Mayo - Let’s Hear It For The Boy

Una serie de fabulosas casualidades había llevado a la familia adoptiva de Katia, con la inestimable colaboración de Betty y Judy, a decidir que lo mejor y más fácil para todos era que ella pasara la noche del sábado, no sólo en San José, sino en mi propia casa. Una prodigiosa sucesión de acontecimientos propiciaba que durante una noche yo fuera anfitrión de una mujer escultural y pequeñita que estaba triste porque no tenía amigos: la entrevista en la universidad sólo podía ser ese día, Judy recibía la visita de sus tres hijos (hecho que sucedía, casual y aproximadamente, cada dos años), los padres adoptivos de la sueca no podían recogerla en San José hasta el día siguiente pues el sábado asistían a una convención de dentistas en Fresno y Betty decidió que Katia podía dormir en una cama plegable que guardaba en el estudio-trastero. Era como si todos los adultos que conocía en California se hubieran puesto de acuerdo para que yo, y sólo yo, pudiera ocuparme de la atribulada nórdica.

Demasiado bonito para que saliera bien.

A eso de las siete de la tarde, un taxi rojo depositaba a la diminuta escandinava en Carpet Drive después de una entrevista satisfactoria en la San José State. Yo me había ofrecido a ir a buscarla en alguno de los coches de los Johnson, pero una muy prudente charla de Betty me convenció de la evidente posibilidad de que me perdiera en el intento. Aunque me lo explicó con ese tonillo que me hacía sentir algo retrasado, tuve que reconocer que su argumento era irrebatible; además me había dado permiso para usar el Buick por la noche, bajo estrictas órdenes de no hacer tonterías. Cuando hizo ese matiz dudé por un momento. ¿A qué tonterías se refería? ¿Sabía Betty de mis juergas bañadas en alcohol? ¿O intentaba disuadirme de escarceos sexuales en el asiento trasero? De alguna manera, estaba convencido de que a Betty no se le pasaba por la cabeza que yo pudiera beber, ni mucho menos que tuviera relaciones íntimas con una sueca. La verdad, esto último no me lo podía imaginar ni yo mismo.

Katia apareció sonriente, de buen humor, mucho más animada que en nuestro primer encuentro; le planté un beso en cada mejilla al modo cañí y ella los recibió con sorpresa y agrado, quise creer. Después de vagabundear por la casa y ver unos vídeos en la MTV —pasé por alto el entusiasmo que mostró cuando emitieron el Oh, Sherrie de Steve Perry—, le abrí la puerta del coche familiar y me acomodé al volante; si ella supiera que era la primera vez en mi vida que iba a conducir solo probablemente habría preferido ir en zancos. Desde mi asiento dirigí una mirada de terror a Betty y ella me devolvió la misma sonrisa que gastaba para alimentar a la morena del acuario con pequeños peces vivos: yo era el pececito; Katia, la morena, y el Buick, un acuario. En todo momento quise parecer despreocupado, aunque si llego a agarrar el volante un poco más fuerte lo habría arrancado de cuajo. Mi acompañante no dejaba de hablar de la universidad, de las montañas de Santa Cruz, de la MTV e incluso del peinado de Judy Sternberg. Lo agradecí porque no me estaba enterando de nada; bastante tenía con calcular los giros a la derecha, predecir el aleatorio comportamiento de los semáforos y atender a posibles invasiones de mi carril. Me limité a reír cuando ella reía y a callar cuando hablaba. Para aparentar seguridad en mí mismo, sacaba el codo por la ventanilla de vez en cuando y en los stop tamborileaba sobre el volante. Todo menos natural que un yogur de frutas.

Cenamos en el Taco Bell del centro comercial Redwood Complex, el mismo al que había ido con Tina Barlow y sus amigos. La elección del sitio no era casual; no sólo me permitía invitar a cenar a Katia por un precio moderado, sino que nos pillaba muy cerca de la fiesta que organizaba mi amigote Greg Reynolds en su propia casa. El muy cuco cobraba dos dólares de entrada para asegurar avituallamiento y derecho de admisión, pero yo estaba seguro de que después de aquella juerga en mi casa, no sólo entraría gratis sino entre vítores, aplausos y lluvia de confeti.

—Son cuatro dólares, dos por persona.

El alarde matemático del gorila apostado en la puerta no dejaba lugar a dudas, discusiones o rebajas. La dimensión de su espalda me hizo desistir de una presentación mafiosa al estilo «dile a Greg que Joe está aquí», así que desembolsé los cuatro pavos que me quedaban, gesto que Katia también recibió con agrado y sin amago alguno de colaborar. Una vez dentro, me encontré con el paisaje habitual de tantas fiestas: música estridente, grupos vociferantes, desorden generalizado y algarabía creciente. En circunstancias normales, el ruido y la gente me habrían parecido deliciosos, pero aquella noche yo sólo tenía un objetivo.

Katia.

Ella, por su parte, se movía por la casa y el patio trasero con los ojos como platos, los dientes como perlas y las tetas como balones de playa. Yo la seguía discreta y ferozmente, consciente más que nunca —mi inseguridad al volante me impedía beber con normalidad— de las miradas lascivas que arrastraba a su paso. Katia bebía un sorbo aquí, bailaba un poco allí y sonreía en todas partes; yo parecía su chófer Bautista, atento, solícito, serio, distante, sólo me faltaba llevar el abrigo de la señora doblado sobre el brazo.

En un momento dado estábamos sentados cerca de la piscina —la casa era de ese nivel— cuando oí ruidos y golpes amortiguados al otro lado de la valla. Miré hacia allí y divisé el casco blanco de PM de Troy; mis amigotes se colaban en la fiesta como tantas otras veces habíamos hecho. Dos minutos después, ya tenía a Rob acomodado a mi lado.

—¿Es ésa la sueca que duerme hoy en tu casa? —preguntó guiñándome un ojo.

Asentí con la firme convicción de que algunos días hablo demasiado. Unos trescientos al año.

—La estás moñando, ¿eh? —diagnosticó.

Me quedé helado. Yo no la estaba incitando a beber. No había hecho falta; ella misma se había abalanzado sobre el barril de cerveza y las botellas de Schnaps, como si en una noche quisiera compensar la abstención de nueve meses. Recordé ciertas historias que me contaba Fonso, un primo mío marino, sobre las fabulosas cogorzas que pillaban los nórdicos: el frío animaba a calentarse el cuerpo con vodka, ginebra o whisky y el ímpetu propio de la juventud hacía el resto.

—La combinación resulta, en ocasiones, esperpéntica —solía apostillar sin inmutarse.

El hecho de que Fonso, famoso en los bares de mi ciudad por su tendencia a bajarse los pantalones en plena borrachera, hiciera esa observación había disparado mi imaginación sobre las bacanales nocturnas en Estocolmo. También hacía que me preguntara qué significaba «esperpento» para mi primo.

Rob hablaba pero yo no recibía. Por encima del hombro de mi amigo estaba viendo a Katia tonteando con un jugador del equipo de fútbol americano de Catworth. Ella bailaba arrítmicamente, balanceaba los brazos como los gigantes en un desfile de cabezudos, se agarraba a la cerveza y sonreía con los ojos cerrados, despeinada, descamisada y bellísima mientras… caía al suelo y rodaba hasta quedarse quieta al lado de la piscina.

