El primer domingo de abril desperté muy temprano, pero no me levanté hasta que Betty se fue a la iglesia, por si se le hubiese ocurrido alguna ingrata tarea doméstica que requiriera mi esfuerzo físico. Tras desayunar sin mucho entusiasmo y vagabundear por los treinta y cinco canales de televisión, decidí visitar a Ken, el querido u odiado —según el día que tuviera— dependiente de Needle Records. Me recibió en uno de sus días malos, esto es, ni me miró. La escueta sección de Reggae —tres cubetas de vinilos— estaba ocupada por un comprador tan orondo que hacía imposible situarse a su lado, así que me puse a ojear el aún más parco departamento de Ofertas con la inocencia del que espera encontrar un disco interesante en los retales que no se venden ni a tiros. En su premeditado plan por echar a la clientela blanca del local, Ken pinchaba el White Lines de Grandmaster Flash; aun así, dos treintañeros merodeaban en el apartado Disco y una anciana se había anclado en el de Jazz.
Mi domingo ideal.
De pronto, uno de los empleados negros de la zapatería situada en el local contiguo apareció en la entrada y desde allí se quedó mirando a Ken. Alguna vez los había visto departiendo con pasión sobre música, incluso cantando y acompañando con palmas algún estándar del soul de los sesenta; el amigo de Ken era todo un clásico en cuanto a gustos musicales. Cuando salía de trabajar gastaba trajes de terciopelo, camisas con cuellos exagerados, botín con tacón y patillas anchas bajo un afro moderado; se había quedado en los setenta y lo demostraba con una chulería bastante irritante para muchos blancos e incluso para algunos brothers. A mí, simplemente, me fascinaba. Habría dado un brazo por poder andar con ese balanceo, con ese arqueo de piernas, con esos llamativos trajes, y hacerlo con naturalidad, como si ya hubiera aprendido a andar así desde niño y mis primeras palabras, en vez de «mamá» o «papá» hubieran sido «Like a Sex Machine». Pero no, yo era otro blanco sin ritmo en el cuerpo —mi padre siempre decía que los negros lo llevaban en la sangre—, que ahora contemplaba boquiabierto al dependiente de la zapatería del centro comercial West Market de San José, California, petrificado en la entrada de la tienda de discos Needle Records con la mirada fija en Ken, el empleado que la atendía los domingos. El hecho de presenciar esa escena era lo más cerca que nunca había estado de ser auténticamente cool.
Claro que no era el único. La irrupción del dependiente había sido tan aparatosa que los otros clientes también habían abandonado la observación más o menos mecánica de carpetas alineadas y dirigían sus gestos expectantes hacia el fosilizado visitante; es decir, yo era cool en la misma medida que dos treintañeros despistados, un gordo desmesurado y una anciana enclenque. Aquel tipo parecía tener algo importante que decir pero no acababa de arrancar, algo inusual en él. Durante un par de segundos eternos se mantuvo disecado con la mirada fija en Ken; en ese lapsus de tiempo, sus ojos se encharcaron de lágrimas hasta que su amigo rompió la tensión que ya contagiaba a los presentes.
—Tío, ¿qué pasa? —preguntó.
Su respuesta cayó como una piedra en un estanque. La onda expansiva me alcanzó de pleno.
—Es Marvin, Marvin Gaye… Ha muerto… Su padre lo ha matado…
Nos quedamos petrificados, como esperando que nuestro informante explicara esa última frase tan enigmática. Con un gesto de incredulidad, Ken desconectó el tocadiscos y sintonizó la radio; la suave melodía de Mercy Mercy Me confirmaba que algo grave había pasado. El dependiente de Needle abandonó el mostrador y abrazó a su amigo; nunca habría imaginado que aquellos dos hombretones, auténticos divos funk, pudieran emocionarse de tal manera. Los dos lloraban en silencio y yo no sabía dónde meterme cuando mis ojos también se humedecieron, más por mimesis que por verdadera aflicción; el español medio no está preparado para ese tipo de demostraciones públicas de afecto y sensibilidad. Los demás seguíamos estáticos, pero el gordo fue el primero en reaccionar. Aprovechando que la sección de Soul estaba a su lado, buscó la letra G y se hizo con toda la discografía de Marvin Gaye disponible en aquel momento: dos copias del Midnight Love (desde luego, Needle Records no tenía un fondo de catálogo muy boyante) que llevó con sumo cuidado hasta la caja. Ken lo miró con los ojos aún llorosos, agarró ambos elepés y dijo con un hilo de voz:
—¿Se los lleva entonces?
El gordo asintió con gesto grave y sacó una gruesa cartera de su bolsillo posterior mientras el dependiente abría un armario situado debajo del mostrador, depositaba los discos, y cerraba con llave. El asombrado cliente, la cartera en una mano, los billetes en la otra, levantó las cejas en demanda de explicación.
