Marzo - Burning Down The House

Perspectiva. Eso piden los estudiosos para juzgar épocas históricas. Y para tener perspectiva —esto lo había aprendido en clase de la señorita Scalone— hace falta alejarse del objeto contemplado sin perder la referencia del horizonte. Bien, cuanto más me alejo de los años ochenta, más me convenzo de que, estéticamente, es una década para olvidar. Así como el tupé de los cincuenta, las melenas de los sesenta o la pata de elefante, primero, y la cresta, después, de los setenta son recuperados por grupúsculos generacionales posteriores, no hay dios que reivindique, con un mínimo de seriedad, la pinta de Madonna en Like A Virgin, las camisas vaporosas de Duran Duran en Girls On Filmo a Boy George, todo él. ¿Qué retrato de la raza humana podría hacerse una sociedad científica extraterrestre que sólo nos estudiara a través de los videoclips musicales de esa época? Algún día se descubrirá la implicación de las grandes multinacionales de la cosmética en ese intento de implantar el maquillaje como irrenunciable seña de identidad entre los varones y, de paso, doblar la clientela a nivel mundial, ahí es nada. Llegaremos a conocer las oscuras relaciones comerciales entre Visage y Loreal, entre Culture Club y Max Factor, entre Adam Ant y Margaret Astor. Por no hablar de la presión de los fabricantes de laca: ¿hacia dónde caminaba la humanidad con aquellos cardados gigantescos? Y, sobre todo, ¿qué quería aquel replicante de Boy George que mascaba chicle en la puerta de mi casa mirándome de arriba abajo con desprecio para dejar claro que no consideraba mi camiseta de los Clash y mis desgastados vaqueros como atuendo fashion?

Me explico. Aquel fin de semana me había quedado solo en casa. Betty y Phil me lo anunciaron durante el desayuno ese mismo viernes, argumentando que se acababan de enterar por teléfono de la imperiosa necesidad de su presencia en Fort Wayne, Indiana, es decir: se trataba de algún tema relacionado con el divorcio de Robert sobre el que nada más me comentaron, hecho que agradecí en silencio. Supuse que me habían ocultado su marcha hasta el último momento para que no preparase alguna juerga espectacular, ignorando ellos que, una vez conocidas las devastadoras consecuencias derivadas de las fiestas caseras, no estaba dispuesto a sufrirlas yo mismo. Más tarde, durante el trayecto al instituto, no cruzamos una sola palabra. Puede que Phil pensara en el marrón que se le venía encima a su tío; yo intentaba buscar una utilidad viable al hecho de quedarme tres días y dos noches solo en un chalet californiano.

La mañana escolar transcurrió con normalidad, es decir, no me enteré de nada. A las tres de la tarde seguía dándole vueltas a las posibilidades de ocio, recreo, vicio y perversión que los Johnson me brindaban en bandeja. Un guionista de comedias adolescentes ya habría discurrido cinco o seis sinopsis para otras tantas películas protagonizadas por una pandilla de jóvenes salidos, varias animadoras fáciles, mucha cerveza de barril y algunas carreras ilegales de coches, pero yo seguía en blanco. Cuando me dirigía hacia mi última clase vi a lo lejos a Troy saltando bordillos sobre su skate y lanzando gruesos piropos a las compañeras que pasaban cerca. Me resigné: lo único que tenía seguro para mi película de fin de semana era la pandilla de jóvenes salidos.

—Troy, hoy estoy solo en casa, ¿por qué no os venís a tomar unas birras? Llama a Rob y yo aviso a Kurt. A eso de las diez, ¿vale?

Muchas horas más tarde, frente a mi casa devastada, recordaría que fue eso y sólo eso lo que dije: «Llama a Rob y yo aviso a Kurt». Estoy seguro. Había omitido deliberadamente el nombre de Steve con la vaga esperanza de que se les olvidara invitarlo, pero, aún más importante, había omitido al resto del instituto, no había nombrado a otros alumnos o amigos, ni conocidos residentes en otras ciudades y, por supuesto, no había invitado a aquel replicante de Boy George que mascaba chicle y me despreciaba de arriba abajo.

—Vamos a ver, ¿no había una fiesta aquí? —preguntó insolente mientras se arreglaba un pañuelo de gasa que hacía las veces de diadema.

Yo sonreía con gesto estúpido, lo miraba a él y también miraba al coche que había traído; dentro se adivinaban varios Boy George apretujados y nerviosos como ewoks impacientes. Justo en el momento en que iba a decirle que no, que se había confundido y que mejor cogía su pintalabios y sacaba el culo de mis tierras —los colonos de las películas del Oeste también han hecho mucho daño a la imaginería adolescente—, una bocina muy familiar nos sacó a ambos del trance.

Eran Rob, Steve, Troy y Kurt al rescate.

¿O no?

Rob, fiel a su devoción bullanguera, tocaba la bocina con insistencia y mostraba de forma ostensible seis latas de cerveza que sostenía con la mano izquierda sobre el techo del auto, como si fueran la sirena de un coche de policía camuflado. Tras el brusco frenazo, agradecí profundamente que los Johnson y nuestros vecinos, los Franklyn, tuvieran valla en vez de rosaleda para separar sus céspedes.

—¡Joe! —gritó Kurt según se acercaba desde el coche—. He invitado a estos amigos, no hay problema, ¿verdad?

¡Aquellos clones de Boy George eran amigos de Kurt!

—Bueno…, supongo que…

No hizo falta más. El Boy George jefe hizo un gesto a su prole y entró sin mirarme a la cara; del coche salieron tres réplicas cutres del cantante de Culture Club y desfilaron por delante de mí saludándome con júbilo. Detrás entraron mis amigotes; al pasar a mi lado, Steve no evitó uno de sus viperinos susurros:

—Hay que joderse con las mariposas.

