Junio - When Doves Cry

Cuando quise darme cuenta, ya era partícipe de la inquietud que en las últimas semanas de primavera acecha a todos los estudiantes del último curso del bachillerato en Estados Unidos. Como un nativo más, me encontraba en el trance de buscar pareja para los dos eventos que marcaban el fin de la adolescencia académica: la ceremonia de graduación y el famoso baile de fin de instituto llamado Prom. De nuevo la realidad imitaba la ficción de tantas películas y series de televisión que ahora recordaba apelotonadamente; los que tenían novia mataban dos pájaros de un tiro y no sufrían este problema, que sólo padecíamos los lobos solitarios, también conocidos como colgados.

Fue Janine la que me libró de uno de los pesos. Al ver que no me decidía —en realidad temía que la sombra de Dave volviera a cubrirnos con su negro manto—, ella misma me propuso acompañarla en la ceremonia de graduación. Cuando me lo dijo eché en falta una gorra de béisbol en mi cabeza y unas serpentinas en mi bolsillo para lanzarlas al aire y subrayar mi alegría. Sólo me faltaba solucionar lo del Prom; como ya sabía que Janine sólo acudiría al baile del instituto de su novio, le pedí ayuda directamente:

—Tengo que encontrar a una suicida dispuesta a bailar conmigo toda la noche —declamé con falsa voz de Cyrano aunque me parecía recordar que esa frase se la había oído a Michael J. Fox en un episodio de Lazos de familia.

Rió con ganas mi comedia y yo la acompañé con unas carcajadas agudas y entrecortadas; cualquiera que pasara por allí podría haber jurado que en vez de reírme lloraba.

Algo de eso había.

Esa misma tarde Janine me había conseguido una candidata a la que, sutilmente —la discreción fue la única condición que le supliqué—, había preguntado si ya tenía pareja para el Prom. En efecto, a dos semanas del suceso carecía de tan necesario complemento; se llamaba Tracey Reeder.

—¿Tracey Reeder? No me suena…

—Seguro que la conoces; es animadora.

¿Cómo? ¡Ir al Prom con una animadora! ¿Dónde estaba la trampa?

No había trampa. Tracey estudiaba tercero de BUP y el baile de su promoción tendría lugar al año siguiente, por eso, aunque no se había ni molestado en asistir a este Prom, la posibilidad de ensayar su gran noche con un año de antelación era demasiado tentadora para una estudiante tan involucrada en la vida social del instituto. Con su habitual pericia, Janine se las arregló al día siguiente para que los tres coincidiéramos en el campus a la hora de la comida. Ellas se conocían desde hacía años; con la excusa de consultarle algunos datos sobre la ceremonia de graduación —las animadoras también colaboraban en la organización de dicho evento—, se presentó tirando de mí como de esos niños que no quieren ir al cole.

A pesar de unas piernas bien torneadas, Tracey no estaba en mi Top Five de cheerleaders, pero sí entraba entre las veinte mejores y por los pelos; teniendo en cuenta que había veintinueve animadoras en mi instituto, podía haber sido peor. Llevaba el pelo teñido de rubio —como bien me había avisado Janine en un gesto tan inesperado como arpío—, tenía espaldas de nadadora de largas distancias y a veces te miraba con un ojo totalmente bizco, avería que ella misma corregía cerrando los párpados con fuerza antes de enfocarte otra vez. Si bien su atractivo físico no resultaba impresionante —en un sentido positivo—, Tracey compensaba ese defecto con una desmedida amabilidad que la llevó a aceptar con presunto entusiasmo la invitación astutamente formulada por mi amiga —me había ordenado callar, escuchar y asentir cuando fuera conveniente— para que ambos fuéramos juntos al baile de marras. Intercambiamos nuestros teléfonos para ir adecuando los detalles y seguí a Janine hasta la cafetería como un perrín abandonado.

Pronto caí en la cuenta de que mi cita no era tan rara como pensaba; de hecho, Kurt y Troy acudían al baile con las hermanas Robeck, dos alumnas especialmente dicharacheras y simpáticas, muy amigas de la hermana de Troy. Rob y Steve no iban al Prom; no intenté entender las rarezas de Steve y estaba seguro de que Rob pasaba del idílico momentazo por una simple cuestión monetaria.

No tan simple.

Al enterarme, poco a poco, de los numerosos desembolsos que debía realizar cada pareja que asistía al baile, pronto asumí que el Prom era uno de los más fabulosos negocios del tinglado americano. Si hubiera un estudio serio e independiente sobre las repercusiones económicas de los miles de bailes de fin de curso que se celebran cada primavera, se vería que son causa directa del despegue económico de la nación. Con la evidente intención de preservar tan pingües beneficios, la tradición oral transmitía de generación en generación la idea de que el evento constituía una suerte de rito iniciático, de transición entre la adolescencia de instituto y la madurez universitaria, por eso era necesario que los imberbes vistieran esmoquin —en el peor de los casos, alquilado— y las mozas aparatosos remedos de Sissí emperatriz, eso sí, siempre nuevos y a estrenar.

Como la noche era tan especial, la cena debía ser de copete, de ahí que el pobre imberbe se viera en la obligación de empeñar un par de muelas de oro de su abuelo para pagar muchos dólares —cuantos más, mejor— por una cena más lujosa que opípara. Los más pudientes no escatimaban a la hora de alquilar una limusina con chófer que les salía por un riñón, total, tienen dos. Eso sin contar las entradas que había que pagar para asistir al baile —ya que suele celebrarse en el salón de algún club de campo— y los gastos que pudieran derivarse de una noche romántica que, en el caso de parejas más o menos consolidadas, incluyera motel de primera y otros dispendios.

Total, que la buena salud de las industrias textil, automovilística y hostelera del país dependía de la ilusión de miles de adolescentes que de esa manera sentían que entraban en una nueva y trascendente etapa de su vida.

Pensé en la fiesta, a secas, que habría en mi instituto de España nada más acabar el examen de Selectividad. Imaginé a todos mis amigos corriendo al bar para celebrar que por delante, fuera cual fuera la nota, había casi tres meses para rascársela.

Estuve un buen rato así, de pie, con la mirada perdida.

Pero unos días antes del Prom debíamos superar otra de las pruebas tribales que la sociedad estadounidense ha discurrido para dotar los dieciocho años de cada persona de un halo casi místico: la ceremonia de graduación. El Departamento de Difusión Costumbrista Norteamericana, a través de su eficaz división en Hollywood, había inundado mi esponjoso cerebrito de imágenes reconocibles que incluían toga oscura, bonete plano con borla y diploma de graduado, por lo que asistía a la preparación del evento con la ilusión del extra que participa en un rodaje y que sabe que tendrá unos segundos en pantalla. Por supuesto, para contribuir al mantenimiento del PIB del país, había que pagar el alquiler de la toga y el bonete.

La preparación incluía, dos días antes, el ensayo de la ceremonia; no me sorprendí al ver a Tracey Reeder, carpeta en mano, ayudando en la operación. El señor Powers nos fue llamando, pareja a pareja, para que nos colocáramos en fila de a dos cerca de la grada donde iba a tener lugar el acto; una vez allí, quietos y expectantes, nos invitó a recordar el sitio exacto que ocupábamos, la pareja que nos precedía y la que teníamos detrás, para que fuera en ese orden, y no en otro, en el que atacáramos el último suspiro de vida académica. Powers, nervioso como un flan ante la agonía de su mandato sobre nosotros, se liaba más de lo debido a la hora de explicarse aunque la operación no encerraba dificultad alguna: antes de llegar a la grada y ocupar nuestro asiento a razón de diez parejas por banco, debíamos atravesar el pasillo que varias alumnas de otros cursos formaban en nuestro honor. Una vez acomodados, esperaríamos turno para acercarnos al atril donde el señor Crosby nos entregaría el diploma y regresaríamos a nuestro sitio original. Simple.

Durante el ensayo había visto a mis amigotes diseminados por la grada; la pareja de Kurt era un compañero del equipo de lucha libre, mientras Troy y Steve iban juntos. Casi al final me di cuenta: ¿dónde estaba Rob? Al acabar el ensayo, todos los alumnos, hasta los más macarras del instituto, aplaudieron muy contentos y no pude evitar, de nuevo, imaginar una ceremonia similar en mi clase de España; me quedé en blanco.

Enseguida fui a por los libros de la siguiente clase. Mi taquilla, alejada del bullicio que se había formado alrededor del ensayo, se encontraba cerca de la valla que cerraba el perímetro del instituto; apoyado en ella, vi a Rob con la vista fija en una pequeña piedra que giraba entre sus dedos. Al llamarlo, se sobresaltó y me miró fijamente; avancé hacia él y, sin darme cuenta, empecé a soltar impertinencias:

—¿Cómo no has ido al ensayo de la graduación? ¿Quién es tu pareja?