—Fuera de aquí —respondió Ken dejando bien claro el esfuerzo que le costaba hablar sin gritar.
El cliente hizo un amago de protesta, pero el fuego en la mirada del vendedor le hizo desistir. Se fue mascullando entre dientes «esto no se quedará así» mientras la voz del locutor de la emisora sintonizada hablaba sobre el final de Mercy Mercy Me:
—Seguimos recibiendo llamadas de oyentes que quieren confirmar la que es, sin duda, una de las peores noticias del año: el cantante y compositor Marvin Gaye ha fallecido a consecuencia de los disparos efectuados por su padre, Marvin Gay, senior. Gaye fue declarado muerto a la una y un minuto de esta tarde en el Hospital California de Los Angeles tras el incidente armado ocurrido en la casa que sus padres tienen en el distrito de Crenshaw. El autor de What’s Going On habría cumplido mañana mismo cuarenta y cinco años. Mientras esperamos el comunicado oficial del Departamento de Policía de Los Ángeles, Marvin sigue con nosotros en KFJC; lo recordamos ahora en uno de sus grandes temas junto a Tammi Terrell: You’re All I Need To Get By.
Volvió la música a inundar el local, pero yo seguía sin moverme del sitio hasta que, imitando a los dos treintañeros y a la anciana, me dirigí hacia Ken, que sacaba de nuevo los dos ejemplares de Midnight Love del pequeño armario y los depositaba sobre el mostrador. Los tres clientes que me precedían le dieron la mano, esto es, el pésame, como si él fuera hermano del fallecido; la anciana, que ya lloraba copiosamente, abandonó el local entre gemidos. Me quedé a solas frente a Ken, observando el despreocupado retrato de Marvin, que nos miraba desde la portada con media sonrisa, la cabeza ladeada y apoyada sobre el puño cerrado. No pude evitar pensar que aquellos dos discos eran de los últimos editados en vida del artista, es decir, que aunque ahora llovieran reediciones de sus gloriosos trabajos, todos iban a ser, irremediablemente, discos postumos; se habían grabado antes de su muerte, claro, pero las nuevas copias serían prensadas e impresas con el autor bajo tierra. Para siempre. Entendí la reacción del gordo al querer llevarse aquellas dos copias, y esa comprensión me hizo sentir mal. Tan absorto estaba en todas esas meditaciones que no reparé en la compasiva mirada que me dedicaba Ken.
—¿What’s Going On, tío? —preguntó retóricamente en el más fácil juego de palabras posible sobre estrellas del rock recién muertas.
—Ya… —contesté redundante, igual de retórico.
—Llévatelo.
—¿Cómo? —respondí con un respingo.
—Que te lo lleves si quieres. El otro es para mí.
Me sentía mal; en realidad, mis ojos se habían empañado al ver a dos personas que lloraban y mi vista se había quedado absorta en aquella portada pensando en términos de baboso coleccionista de pacotilla. Y antes estaba su amigo, el de la zapatería. Yo no merecía aquel disco.
Pero lo quería más que nada en la vida.
Así que lo cogí, acepté la bolsa de plástico que me tendía —al introducirlo dentro no pude evitar pensar en las fundas en las que envuelven a los cadáveres— y metí la mano en el bolsillo temeroso de no llevar encima los dólares necesarios.
—No, no —interrumpió el Santo Ken—; que te lo lleves sin más. Es un regalo.
Aquello ya era demasiado, una prueba definitiva, un asalto en toda regla a mi conciencia. «No puedo aceptarlo», pensé mientras cerraba la bolsa con sumo cuidado para que su contenido no se viera desde fuera. Le tendí mi mano ceremoniosamente y creo recordar que dije algo así como «un gran hombre». Hoy en día, todavía no sé si quise referirme a él o a Marvin, supongo que a ambos. Salí de la tienda conteniendo las ganas de gritar, preso de una absurda emoción taquicárdica.
El domingo siguiente, la sonrisa con la que entré en Needle Records se me cayó a los pies.
Ken ya no estaba. El puto gordo ocupaba ahora su lugar.
Y en la tienda sonaba el tema central de Flashdance.
Todo en la vida tiene un final. Todo. Incluso la mayor de las perezas, la más incombustible desidia, la más absoluta de las indeterminaciones no impide que lo que tenga que pasar llegue a ocurrir. Me refiero a mi carné de conducir. Había tardado dos meses y medio en completar las treinta horas de clase teórica que casi todo el mundo concluía en una semana; hasta Bill —el amiguín que una vez por semana venía desde Santa Cruz— había finalizado sus lecciones antes que yo. Brad, el profesor de la Autoescuela Saratoga, me despidió sin mucha ceremonia; me dio la mano, una sonora palmada en la chepa y me deseó suerte con el desdén de una cajera de supermercado en su primer día de trabajo tras las vacaciones. Me apetecía echarlo de menos, ponerme nostálgico o pedirle un teléfono. No pude.