Salté como un resorte y llegué a la sueca antes que aquella masa humana en forma de atleta que me miró como un tiranosaurio molestado en plena siesta. Bramó no sé qué abriendo las aletas de su nariz desmesuradamente y me vi muerto; podía imaginar cómo aquel animal aplastaba mi cabeza entre sus manazas como si apagara una cerilla con las yemas de dos dedos. Para mi sorpresa, su semblante cambió y adquirió la expresión de un manso tapir; fue como si reconociese que, al fin y al cabo, yo había llegado a la fiesta con ella, y que era justo que con ella me fuese. Amé a ese pedazo de animal, igual que san Francisco de Asís amaba a los pajarillos y a las bestias.

Sonreí.

Mi sueca favorita yacía entre mis brazos. Yo, de rodillas; ella, inconsciente y espatarrada; formábamos la piedad más cutre, extraña e internacional de cuantas se han visto en las fiestas caseras de California. Y a pesar de todo, me sentía como un héroe de película.

—Katia, Katia, cariño, ¿me escuchas?

[Katia abre los ojos a duras penas]

—Pepe… ¡Eres tú!

—Sí, mi vida, aquí estoy.

—Pepe, mi amor [tose]… No me queda mucho…

—¡No digas eso! Te pondrás bien [solloza]… No te preocupes, ¡nos queda tanto por vivir!

—Sé que [tose]… Que estoy muy mal… Pero quiero decirte algo…

—No hables, respira hondo, pero no hables [solloza], no quiero que te canses, pronto nos sacarán de aquí.

—Escúchame [tose y un hilo de sangre sale por la comisura de sus labios]… Sálvate tú, mi amor, déjame un par de granadas y sigue sin mí, yo esperaré a esos vietcong y cuando vengan a por mí…

Una tos real de Katia puso fin a mi disparada imaginación peliculera.

—¡Katia! —grité.

La realidad es mucho más prosaica.

Abrió los ojos intentando enfocar el rostro que la observaba. Cuando lo hizo, dibujó una leve sonrisa que me tranquilizó.

Durante un segundo.

Porque, acto seguido, abrió la boca y me llamó por mi nombre:

—¡Pepregg…!

No es que no supiera pronunciarlo o que, súbitamente, hubiera recuperado un marcado acento sueco; lo que ocurrió es que la segunda sílaba vino acompañada de un copioso vómito líquido. La parte buena fue que, en una inesperada reacción de pura supervivencia higiénica, Katia había ladeado la cabeza lejos de su pecho y de mi cara, por lo que la inesperada regurgitación había caído limpiamente sobre el césped. Además, en un movimiento digno de Karate Kid, yo me había levantado del suelo a la vez que la volteaba para sujetarla boca abajo por las axilas, logrando que la segunda arcada diera con sus cartílagos medio metro más allá; la tercera nos alejó aún más del borde de la piscina. Rob sonreía como deseando que continuáramos aquella extraña danza, a ver cuántas arcadas más aguantábamos sin mancharnos, pero el resto de los congregados sólo veían, con cierta compasión, cómo cargaba con una chica seminconsciente e intentaba en vano ponerla en pie. Había llegado a la fiesta con la más guapa y ahora me iba con la más borracha. La inicial envidia masculina se había transformado en simple ascopena.

Mis esfuerzos por manejar el peso muerto de Katia resultaron inútiles al principio y patéticos después, aunque tuve la suerte de que el jugador de fútbol pusiera fin a tan triste escena; se acercó y con un gesto indicó que me retirara un poco para levantar a la sueca en sus brazos como si ella fuera un bebé chiquitín y él un padre grandullón:

—¿Dónde está tu coche? —preguntó Barbapapá mirándome desde allá arriba.

—Por aquí… —respondí con un hilo de voz.

Los murmullos cesaron. Me daba la impresión de que la gente se apartaba y nos hacía pasillo hasta la puerta, como si fuéramos un cortejo fúnebre en el que yo, por cierto, me sentía como un cura diminuto e inútil. Además, alguien había puesto el Hold Me Now de los Thompson Twins, que parecía subrayar la escena. No había manera de superar la humillación de aquella salida.

Mi improvisado amigo depositó a Katia en el asiento delantero del Buick con una delicadeza que casi me hizo llorar. Apoyando una de sus manos en mis hombros me dirigió una paternal sonrisa:

—Y ahora, conduce con cuidado.

Comencé a empequeñecer hasta que mi cabeza apenas superaba las briznas de hierba; él tuvo que agacharse del todo para mantener la manaza sobre mi hombrito.

—Gracias —musité a ras de suelo.

Me dieron ganas de añadir: «Los gnomos jamás te olvidaremos».

Durante la primera mitad del trayecto odié a Katia con todas mis fuerzas. Como, en general, las fuerzas son una cuestión de voluntad, ésta y aquéllas se me apagaron en poco tiempo; antes de llegar a Washington Street, el penoso incidente que me había humillado delante de medio instituto había pasado a mejor vida. Katia estaba radiante. Dormida como un cepo, pero radiante.

El desembarco en casa no fue tan silencioso como yo pretendía; manejar una sueca pequeña parece fácil, pero el cúmulo de cuatro extremidades sueltas a su libre albedrío complica el panorama. La agarré como había hecho el enorme voluntario en la fiesta, pero yo no tenía su altura, ni sus espaldas, ni su destreza, ni su fuerza descomunal… Eso pensaba como si fuera Caperucita hablando con el lobo disfrazado de abuelita.

Pero lo peor estaba por venir; a estas alturas de curso, y gracias a mi empeño cafre, Betty ya había abandonado —sin traumas, todo hay que decirlo— la exagerada hospitalidad mostrada al inicio de nuestra convivencia, por eso la cama plegable del estudio ni siquiera estaba abierta. La viuda se había limitado a dejarme las sábanas dobladas encima de una silla. Decidí que podía tumbar a Katia en mi propia cama mientras preparaba su lecho de invitada, así que la deposité en mi colchón sin delicadeza, más bien como librándome del peso. Una vez acomodada al cálido mecer de los muelles, se desperezó sin abrir los ojos, ronroneó como una tigresa y sin perder la sonrisa cayó en un profundo sueño.

Y yo me puse malo.

