—Desobediencia premeditada a las órdenes de un oficial de rango superior. No buscaré excusas. No ha sido una ofensa de campaña, así que no debería recibir un castigo demasiado duro, tan sólo una amonestación o algo parecido. Eso no tiene tanta importancia.

Es un riesgo que he sopesado y he decidido asumir. Mucho más importante es que estemos preparados para cuando llegue el general. Al alba se habrá dado cuenta de que nos hemos ido y seguro que la furia hace que acelere su marcha. Llegará a Madrás poco después del mediodía y querrá pasar revista de inmediato.

—¿Un desfile por la tarde? —dijo desesperado el coronel—. ¡Maldita sea! ¡Nunca se ha hecho a esas horas! ¡Esto es demasiado! —Volvió a coger la jarra de arrak, tomó otro trago y se dejó caer sobre la cama tapándose los ojos con un brazo—. Prepare al regimiento, Amaury, prepare al regimiento. Cuando llegue el momento, mándeme avisar. ¡Malditos pagadores entrometidos!

Amaury lo dejó farfullando entre dientes. Fue a la intendencia, cogió a cuarenta soldados del 4.o Regimiento de Caballería cuyos uniformes lucían puños amarillos y los dispersó por sus escuadrones. Entonces, se dispuso a tomar un tardío desayuno. Poco después del cañonazo que anunciaba las doce del mediodía, Anstruther fue a verle manchado de sudor tras el viaje que había hecho hasta allí. Le traía órdenes del general: tenían una hora para presentarse a un pase de revista.

—No sé qué habrá hecho, señor, pero debo advertirle de que está extremadamente furioso.

—No me sorprende en lo más mínimo —respondió Amaury con sequedad.

El sol caía implacable desde aquel ardiente cielo. Las sombras que se extendían desde los pies de aquellos hombres y las patas de sus caballos parecían profundos pozos negros. Las filas de escuadrones del 7.o Regimiento de Caballería desfilaron dispuestas en tres tropas. El coronel Loxford, a la cabeza del escuadrón de la derecha, cabalgaba con unos temblores iguales a los de un enfermo de fiebres palúdicas. Amaury vio que el general Wrangham se acercaba por la calle Saint Thomé. Por desgracia, el pagador asistente lo seguía muy de cerca.

—¡7.o de Caballería, carguen… espadas!

Se oyó el golpe de cuatrocientos pomos sobre los muslos de aquellos hombres. Loxford cabalgó hasta donde se encontraba el general y blandió su sable en un vacilante saludo.

—¡El regimiento está listo para la revista, señor!

Wrangham le lanzó una gélida mirada.

—Coronel Loxford, quisiera conocer el estado de fuerza del personal a su cargo.

Loxford abrió la boca y balbuceó algo incoherente. El ayudante que tenía a su lado empezó a recitar la lista de un tirón, haciendo gala de su inventiva.

—Un teniente coronel, un capitán, dos tenientes, un corneta, seis risaldares, seis jemadares y trescientos ochenta y tres soldados rasos forman las filas de la revista, señor.

El general apretó los labios.

—Nada más termine de pasar revista, le ruego que me entregue las listas por escrito si no tiene inconveniente. Ahora, voy a inspeccionar al regimiento.

Recorrió con su caballo las filas del escuadrón de la derecha, examinando a cada uno de los hombres con gran atención. El impaciente pagador se puso a analizar detenidamente aquellas impasibles caras curtidas por el sol. De repente, detuvo a su caballo y señaló a un hombre con la cara surcada por la cicatriz que un sable antiguo le había dejado entre la barbilla y la mejilla.

—¡Reconozco a ese hombre de la cicatriz en la cara!

—¿Está seguro?

El pagador tragó saliva.

—Me fijé en él en Arcot —respondió con los carrillos temblando de la emoción—. Le doy mi palabra de que es el mismo hombre.

—Coronel Loxford, ordene a ese hombre que rompa filas.

Amaury, atento a la conversación, dio un suspiro. El acusador dedo del pagador detuvo la inspección en otras dos ocasiones más.

—¡Aquel bribón de los ojos bizcos!

—¡Ese tipo de la nariz rota!

Wrangham prosiguió. Era el turno del escuadrón central. Tras devolver a Amaury el saludo, lo miró de arriba abajo.

—Estaré encantado de escuchar sus excusas, señor, si es que tiene alguna, cuando termine de pasar revista. ¡Tiene usted muchas cosas que explicar!

Amaury lo siguió a lo largo de las filas. La carnosa punta de la nariz del pagador se estremecía de emoción como la de un hurón ante una madriguera de conejos.

—¡Allí! ¡Allí! —gritaba excitado—. ¡El hombre al que le faltan el pulgar y otro de los dedos!

Wrangham echó un vistazo a aquella mano mutilada y se giró.

—¿Es ese uno de sus hombres, capitán Amaury? —preguntó con una mirada pétrea.

—Está a mis órdenes.

El general se puso rojo de ira.

—¡Déjese de sutilezas, señor! Le he hecho una pregunta muy simple. Le ordeno que me responda sin evadirla. ¿Está este hombre alistado en su escuadrón?

Amaury notaba cómo iba creciendo su enfado e intentaba mantener el control como un domador de caballos tratando de dominar a un potro salvaje. Había cabalgado sesenta millas en veinticuatro horas y llevaba treinta y seis horas sin dormir. El cansancio y el nerviosismo estaban empezando a dejarse notar. El general, de mediana edad, agotado tras un viaje de cuarenta millas, enfurecido por la decepción que aquello le había supuesto, estaba a punto de estallar. Aquellos dos hombres extenuados, completamente antagónicos, se encontraban cara a cara bajo un sol cegador. Sus miradas se cruzaron, atravesándose entre sí como si de espadas se tratara.

—Tendrá ocasión de comprobarlo con toda certeza, señor, cuando examine las listas —dijo Amaury con desgana.

Wrangham dio un puñetazo sobre una de sus rodillas.

—¡Maldita sea, señor! ¡Le ordeno que responda debidamente!

Amaury perdió la compostura.

—¡Váyase al infierno, señor! Yo contesto o no como me da la gana. ¿Debo dejar que usted y su maldito espía me interroguen como si fuera un colegial que ha hecho novillos? —dijo apuntando con el sable al pagador—. Señor, veo que acepta sin más la palabra de su lacayo. ¿Acaso no es lo suficientemente competente como para juzgar por usted mismo las cosas, general Wrangham?