Su gesto era tenso y sus ojos se iluminaron ligeramente, lo justo para que un estremecimiento helado me recorriera la columna al darme cuenta de lo que iba a contarme:

—No me gradúo, tío —dijo lanzando la piedra lejos de sí.

No supe qué decir. Debería haberle preguntado qué había pasado, qué iba a hacer, si repetiría curso o qué, pero una vergüenza muy poco amistosa me impidió abrir la boca. Esa falta de confianza me hizo comprender que una de las personas con la que más horas había pasado en California era un total desconocido para mí.

—No me importa, ¿sabes? —añadió con los ojos encharcados—; no me importa una mierda lo que digan estos hijoputas —sentenció señalando los despachos del instituto.

—No te preocupes, tío… —dije con cara de funeral antes de darle una palmada en la espalda.

Me miró, creo que agradecido. Mi mano había quedado depositada en su hombro. Aunque Rob no era una persona predispuesta al roce y yo era español, la sombra de un abrazo se cruzó entre nosotros. Fue sólo un instante, porque al momento Rob se incorporó, ocultó el rostro con las palmas de las manos y las retiró súbitamente, como arrancándose la pena de la cara.

—Bueno, ¿y este viernes qué hacemos?

Estaba viviendo demasiadas emociones en pocos días y me costaba reconocer que aquel teatrillo —graduarme con Janine, ir al Prom de pingüino, apurar mis últimos días en California— me afectaba más de lo debido. Llegué a casa con la idea de tumbarme frente a la tele, esperando que la rutina devolviera serenidad a los acontecimientos que se precipitaban. Me tragué sin sobresaltos The Reflex de Duran Duran, el vídeo que la MTV emitía esa semana a todas horas, pero después arrancó el Time After Time de Cyndi Lauper, cantante que ya era objeto de mis odios irracionales. En cualquier caso, el horror era finito; lo bueno de una cadena que dedicaba las veinticuatro horas del día a la música era que los espantos sólo duraban tres o cuatro minutos. Sólo hacía falta paciencia para que apareciera algún videoclip que mereciera la pena. Justo cuando empezaba el pizpireta, colorista y siempre bienvenido You Might Think de los Cars, escuché la llave que abría la puerta principal seguido del habitual «hoooola» de Betty; instintivamente, me incorporé con rapidez mientras cambiaba con el mando a distancia a un canal de documentales. Aunque las aguas entre ella y yo, centímetro a centímetro, habían vuelto a su cauce, dicho disimulo era un acto reflejo desarrollado desde la gran bronca de la viuda. Betty me miró sonriente, tan mono, tan sentadito en el sofá con la espalda recta y los pies juntitos, tan atento al documental sobre la confección de edredones patrióticos en Wisconsin que su alma metodista se reblandeció como una caja de cartón expuesta a lluvia intensa.

—Joe —dijo con tono zalamero—, realmente me encantaría que el próximo domingo vinieras a la iglesia con Phil y conmigo.

Contesté que cómo no, faltaría más, que eso ni se pregunta, a ver, hombre, que voy encantado de la vida, tralará.

Me miró complacida, con una de sus frecuentes y amables sonrisas, pero a mí me parecía estar viendo sus pensamientos subtitulados: «Hay que ver lo suave que andas ahora, pequeño cabrón. Ojalá no hubiera esperado tantos meses para echarte una buena bronca».

El domingo me puse mis mejores galas —a estas alturas sólo me quedaba una camisa que no pareciese infecta— y me uní a la caravana metodista con una alegría desbordante totalmente injustificada. Una vez acomodado en el Buick, pensé que mi alborozo se debía a que aquel servicio religioso era el último al que asistiría antes de regresar a España, aunque dicha certeza, fiel a mis altibajos emocionales, me sumió en una tristeza inesperada.

Después de recibir muchos saludos y gestos de sorpresa al verme de nuevo en la parroquia, me acomodé en uno de los bancos dispuesto a soportar, junto a los entusiastas feligreses, el asfixiante calor y el plomizo sermón. El reducido espacio y la cantidad de gente nos obligaba a permanecer muy unidos, no en sentido religioso sino estrictamente físico, por lo que no cabía ni un folio entre los hombros de los que nos habíamos sentado; al no poder despegar los brazos del torso, noté cómo se me humedecían las axilas y supuse que lo mismo estaría ocurriendo con todos los sobacos metodistas.

Al cabo de diez minutos, la suposición se convirtió en certeza; un espeso olor a humanidad inundó el local. Me entretuve en imaginar que de cada una de aquellas concavidades formadas entre el arranque del brazo y el cuerpo surgía un aroma tan visible como el de las tartas de manzana que aparecían en los dibujos del oso Yogui. La diversión duró muy poco; despistado como estaba, y sin haber escuchado con atención una sola palabra del reverendo McCain, no sabía a qué venían los aplausos de los asistentes, que, además, parecían mirarnos a nosotros, concretamente a Phil y a mí, mientras él se levantaba del banco con una sonrisa, y yo miraba a Betty, que me animaba a imitar a Phil, que ya se dirigía al pasillo, mientras todo el mundo aplaudía y yo estaba de pie sin saber por qué, y los del banco de atrás me daban palmadas y algunos la mano y una anciana con sombrero ridículo me abrazó como si quisiera partirme en dos, y al otro lado de la iglesia, vi que otra chica —a la que no conocía ni de vista— también se levantaba y caminaba hacia el pasillo, en el mismo instante en que McCain gritaba por el micrófono el nombre de Phil, después el mío y por último el de aquella joven, supongo, porque ella también sonreía y parecía recibir la ovación con agrado, y yo miraba perplejo a aquella gente tan contenta de que yo me hubiese levantado y les sonreía con una mueca de terror, siempre detrás de Phil, que ya caminaba a la tarima conmigo detrás y detrás de mí la chica, donde el reverendo nos esperaba aplaudiendo y también sonriendo como si fuera el presentador de La ruleta de la fortuna, ¿dónde está mi cámara?

Por dios, ¡que alguien detenga esto! ¡Que suene ya el despertador!

Cesaron los aplausos y volvió el silencio a inundar el bochorno. McCain cogió de nuevo el micrófono, miró complacido el trío de jóvenes promesas a su lado y, sin saberlo, me aclaró el lío en el que estaba metido:

—Como os venía diciendo, es un orgullo para esta comunidad contar con tres jóvenes que esta misma semana se gradúan en el instituto…

Volvieron los aplausos. Apareció la señora McCain en la tarima y nos encasquetó a cada uno un ramo de flores que nos convertía, como poco, en damas de honor de Miss Kentucky. Tenía ganas de gritar: «Basta ya de tonterías, ¡por el amor de dios, sólo es un COU!», pero decidí que lo mejor era disfrutar de aquel absurdo momento de gloria, así que alcé mi mano y saludé como si fuera el gobernador del estado en campaña, al fin y al cabo, ¿qué más podía pasarme?

—Joe, seguro que a todos los presentes les gustaría que comentases lo que ha significado este año para ti.

Se hizo un silencio denso, expectante, como si Frank Sinatra fuera a cantar el himno nacional antes de un partido de los Yankees. Acerqué el micro a la boca lentamente y separé los labios, pero ni una palabra salió de ellos. Observé a la anciana que antes me había abrazado; estaba sentada al borde del banco, inclinada hacia delante, con las cejas alzadas y una mano ahuecada alrededor de la oreja para oír mejor mis palabras.

—Ha sido… ¡un gran año! —grité intentando contagiar júbilo. Esperaba que volvieran los aplausos, que una explosión de alegría religiosa inundara el templo, que un coro gospel surgiera a nuestras espaldas y entonara el Please, please, please de James Brown para que yo mismo cayera de rodillas y el reverendo saltara a protegerme colocándome una capa de lentejuelas sobre los hombros y yo me pusiera en pie, arrancara la capa de un manotazo y volviera a gritar entre los desmayos de las ancianas de la primera fila:

—¡Un año enorme!

Tampoco la segunda vez obtuve el efecto deseado. McCain me quitó amablemente el micrófono, con la misma delicadeza con la que se le quita un cuchillo a un maníaco depresivo y le hizo una pregunta similar a Louise —así se llamaba la tercera en concordia—, que no vaciló ni dudó a la hora de largar un discurso de agradecimiento, paz, amor y verano soleado que ya quisiera el gobernador de California para su campaña. Cuando llegó el turno de Phil, yo ya me sentía el más tonto de los tres, por eso su impecable dicción, sus buenas maneras, la perfecta construcción de sus frases y la armoniosa elaboración de contenidos —entre los que no faltaba una referencia a la gratificante experiencia que había supuesto compartir un año de su vida con un estudiante extranjero— no hicieron más que hundirme como un clavo en un tablón de mantequilla. A la salida del acto, varias ancianas se acercaron a saludarnos. A Phil le daban la mano y a mí me besaban en la frente con la compasión escrita en sus rostros.