Comprendí que mi lascivia había quedado levemente oculta bajo el vómito de Katia, pero aquel estiramiento había despertado de golpe una lujuria disfrazada de amor. Cerré la puerta con sumo cuidado, me tumbé junto a ella y susurré su nombre. No hubo respuesta. Pasé mi brazo por debajo de su cabeza, pegué mi cuerpo al suyo y permanecí muy quieto. También asumí que, si bien no había desfasado en la fiesta de Greg, sí había tomado unas cervezas que ahora, una vez llegados sanos y salvos a casa, liberaban su efecto euforizante. Volví a susurrar su nombre y volvió el silencio. Nada. La luz de la luna llena bañaba la habitación y teñía de blancoazul las sábanas, su pelo rubio, mis ojos como platos, sus labios entreabiertos, mis manos inquietas, sus pechos, los dos, uno al lado del otro. Clavé la mirada en aquellos montículos, tan fijamente que temí hacerles daño. Susurré de nuevo «Katia» y me sorprendí pensando que, a lo mejor, sólo estaba comprobando que no recibía. Le di un leve beso en la mejilla, inocente en apariencia, con la intención de sugerir un torrente de deseo contenido. Nada. De nada. Katia dormía ajena a mis desvelos. Mis ojos, dominados por una fuerza superior, volvieron a su escote; lo recorrí una vez más con mis pupilas, memoricé cada costura de los bolsos de su camisa, respiré al compás que marcaba su pecho y volví a cuchichear:

—Katia…

Nada de nada de nada. ¿Y si le tocaba una teta? Mi mano izquierda —la derecha, por debajo de su cuello, se me estaba durmiendo pero antes manco que retroceder— decidió ella sola que sí, que aquella teta había que tocarla, e inició una lenta y temblorosa parábola hacia la blusa hinchada. La luna brilló con fuerza, los grillos se callaron y toda la naturaleza se detuvo, toda menos mi mano izquierda que ya descendía a cámara lenta ensombreciendo la ubre antes de llegar a rozarla con las yemas de los dedos.

No me dio tiempo a más.

El guantazo me alcanzó de lleno en la oreja y la mejilla izquierda; sentí como un latigazo que me estallaba en el tímpano, me reventaba el lóbulo y me ardía en la cara. Había sido la mano izquierda de Katia que, en un prodigioso ejercicio de puntería instintiva, había hecho diana a ojos cerrados. Sucedió tan rápido que no vi su mano hasta que impactó en el objetivo; nada más golpearme de forma certera y brutal, la extremidad volvió a su posición original y la dama letal continuó su profundo sueño entre ronroneos. La luna siguió a su bola y los grillos empezaron a reírse de mi semblante idiotizado; sólo se me ocurrió colocar mi mano izquierda sobre la zona dolorida y presionar para calmar la irritación. Poco a poco me apoyé en la almohada; la huella del sopapo latía en mi cara, pero Katia olía bien, estaba calentita, dormida como un tronco, tan guapa, tan quieta, tan…

Me despertó un dolor agudo en el brazo derecho, como si me lo atravesaran con un cuchillo de cocina; abrí los ojos y lo moví en un acto reflejo, despertando a Katia al mismo tiempo, pues la causa del dolor era la interrupción del riego sanguíneo en mi extremidad debido al peso de su cabeza. Ella me miraba como el marciano que ve llegar a su planeta al primer astronauta mientras yo doblaba y estiraba el brazo para recuperar, entre pinchazos, la sensibilidad. Allí estaba ella, tan guapa y bella como la recordaba, a pesar de la resaca, a pesar del sol que le daba en la cara…

¡El sol!

Con un gesto de terror que habría helado la sangre al mismísimo Stephen King, giré la cabeza hacia el reloj: las diez menos cinco.

—Son las diez menos cinco —dije en voz alta buscando el horror reflejado en los ojos de mi amiga.

—¿Las diez? Juraría que era más tarde… No me acuerdo de nada, ¿qué pasó ayer?

—Son las diez menos cinco; Betty habrá visto que no has dormido en tu cama —añadí para aclararle la prioridad de mi pánico.

El silencio de Katia me hizo comprender que entendía la magnitud del problema.

—Ayer no pasó nada —añadí para tranquilizarla.

—Eso ya lo veo; estamos vestidos.

Por un momento me pareció entrever una leve invitación a que nos desnudáramos ahora mismo, pero hay momentos en la vida de un adolescente en que hasta la libido se queda lívida. Yo sólo tenía sitio en la cabeza para pensar cómo le iba a explicar a Betty que no había pasado nada; incluso podría contarle el lance de la bofetada, quizá tenía marcas o secuelas y eso probaría que, si bien mis intenciones no eran del todo limpias, la castidad de la sueca había puesto vallas al campo de mi lujuria. ¡Lo primero era dejar claro que no habíamos intercambiado más fluidos que los propios de una conversación civilizada!

No podía seguir comiéndome la cabeza. Aunque no me apeteciera ni lo más mínimo, debía conocer el alcance de aquella imprudencia; salí muy despacio al pasillo. La puerta de la habitación de Betty estaba entornada, señal de que ella se había ausentado, y de la cocina no llegaba sonido alguno, así que, con el alma hecha añicos en la garganta, me acerqué. Nadie, ni allí ni en la habitación de Phil. Volví al pasillo y miré por el ventanal; fuera no había coches, es decir, ¡no había nadie en casa!

—¡Domingo! —grité enrabietado por no darme cuenta antes.

Regresé a mi habitación preso de una alegría desbordante, feliz porque mi lapidación se había retrasado tres o cuatro horas, las que tardaría en llegar Betty. Ahora era Katia la que parecía apesadumbrada.

—Betty se lo contará a mi familia, ¿verdad?

Asentí con gesto lastimero.

—¿Y cómo les haremos creer que no pasó nada?

Estaba tan contento por el aplazamiento de mi ejecución que, de nuevo, pensé en la posible insinuación que podía encerrar su pregunta; algo así como que, ya que no nos van a creer, ¿por qué no nos revolcamos como bestias pardas en celo? Ella misma se encargó de frenar en seco mis ilusiones.

—Pero ¿por qué no me acostaste en la otra habitación? —increpó con ojos llorosos.

Le propuse un buen desayuno como terapia sin saber que, sobre la mesa del comedor, me esperaba la cruda realidad en forma de nota de Betty:

Joe,

Estoy muy disgustada con el arreglo de las habitaciones.

Hablaremos cuando llegue.

Betty

¿Cómo un par de frases escritas a toda prisa podían causar tanta desazón?

Pasamos la mañana meditando el plan a seguir y llegamos a la triste conclusión de que no había plan; se trataba de aguantar la que cayera como buenamente pudiéramos e insistir, hasta el llanto si fuese necesario, en que no habíamos pecado. Su familia llegó antes que la mía; habíamos decidido que si eso ocurría, ella se lo contaría antes de que llamara Betty y lo bastante lejos de San José como para que no dieran la vuelta.

La viuda llegó a eso de las cinco y media de la tarde; la recibí de rodillas, con los brazos extendidos y una corona de espinas clavada alrededor de la cabeza. Yo me sentía así, pero supongo que ella sólo veía un adolescente salido y cabizbajo. Me citó en el salón mientras iba a cambiarse la ropa de los domingos por algo más cómodo, quizá un mono de cuero y un buen juego de látigos.

Me senté en el salón, al lado de la torre donde todos los domingos, de seis a nueve de la tarde, escuchaba el programa de reggae de Spliff Skunking. Betty apareció enseguida y se sentó a mi lado con gesto grave. Yo llevaba horas ensayando lo que tenía que hacer, y había decidido que adelantarme era la mejor opción para minimizar el chaparrón:

—Betty, antes de nada quiero que sepas que…

—¡Cállate! —gritó encolerizada—. ¡Cállate ya! —repitió por si no había quedado claro—. ¡Hoy mismo haces la maleta y te vas de esta casa!