Las hundidas mejillas de Loxford adquirieron un tono plomizo mientras su garganta emitía unos extraños sonidos. Los hombres del general, horrorizados, se quedaron de piedra, rígidos como estatuas ante lo que acababan de oír. En el semblante de Wrangham se dibujó una mezcla de incredulidad y furia.

—Capitán Amaury —acertó a decir con voz ahogada—, queda usted arrestado. —Considerando las implicaciones de las palabras de Amaury, se enfureció aún más y su ánimo se encendió—. ¿Acaso pretende insinuar que soy incapaz de cumplir con mis obligaciones? —preguntó con voz trémula.

—No sólo es incapaz sino que, además, recurre a artimañas —bramó Amaury—. Su conducta es demasiado ruin para ser digna de un caballero.

—¡Por Dios, no! —exclamó Loxford. Un comandante del estado mayor contuvo un silbido entre los dientes.

Amaury se arrepintió del exabrupto casi en el mismo instante en que lo pronunció. Se le había pasado el enfado y hubiera vendido su alma al diablo si con ello hubiera podido retirar sus palabras. Las comisuras de los labios de Wrangham se tornaron blancas. La furia se borró de su rostro y dejó paso a las marcas de la edad y el cansancio.

—Supongo que es consciente de lo que acaba de decir, capitán Amaury —respondió tranquilo y, volviéndose hacia Loxford, prosiguió—: No tengo ninguna intención de continuar con esta farsa, señor. Su argucia ha quedado ya bastante probada. Ordenaré que investiguen a fondo qué métodos han seguido usted y el coronel Potton para defraudar a la Compañía. Mientras tanto, capitán Amaury, considérese bajo arresto. Su regimiento puede romper filas. ¡Que tenga un buen día!

El coronel Loxford lanzó a Amaury una funesta mirada de desesperación, tomó las riendas de su caballo y se alejó de la Parada sin rumbo.

—Te has metido en un buen lío —observó Marriott.

Amaury asintió con aire taciturno. Confinado bajo arresto en el limitado espacio entre el fuerte y los Jardines de Moubray, sin poder cabalgar por el campo ni gozar de vida social alguna, sufría por la falta de ejercicio y el autorreproche. Un autorreproche que no tenía absolutamente nada de arrepentimiento. Amaury no era de los que lamentaban el fracaso de una estratagema a la que ellos se habían lanzado sabiendo perfectamente lo que hacían y siendo conscientes de que ser descubiertos les conduciría al desastre. Pero sí se maldecía a sí mismo duramente por no haber sabido controlar su lengua y, cuando pensaba en las consecuencias, sentía cómo el temor serpenteaba por sus intestinos como una fría culebra gris.

El valeroso héroe de Seringapatam sería tachado de cobarde.

Habían enviado una comisión de investigación a Arcot y otra actuaba en el fuerte Saint George. Día tras día, los comisionados fisgoneaban en las listas de alistamiento, las cartillas de racionamiento, los libros de contabilidad y los registros de uniformes, y examinaban con celo a los oficiales indígenas, los intendentes y los soldados de caballería. Loxford, totalmente abatido, se derrumbó y ni siquiera se esforzó en negar las acusaciones. Amaury aún no había sido llamado a declarar.

—Yo no pienso admitir nada, sea lo que sea —le dijo a Marriott—. Y que intenten probar lo que puedan. ¿Qué tienen en mi contra? Tan sólo la palabra de un vulgar pagador fisgón que afirma haber identificado a soldados del 4.o Regimiento de Caballería en las filas del 7.o Regimiento. ¿Prueba eso algo? Es su palabra contra la mía. Las pruebas han desaparecido. Nosotros mismos las mandamos de vuelta a Arcot a todo galope aquella misma tarde.

—Basta con que la comisión haga un recuento —respondió Marriott con seriedad— de los hombres en tu regimiento.

Amaury se rio aunque realmente no viera la gracia al asunto.

—Déjalos. Que cuenten hasta quedarse bizcos. Me he recorrido todos las ciudades y aldeas y he conseguido reclutar a cuarenta hombres en un solo día. Gran parte de ellos apenas saben montar a caballo y muy pocos saben distinguir el calibre de una carabina de la culata, pero ahí están, todos incluidos en las listas para mi seguridad. Loxford ha sido un estúpido admitiendo tantas cosas.

Aquel escándalo sirvió de aviso en los distintos acantonamientos de la Presidencia y los oficiales, alarmados, salieron a la desesperada en búsqueda de reclutas con los que tapar los evidentes huecos de sus listas. Las comisiones habían sido llamativamente descuidadas y no se les había ocurrido emprender investigaciones simultáneas en los diferentes regimientos. «A lo mejor —pensaba sardónicamente Amaury— los mismísimos coroneles de los Consejos no son del todo inocentes. Seguramente, si algunos removiesen demasiado el estercolero, la mierda acabaría por salpicarlos también a ellos».

Mientras tanto, Amaury canalizaba su energía practicando con el sable, jugando al backgammon con Amelia y asegurándose de dormir como un tronco por las noches con la ayuda de Kiraun. Un día, estaba dando un paseo por la finca después de desayunar cuando una calesa se detuvo a las puertas para que bajase un oficial. Era un comandante del 80.o Regimiento de la Infantería Real encorsetado en una casaca escarlata, con un fajín ceñido a la cintura, charreteras doradas y una espada colgando a un lado. Haciendo crujir la gravilla a su paso, recorrió el camino de entrada e hizo una reverencia.

—¿Capitán Amaury?

—A su servicio, señor.

—Me llamo Dawson. Vengo a pedirle en nombre del general John Wrangham que se disculpe por la enorme ofensa que le ha causado —carraspeó, pareciendo sentirse violento—. Lamento muchísimo tener que venir a verlo para tan desafortunado asunto, pero he aceptado este desagradable encargo en la esperanza de lograr solucionar las cosas sin necesidad de llegar a otros extremos peores.

Amaury decapitó de un bastonazo un flósculo.

—No pienso disculparme.

Dawson, buscando torpemente la empuñadura de su espada, se despojó de su tono pedante.