Cerré la puerta despacio, mirando hacia la calle como si fuéramos colonos en el salvaje Oeste y de las silenciosas rosaledas fueran a surgir hordas de comanches asesinos dispuestos a cortarnos la cabellera. No se oía nada. Intenté positivizar la situación; al fin y al cabo, se trataba de dos pequeños coches bien aparcados delante de casa, en la que sólo estaban mis amigotes más cuatro adolescentes maquillados como geishas y vestidos por el enemigo, una especie de superposición caótica de harapos, gasas y pañuelos en tonos malva y negro.

No era para tanto.

Y no lo fue, de verdad, hasta que la cerveza empezó a alterar nuestra percepción del bien y el mal. Los tres Boy George bailaban sobre la moqueta del salón una tosca coreografía —presuntamente delicada— del odioso Karma Chameleon de Culture Club; uno de ellos había puesto a todo volumen una cinta en la que había grabado esa canción varias veces. El jefe, sentado en el único sofá de la estancia, asentía con aires de reinona, marcando el ritmo de sus pupilos con un bastón transparente en el que no me había fijado hasta entonces. Aquélla era, sin duda, una extraña reunión; cuatro harapientos maquillados bailando una música horrible, ajenos a los espesos comentarios de Rob, las carcajadas de Troy y la abierta indiferencia de Steve. Miré a Kurt; parecía feliz. ¿De dónde habría sacado una pandilla tan marciana?

De pronto, sonó el timbre y todo el mundo se quedó inmóvil, como si jugáramos al ¡Un, dos, tres, palomita blanca es!; los danzarines mantuvieron la postura que realizaban cuando sonó la campanilla eléctrica, mirándome con un brazo en alto y los pies cruzados. Hubiera sido un buen final para el número de baile, pero Boy George, el de verdad, seguía gorjeando desde los bafles:

—Karma, Karma, Karma, Karma, Karma, Chameleooooooon…

Hundí la tecla del play como si con mi dedo índice ahogara la cabecita del cantante en una taza de té. Los bailarines bajaron los brazos sin dejar de mirarme, igual que mis amigotes. Por un momento parecía que esperaran una palmada mía para seguir la juerga, pero un nuevo timbrazo me sacó del despiste; todos, incluidos los Boy George, se hicieron una piña en la única esquina del salón que no se divisaba desde la puerta de entrada. Abrí con decisión y naturalidad.

—¿Qué pasa, Joe?

Era Greg Reynolds, mi compañero de taquilla, con seis cervezas bajo el brazo.

—¿Llego tarde? —preguntó mirando hacia el interior.

¿Tarde para qué? ¿De qué hablaba aquel chalado?

—¡Greg! —gritó Rob saliendo de su escondite—. ¿Qué haces aquí? ¿Cómo te has enterado de esto?

Aunque me habría gustado preguntarle a Rob a qué se refería con «esto», volví la mirada a Greg esperando con sumo interés su explicación.

—Bueno, me lo dijo Tim.

—Seguro que sí, ¿quién es Tim? ¿A qué vienen esos cuentos? ¡Dime la verdad! —puedo ser muy expresivo sin abrir la boca.

—Tim; Tim Holley, ya sabes. Él me dijo que vendría algo más tarde.

Tim Holley, el tío que me había llevado a ver a Police, mi compañero en el equipo de fútbol, mi segundo mejor amigo en América, quizá el segundo mejor amigo de todo el instituto Catworth, incluido Greg Reynolds. Tan buena persona Tim que sí, claro, ahora recordaba que yo mismo, el gran bocazas, lo había invitado a tomarse una cerveza si le apetecía, a eso de las diez y media, pensando que Tim, el gran Tim, tendría planes mucho más apetecibles que sentarse en uno de los millones de salones enmoquetados que existen en California a beber cerveza barata con una pandilla de antisociales. Pero el bueno de Tim Holley no sólo anunciaba su visita, sino que se la había comentado a Greg. ¿Qué daño podía hacer uno más, sobre todo si venía de parte de Tim?

—¡Adelante! —exclamé franqueándole el paso a mi club social.

—¡Estupendo! —respondió antes de girarse y gesticular hacia otro coche aparcado en la calle del que salieron cuatro mendas que no había visto en mi vida.

Bueno, la cosa todavía estaba bajo control; tres coches fuera, trece personas dentro, catorce conmigo, quince con Cat, el perro, que deambulaba entre tantas piernas con aires de noble ajeno a las fatigas de la vida. La buena noticia es que la nueva hornada de invitados había acabado con la supremacía de Boy George; la mala, que lo que ahora sonaba era el 99 Luftballons de Nena.

Me encontraba en el pasillo del fondo del salón, apoyado en la barandilla de barrotes blancos; el par de escalones de elevación sobre la moqueta me daba una perspectiva del creciente bullicio que se estaba formando ante mis narices. Tuve un ligero acceso de pánico; ¿habría más gente en camino? ¿Se oiría la música —ahora sonaba el Somebody’s Watching Me de Rockwell a todo trapo— desde la calle? ¿Se irían pronto? ¿Cómo podría echar a toda esa gente? ¿Por qué no pongo algo de reggae ya que es mi casa? En una palabra: control. Lo tenía, estaba ahí, en mis manos, podría haber manejado aquella situación de no ser por la cerveza que me tendía Greg una y otra vez, preocupado como una madre drogadicta de que a su hijito alcohólico no le falte de beber. Y yo, mi otro yo, bueno, que cómo no, dame un traguito que se me va a secar la boca de tanto controlar desde aquí arriba, que parezco el dueño de Studio 54, pero en moqueta beis y decoración de Todo a 100. Y dos Milwaukees más tarde ya estoy corriendo a la habitación para buscar una de las cintas que he grabado del programa de Spliff Skunking para que suene algo de reggae, por eso detengo bruscamente el Dancing In The Dark de Bruce Springsteen —pero ¿quién coño está poniendo esta música?—, coloco la primera casete que pillo y empieza a sonar el Your House de los Steel Pulse, que causa gran división de opiniones; los clones de Boy George la celebran porque, al fin y al cabo, también es reggae el Do You Really Want To Hurt Me?, y Troy y Kurt se unen al baile cadencioso y un par de amigos de Greg Reynolds también celebran el cambio de palo y yo mismo, encaramado de nuevo en mi puesto de Vigilante de la Fiesta, bailo con los ojos cerrados, y sólo los abro para beber algo más de cerveza y un poco del schnapps que me ofrece Greg, y la vida es maravillosa en California, aunque ahora mismo podía estar en el Nepal o en San Marino o en Costa de Marfil y la sensación sería la misma: hambre.