La estrategia de toda una tarde tirada por la borda en un segundo.

Lo que siguió fueron tres horas, tres, de bronca en formato monólogo, sin opción de réplica. Betty aprovechó aquel Pisuerga para echarme en cara todos los rencores que había ido acumulando durante el año. Algunos me los imaginaba y otros, francamente, me pillaron por sorpresa —como el exceso de MTV que consumía—; al principio recibí aquella paliza verbal con profunda contrición y sincero arrepentimiento, pero a las dos horas —seguro de que la amenaza de echarme de casa era un farol— empecé a aburrirme como una ostra y a notar cierto dolor en las cervicales después de tanto asentir.

Al día siguiente llamé a Katia. A ella le había ido mucho mejor; cuando estaban llegando a casa se puso a llorar y a decir que había ocurrido algo que no les iba a gustar, de manera que se asustaron antes de tranquilizarse al saber —y creer sin mayores problemas— que nada había pasado entre nosotros.

Exactamente: nada. Ahora que ya habían transcurrido veinticuatro horas desde el incidente me sentía cada vez más disgustado con mi torpeza, con mi inutilidad; nunca había tenido entre mis brazos a una mujer de ese calibre y probablemente nunca la volvería a tener.

—¿Por qué es tan complicado? —pregunté a Janine que, una vez más, asistía a mi vieja teoría de lo bonito que sería este mundo si se pudieran proponer relaciones íntimas con la misma naturalidad con la que se pregunta la hora o se comenta el tiempo. Ella me escuchaba atentamente, dejaba que me desahogara con ganas y, tras una pausa, soltaba uno de sus haikus:

—Si el amor no fuera complejo, Marvin Gaye nunca habría sido músico.

Definitivamente, no sólo se había convertido en mi mejor amiga, también era mi mejor amigo, mi otro yo, mi alma gemela. ¿Por qué existía Dave? ¿Qué pintaba él con esa mujer?

—Por cierto, ¿vas a ir a la playa la semana que viene con los del último curso? —preguntó como si nada.

—¿A la playa? ¿La semana que viene? —redundé incrédulo.

—Sí, el jueves —respondió con tranquilidad oriental—. Todos los del último curso nos vamos a la playa. Creo que a Santa Cruz.

—¿Quieres decir que todo el mundo hace novillos?

—Claro, ¿cómo vamos a ir a la playa si estamos en clase?

Sonreí. No en plan Gioconda, más bien al estilo Joker de Batman. Recordé el férreo control de asistencia, la lista que pasaban en cada una de las aulas y la práctica imposibilidad de perderse una clase porque sí, que es uno de los mejores motivos para hacerlo. Me tomé la iniciativa como una rebeldía en masa, como un gesto antisistema, como un asalto al orden.

Me pasé todo el fin de semana relamiéndome en casa; era una especie de autocastigo para que a Betty no le entraran ganas de enviarme con otra familia.

Por si acaso.

El lunes recibí una nota en mi primera clase que me llenó de inquietud. La señorita Scalone nos la entregó sólo a tres alumnos; en ella, el director del instituto nos recordaba amablemente que, por distintas razones, necesitábamos pasar un examen general para poder graduarnos en Catworth. Al acabar la clase, le pregunté a la profesora si sabía de qué iba aquello.

—No te preocupes, sólo son unas preguntas de cultura general; matemáticas, geografía, historia… Todo eso.

«Pero ¿por qué yo?», pregunté con la mirada, sin despegar los labios.

—Tú tienes que hacerlo porque no has estudiado los tres primeros años aquí. Sólo es una formalidad, lo pasarás sin problemas.

Me estremecí, más por los poderes telepáticos de la Scalone que por la inminencia del examen.

En el recreo busqué al señor Powers y le transmití mis inquietudes académicas. Como siempre, el jefe de estudios se concentró extraordinariamente antes de darme una respuesta; cruzó los brazos, apoyó el índice de la mano derecha en la barbilla, se inclinó un poco y, aparentemente, fijó la vista en los cordones de mis Vans. Yo hice lo mismo —me refiero a lo de mirar mis cordones— y pensé que estaban realmente sucios, que tendría que quitarlos, lavarlos, esperar a que se secaran y…

—¡Entiendo! —exclamó Powers sacándonos a ambos del trance antes de pasar su brazo por detrás de mi cuello, apoyar la manaza en mi hombro y mirar hacia el horizonte, esto es, la cafetería al otro lado del campus. Mi cara quedó a la altura de los bolígrafos que asomaban en el pulcro bolsillo de su camisa.

—Vamos a ver… —musitó como buscando algo más allá de la explanada de césped. Yo también miraba aquel mar verde; era como si un viejo ranchero mostrara a su hijo la herencia agrícola que le esperaba. La intriga me estaba matando.

—¡Bien! —exclamó complaciente—. ¡Ya lo tengo!

Powers había encontrado la prueba suprema, la pregunta definitiva, el último argumento que haría de mí un sabio con diploma o un tonto sin COU; estaba a punto de enfrentarme al test que medía mi valía y que justificaba mi año académico. El jefe de estudios, como siempre, se tomó su tiempo; si llega a tardar un segundo más me habría lanzado a su cuello con los dientes por delante.

—Veamos… Imagínate que este gran cuadrado que tenemos aquí —dijo señalando el césped que nos separaba de la cafetería— mide cinco metros en cada lado. ¿Cuál sería el área del cuadrado?

La última frase la había pronunciado alto y deprisa, al mismo tiempo que adelantaba el cuello y un pequeño remolino de flequillo se agolpaba sobre su frente. Si lo hubiera hecho en alemán, habría creído a pies juntillas que imitaba un discurso de Hitler.

Pensé que la respuesta era veinticinco, pero, al mismo tiempo, dudé de la facilidad del test, así que empecé a buscar la trampa de la pregunta: un cuadrado… Cinco metros de lado… ¿Tendrá algo que ver que sea de césped?, como si los cuadrados de hierba fueran deformables o tuvieran variables que calcular. ¿Por qué había dicho cinco metros si era evidente que aquel campus medía mucho más? ¿Sólo era un ejemplo o escondía un truco? Powers me miraba fijamente, sus pupilas brillaban como las de Heidi antes de empezar a llorar. Yo mismo iba a empezar a llorar si no decía algo rápido.

—¿Veinti… cinco?

Powers recompuso su figura, alineó los capuchones que asomaban en el bolsillo de su camisa, se alisó el flequillo hacia un lado y me dio una palmada en el hombro.

—Hijo, no tendrás ningún problema para pasar ese examen.

Americanos. Van a acabar conmigo.

Tenía que haberlo sospechado; no era normal que si todo un curso va a hacer novillos se citen en el parking del instituto para irse a la playa, pero así estaba decidido.

—A las ocho y media en Catworth —me había dicho Janine—. Tú vienes conmigo.