—Le ruego que lo considere, señor. A pesar de ser un oficial de alto rango, mi apadrinado no tiene la habilidad que usted posee como tirador. ¿Le gustaría mancharse las manos con la sangre de un hombre mayor? ¡Parece claro que ese resultado sería inevitable!

Amaury arrancó un capullo de rosa y olió con delicadeza su aroma.

—Debería haber considerado mejor esa desventaja y haberla antepuesto a sus ansias por obtener una disculpa. Si renuncia a la misma, estoy dispuesto a dejar correr el asunto.

—No es posible, señor —Dawson juntó los talones y se puso en posición de firme—. Lamento profundamente no haber sido capaz de resolver la situación de manera pacífica. Puesto que el general Wrangham exige que se repare la afrenta, le ruego que tenga la amabilidad de indicarme el nombre y la dirección de su padrino.

—No tengo ninguno —respondió Amaury. Se quedó mirando fijamente a un cuervo que sobrevolaba sus cabezas y le pareció que aquella ave se llevaba su honor en las destrozadas alas de color azabache—. No me batiré con su apadrinado.

—¿No se batirá? —tartamudeó Dawson sin saber muy bien a qué atenerse. En su arrugada cara bronceada por el sol se dibujó una mueca de consternación—. ¿Debo interpretar entonces que le trasmitirá sus disculpas?

Amaury lo miró con severidad.

—No pienso disculparme ante el general Wrangham y mucho menos batirme en duelo con él. Tómeselo como quiera —al contemplar el estado de confusión en que había sumido a aquel hombre, Amaury esbozó una sonrisa—. Antes de regresar con tan inquietante mensaje, ¿me permite ofrecerle un refrigerio? ¿Quizá un poco de champán frío?

Amaury no le contó aquel encuentro a nadie. Ni siquiera a Marriott. Por su parte, Dawson, algo menos discreto que él y bastante perplejo ante el hecho de que un conocido duelista hubiera rechazado batirse en duelo, no dejaba de hablar de ello con sus amigos. La historia se extendió como la pólvora por Madrás y se comentaba en las tabernas, en las cantinas y cada vez que se juntaba una muchedumbre. Había multitud de teorías al respecto conforme los distintos caballeros trataban en vano de encontrar explicación a lo inexplicable.

—Seguramente, Amaury estará esperando a que acabe la investigación porque le parecerá que con un solo lío al mismo tiempo es suficiente.

—A lo mejor está prohibido que los soldados bajo arresto se batan.

—¿Será que se ha vuelto un cobarde? ¡Acordaos de Bagot! —dijo un hombre en clara referencia a un capitán cipayo conocido por su galantería. Durante la guerra de Misore, le había entrado el pánico y había huido, de modo que fue degradado por la cobardía mostrada estando de servicio.

—Es un comportamiento condenadamente extraño y de lo más impropio.

Marriott, al tanto de los rumores, intentó convencer a su amigo para que se disculpase o aceptase de una vez por todas enfrentarse al fuego del general.

—Yo nunca pido perdón —respondió Amaury secamente.

Marriott le contó que corrían de boca en boca versiones tergiversadas acerca de lo ocurrido, que estaban exagerando considerablemente el insulto de Amaury al general y que Wrangham no tenía más opción que la de un reto para lavar su nombre.

—Sabes que hice la promesa —contestó Amaury con frialdad— de no volver a matar jamás a ningún hombre en un duelo.

—¿Y quién dice que tengas que matarlo? Tu puntería es lo bastante buena como para poder causarle una herida sin importancia antes de que Wrangham logre siquiera levantar su pistola.

—¿Y el riesgo de que acabe siendo una herida mortal, como suele pasar, y resulte en una muerte agónica?

—Entonces, deberías evitar lanzar provocaciones —dijo Marriott agriamente—. De lo contrario, tu honor, que ya está mancillado, acabará destrozado sin que puedas hacer nada por recuperarlo.

—Perdí los nervios y estoy pagando por ello. No tiene tanta importancia, Charles. Yo sé lo que soy y no me preocupa en absoluto cómo me juzgue la gente.

Poco a poco, las opiniones en contra de Amaury se fueron endureciendo. El constante flujo de visitas que había recibido en los Jardines de Moubray en señal de apoyo quedó reducido a un mero goteo ocasional. Los caballeros con los que se topaba de camino hacia el fuerte simulaban estar totalmente enfrascados en sus conversaciones o, simplemente, giraban la cabeza al cruzarse con él. Ninguno se atrevió a reprobarle su conducta; pensaban que podría ser peligroso poner a prueba las ataduras que mantenían aquella extraña contención que Amaury se había impuesto a sí mismo.

La única excepción fue una nota que apareció en una puerta conocida como Sea Gate. Era costumbre anunciar en un tablón que había bajo su arco de entrada los acontecimientos que afectaban a la comunidad, las subastas para vender las pertenencias de los fallecidos, las modificaciones de los impuestos internos o los bailes en los Salones del Consejo a los que era necesario apuntarse. Todos los que tenían algún tipo de negocio en el fuerte se pasaban por allí para informarse de las últimas novedades. Marriott, tras abrirse camino entre una bulliciosa multitud, leyó aquella nota que colgaba sobre el tablón:

A los caballeros de este asentamiento:

Por la presente, les notifico que el capitán Hugo Amaury, del 7.o Regimiento de Caballería de Madrás, ha actuado como un infame cobarde y un detestable sinvergüenza en la última acción por él protagonizada ante sir John Wrangham.

Thomas Rumbold, Teniente Coronel 13.o Regimiento de la Infantería Indígena.

Furioso, Marriott se escabulló a empujones de aquel tumulto. ¿Quién demonios era Rumbold? Hizo memoria y recordó a aquel meticuloso mojigato de facciones cadavéricas que había forzado a Anstruther y a Todd a batirse en duelo. ¿Acaso aquel bruto pretendía ahora ser el guardián de la conducta de todos los caballeros en general? ¡Por Dios! ¡Ese hombre tenía que pagar por entrometerse en asuntos que no eran de su incumbencia! Marriott corrió a su oficina dando un buen susto a Fane con su apresuramiento.

—William, te ruego que transmitas mis saludos al coronel Rumbold y, de paso, le informes de que es un mentiroso y un granuja. Dile que le insto a que sugiera una fecha para batirse conmigo.