—¿Quién quiere unas patatas? —pensé en voz alta de manera retórica.

El rugido de aprobación que surgió de la moqueta me sonó a muchedumbre embravecida en un circo de romanos a cuya arena acaban de saltar los leones. El alcohol se había instalado definitivamente en mi procesador mental; yo era el amo del mundo y tenía lo que el mundo quería: patatas fritas onduladas.

Me fui a la cocina, abrí uno de los armarios, me hice con las tres bolsas de patatas allí guardadas y volví al salón, justo a tiempo de ver cómo Rob abría la puerta de la calle, no para irse, sino para dejar entrar a más personas; entre ellas venía Nichole Fisher, con la que no había vuelto a hablar desde que un día me pidiera fuego en el instituto. Nada más verla apagué el amago de duda que debía provocarme la inesperada presencia de más gente en la fiesta.

—¡Nichole! —grité como si hubiéramos hecho juntos la mili.

Me miró sorprendida, aunque yo interpreté el gesto como rendida admiración; el españolito aquél era todo un tiazo que montaba jaranas en su casa, con un par. No tardó en cambiar la sorpresa por abierta indiferencia; esta vez sí procesé la mueca como lo que era y detuve en seco mi campechana presentación, más que nada porque Nichole ya se había perdido en el bosque humano de la zona moqueta y bebía de una lata de cerveza que le había tendido el cachas de Greg, que, por lo visto, venía a ser una especie de control de avituallamiento juerguista.

A partir de ahí, la secuencia se nubla en mi memoria, alternando en psicópata convivencia fabulosos desfases con arranques de responsabilidad. Sé que alguien me pidió hielo; mientras abría la nevera escuché un ruido extraño en la habitación de Phil y me encontré a una de las amigas de Nichole ondulando sobre la cama de agua junto a uno de los colegas de Greg, pero no pude decirles nada porque unas estridentes carcajadas a mis espaldas reclamaron mi atención. Otro de los amigotes de Greg —¿de qué correccional había sacado aquella pandilla?— se estaba comiendo uno de los peces dorados que servían de alimento a la morena, más escondida que nunca bajo el falso tronco. Deseé ser ella, pero no pude detenerme en la ensoñación porque, mientras intentaba convencer al tragapeces de que se buscara otra dieta, el timbre de la puerta sonó con insistencia y esta vez nadie bajó la música ni se detuvo expectante; es más, uno de los Boy George abrió antes de que yo llegara desencajado a la entrada y dio la bienvenida a otro grupete de no invitados entre los que reconocía algún rostro del instituto y muchas caras nuevas que me daban la mano y se unían al jolgorio, que a esas horas ya ocupaba toda la casa. Como seguía bebiendo, mi conducta bipolar entre el desfase y la responsabilidad me convertía en un alterado Jeckyll y Hyde; tan pronto le ordenaba a Rob que se bajara del sofá beis como yo mismo intentaba un desastroso paso de breakdance girando en el suelo sobre mi espalda y en posición fetal mientras el Rock It de Herbie Hancock sacudía los cimientos del 1264 de Carpet Drive. La noche era como una montaña rusa; de vez en cuando hay unas rectas que suponen un pequeño alivio antes de lanzarse cuesta abajo, inclinado hacia la derecha, doble tirabuzón y vuelta a empezar con el corazón agitado. A todo esto, yo me paseaba por la casa como Hugh Hefner por su mansión de Playboy, pero con mucho menos glamour; en vez de batín lucía camiseta de los Clash, llevaba una lata de cerveza en la mano y en lugar de sumisas veinteañeras pechugonas, me sonreían adolescentes con los ojos rojos y la mirada perdida.

En el patio trasero se había formado un corrillo para ver cómo Rob agujereaba con sumo cuidado la base de una lata llena de cerveza —no quise imaginar de dónde había sacado aquel punzón y el martillo con el que lo golpeaba—; cuando terminó, Kurt, que estaba sentado a su lado en una pequeña banqueta, echó la cabeza hacia atrás y abrió la boca desmesuradamente. Su amigo colocó la lata sobre ella y tiró de la anilla para que un chorro grueso y veloz saliera en pocos segundos de la lata al interior del capitán del equipo de lucha libre de Catworth. Grandes aplausos y vítores para la cómica pareja que saludaba y hacía reverencias, Rob con el martillo en la mano, Kurt tambaleándose a su lado. Justo en el momento en que mi amigote reparó en mi presencia, pensé que ya era hora de parar aquella fiesta.

Y lo seguía pensando mientras, sentado en la pequeña banqueta, yo mismo echaba la cabeza hacia atrás para que Rob tirara de la anilla.

Volví al interior de la casa y avancé entre el tumulto; a lo lejos, Greg Reynolds abría la puerta de mi habitación y metía la cabeza dentro para ver si había vía libre. Intenté llamarlo a voces, pero dos hechos anularon mi intención: por un lado, alguien había puesto a todo volumen el Middle Of The Road de los Pretenders y esa canción merecía ser bailada; por otro, Greg entraba en mi habitación con Nichole Fisher de la mano; me sentí incapaz de reprimir aquella muestra de afecto.

Además, asumí que lo más cerca que iba a estar del sexo esa noche era dormir en la cama donde ella había follado.

Me invadió una tristeza infinita. Nadie lo diría porque ya estaba botando y chocando en el aire contra Troy, que reía como una hiena y acompañaba a duras penas el estribillo de Chrissie Hynde:

Oh come on baby

Get in the road

Oh come on now

In the middle of the road, yeah!