Phil habría confirmado su creencia de que yo era ligeramente retrasado porque le repetí las palabras de mi amiga para disculparme por no acompañarlo hasta la playa en su coche. El muy zorro no dijo nada y disfrutó con mi sorpresa al llegar al parking y ver, perfectamente alineados, los autobuses amarillos de Catworth. Varios profesores apuraban a los alumnos a subirse para iniciar la excursión; en la puerta de uno de ellos, el mismo señor Nealon me recibió con un «buenos días» que me produjo un respingo indescriptible.

—¡Yo creía que íbamos a hacer novillos! —protesté en voz baja una vez sentado.

—¿Y qué importancia tiene si el instituto nos lleva gratis hasta la playa? —sentenció Janine.

Ella y sus haikus.

Llegamos a Santa Cruz inusualmente temprano; las diez menos cuarto de un soleado día de mayo. Lejos de los profesores, Rob y Troy —Steve no había venido porque, según su propia explicación, pasaba de que la gente lo viera en bañador— organizaron rápidamente la operación canalla:

—¡Colecta para cerveza! —decían en voz baja caminando entre los alumnos.

Creí que nos íbamos a quedar solos, pero, en pocos minutos, Rob apretaba un buen fajo de billetes de dólar en su mano derecha; todo el mundo parecía querer cerveza, incluso gente a la que no habría imaginado bebiendo sacaba su cartera de piel para extraer el pertinente tributo alcohólico. ¡Y no eran ni las diez de la mañana! Rob, erigido en líder por autoproclamación indiscutida, nos señaló a Troy, a Kurt y a mí, como si fuera uno de esos sargentos que en las películas de guerra escoge soldados para una misión peligrosa.

—Vosotros, conmigo a por la cerveza.

Nos alejamos del grupo hacia uno de los supermercados. Al echar a andar, giré la cabeza un instante; juraría que algunas compañeras nos miraban como si fuéramos aguerridos guerreros que partían voluntariosos buscando un destino incierto. O quizá era el sol, que les daba de frente, el causante de ese mohín fruncido. Cuando llegamos a la tienda me pareció que el fajo de billetes había disminuido notablemente; como no cabía esperar una repentina flojera muscular de Rob que hubiera propiciado alguna disminución de las funciones prensiles en sus dedos —y, como quiera que yo iba detrás y no había notado ningún desprendimiento monetario— sólo quedaba asumir que parte de la colecta había pasado de la mano al bolsillo de Rob por decisión unilateral e incontestable del dueño de dicha mano y dicho bolsillo.

Rob. Conocerlo no era quererlo.

Desde luego, el famoso plan A no era aplicable en esta situación; comprar cien latas de cerveza sin levantar sospechas insalvables sobre nuestra edad era poco menos que imposible, así que se imponía la ardua tarea de buscar un adulto que nos hiciera el trabajo sucio. Por anteriores escaramuzas en busca de alcohol, sabía que a Rob no le agradaba en absoluto el trance de suplicar semejante favor; siempre lo asocié a la vergüenza que le daba reconocer ante cualquiera que, al fin y al cabo, era un niñato de dieciocho años que estaba a tres calendarios de poder consumir alcohol legalmente. Troy, por su parte, no se cortaba, pero se ponía nervioso, le entraba la risa floja y acababa por parecer un zumbado en busca de problemas; más de un adulto predispuesto a comprarnos la bebida acabó por largarse al verlo acercarse doblado de risa con unos billetes en la mano.

Lo de Kurt era más triste.

Resulta que, meses atrás, estábamos aparcados frente a la puerta de servicio de un Seven Eleven en Story Road, cerca del aeropuerto, y Kurt se ofreció a buscar a alguien que nos comprara unas latas. Se dirigió a la entrada principal y lo perdimos de vista; a los pocos minutos vimos a un tipo muy extraño con sombrero de cowboy que salía por la puerta trasera con una bolsa de papel de estraza y mucha prisa. No le dimos importancia. Al cabo de veinte minutos, ante la tardanza de Kurt, Rob se bajó del coche y se encontró a nuestro amigo apostado en la puerta de la tienda.

Esperando a un tipo con sombrero de cowboy.

Desde aquel día fue como si Kurt se hubiera caído de pequeño en la olla de gente a la que le timan el dinero de la cerveza. O algo así, la cosa es que nadie quería que él, a pesar de su predisposición, fuera quien llevara a cabo el reclutamiento de adultos amorales.

Así que ahora, los tres me miraban fijamente y en silencio. Clavé los ojos en los de mis amigos, eché un vistazo al fajo de billetes que me tendía Rob, volví a mirarle a la cara y de reojo a Troy, observé de nuevo el dinero y volví la vista lentamente a Rob que, impaciente, me dijo:

—Bueno, ¿qué?

—¿Qué de qué?

A veces soy más bien lento.

A pesar de las movidas con la policía, con los profesores, con el género adulto californiano en general, había algo muy dentro de mí que seguía diciéndome que comprar cerveza no era delito, que si yo era educado con un señor de aspecto dudoso y le pedía que me comprara unas cuantas latas de cerveza a cambio de quedarse él con tres o cuatro, ese señor no gritaría como un loco para llamar a la policía —como me contaron que le ocurrió una vez a Steve, qué pena no haberlo visto—, así que agarré los dólares arrugados, no sólo por el uso sino por la presión nerviosa de los dedos de Rob, y me fui decidido hacia la tienda.

Pronto caí en la cuenta de que la moña de unas treinta personas dependía de mí. Había atravesado el Atlántico y todo el país para, en uno de los días más importantes en la vida académica de un grupo de americanos, proveerles de cerveza. Me di la vuelta para recibir la mirada de orgullo de mis tres compinches.

No estaban, los muy cabrones.

Entré en el supermercado y me dirigí a la bien señalizada y separada sección de licores. Para no levantar sospechas entre las cajeras o la encargada, debía pasar por delante de las neveras sin detenerme, fijándome en los precios y reteniendo las marcas. La oferta del día era un paquete de doce latas Miller a tres dólares con cincuenta y cinco centavos. Pasé de largo, pillé una lata de Coca-Cola, la pagué, salí y me aposté al lado de la puerta.

Abrí mi bote, eché un trago y lo escupí violentamente.

Sin querer, había cogido un Tab.

Digamos que un jueves laboral es un jueves laboral, en Santa Cruz y donde te pongas, así que el tráfico de individuos era más bien escaso. Una señora de cierta edad dobló la esquina y enfiló los veinte metros que restaban hasta la puerta. Lo hizo muy despacio, tanto que llegué a pensar que la acera era una cinta transportadora en sentido contrario a la puerta. Cuando por fin llegó, llevábamos un buen rato viéndonos el careto, así que decidí justificar mi absurda y estática presencia abriéndole la puerta y cediéndole el paso, detalle que recibió agradecida.

Los siguientes minutos no vi ni un solo comprador potencial de cerveza; todos eran recios deportistas o robustas amas de casa, hasta un policía de servicio entró después de mirarme con cara de pocos amigos. Si llega a aguantarme la mirada dos segundos más, creo que habría cantado de pleno:

—¡Sí, señor agente! ¡Quiero cerveza para moñarme, no sólo yo sino unos cuantos alumnos de Catworth! ¡Lo reconozco, pero, por favor, no dispare esa arma que acaba de desenfundar y que ahora introduce en mi boca impidiendo la correcta pronunciación de mi súplica!