Aclaró a Fane las circunstancias que motivaban tales palabras y logró vencer su reticencia quejándose de su inexperiencia en los asuntos del honor. Lo envió a cumplir el encargo. El escribiente regresó con una respuesta heladora: «El coronel Rumbold no tenía motivo alguno de disputa con el señor Marriott. No obstante, si el señor Marriott pudiera convencer a su cobarde amigo, con sumo gusto se batiría con Amaury usando las armas que él mismo señalase». Marriott, rojo de ira, partió apresuradamente hacia el cuartel de los cipayos. Su sirviente corría tras él jadeante, cubriéndolo con un chatta. Cuando llegó, encontró al coronel inspeccionando una de las tiendas de campaña donde se guardaban las armas.

—Señor —gritó sin más preámbulos—, ¡exijo que acepte mi reto!

Sin alterarse, Rumbold examinó un pedernal.

—Este está muy agrietado —dijo a un alférez que contemplaba la escena confuso—. Cámbielo por uno nuevo. No, señor Marriott —continuó—. No tengo motivo alguno de disputa con usted.

—¡Por Dios, señor! ¿Me va a obligar a golpearlo?

—Le ruego que se controle. Este no es lugar… —respondió el coronel indicándole por señas que lo acompañase fuera—. Veamos… Apruebo la lealtad que le ha llevado a lanzar el reto. Pero, diga lo que diga, no tengo la menor intención de enfrentarme a usted. Lo que yo pretendo es que su ruin amigo salga de su escondite y dé la cara ante una pistola. No puedo tolerar la vergüenza que ha causado a mi profesión.

Marriott le dio un puñetazo en la cara.

—No me esperaba, ni puedo —dijo Rumbold secándose la sangre del labio— tolerar, algo así. Está bien, señor, si me envía de nuevo a su padrino, responderé a su reto. Esta misma noche, si le parece.

El enfrentamiento tuvo lugar en una cala aislada de la playa. En el primer intercambio de disparos, ambos fallaron. Marriott, movido por una mezcla de temor y furia, decidió hacer caso omiso de las protestas de los padrinos ante la posibilidad de un segundo intercambio de fuego. De nuevo, las balas pasaron de largo. Marriott observó la seria compostura del coronel y empezó a sospechar furioso que había apuntado mal adrede. Pidió una tercera oportunidad. Los dos padrinos se quejaron alegando que el honor ya había quedado perfectamente restablecido y amenazaron con abandonar el lugar antes de que se volvieran a cruzar nuevas balas.

—Ya ve, señor Marriott —observó Rumbold—, si uno de nosotros resultara muerto en estas circunstancias, se consideraría asesinato. Me parece que ya hemos hecho suficiente —concluyó. Entregó la pistola, cogió su sombrero y, sin prisa, empezó a andar hacia su tílburi.

La noticia del duelo llegó hasta Amaury a través de Kiraun que, a su vez, había tenido conocimiento del mismo por los rumores que se extendían entre la población indígena. Amaury se enfureció terriblemente.

—Charles, te agradecería que no combatieras por mí en mis batallas. Sobre todo —añadió de manera hiriente—, teniendo en cuenta la enorme indiferencia que tu insignificante muerte causaría. Has de saber que, si te mataran, yo tampoco tendría tiempo de ir a tu funeral porque las comisiones han hecho públicos sus resultados y han encontrado pruebas suficientes para convocar un consejo de guerra. Me imagino que me veré bastante comprometido.

—En ese caso, será mejor que te batas con Wrangham lo antes posible y le vueles la cabeza. El será el testigo principal en tu contra.

—Charles, eres el mejor hombre que jamás he conocido, pero también el mayor estúpido de la historia —suavizando el tono de su voz, Amaury prosiguió—: Te agradezco enormemente los esfuerzos que has hecho por defender mi nombre, tarea que, por otra parte, resulta imposible. Pero ahora te pido que lo dejes. ¿Me juras que lo harás?

—¿Cómo no? De no hacerlo —respondió Marriott crudamente—, me veré obligado a enfrentarme a todos los bribones de Madrás.

Amaury contempló apesadumbrado aquel cuerpo que yacía sobre las arrugadas sábanas. Mantas y paredes estaban salpicadas de sangre, astillas de hueso, y pedazos de carne rosada y gris. Con repugnancia, vio en el suelo un globo ocular que parecía observarlo. Aquella cabeza era un horroroso amasijo de restos destrozados, ahora cubiertos de moscas. Una esquelética mano sujetaba una pistola. Aún se percibía el olor a pólvora en el dormitorio. En la mesita al lado de la cama había una botella de arrak completamente vacía. Volcada en el suelo, los restos de licor de una segunda botella se mezclaban con la sangre. Por la papelera asomaban varios papeles parcialmente hechos trizas y arrugados. Amaury cogió una hoja, la alisó y leyó el membrete: «Compendio de pruebas presentadas para convocar un consejo de guerra con motivo de…».

Cubrió con una manta los restos del coronel Loxford.

Aquel suicidio suscitó perspicacias en el cuartel general. Por temor a que su segunda víctima pudiera escapar, enviaron un jinete a Arcot con órdenes de recluir a Potton. Pero llegó demasiado tarde. El compendio de pruebas acusatorias había puesto fin a la habitual indolencia del comandante del 4.o Regimiento de Caballería. Había abandonado el fuerte sin ser visto, había cabalgado velozmente hasta Pondicherry y, desde allí, había tomado un barco con rumbo a Sengalor. El general Wrangham se mordía frustrado las uñas mientras analizaba los detalles de los resultados obtenidos por la comisión. Los mayores imputados habían quedado fuera de su alcance, pero aún había pruebas suficientes para acusar a otros hombres de otros delitos menores: dos intendentes, un adjunto y… ¿quizás Amaury? Aunque a regañadientes, tuvo que reconocer que no tenían pruebas contra él. Tras leer los documentos, el propio abogado así lo confirmó.

—Aunque Loxford admitió durante la investigación bastantes cosas que incriminaban también a otros, no podemos usar su palabra como testimonio jurado ante el consejo. Potton nunca llegó a confesar nada. Por lo demás, señor, lo único que queda son rumores y unos cuantos testigos indígenas. Y todos sabemos que los consejos de guerra no suelen fiarse demasiado de los testimonios de esos hombres de piel oscura.