Poco a poco la agitación, el calor y los litros de alcohol ingeridos se mezclaron en mi estómago formando una pelota de nervios, jugos gástricos, remordimiento y bilis. La borrachera se me fue de golpe, al menos así lo sentía, y busqué un reloj: dos y diez de la madrugada. Me fui al baño; al pasar por delante de mi propia habitación estuve tentado de entrar de golpe —yo, mejor que nadie, sabía que no había pestillo— para pillar a Nichole en algún acto indecoroso, pero lo único que hice fue acariciar la puerta según pasaba, como si el tacto de la madera me transmitiera alguna sensación erótica.

Llegué al baño y me encontré lo que tantas veces había visto en otras fiestas celebradas en casas particulares: alguien con mala puntería había vomitado en el váter. Aquello terminó por hundirme, aniquiló mis defensas y nubló mi entendimiento. Yo sabía cuál era el peligro de encerrar una manada de adolescentes salvajes con mucha cerveza y poca prisa; había visto cómo se comportaban Rob y Steve en esas casas ajenas en las que nos colábamos porque un amigo de alguien le había dicho a la novia de un conocido de otro que iba a clase con no sé quién que había una fiesta en tal sitio. Así de fácil. Yo, mi casa, quiero decir, la de Betty, había caído en esa rueda mortal del boca a boca; quizá a todos los jóvenes estadounidenses les pasaba alguna vez lo que a mí esta noche, me refiero a lo de quedarse solos un fin de semana y que un montón de gente acudiese allí porque sabían que no había adultos represores. Puede que aquel trance fuera una especie de rito iniciático californiano, igual que a los mandinga les circuncidaban a la brava, y yo ya era un californiano mandinga porque había superado la prueba de fuego, la fiesta en casa, la juerga doméstica, el desfase hogareño.

Y una mierda.

Meé con tranquilidad y aproveché el chorro para limpiar los restos de vómito que permanecían a la vista en la taza. Después me aclaré la cara con agua y levanté la vista hacia el espejo; mientras las gotas resbalaban por mi rostro, sentí que la resaca se asentaba en mi cabeza, noté cómo se abría paso por las venas hasta llegar al cerebro, barriendo en su camino los efectos euforizantes del alcohol. Al otro lado de la puerta se oían los graves del equipo musical retumbando en la casa sobre una base de alborotado murmullo, voces, chillidos y botellas que se rompían. Casi podía oír mis arterias crujiendo igual que la bandeja de cubitos de hielo cuando la pones bajo un chorro de agua caliente mientras la papilla deforme de ruido parecía aumentar al ritmo de mi corazón. Me agarré al borde del lavabo; apreté las mandíbulas frente al espejo, aspiré el olor a vómito en el pequeño espacio y sentí el latido desbocado de mis sienes. Si fuera Bruce Banner, mi musculatura se habría desarrollado en pocos segundos, mi piel habría adquirido un tono verdoso y con mi camisa hecha jirones habría salido del baño para arrojar por la ventana del salón a aquellos indeseables. Estaba entrando en la típica fase paranoica de la borrachera, así que me eché más agua en la cara y volví al mundo real; agarré el pomo de la puerta y me detuve un instante. Quizá estaba soñando. Eso es; ¡podía ser una pesadilla! Tenía los elementos, el conocimiento necesario para que mi subconsciente armase un delirio de ese calibre, y aunque todo era asquerosamente real, abrí la puerta de golpe esperando que el ruido cesase, que no hubiera nadie en el salón, que yo fuera Jack Nicholson en El resplandor inventándome fiestas multitudinarias donde sólo había salones vacíos.

No coló. El ruido seguía allí, más espeso aún.

Al pasar por delante de mi habitación pude escuchar los alaridos de Nichole; imaginarla sobre mi cama, desnuda, boca arriba, con las piernas abiertas recibiendo a Greg Reynolds, clavándole sus uñas de rojo en la espalda, sólo aumentó mi determinación de acabar con aquella fiesta de andar por casa. No quiero pensar qué habría pasado si llego a tener una metralleta al lado del equipo de música, centro demoníaco del mal. Alguien había puesto el Footloose de Kenny Loggins, así que no me costó mucho apagarlo de un impetuoso manotazo que escoró la torre hacia un lado.

El bullicio continuó dos segundos y se apagó paulatinamente en otros dos mientras yo utilizaba ese quinceavo de minuto en tomar aire para gritar una frase rotunda, autoritaria, que denotara firmeza pero no desesperación:

—¡A la puta calle ahora mismo! ¡Se acabó la fiesta! ¡Adiós!

Se hizo el silencio, incluso entre los que revolvían en el patio. Por un momento pensé que había ganado el primer envite, que los tenía en mi mano, que el tono y el contenido de mi advertencia habían sido los correctos. Me disponía a rematar la orden de desalojo cuando, desde mi habitación, se escucharon los chillidos de Nichole:

—¡Sí, sí! ¡Me corro! ¡Sigue, sigue! Unas leves risitas comenzaron a resquebrajar el opaco silencio que había logrado. Supongo que antes de que se produzca un alud habrá pequeños ruiditos como ése que auguran la tragedia. Abrí la puerta de la calle y volví a gritar que ése era el camino, que adiós muy buenas, que os vayáis ya, ahora mismo, a qué esperáis. Las risitas ya eran carcajadas, risotadas alcohólicas que explotaron en la sala como un bombardeo de napalm y que acabaron por contagiarme. Contra todo pronóstico, la anécdota relajó los ánimos, pero deduje que mis autoinvitados no se irían de allí sin ver la cara postcoito de los copulantes; como hábil anfitrión que desea expulsar a una horda de gorrones, sólo me quedaba una opción. Me acerqué a la puerta de mi habitación y golpeé dos veces con suavidad.

—¡Está ocupado! —respondió Greg, todo educación y jeta, expropiándome mi propio cuarto.

—Greg, la fiesta ha terminado —dije imaginándome como un David Niven decadente, vestido de esmoquin con un martini en la mano y el otro brazo en jarras.