Catarro y California no son palabras que suelan aparecer en la misma frase. Eso pensaba en aquella espléndida mañana de junio mientras el señor Campbell hacía honor a su apellido ofreciéndonos una sopa de vaguedades históricas con recíproca apatía. Aunque faltaban unos días para que llegara el verano oficial y académico, ya estábamos en la mejor estación del año climatológicamente hablando. Y a pesar de encontrarme en medio de la tierra de las mil danzas, llena de sol y surfistas, vivía ajeno al decorado; sólo sentía que me dolían la cabeza, las rodillas, los gemelos y los hombros, por ese orden, y que además padecía un paradójico calor helado que temblequeaba en mis huesos y que, a ratos, parecía molar y todo.

Un catarro. En California.

Me sentía el ser más desgraciado del estado, que era como decir del planeta. No sé qué cara estaría poniendo para que el mismo Campbell interrumpiese su monólogo e hiciera que toda la clase me observase atentamente:

—Joe, ¿te encuentras bien?

Debía de llevar un buen rato con la boca abierta, los ojos entrecerrados y la mirada ausente. Entre otras intuiciones, lo noté porque al cerrar los labios tuve que sorber sonoramente un grueso hilo de baba que estaba a punto de hacer puenting desde mi barbilla hacia el libro de historia, abierto en medio de la mesa.

—No me encuentro bien… Creo que estoy enfermo —declamé con lentitud, asombrado de lo convincentes que suenan las excusas cuando son verdad.

—Toma —dijo garabateando un pase—, vete a ver a la señora Ceseski.

Me levanté despacio, no por mantener la tensión dramática, sino porque el cansancio había convertido mis extremidades en piezas de plomo macizo. Arrastré mis pies de plomo hasta el profesor y sujeté el papel con las yemas del pulgar y el índice. En pleno delirio, intentaba retener los movimientos y los gestos de mi debilidad por si me fueran de utilidad en futuros catarros fingidos, sin darme cuenta de que apenas me quedaban diez días de instituto antes de ingresar en la anarquía universitaria, libre de listas de asistencia.

La señora Ceseski, una cincuentona cortada por el habitual patrón del preámbulo californiano a la tercera edad, se encargaba del dispensario. Era la primera vez que entraba en aquella pequeña habitación y me alegré de que no lo hubiera necesitado en todo el año; una urgencia en aquella clínica Feber habría supuesto una muerte segura, lenta y dolorosa entre paredes rosáceas.

—Tienes fiebre; no mucha, pero la suficiente para enviarte a casa —diagnosticó con el termómetro en la mano, como si la comprobación le causara cierto desánimo, tan acostumbrada como estaba a detectar teatrillos de todo tipo.

Ella misma, tras decirle al jefe de estudios que el Hospital Central de Catworth se quedaba momentáneamente sin enfermera jefe, me llevó en su coche hasta Carpet Drive. Al iniciar la marcha, pensé que también era la primera vez en todo el año que hacía ese recorrido a esas horas de la mañana. Pronto dejé de pensar; apoyé mi cabeza contra la ventanilla, cerré los ojos y me dediqué a escuchar cómo la señora Ceseski se cansaba de intentar una conversación. Le costó, que yo recuerde, tres preguntas triviales sin respuesta alguna.

Cuando llegamos, la enfermera conductora depositó delicadamente su mano sobre mi hombro en la más mínima expresión de agitación que haya conocido ningún ser humano.

—Joe…

Ya sabía que estábamos delante de casa, pero pensar en todas las tareas que me separaban de la cama anulaba mi voluntad de ponerme a ellas; tenía que abrir los ojos y la puerta del coche, andar un poco, franquear la entrada, hablar con Betty —si es que estaba—, dirigirme a la habitación, levantar la sábana e introducirme en el lecho de agonía, descanse en paz, amén.

—¡Joe! —gritó inesperadamente la doctora Cacatúa acentuando la presión en mi maltrecho hombro.

Le dirigí una mirada de odio con los ojos inyectados en sangre, aunque dicho atrezzo fuera secuela inequívoca de mi estado febril más que un signo de malevolencia, y volví la vista hacia la casa de los Johnson.

En la rampa del garaje había un coche desconocido para mí.

Iba a decirle a la Ceseski que se había confundido de casa, de calle, de ciudad, quizá de país. También pensé que su coche era una carroza camuflada, que ella misma era un ángel, que yo me había muerto en clase de Historia con un hilo de baba colgando de la boca y que ahora volvía del más allá en un maltrecho Ford para ver cómo era el mundo sin mí.

—¡Venga, hombre! —apremió sin asomo de compasión.

Abandoné el carromato de aquel demonio —su último tono de voz me había animado a mudarle la condición celestial— y me enfrenté a la casa que, en efecto, era la misma en la que llevaba viviendo diez meses. ¿Qué hacía aquel coche allí? El vehículo era un Mustang viejo y oxidado, tenía la puerta del conductor de un color distinto al resto, el salpicadero lleno de papeles arrugados, las ventanillas traslúcidas debido a la acumulación de sucesivas capas de porquería, el tubo de escape colgando y una pegatina amarilla en el parachoques trasero con un enigmático mensaje: LA MÚSICA COUNTRY LO ES TODO. Aquel trasto no era propio de Carpet Drive, ni siquiera de aquella zona de San José: ¿por qué estaba aparcado delante de la casa de los Johnson?

En otras circunstancias habría tomado alguna precaución como largarme a dar una vuelta o fisgar por el ventanal del salón en previsión de males mayores —como que el coche perteneciera a un asesino psicópata de gira por el país—, pero la fiebre tiró de mí hacia la puerta de forma insensata y decidida. Con tal de meterme en la cama a dormitar y gemir bajito, no me hubiera importado encontrarme en casa al mismísimo Freddy Kruger.

Ojalá.

Lo que tiene la fiebre es que te hace andar pausadamente, con sigilo, como si cada paso fuera a quebrarte los huesos, por eso Betty no me oyó llegar a la puerta, ni escuchó mi llave deslizándose en la cerradura, ni me sintió hasta que ya estaba dentro, en el pequeño recibidor con vistas al salón. La vi sentada en el sofá, a cierta distancia de un señor cuyo rostro —con ojeras y barba de varios días— me resultaba lejanamente familiar. En ese momento Betty tenía su cartera sobre el regazo y le entregaba varios billetes al visitante, pero al verme se incorporó apresuradamente mientras su invitado, igualmente azorado, hacía una pelota con los dólares y los guardaba en el bolsillo del pantalón.

Nos quedamos los tres callados; por una vez, fui yo quien rompió la incomodidad:

—Estoy fiebre, tengo enfermo —balbuceé atropelladamente en un amago de dirigirme a mi habitación.

Digo amago pues me detuve al pensar que Betty querría presentarme a aquel individuo cuya cara demacrada seguía sonándome y que, por cierto, parecía tan confundido como yo. Para mi sorpresa, Betty permanecía estática, más bien paralizada, así que sonreí al extraño, musité una disculpa y me retiré a la cama.

La fiebre, unida a la inminencia de mi ingreso en el paradisíaco lecho, me impedía pensar con claridad, pero los aspectos más extraños de la escena que acababa de contemplar no encajaban en la forma de ser y actuar de la viuda metodista. Calibré la posibilidad de que aquel tipo, a pesar del coche cutre, fuera fontanero o electricista; eso explicaría lo del dinero, pero el hecho de que Betty no me lo hubiera presentado le confería una categoría rara, confusa, absurda.

De pronto, un golpe de calor que no tenía nada que ver con la fiebre me sacudió el pecho. Ya sabía de qué me sonaba aquella cara. Esos ojos caídos, la boca irregular, la nariz, el cabello en versión canosa… ¡Era la de Phil con cuarenta años más! Un momento; no. No y no. Desvariaba. Repasé los escasos datos que tenía sobre el señor Johnson; Lori me había dicho claramente que su padre había fallecido debido a un cáncer, pero enseguida rebatí que había hecho aquella confesión bajo presión, así que bien podría haberse inventado una mentira piadosa. Rebobiné hasta recordar las palabras exactas de Phil y una nueva ola febril me abrasó la frente; él había dicho «se nos fue», expresión que yo interpreté como frase hecha para evitar el más directo «se murió», ¿había intentado decirme algo entre líneas? Lamenté mi torpeza y falta de atención hacia otros detalles que se me pudieran haber escapado; revisé atropelladamente mis paupérrimas pesquisas, volví a las fotos ocultas, a las conversaciones con Betty, a los pequeños gestos… Nada. No había ni un solo indicio que apuntara a que el señor Johnson siguiera vivo, aunque enseguida argumenté que tampoco tenía pruebas de su fallecimiento. Lamenté que mi naturaleza dispersa y poco amiga a nadar cómodamente en las aguas de la aflicción ajena no me hubiera empujado a haber profundizado en el misterio.

