CAPÍTULO CINCO

Amaury liberó a Marriott de la responsabilidad de hacerse cargo del transporte y los víveres.

—Porque —declaró— tú apenas has salido de Madrás, mientras que yo fui ayudante de Dallas como encargado de los bueyes durante la guerra de Misore. Para viajar hasta los Circares, se necesita algo más que palanquines y porteadores de chattas.

—No vamos a la guerra —respondió Marriott en desacuerdo—, así que no nos hace falta un convoy tan voluminoso.

Amaury lo miró asombrado.

—Sinceramente, Charles, das muestras de una ignorancia sin par. En todo movimiento militar, los hombres del séquito superan siempre a los beligerantes en una proporción de cinco a uno. Y hace falta un buey de carga por cada miembro de la comitiva. Sin contar con los fardos de forraje que se necesitan para alimentar a los bueyes. Evidentemente, durante las campañas se viaja sólo con lo estrictamente indispensable. El reglamento establece que un capitán, por ejemplo, únicamente lleve un criado, un cocinero, un camarero, un mozo de cuadra, un segador de hierba, cuatro culis[20] para transportar su reducido bagaje, un palanquín con nueve porteadores y cuatro bueyes de carga con sus respectivos arrieros. Afortunadamente, nosotros no estamos en campaña, de modo que no nos afectan tan severas restricciones.

Amaury llamó a su banian y se dispuso a hacer una lista con todas las provisiones y el bagaje que debían llevar. Marriott salió a la veranda y contempló entristecido el césped seco por el sol y las adelfas. Tomó fuerzas y subió las escaleras que conducían al tocador de Amelia. Estaba haciendo un solitario con las cartas pero, al verlo, lo dejó y se puso en pie para saludarlo alegremente. Marriott la besó y la empujó con delicadeza de vuelta a su asiento.

—Traigo noticias tristes, querida. Te explicaré lo que ocurre.

Le describió la misión que le habían asignado, le habló de su inminente partida para emprender un viaje de seiscientas millas y de la duración de su exilio en los Circares que, según los cálculos de Harley, sería de al menos dos años. Amelia lo escuchaba en silencio, con los ojos muy abiertos en señal de clara consternación y frotándose las manos inquieta.

—Así que —concluyó Marriott abatido—, me temo que tendremos que separarnos.

—¿Y qué voy a hacer yo? ¿Volver a esa cárcel de Black Town?

—Estoy seguro de que eso no será necesario. Yo mismo me esforzaré hasta el límite de mis posibilidades para que quedes en buena situación. Si lo deseas, te puedo conseguir un pasaje de vuelta a casa en un mercante inglés.

—¿Pero cómo —replicó Amelia con tristeza— me voy a presentar ante mi familia después del rechazo que mi conducta suscitó en todos?

Marriott replicó vacilante:

—No debería ser difícil encontrar en Madrás a otro caballero que te acogiera en su casa —replicó vacilante Marriott—. Eres una persona de lo más refinada y elegante, Amelia.

Las lágrimas inundaban aquellos ojos de color azul claro.

—¡No puedes abandonarme sin más, Charles! ¿Acaso nuestra relación ha significado tan poco para ti que pretendes despedirme como a una criada incompetente?

—¿Qué otra cosa puedo hacer? —respondió Marriott desesperado—. ¡No hay posibilidad de llevarte a Bahrampal!

Amelia mezcló las cartas y colocó cuidadosamente un as sobre un rey.

—¿Por qué no? —dijo deslizando una reina bajo el rey—. Las mujeres marchan en los ejércitos en época de guerra. Cuando Seringapatam cayó, la señora del capitán Norris le dio una hija en las mismísimas cocinas de Tipu.

—Sí, pero se trataba de la esposa de un militar, acostumbrada a las dificultades. Tú procedes de una familia que te dio una delicada educación…

—En la vida que llevaba en Black Town —respondió sombríamente Amelia—, también tuve que lidiar con múltiples dificultades. Dudo que vaya a haber nada en los Circares capaz de herir mis sentimientos. No, Charles. Esa sería la única salvación para mi apurada situación. Si te niegas a llevarme, seguiré a tu caballo a pie.

Marriott corrió escaleras abajo e irrumpió en el dormitorio de Amaury.

—¡Amelia se ha empeñado en acompañarnos!

Amaury levantó la vista del papel que estaba escribiendo y dejó la pluma al aire.

—Consigue cinco elefantes —le dijo a su banian—. Cada uno de ellos puede cargar con el equivalente al peso que podrían soportar dieciséis bueyes. También necesitamos cincuenta camellos. Cuantos menos bueyes llevemos, mejor. ¡Esas malditas bestias mueren como moscas! ¿Por qué te apuras tanto, Charles? Es un plan de lo más normal; yo mismo no esperaba una propuesta diferente por tu parte.

—¿Una delicada mujer —contestó Marriott tartamudeando— expuesta a los peligros extremos de un país salvaje?

Amaury esgrimió una amplia sonrisa.

—La idea que te has formado de Amelia es bastante errónea, Charles. Bajo esos delicados suspiros, se esconde un ser resistente como el acero templado. Lleva a tu Dulcinea contigo. Te hará más llevadero el tedioso viaje.

—¿Vamos a viajar con un harén? —preguntó Marriott con asombro—. ¿Piensas llevar a Kiraun contigo?

—¡Oh, no! Ha decidido mudarse a Hyderabad con ayuda de los medios que yo le proporcionaré. Seguramente, acabará formando parte de una compañía teatral de baile hindú tradicional y no tardará en prosperar en la corte del nizam[21]. Para, Jaswant, con doscientos culis para transportar los cestos tenemos bastante…

Fane trasladó sus aposentos del fuerte a los Jardines de Moubray, llevando consigo a sus sirvientes y sus caballos. Amaury, convencido de que debían llevar tantos caballos como pudieran, los persuadió para comprar dos más por cabeza. La finca se empezó a llenar de hombres y animales: arrieros, culis, bueyes, elefantes, camellos, burros y un montón de provisiones procedentes de cabras, reses y ovejas. Amaury prohibió los hackeries y los carros.

—Pasado el río Godaveri, los caminos no son aptos para ruedas —declaró. Apenado, Marriott vació su bodega privada, vendió los productos que tenían algún valor comercial, liquidó sus cuentas mercantiles y envió todas sus pertenencias y sus muebles al fuerte para que se subastaran.

El día en que Amaury le informó de que el convoy estaba casi listo, Marriott se puso la mejor chaqueta azul de velarte que tenía, un chaleco de satén de rayas verdes con ribetes plateados, unos pantalones de piel de ciervo de color pardo, unos zapatos con hebillas plateadas y un sombrero fino adornado con una escarapela roja. Se tomó de un trago un vaso de brandy y partió en su palanquín hacia la casa del general Wrangham.

Se marchó de allí una hora después, medio eufórico, medio deprimido, y profundamente desconcertado. Cuando llegó, se encontró a Caroline jugando a las cartas con un grupo de damiselas. Observando atentamente su elegante aspecto, la joven adivinó el propósito de su visita y aparentó estar absorta en el juego. Marriott permaneció incómodamente de pie junto a la mesa, respondiendo lo mejor que sabía a las peticiones de consejo que aquellas desenfadadas muchachas le hacían para mejorar sus jugadas. Cediendo por fin a la súplica que se adivinaba en sus ojos, Caroline declaró que se retiraba y lo condujo hasta la repisa de una ventana con el pretexto de mostrarle unas poncheras de porcelana recientemente llegadas de China. Marriott aprovechó ese fugaz instante y puso a los pies de la joven su corazón, su mano y su fortuna.

Caroline pasó un dedo por las peonías que decoraban un jarrón de la época de la dinastía Sung.

—No, Charles. Confieso que me siento atraída por usted e inmensamente halagada por el honor que me concede. Pero no puedo aceptar su propuesta. Las circunstancias me lo impiden.

—¿Acaso está comprometida con otro caballero?

—Todavía no, aunque mamá está de lo más ocupada actuando en mi nombre para que así sea. No deja de intentar impresionarme con las admirables cualidades que numerosos jueces, consejeros y generales poseen —dijo emitiendo un suspiro—. ¡Y todos ellos son vejestorios! ¡Superan todos los cuarenta!

—Entonces, no entiendo qué es lo que impide que nos comprometamos.

—Mis padres jamás darían su consentimiento. Su posición al servicio de la Compañía no es muy destacada, su fortuna es dudosa y lo consideran demasiado joven. En lo que a mí respecta —dijo con tono sincero—, no me resulta especialmente atractiva la idea de comprometerme con un hombre que deberá pasar los próximos años a cientos de millas de distancia.

—Cuando haya arreglado las cosas en Bahrampal —respondió Marriott descorazonado—, podré venir de visita a Madrás. Mis acompañantes, Fane, el alférez Todd y Amaury, se encargarán de mantener el orden durante mi ausencia.

—¿El capitán Amaury? —preguntó Caroline con brusquedad—. ¿Por qué deja él Madrás?

—¿No le han llegado las noticias? Le han concedido un año de permiso y me acompañará a los Circares.

Caroline dejó el jarrón en su sitio tan bruscamente que la porcelana se quebró. Las damas, que seguían jugando a las cartas, se volvieron inquisitivas a ver qué ocurría. Caroline, aún junto a la ventana, tenía la mirada perdida en los planos tejados del fuerte, que descendían en hileras como si fuesen acantilados almenados.

—¡Que Dios me ayude! —susurró—. ¡No lo sabía!

Sin saber qué hacer, Marriott contemplaba a aquella figura totalmente abatida. Caroline jugueteaba con un pañuelo de puntilla que sujetaba entre los dedos.

—Charles, he cambiado de opinión —dijo con gran ardor, tuteándolo—. Comprometámonos en secreto. Informaré a mis padres después de que te hayas ido para que papá no te atosigue ni intente que retires tu proposición. No debes acercarte a él bajo ningún concepto antes de marcharte.

—¡Me niego! —exclamó Marriott estupefacto—. ¡Esa conducta sería sumamente indecorosa! Una vez obtenido el permiso de la dama, lo correcto es solicitar la mano ante…

—¡No, no y no! Ya estamos comprometidos para contraer matrimonio, Charles. ¿No era eso lo que deseabas? Debes dejar que sea yo quien me encargue de la difícil tarea de obtener el consentimiento de papá. Mientras tanto, no debes revelar nuestro secreto ni siquiera a tus mejores amigos, incluido el capitán Amaury. ¿Me prometes que así será?