No hubo respuesta pero la música del radiocasete que tengo al lado de la cama cesó y dio paso a un silencio apenas rasgado por el imperceptible ruido que hacemos las personas al vestirnos. Al poco rato, Greg asomó la cara y recibió con sorpresa la ovación del respetable reunido en el salón.

—Hey, Joe, ¿qué pasa, tío? —me preguntó con una sonrisa idiota en la cara.

Iba a contarle lo ocurrido cuando salió Nichole y la ovación redobló la recibida por su recién estrenado amante. Ella adivinó enseguida lo que había pasado —Greg seguía interrogándome mansamente con la mirada— y no le hizo tanta gracia; tras un leve gesto a sus amigas, todas salieron a la calle con ella. Yo vi el cielo abierto y le dije a Greg que mejor iba a pedirle disculpas porque todo dios en la fiesta había oído cómo se corría. Mi amigote empezó a hincharse de satisfacción y orgullo, lo juro, estaba viendo cómo el pecho se le abombaba como un balón de playa mientras una sonrisa chulesca se le instalaba en medio de la jeta; se la habría partido allí mismo.

No por defender el honor de Nichole: por pura envidia.

Podía imaginar el trayecto que habían seguido mis palabras desde mi boca hasta llegar a su cerebro; todo el instituto sabría el lunes lo bien que se había tirado a Nichole Fisher, una de las más reputadas lobas de Catworth. Antes de que Greg estallase de satisfacción y me pusiera perdido el recibidor, insistí en que debía ir detrás de ella —ya se subía al coche con sus amigas— para quedar como un tío enrollado. Respondiendo tal como esperaba, Greg también hizo un gesto a sus colegas y los cuatro se fueron; cada uno de ellos me dio la mano antes de salir como si yo fuera el viejo terrateniente que despide a sus hijos varones, recién alistados para ir a la Guerra de Secesión. El efecto ventosa de la marcha de los ocho pendones fue fabuloso; la puerta de la calle parecía un desagüe de gente que salía sin prisa y sin pausa, algunos con lágrimas de risa en la cara, otros balbuceando, muchos despistados, bastantes con el rímel corrido (no pocas chicas y los Boy George), pero todos agradecidos, amables, borrachos como cubas. Yo me mantenía firme en la puerta para constatar que el caudal de gente que se iba no decaía.

—¡Joe! ¿Qué haces aquí?

No estaba para bromas. Con odio encendido busqué a la dueña de esa voz y al encontrarla mudé el enfado en asombro y entrega; por el pasillo se acercaba Debbie, la simpática compañera de mi clase de Gobierno de Estados Unidos. Me parecía, no sólo increíble sino abiertamente injusto, que no me hubiera cruzado con ella en toda la noche.

—No sabía que estabas en esta fiesta —dijo pasándome el brazo por encima del hombro, aplastando su teta derecha contra mi pecho. Algo en su arrastrar las palabras, en su aliento inconfundible y en su caminar vacilante me indicó que estaba borracha. «Yo también lo estoy», pensé: «habría sido un combate justo». Inesperadamente, Debbie me besó en tierra de nadie, quiero decir, uno de esos besos que no son en la boca ni en la mejilla, más bien como arrastrando los belfos sobre la comisura de los labios. Sentí que aquel ósculo salivoso salvaba mi noche desastrosa y me quedé mirándola embobado mientras se subía a uno de los coches.

Carpet Drive recuperaba su aspecto habitual.

Yo no.

Los últimos en abandonar la casa eran mis cuatro amigotes del alma. El primero era Rob, pero le cerré la puerta antes de cruzarla.

—Un momento, ¿no vais a ayudarme a recoger? —pregunté con los ojos como brasas.

No es agradable despertar cuando tu cabeza es de madera. Te puedes acostumbrar si eres Pinocho, pero si eres humano y tienes el cuerpo formado por huesos, músculos, órganos, venas y nervios, el hecho de tener la cabeza de madera no encaja con el resto, te produce profundos padecimientos y desajustes. Al día siguiente de la fiesta imprevista desperté con una de las resacas más impresentables de mi corta vida de bebedor social; los párpados me dolían como si tuviera dos agujas de tejer clavadas en los globos oculares, los laterales del cráneo acababan de adquirir dolorosa vida propia y cada latido de mis sienes martilleaba mi conciencia como el tambor de una galera remada por esclavos. La madera de la calavera se tornaba esparto en la zona posterior del paladar y papel de lija en la tráquea. Seguro que tenía miles de pequeños dolores repartidos por el cuerpo, pero la magnitud de la perturbación en la zona alta anulaba mis terminaciones nerviosas, por eso la información del lamentable estado de las articulaciones y de la alarmante ausencia de glucosa en los músculos no llegaba al cuartel general, como si fueran noticias de un frente lejano en una guerra de la antigüedad.

Sólo un mal venía a beneficiar en parte mi exagerado dolor de cabeza; era un mal porque se trataba de la sed más rabiosa y asfixiante que jamás había sentido y era beneficioso porque su fuerza me hizo olvidar por un momento el drama que se vivía dentro del cráneo. Me habría bebido el agua de un jarrón que llevara seis días aguantando flores marchitas, me habría tragado el agua residual de los canalones de la casa, me habría deleitado con el agua gris en la que mal nadaban los peces dorados que se zampaba la morena. Decidí levantarme de la cama; era mejor beberse un litrazo de Orange Fast que seguir en la cama discurriendo formas guarras de acabar con la sed.

La ilusión de sentir falso zumo de naranja correr como un riachuelo por mi garganta animó mi penosa incorporación. Demasiado rápida. Mucho ímpetu. La madera crujió, los ojos saltaron de sus órbitas y un zumbido atronador se apoderó desde el centro del cerebro hacia fuera. Un ligero mareo me invitó a dejarme caer —con suavidad, por si acaso— sobre el colchón. El siguiente intento de incorporarme pasó por deslizar las piernas fuera de la cama y dejar que el resto del cuerpo siguiera su impulso. Apenas si podía abrir los ojos, así que llegué a la cocina a tientas, abrí la nevera y bebí, bebí como si se acabara el mundo, bebí como si nunca lo hubiera hecho y estuviera a punto de deshidratarme, bebí hasta que el zumo desbordó mis comisuras manchando la camiseta de los Clash.