Intenté calmarme. Ese hombre no podía ser el marido de Betty, era una mentira demasiado grande y extraña para que yo la estuviera viviendo. Quise creer que se trataba de su hermano Bob, súbitamente avejentado por un traumático divorcio. O sólo se trataba de un mendigo que pedía limosna de casa en casa con su viejo Mustang y al que Betty atendía debido al extraordinario parecido físico que guardaba con su marido. Absurdo. Repasé la teoría del fontanero; igual no me lo había presentado porque era un inmigrante sin papeles… Deseaba con todas mis fuerzas convencerme de que aquel hombre no podía ser el padre de Phil, pero lo único que pensaba era: «Dios mío, ¿por qué me han ocultado que el señor Johnson sigue vivo?».

No pude torturarme mucho más porque enseguida escuché cómo se abría la puerta de la calle. Agudicé mi oído de Orzowei —incluso levanté la cabeza de la almohada—; lo único que escuché fueron unos pasos sobre la gravilla y el carraspeo del Mustang mientras se alejaba.

Un espeso silencio inundó la casa.

Me había olvidado de la fiebre y del cansancio; estaba inmóvil en la cama intentando averiguar por vía acústica qué hacía Betty. Al cabo de unos interminables segundos sentí sus pasos en dirección a mi habitación; cuando llamó dos veces en la puerta, mi corazón empezó a saltar entre las costillas como un saltamontes encerrado en un tarro.

—¡Sí! ¡Adelante! —grité para transmitir amable jovialidad.

—¿Estás bien? —preguntó al entreabrir la puerta.

—Sí, sí, mucho mejor, muy bien, bien —redundé en mi afán de normalizar la tensión, como si ese par de minutos en la cama hubieran obrado un milagro.

—¿Necesitas algo? —preguntó con un tono grisáceo en la voz.

—Nooo, no, ¡qué va! ¡Muchas gracias!

Pensé que hablar a gritos no era la mejor manera de disimular mi vergüenza y turbación, pero era incapaz de domar mis emociones y éstas habían decidido liberarse dando voces. Cuando Betty entró en la habitación y se sentó al borde de la cama, de buena gana habría empezado a chillar como una actriz de segunda en una peli de terror.

—Joe…

Ahí se quedó. Parecía abatida, aplastada por una pena superior que le impedía encontrar las palabras adecuadas. Sentí una sincera lástima y lamenté ser causa indirecta de su abatimiento; al fin y al cabo, si yo no estuviera en California, no se vería obligada a dar explicaciones a un extraño. Yo permanecía tumbado con la sábana a ras de cuello; sólo se me veían la cabeza y las manos, firmemente agarradas al embozo. Al darme cuenta de que tenía los dedos blancos de tanto apretar, aflojé la fuerza prensil y, por extensión, relajé todo el cuerpo. También decidí aliviarle a Betty la carga que la afligía:

—Era el señor Johnson, ¿verdad?

Estaba tan atento a la reacción de Betty que si alguien hubiera estallado un globo al otro lado de la cama me habría encaramado de un salto a la lámpara del techo. Ella asintió levemente, mantuvo la mirada perdida en el suelo un par de segundos y me miró a los ojos; parecía que tomaba fuerzas para explicarse, pero volvió el silencio de antes mientras un machacón «¿por qué?» brincaba dentro de mi cráneo como una de esas pequeñas pelotas de goma pensadas, precisamente, para botar alocadamente. Juraría que la pregunta no llegó a salir de mis labios, pero quizá la mezcla de fiebre, taquicardia y curiosidad confundió mi frontera entre pensamiento y habla, la cosa es que Betty decidió contarme de un plumazo las líneas maestras de su historia conyugal.

Anthony Johnson (por fin conocía su nombre de pila) había sido un buen marido. Era director de ventas en el área de Los Ángeles de una multinacional de papelería; aunque el trabajo le obligaba a pasar varios días laborales fuera de casa, siempre dedicaba los fines de semana a su mujer e hijos. La familia prosperaba, la vida iba bien. Pero todo se quebró inesperadamente el día en que alguien del banco se presentó en casa de los Johnson con una orden de embargo. Betty supo entonces, de golpe y porrazo, que el padre de sus hijos llevaba años jugándose hasta las pestañas en el póquer, bebiendo más de la cuenta y, lo que era aún peor, manteniendo un piso en San Diego en el que vivía su amante. Se las había arreglado para ocultarle a su mujer una doble contabilidad; una dedicada a la familia y otra a los vicios. La vida de Betty se desmoronó como un castillo de naipes. Se sentía culpable de no haber detectado a tiempo los cabos que ahora ataba entre lágrimas; siempre achacaba las pequeñas evidencias de que algo iba mal al estrés de su marido. Acabó sumida en una profunda depresión que superó tras dos años de tratamiento. Cuando ella y sus hijos se mudaron a San José, había decidido dar por muerto a aquel desgraciado; aunque era consciente del infantilismo de la decisión, le servía como terapia de superación y le evitaba tener que explicar en su nuevo entorno el calvario de su candidez. De ahí que no dudara en marcar la X de «viuda» en el formulario que yo había recibido.

En ese punto volvió a callarse y me miró fijamente, no sé si calibrando el impacto de tamaña revelación o tomando aire para explicarme qué hacía Anthony en su salón. No pude apartar mis ojos de los suyos, aunque me habría encantado. Por primera vez en diez meses, Betty me miraba de adulto a adulto. Por fin, como atendiendo a la súplica escrita en mi mirada, retomó la palabra:

—La cosa es que en los últimos años mi marido ha rehecho su vida. Lo sé gracias al reverendo McCain, que está en contacto con una iglesia de San Francisco a la que Anthony acude regularmente; no bebe, no juega e intenta llevar una vida digna. Ha perdido todos los contactos empresariales que tenía, pero sobrevive haciendo chapuzas y trabajos en el muelle. Es difícil, ya sabes, por eso muy de vez en cuando le ayudo con algo de dinero…

Betty aspiró profundamente en lo que parecía un preámbulo de llanto, pero logró dominar la emoción cerrando los ojos y expirando con tranquilidad antes de continuar muy seria:

—Joe; nadie sabe que le doy dinero a Anthony. Es algo muy puntual y esporádico, pero, al fin y al cabo, es el padre de mis hijos. Jamás podré perdonarle lo que hizo, pero intenta ser un buen hombre y mi deber cristiano es ayudarle.

Se me ocurrían varios argumentos en contra, como por ejemplo, que Betty tenía un grave problema de adicción a su marido, pero no los habría expuesto ni bajo tortura.

—Es importante que Lori y Phil no sepan nada de esto —añadió finalmente bajando la vista.

Por supuesto que no iba a decir nada, no sería capaz de ninguna manera. Quería hacérselo saber para agradecerle la confianza que había tenido en mi discreción; así sentía que, de alguna manera, le devolvía el absurdo sacrificio que había hecho teniéndome aquel año bajo su techo.

—No diré nada, no te preocupes —añadí con la gravedad propia del trance.

Me lo agradeció con una leve sonrisa, como si su ruego hubiera sido una petición retórica y en realidad supiera que podía confiar en mí. También pensé que la proximidad de mi partida me convertía en un confidente inocuo, una especie de válvula de escape para esa pequeña traición que sus hijos ignoraban.

—Gracias —susurró antes de incorporarse y salir de la habitación cerrando la puerta delicadamente tras de sí.

Permanecí inmóvil. La sobredosis de información, dudas, preguntas y certezas que giraba en mi cabeza formó una noria que echó a rodar conmigo dentro. La percepción del mundo que me rodeaba se fue ablandando poco a poco.

Me dormí. Profundamente.

Por fin llegó la graduación. El día anterior nos habían entregado una toga azul oscuro y un bonete a juego con borla en amarillo y burdeos —los colores de Catworth—. Temiéndome lo peor, había tenido la previsión de averiguar quién iba a leer los nombres de cada estudiante para, de esa manera, poder instruirle en la correcta pronunciación de «Pepe». Hice bien; al señor Peterson, encargado de tan importante tarea, le costó cuatro o cinco «Pipis» antes de dar con el adecuado tono castizo.

Pensé que el sol lucía como nunca, y al pensar eso, me di cuenta del ingenuo optimismo que me invadía; el sol lucía como lo venía haciendo desde marzo, aproximadamente. Con la toga y el bonete en su sitio me dirigí al vestíbulo desde donde se suponía debíamos partir hacia la grada; allí encontré a Janine, guapísima, maquillaje y peluquería para la ocasión, que, a pesar de mi desproporcionado saludo, me recibió con una frialdad desconocida.

—Dave está entre el público —me dijo entre dientes.

No hizo falta que dijera más. De hecho, no volvería a pronunciar otra palabra en toda la ceremonia; por lo visto su novio había reaccionado de forma tosca y poco amigable al enterarse de que yo sería su compañero de graduación. Por Janine sabía que Dave medía un metro noventa centímetros y que jugaba al fútbol americano que era un primor; decidí que mejor evitar los problemas, no fuera a lesionarse los nudillos contra mi nariz de roca y se echara a perder una carrera deportiva por un quítame allá esa novia. Con esas mismas palabras se lo hice saber a mi amiga, lo que arrancó su última sonrisa del día mientras nos acercábamos al pasillo que debían formar las amables estudiantes de otros cursos.