Evidentemente me estaba empezando a aburrir.

Al cabo de un rato, la anciana de antes volvió a salir con un tetrabrik de leche bajo el brazo. No me pilló de sorpresa, pues la vi venir a través del cristal durante el buen rato que tardó en llegar, así que, de nuevo, abrí la puerta y la sostuve con una sonrisa porteril que ella me devolvió durante todo el tiempo que tardó en franquear la entrada. Una vez fuera hizo el gesto de entregarme algo muy pequeño; extendí mi mano y depositó en ella una moneda de diez centavos.

A ese ritmo, calculé que sólo tardaría trece horas en reunir dinero suficiente para seis latas de cerveza.

En fin.

Estaba a punto de abandonar cuando a lo lejos, más allá de la esquina contraria, divisé lo que parecía el gancho perfecto. Llevaba una camisa estampada de flores pintadas y mugre real, lucía una barba poblada, calzaba gorra de béisbol descolorida y, sobre todo, sujetaba una botella abierta y envuelta en papel de estraza. En ese momento, se entretenía en observar atentamente el cartel publicitario de un concierto de Steel Pulse en el Santa Cruz Civic Auditorium.

—¿Te gusta Steel Pulse? —pregunté al llegar a su lado.

Me miró como si hubiera eructado en vez de hablar.

—¿Qué? —bramó abriendo muchos los ojos.

La impaciencia, el rato que me había chupado de portero en la entrada de la tienda, el sol en mi nuca y las ganas de estar con Janine, me empujaron al grano directamente:

—¿Te importaría comprarme unas cervezas? —dije mostrando el dinero con cierto disimulo.

Su cara se iluminó gracias a la sonrisa que ahora asomaba bajo el bigote y sobre la barba.

—Claro, amigo —la última palabra la dijo en español—; ¿hay algo para mí?

—¡Por supuesto! —estaba dispuesto a besarlo si era necesario—. Me compras cuatro paquetes de doce latas Miller; eso son catorce dólares con veinte centavos, yo te doy diecisiete pavos y en paz, ¿te parece bien?

Había tenido mucho tiempo al lado de la puerta de la tienda para calcularlo.

Por un momento parecía que el barbudo de la camisa estampada intentaba calcular sus ganancias en el negocio; yo ya estaba a punto de incrementarle la propina en un par de dólares, pero inesperadamente abandonó el esfuerzo mental con un gesto de impotencia, agarró el dinero y exclamó:

—¡Vaya cogorza que vas a pillar, hijoputa!

Y se echó a reír camino de la tienda.

Al llegar a la playa supe cómo se habían sentido los marines norteamericanos al liberar París. Gente que sólo conocía de vista me abrazaba como si fuera el hijo, el padre o el hermano al que habían dado por muerto. Al final del grupo, Janine esperaba con una sonrisa, un bikini y un pareo, así que me acerqué y la abracé como si fuera la novia a la que yo había dado por muerta. Se dejó abrazar, pero la alargada sombra de un tal Dave nos tapaba el sol, y no es que él estuviera allí —ni siquiera estudiaba en Catworth—, sólo que Janine era fiel.

No podía ser de otra manera.

El día fue transcurriendo como en una de esas juveniles películas surferas de los años cincuenta, hasta Troy y unos amigos alquilaron unos tablones para pillar olas, mientras Rob —animado por el alcohol ingerido— se hacía cargo de las siguientes tandas de cerveza, un rasta paseaba por la arena ofreciendo porros de maría ya liados —dos por tres pavos—, los miembros del equipo de fútbol jugaban al freezbe, algún intrépido osaba bañarse —el agua estaba de un frío glacial, cortesía de la corriente de Alaska—, las chicas reían sus moñitas en bikinis fucsia y los chicos se hacían los machos, alguno sin disimular el bulto hinchado en su bañador, otros vomitando bajo el famoso paseo de madera de Santa Cruz.

Al principio del día, Janine y yo habíamos colocado nuestras toallas juntitas y bien estiradas; por la tarde, eran nuestros cuerpos los que estaban pegados, los dos tumbados boca abajo y unidos por el costado como siameses mellizos al borde del incesto, pues, si bien la proximidad física, mental y alcohólica no podía ser mayor, la fabulosa responsabilidad de Janine impedía cualquier quebranto carnal del pacto no escrito de amistad pura. Y eso que yo no cesaba de lanzar toscas indirectas:

—Si quieres arar la playa, sólo tienes que tirarme de los brazos.

Y ella, venga a reírse, y yo, venga a maldecir a Dave, donde quiera que estuviera.

A eso de las tres, la cerveza se acabó de nuevo y yo mismo, más que nada para que me diera el aire y se me bajaran las dos cogorzas que llevaba encima —una etílica, la otra libidinosa—, me ofrecí para conseguir más cerveza. Reuní siete dólares con setenta y ocho centavos —ya escaseaba el dinero— y me dirigí al Boardwalk, a esas horas mucho más poblado que en mi primera incursión. Me sentía eufórico, desbordante y alegre, aunque un observador imparcial lo habría resumido en una palabra: borracho. Ahora no me valía cualquier colgado para comprar cerveza, no, en este momento quería buscar a la persona más cool de la ciudad para compartir unas latas y reírnos del peinado de Nancy Reagan.

Después de descartar probables compradores de alcohol para menores —así estaba el patio—, divisé a un individuo, apoyado en la barandilla del paseo, que llamaba la atención desde cualquier ángulo; sólo vestía gorra caqui del ejército, bañador ceñido del mismo color y gafas de espejo. Un enorme tatuaje en el brazo derecho coronaba su magnética estampa. Me acerqué sin dudarlo, cegado por el destello de sus lentes, y lo saludé de la única forma que se me ocurrió:

—Hey…

—¿Qué hay? —respondió sin sorpresa.

—Me llamo Pepe. Estoy con unos cuantos amigos; quería saber si nos comprarías…

—¿De dónde eres?

—Español de España, Europa.

—Sé dónde está España —contestó sin enfado—. He estado en Barcelona.

—¿En serio?

—Los marines, amigo: con ellos conoces mundo.

—Ya…

—¿Qué quieres? ¿Cerveza?

Supongo que el brillo de mis ojos y los billetes arrugados en mi puño delataban mis intenciones, pero aquel tipo me pareció en ese instante el ser más inteligente de la Tierra. Le hizo una señal a otro tío que estaba apoyado unos metros más allá; tenía una larga melena rizada y vestía un chaleco de cuero que dejaba al descubierto un torso trabajado. Me miró de arriba abajo con expresión absolutamente neutral.

—Frank, ¿podrías conseguirle unas cervezas a mi amigo español? —preguntó el de las gafas de espejo.

El melenudo asintió y el marine volvió a dirigirse a mí:

—¿Te importa que sea mi amigo Frank quien compre la cerveza?

—No, no, claro que sí, estupendo —respondí con un tono de voz parecido al de Epi de Barrio Sésamo mientras le entregaba el dinero con la sensación de niño pequeño al que un grandullón le roba la merienda en el recreo.