El siguiente paso, necesario para poder examinarme, eran las preceptivas seis horas de práctica bajo la supervisión de un profesor de autoescuela. Esta vez, bastaron dos días para completar el trámite, aunque una gigantesca sombra de duda vino a turbar mi hasta entonces animosa decisión de convertirme en conductor de primera. Había entendido el porqué de mi desinterés a la hora de completar las clases teóricas; de alguna forma irracional, mi subconsciente rechazaba la complicada operación física y mental que conlleva la conducción de un automóvil tal y como se entiende en nuestra era. Cuatro extremidades en juego, prácticamente todos los sentidos en funcionamiento, el cuello rígido… Demasiado absorbente, muy engorroso, bastante difícil.
Y eso que era un coche automático.
Y seguí adelante porque ya había pagado mis cien dólares, pero desde la primera lección práctica supe con certeza que nunca conduciría con normalidad. Así que un buen día de abril, recién duchado y con jazmines en el pelo, agarré los certificados amarillo y naranja que probaban mi presunta destreza a la hora de interpretar señales y accionar mecanismos al mismo tiempo y me dirigí a la central del Departamento de Vehículos Motorizados del Estado de California para realizar el examen teórico.
Y es aquí donde tengo que explicar algo. Veamos, Brad lo había dicho un buen día como quien no quería la cosa, a raíz de un comentario sobre un alumno que había suspendido el examen teórico. Fue como si a Brad se le escapara un dato esencial que todos los adultos con carné de conducir ocultaban a los imberbes en pleno trance de conseguir su licencia. Lo que el profesor vino a decir es que había tres exámenes posibles y que la funcionaria de turno escogía uno de los formularios aleatoriamente, así que íbamos a repasar otra vez los tres cuestionarios para que todos acudiéramos bien preparados.
Recuerdo que me tensé en la silla, incluso Brad me dirigió una breve mirada que anulé simulando un amago de estornudo. ¿Íbamos a repasar tres cuestionarios y uno de ellos sería el que nos entregarían en el examen? ¿El profesor de la autoescuela nos iba a revelar las respuestas correctas del examen teórico que días más tarde —en mi caso, semanas— tendríamos que pasar? Me puse nervioso y miré de reojo a mis compañeros. Nadie parecía haber reparado en la importancia vital de la información que Brad nos transmitía. Mi entusiasmo fue decayendo al ver que nadie agitaba el bolígrafo, movía rítmicamente una pierna, me guiñaba un ojo o empezaba a sudar, es decir, mostraba cualquiera de los tradicionales signos externos que delatan una buena copiada. Cuando el profesor había encontrado los ejercicios en su carpeta y se disponía a leer las preguntas en voz alta para que fuéramos contestando, me rendí a la presión y alcé la mano:
—Perdón…
—Dime, Joe.
—¿Estas preguntas que vas a leer son las mismas que nos harán en el examen teórico?
¡Mierda! Demasiado directo, muy evidente, poco sutil.
—Eso acabo de decir, Pipi. —El muy canalla me llamaba por mi nombre original cuando quería resaltar mi condición de extranjero—. Hay que estar más atento.
Me puse colorado, agité el bolígrafo, moví rítmicamente la pierna derecha, guiñé los ojos como si tuviera un tic y empecé a sudar, todo a la vez; parecía uno de esos desquiciados peluches tamborileros. Cualquier profesor español de secundaria me habría expulsado de clase por sospechoso, pero en Estados Unidos no se copia, y si no existe el delito, tampoco hay represión específica, así que fui copiando todas y cada una de las respuestas correctas —la prueba era tipo test— y recordé mentalmente cuál era la primera pregunta de cada cuestionario para cotejar y encajar. Corte y confección. El sueño de mi vida —asistir a un examen con las respuestas en el bolsillo— estaba a punto de hacerse realidad.
El Departamento de Vehículos Motorizados de San José era un enorme cubo con grandes ventanales, similar a los cientos de cubos gigantescos que albergan las instituciones que rigen la convivencia californiana. Betty insistió en acompañarme en tamaño trance, aunque su servicio consistió en depositarme en la entrada y señalar un Taco Bell situado enfrente del edificio en el que nos encontraríamos transcurridas dos horas.