Un momento.

El pasillo humano estaba allí, sí, pero las otrora alumnas de Catworth se habían convertido en una especie de representación medieval de ópera de tercera; todas llevaban vestidos ligeros, vaporosos, de falda larga a base de gasa y escote prudente. El pelo iba recogido y adornado con florecillas, a todas luces naturales. Y lo más sobrecogedor; cada una de ellas sostenía medio aro cubierto de hojas y hierbajos silvestres cuyo otro extremo sujetaba la ninfa de enfrente. Observé el rostro de mis compañeros; yo parecía ser el único al que le daba vergüenza aquello, o quizá era yo el que peor lo disimulaba, o puede que el sentido del ridículo español fuera en realidad una enfermedad congénita, la cosa es que avancé bajo aquella rosaleda improvisada con la borla de aquí para allá y las nalgas prietas por aquello de liberar turbación y sonrojo.

Ya sentados, Janine no me miraba ni de reojo y yo evitaba la grada de enfrente, repleta de familiares, por si entre ellos veía a un gigantón con camiseta de los Rams señalándome con una navaja albaceteña, pues quién me decía a mí que no hubieran comenzado ese mismo año las importaciones de tan afilado instrumento. Una avioneta publicitaria pasó por encima de nosotros arrastrando un enorme cartel en el que se leía:

¿Quién era Matt? No me atrevía a preguntarle a Janine pero, afortunadamente, el tío detrás de mí se preguntó lo mismo en voz alta y su novia le contestó que se trataba de Matt Miller, cuyo padre era millonario. El dato me tranquilizó en gran medida, ya que explicaba de manera feliz el dispendio al que acabábamos de asistir, en vez de que el padre de Matt viviera de fumigar campos de maíz y se hubiera desviado esa mañana de su ruta con el cartelón de marras. Con asombrosa precisión telepática, el tipo detrás de mí también expresó en voz alta mi siguiente pensamiento:

—Pues no he oído hablar de él en todo el año.

Las ganas de identificar al tal Matt me entretuvieron durante el soporífero discurso del señor Crosby y el adormecedor plomazo leído por Tina Barlow en representación del alumnado. Finalmente, el señor Peterson comenzó a llamar por su nombre a cada uno de los graduados para que se aproximaran al atril y recibieran, de manos del director, el diploma encuadernado con tapa roja. El primero de todos era mi buen amigo Tim Holley, el compañero del equipo de fútbol que me había llevado a ver a Police, así que aplaudí con ganas, grité como un poseso, silbé y no salté por evidente riesgo de precipitación al vacío que separaba la grada del suelo.

Pero no fui el único.

Todo el público presente en ambas gradas vitoreaba a Tim, el querido y admirado Tim: compañeros, alumnas, madres, padres, novios, profesores y abuelos ovacionaban al héroe local, seguro que hasta el de la avioneta —que volvía a sobrevolar nuestras cabezas— soltó los mandos un momento para aplaudir.

Y entonces me invadió el pánico; ¿qué sucedería cuando llegara mi turno?

Los siguientes graduados recibieron una ovación aceptable; de vez en cuando la intensidad subía dependiendo de la popularidad del homenajeado, pero, en contadas ocasiones, los aplausos arrancaban tímidos y la vergüenza ajena de los que estábamos sentados removía las conciencias para aumentar el bullicio y simular regocijo. Yo era uno de los más activos en redoblar esos aplausos de prórroga por si yo mismo los necesitara en mi momento de gloria. El turno ya había llegado a los alumnos sentados delante de mí; fue justo entonces cuando el señor Peterson gritó alto y claro:

—¡Matt Miller!

Se hizo el silencio. Yo mismo me quedé callado, sin reaccionar, porque el tipo que se estaba levantando sólo me sonaba vagamente. Tampoco parecía tener familiares, pues desde enfrente no llegaba ni un ay —y aquéllos sí que eran insobornables—; Matt se dirigió con rapidez al atril en medio de un silencio atronador. Se notaba que él, más que nadie, quería que aquel trance pasara lo más rápido posible, sobre todo, cuando la avioneta volvió a volar, más baja y ruidosa que nunca, ondeando la inútil felicitación.

Supliqué al cielo que no me ocurriera lo mismo —pensando en el silencio, no en la avioneta— y de puro nervio me agarré las rodillas con fuerza hasta que los dedos se me quedaron blancos; los de la mano por hacer fuerza y los de los pies por falta de riego.

Cuando Peterson gritó mi nombre, me levanté como un resorte; dos filas más atrás, Troy y Kurt empezaron a gritar y vitorear, Phil y su club de ciencia se unieron a la bulla y cuando Tim Holley se levantó y agitó el puño en el aire, medio Catworth le siguió en el empeño.

Y yo, que me creía inasequible al desaliento, llegué hasta el señor Crosby con la piel de gallina.

A partir de ahí el único hecho reseñable en la ceremonia sirvió unas carcajadas en bandeja a la concurrencia y me llenó de un gozo absurdo, sólo explicable por la estéril alegría que producen las venganzas en frío; Karen Pastene, como animadora que llevaba el ánimo en el alma, se había empeñado en soltar una paloma blanca tras la entrega del último diploma como símbolo de… yo qué sé. La cosa es que Karen, con ese intransferible optimismo que caracteriza a las animadoras emprendedoras, pensó que para el pobre animal no habría mejor habitáculo, ni más confortable, que una caja de cartón agujereada, a pesar de los treinta grados que nos tostaban los bonetes. Y sin pertenecer a la familia de los colúmbidos, bien puedo imaginar el trastorno del inocente pichón sometido a dicho encierro mientras fuera de la caja se oían ovaciones intermitentes y una avioneta ocasional. La cosa es que cuando Karen decidió soltar la paloma, ésta echó a volar de forma harto desordenada; en su fuga a quién sabe qué parajes, el ave liberó parte de su estrés en forma de hez acuosa a través de la cloaca que a tal efecto poseen estos animales, yendo el íntegro contenido de tal envío a parar a la toga de Brian Long, el jugador que había forzado mi expulsión del equipo de fútbol.

Cuando vi que las entrañas de la paloma descansaban sobre Brian, casi me di de codazos hasta situarme en una posición en la que no le quedara más remedio que mirarme a los ojos. Le aguanté la mirada con la más cínica de mis sonrisas mientras él no sabía si matar a Karen, romperme la cara, ir a por la paloma o enfrentarse a todos los alumnos que se reían a mandíbula batiente.

El siguiente peldaño en la escalinata de mi despedida era el famoso Prom. Tras consultarlo con Janine, decidí hablar con Tracey de hombre a animadora; mis posibles a fecha de junio eran más bien imposibles, a ella no la conocía, yo a ella se la sudaba y después del baile de fin de curso no nos volveríamos a ver en la vida, ni siquiera nos escribiríamos una postal. Bien, no se lo dije con esas palabras, pero sí empleé un discurso firme, serio y maduro que había ensayado y corregido varias veces. Le dije que me había planteado seriamente prescindir de la juvenil algarabía que rodea dichos bailes debido a mi precaria disponibilidad económica, pero que una especie de extraño mecanismo de autodefensa me obligaba a asistir al Prom, como un americano más, para vivir una experiencia única; en ese punto, me lancé a enumerar muchos de los argumentos que, generación tras generación, consolidan el baile de fin de curso como hecho irrenunciable. Hubiera seguido con mi rollito, pero Tracey me interrumpió:

—Joe, lo entiendo; no es necesario que me invites a cenar.

¡Bien!

—¿Y el coche? —pregunté por si acaso.

—Lleva el que quieras, no me importa, de verdad.

—Gracias, Tracey, ¿y la entrada del baile?

Había que aprovechar las rebajas.

—Bueno —la entonación aquí no fue tan entusiasta y desprendida—, yo pagaré la mía.

—Tracey, eres un cielo, gracias, gracias…

Tenía cuerda para otros dos «gracias» por lo menos, pero Tracey soltó un «hasta luego» desganado y colgó.

De momento el Prom me iba a salir por cuarenta y cinco dólares del esmoquin alquilado, más quince pavos de gasolina y otros quince para la entrada. No estaba mal teniendo en cuenta los trescientos que se iba a pulir Phil. Así se lo comenté un día antes a la sensata Janine, quien, con su habitual presteza para evaluar situaciones, añadió un gasto con el que no contaba:

—¿Y qué me dices del bouquet?

Repasé mi diccionario mental; la B estaba vacía.

—El bouquet —repitió mi amiga—. ¡Las flores! —exclamó viendo que sufría una de mis habituales crisis de retardo neuronal.