—Pero puedo acusar a Amaury de insubordinación y desobediencia.

—Eso, señor, es un asunto meramente militar en el que yo no puedo intervenir —dijo el abogado recogiendo sus papeles y levantándose de la silla—, pero supongo que la sentencia no sería excesivamente dura y no creo que le merezca la pena tanto esfuerzo para eso.

El general meditó aquellas palabras. Al tiempo que deseaba con toda su alma acabar con la escandalosa corrupción en la que se había visto envuelto el cuerpo que él comandaba, no sentía animadversión personal alguna contra ninguno de los oficiales implicados en aquella falta. Wrangham no era de naturaleza vengativa. Ni siquiera sentía rencor hacia Amaury, a pesar de que no le merecía simpatía alguna. En el fondo, se sentía aliviado y bastante perplejo ante la negativa de Amaury a batirse en duelo. Wrangham no era ningún cobarde, pero incluso los más valerosos paladines hubieran preferido conservar la vida. En cuanto a los alistamientos fraudulentos, uno de los principales culpables estaba muerto y el otro, había huido. Los demás coroneles tramposos, muertos de miedo ante lo que pudiera pasarles, se habían apresurado a reclutar a tantos hombres como era necesario para rellenar los acusadores vacíos que manchaban sus listas. A fin de cuentas, la plantilla completa del ejército había quedado cubierta para unos años gracias a ese asunto. Sería mejor dejarlo correr.

Wrangham dio un suspiro y redactó una nota con órdenes de liberar a Amaury de su arresto.

Y allí habría terminado todo de no haber sido por el coronel Rumbold. Ese celoso oficial, incapaz de admitir la sola idea de que un cobarde se librase de sufrir su castigo, proclamó la infamia a los cuatro vientos. Se preguntaba públicamente si era correcto que un hombre que se tildaba a sí mismo de caballero y, lo que era peor, que estaba al servicio de la Compañía, insultase a un oficial de su formación, no afrontase las consecuencias y quedara totalmente impune. En todas las veladas, encuentros y cenas a las que asistía, Rumbold golpeaba la mesa criticando duramente la degradación que aquello suponía para la reputación del ejército. Él mismo había propuesto un duelo a Amaury, quien lo había rechazado desdeñosamente generando en Rumbold una repulsa que él esgrimía como una prueba más del alcance de aquel agravio.

Entre aquellos hombres había opiniones encontradas. Quienes habían sido compañeros de Amaury en el campo de batalla y, por tanto, testigos de su temerario coraje ante hazañas que parecían imposibles, no podían creer que se asustase ante un simple duelo y achacaban su actitud a que, seguramente, quisiera perdonarle la vida al general. Pero Rumbold no era ni mucho menos su único detractor. Había otros que también estaban en su contra. Como el comandante Delderfield que, teniendo muy buenas razones para pensar que por culpa de Amaury lucía un par de cuernos en su propia cabeza, criticaba su proceder. Por no hablar de los oficiales de edad avanzada y costumbres tradicionales, que desaprobaban su fama de vividor. Finalmente, el coronel logró que un círculo de oficiales de alto rango convenciera a Wrangham de que aquella ofensa merecía ser juzgada ante un consejo de guerra.

Al principio, el general se negó a ello. «Se trataba de un asunto personal —se quejó—, una cuestión de honor que tan sólo les incumbía a Amaury y a él. Con la proposición de batirse en duelo, su propia reputación había quedado más que a salvo. Si Amaury se negaba a aceptarlo, era problema suyo. Por su parte, no tenía problema alguno en dejarlo como estaba».

—Por supuesto, señor —declaró Rumbold con impaciencia—, que su honor personal está fuera de toda duda. Pero el vergonzoso comportamiento de Amaury supone una terrible deshonra para la reputación del ejército. Y semejante afrenta sólo podría limpiarse en un juicio público.

Viéndose confrontado por argumentos similares por parte de los demás hombres que formaban la delegación de Rumbold, el general, aunque de mala gana, acabó cediendo. Canceló las órdenes de liberación de Amaury y firmó otras convocándolo. Las gentes de Madrás, que se habían visto privadas de un suculento escándalo cuando se paralizó el juicio por fraude, se anticipaban ahora a lo que podría suceder y se frotaban las manos expectantes. Para su sorpresa, Wrangham encontró oposición dentro de su propio hogar.

—¿De verdad tienes que perseguir a ese desgraciado como si de una caza de zorros se tratara, papá? Confieso que tu conducta me parece espantosamente vergonzosa.

—No es asunto tuyo, ni de ninguna otra mujer —gruñó Wrangham—. Te ordeno, señorita, que te guardes tus opiniones y mantengas la boca cerrada.

—¿Pero no te das cuenta —gritó furiosa Caroline— del reproche que te estoy haciendo? Tu acción judicial contra él ha fracasado y, por tanto, que ahora lo mandes detener de nuevo es cuestión de pura malevolencia. ¿Acaso son esos los generosos sentimientos que deberían dignificar a un caballero?

—Confío en que mis amigos no me atribuyan motivos tan infames aunque mi hija sí lo haga. ¡Ya está bien, pequeña descarada! Yo me debo a unos códigos y a un reglamento que tú desconoces por completo. Y, desde luego —añadió con severidad—, no tenía conocimiento de la alta estima en que tienes a Amaury, hasta el punto de defender su causa.

Caroline se puso colorada.

—¡Por Dios! No tengo ningún aprecio por el capitán Amaury. ¡Lo que a mí me inquieta es tu propio comportamiento!

Salió furibunda de la habitación, donde dejó a su padre rascándose la cabeza con aire preocupado. Lady Wrangham había escuchado la riña cada vez más disgustada.

—La joven, Sir John, no parece ella misma —dijo tranquilizadora—. Creo que está trastornada y medio enamorada del señor Marriott. Recordarás que el capitán Amaury es amigo de Marriott. Yo creo que este le ha contado una versión parcial de la situación.

La realidad era que Marriott apenas le había mencionado los problemas de Amaury. Se le quitaron las ganas de hacerlo al ver la feroz hostilidad que Caroline esgrimió en una ocasión contra uno de los jinetes que la acompañaban cuando a este se le ocurrió hacer un comentario sarcástico al respecto. Así pues, escarmentados y contenidos tras aquel arrebato, los caballeros no volvieron a mencionar en presencia de ella el asunto que tenía a todo Madrás en vilo. El alegre y risueño carácter de Caroline había desaparecido dejando paso a un aire de ardiente resentimiento que tenía desconcertados por igual a sus padres y a sus pretendientes.