A partir de entonces, los acontecimientos se sucedieron, los sucesos se precipitaron y las precipitaciones acontecieron hasta cerrar el círculo y acelerar la secuencia a ritmo vertiginoso. Siguiendo las indicaciones de un enorme e inconfundible letrero bilingüe que colgaba del techo, me coloqué en la fila de individuos que esperaban el test; la cosa iba rápida porque en la correspondiente ventanilla, una funcionaría que nos miraba a todos por encima de las gafas colocadas justo al borde de su nariz, escogía, en efecto, aleatoriamente, uno de los tres exámenes que, en tres montones como tres soles, descansaban a su vera. A mí me tocó el examen de la derecha, di las gracias a la funcionaría —mentalmente, también a Brad— y me retiré a un lado. Una larga balda dividía la pared del fondo a modo de mesa flotante sobre la que varios aspirantes a conductores se apoyaban para rellenar sus formularios. La balda estaba situada al lado de la puerta de salida y allí no había ningún sistema de vigilancia humana en forma de instructor que me impidiese salir, sentarme en el Taco Bell de enfrente para hacer mi examen teórico y volver con el estómago lleno y la conciencia tranquila. Estuve tentado de hacerlo, no por necesidad, sólo para poder contarlo en España, pero me contuve.
Comprobé la primera pregunta y vi que correspondía al segundo modelo de cuestionario; por si acaso, repasé las respuestas que llevaba escritas en una minúscula y típica chuleta española, y constaté con alegría torera que encajaban como un guante. Había acabado el examen más fácil de mi vida en menos de tres minutos. El tipo de felicidad exultante que sólo un machacado estudiante español de BUP podría entender invadió mi ser de arriba abajo. Aquello había que compartirlo; a mi lado, un hispano que aparentaba unos treinta años fruncía el ceño ante una de las preguntas.
—Hey, amigo —le dije en español—, ¿necesita ayuda?
Me miró como el que ve a Lucifer, pero cierto brillo en sus ojos delataba lo tentadora que le parecía la diabólica oferta.
—Pues no le digo que no, mi amigo —respondió con media sonrisa.
El edificio era un continuo trasiego de voces, ruidos metálicos e hilo musical ajenos a la balda de los examinados, así que no tuve reparo ni especial cuidado a la hora de agarrar su hoja, mirar la primera pregunta y marcar las respuestas correctas copiándolas del tercer modelo de examen, desvelado como los secretos de Fátima en la minúscula chuletilla adherida a mi antebrazo. Me sentía como el Robin Hood de los Tests.
—¿Está seguro entonces? —preguntó mi protegido, desconcertado ante la destreza de El Zorro de la Autoescuela.
Disipé sus dudas con una sonrisa que yo imaginaba destellante y, después de recoger sus bártulos, se dirigió a la ventanilla musitando un «muchas gracias» que me supo a gloria. Decidí seguirlo con la vista; cuando la funcionaría correspondiente corrigió y aprobó su ejercicio estuve a punto de gritar de alegría. Me habría acercado al mostrador colgándome de lámpara en lámpara, pero, afortunadamente, allí sólo había tubos fluorescentes. Cuando llegó mi turno, yo ya era Errol Flynn y me apetecía pedirle a la funcionaria un piano para aporrearlo sin manos.
Ella cogió mi examen y le puso encima una plantilla que sólo dejaba al descubierto la casilla correcta en cada pregunta, es decir, en un santiamén comprobó que en todas las casillas asomaba una crucecita marcada con firmeza.
—Enhorabuena; ¡ni un solo fallo! —exclamó con la mejor de sus sonrisas—; puedes dirigirte a la siguiente ventanilla.
Por un momento pensé que era una broma, o que estaba soñando, o que, una vez más, había entendido algo mal y en vez de un examen de conducir estaba presentando una solicitud para formar parte de un coro metodista. Cualquier cosa antes de creer que allí no había gato encerrado.
Sobre el mostrador de la siguiente ventanilla —a la que llegué dando tres pasos laterales— había una especie de catalejo como los que funcionan con monedas en parques y miradores. Otra funcionaría, más seca que un Martini, me invitó a mirar por los visores y preguntarme por las letras, números y dibujos que veía. Prueba superada. Siguiente ventanilla.
—Sitúese sobre la línea amarilla y mire al frente —me indicó la tercera empleada pública.
Obedecí y un fogonazo perpetuó sobre negativo fotográfico mi sincero gesto de asombro.
En la cuarta y última ventanilla, la más amable de las funcionarias me entregó dos papeles. En uno figuraba la fecha para el examen práctico. El otro, según me explicó lentamente al advertir cierta pastosidad en mi entendimiento del inglés, era un permiso provisional de conducción, válido hasta que me dieran el definitivo. Que sí, que sí, con éste ya puedes conducir. Eso es, ya te daremos el permiso con foto y todo cuando apruebes el práctico. Sí, sí, de nada, no hay de qué. Adiós, adiós. Sí, mi familia está bien, gracias. No hay de qué. Hasta luego.
Abandoné el Departamento de Vehículos Motorizados con un papel amarillo en la mano que me convertía en conductor legal. Pensé en Tina Barlow y en la bicicleta que aparqué en su jardín; en el casi beso que un día me dio Debbie, mi compañera en la clase de Gobierno de Estados Unidos; en Katia, la sueca triste que miraba el horizonte en la playa de Santa Cruz; y en Janine, mi mejor amiga por no decir la única. Pensé en todas ellas y me puse a tararear To All The Girls I’ve Loved Before.