Lo siguiente fue, medio metro más allá, meter la cabeza debajo del grifo del fregadero y dejar que el agua fría arrancara de cuajo los daños en superficie. Era curioso constatar que la inmediata mejoría sentida tras dos actos tan simples como beber y mojarme la cara, ya hacía flaquear el definitivo «nunca más» entonado al despertar. Con los ojos abiertos y con el paladar recuperando su viscosa carnosidad, eché un vistazo a la casa; mis amigotes me habían ayudado a recoger lo más notable —latas, botellas, restos de comida, muebles movidos— pero flotaba en el ambiente cierto desorden, imperceptible para un visitante, pero evidente para alguien que viviera allí, es decir, yo. ¡O Betty y Phil! ¡Y Lori! Por primera vez imaginé a mi tutora, la señora Sternberg, recogiéndome en su viejo trasto para llevarme a su casa mientras me buscaba otra familia, y a los Johnson, hechos una piña desde el marco de la puerta, lanzándome insultos y piedras.

Lentamente, resoplando, cansado y asqueado, me puse a repasar la casa.

Centímetro a centímetro.

El domingo sólo llegó Phil; Betty se quedaría unos días más en Indiana arreglando la nueva vida divorciada de su hermano, lo que me daba una bonita prórroga para rematar el orden de la casa con el uso cotidiano de las cosas, ese tacto inconsciente que acaba por colocar todo en su sitio a base de persistencia diaria. No sé si mi hermano americano andaba demasiado ensimismado en los problemas familiares o que, simplemente, pasaba de echarme en cara el tornado que había arrasado su hogar, tan evidente a pesar de mis desvelos. Por la noche lo vi desde mi habitación hablando con el señor Franklyn, nuestro vecino, por encima de la valla que separaba ambos chalets; cuando notaron que estaban siendo observados cesaron su cuchicheo y Phil me dedicó una mirada vacía, hueca, indiferente, como si estuviera disecado y los ojos fueran de ésos que encargan por correo los taxidermistas novatos. Aquella mirada podía significar cualquier cosa; «paso de ti», «te vas a enterar», «me la suda» o «esto no quedará así». Más que nunca, maldije aquel rostro impenetrable y su mirar oblicuo, incluso odié el bigotito a lo Clark Gable aunque poco tenía que ver en mis cuitas. No podía asumir que mi puntual antipatía hacia Phil no era más que una proyección de los remordimientos que sentía por haber metido la pata de esa manera; en realidad estaba deseando que me echara en cara haber llevado a su casa a un montón de desfasados para poder así expiar mi culpa y sentirme liberado. Ya se sabe, el poso católico ha hecho mucho daño a varias generaciones de españoles y yo no iba a ser menos. Es más, si Phil me hubiera sostenido la mirada más de tres segundos probablemente me habría lanzado a sus pies renegando de mis pecados con ese lenguaje tan propio del Antiguo Testamento.

«Y viendo José que lo que había hecho no era bueno para sí ni para su familia de acogida, arrojose a los pies de Felipe golpeándose el pecho y mesando sus cabellos para pedir clemencia al abigotado varón achinado:

—¡Sí! ¡Lo hice! —exclamó con los ojos llenos de lágrimas—. ¡Se montó un fiestón babilónico y desmesurado, pero no era mi intención! ¡Acudieron varones sedientos y hembras lascivas desde los confines del reino!

¡Y bebí con los varones, pero no yací con las hembras pues, como bien sabes, yazco menos que Robinson Crusoe! ¡Por Dios! ¿Qué puedo hacer para que me perdones y así dejar de hablar entre admiraciones?

Y viendo Felipe que el arrepentimiento de José parecía sincero, descalzó el pie derecho, lo alzó a media altura, retiró el calcetín y, acercó su dedo gordo a escasa distancia de la boca del pecador antes de susurrar con una leve sonrisa:

—Chupa, cabrón».

La cosa es que pasaron los días y la vida siguió como si allí, en el 1624 de Carpet Drive, nunca hubiera pasado nada.

Al menos eso creía yo, infeliz de mí.

Sobrevivíamos a base de burritos congelados y perritos calientes, gastronomía zoofílica que no difería mucho de la que habitualmente nos dispensaba la viuda. Tampoco nuestros lazos se estrecharon debido a la obligada convivencia, pues, ni ésta era tan intensa, ni los lazos tenían mucho donde apretar. La noche anterior al regreso de Betty, tirados frente al televisor —el Here Comes The Rain Again de los Eurythmies estaba en pantalla—, Phil me propuso acompañarlo al acuario Waterland y acepté con cierto entusiasmo; aquella tienda era como un oasis irreal de penumbra, silencio, algas flotantes y ojos acuosos envueltos en un olor denso, extraño, que tenía mucho que ver con la comida de los peces. Aunque nunca habíamos dejado claras unas pautas de comportamiento dentro de la tienda, nuestra rutina allí era siempre igual: nada más llegar nos separábamos para pasear entre las peceras, como si aquel establecimiento fuera una especie de templo budista en el que el silencio formara parte ineludible del ambiente. En cierto modo, esas visitas a Waterland eran mi momento más cercano a cierta mística religiosa, muy alejada de los aspavientos del reverendo Stackpole en el canal religioso o de McCain en la Iglesia metodista. De vez en cuando, coincidía con Phil en alguno de los pasillos, comentábamos en voz baja este o aquel pez extraño y seguíamos nuestro camino. Al cabo de un buen rato, mi compañero submarino se dirigía al mostrador y compraba un saquito de comida para peces, un nuevo inquilino para la pecera o un adorno para el fondo. Era la señal para volver a casa.