Confuso ante el repentino cambio de planes, Marriott estudió su rostro. Vislumbró un trazo de tristeza que rayaba la desesperación, extrañamente mezclado con una firme determinación. Estaba perplejo y era vagamente consciente del hecho de que se estaba metiendo en un terreno pantanoso.

—Lo prometo —respondió calmado—. La verdad es que no es este el modo en que había imaginado que nos comprometeríamos, con este acto clandestino y extremadamente indefinido… Sinceramente, no comprendo los motivos que te guían. Estoy convencido de que sería mejor…

—Fíate de mi juicio, Charles. Como te he dicho en otra ocasión, sir John es incapaz de negarme nada —una sonrisa surcó fugazmente sus labios—. Ahora debes marcharte. ¿Ves cómo cuchichean mis descaradas compañeras? Seguro que piensan que estamos tramando una cita escandalosa.

Cuando Marriott se marchó, Caroline volvió a tomar el jarrón y lo estampó contra el suelo haciéndolo añicos.

Los Ghates, que se encontraban pasado el Godaveri, eran unos sistemas montañosos de profundas gargantas. Un laberinto de montañas y bosques, con rocas rojizas y plantas de color verde oscuro, en el que se apreciaban las ruinas de antiguos fuertes derrumbados y las torres de los templos piramidales coronando erosionadas cumbres. Los ríos discurrían entre desfiladeros, que formaban después amplios valles de exuberante vegetación y desembocaban en pequeños lagos que asemejaban fragmentos desperdigados de un cristal hecho añicos. Las pendientes que arrancaban ladera abajo albergaban aldeas con casas de adobe y tierras de cultivo ganadas a la jungla. Todos las aldeas estaban cercadas por altos muros de roca. En el interior de aquellas murallas, destacaba una ciudadela cuadrada con una aspillera.

En los Circares del Norte, la paz era una bendición bastante reciente.

Al paso del convoy, el valle iba cobrando movimiento. Las reses y las ovejas cubrían completamente el terreno, los camellos caminaban lenta y pesadamente atados con largas cuerdas marrones, la procesión de elefantes parecía una hilera de gigantescas rocas en marcha. Los cipayos iban en el centro de la comitiva, en una compacta columna escarlata de resplandecientes mosquetes al reflejo del sol. En los flancos y por la parte trasera, desfilaban unos cuantos soldados irregulares de baja casta conocidos como peones[22] y encargados de arrear a los rezagados. Media milla por delante cabalgaba un grupo de hircarrahs[23], irregulares montados que hacían las veces de patrullas de reconocimiento, mensajeros y espías. Tras ellos, los cinco europeos arropados por aquella comitiva de mil hombres y mil bestias que debía garantizar su seguridad.

Marriott dobló un papel y lo metió en una alforja.

—Este mapa es tremendamente impreciso. El río Godaveri aparece cincuenta millas más allá de lo que debería. Pero no importa, los hircarrahs afirman que estamos llegando al jagir de Moolvaunee, la parte más recóndita de los Circares donde vive un europeo.

—Que, supongo —dijo Amaury—, será Gregory Beddoes, ¿no?

—Sí. Toda una leyenda en Madrás. El Consejo lo nombró recaudador después del tratado firmado en el 66 y se rumorea que no ha vuelto a salir de este distrito desde entonces. Nos quedaremos una semana en su residencia de Moolvaunee. Puede que algo más. Llegaremos en cuatro días.

—Cosa que no lamento nada —señaló Todd—. Después de un mes de duro camino, mis cipayos necesitan desesperadamente un respiro para adecentar sus petates. —Antes de continuar, dio la vuelta con su caballo—. Debo ir a ver cómo van. El naigue Goculchand se encontraba francamente impedido esta mañana.

Amaury lo vio alejarse y sonrió.

—Nuestro joven alférez cumple con sus obligaciones con gran entusiasmo. Es un oficial muy digno. Incluso insiste en recorrer estos abruptos caminos a pie junto a sus hombres. Una labor endemoniadamente agotadora. ¡Menos mal que me alisté en la caballería!

Pasado el mediodía, decidieron hacer una parada. Aquella multitud iba llegando al lugar de descanso con el paso lento y pesado de un río antes de transformarse en lago. Los cipayos levantaron unas tiendas formando un cerco cuadrado en cuyo interior se resguardaba el bagaje; un cerco bien dispuesto en medio de aquella desordenada muchedumbre. Los demás hombres se construyeron unos rudimentarios refugios con ramas que arrancaron de los árboles. Recogieron leña para la hoguera y condujeron a sus bestias hasta el agua para dejarlas luego pastando. Todd designó a varios guardias y piquetes e inspeccionó las armas y las municiones. Amaury vigilaba a los caballos, ya cepillados y alimentados. Fane y Marriott todavía montaron un tramo más para examinar los camellos y los bueyes, hacer un recuento de los que habían muerto y reorganizar las cargas.

Amelia supervisaba la tienda que servía de comedor comunal y disponía las comidas. La dama mimada de los Jardines de Moubray había logrado que todos los criados domésticos se sometieran a sus órdenes y les había enseñado una rutina para montar y desmontar el campamento que resultaba mucho más eficiente que la de los experimentados cipayos. Todd estaba admirado ante aquello. Además, la joven había demostrado poseer cierto talento para las artes médicas, de modo que el botiquín estaba igualmente a su cargo. Por las noches, siempre ayudada por su criada portuguesa, se ocupaba de los heridos y los enfermos, fuesen de la casta que fuesen, desde los subhadares[24] cipayos hasta los culis encargados de transportar los cestos. Las diarreas, las fiebres tifoideas, el paludismo y las heridas gangrenosas mortificaban al grupo. En cada etapa de su marcha, enterraban o quemaban uno o dos cadáveres.

Amelia siempre cabalgaba durante las primeras horas de la mañana luciendo su esbelta figura bajo la túnica de montar, sentada en el caballo a mujeriegas. Cuando el sol alcanzaba su posición más elevada en el cielo, se retiraba a su palanquín. Dormía sola, habiendo dado a entender que, por pudor, no compartiría la tienda de Marriott hasta que hubieran llegado a su destino. Semejante actitud de decoro tenía a Marriott enfurecido, provocaba la risa de Amaury y despertaba una sincera aprobación en Todd.

Al son del toque general —una retreta a la que el alférez se negaba a renunciar por más que el resto se la tomase a guasa—, el campamento entero cobraba vida. Cuando la pálida luz del amanecer empezaba a apagar las estrellas, los criados despertaban a sus amos, los peones batían las tiendas y los cocineros encendían los fuegos y hervían agua para hacer té y para que aquellos hombres pudieran afeitarse. Los numerosos animales que los acompañaban emitían un discordante torrente de rebuznos y mugidos. Los caballeros tomaban asiento en unas sillas húmedas por el rocío para que los barberos rasurasen sus barbillas. Al tiempo que se desmontaban las tiendas, los culis preparaban el bagaje. En la tienda comedor, que siempre se dejaba para el final, los europeos desayunaban cordero y curry. Marriott siempre inspeccionaba a los elefantes que portaban los yakdanes[25] de cuero con las veinte mil libras de la Compañía y al destacamento de cipayos que los escoltaba.

El redoble de los tambores anunció que había llegado el momento de retomar la marcha y toda la comitiva se puso en movimiento lentamente y con desgana.

Cuando llegaron a Moolvaunee, Marriott y Fane cambiaron sus ropas de montar por otras más formales y emprendieron la marcha hacia la casa del coronel Beddoes, ataviados como correspondía a una visita oficial. Guiados por un hircarrah, bordearon la aldea y pudieron contemplar las casas situadas en sombreadas arboledas y dominadas por una espléndida mansión que, a excepción de las blancas paredes encaladas, no hubiera tenido nada que envidiar a las residencias de los aristócratas de Inglaterra.

—El palacio del sahib Beddoes —anunció el hircarrah.

El portero los condujo a un hall con bóvedas en abanico que estaba amueblado al estilo árabe, con sillas de ébano de incrustaciones doradas y complejas tallas. La sala lucía coloridas alfombras baluchis y las paredes, de tono rosado, estaban decoradas con delicadas pinturas chinas. El humo del incienso que ardía en el brasero de un turíbulo de filigrana ascendía en lentas volutas azuladas y se mezclaba con el ácido aroma de unas rosas que había dispersas en varios cuencos. Un camarero de librea amarilla les ofreció una bandeja de copas de cristal con vino alemán. Fane tomó un generoso trago.

—¡Qué maravilla! ¡Si está helado! ¡Nuestro amigo vive como un auténtico nabab!

Permanecieron a la espera, charlando en voz baja y degustando el vino.

—Es excepcionalmente bueno, suave como la seda.

El camarero apareció de nuevo y los condujo a una sala aún mayor que el hall. Bajo sus estrechas ventanas ojivales, había unas hileras de húmeda hierba y se respiraba un aire fresco y claro. El único mueble que contenía era una cama con dosel que estaba magníficamente tallada y presentaba incrustaciones de oro. Sus mosquiteras estaban abiertas y, sobre un montón de cojines de seda a rayas, reposaba Gregory Beddoes con una camisa y unos pantalones de algodón.

Tenía un rostro huesudo curtido por el sol como la madera de caoba vieja; multitud de líneas se entrecruzaban sobre aquella áspera piel. Su nariz era afilada y respingona y su barbilla, prominente. Unos párpados caídos ocultaban parcialmente sus ojos violáceos y su cabeza pelada lucía unos pocos mechones grises. Sus hombros eran imponentes, su pecho fornido y su barriga corpulenta. Extendió una de sus velludas manos, con los dedos plagados de anillos y las uñas decoradas con henna.

—A su servicio, señores. Hace dos días que esperaba su visita —su voz era grave y ronca. Las palabras salían de su boca atravesando aquellos dientes amarillentos en repentinas ráfagas, como si un fuelle se encargase de bombearlas. Hablaba con un marcado acento irlandés—. Me temo que me encuentran en un estado lamentable. Estaba tomando mi descanso de la tarde. Debo vestirme adecuadamente para recibirlos como merecen. ¡Chico, chico! —bramó como un toro en celo.

Unos sirvientes llegaron disparados y lo desvistieron, dejando al descubierto las enormes manchas violáceas que tenía en brazos y muslos y la arrugada cicatriz que lucía su pecho.

—Antiguas heridas de guerra. Tuve que luchar como un tigre para dominar este distrito. Pero eso fue hace años. Actualmente estamos en paz —anunció, consciente de la curiosidad que aquello despertó.