El sol de California me daba en la cara.
Janine, la compañera perdida y hallada en la tienda de peces, fue ocupando, poco a poco, el tiempo libre a la hora de comer en Catworth. Tenía una fabulosa capacidad de atención y todo lo que yo le contaba parecía interesarle más que a mí mismo. Durante días hablé y hablé de lo que me gustaba Tina Barlow, de cómo me habían expulsado del equipo de fútbol, del concierto de Police y los Clash, de las juergas con mis amigotes y de las tribulaciones que sufría en España porque mi madre no me dejaba llevar el pelo largo.
Un buen día cerré la bocaza, más por agotamiento que por prudencia.
Y entonces pude escuchar a Janine.
Había crecido en San Diego junto a sus padres y su querido hermano Todd, hasta que sus padres se divorciaron. Los dos niños se quedaron con la madre y los tres se mudaron a Los Ángeles, pero pronto su hermano se metió en asuntos de heroína y acabó muriendo por sobredosis. Una casualidad las trajo entonces hasta San José, donde las dos tuvieron que trabajar en lo que fuera saliendo. Poco después, su madre empezó a salir con un camarero que se las arregló para robarles todos sus ahorros. Ya hacía más de un año de eso; las cosas iban mucho mejor ahora.
Todo esto lo contaba con una serenidad tan aplastante, que lograba, sin quererlo, que me sintiera pequeñito y mezquino con mis problemas de andar por ahí. Me estaba enamorando. Antes de reconocerlo habría permitido que me arrancaran las uñas con tenazas, pero no cabía duda: estaba cayendo en las legendarias redes de la atracción total. Y lo mejor es que aquella sensación me gustaba. Hasta que de forma natural, sin nervios ni precipitaciones, decidí proponerle una cita para ir al cine o a una hamburguesería, habituales y únicas propuestas posibles entre adolescentes que quisieran quedar fuera del instituto. Su habitual sonrisa dio paso a un gesto sombrío que no anticipaba nada bueno.
—Verás, es que…, bueno…, está Dave… En realidad, todavía no te he hablado de él.
¿Dave? Repasé las cintas de grabación que almacenaba mi megacasete cerebral; efectivamente, no me había hablado de alguien llamado Dave que nos impidiese ir al cine.
—¿Quién es Dave? —pregunté con la voz colgando de un hilo de celos.
—Es… mi novio —respondió mirando al suelo.
Me quedé de piedra. No había contemplado la posibilidad de que Janine tuviera un novio. Era guapa, cariñosa, inteligente y simpática, ¿cómo no se me había ocurrido que pudiera tener novio?
—No me importa; esperaré el tiempo que haga falta —repliqué orgulloso mientras cruzaba los brazos para demostrar que desde ya estaba esperando.
—¡Pero si te vas a España dentro de dos meses!
Lo dicho. Soy un bocazas.
La excursión surgió de la nada, como todas las ideas de Betty. Me entró de sopetón, me pilló por sorpresa, fue una auténtica emboscada a las siete y cuarto de la mañana, cuando me dirigía medio dormido hacia el baño, el pelo revuelto, dos surcos de la almohada marcados en la cara y las legañas pegajoseando mis pestañas. Juraría que la viuda apareció en el pasillo descolgándose del techo como un hombre de Harrelson:
—Phil, Lori y yo nos vamos el jueves a la cabaña de los Yates en el lago Tahoe —dijo arqueando las cejas y ladeando la cabeza acompañando la mímica con el absurdo gesto de doblar el brazo derecho y dejar la mano muerta en lo alto. Respondí al plan recién expuesto, la combinación de las palabras «cabaña», «Yates» y «lago» sonaba terrorífica, con un balbuceo imperdonable, dubitación que ella aprovechó para añadir algo así como «vienes, ¿no?»; en el breve trayecto que separaba mi dormitorio del baño, y sin apenas detenerme, ya me había embarcado a pasar las breves vacaciones de Semana Santa en una cabaña de mierda.
A veces hablo demasiado, lo sé, le doy muchas vueltas a la cabeza y casi siempre para mal. Eso pensaba tumbado en el embarcadero propio que los Yates tenían en Tahoe, un impresionante lago de montaña que separa California y Nevada. La cabaña resultó ser una mansión en toda regla propiedad de Nathan Yates, hermano millonario de nuestro vecino Paul, que había cedido por unos días el refugio a su pariente pobre de San José. Eso explicaba el elegante acabado rústico de la casa, muy alejado de la pareja de flamencos rosas que custodiaban la entrada a Carpet Drive.