Amaury parecía discretamente resignado. Pasaba los días en los Jardines de Moubray, leyendo las novelas de Henry Fielding.

—Describe muy bien a las mujeres de la calle.

También se distraía con el Tratado de Disciplina Militar de Humphrey Bland.

—Una situación durísima, ¡ya lo creo! De la ordalía que se aplicaba —dijo— yo saldría mal parado. No tenían elección.

—Nunca he alcanzado a comprender la ética militar —respondió Marriott indignado—. El año pasado, el alférez Vigors tuvo que comparecer ante un tribunal y fue amonestado por lisiar a uno de sus hombres en un duelo; y, ahora, a ti te condenan por negarte a disparar a tu general. ¿Quién lo entiende?

—Es completamente lógico, Charles. Herir a alguien no es más que un mero delito según la ley, pero la cobardía es considerada como el más abominable de todos los crímenes que un caballero puede cometer.

El Consejo General de Guerra se celebró en la Cámara del Concejo. Era una enorme sala octagonal aneja a la residencia del gobernador. En el estrado, había una pesada mesa de madera de caoba y, sentados a ella, se encontraban un coronel, tres comandantes y un capitán. Sudorosos a causa del calor y de las apretadas casacas que lucían, cada vez que estiraban las piernas dejaban ver sus largos calcetines negros y se oía el tintineo de las vainas y las empuñaduras de los sables chocando entre sí. Tras ellos, unos sirvientes los abanicaban en un constante ir y venir que distraía sus miradas. El fiscal togado del tribunal militar estaba poniendo unos papeles en orden sobre una mesa. En otra, el juez togado, un teniente de artillería ampliamente complacido con su pasajera importancia, exhibía sus tomos jurídicos al tiempo que susurraba algo a unos secretarios indígenas. En el encajonado banquillo había sillas preparadas para el prisionero y sus escoltas. El patio de aquella corte marcial estaba lleno de oficiales con sus relucientes uniformes escarlata. La guarnición al completo parecía haber decidido hacer acto de presencia. Se oía un constante murmullo de voces, la temperatura era insoportablemente alta y los dedos de aquellos hombres se esforzaban por desabrochar disimuladamente los botones de las casacas y los chalecos.

El martillo del presidente puso fin al barullo bruscamente.

—¡Que entre el acusado!

Seguido por el oficial de campo del mes, Amaury entró en la sala con una imponente y elegante presencia, luciendo una casaca escarlata, galones dorados y unas botas negras de montar de caña alta. Bajo el brazo, sujetaba un casco de correas doradas coronado con plumas. Saludó al tribunal con una reverencia y escuchó sin inmutarse los cargos que el juez togado leyó.

—Capitán Hugo Monfort Amaury. Se le acusa en virtud del artículo decimotercero, sección ocho del Código Penal Militar, de mantener una conducta impropia de un oficial y caballero, en virtud de los hechos acaecidos el tres de febrero de 1801 en el fuerte Saint George, situado en Madrás, fecha en la que usted insultó a un oficial de su compañía durante el pase de revista y lo acusó públicamente de comportamiento indecoroso, negándose posteriormente a batirse en duelo con él para restablecer su honor o a retirar su acusación. ¿Cómo se declara, señor, culpable o inocente?

Amaury levantó la cabeza.

—Declaro que no soy culpable de cobardía y lo juro por mi honor.

Un murmullo de voces recorrió la sala. El presidente susurró algo a sus comandantes y clavó en Amaury sus ojos grises con una gélida mirada.

—Señor, los cargos que he formulado no contienen ninguna acusación en tal sentido. Le ruego que responda conforme a los cargos que acabo de leer.

—La acusación, Señoría, lleva implícito el cargo de cobarde. No tengo intención de modificar mi declaración.

Los murmullos llegaban ahora hasta el estrado y también iban creciendo entre la multitud. El presidente lo fulminó con la mirada y, altamente irritado, dio un golpe con su martillo.

—¡Silencio en la sala, señores! De lo contrario, me veré obligado a expulsarles. Tomaré sus palabras como una declaración de inocencia ante los cargos que se le imputan. —Entonces, se dirigió al juez togado—: Que continúe el proceso. ¡Den paso al primer testigo!

El general Wrangham, que estaba sentado con los brazos cruzados en la primera fila, se levantó y se colocó junto al fiscal togado. Evitando mirar a los ojos a Amaury, describió sin añadir exageración alguna la escena que había tenido lugar durante aquella revista, repitiendo con gran precisión las palabras que se pronunciaron aquel día y relatando cómo él propuso el duelo y lo que sucedió después. Sus frases rompían el silencio como pesadas piedras al caer al fondo de un profundo y oscuro pozo.

El fiscal, un superficial comandante de mirada furtiva del Regimiento Europeo de Madrás, dijo con voz insinuante:

—Ha declarado, señor, que el acusado puso en duda tanto su competencia, como su integridad personal. ¿A qué cree usted que pudo deberse tal atrevimiento?

—Le pedí que me mostrara las listas de alistamiento del regimiento —respondió Wrangham inexpresivo.

—Ya veo… —dijo el fiscal. Se mojó un dedo y pasó una página de su expediente—. Sin duda, es una petición poco habitual en un pase de revista. ¿Me permite preguntar qué es lo que motivó que requiriese usted las listas?

—Eso, señor —respondió el general violento—, no guarda en absoluto relación alguna con el asunto que en este tribunal se debate.

—Me atrevo a dudarlo, señor. El acusado debía de tener muy poderosas razones para negarse a obedecer de esa forma. ¿Cree usted que cabía la posibilidad de que pensara que se podría detectar que las listas no fuesen… correctas?

—Esa cuestión resulta irrelevante. Me niego a responder.

El presidente observó la interrogante mirada que le dirigió el fiscal y, después, miró de reojo al juez togado. Este sacudió la cabeza.

—Se anula esa pregunta por improcedente.

Al fracasar su intento de traer a colación en el juicio la malversación practicada por Amaury, el fiscal tomó asiento malhumorado.

—No hay más preguntas.