Los sirvientes le pusieron una camisa de algodón sin abrochársela al cuello y dejándole las mangas arremangadas hasta el codo. Después, le colocaron unos pantalones bombachos azules sin abotonarlos en las rodillas. Con un balanceante paso igual al de los marineros, condujo a sus visitantes a otro salón inmenso, con el suelo completamente enmoquetado, donde había elegantes sillas y mesas de estilo europeo. Una espineta descansaba en una esquina y de las paredes colgaban cuadros de Zoffany y Hickey. Bien podría haber sido el salón de una mansión de Berkeley Square. Los camareros les sirvieron té en tazas de porcelana fina. Beddoes, recostándose sobre varios cojines, se dejó caer pesadamente sobre un diván.

—¿Estaba usted al tanto de nuestra llegada, señor? —preguntó Marriott.

—En efecto. En mi provincia… Pero ¿qué digo? ¡Ahora se llaman distritos! En fin, aquí nunca pasa nada sin que yo lo sepa. Los he estado vigilando desde que cruzaron el Godaveri. ¿Se dirigen a Bahrampal?

—Así es. He sido autorizado a recaudar los impuestos y rentas que ese jagir debe a la Compañía.

Beddoes dejó escapar una risa que hizo temblar su barriga.

—¡Pardiez! No me gustaría estar en su pellejo. La tierra de Vedvyas… ¡Tendrán que luchar duramente para sacar hasta el último fanam!

—No veo, señor —respondió Marriott con fría formalidad—, por qué tendríamos que combatir para que se cumpla con unos derechos que han sido pactados por medio de un tratado.

Beddoes tomó un ruidoso sorbo de té y se secó la boca con el dorso de la mano.

—Los hombres de Madrás viven en la inopia, convencidos de que la firma de un tratado es una especie de hechizo que todo lo arregla. Un toque de varita mágica capaz de arrebatar al nizam el territorio y ponerlo en sus manos. ¡Estupideces y tonterías! Será mejor que me escuchen con atención porque les voy a contar cómo funcionan las cosas realmente.

De manera sucinta y con unas frases breves pero rotundas, Beddoes les resumió el estado de la situación en los Circares.

Los Circares, originariamente una provincia del emperador mogol gobernada por un visir, habían pertenecido antiguamente a Hyderabad. Cuando murió el emperador Aurangzeb en 1707, el imperio mogol empezó a desintegrarse y el visir del Decán, un Nizam-Ul-Mulk, estableció un gobierno que pronto se convirtió en hereditario. Durante las décadas que siguieron, sus sucesores fueron perdiendo la ya de por sí debilitada conexión con el imperio mogol. Además, se veían confrontados con la creciente amenaza del poder de los marathas en el norte y la resistencia de Misore en el sur. A cambio de la promesa de recibir ayuda de sus ejércitos, los sucesivos nizams fueron cediendo los territorios de los Circares primero a los franceses y, posteriormente, a los ingleses. Ninguno de ellos había logrado colonizar esas tierras. Mientras tanto, los líderes mirasdar[26], que o bien eran descendientes de oficiales mogoles con derecho a recaudar impuestos y quedárselos en concepto de remuneración, o bien sucesores de los caciques independientes que gobernaban antes de la llegada de los mogoles, adquirieron derechos hereditarios sobre un conjunto de aldeas a las que consideraban feudos privados. Así que el mayor problema de los recaudadores era lograr convencer a esos mirasdares de que renunciasen a su parte de aquellos impuestos que, en virtud de unos antiguos derechos, pertenecían en realidad a los emperadores mogoles y, más tarde, a los nizams.

—Durante muchos años han permanecido fuera de control —concluyó Beddoes—. Tanto por parte del nizam, como de los franceses y, por supuesto, por parte nuestra. Cuando llegué a este distrito, tuve que enfrentarme a serios problemas. Pero conseguí poner de mi parte a los caciques de las aldeas y, luego, me gané al pueblo. Así es como hay que hacerlo.

—Sólo cuento con tres compañías de cipayos para ayudarme a imponer mi voluntad —dijo Marriott.

—Es más que suficiente. Para imponer la mía, yo tenía la mitad de peones e hircarrahs armados que ustedes. Los mirasdares son guerreros bastante mediocres. Claro, que antes deberán enfrentarse a ese bribón de Vedvyas.

—¿Un líder maratha?

—No. Aunque ese es otro pueblo al que pronto conocerán, ya que las fronteras septentrionales de Bahrampal limitan con el territorio de los marathas. Son todos excelentes jinetes, unos endemoniados bandidos que se dedican a asaltar las tierras, devastarlas y salir corriendo. Para enfrentarse a ellos, es imprescindible emplear la caballería. En cuanto a Vedvyas, es un mirasdar que desciende del rajá que gobernaba en Bahrampal antes de la llegada de Akbar. Pretende recuperar el jagir entero y ponerlo bajo su control; quiere recrear su antiguo reino. Está en continua lucha contra los demás mirasdares. ¿Se preguntan si deberían detenerlo?

Beddoes levantó su voluminosa figura del diván.

—Continuaré con la historia más adelante —añadió—. A fin de cuentas, se van a quedar un tiempo. Consideren mi casa como la suya propia. Mi bardan les conducirá a sus aposentos. Comeremos a las cuatro en punto, sin dilación alguna.

—Con nosotros —dijo Marriott— viaja una dama inglesa.

Beddoes estalló en carcajadas.

—¡Vive Dios! ¡Es verdad! Me lo habían dicho. Y también me han contado que no se trata de la esposa de ninguno de ustedes. Tráigala, señor, tráigala. ¡No se sentirá sola en mi harén! Tengo treinta esposas…

Disfrutaron de una espléndida comida en un hermoso comedor adornado por dos hileras de solemnes columnas, bellamente revestidas en caoba y nogal. Marriott se preguntó cómo diablos habría logrado Beddoes impedir que las termitas atacasen. La comida les esperaba en una mesa de palisandro pulido bajo la luz de una araña. Detrás de cada silla, un sirviente abanicaba a su ocupante. Numerosos camareros ataviados con libreas amarillas fueron sirviendo toda una procesión de platos. Tomaron sopa de tortuga y pescado de agua dulce, pollo, varias piezas de caza y carne. Los vinos arrancaron a Amaury un silbido de admiración. Pero la mayor sorpresa fue el aspecto con el que su anfitrión se presentó; era un claro vestigio de la moda de los tiempos de Robert Clive. Llevaba una peluca empolvada y perfumada con cuatro tirabuzones en cada lado, una chaqueta morada de faldón largo forrada en satén carmesí y unos bombachos de seda negros, con medias a juego. También vestía un chaleco de seda blanca que se prolongaba hasta los muslos y lucía un magnífico bordado de mariposas y flores. Y todas aquellas prendas le quedaban estrechas, de modo que los botones luchaban para mantenerse en su sitio y los hombros parecían querer estallar a causa de la tremenda complexión de aquel hombre.

«El recaudador de Moolvaunee —pensó Marriott para sí— tenía una forma de ser y vestir digna de los días en que los funcionarios de la compañía, portando las mercancías con las que pretendían comerciar en una mano y la espada en la otra, se apropiaban dominios no autorizados de una India sumida en la anarquía. La época en que aquellos funcionarios hacían oídos sordos a las asustadas advertencias procedentes de los directores de la Casa de la India de Leadenhall Street. Hasta su forma de hablar evocaba aquellos antiguos tiempos… Exclamar vive Dios y pardiez es algo tan pasado de moda como los enormes tacones rojos de sus zapatos».

Beddoes dio a Amelia unas muestras de cortesía igualmente desfasadas. Le dedicó una histriónica reverencia de saludo agitando los puños de encaje de su chaqueta, le ofreció asiento a la derecha del suyo propio y pasó toda la comida entreteniéndola con un discurso sobre la política aplicada en el Indostán, desde Comorin hasta Oudh. Alabó perspicazmente al gobernador general.

—Richard Wellesley es un personaje bastante astuto. Muy ambicioso. Se enfureció terriblemente por ese falso título irlandés que le concedieron cuando logró derrotar a Tipu.

—Pues yo considero que obtuvo bastante poco a cambio de esa victoria —observó Amaury—. Se negó a aceptar las cien mil libras que le ofrecieron para premiar su hazaña.

—¡Vive Dios! ¡Eso es actuar como un estúpido mayúsculo! ¿Qué otro motivo tienen quienes deciden venir a las Indias Orientales, que son un auténtico hervidero de personajes disolutos y acabados, sino el de conseguir algún que otro penique deshonesto? ¿Es que no aprendió nada de Clive y Warren Hastings?

Amelia, alegando padecer una migraña, se fue pronto a la cama. Los camareros prepararon las licoreras. El oporto siguió al burdeos, el brandy al oporto. Beddoes bebía cantidades ingentes, tomando aquellos fuertes licores como si de agua se tratara y sin que ello pareciera surtir grandes efectos en él. Entre los múltiples relatos que les regaló, estaba la historia de su propia vida. Era la crónica de un hombre que se había asentado en los Circares con la intención de barrer hacia su propia casa y poder retirarse cuanto antes. Gracias a su falta de escrúpulos, logró amasar una fortuna con gran rapidez. Pero, en ese proceso, quedó tan atrapado por los problemas que sufrían las gentes a quienes administraba, que su avaricia terminó por disolverse y dar paso a un intenso deseo de mejorar su suerte. Sus palabras no dejaban lugar a dudas del sincero aprecio que sentía por los indígenas.

—Es la raza más maliciosa y embustera de la que he oído hablar o sobre la que he leído jamás. Todavía no he conocido a un solo hindú que tenga una sola cualidad positiva. Los musulmanes son aún peores. Y, sin embargo —prosiguió encogiendo sus monumentales hombros—, son como niños que se dejan engatusar fácilmente por cualquier golosina o se rinden ante la menor paliza cuando hace falta.

Había rechazado en dos ocasiones la oferta que el Consejo le hizo de mandar a alguien para sustituirlo.

—Les respondí que tendrían que enviar a un regimiento para sacarme de aquí.

De modo que continuó ejerciendo de benevolente gobernador de aquel distrito del tamaño de Gales, enviando escrupulosamente a la Compañía todas las cuotas que le correspondían y guardándose un porcentaje para sí mismo.

—Tengo todo lo que quiero. Soy prácticamente millonario.

Se encargaba de garantizar el orden público, mantener la paz y administrar justicia en una región de medio millón de habitantes para los que ese tipo de cosas habían resultado desconocidas durante siglos.

—Hace un año, intentaron enviarme a otro de esos modernos magistrados. Más o menos como usted, mi buen amigo —dijo lanzando una taimada mueca a Fane—. Les respondí que, como viera aparecer su cara por aquí, le pegaría un tiro. La ley de la Compañía no se aplica por estos lares. Uno tiene que crear una ley propia basándose en lo que estas gentes conocen y en los códigos de conducta decretados por los mogoles.