El embarcadero, además, no estaba de adorno; servía para amarrar una preciosa motora con cabina que Phil y yo usamos para soltar adrenalina adolescente acelerando como acuáticos Ángeles del Infierno. Mi hermano americano se había traído sus aparejos de pesca y una cañita como de juguete para que yo no me sintiera marginado sino ridículo. Estuvimos toda la mañana del sábado lanzando aquí y allá, con un cebo de huevas rojas de salmón que había que engarzar de tres en tres en el anzuelo. Por un instante, sentí el fogonazo de la afición a la pesca, palpé la emoción del contacto con la naturaleza —olvidando el Buick que nos había dejado en la misma puerta de la «cabaña» enmoquetada con calefacción—, experimenté la adrenalina del enfrentamiento con la vida salvaje que latía en el agua —aquí ignoré la motora que rugía bajo mis pies— y ya me vi posando para el Tahoe Daily Tribune con un pez grandote…
Vaya porquería de ensoñación: «Un pez grandote». Ni siquiera sabía cómo se llamaban los peces que podían habitar aquella agua oscura que se tragaba la luz como un agujero negro.
Unos cuantos lanzamientos nulos en distintas zonas del lago apagaron sin titubeos mi deslumbrante futuro como pescador de agua dulce. Volví a casa algo cansado, bastante aburrido, derrotado por completo y hasta los huevos de las huevas.
El marco era incomparable, cierto, y la casa estupenda, no miento, pero lo de la motora iba a ser, con diferencia, el momento más emocionante de aquel largo fin de semana. Pasamos la tarde en el salón de la casa, sentados alrededor de una gran mesa de madera noble con vistas al lago, un espacio ideal para… jugar a las cartas. La segunda emoción del día ocurrió cuando gané por amplia puntuación una interminable partida de Continental que no me reportó ni un centavo porque allí sólo se apostaban sonrisas y palmas. Donde sí se manifestaba el verdadero carácter rústico de la chabola era en su televisor; se veían tres cadenas bien y otras tres regular. Muy poco para la oferta a la que ya me había acostumbrado.
Mi malhumor fue creciendo por días —menos mal que sólo fueron tres— y sólo se aplacó ligeramente al ver una enorme publicidad en el periódico local anunciando un concierto de Julio Iglesias en la sala Circus Maximus del casino del Caesars Tahoe, un hotel situado cerca del lago, ya en Nevada —donde el juego está permitido— y a unos metros de la línea divisoria con California. Poco después constaté mi avería mental cuando, sentado en el embarcadero, imaginé que Julio Iglesias pasaba por allí en una lancha motora, distinguía mi inequívoco porte español y me invitaba a una juerga en el Caesars, que paga la casa y coge un par de botellas de champán y una rubia y súbete a mi suite que yo me voy a la lámpara, o mejor aún, cógete una de champán y dos rubias… ¡Hey!
El domingo pasamos por tres autopistas para volver a casa; primero la 50 hasta Sacramento, después la 80 hasta Suisun City y, por último, la 680 hasta San José.
Como si los números de las autopistas indicaran el grado de mi cabreo.
Hacía tres semanas que el señor Nealon había alegrado mis martes y jueves en la clase de inglés, por supuesto sin saberlo. Por alguna razón, pensó que mi evidente falta de interés en sus enseñanzas estaba relacionada con el sitio que ocupaba en el aula, esto es, en la última fila y en una de las esquinas, así que me obligó a adelantar mi posición hasta la primera línea de fuego, cerca de su mesa. Lo mejor de mi nueva ubicación era que a mi derecha tenía a Karen Pastene, una de las más amables y sonrientes animadoras de Catworth. Cada martes y jueves Karen acudía a clase con la ropa de faena, esto es, la minifalda color burdeos con ribetes amarillos y el jersey con la letra W, ya que al finalizar la clase las chicas debían entregarse a la infatigable animación de nuestro paupérrimo equipo de baloncesto. En parte por lo exiguo de la tela, en parte por lo cómodo de la posición, Karen era propensa a cruzar una pierna sobre la otra; cuando era la izquierda la que dominaba a la derecha, mi animadora favorita mostraba una generosa porción de muslo que, en contadas y felices ocasiones, insinuaba un minúsculo pero redondeado fragmento de nalga. Cuando esto ocurría —y muchas veces sin que llegara a pasar— la concentración de riego sanguíneo en partes ajenas a mi cerebro llegaba a causarme mareos extraños y dolores concentrados.
Resumiendo: los martes y jueves no me enteraba ni de una sola palabra de las que nos decía Nealon.
La tensión era insoportable. A veces tiraba el bolígrafo al suelo para lanzar un furtivo vistazo mientras me agachaba, pero dejé de hacerlo cuando Karen y el mismo señor Nealon empezaron a mirarme como si aquellas torpezas fueran causadas por espasmos musculares que anunciaban algún tipo de enfermedad nerviosa degenerativa. A pesar de cazarme en más de una ocasión con la vista absorta en sus muslos, en sus rodillas redondas o en sus pequeños calcetines blancos —¡qué bonito nacer al fetichismo sin saber lo que es!—, Karen nunca dejó de lanzarme aquellas sonrisas amables que, en otras circunstancias —por ejemplo, seis meses atrás— yo hubiera interpretado como una insinuación, pero que ahora, después de unos cuantos malentendidos sin final feliz, sabía que formaban parte de la fabulosa e inútil educación universal del mundo civilizado.