—¿Desea interrogar al testigo, capitán Amaury?

—No, Señoría.

El general Wrangham se encogió de hombros.

—Tan sólo me gustaría añadir una cosa. Tras haberlo meditado, confieso que mi conducta al plantear un duelo fue muy poco sensata y lamento profundamente mi actuación.

Seguido por un centenar de perplejas miradas, volvió a su asiento. Amaury lo observaba con incredulidad. Los testigos fueron pasando en procesión por el estrado y confirmaron sin rodeos las palabras del general. Entre ellos, un coronel de rango superior, Anstruther, que se sentía violento y declaró tartamudeando, y el pagador, que comenzó a lanzar numerosas acusaciones que el presidente se apresuró a contener. Los rayos del sol golpeaban con fuerza en las ventanas, atravesaban las contraventanas y dibujaban una suerte de franjas paralelas de tonos dorados sobre las encaladas paredes. Aquella sala era un horno y las chaquetas rojas relucían como si de pedazos de carbón al rojo vivo se tratara. En la sombría penumbra reinante se distinguía el sudor cayendo por los sofocados rostros. El fiscal revolvió sus papeles y no hizo preguntas. Amaury tampoco.

El presidente entrelazó los dedos y apoyó los codos sobre la mesa.

—La acusación ya ha presentado todos sus testigos y pruebas. Capitán Amaury, ha rechazado usted ser representado debidamente por un oficial de su compañía o por un letrado. ¿Tiene algo que decir en su propio nombre?

Amaury vislumbró una chispa de compasión en aquella pétrea mirada gris.

—Nada, Señoría.

—Sinceramente —anunció el presidente mirándose fijamente las manos—, pienso que está actuando de forma poco inteligente, señor. No obstante… —dijo poniéndose en pie— este tribunal se retirará ahora a meditar para sacar sus conclusiones.

Los espectadores se abalanzaron a las puertas en busca de aire y de un ilusorio frescor en el tórrido calor del exterior. Amaury cruzó las piernas, inclinó su silla hacia atrás y se puso a contemplar el techo con aire embelesado.

Marriott leyó una vez aquel documento.

Señor Charles Marriott, mercader asistente al servicio del señor Harley, fuerte Saint George

Señor:

Me han ordenado informarle de que, por orden del gobernador, ha sido usted designado Recaudador de Impuestos y Rentas del distrito de Bahrampal, en los Circares del Norte.

En cumplimiento de dicha orden, deberá partir tan pronto como le sea posible hacia Bahrampal donde, una vez que se encuentre completamente asentado, deberá emprender todos los esfuerzos que resulten prudentes para recaudar las rentas e impuestos que corresponden a la Honorable Compañía de las Indias Orientales, conforme a lo dispuesto en el artículo cuarto del Tratado firmado con el Nizam Alí de Hyderabad en 1766; artículo a pesar del cual no se ha recaudado cantidad alguna durante muchos años.

El gobernador me ha pedido que le ponga al corriente de la inestable situación que atraviesa el jagir[18] de Bahrampal que, según nuestros últimos informes, se encuentra prácticamente al borde de la anarquía. Se designará a un magistrado para que lo ayude en su labor. Así mismo, con el fin de defenderlo de posibles resistencias de carácter hostil, el comandante en jefe ha enviado tres compañías de cipayos que se encargarán de salvaguardarlo en su misión.

El señor Joseph Harley ha sido autorizado a proporcionarle cualquier otro tipo de ayuda que pudiera precisar.

Atentamente se despide, señor, honrado de contarse entre sus fieles servidores,

J. Palmer, secretario

Madrás, 1 de marzo de 1801

Marriott echó un vistazo a la oficina. Fane lo observaba con disimulo tras una pila de libros de contabilidad.

—Me atrevería a decir, William, que conoces el contenido de esta carta. ¿Es así?

Fane asintió.

—Harley me ha aconsejado que vaya contigo en calidad de magistrado. ¿Qué diablos sabré yo de códigos legales y sistemas judiciales? ¡Maldita sea, Charles! Todo apunta a que nos estamos metiendo en la guarida del lobo.

—No puede ser tan malo como te imaginas. Si fuera así, mandarían un regimiento dotado de artillería pesada para defendernos. Me pregunto qué tiene Harley que decir a esto.

Fue a la oficina del mercader sénior y le entregó la carta. Harley le echó un vistazo. Una sonrisa se dibujó en sus arrugadas mejillas.

—Lo sé. He visto una copia. Y bien, señor Marriott, ¿qué es lo que desea saber?

—¿Cuándo tengo que partir, señor?

Harley se apoyó en el respaldo de su sillón, cruzó los dedos y observó a Marriott. Unas pobladas cejas canosas presidían su mirada.

—Parece usted un poco… reticente. Le garantizo, señor, que se le ha concedido una oportunidad que muchos otros escribientes estarían encantados de poder lograr. Aunque, ahora que lo pienso, usted es un mercader asistente. Considero que ya lo hemos mimado bastante manteniéndolo en ambientes civilizados y con una tarea que exige muy poco. Permítame recomendarle, señor Marriott, las virtudes de la versatilidad. Sigue usted la orgullosa tradición de los funcionarios de la Compañía. Si fuera necesario, ninguno de ellos dudaría en ponerse al mando de un regimiento, leer un sermón o administrar una dosis de medicina. ¡Lo que hiciera falta! En su caso, debe prepararse para dejar los antros de perdición de Madrás y sumergirse en el reino de las privaciones y el sacrificio máximo. Hmm… Veo que mi discurso no despierta ningún entusiasmo en usted, pero estoy plenamente convencido de que no rechazará cumplir con sus obligaciones.

—¿Qué preparativos debo poner en marcha?

—Sacará usted —empezó Harley enérgicamente— del Tesoro Público Central el equivalente a veinte mil libras en pagodas y mohures[19] de oro. Para ello, le proporcionaré una autorización del pagador general que tengo aquí mismo refrendada por el gobernador. Me veo obligado a recordarle seriamente que se trata de dinero de la Compañía y que deberá rendir cuentas de él estrictamente.

—¿Debo cargar con la responsabilidad —interrumpió horrorizado Marriott— de custodiar una fortuna de oro y plata? Permítame mostrar mi desacuerdo, señor. No veo motivo alguno para llevar hasta Bahrampal tan vasta suma.