Poco después de la media noche, Todd se puso en pie y anunció solemnemente que tenía que inspeccionar a los guardias.

—Parece que hoy en día los directores mandan nuevas generaciones —dijo Beddoes observando como se dirigía a la puerta haciendo eses. Hombres condenadamente aburridos y sinceros, con un estómago incapaz de tolerar el vino. Pobres diablos acobardados. Muchachos demasiado jóvenes y extremadamente endebles. ¡Pardiez! Cuando yo era joven…

—El señor Todd es un excelente muchacho —lo interrumpió Marriott gentilmente.

—Puede ser, puede ser. Sólo digo que no es de mi estilo. Sin embargo usted, señor —dijo mirando de reojo a Amaury—, me da la impresión de ser un famoso vividor sin par, capaz de cometer cualquier ruindad con tal de lograr sus fines.

—¿Debo tomarme lo que acaba de decir como un insulto, señor? —dijo Amaury con una sonrisa.

—¡Dios me libre! Es un cumplido que no tendría reparo en usar para describirme a mí mismo. Ahora que ese delicado joven se ha ido, permítanme que les muestre mi último descubrimiento.

Vociferó una orden y, al momento, apareció un banian con una esbelta muchacha con ojos de azabache. La joven se colocó en pie tímidamente junto a Beddoes, que le pasó un brazo por la cintura.

—Una belleza, ¿no les parece? Es una maratha de Indore. Tiene quince años. Y es tan buena conocedora de los vicios como el mismísimo diablo. Acompáñenme, caballeros. La noche es joven y creo que les conviene algo de distracción.

A través de unos pasillos de techos altos, los condujo hasta una sala que tendría unos cuarenta metros cuadrados. Las paredes estaban decoradas con pinturas escandalosamente obscenas, que eran reproducciones de las que lucían los templos hindúes. La sala estaba bordeada por unos mullidos lechos bajos. El suelo era de mármol. Una escultura de alabastro presidía el centro de la estancia. Representaba los cuerpos de un dios y una diosa entrelazados en fantásticas contorsiones. Los sirvientes que portaban los narguiles los depositaron en el suelo, otros criados dejaron licoreras junto a cada uno de los hombres. Beddoes dio unas palmadas.

Unos músicos ataviados con la librea amarilla característica de la casa empezaron a tocar una serie de acordes disonantes a base de cítaras, gaitas y tambores. Una veintena de voluptuosas mujeres con los párpados sombreados en tonos oscuros y colorete en las mejillas cruzaron la puerta. Cubiertas únicamente por unas gasas transparentes anudadas al hombro, realizaban sinuosos movimientos con sus cuerpos desnudos. Las bailarinas daban vueltas a la sala en imposibles contorsiones al son de ondeantes ritmos. En ocasiones, los velos se apartaban dejando al descubierto sus tentadores muslos y luego los volvían a cubrir. Los tambores entonaron una fanfarria ensordecedora y las jóvenes dejaron caer los velos. La música se aceleró, el sonido de las gaitas iba in crescendo. De repente, la música cesó como se detiene una tormenta tras el estallido del trueno final. Las muchachas se desplomaron sobre el suelo en una pila de belleza.

Marriott, excitado y alterado, dio una ansiosa calada al narguile. Beddoes se rio entre clientes al tiempo que abrazaba a su grácil maratha que, para entonces, estaba tan desnuda como las bailarinas.

—Una ejecución impresionante, ¿verdad? —Señaló a los cuerpos que yacían sobre el suelo luciendo su desnudez—. Escojan, señores, escojan. Dormir solo es de lo más aburrido. ¡Les deseo que pasen una feliz noche! —sin gran esfuerzo, levantó a la joven maratha como un cazador coge a su presa y desapareció de la sala dando trompicones.

Sus invitados se miraron entre sí.

—Sería de lo más descortés rechazar tan amable oferta —dijo Amaury arrastrando las palabras. Se dirigió hacia las bailarinas, eligió uno de aquellos pedazos de desnudez que tenía los ojos claros y se la llevó. Fane, con aire vacilante, dijo:

—Charles, ¿quieres elegir tú ahora? —dijo Fane con aire vacilante.

—No. Yo no —respondió Marriott—. Pero no permitas que mi presencia te demore.

—Está bien. Creo que… —Fane se acercó cauteloso al grupo de mujeres. De repente, dos de ellas se entrelazaron a su cuerpo entre risitas y lo arrastraron hasta una puerta. A pesar de sus protestas, desaparecieron con él.

Marriott vació su copa y recorrió dando tumbos largos pasillos en penumbras. Atravesó un patio donde había una fuente que animaba la noche con el dulce sonido del agua al caer. Finalmente, dio con la puerta que estaba buscando. Amelia, sobresaltada, se sentó en la cama de un respingo con la mano en la garganta.

—Charles, ¿qué haces aquí? Habíamos pactado que…

—¡Al diablo con los pactos! —con las manos temblorosas, Marriott se desnudó y se deslizó en la cama.

—¡Por Dios, Charles! Te noto distinto… Tú nunca has sido tan ardiente… Por favor, con cuidado… ¡Oh!…

Marriott estiró una mano y apagó la vela.

Durante los días que siguieron, exploraron las posesiones de Beddoes. Aquel palacio lleno de recovecos se encontraba en medio de un jardín de treinta acres rodeado por los aposentos de los sirvientes, los establos, las bodegas, las casas de sus varias bibees, las oficinas y los barracones. La extensión de aquella finca era casi igual a la de la aldea junto a la que se encontraba. Amaury examinó los establos, que daban cobijo a más de cincuenta purasangres de raza árabe y caballos de caza ingleses. Junto a ellos, se encontraban otros ejemplares nacionales de tamaño inferior y con colas sin crines similares a las de una rata que, según explicó Beddoes, eran los que montaban sus hircarrahs.

—Esos cuadrúpedos son mucho más resistentes de lo que parecen —gruñó—. Recorren cincuenta millas en un día y sólo necesitan un puñado de grano y hierba para ello. Proceden del territorio de los marathas. Todos los jinetes de ese pueblo montan ejemplares de esta raza.

—Podría usted crear toda una tropa —dijo Amaury—. ¿Encuentra uso aquí para tantos caballos?

—Los llevo conmigo siempre que me paseo por el jagir. Me ayudan a dejar impresionados a los indígenas —lanzó una perspicaz mirada a Amaury—. No se me ocurriría ni si quiera plantearme la idea de cedérselos a nadie para otros propósitos.

—Le aseguro que no hay nada más lejos de mis intenciones —respondió Amaury sin inmutarse.

Beddoes apretó un pulgar contra el pecho de Amaury.

—A mí no me engaña, señor. Nos parecemos demasiado —dijo con su marcado acento irlandés—. He oído hablar del problema que ha tenido. Que me parta un rayo si entiendo por qué se negó a disparar a ese general. ¿Qué es lo que pretende ahora? Viaja con una compañía extraña para alguien como usted. ¡Mírelos! Marriott y Fane son rectos funcionarios de la Compañía; si no me equivoco, Marriott llegará a gobernador algún día. Y Todd, ese entusiasta alférez, ¿no cree que acabará siendo general? Y usted… Convertido en un oficial irregular y no parece importarle su reputación. ¿Qué se le ha perdido en estas tierras dejadas de la mano de Dios?

—Permítame que le diga que ha juzgado usted algo apresuradamente a sus invitados. ¿Está seguro de que no se equivoca?

—¡Bah! Después de haberme pasado treinta años desenmarañando las intrigas de los indígenas, con mi vida dependiendo en numerosas ocasiones de una respuesta correcta, el carácter de los europeos es para mí tan transparente como el cristal. Volviendo a los caballos, veo que los zoquetes de Madrás los han enviado a Bahrampal sin un solo soldado de caballería. ¡Y encima, a las fronteras de los reinos Marathas! ¿Ha oído hablar alguna vez de los pindaris[27]?

—No.

—Pues ya oirá hablar de ellos, ya oirá hablar de ellos —dijo Beddoes en un tono grave—. Y, créame, si alguna vez sufren sus ataques, desearán tener tantos caballos como puedan conseguir.

Beddoes estaba siempre pendiente de Amelia. La llevaba a cabalgar, le mostraba orgulloso sus jardines, su pajarera y su colección privada de animales salvajes y la mimaba dentro de su harén con té y empalagosos dulces. Cuando Marriott tuvo conocimiento de aquella situación, se sintió profundamente horrorizado.

—Su conducta es extremadamente indecente —bramó—. ¡Ese viejo socarrón ha perdido por completo el sentido del decoro!

—Las mujeres parecen muy felices —respondió Amelia simplemente.

El recaudador llevó a sus invitados a visitar la zona en una majestuosa comitiva. Iba de aldea en aldea y charlaba con sus caciques. Cabalgaba a través de los campos, examinaba las cosechas y, por las noches, atendía las demandas de distintos peticionarios del lugar. El tribunal era una plataforma que se encontraba situada bajo un árbol de Bo. Juzgaba a ladrones, vagabundos y asesinos, desenmascaraba las sinuosas pruebas y observaba escépticamente las expresiones de los testigos con aquellos ojos violáceos semiocultos bajo sus caídos párpados. Aplicaba castigos inmediatos siempre de carácter individual y hacía gala de una lógica simple que los indígenas entendían a la perfección. Fane, que había estudiado a conciencia los códigos legales de la Compañía, a menudo se mostraba horrorizado ante aquellos actos.

Un sacerdote brahmán, acusado de haber incitado a una viuda a inmolarse —cuando hacía cien años que la práctica del sati[28] se había prohibido en los dominios de la Presidencia—, se defendía alegando que se trataba de una tradición nacional arraigada en toda la India.

—En mi país también hay una tradición —le respondió Beddoes—. Si algún hombre quema viva a una mujer, lo colgamos. De modo que actuemos según marcan nuestras tradiciones —dijo señalando a un árbol cercano—. Ese de allí soportará su peso.

Los guardias se llevaron al sacerdote, que iba dando grandes gritos.

Las cejas de Fane prácticamente desaparecieron bajo su cabello. Con gran agitación, comenzó a pasar páginas de su tomo legal.

Beddoes lo miró sardónicamente.

—No se moleste, señor Fane. Me sé de memoria la pena que dicta la ley para este caso: una multa de cien fanams. ¿Cree que eso serviría para impedir que un fanático como este volviera a repetir lo que ha hecho?

Entonces, dio paso al siguiente caso. Esta vez era un campesino acusado de haber matado a su esposa. Lamentándose de las contradictorias pruebas, el hombre redujo su defensa a un alegato en el que explicaba que todo hombre tenía perfecto derecho a matar a su mujer si esta lo encolerizaba.