Mi teoría del endeudamiento compulsivo para celebrar el fin del instituto se reforzaba con un nuevo gasto con el que no contaba; era costumbre tradicional —por supuesto, se desconoce en qué momento de la evolución americana se impuso semejante hábito— que el chico adquiriera un bouquet de flores y se lo entregara a ella en el momento de recogerla para que lo luciese en su muñeca con despreocupado donaire.

—Y eso tienes que comprarlo tú, ni sueñes proponerle a Tracey otra cosa —atajó Janine.

Cuando le conté mi pena, Phil se hizo partícipe de mi relativa angustia y me trasladó él mismo a la floristería donde había encargado ¡dos semanas antes! —¿por qué nadie repartía folletos informativos para extranjeros explicando estos manejos?— el bouquet que adornaría la muñeca de su amiga al día siguiente.

En la tienda, una amable señora me regañó zalamera por haber dejado un detalle tan importante para última hora mientras yo le decía la verdad: que venía de otro planeta, que sólo llevaba diez meses en esta civilización y que era imposible que me enterara a tiempo de que las chicas que van al Prom necesitaban un aporte extra de oxígeno adosado a su muñeca. Ajena a mis desvelos, la señora desplegó ante mí un catálogo tamaño códice y lo abrió por su última página, la que mostraba bouquets que parecían oasis; no sólo temía perder de vista a mi pareja si se colgaba del brazo semejante vergel, sino que no estaba dispuesto a pagar los ochenta dólares que figuraban en lo alto de la página. Directamente, pasé todas las hojas hacia la derecha y señalé uno de los fotografiados bajo el rótulo de 18 dólares.

—Mañana lo tendrás listo —añadió sin ocultar su decepción.

—¿Quieres un poco más de ponche?

Juré mentalmente que si Tracey me hacía de nuevo esa pregunta saltaría como un tigre y la estrangularía allí mismo, cerca de la pista de baile, la pista del baile de la promoción del 84, a la que yo pertenecía con franca indiferencia. Eran las once de la noche y ya llevábamos un par de horas metidos en el selecto club de San Andrés —una hora larga de trayecto en dirección Walnut— escuchando una selección de grandes éxitos MTV. Cada media hora, aproximadamente, sonaba el All Night Long de Lionel Ritchie, tema que el Consejo de Ancianos de Catworth había escogido como lema de este Prom y que adornaba cualquier superficie capaz de ser estampada: entradas, lazos, globos, copas —con la entrada nos regalaban una por barba—, carpetas y hasta servilletas de papel. También cada media hora, más o menos, Tracey abandonaba la pista de baile, se dirigía a la mesa que yo ocupaba al borde de la pista y me preguntaba si quería más ponche; las tres primeras veces dije que sí porque parecía que le hacía ilusión, pero tres copas de dulcísimo ponche rojo después no podía ni olerlo sin riesgo a sufrir una extrema subida de glucosa.

El baile de fin de curso no discurría según lo había previsto, sino mucho peor. En la mesa que me negaba a abandonar, me acompañaban, de vez en cuando, Kurt o Troy, según estuvieran o no bailando. Cuando al llegar vi que brincaban en medio de la pista supuse que ya iban ciegos hasta las orejas, acentuada tal impresión por los deslumbrantes trajes que lucían; esmoquin rosáceo para Kurt, marfil el de Troy, ambos con camisas de chorreras y pajarita desmesurada. Parecían guitarristas de Elvis versión Las Vegas 76, y pensé que tamaño conjunto, acompañado de una cogorza considerable, era un disfraz mucho más apropiado para esta pantomima que el sobrio dos piezas negro que me confería, sin duda, aspecto de camarero novato en boda tumultuosa. Pronto comprobé, con cierto desaliento, que mis amigos no sólo estaban más sobrios que lo habitual, sino que con aquellos trajes chirriantes no pretendían ningún tipo de desacato sarcástico; aquella combinación de colores y hechuras anacrónicas era su genuina interpretación del ser elegante.

Ahí mismo empecé a pensar que, efectivamente, el Prom tenía algo de rito iniciático.

Y entonces lo vi claro.

Llevaba casi un año de duro entrenamiento para convertirme en un auténtico americano: cenar a las seis de la tarde, memorizar las listas de la MTV, hablar como ellos —incluso utilizaba la coletilla «déjame decirte algo» antes de pronunciar frases evidentes— o asimilar que cortar el césped forma parte irrevocable de la tarea humana en la Tierra. Todo eso eran peldaños hacia mi californización, fases mutantes que había superado para lograr la integración total. Pero ahora, sentado en aquella absurda mesa de club de campo, rodeado de un grupo de adolescentes disfrazados de pasaje de Vacaciones en el mar, todo el aprendizaje se tambaleaba como una chalupa a la deriva. Volvía a sentirme como un pulpo en un garaje, igual que al salir del avión que un año antes me había llevado a San Francisco; el círculo se cerraba a pocos días de volver a España, la gráfica de mi ciudadanía americana trazaba una leve onda ascendente en su cuerpo central que decaía en los últimos días y tocaba fondo en aquel mismo instante, sentado en aquella mesa, rodeado de jóvenes saltarines con pajarita.

Cuando asumí que al baile de fin de curso lo llaman así porque, básicamente, se trata de bailar y nada más, me abandoné al más puro estado contemplativo, del que sólo me distraían las graciosas piruetas que Tracey ejecutaba por la pista con su vestido amplio, su escote generoso y una melena endurecida por kilos de laca. Sin duda, era la alumna que más estaba disfrutando del evento —seguida muy de cerca por las hermanas Robeck— y hasta me sentí como un buen samaritano al convencerme de que ella estaba allí gracias a mí. Recordé —y lo hice como ejercicio nemotécnico, más que nada para que no se me olvidara— el momento en el que fui a su casa a recogerla sin los nervios del día que visité la casa de los Barlow —Tina me gustaba y esta mujer me daba igual—: La versión de Tracey dentro de veinticinco años que era su madre, las palabras de admiración que exhaló su padre cuando ella descendió por la escalera entre los flashes de la cámara que accionaba su hermana pequeña, el momento de entregar el bouquet de flores como el alcalde que entrega las llaves de oro de la villa a la vedete de paso por el pueblo, las fotos de rigor en el salón, en el porche o delante del coche, la despedida en el Buick que los Johnson me habían prestado tan amablemente —el hermano rico de los Yates le había dejado a Phil un fabuloso Corvette— y la inmensa alegría de mi pareja de baile a pesar de haber cenado cada uno en su casa, a pesar de pagarse la entrada, a pesar de mí, que llevaba en el maletero —sin que ella lo supiera— suficiente alcohol barato como para dos bodas y un bautizo, toda la bebida que me había podido agenciar con el dinero que Kurt y Troy me habían entregado confiados en mi irresponsable capacidad para conseguir licores.

Todo eso recordaba mientras volvía a sonar Loverboy —por tercera vez; tenía tiempo y cabreo para contarlas— y Tracey que, ya sin preguntarme, me servía otra copa de ponche y me recordaba —por cuarta vez— que mi nombre todavía no figuraba en su carnet de baile, porque ésa era otra, al entrar en el club, el portero entregaba a cada muchacha un carné diminuto con hilo dorado que ellas debían sujetar en la muñeca libre de flores, para ir apuntando a todo aquel varón esmoquinado que les ofreciera un rítmico retozo. Sólo al quinto intento, la voluntariosa animadora quebró mi ermitaña disposición; tras registrar mi nombre en la sexta y última página del librito —no creo que quedara en el recinto caballero que no hubiera danzado con ella—, me agarró de la mano y avanzó hacia la pista con un entusiasmo envidiable. Y como en suerte nos tocara un tema de Huey Lewis and The News, y como quiera que no había en California grupo por mí más detestado, ataqué los pasos de baile con desgana y apatía, mientras, a medio metro de distancia, Tracey ejecutaba una briosa convulsión de todas sus extremidades, más próxima al descoyuntamiento que a la rítmica gimnasia que se espera de una bailarina acompasada.

Y después, otra vez Lionel Ritchie.

La cosa acabó a eso de la una de la madrugada. Para entonces mi ansia por llegar a casa de Kurt —que esa noche estaba solo—, abrir las cervezas y poner a los Clash ya ocupaba gran parte de mi cerebro, por eso recibí la propuesta de Troy con inusitada alegría:

—Síguenos a la salida, vamos a parar en un prado que he visto al venir para abrir una botella de champán.

Se lo dije a Tracey con labios temblorosos; temía una reacción fundamentalista de la perfecta adolescente responsable, pero, literalmente, dijo que un poquito de champán sería la guinda ideal.

Ni Los Brincos lo habrían definido mejor.