Aquel día me detuve a contemplar un llamativo animal azulado, con una fabulosa aleta dorsal que desplegaba y cerraba pausadamente mientras nadaba de lado a lado. Me agaché un poco, apoyé las manos sobre las rodillas y acerqué mi cara; tan sólo un grueso cristal separaba nuestros silencios y nuestras densidades, tan cercanas en el espacio y diferentes en la forma. Aquel enorme pez pasaba a escasos centímetros de mi nariz, ajeno a mi curiosidad, quizá preguntándose si al final de su breve paseo se encontraría de nuevo con esa pared que desde hacía un tiempo le impedía nadar a donde le diera la gana, como hacía antes de que una red lo atrapase en su reino de coral. Al fondo de la pecera me pareció ver una anguila, quieta y curvada. Me extrañó mucho; cerré los ojos y apreté los párpados para enfocar mejor. La silueta alargada seguía allí, sin moverse, hasta que, inesperadamente, se separó en dos mitades. Del mismo centro de la abertura, sin despegar sus extremos, salió una voz muy clara que decía:

—Hola, Joe.

Salté hacia atrás del susto y escuché una carcajada al otro lado de la pecera. De allí surgió una chica que enseguida identifiqué como compañera de alguna de mis clases en el instituto. ¿O sería de la autoescuela? No acababa de ubicarla.

Por lo visto llevaba un rato observándome sin que yo me diera cuenta.

—Hola… —contesté en blanco.

Mi cerebro funcionaba a toda máquina pero no acababa de reconocerla.

—Me llamo Janine —dijo respondiendo a mi pensamiento—; No te preocupes, es nor-mal-que-no-se-pas-mi-nom-bre.

¿Por qué me hablaba tan despacio?

Janine rió con ganas y pidió disculpas; intentaba ser amable porque sabía que yo era español. Mi autoestima subió varios enteros. ¿Cómo sabía mi nacionalidad? ¿Había un algo irremediablemente latino en mi porte, en mi caminar, en mi forma de mirar? ¿Eh?

—La señora Elliot nos lo dijo el primer día de clase, ¿no te acuerdas?

Ah, sí, la señora Elliot. Mi mecanismo de defensa y anulación de sucesos lamentables había borrado de mi memoria el día en que mi amable profesora de Psicología anunció mi nacionalidad en clase. Según entendí, pedía comprensión para mis posibles lagunas de entendimiento en los grupos de trabajo. Es verdad; al fondo de la clase, cerca de la ventana. Janine.

—¿Cómo te va? ¿Qué clase tienes ahora? —indagué.

—Trigonometría… ¿Y tú?

—Gobierno de Estados Unidos, con el entrenador Dalton.

—Yo la hice en el primer cuatrimestre —me explicó. Se acercó un poco más y, en voz baja, añadió—: Es un coñazo.

Rompimos a reír. Como si lleváramos años charlando en aquel acuario y aquélla fuera nuestra broma recurrente para cualquier situación desagradable: «Es un coñazo». Venga risas.

—Lo peor es verle las piernas al señor Dalton —bromeé.

Esta vez la risotada de Janine llamó la atención de varios clientes de Waterland. Instintivamente le tapé la boca con una mano y ella me miró con los ojos como platos burlones. Permanecimos en silencio. Intentaba comprender por qué no había reparado en Janine durante cuatro meses de convivencia en el aula 5. No recordaba ni una sola intervención suya en clase. No era llamativa, tampoco fea. Había un brillo en sus ojos y en aquella sonrisa que, junto a sus espontáneas carcajadas, me atraparon de alguna manera.

Phil apareció con un pez marrón de rayas blancas en una bolsa y me despedí de mi nueva amiga. Prometimos vernos en el instituto.

—¿Quién es? —preguntó mi querido Cousteau.

—Janine. Va a Catworth. Se gradúa este año.

—Ni idea.

Si yo fuera detective y toda mi carrera dependiera de la investigación que estaba realizando sobre la muerte del señor Johnson, ya podía ir entregando la placa y la pistola a mis superiores. Y no era por falta de tesón; desde el descubrimiento de aquellas fotos ocultas, había prestado especial atención a cada conversación de la familia esperando una pista, un desliz o una contradicción. Como no obtenía ni un mísero avance, me entregaba a los delirios con demasiado ímpetu; incluso tuve que convencerme de que una mancha en el suelo del garaje era un antiguo rastro de aceite y no cemento removido.

No podía seguir así.

Por eso se me iluminó la cara cuando Judy Sternberg telefoneó para hablarme del picnic que iba a organizar con los siete estudiantes europeos a su cargo. La idea me entusiasmó, no sólo por la posibilidad de conocer gente y romper la rutina de mis fines de semana, sino porque aprovecharía para preguntarle a la Sternberg por las circunstancias de la muerte del señor Johnson. Tenía la certeza de que ella no me ocultaría la verdad.

El día estipulado, Judy frenó bruscamente delante de casa y me saludó con una abierta sonrisa antes de bajarse del coche. Nos íbamos a Santa Cruz, localidad costera a una hora de San José por la autopista 17, de la que todo el mundo hablaba maravillas: «música, surf, universidad, bohemia y libertad», en palabras de Judy. Con ella venía una chica alemana que también residía en San José; en la playa se nos unirían otra alemana, dos franceses, una sueca y un suizo.

La costa del municipio de Santa Cruz está salpicada de pequeñas entradas al mar; al llegar a la ciudad nos dirigimos al Boardwalk, paseo de madera que jalona la playa principal, donde se ubican varias tiendas, salas de juegos, restaurantes y una montaña rusa de madera construida en 1911, una de las más famosas atracciones, no sólo de California sino de todo el país. Me sentí, por decirlo de forma cursi, lleno de vida; un montón de gente variopinta paseaba sin prisa alguna bajo un californiano sol de justicia, junto a una californiana playa de arena fina y frente a unas californianas olas repletas de surfistas. El estereotipo saltaba a mi encuentro y yo lo recibía con los brazos abiertos, riendo como Heidi en las nubes.