—De acuerdo, Hydeeram —respondió Beddoes con aire benevolente—. Ahora eres tú quien me ha encolerizado a mí, de modo que, ¿por qué no debería matarte?

Hizo que lo mataran.

Como Marriott desconocía el idioma, nunca entendía las conversaciones que tenían lugar en aquellos tribunales y en las durbars[29]. Su banian le consiguió un tutor y empezó a estudiar hindi. Durante el placentero viaje a través del jagir de Moolvaunee, Beddoes les explicó el complicado sistema de recaudación de impuestos y rentas que, en parte, era un legado de los mogoles. Explicó a Marriott de qué manera debía analizar los campos para calcular el valor de las cosechas —principalmente de arroz— y poder determinar los impuestos correspondientes.

—Los mirasdares poseen una especie de aparcería hereditaria sobre las aldeas. Liquidan la parte que les corresponde mediante créditos, ventas o donaciones. En cuanto a la parte que corresponde a la Compañía, será mejor que pacte con los mirasdares un pago único de la suma completa; si es que Vedvyas se lo permite.

—Ahora que menciona a ese bribón, señor —dijo Amaury—, me he acordado de que es probable que nos veamos obligados a combatir nada más llegar a Bahrampal. Y ese es un factor que, desgraciadamente, no hemos tenido en cuenta al preparar este viaje, por lo que nuestra comitiva es condenadamente pesada y difícil de manejar.

—¡Redúzcanla, redúzcanla al mínimo! Lo único que necesitan son cipayos, peones armados e hircarrahs. Eliminen los lujos de sus bagajes y déjenlos a mi cargo. Cuando se encuentren debidamente establecidos, se los haré llegar.

Deambularon por el jagir durante todo un mes. Después, regresaron a Moolvaunee, donde pasaron unos días sibaríticos antes de ponerse a la labor de recortar el voluminoso bagaje de su caravana. Finalmente, consiguieron cargar en no más de ochenta animales provisiones suficientes para mantener durante un mes a trescientos hombres combatientes y a otros tantos acompañantes civiles.

Preocupado por la organización de la expedición, Marriott apenas se dio cuenta del creciente gusto que el recaudador mostraba por la compañía de Amelia. Al alba, solían dar juntos un paseo en caballo y, después de desayunar, Beddoes siempre se las ingeniaba con una u otra excusa para mantenerla a su lado toda la mañana. Durante la cena, le prestaba incansable una espléndida atención y, para poder seguir disfrutando de su presencia después de la misma, incluso había renunciado a las tardías orgías que solía organizar. Para lamento de Amaury, Beddoes no tardó en notar el talento de Amelia para las artes médicas y consiguió su ayuda para planificar un hospital y una clínica exclusivamente para indígenas; los primeros que se levantarían fuera de Bengala.

El velo cayó de los ojos de Marriott bruscamente. Una noche, después de la cena, Beddoes lo condujo a aquel patio en el que los chorros de agua de la fuente resplandecían como diamantes bajo la luz de la luna.

—Entiendo, señor, que la señora Bradly está bajo su protección —le dijo sin más preludios.

—En efecto. La dama me ha concedido ese honor.

—¡Ajá! Hmm… Ya veo —dijo toqueteando con la punta de una caña de ébano las blancas azucenas que engalanaban la piscina—. Supongo que se la va a llevar a Bahrampal, un lugar extremadamente peligroso para las mujeres.

—Si me concede usted su permiso, en realidad preferiría que se quedase en Moolvaunee hasta que logre poner en orden mi distrito.

—Estoy de acuerdo —Beddoes carraspeó, acarició los tirabuzones de su peluca y continuó con una inusitada falta de confianza en sí mismo—. Entonces, debo considerar que la señora Bradly no es del todo reacia a… ejem… a mi persona. Además, ha despertado en mí una profunda estima y un enorme aprecio. En resumen, señor Marriott, le ruego que me dé permiso para pedirle la mano.

Marriott se quedó perplejo.

—Pero… ¡si casi no se conocen! ¡No puede ser! Considere su modo de vida… La insalvable diferencia de edad…

—¡No es para tanto, señor! ¡Yo aún no llego a los sesenta! —replicó Beddoes en un tono de claro desagrado—. No cabe duda de que mi hogar colocaría a Amelia, es decir, a la señora Bradly, en una posición mucho más segura que la que le podrían ofrecer los rigores de una vida entre tiendas de campaña y cabañas, que es la que le esperaría en Bahrampal. ¿Acaso desea condenarla a la miserable existencia que supone ir de campamento en campamento?

—Me veo obligado a discrepar, señor. Ha sido ella quien ha tomado la decisión y, desde luego, yo no pienso hacer absolutamente nada para convencerla de que tome otro rumbo. El convoy partirá mañana. Mientras tanto, debo pedirle que abandone sus importunidades y trate a la señora Bradly con decoro y sin olvidar, además, que se trata de la dama que se encuentra bajo mi protección. Cosa que seguirá siendo así.

—Aunque lleve treinta años lejos de la civilización —gruñó Beddoes—, no soy un completo salvaje. Su honor está a salvo en mi casa —agitó la caña bajo la nariz de Marriott en un gesto admonitorio—. Pero quiero hacerle una advertencia, mi joven amigo: con o sin su permiso, seguiré adelante con mi petición de mano.

Farfullando algo entre dientes, desapareció en la oscuridad. Marriott corrió a ver a Fane.

—William, mientras no hayamos conseguido tener bajo control Bahrampal, un magistrado no tendrá nada que hacer allí. Por tanto, creo que sería mejor que te quedaras en Moolvaunee hasta que yo te ordene que nos sigas. Puedes encargarte de supervisar las cosas que dejemos aquí. ¡Ah! Y, de paso, de vigilar a Amelia.

—¿De modo que por fin has captado las lascivas intenciones de nuestro viejo sátiro? —respondió Fane con una amplia sonrisa burlona—. Me preguntaba cuánto tardarías en descubrir sus planes. ¡Acepto con gusto, Charles! —Abrazó a la rellenita muchacha que descansaba coquetamente junto a él en la cama—. Aligeraré tan arduas tareas con placeres que, me temo, tú echarás tristemente en falta.

Cruzaron el valle de Vamsad en su camino hacia Bahrampal y se dirigieron a una ciudad llamada Gopalpore. Aunque el paisaje seguía siendo igual —ruidosos arroyos y boscosos valles, colinas de roca rojiza, aldeas y campos resguardados por barrancos, ruinas de antiguos fuertes que quedaban como vestigio de la conquista mogol y prominentes ramales—, la acogida que les prestaron fue completamente diferente. Así como en Moolvaunee habían corrido a saludarlos, en estas otras tierras, tan pronto como veían aproximarse a su columna, las gentes abandonaban las reses y los arados y corrían despavoridas a buscar refugio. Las puertas de las ciudades se cerraban con un portazo. En las aspilleras de las ciudadelas se vislumbraba el destello de las lanzas. En una ocasión, Marriott trató de acercarse a una aldea celosamente custodiada esgrimiendo un pañuelo atado a su fusta en son de paz. Una aspillera escupió un humo blanquecino al tiempo que una bala pasó rozando su cabeza.

Cuanto más cerca estaban de Bahrampal, más brutales eran las cicatrices que el pillaje, la guerra y el hambre habían dejado sobre el país. Durante una espantosa marcha de dos días, atravesaron un tramo en el que varias criaturas se arrastraban como esqueletos vivientes fuera de sus escondites, husmeaban el rastro de los excrementos que los animales de la comitiva iban dejando y luchaban por un pedazo de tan indigesto grano. Los bordes del camino estaban salpicados de cadáveres y los buitres se lanzaban sobre aquellas suculentas presas aleteando como vampiros a punto de darse un festín. Un hedor a carroña putrefacta impregnaba el aire.

En una aldea cuyos habitantes, ya fuera por falta de miedo o por falta de esperanza, mantenían las puertas abiertas de par en par, vieron cómo los que quedaban vivos arrastraban por los tobillos los cuerpos desnudos de los que no tenían esa suerte y los iban amontonando en una pila de cadáveres en descomposición. Poco después, la vanguardia se detuvo y Todd se adelantó para intentar averiguar lo que ocurría. Encontró a los cipayos apoyados sobre sus mosquetes, contemplando con horror la actuación de un pequeño grupo de hombres. Rodearon a un cadáver podrido, le arrancaron la carne y se la comieron. Todd apretó los dientes intentando contener el vómito que subía por su garganta y, como pudo, indicó a los soldados mediante señas que avanzasen.

—El jagir ha sido arrasado —dijo Amaury. Con el ceño fruncido, contemplaba una aldea que se veía en la distancia. Sus casas ennegrecidas habían sido quemadas y todo lo que quedaba eran unas vigas carbonizadas dibujándose sobre el cielo—. Con todos los graneros saqueados, estas gentes se han quedado sin nada que comer hasta la próxima cosecha. Dudo que sobrevivan muchos para sembrar y recoger el grano.

—¿Obra de Vedvyas? —aventuró Todd.

—De él, de algún mirasdar enemigo o de los bandidos marathas. El tiempo lo dirá. Será mejor que nos demos prisa y lleguemos a Gopalpore cuanto antes.

Dejaron tras de sí aquella tierra devastada y se adentraron en una zona algo más próspera. Apenas se cruzaron con otros viajeros en el camino. Tan sólo varios hombres armados con lanzas escoltando una recua de camellos, los componentes de una compañía de danza que viajaban en burro con sus mujeres tapadas hasta los ojos y una caravana de comerciantes con una potente guardia de hombres ataviados con túnicas y armados con cimitarras y mosquetes de mecha. Ninguno de ellos parecía muy dispuesto a detenerse o responder preguntas. Empezaba a oscurecer, así que decidieron aligerar la marcha.

Una ruinosa choza con el techo hecho de hojas coronaba el montículo que los restos de las derruidas casas habían formado junto al camino. Marriott y Amaury se subieron a ella. Al hacerlo, pisotearon con sus caballos multitud de pedazos de cuencos, cacharros de barro y fragmentos de ladrillos rotos. De repente, un anciano hindú barbado salió a rastras de la choza. Tenía la ropa raída y hecha jirones, se apoyaba en un bastón con una sola mano y, sin alterarse, los saludó.

—¿Quién es usted, sirdarjee[30]? —le preguntó Amaury.

—Me llamo Gopal Rao —dijo el anciano poniéndose derecho—. ¿Me pregunta quién soy? Soy el dueño de esta destartalada choza. Era el mirasdar de todo lo que sus ojos alcanzan a ver —añadió señalando grandiosamente el paisaje que los rodeaba.