Vivía sometido bajo la motivación visual de aquellos muslos inalcanzables, por eso el 24 de abril de 1984 decidí prescindir de ellos. Sí, señor. Todo había comenzado el día antes mientras me lavaba las manos tras mi último abandono onanista dedicado a las extremidades de Karen Pastene. Cuando la pasión, el deseo y la lujuria se iban desagüe abajo, me miré en el espejo y decidí que nunca más me dominarían aquellas piernas lechosas, suaves al tacto, pálidas a la vista, bien torneadas…
Tuve que cambiar de tema mental rápidamente para poder llevar mi determinación a buen puerto.
Así que aquel martes le dediqué una mirada seca, abrupta y malhumorada a los muslos que de nuevo se me ofrecían bajo la tablilla enganchada con bisagras a la silla de Karen Pastene. Ella, es decir, la parte que quedaba por encima de la mesa, no tenía nada que ver; aquello era entre sus piernas y yo, entre sus rodillas y mis hormonas, entre sus tobillos y mi deseo, entre su porción de nalga y mi órgano de la generación. Hasta el momento, ganaba yo; Karen y sus extremidades empezaron a formar un todo al que se le podía mirar a la cara.
Y sonreír.
Es más, llegó un momento en que empecé a prestar atención a lo que decía el señor Nealon, que aquel día hablaba del incorrecto abuso de la contracción en el lenguaje escrito. Pero de repente, mi animadora favorita se incorporó y gritó a toda la clase:
—¡Terremoto!
Nadie se movió. La miré con mi habitual sonrisa bobalicona sin llegar a comprender exactamente qué había dicho. Y en esa décima de segundo, el silencio se espesó sobre el eco de su grito hasta convertirse en un zumbido grueso. Un leve tintineo surgió de las mismas entrañas de la tierra y explotó en la superficie en forma de trueno acelerado.
Terremoto.
Todo sucedió con vertiginosa lentitud. El suelo subía y bajaba en zigzag y en sucesivas oleadas que extendían la vibración hasta donde llegaba la vista. La puerta de la clase estaba abierta; parecía que un gigante agarraba el césped del campus y lo agitaba como se hace con las grandes alfombras para alisarlas. Pude ver cómo el señor Nealon pegaba la espalda a la pizarra y extendía los brazos como si sujetara toda la pared. También vi con claridad que hablaba a gritos, o eso parecía, pues abría y cerraba la boca con el gesto del que hace un tremendo esfuerzo.
Pero yo no oía nada más que estruendo.
Permanecí sentado. Mi silla empezó a trotar hacia el señor Nealon que, ahora sí, seguro que gritaba y, además, juraría que se dirigía a mí. Allá fuera, sobre el césped del campus, pude ver un tío que se levantaba y volvía a caer al intentar correr y encontrar el suelo más arriba o más debajo de lo que sus pies esperaban.
Poco a poco el ruido y la vibración disminuyeron hasta desaparecer por completo. Me giré para contemplar si mis compañeros tenían la misma cara que yo. No vi a nadie; todos estaban agachados bajo las mesas y abandonaban sus cuclillas con risas nerviosas y ojos húmedos. Al momento comprendí qué era lo que me gritaba Nealon y supuse lo retrasado que yo le debía de haber parecido desde su posición; toda la clase protegiéndose correctamente bajo las tablas y yo sentado en mi silla, trotando por el aula con mi sonrisita de gilipollas asustado. Más tarde entendería que uno de los peligros de los terremotos es la violenta fractura de cristales a causa de la vibración desatada o el desprendimiento de fragmentos de construcción. A buenas horas. El profesor nos ordenó salir y desde el campus todos los alumnos de Catworth comprobamos, con cierta decepción, que el instituto seguía en pie.
Mientras observaba en silencio el panorama de voces, abrazos y polvo levantado, busqué la forma de positivizar la experiencia. La parte buena era que no había sentido miedo, la parte mala era que, en realidad, no había sentido nada; había asistido a un terremoto en toda regla como si lo viera en una pantalla. Es decir, que podía haber muerto decapitado por un cristal planeador, pero, eso sí, habría muerto sin miedo, sin haberlo previsto a pesar de que una falla milenaria se retorciera bajo mis pies, incluso habría palmado con una sonrisa, con una sonrisa idiota dirigida al profesor que, a grito pelado, me ordenaba protegerme bajo la mesa.