—Esperadme aquí —explicó Frank mientras guardaba el dinero en el bolsillo de su vaquero—. Ahora vuelvo.

Al alejarse, vi que Frank llevaba la leyenda «Ángeles del Infierno» escrita en la espalda. Creo que hasta puse pucheros.

—Me llamo Ron —dijo el de las gafas tendiéndome la mano.

Quise notar algo tranquilizador en su voz, en el tono, en su mano, o quizá yo sólo quería evitar el «síndrome Kurt» que todo adolescente californiano experimenta en el lapsus de tiempo que transcurre desde que da su dinero a un desconocido hasta que éste le entrega la cerveza ilegal. Ron empezó a hablar y yo acabé sentado a su lado sobre la barandilla, flipando con sus historias navales, que empezaban, nada más y nada menos, en Vietnam y seguían por mares que nunca había oído nombrar, o puede que fueran sus nombres en inglés los que me sonaban raro, la cosa es que no nos reímos de Nancy Reagan ni falta que hizo porque Ron puso a caldo al Sistema, así con mayúscula, o puede que hablara de un equipo de fútbol, no lo sé, aquel marine retirado era muy cool, demasiado hip para mí, hablaba sin descanso pero suave, bajito, o a lo mejor el barullo de la gente que abarrotaba el paseo no me dejaba oírlo bien. En definitiva: ya había pasado demasiado tiempo.

Y Frank no aparecía.

Sentí cómo la paranoia crecía en mi interior. Quizá Ron y Frank eran miembros de una famosa banda de timadores dedicada a estafar a los adolescentes con ganas de cerveza. Noté que mi actitud hacia Ron había cambiado, quiero decir, yo lo notaba pero él ni se inmutaba; seguía hablando con aquel tono susurrante, ladino y esquivo. Yo era el nuevo Kurt; la admiración que había despertado aquella misma mañana cuando llegué con las primeras birras se iba a tornar ahora en cachondeo, reprobación y quién sabe si destierro. Las nuevas generaciones adolescentes hablarían de Pepe, el tipo al que un pasota disfrazado de exmarine y su colega con una chupa de palo le habían levantado siete pavos y pico en un golpe cuidadosamente planeado.

—Perdona, tío —dijo Frank a mis espaldas—. La primera tienda estaba cerrada y tuve que ir hasta el otro extremo del paseo —añadió descargando en el suelo dos bolsas con veinticuatro latas de cerveza.

Hablo mucho, pienso demasiado, nunca acierto. ¿Podía sentirme peor?

—¡Ah! Y aquí tienes la vuelta; han sobrado sesenta y ocho centavos.

No podía irme sin más. Intenté rechazar los míseros centavos, pero Frank insistió en que me los quedara; su amabilidad sólo ahondaba, de manera inconsciente, en mis remordimientos por haber dudado de su honradez. Les propuse tomarnos alguna birra allí mismo y aceptaron de buen grado. Con suma destreza, Ron vertió el contenido de tres latas en otros tantos vasos de plástico para refresco, repartió las bebidas y alzó la suya:

—¡Del bar a la tumba!

No sé a qué venía aquello, pero me uní al brindis y bebí con ganas. La cerveza entró en mi organismo reestructurando la borrachera que agonizaba debido a la espera; casi podía sentir mis tejidos absorbiendo el líquido como la tierra seca de una maceta chupa el agua de la regadera. Ron empezó a relatar una misión que había realizado en Vietnam junto a cinco compañeros; tenían que registrar una pequeña aldea abandonada en la zona controlada por los marines, un trabajo rutinario al que se dirigieron sin la tensión habitual de otras misiones. Resultó ser una emboscada; al llegar al poblado, dos casas saltaron por los aires al mismo tiempo, matando en el acto a los tres soldados que caminaban entre ellas. Otro perdió ambas piernas y el quinto sufrió desgarros y fracturas por la metralla. Sólo Ron, que cerraba el grupo, salió ileso de la trampa.

Nos quedamos un buen rato callados. Frank no había abierto la boca y ahora bajaba la vista con la mirada perdida en las ranuras que separaban las maderas del paseo. Ron parecía realmente emocionado, pero la amplitud y el inescrutable reflejo de sus gafas de sol impedían calibrar el grado de la misma. Yo estaba absolutamente fascinado con la historia que acababa de escuchar; después de tantas películas sobre el tema, estaba viviendo una historia real que había sucedido trece años atrás. Mi borrachera entraba en la fase de exaltación de la amistad:

—¡Por tus compañeros! —exclamé alzando el enorme vaso de plástico.

Me miraron con sorpresa, supongo que asombrados ante mi inmediata adhesión. Su evidente lentitud a la hora de reaccionar y responder a mi brindis casi congela mi entusiasmo, pues me dio tiempo a considerar que no venía a cuento mi arrebato por la 11a Brigada Ligera de Infantería —como pude leer en el tatuaje de Ron—. Tras unas cuantas disquisiciones más sobre las putas de Barcelona, la marihuana de Panamá, los chiles habaneros de Guatemala y el vodka finlandés, Ron completó su geografía del vicio antes de resoplar y emprenderla contra la exigua pensión del soldado retirado. Frank seguía mudo; el hecho de no verse obligado a hablar le dejaba mucho tiempo libre para beber como el Ángel del Infierno que parecía ser, así que despachaba latas a ritmo de récord Guinness. Y como quisiera que el tono épico de su amigo se había mutado en lastimosa queja de pensionista, aproveché un receso en el monólogo de Ron para informarle de mi urgente partida a la busca de mis sedientos compinches.

—Realmente ha sido un placer charlar contigo, Joe —me dijo para que me sintiera aún más rastrero y mezquino.

—Cuídate —añadió Frank, muy en su línea lacónica.

Me tendieron la mano, les di un abrazo y sentí no saberme algún himno de la 11a Brigada porque mi borrachera ya tenía ganas de entrar en la fase de cánticos y bailes.

—¡Born to be wild! —dije tirando de tópico sesentero.

Volvieron a mirarme con asombro, pero esta vez con una sonrisa ladeada que sonaba a mueca paternal ante la gracia del chiquillo.

Cuando llegué al grupo de la playa, la recepción de mis compañeros fue distinta a la de la primera incursión cervecera; en esta ocasión me sentía miembro de una misión humanitaria repartiendo alimentos de primera necesidad entre famélicos civiles sometidos a asedio. La turba llegó a romper las bolsas de papel y en medio minuto me libraron de todo el peso que acarreaba. Como un grupo de monos salvajes después de repartirse un racimo de plátanos maduros, mis camaradas se habían dispersado por la playa para beber atragantados buches de cerveza furtiva. A mis pies, los restos de papel y del cartón que envolvía las latas se dejaban mecer por la brisa marina. Observé mi propia silueta proyectada sobre la arena; la sombra de una gaviota que en ese momento volaba por encima pareció emerger de mi cabeza, como una idea peregrina que se me acabara de ocurrir.

—¡Janine! —exclamé en voz alta mientras la sombra del pájaro volvía a fundirse con mi silueta.