—¿Y cuál es la causa de que ahora se encuentre en tan penosa situación?

Gopal Rao, apoyándose de nuevo en el bastón y escudriñando a los europeos frunciendo sus pobladas cejas, les explicó lo ocurrido. Por derecho de herencia, se había convertido en el cacique del territorio que rodeaba a Gopalpore; una tierra que el mismísimo Aurangzeb había otorgado a sus antepasados. Vedvyas había empezado pocos años antes a saquear sus propiedades, tomando una aldea tras otra y apoderándose de los impuestos y las rentas. Finalmente, el propio Gopal había sido capturado en una escaramuza y su conquistador le había permitido seguir viviendo, siempre bajo las condiciones que él le impusiera.

—Esta es una de ellas —dijo sacando un brazo de debajo de la túnica y mostrando un muñón cauterizado.

—¿Y las demás?

—Vedvyas me hizo jurar que renunciaría a mis pretensiones sobre Gopalpore mientras él viviese. Así es como he terminado —concluyó apesadumbrado—, como un paria en una choza digna de un mendigo.

—¿De modo que Vedvyas controla ahora Gopalpore?

El anciano levantó la cabeza con orgullo.

—No. Mi primogénito se ha atrevido a desafiar sus órdenes. Gopalpore es el único lugar de cierta importancia en todo Bahrampai que todavía resiste a su furia —observó con indiferencia la caravana que formaba el convoy, con los arrieros arreando a los bueyes de carga y los cipayos de casacas escarlatas apremiando a los rezagados—. Viaja usted con todo un ejército, sahib. ¿Hacia dónde se dirige?

—A ocupar su ciudad —respondió Amaury de manera cortante— y, después, a matar a Vedvyas.

Entonces, le tradujo a Marriott lo esencial de la conversación.

—Convenzamos a nuestro viejo amigo para que venga con nosotros —le dijo—. Si le devolvemos a su puesto, nos ganaremos las simpatías de sus gentes. Después, seguro que su gratitud, y la ayuda de sus soldados, nos serán útiles contra Vedvyas.

—De todas las maneras, ¿no nos daría su apoyo su hijo?

—Para él sólo somos una cuadrilla más de saqueadores a la que tratará de vencer con igual fuerza que a todas las demás. La autoridad de Gopal Rao nos facilitaría mucho las cosas.

—¡Maldita sea! —dijo Marriott disgustado—. ¿Es que nadie reconoce a la Compañía en Bahrampal? ¡No entraba en mis planes tener que combatir por mi distrito! En fin… De acuerdo. Ve a ver si logras convencerlo.

Aunque sin éxito, Marriott se esforzó duramente por entender algo del torrente de hindi que siguió. Analizó la cara de aquel indígena y lo que vio fue una reacción de perplejidad absoluta seguida de calmada reflexión y, por fin, de un atisbo de aquiescencia. Gopal Rao volvió a entrar en su choza, cogió un escaso fardo y tres vasijas doradas, despidió con una reverencia al lugar que le había dado cobijo y, con aire brioso, se colocó junto a los caballos para ir delante de la columna. Amaury le proporcionó un poni, lo puso bajo la protección de un subhadar y lo dejó aleccionando a su guardián sobre los méritos de los mosquetes de mecha.

En la última marcha de aquel día, atravesaron una llanura en la que los árboles y la elevada y gruesa hierba dificultaban la visibilidad. Marriott envió a unos hircarrahs por delante para que hicieran un reconocimiento y, antes de que estos hubieran regresado con sus caballos, oyó unos disparos. Alertados por el ruido, los hircarrahs dieron media vuelta sin haber siquiera llegado a su objetivo. Contaron que, tres millas más adelante, se divisaban los tejados de Gopalpore y que había un campamento de soldados apostado ante las murallas de la ciudad.

—Esa información es demasiado vaga —se lamentó Amaury—. ¡Será mejor que me adelante y estudie la situación yo mismo!

—¡No seas estúpido! —dijo Marriott exaltado—. ¡No tendrías la más mínima posibilidad de salir airoso!

—Lo dudo. ¿Por qué la iban a tomar esos sitiadores, sean quienes sean, con un único europeo que, además, va vestido de civil? —sonriente, señaló su chaqueta azul pastel, los polvorientos pantalones de piel de ciervo y sus botas de color caoba—. Charles, sugiero que ordenes a la columna que se detenga aquí y que no se mueva hasta que yo vuelva.

A medio galope, se abrió paso entre los árboles y no tardó en toparse con un grupo de indígenas armados, con sus bueyes, sus carretas y sus fardos de bagaje. Los pocos que lo vieron se lo quedaron mirando fijamente, uno de ellos gritó y ninguno intentó detenerlo. Amaury azotó al caballo con el látigo y los dejó atrás pausadamente. Guiándose por las esporádicas descargas de los mosquetes y algún que otro cañonazo ocasional, adelantó a varios guerreros más que descasaban sentados o vagaban sin rumbo fijo y llegó a un punto desde el que se podían ver los altos muros de piedra que rodeaban a la ciudad.

De repente, un estruendo procedente de una arboleda cercana hizo a su caballo dar un brinco.

—¡Tranquilo, Hannibal! —dijo Amaury en voz baja acariciando el brillante cuello del animal—. Has oído ese ruido con frecuencia en otras ocasiones.

Se acercó a la arboleda. Estacionado tras aquellos árboles, había un cañón de hierro de doce libras. Tenía una cureña larga y algo doblada que contaba con una manivela, dos traviesas y unas sólidas ruedas de madera. Un indígena desharrapado apagaba los posibles restos del disparo introduciendo por la boca de aquel artefacto un escobillón. Apoyado en una de las ruedas, otro indígena sujetaba una bolsa con pólvora. Un soldado algo mejor vestido que ellos, con un fajín a la cintura y unas mugrientas correas de cuero, se desgañitaba dando unas órdenes que nadie obedecía. La llegada de Amaury acalló sus gritos. Fue hasta él y se situó junto a la cabeza de Hannibal.

—¿Quién es usted? ¿De dónde ha salido? ¿Qué está haciendo aquí? —inquirió con aire agresivo.

Sus rasgos eran inconfundiblemente indígenas. Lucía una piel trigueña casi negra, tenía los dientes manchados de tanto masticar betel y en sus ojos amarillentos se apreciaban un montón de venas rojas.

—Estoy admirando sus excelentes ejercicios de fuego —dijo Amaury—. No creo que haya ninguna artillería fringee capaz de igualar su eficiencia. Pero, por favor, continúe, señor risaldar. ¡Sus maravillas me dejan sin palabras!

El hombre —seguramente un havildar a cargo del cañón— torció el gesto.

—Conocemos muy bien a nuestro amigo —pateó aquella burda pieza de artillería—. Aunque está un poco doblado, sus disparos son bastante directos.

El del escobillón dio la vuelta al taco y empujó el cartucho hasta su sitio. Un artillero que portaba una bola de hierro más o menos redonda la introdujo en la boca del cañón. El hombre anterior la comprimió con su taco. Amaury esperaba que completasen el disparo. El cañón estaba preparado y el botafuego con la porción de pólvora estaba listo para ser aplicado al fogón. Pero, en lugar de ello, los artilleros abandonaron el artefacto y se acuclillaron en círculo para fumar sus narguiles.

—¿No van a disparar?

El havildar miró hacia el sol.

—Todavía no ha llegado el momento —dijo serio acariciando el tubo del arma—. Además, mi cañón aún está caliente tras la última descarga.

Amaury examinó la ciudad, situada ochocientas yardas más allá tras una llanura llena de maleza. Sus murallas, de diez pies de altura, estaban rodeadas por un profundo foso seco y una barrera de espinosas chumberas. Tras los muros, se apiñaban multitud de tejados planos. La formidable ciudadela de cuatro plantas lucía un estandarte de color azul celeste. Las aspilleras humeaban con desgana. Las balas arremolinaban el polvo del suelo. Su alcance era demasiado largo para ser de mosquetes de mecha. Amaury se marchó de la arboleda y avanzó tranquilamente entre las filas del campamento militar —si es que se podía llamar así a semejante panda de irresponsables—. Como auténticos villanos, los indígenas holgazaneaban a la sombra parloteando entre sí, dormitando o fumando. Varios de ellos estaban armados. De vez en cuando, uno de aquellos guerreros se levantaba, cargaba un mosquete, salía a descubierto y abría fuego hacia la ciudad. La realidad es que ninguno prestó demasiada atención al europeo errante. Cuando alguno se dirigía a él, Amaury lo saludaba alegremente con la mano y seguía su camino.

«Un asedio de lo más peculiar —pensó para sus adentros—. Será mejor averiguar quiénes son y qué se supone que están haciendo».

Volvió al lugar donde se encontraba el cañón. Los artilleros iban y venían atareados alrededor de él. El Número Cuatro —conforme a los cálculos de la artillería de Madrás— echó pólvora en el fogón y otro aplicó el botafuego. Después, aquellos hombres se apartaron cautelosamente del artefacto. El cañón emitió un estallido y lanzó su proyectil. Multitud de polvorientos pétalos florecieron en el muro situado junto a la puerta. Aquellos hombres brincaban de alegría y gritaban con entusiasmo. El havildar dirigió una complacida mirada a Amaury.

—Un disparo excelente —dijo Amaury con seriedad.

Entonces, dejaron el cañón retraído con la boca apuntando hacia el cielo, cortaron leña de los arbustos y, con ayuda del botafuego usado para encender la mecha, hicieron una hoguera y se dispusieron a cocinar.

—Hora de comer —explicó el havildar—. Alrededor del mediodía, las dos partes nos concedemos una tregua de unas dos horas.

Una apacible quietud cayó sobre el campo de batalla. Amaury bajó del caballo. El havildar llenó un cuenco de arroz con las manos y se lo ofreció amablemente.

—¿De quién es este distinguido ejército? ¿Qué motivos tiene para querer destruir Gopalpore? —preguntó entre bocado y bocado.

—¡Oh, no queremos llegar tan lejos! Lord Vedvyas nos ha enviado a recaudar los impuestos y las rentas que se le deben.

—Sin duda, una considerable suma.

—La suficiente. Todos los años les reclamamos dos mil pagodas y todos los años ellos ofrecen doscientas. Entonces, intercambiamos unas salvas con nuestros cañones y mosquetes. Al final, después de dos o tres días, nos dan seiscientas pagodas, que es lo que siempre acaban pagando.