UN PANOLI FALLECE EN SAN JOSÉ, CALIFORNIA, EN UN TERREMOTO DE 6,2 EN LA ESCALA RICHTER
Associated Press, San José
Una victima mortal es el triste balance del terremoto que sacudió ayer la bahía de San Francisco a las 13.15 horas. Se trata de un estudiante español que resultó decapitado por los cristales de un aula del instituto Catworth en San José, donde recibía clases de inglés. El panoli (en la foto adjunta, cedida por Betty Johnson, es el que está junto al adolescente con bigotito) se quedó sentado en la silla sin atender las indicaciones de su profesor, Zach Nealon: «Le grité que se protegiera la cabeza, pero sólo me miraba con esa sonrisa estúpida que siempre llevaba dibujada en la cara. Era una lacra que llegaba tarde y no participaba en clase. La sociedad ha ganado con esta pérdida», aseguró antes de ser sedado por los servicios sanitarios. Una de sus compañeras de clase y animadora en Catworth, Karen Pastene, ocupaba la silla contigua al fallecido: «Era muy valiente. No tenía miedo a la muerte y la miró de frente. Lo echaré de menos; de buena gana le hubiera dejado hundir su rostro entre mis muslos lechosos». El movimiento sísmico, cuyo epicentro fue localizado en el monte Hamilton de la localidad de Morgan Hill (dieciséis kilómetros al este de San José), tuvo una intensidad de 6.2 en la escala Richter y es el más fuerte que se ha registrado en California desde el terremoto del lago Coyote en 1979.
—Joe, ¿estás bien? —preguntó a mis espaldas la cálida voz de Karen.
—Sí, sí, gracias, ¿y tú?
—¡Uff! —exclamó abanicándose con una mano.
—Y tú lo sentiste antes que nadie… —recordé con sincero asombro.
—Ya, no sé, ¡mi sentido arácnido! —chilló divertida.
Cuando se alejó no pude evitar mirarle las piernas y entonces comprendí todo: el Dios de la Tierra y el terrorífico Señor de los Muslos habían conjurado sus fuerzas al saber que yo ignoraba los lascivos reclamos de mi compañera. Con el terremoto me transmitían su enfado por haber decidido prescindir de las deliciosas vistas que Karen ponía a mi alcance. En ese instante prometí que no volvería a contrariar a los dioses.
Todo en la vida empieza con una llamada de teléfono. Si fuéramos conscientes de la extraordinaria dimensión que pueden alcanzar nuestros acontecimientos a partir de una simple llamada, temblaríamos cada vez que suena el irritante riiiiing. Pero no; suena el teléfono, corremos hacia él, descolgamos con irresponsable despreocupación y, encima, decimos «¿diga?» como retando al destino a que nos sacuda la cabeza.
Por lo menos lo tratamos de usted.
Fue un día entre semana. Una de esas tardes anodinas en las que llegaba a casa y sólo me recibía Cat, el perro, con su habitual mirada desinteresada, no por altruista sino por antipática.
—¡Pepe! ¡Qué alegría oír tu voz!
Era Judy, la única californiana sobre la Tierra capaz de pronunciar correctamente mi nombre de pila.
Enseguida me preguntó si todo iba bien. A estas alturas, yo sabía que se refería, más que nada, a la preocupación que le había transmitido en Santa Cruz respecto al silencio de Betty y Phil sobre el señor Johnson.
—Todo bien —mentí.
—¿Seguro?
Su insistencia demostraba que mi mentira no había colado, pero no quise ahondar en el tema; durante los siguientes minutos hablamos de mi vida académica en Estados Unidos, de la inestable meteorología y de lo buena que resultaba la pectina MCP para hacer mermeladas y gelatinas. Es decir: no teníamos muchos temas de conversación interesantes, así que mi tutora no tardó en saltar al verdadero motivo de su llamada.
—Pepe, ¿te acuerdas de Katia?
No dije nada, sólo emití una risita hueca que incluso a mí me sonó pervertida; afortunadamente, Judy ignoró mi reacción simiesca y yo proseguí con cierta dosis de teatrillo:
—Katia… —musité convencido de que mi tutora no podía preguntarme en serio si había olvidado a la dulce sueca triste que había conocido en Santa Cruz.
—Aquella chica sueca que te presenté en Santa Cruz —añadió con cierta impaciencia.
—Sí, sí, ¡claro que me acuerdo!
—Verás, tiene que ir el próximo sábado a la Universidad de San José para una entrevista; es muy probable que le concedan una beca…
Si como pieza informativa la combinación de Katia, universidad, San José y beca no era gran cosa, ¿por qué me puse tan nervioso? ¿Por qué se me aceleró el corazón y una enorme mariposa desplegó sus alas perezosas en el centro de mi estómago?
—… así que había pensado que el próximo sábado durmiera en tu casa. Por supuesto, con el permiso de Betty. ¿Qué te parece…? ¿Joe? ¿Joe, estás ahí?