¿Dónde estaba Janine? Se lo pregunté a una de sus amigas, sin importarme que tuviera la lengua dentro de la boca de uno de los jugadores del equipo de fútbol; a él sí le importó.

—¿Sabes dónde anda Janine?

Me miró de reojo; sin sacar la lengua de donde la tenía y sin cesar en los lascivos movimientos circulares de cabeza propios del trance, se encogió de hombros y señaló el paseo.

Volví la vista al Boardwalk de Santa Cruz; allí a lo lejos la gente se movía como una legión de hormigas soldado en busca de alimento. Sopesé la posibilidad de unirme al hormiguero en busca de Janine; lo fui sopesando mientras mis rodillas se doblaban poco a poco acercando mi torso al nivel cero. Una vez tumbado, con los ojos semicerrados, extendí la mano hacia el lejano paseo y musité «Janine» como un soldado de la 11a Brigada de Infantería Ligera alcanzado por la metralla de una emboscada.

Finalmente, expiré y… me dormí.

Una buena torta en la cara es una forma muy desagradable de despertar.

—¡¿Dónde te habías metido?!

Un volumen exagerado de voz nada más abrir los ojos no mejora las cosas.

—Eeeeh… Esto, yo…

Si a todo ello añadimos cierta pastosidad bucal provocada por una ingesta convulsiva de cerveza previa al sueño, un despertar brusco acaba por ofrecer una imagen lamentable.

Era Janine, riñéndome por haber tardado tanto tiempo. Preocupada, había ido en mi busca y no se había enterado de mi llegada al campamento base. Lo primero que pensé es que a ella también le había afectado el alcohol —al fin y al cabo, llevábamos bebiendo desde las once de la mañana—, pero el brillo de sus ojos y la sinceridad de su inquietud me hicieron pensar que había algo más.

Y, literalmente, me derretí.

La abracé con mucho cuidado, como si la presión fuera a romperla, y ella se dejó querer. Nos tumbamos pegados como lapas, su barbilla apoyada en mi hombro, la mía en el suyo, y permanecimos callados un buen rato.

Amaba a aquella mujer. Imaginé que si en ese momento pasara por la playa un jeep con el cura de mi pueblo y mi madre con peineta me casaría al momento con Janine. No reparé en lo mucho más fácil y probable que hubiera sido imaginar una boda civil. Lastres de la educación católica, qué le vamos a hacer.

La tensión aumentaba; no podíamos movernos porque cualquier cambio en la postura significaba besarnos o separarnos. Pensé que Janine no quería separarse de mí, pero que tampoco se decidía a enfrentar su rostro al mío por lo que pudiera pasar. Mientras tanto yo le acariciaba la espalda delicadamente, feliz como un adolescente con novia nueva, ansioso de besar sus labios, reloj, no marques las horas…

Cuando ella roncó por primera vez, cerré los ojos con fuerza esperando que sólo hubiera sido una impresión mía, pero el segundo ronquido despejó cualquier duda; Janine se había quedado como un cepo. La desilusión duró poco; en realidad, me quitó un peso de encima porque ya era seguro que, de momento, no habría beso ni nada que no fuera dormir plácidamente, así que me relajé y, sin despegarme ni un milímetro de la Bella Durmiente, me abandoné al sopor más delicioso de mi existencia.

Su amiga nos despertó bruscamente veinte minutos más tarde; el posible romanticismo de la escena duró un par de segundos —los que Janine tardó en enfocarme con sus ojos dolidos por la luz— antes de levantarnos a trompicones; los autobuses volvían a San José, estaban a punto de irse, no había tiempo que perder, rápido, rápido.

Iniciamos el camino en silencio, conscientes de la oportunidad perdida, seguros de que nunca jamás tendríamos otro momento de intimidad como aquél. Caminando por el paseo de madera hacia el autobús amarillo, nos mirábamos cada poco y sonreíamos nerviosamente.

—¡Joe! —gritó una voz lejana a mis espaldas.

Era Ron, que levantaba un vaso de plástico; a su lado, Frank hizo un leve gesto con la mano derecha.

—¡Cuida mucho a tu chica! —añadió el exmarine señalando con el vaso a mi amiga.

Miré a Janine. Acerqué mis labios a los suyos, deposité en ellos el beso más casto que ha conocido la humanidad y devolví el saludo a Ron.

—¡Nos vemos! —grité tan alto que medio paseo se volvió para ver quién chillaba de esa manera.

Antes de empezar mi año en California estaba totalmente convencido de que me quedaría a vivir allí una vez finalizado el curso, pero el paso de los meses había enfriado esa posibilidad.

Hasta ahora.

De un tiempo a esta parte, el deseo de seguir en aquellas tierras se había hecho firme, pero de una manera demasiado vaga. Tendría que estudiar una carrera, sí, y no podría seguir en casa de los Johnson, así que era necesario vivir en un campus —cada vez que lo pensaba recordaba Desmadre a la americana— y para ello, no cabía otra solución: necesitaba una beca como dios manda.

Había dos posibilidades: la beca deportiva o la académica. La primera estaba lejos de mis aptitudes. Greg Reynolds, mi compañero de taquilla, había logrado una para la Universidad de California en Irvine gracias, básicamente, a la potencia de sus piernas y al empuje de su tórax a la hora de impedir el avance de los jugadores enemigos. ¿Qué podía argumentar yo? ¿Que cabía la posibilidad de que en la pretemporada de soccer metiera un gol por la escuadra? Mi única opción era presentar el expediente de mi estoico BUP, anterior al COU vacacional, aquellos tres cursos repletos de áridas y espesas asignaturas, tan ajenas a la californiana ligereza de los estudios de mis compañeros. Entre las distintas charlas que las universidades de la zona organizaban en el instituto para captar alumnos, me apunté muy decidido a la promovida por la Universidad de Santa Cruz. La reunión, a la que sólo asistimos catorce alumnos, tenía lugar a la hora de comer en la biblioteca de Catworth. Me acerqué a uno de los más sonrientes comerciales; una placa metálica enganchada al bolsillo de su camisa le identificaba como Kyle. Le pedí información sobre becas, me invitó a sentarme y me entregó un folleto de la universidad.

—Dime, ¿por qué te gustaría estudiar en Santa Cruz?

Pensé: «Porque en la playa conocí a un par de tipos que me compraron cerveza y casi beso a Janine», pero dije:

—Porque creo que es la mejor, ¿no?

—¡Sí, señor! —respondió Kyle con entusiasmo—. Dime, ¿qué asignaturas estás estudiando este año?

Cabrón.

—Bueno, soy español y he estudiado los tres cursos anteriores en…

—Ya entiendo, pero ¿qué asignaturas tienes ahora?

—Bueno; Psicología, Inglés…, Dibujo, ya sabes.

A Kyle se le borró la sonrisa de un plumazo. Noté cómo se le esfumaba el interés. Me entregó dos formularios con la misma desgana que lucen los tipos que reparten publicidad en la calle. Eché un vistazo. Una hoja era sólo para datos personales y la otra incluía un extenso cuestionario; la primera pregunta era «¿Qué asignaturas ha estudiado en COU?».

Justo entonces comprendí que me quedaban menos de tres semanas en Estados Unidos.