—Un acuerdo muy conveniente —Amaury contuvo una sonrisa—. ¿Se encuentra lord Vedvyas con la tropa?

—¡Oh, no! Lord Vedvyas nunca se dejaría importunar por un asunto tan nimio.

Amaury se limpió los dedos y montó su caballo.

—Me considero un privilegiado por haber tenido ocasión de contemplar su magnífico espectáculo bélico y su artística artillería. Adiós, risaldar sahib.

Bordeó la ciudad y confirmó lo que ya sospechaba: los soldados de Vedvyas únicamente estaban apostados frente a la puerta principal, de modo que la puerta trasera y más de la mitad de las murallas estaban sin vigilar. Regresó y le contó sus aventuras al preocupado Marriott.

—Es un grupo variopinto que apenas llega a los quinientos hombres, Mandemos a los cipayos y hagamos que huyan —concluyó.

—Pero nos superan en una proporción de cinco a uno —dijo Marriott con reservas—. Y tienen artillería.

—Un cañón doblado.

—No podemos correr riesgos. Un solo revés y estamos acabados. Será mejor que ocupemos primero Gopalpore.

—Eres demasiado precavido, Charles. Pero eres tú quien está al mando y, de todos modos, no debería sernos difícil entrar en la ciudad.

Mientras comían curry y bebían burdeos, elaboraron un plan y, finalmente, decidieron que se aproximarían a Gopalpore por la noche. Como era muy importante que sus defensores estuvieran al tanto, Amaury le pidió al viejo Gopal Rao que llevase un mensaje. El mirasdar se negó a ello.

—He jurado no entrar en Gopalpore mientras viva Vedvyas. Pida a su banian que escriba una carta a mi hijo y llévensela —acarició un amuleto que colgaba de un cordón alrededor de su cuello—. Así no pensará que se trata de una traición.

Un peón llevó la misiva. Aprovechando que aún era de día, Marriott partió con los hircarrahs a hacer un reconocimiento de la ruta a seguir. Mientras cabalgaban, meditaba apenado sobre los aspectos militares de la vida de un mercader asistente. Descubrió un buen camino que, escondido tras los árboles y la maleza, rodeaba la ciudad a una distancia de tres millas y luego se desviaba hasta llegar a la puerta trasera. Mientras tanto, Todd daba instrucciones a sus oficiales indígenas. Les ordenó que preparasen las bayonetas, pero debían portar los mosquetes descargados porque el eco de sus chispas en la noche podría resonar a varias millas. Cuando faltaba una hora para la medianoche, Amaury regresó al camino y examinó desde la distancia las filas de los asediadores.

—Roncan apaciblemente en sus vivacs. Los centinelas están también medio dormidos. Podríamos atacarlos por sorpresa y dispersarlos como si fueran ovejas.

—No. Antes debemos asegurar Gopalpore —dijo Marriott con firmeza.

A las dos de la madrugada, se pusieron en marcha. Se desplazaban haciendo menos ruido de lo habitual, ya que los arrieros habían quitado a los animales las campanas y los arreos y ellos mismos tenían prohibido hablar bajo pena de muerte. Pero no había forma de mantener a los animales en silencio. Los camellos iban rumiando, un elefante bramó y las reses mugieron. Marriott se estremeció y contuvo un grito ahogado. Amaury se sonrió burlonamente en la oscuridad.

—Estamos a tres millas de distancia. El enemigo no puede oírnos.

La procesión avanzaba lenta y pesadamente, sorteando rocas, deslizándose por los barrancos y sudando en el calor de la noche. La luna, cubierta por la calima, iluminaba la tierra y creaba sombras a los pies de aquellos hombres y sus bestias. Marriott buscaba nervioso las marcas que había memorizado durante la escapada de reconocimiento: el tocón de un árbol, un mojón de piedras apiladas y una tumba hindú. Un guía detuvo la vanguardia en el bosquecillo de árboles de Bo en el cual debían cambiar de rumbo para dirigirse a la ciudad. Hablando en susurros y dando tumbos, agruparon a los animales de carga y los dejaron bajo la vigilancia de los peones. Todd formó a sus compañías en filas y, con los mosquetes al hombro, los europeos de la vanguardia emprendieron la marcha hacia la ciudad en un desfile silencioso al filo de la noche.

Cuando estuvieron dentro del alcance de los mosquetes, todos los perros vagabundos de Gopalpore levantaron el hocico y comenzaron a ladrar en señal de alarma tan fuerte como podían.

—Iniciaremos el ataque después del amanecer —declaró Amaury—. El enemigo no sabe que estamos aquí y no se espera ninguna incursión.

Srinivas los observaba con reservas. El hijo de Gopal Rao era un hombre de treinta y pocos años, delgado y de facciones marcadas como su padre. Su boca lucía unos labios apretados y su mirada era cautelosa e inquieta. Llevaba un casco coronado con crines de caballo y una cota de malla. Guardaba una pistola en el fajín.

—Sin duda, pillarán por sorpresa a esos culis y los derrotarán —dijo—. Pero ello hará que Vedvyas se enfurezca y envíe un ejército en condiciones para saquear mi ciudad.

Con el fin de urdir un plan, se reunieron en un cuarto de la ciudadela que tenía los muros de piedra y el suelo de barro, donde no había más que una mesa y unas alfombrillas que les sirvieron de asiento. Las humeantes mechas de los platillos de las lámparas de aceite proyectaban sombras en las paredes. Una engañosa luz que parecía querer emular al amanecer iluminaba las aspilleras. Los criados de Srinivas guardaban silencio apoyados en sus lanzas. Eran hombres de tez oscura, ataviados con túnicas de múltiples colores y en cuyos ojos se apreciaban suspicaces miradas bajo la luz de las lámparas.

Los cipayos, que se encontraron con las puertas de la ciudad abiertas de par en par, habían entrado en ella y desfilaban tras sus guías hacia la ciudadela. Marriott envió a un hombre a buscar el convoy del transporte con los animales de carga. Aquella pesada muchedumbre atravesó las puertas en una ruidosa procesión y, en medio de la oscuridad y de una gran confusión, se acomodaron en callejones, plazas y bazares. Aquel tumulto alertó al campamento enemigo; las antorchas llamearon en él y sus centinelas se pusieron en guardia. Pasados unos momentos, la agitación se calmó.

Amaury se secó el sudor de la cara. Las lámparas habían calentado el aire de aquel cuarto hasta extremos sofocantes.

—Precisamente lo que queremos es provocar a Vedvyas para que combata. ¡No habrá paz en Bahrampal hasta que él haya desaparecido!

La incredulidad se apoderó del rostro de Srinivas.

—¿Cree que trescientos cipayos bastarán para vencerlo? ¡Vedvyas mandará cinco mil guerreros al campo de batalla! —Posó la mirada en Todd, sudoroso bajo su casaca escarlata, y observó escéptico aquel juvenil rostro—. ¡Nadie envía niños a luchar contra leones!

Todd captó la indirecta y se puso rojo.

—Le aseguro que mis hombres han aplacado a los musulmanes insurrectos, propinándoles terribles golpes iguales a cien veces su peso. ¿No ha oído usted hablar de Plassey?

—Además —interrumpió apresuradamente Amaury—, también tenemos cincuenta peones e hircarrahs armados y supongo que sus hombres nos prestarán su ayuda.

—Quizá, quizá —Srinivas se acarició el mostacho con aire pensativo—. ¿Aprueba mi padre sus planes? No lo he visto entre ustedes.

—Gopal Rao ha prometido apoyarnos, pero recuerde el juramento que hizo. No entrará en la ciudad mientras viva Vedvyas, de modo que será mejor que lo matemos cuanto antes.

—No me gusta su plan. Vedvyas sabe que Gopalpore es fuerte y difícil de tomar. Antes que arriesgarse a perder sus soldados en una costosa ofensiva, prefiere exigir un tributo anual que yo llevo pagando desde que se marchó mi padre. A excepción de esta pequeña lucha cada año, siempre nos ha dejado en paz.

—La Compañía ofrece la paz no sólo a Gopalpore sino a todos los habitantes del distrito de Bahrampal —dijo Amaury con vehemencia.

Continuó esgrimiendo sus argumentos, haciendo uso de todos los factores de persuasión que se le ocurrieron. Srinivas lo escuchaba en actitud hosca pero, finalmente, accedió a que los cipayos hicieran una incursión. No quiso comprometer a su propia guarnición con el fin —al menos, eso creía Amaury— de que, si las cosas se ponían feas, él pudiera alegar ante su señor Vedvyas que había actuado movido por la coacción y siempre negándose a prestar apoyo efectivo. «¡Estos endiablados indígenas arteros tienen siempre dos caras! —pensó Amaury».

Aliviado, salió de aquel cuarto de aire sofocante en busca de la pasajera frescura del amanecer. Marriott, habituado a los olores del fuerte Saint George y de Black Town, sintió una fetidez todavía mayor. Se trataba de la vida de aquel municipio indígena con el humo de la leña que quemaban, el olor de la grasa rancia que usaban para cocinar, las boñigas, los pimientos y el excesivo hedor a excrementos. El sol, aún escondido en el horizonte, comenzaba a lanzar tímidamente sus rayos. Las gentes empezaron a abarrotar las calles, los comercios abrieron sus postigos. Aquellas personas se agazapaban en cualquier rincón para aliviar sus intestinos. Vedvyas había prohibido que usaran los campos, letrinas de la India por excelencia desde tiempos inmemoriales.

Los europeos subieron a una torre de vigilancia que había junto a la puerta, otearon el terreno que se extendía frente a ellos y planearon el ataque apresuradamente. En el bosque aún parpadeaban las hogueras y se oía un creciente murmullo, como si un enjambre de zumbantes moscas lo hubiera tomado. Todd dio instrucciones a sus oficiales indígenas. Amaury seleccionó a diez de los hircarrahs de mayor confianza y examinó sus lanzas y sus espadas. Marriott mandó a buscar su caballo y se quedó en la torre analizando la situación. Sacó una pistola de su cinturón e inspeccionó el percutor y la cebadura.

Los cipayos, con Todd a la cabeza, emergieron por un camino y se detuvieron en un espacio al descubierto frente a la puerta. El alférez daba órdenes a gritos.

—¡Semi-amartillen… los mosquetes!

—¡Abran… las cazoletas!

—¡Preparen… los cartuchos!

Continuó dando órdenes hasta que las armas estuvieron cargadas. Las compañías prepararon las bayonetas y ordenaron las armas. Los jinetes de Amaury avanzaron hasta la puerta entre el ruido de los cascos. Miró a Todd y sonrió, se encasquetó bien su sombrero de castor de copa baja y desenfundó su sable.

—¿Preparados?