—Señor Marriott, encontrará mil maneras de invertir hasta el último fanam —respondió Harley con una adusta sonrisa—. Piense que tendrá que pagar a sus cipayos y al personal no combatiente a su servicio. Estos últimos no tendrían reparo en abandonarlo a su suerte si no les pagara. Además, a la hora de poner en orden su distrito, comprobará que el soborno proporciona unos resultados mucho más rápidos que los que ofrecería toda una brigada con sus armas.

—Muy bien, señor —contestó Marriott resignado—. ¿Alguna cosa más?

—Necesitará hackeries y bestias de carga. Puede adquirir tantos como precise; el Economato General correrá con los gastos. Recibirá un complemento de destino equivalente al de un capitán. Asciende a unas dos pagodas al día y puede solicitar el adelanto correspondiente a un año si lo desea —le acercó dos volúmenes encuadernados en cuero que había sobre la mesa—. Aquí encontrará una descripción del sistema fiscal de ese estado, sus impuestos internos y los puestos aduaneros existentes en los Circares. Los datos fueron recopilados por el señor Lionel, que estuvo destinado allí en 1795. Tendrá tiempo de estudiarlos en el viaje a Bahrampal. Normalmente, se tarda unos dos meses en llegar. Por supuesto, le proporcionaremos avituallamiento para el camino pero, una vez allí, deberá usted subsistir con los productos locales.

—¿Y los militares?

—Se autofinanciarán y acudirán por sus propios medios —Harley frunció el ceño. Sus dedos tamborileaban velozmente sobre la mesa—. El general Harris ha ordenado al 23.o Regimiento de Infantería Indígena que envíe un destacamento. Yo no estoy muy satisfecho con la experiencia de su oficial… El coronel ha puesto a su propio hijo al mando y se trata de un alférez totalmente inexperto.

—¿Henry Todd? —preguntó Marriott sorprendido—. Lo conozco bien.

—Ah, ¿sí? Al parecer, el coronel Todd considera que está en deuda con usted y ofrece su más valiosa posesión para pagarle —Harley sacó su reloj—. Va siendo hora de cerrar la oficina. Haga los preparativos oportunos, señor Marriott. Cuento con su partida en el plazo de un mes.

Marriott volvió a los Jardines de Moubray, con los porteadores del palanquín imprimiendo un suave movimiento a sus pensamientos. Aquel destino en las fronteras más lejanas de los Circares suponía alejarlo de Caroline tanto como si lo enviasen a Marte. Su infatigable cortejo tampoco le había llevado ni un ápice más cerca de ella. La joven se mostraba coquetamente escurridiza y evitaba ingeniosamente cualquier tipo de propuesta. La única recompensa que Marriott había recibido era un beso o dos, el tacto de sus cálidos dedos sobre los suyos y las varias miradas provocativas que aquellos ojos esmeralda de largas pestañas le regalaban. Y todas ellas eran prendas que ella concedía con dulzura a una docena de felices jóvenes gallardos. A menos que él lograra atrapar a aquella mariposa, acabaría en la red de otro. Apesadumbrado, tomó la determinación de probar suerte de una vez por todas antes de partir hacia el norte y pedirle la mano.

Las nuevas responsabilidades que le habían sido asignadas lo oprimían tanto como su sofocante vestimenta. Había copiado cientos de cartas, cuadrado múltiples cuentas y contado multitud de fardos, pero ¿bastaría eso para convencer a aquellos campesinos hostiles de que entregaran el dinero ganado con el sudor de su frente? Para colmo, aquella zona había echado por tierra las conexiones comerciales que él había logrado entretejer en Karnataka. Sus lucrativos emolumentos se verían allí gravemente disminuidos. Además, estaba Amelia… ¿Qué diablos iba a hacer con ella?

Encontró a Amaury en su dormitorio, apoltronado en un sillón y fumando un puro.

—No he sido capaz de asistir a tu calvario, Hugo. ¿Cómo te han declarado?

—Culpable, por supuesto. Naturalmente, me han expulsado. Como manda la tradición, han enviado el veredicto y la sentencia al comandante en jefe para que los refrende. Sin duda, él los mandará a Leadenhall Street. Pasará un año o más antes de que me comuniquen el resultado. Mientras tanto, gracias a la indulgencia de Wrangham, estoy libre del arresto.

Un sirviente despojó a Amaury de la chaqueta, el chaleco y los pantalones. Ya desnudo, se dirigió a una alcoba y se sentó en una silla de mimbre mientras un sirviente lo lavaba vertiendo sobre él el agua tibia que llevaba en unos cubos. Marriott, apoyado en una jamba de la puerta, contemplaba a su amigo con desánimo.

—¿Qué piensas hacer?

—Eso es algo, Charles, que no puedo decidir por ahora. ¿Crees que si apelase ante el Consejo de Directores para solicitar un contrato como aprendiz de mercader libre de cargas aceptarían mi solicitud? Yo creo que no. También podría intentar hacerme con una plantación próspera y dedicarme al cultivo de índigo y azúcar. O mudarme a Bengala y probar suerte allí. —Amaury empezó a rascarse y se miró el estómago—. ¡Malditas sean estas fiebres miliares que he contraído! Tengo un millón de erupciones y me pican como si me estuvieran clavando agujas. ¿Dónde demonios está mi pomada?

—Te tengo que abandonar cuando más me necesitas —dijo Marriott descorazonado—. Pronto me veré obligado a dejar los Jardines de Moubray.

Los dedos que se afanaban por extender el bálsamo sobre aquel vientre plagado de sarpullidos enrojecidos se detuvieron de repente.

—¿Tú también, Charles? ¿Por qué te vas? —dijo Amaury sin levantar la cabeza.

Marriott se lo explicó.

Amaury cerró pensativo la cajita de porcelana, se ató una toalla a la cintura, fue hasta una ventana y se quedó mirando las turbias aguas del Adyar.

—Pediré un permiso —dijo en tono soñador—. No será difícil conseguirlo; nadie me quiere aquí. Y entonces —continuó volviéndose a Marriott con una mirada ardiente y llena de entusiasmo—, iré a los Circares a recaudar impuestos contigo, Charles, y te ayudaré a exprimir a los indígenas hasta dejarlos tan secos como las áridas tierras machacadas por el sol en las que viven.