Seguí a Kurt, Troy y las Robeck —en un plan ahorrativo aún más elaborado que el mío, las dos parejas compartían coche— hasta el prado de marras, que resultó ser un terreno nada acogedor al que se accedía por una pequeña pista sin asfaltar, llena de baches y sin más iluminación que la desprendida de los faros de nuestros coches. Una vez detenidos, y con ambos vehículos enfrentados, dimos buena cuenta del champán más infecto que jamás hubiera conocido California. Las arcadas y muecas de disgusto empujaron a Troy a señalar el origen de la botella que contenía tan repulsivo brebaje.

—Se la regalaron a mi viejo en su empresa las pasadas Navidades —explicó sin la menor intención de justificarse.

La ceremonia de trasgresión fue breve, pues no dejábamos de ser seis invitados a beber de una botella más bien pequeña. Como ninguna de nuestras parejas era propensa al vicio de la bebida —ni a ningún otro que supiéramos—, nadie propuso la eventualidad de abrir el maletero de mi coche y abandonarnos allí mismo a una campestre juerga nocturna.

Esperé a que el coche que conducía Kurt pasara a mi lado en su regreso a la carretera que llevaba a la autopista. Cuando iba a arrancar el Buick para dar la vuelta y seguirles, vi que un pequeño haz de luz avanzaba hacia mi ventanilla por la izquierda. Era tan débil e inestable que incluso calibré la remota posibilidad de que perteneciera al faro de un ciclista que se hubiera aventurado en plena madrugada por aquellos parajes. Nada de eso. La luz resultaba ser la de una linterna que ya me enfocaba a poca distancia mientras una voz gutural y cabreada gritaba algo ininteligible desde fuera. Al bajar la ventanilla escuché con claridad una orden enérgica:

—¡Baje del coche con las manos a la vista!

Miré a Tracey un instante y por su gesto de terror comprendí que había entendido bien. No parecía la voz de Kurt o Troy, no parecía la voz de nadie que yo conociera; sin tiempo a pensar, sólo se me ocurrió sacar la cabeza por la ventanilla:

—¿Cómo dice? —grité con los nervios pinchándome la lengua.

Y entonces lo vi.

A un palmo de mi frente.

El cañón de una pistola que me apuntaba.

Más atrás seguía la luz cegadora y, en todas partes, como un dolby surround, la orden tajante:

—¡¡Salga del coche con las manos en alto!!

Recuerdo la secuencia con nitidez; la amenaza de cada una de aquellas sílabas, el gritito apagado de Tracey, mis manos que no aciertan a encontrar las llaves, el freno de mano o la manilla de la puerta y el temor de que aquel policía —luego me di cuenta de que, a pesar de creer que era un policía, no me había tranquilizado en absoluto— pensara que buscaba otra cosa, por ejemplo un revólver para atacarlo por sorpresa. Quizá con los nervios acabaría disparándome y a aquella distancia mi cabeza saltaría hecha pedazos y luego él me pondría en la mano una pistola no fichada para justificarse con los de Asuntos Internos y, dios, ¿por qué no habré dedicado más tiempo a practicar cómo se para un coche en vez de ver tantas películas y series?

Salí con las manos en alto, tan altas que más bien parecía Larry Bird poniendo un tapón que un sospechoso a punta de pistola, porque la pistola, efectivamente, seguía allí, moviéndose nerviosa de lado a lado para indicarme —según rugió la voz— que me colocara frente a los faros. Obedecí sin rechistar, cosa que siempre hago cuando recibo órdenes de pistoleros nerviosos.

Sin dejar de apuntarme con el arma, enfocó la luz al interior del coche —francamente, habría preferido una inversión de acciones entre linterna y pistola— y se encontró a la pobre Tracey, encogida como un gorrión envuelto en tul; su «¡usted también, señorita!» lejos de sonar conciliador añadió más tensión al momento. Al instante, mi pareja y yo compusimos una divertida estampa; esmoquin negro y vestido de noche con los brazos en alto, él lívido, ella gimoteando, ambos adolescentes. Me tranquilizó el hecho de que la suma de tan evidentes coordenadas, además de la cercanía del Club San Andrés, no dejaba lugar a dudas sobre el motivo de nuestra presencia en aquel paraje.

—¿Qué coño estáis haciendo aquí? —bramó el agente de la ley.

Seguro que de pequeño no acertaba ni una adivinanza. Ni una. Los demás niños se reían, y él les decía: «Algún día seré policía y os vais a enterar de lo que vale una multa».

—Acabamos de salir del Prom del instituto Catworth en el Club San Andrés —chillé sin poder evitar que me salieran un par de gallos durante la frase.

—Con que un Prom en el San Andrés, ¿eh? —repitió mecánicamente dando un paso al frente.

Su aproximación a la luz de los faros me permitió constatar la ausencia de luces en su rostro. Había algo tosco y cetrino en su ceño fruncido, en su desconfianza supina e injustificada. Además, el uniforme que vestía acabó por desconcertarme, pues no era de policía sino más bien de guarda forestal, con un sombrero de ala plana que inmediatamente me recordó al agente Smith que perseguía al oso Yogui, motivo de chanza en cualquier otra ocasión, pero que ahora no restaba ni un ápice de peligrosidad al instrumento que sostenía en su mano derecha. Por simple curiosidad científica me habría gustado tener acceso a su mecanismo mental para cotejar, desde su punto de vista, qué delitos podíamos estar cometiendo en aquel prado vestidos de etiqueta.

En ese momento recordé el alcohólico contenido de mi maletero y al tembleque que ya tenía se me unió una ansiedad que nada bueno podía deparar. Lo importante era que Smith no sospechara que habíamos ingerido alcohol.

—¡Sólo paramos un momento a beber champán! —gritó de repente Tracey antes de romper a llorar con gran aparato de secreciones.

Intenté sonreír con suficiencia, como indicándole al amable saltaprados que hay que ver las mujeres, menuda imaginación, pero el guardián entre las briznas volvió a sorprenderme con la menos esperada de las sospechas:

—No sabía que hoy había un Prom en el San Andrés.

Definitivamente nos había tocado el vigilante más incapacitado del estado; si la seguridad de los bosques dependía de su talento, la deforestación sería inevitable. Por lo menos, mientras confesaba su ignorancia sobre la vida social del club situado a menos de un kilómetro, había guardado la pistola en la funda adherida a su cinturón de boy scout y ya nos miraba con ojos de rinoceronte. A pesar de que el revólver descansaba en su ataúd de cuero, ni Tracey ni yo habíamos decidido bajar las manos de donde estaban, sumisión que, lejos de apaciguar los ánimos del vigilante, lo enfureció aún más:

—¡Quiero que subáis al coche inmediatamente y os alejéis de aquí ahora mismo!

No me molestó ni el tono de su voz ni la urgencia de su orden, aunque el primero fuera arisco y la segunda redundante. Quizá me excedí en el número de veces que farfullé «gracias» mientras subía al coche, lo ponía en marcha y me alejaba de la escena del presunto crimen; incluso extraje el torso por la ventanilla para saludar y agradecer a voces tanta amabilidad, ajeno al hecho de que aquel gorila me había encañonado y humillado, ignorando que con aquellas maneras serviles y poco decididas en realidad estaba liberando la adrenalina agolpada en el pecho, en las palmas de las manos, en los pulmones, en las nalgas, en todo mi cuerpo serrano que volvía al interior del coche, tan agitado que no hacía recomendable la conducción a gran velocidad.

Tracey, por su parte, no dejó de llorar hasta que llegamos a San José.

El plan posterior funcionó según lo previsto; tras depositar a Tracey sana y salva en su hogar, fui a mi casa, me quité el esmoquin, dejé el Buick bien aparcado y esperé a que llegaran mis amigotes, ya liberados de las hermanas Robeck, cuya energía y disposición al baile compulsivo eran del todo incompatibles con la ingestión de alcohol, por ocasional que ésta fuera. Y alegres como maridos sin responsabilidades conyugales, por tangenciales que éstas habían sido aquella noche, nos dirigimos hacia la casa de Kurt, donde se nos unieron distintos conocidos, con pareja o sin ella, pero siempre con alguna aportación líquida de alta graduación y bajo precio que aumentó la improvisada bodega de saldo y el peligro de coma etílico. De entre todo lo hablado y tratado en tan desordenada reunión, sólo recordaba, por inusual e intenso, el inesperado magreo al que me había sometido Debbie, mi compañera en clase de Gobierno; por educación y, digámoslo todo, por el fabuloso calentón propiciado por la abstinencia y el deseo acumulados en mis días junto a Janine, le devolví a mi desatada compañera, si no con igual pericia, sí con creces, dicho palpamiento lujurioso, amén de hocicarla con baboso desparpajo. Todo ello ocurrió en un más que notable descuido de su acompañante, que ella aprovechó para acorralarme en el jardín con la excusa de despedirse porque me quedaban pocos días en California.

Si lo llego a saber antes, habría anunciado que me iba en abril.