Todd se humedeció los labios.

—¡Preparados!

Amaury se dirigió a los hombres que esperaban en las pesadas puertas de madera.

—¡Abran!

Quitaron las barras y las puertas se abrieron de par en par. Los cascos de los caballos cruzaron briosos los tablones que servían de puente sobre el foso, seguidos por los cipayos. La columna escarlata serpenteaba desde el portal.

—¡Cierren a un cuarto de milla en la división delantera!

El enemigo despertó a la vida en medio de un estruendo tan ensordecedor como el estallido de una ola gigante.

Amaury espoleó su caballo. Los hircarrahs, dando aterradores alaridos, lo seguían de cerca. A lo lejos, los bulliciosos enemigos se apresuraban a coger sus armas saliendo de entre los árboles. Los comandantes vociferaban órdenes intentando que sus hombres se alinearan lo antes posible. Los jinetes se lanzaban enérgicos sobre las grupas de sus caballos, algunos de ellos a pelo. Pequeños grupos de hombres corrían aquí y allá, preparaban la pólvora y disparaban. Aquellas salvas provocaban explosiones ocasionales y bocanadas de humo, pero resultaban tan inútiles como si hubieran lanzado guijarros en vez de munición. Los cipayos aún estaban completamente fuera de su alcance.

Galopando sobre las piedras y salvando estrechas zanjas, Amaury se iba acercando al enemigo. Se cruzó con un grupo de hombres a la carrera. Oyó el estallido de un mosquete y el olor a pólvora se le metió en la nariz. Tiró de las riendas y giró en seco, gritando algo por encima del hombro a los hircarrahs que lo seguían en tropel. Intentaba localizar la arboleda más adelante y, por fin, vislumbró las ruedas de madera del cañón y su oxidada boca de hierro.

Los artilleros se apelotonaban alrededor del artefacto esforzándose por cargarlo y orientarlo hacia el objetivo al mismo tiempo. Levantaron la pesada cureña y apuntaron a la tropa de Amaury con el cañón. Un artillero se colocó junto a su boca de un salto y comprimió con una baqueta la bolsa de pólvora y un bolaño. «Gracias a Dios —pensó Amaury clavando las espuelas en los costados de Hannibal—, no tiene ni idea de la carga que necesita».

El hombre acercó el botafuego ya encendido al fogón. Amaury se agachó tanto como pudo en la silla de montar y encogió los hombros. Se produjo una lengua de fuego seguida de un estallido atronador y, por último, una humareda grisácea. Una ráfaga de aire arrebató el sombrero de su cabeza.

A pesar de la explosión, Amaury resurgió ileso en medio de la humareda.

El comandante artillero de tez morena que había disparado, apoyado sobre una de las ruedas del cañón, hizo una mueca de espanto que dejó entrever sus enrojecidos dientes. Trató de defenderse agitando la baqueta a la altura de las patas de Hannibal.

—Le pido disculpas, risaldarjee —dijo Amaury antes de atravesarle el esternón. Los hircarrahs cercaron el cañón. Se desató la furia y, en medio del griterío, hubo una agitada lucha en torno a aquel artefacto y su armón. La refriega duró menos de un minuto ya que los artilleros enemigos se dieron a la fuga corriendo. Amaury bajó de un salto del caballo, cogió un bolaño del suelo y colocó en el fogón una baqueta de punta afilada que sacó de uno de sus bolsillos. Rápidamente, volvió a subir al caballo y dio una orden. Los hircarrahs lo siguieron a través de los árboles, dispersando a los vasallos del enemigo y provocando la estampida de sus bueyes de carga. Penetraron en las filas de su infantería, que corría presurosa a la lucha en una reacción tardía. Abandonaron la arboleda y galoparon de vuelta hacia las filas de los cipayos.

Todd, con la espada al hombro, marchaba al frente de sus hombres. Formaban tres filas de noventa yardas de longitud. Sus hombres llevaban unos voluminosos turbantes negros, chaqués rojos, correas blancas y unos pantalones cortos de color azul que dejaban al descubierto sus largas y morenas piernas desnudas. El sol se reflejaba en las bayonetas y en las afiladas picas de los havildares. Desde la arrolladora carga de Amaury, se habían acercado hasta una distancia que los dejaba vagamente al alcance del disparo de su contrario. La infantería del enemigo formaba una línea compacta y densa. La caballería cubría los flancos, los peones esgrimían largas lanzas de bambú bajo el azote del viento de aquel amanecer. Los mugrientos mosquetes enemigos descargaron. Un cipayo fue alcanzado y quedó tendido en el suelo. Su chaqueta escarlata parecía hacer juego con el reguero de sangre que desprendía su cuerpo.

A la velocidad del rayo, los jinetes dejaron las alas, atravesaron aquel rocoso terreno y se unieron a la fina formación de la compañía. Las atronadoras órdenes del alférez resonaron por encima del griterío del campo de batalla y el ensordecedor ruido de los cascos.

—¡Preparados para formar un cuadro en columnas!

—¡Formen el cuadro!… ¡Marchen!

—¡Desplacen el… cuadro!

Los flancos se replegaron hacia el interior como la regla de un carpintero. La fila delantera se arrodilló presentando una hilera de infranqueables bayonetas al enemigo que, profiriendo grandes gritos, trató de bordear aquella pequeña isla escarlata.

—¡Amartillen los percutores!

—Columnas traseras… ¡Presenten armas!

—¡Fuego!

Una cortina de humo rodeó el cuadro. Los caballos enemigos cayeron al suelo y sus jinetes salieron despedidos de las monturas.

—¡Cierren las… cazoletas!

—¡Ataquen los… cartuchos!

—Columnas delanteras… ¡Presenten armas! ¡Fuego!

Con gran estruendo, lanzaron la segunda descarga. Para cuando Amaury llegó espoleando las costillas de Hannibal, la caballería enemiga ya había decidido darse la vuelta y huir. Sus hircarrahs también habían desaparecido de repente; las batallas campales no eran de su gusto. Cabalgó hasta el centro del cuadro. Marriott estaba simado sobre su caballo al lado de Todd, que observaba receloso la retirada del enemigo. Al ver a Amaury, un atisbo de alivio se asomó a sus ojos.

—¿Qué hago ahora, señor? ¿Retomo el avance?

—Es tu batalla, Henry —dijo Amaury alentador—. Pero permíteme recordarte que aún no has llevado a tu infantería a un punto en el que el enemigo quede al alcance de sus mosquetes.

El alférez dio varias órdenes.

—¡Prepárense para reducir el cuadro!

—¡Deshagan el cuadro y formen compañías!… ¡En marcha!

Los soldados del cuadro se desplegaron, se detuvieron unos instantes a perfeccionar su alineación y emprendieron la marcha. Amaury contempló la ciudad a sus espaldas. Las murallas y las almenas de la ciudadela estaban abarrotadas de espectadores. «Ahí están nuestros indecisos aliados —pensó—. Me apuesto el cuello a que están muertos de miedo». Avanzó hasta uno de los flancos y se colocó junto a Marriott.

—¿Qué te parece, Charles?

—Extremadamente peligroso. ¡Esto es una escaramuza! En el futuro, me esforzaré al máximo para evitar posibles batallas.

—¿Batallas? ¡No es más que una escaramuza! —Amaury señaló con su sable a las apretadas filas que se encontraban cien pasos más allá—. Nos van a ahorrar tener que seguir avanzando. Su infantería está a punto de atacar.

Los mosquetes chisporrotearon de manera irregular con el crepitar de las llamas cuando se apoderan de los bosques durante un incendio. Un havildar pegó un grito y se tapó la cara con las manos. La línea enemiga se hinchó de manera amenazante y se lanzó a la carga. Sus guerreros corrían, se abalanzaban sobre sus contendientes y vociferaban blandiendo lanzas y cimitarras.

Los cipayos detuvieron su marcha. Tenían los mosquetes levantados y apuntando a su objetivo.

Las descargas fueron constantes y barrieron las filas delanteras de derecha a izquierda y las traseras, de izquierda a derecha. Los soldados se manchaban la boca y la barbilla de hollín al morder los cartuchos para abrirlos. Las verdes vueltas de sus uniformes adquirieron un aspecto mugriento a causa de la pólvora quemada. Los fogonazos irrumpían en la cortina de humo que cubría las bocas de los mosquetes. Tras ella, se podían escuchar desgarradores bramidos y sollozos. Por las varias fisuras que presentaba la humareda, se veían cuerpos abatidos que caían como moscas.

La carga se fue suavizando hasta que, finalmente, paró. Poco a poco, los enemigos fueron retrocediendo y echándose a correr. El espíritu de derrota se extendió entre ellos como la pólvora. Lo que había empezado como una lenta retirada pronto tomó forma de huida en desbandada. Amaury seguía con los pies en los estribos.

—¡Ahora, Henry, ahora! ¡Descarga las bayonetas sobre ellos!

El alférez levantó la espada y gritó, haciendo que los cipayos avanzaran al trote. En cuestión de segundos, se toparon con los cuerpos del enemigo. Los oficiales proferían juramentos e intentaban en vano mantener la alineación. Así como el sol derrite implacable la nieve acumulada en las ventiscas, ellos aplastaron a sus oponentes. Las compañías se adentraron en la arboleda, se dividieron en varios grupos y dieron caza a los fugitivos que trataban de huir a través de los árboles. Marriott pegó un tiro a un indígena barbado que se había girado y le había lanzado su lanza. Amaury se batía algo más adelante con tal fuerza que su espada acabó ensangrentada hasta la empuñadura.

Detuvo su caballo y contempló las nubes de polvo que el enemigo iba levantando en su veloz escapada y que se estaban empezando a perder de vista.

—Para esto —dijo en voz alta— es para lo que necesitamos a la caballería.

Cabalgó de vuelta hasta Todd, que estaba arrodillado junto a un cipayo agonizante tratando de reconfortarlo en sus últimos momentos.

—Henry, sugiero que toques retreta. El enemigo ha escapado más allá de nuestro alcance.

Se oyó una corneta. Los soldados recogieron a sus muertos, salieron de la arboleda y formaron filas. Siguiendo las instrucciones de Amaury, uncieron los bueyes al cañón y se llevaron del abandonado campamento tantos caballos como pudieron encontrar. No había mucho más que saquear. La fuerza a la que acababan de derrotar estaba principalmente compuesta por campesinos empobrecidos reclutados para luchar. Custodiando su escaso botín, las compañías regresaron a paso lento a las puertas de Gopalpore.

Como un enjambre de abejas revoloteando sobre los frutos caídos, las gentes de la ciudad corrieron a saquear a muertos y heridos.