Poco más recuerdo de lo ocurrido en casa de Kurt aunque, de vez en cuando, algunas imágenes se presentan fugaces: Troy jugando a la moneda y el vaso; Greg subido en una mesa tocando, en el palo de una escoba, el solo de guitarra del Beat It de Michael Jackson; un amigo suyo corriendo detrás de una rubia despampanante que se reía como una hiena; un tío teñido de rubio y con camisa de cuadros que esa misma noche había visto a los Dead Kennedys en el concierto que cerraba el teatro On Broadway de San Francisco; dos amigos de Kurt disfrazados como Boy George, un tipo con esmoquin ofreciéndome perritos calientes en la cocina…

Eran mis últimos vídeos en California. Eso pensaba la noche antes de volver a España mientras la MTV se despedía de mi fidelidad con el Borderline de Madonna, canción que, desde hacía un par de semanas, me sumía en una profunda tristeza. Menos mal que después vino el Legs de ZZ Top y la alegre lascivia de sus figurantes me devolvía al mundo de los vivales, aunque el siguiente clip era el Eyes Without A Face de Billy Idol y la penosa empatia que, a ciertas edades, producen las baladas, me hundía de nuevo en una melancolía inexplicable. El círculo se cerraba para ahogarme lentamente; igual que en mi primera noche californiana volvía a empantallarme mirando sin ver, en blanco, consciente de que diez meses atrás iniciaba una inmersión y ahora estaba en el mismo punto de la zambullida pero en plena descompresión.

Fue Irene Cara la que, definitivamente, me echó a la cama. Inicié el camino hacia la habitación como el condenado a muerte que quiere fijarse en cada detalle a su alrededor para cerciorarse de que aún está vivo, pues sabe que en breve ni siquiera podrá contemplar esa mesita, aquella foto, este horrible jarrón o el barato reloj de pared. Todo tenía sentido para mí; en una fabulosa experiencia sensorial percibía cada objeto de la casa como parte de un todo universal e indisoluble, como un orden superior e inalterable conectado a mis constantes vitales. Mi respiración mantenía en su sitio el soporte plateado que enmarcaba el retrato de Lori en su graduación, mis riñones aseguraban el falso Lladró sobre la estantería de la entrada, mis pulmones ondeaban las pesadas cortinas del salón y mi corazón bombeaba cada pelusa de la moqueta. Perdí la noción de tiempo y ralenticé mis pasos hasta convertirlos en un leve deslizamiento; alcancé el nivel cero más uno de movimiento o, lo que es lo mismo, un zen de andar por casa.

Resumiendo: no me quería ir de California, o mejor dicho, no me quería ir de mi California, de aquella vida que dependía más de la rutina que de la geografía, y que bien podría haber desarrollado en Arkansas, Cuenca o Reikiavik. Aquella despedida de la cotidianidad que había ignorado durante diez meses era una buena prueba de ello. Llegué a mi habitación, di media vuelta y apoyé la espalda contra la puerta cerrada, situación que aproveché para abandonarme a meditaciones más profundas: ¿Qué coño iba a hacer yo en España? ¿Qué carrera estudiaría si no había vocación alguna que destacara sobre la de la mera contemplación de las cosas? ¿Para qué, con qué objeto debería entregarme a la fatigosa tarea de estudiar cinco o seis años más y enfrentarme a una oposición o varias entrevistas de trabajo? ¿No sería mejor tumbarse en la hierba y prescindir de todo alimento hasta que llegara la expiración final? ¿Todos los españoles que regresábamos mañana lo hacíamos con el ánimo tan bajo?

—Ésta era mi novia, ¿sabes?

Mierda.

—Mira, aquí estamos delante de su casa, la que se asoma por la puerta es su hermana.

¿Y a mí qué?

—Y éste era su perro. Se llamaba Bull.

Todavía no habíamos despegado y aquel tío —otro estudiante español que, sin ser preguntado, se identificó como Esteban y de Santander— ya había desplegado su álbum de fotos sobre el reposabrazos que separaba nuestras butacas.

—Aquí está otra vez mi novia; era guapa, ¿no?

—¿Se ha muerto?

—¿Cómo?

—Tu novia, que si se ha muerto; como dices que era guapa.

—Bueno, tío, no seas borde, quiero decir, o sea, como ahora me voy, no sé, como que…

Esteban, cántabro, dejó la frase colgando, momento dubitativo que aproveché para, de forma evidente y, efectivamente, borde, darle la espalda y mirar hacia el pasillo de la última fila que ocupábamos en aquel impresionante Boeing que nos llevaría de vuelta a España. Phil me había acercado al aeropuerto; Kurt y Troy también se habían apuntado a tan triste excursión, detalle que agradecí profundamente. Unas horas antes, mientras repasaba las maletas, Betty entró en mi habitación a despedirse; tenía una reunión inaplazable en la parroquia y no podría acompañarnos. La abracé con sincero y delicado cariño, y me pareció que ella respondía de igual manera mientras la sombra del incidente con el señor Johnson revoloteaba por la estancia. Permanecimos unos segundos entrelazados en silencio hasta que mi profunda respiración entrecortada anunció un nudo de llanto a punto de florecer. Betty me miró a los ojos, sonrió y me acarició la mejilla, gesto eficazmente universal a la hora de apaciguar emociones desatadas. Con las lágrimas ya domadas, alcancé a decir:

—Betty, espero que todo vaya bien…

Ahora más que nunca, deseaba no haber presenciado la visita de su exmarido; de esa manera nuestra despedida no estaría marcada por aquella casualidad de la que no habíamos vuelto a hablar.

—Quiero agradecerte que no le comentaras a nadie…

—Por favor, no me des las gracias —interrumpí abochornado.

No quería irme. Deshacer aquel abrazo significaba arrancarme de California, de los perritos calientes, de la MTV, de las mosquiteras en las puertas de casa, de la reposición de Apartamento para tres, de Janine.

Janine.

El día antes le pedí el Buick a Betty por última vez para acercarme a su casa. Estuvimos un buen rato hablando dentro del coche; balbuceando planes sobre el futuro inmediato, la universidad o el trabajo que nos gustaría desempeñar. Cuando llegó el momento de calcular cuándo nos volveríamos a ver, ella se echó a llorar y yo la seguí como un cordero.

—Vale, puede que haya dicho era sin darme cuenta, pero la quiero, tío, la quiero de verdad.

Era Esteban, el cántabro, que durante un rato había psicoanalizado los signos ocultos de su lenguaje. Por si acaso tenía intención de avanzar en el diagnóstico, no moví ni un músculo y seguí dándole la espalda.

Kurt y Troy también habían llorado, igual que yo lo hice mientras nos abrazábamos. Hasta Phil derramó alguna lágrima furtiva. Cuando asumí que aquella convención de plañideras, lejos de avergonzarme, me parecía lo más natural del mundo, supuse que realmente me había impregnado de cierta «forma americana de ver la vida».

Los motores del avión rugieron una vez más como tomando aliento para la carrera que les esperaba antes de remontar vuelo. Las azafatas terminaban los simulacros de despresurización y corrían a ocupar sus plazas; una de ellas extrajo de la pared situada tras mi butaca una pequeña bandeja a modo de asiento y se abrochó el cinturón.

El Boeing aceleró por la pista 53 del aeropuerto internacional de San Francisco. Al paso de la aeronave, toda California se hacía añicos como un decorado de cartón piedra al finalizar un rodaje. La calle Carpet Drive, el instituto Catworth, el centro comercial West Market, el Boardwalk de Santa Cruz, la Jefatura de Tráfico y todos los lugares que había conocido estallaban por los aires al paso del avión que me sacaba de aquella ilusión. Y no sólo desaparecía la escenografía: Betty, Phil y Lori; Anthony Johnson; Kurt, Troy y Rob; Warren Crosby, director de Catworth; la señorita Scalone, profesora de Dibujo; Ken, dependiente de Needle Records; el padre de Tina Barlow; Sean, hijo del reverendo McCain; Brad, profesor de la Autoescuela Saratoga, y Ron, el veterano de Vietnam, se desintegraban abrasados por el calor a reacción de mi avión. Cuando me imaginé a Janine fundiéndose lentamente hasta convertirse en un charquito lleno de burbujas que se evaporaban, noté que también mis ojos se encharcaban. Las lágrimas rodaron sin que yo lo impidiese.

El morro del Boeing se alzó de pronto y la nave empezó a ganar altura. Abajo, toda California estallaba en millones de pedazos. La falla de San Andrés se abría como una enorme y siniestra sonrisa que se tragaba los restos del naufragio, de mi sueño, de aquella quimera, del paréntesis que ahora se cerraba.

Una mano envuelta en blue velvet se posó sobre mi brazo:

—¿Te encuentras bien?

Alcé mi acuosa vista hacia la azafata sentada detrás y sentí que mi pena se reflejaba en sus ojos. Aparté el grueso caudal que nublaba dicha panorámica, sorbí sin rubor y, con la mayor de las aflicciones en mi voz, susurré:

—Perdone, cuando salgamos del espacio aéreo americano ¿podré tomarme una cervecita bien fría?