En una de las terrazas ya nos esperaba el resto del grupo con sus viandas encima de la mesa; añadimos las nuestras —yo aportaba un fabuloso pastel de manzana gentileza de Betty— y nos sentamos en aquel oasis europeísta en medio de California. Efectivamente, allí había dos franceses, un suizo, otra alemana —sentada frente a su compatriota parecían dos luchadores de sumo a punto de iniciar el combate— y, sobre todo, una sueca. Y cuando digo «sobre todo», no me refiero a aquella mesa de madera oscura a juego con el Boardwalk, sino a la playa, a la ciudad, al estado, al país y al planeta Tierra; Katia era rubia, menuda, con una mirada entre tierna y desafiante, con un cuerpo de impresión a pesar de las pequeñas dimensiones y con esa actitud de displicencia que tan nerviosos pone a los adolescentes enamoradizos. Pronto me di cuenta de que no era el único en reparar en los encantos de la sueca; allí mismo, en la mesa, tenía a dos franceses y un suizo dispuestos a dejarse la piel en el intento.

La comida discurrió sin grandes sobresaltos. Judy, curtida en esas lides, nos invitó a que cada uno contara cómo iba su «experiencia americana». Mi intervención no tenía nada que envidiar a aquella hiperbólica conversación con el padre de Tina Barlow, pero no era el único en exagerar la realidad; enseguida comprendí que mis contrincantes también se habían lanzado al noble arte de impresionar a la bella nórdica que, por cierto, parecía aburrirse bastante con nuestras invenciones. Por fin llegó su turno, pero la expectación creada no se correspondió en absoluto con el lacónico resumen que hizo de su experiencia californiana:

—Está bien, bueno, ya sabéis, del instituto a casa y de casa al instituto… No hay mucho más que contar.

Cinco alarmas saltaron alrededor de la mesa, la de Judy, preocupada ante la evidente apatía de la chica, y la de los cuatro varones, viendo una puerta abierta a la consolación de la sueca triste.

Ocurre a veces que las ambiciones también unen; por alguna razón, yo había congeniado con David, uno de los franceses, más que con los otros dos compañeros de asedio y, ahora que las mujeres charlaban aparte —por lo que podía ver, era más bien un monólogo de Judy que una conversación normal—, David y yo hablamos de música: Police —¡también había estado en el concierto de Oakland!—, los Clash —envidió sanamente que yo los hubiera visto— y los Stray Cats —se había puesto un tupé exagerado para verlos en su concierto de San José. No tardó en proponerme que me quedara esa noche en su casa; vivía en Santa Cruz y estaba seguro de que su familia americana no pondría ningún problema.

Pensé que a Betty tampoco le importaría. Más aún, seguro que se alegraba de perderme de vista aunque sólo fuera una noche.

Judy se tomó la molestia de hablar con nosotros por separado, por si acaso queríamos hacerle alguna consulta de tipo personal. No podía disimular mi impaciencia cuando llegó mi turno y abordé el tema sin rodeos:

—Quiero saber cómo murió el señor Johnson.

La señora Sternberg abrió los ojos y la boca en gesto de sorpresa. Sólo fue un momento; enseguida recuperó su habitual tranquilidad.

—Si te soy sincera, no tengo ni idea. Pero dime, ¿hay algo que te preocupe?

—No… Sólo me gustaría saber cuándo y de qué manera murió; nadie en esa casa parece querer hablar del tema.

—Bueno, tú mismo lo has dicho; puede que simplemente no quieran hablar de un recuerdo tan triste.

Me quejé sin mucha insistencia; Judy aseguraba que no disponía de esa información y yo la creía, sobre todo cuando se ofreció para preguntárselo a Betty ella misma si así me quedaba más tranquilo. Le dije que no era necesario; la sola posibilidad de pensar en el ridículo que haría si, en efecto, el señor Johnson hubiera muerto de cáncer y todo lo demás fueran elucubraciones mías paralizaba mi ánimo investigador. Estuve tentado de contarle a Judy lo de la foto rasgada, pero también me parecía peligroso autoinculparme de aquel delito de cotilleo compulsivo.

Resumiendo: sabía lo mismo que antes, es decir, nada, pero ahora, además, tenía cargo de conciencia.

Poco después pude quedarme a solas con Katia. Ella se había sentado en un banco del Boardwalk, frente al mar y a un par de horas de la puesta de sol. Las alemanas se habían ido a dar una vuelta, David hablaba con Judy Sternberg sobre no sé qué papeles para una beca y los otros dos tipos se habían subido a la montaña rusa. Perfecto. Alineación de sucesos favorables. Todo dependía de mí. Me acerqué al banco y me senté con calculado descuido. La ruptura de hielo debía ser fulgurante, tenía que impresionarla desde la primera palabra, quizá no tendría otro momento como aquél en toda mi vida. Pero cuando ella clavó sus ojos —tristes, tiernos, indolentes— en los míos —alegres, crueles, ansiosos—, no tuve más remedio que decir lo primero que se me ocurrió:

—¿Qué tal?

—Bien —respondió encogiendo los hombros.

—Pareces… triste.

—No es nada.

—Pero no sonríes.

—Bueno…

—¿No lo estás pasando bien?

—Sí, sí, sois muy amables.

—Me refiero a California, ya sabes, a estar aquí todo este año.

—¡Ah! No sé, a veces.

—Vaya.

Volvimos a quedarnos en silencio. Si esta conversación fuera un combate de boxeo, definitivamente había perdido mi primer asalto a los puntos. Menudo desastre. El eco del «vaya» final resonaba en mi cabeza atormentando una ocasión perfecta para indagar en la naturaleza de su desidia. Ahora, transcurridos cuatro segundos, ya era demasiado tarde para preguntarle por qué había dicho «a veces»; se notaría que había vacilado antes de interesarme, que me había recreado en la desgracia para iniciar una segunda ronda de preguntas…

—Vosotros sí que os lo pasáis bien.

—¿A qué te refieres?

—Os he escuchado hablar de conciertos y fiestas; yo no he disfrutado eso.

—¿Por qué?

Desde luego, hay días en que mi oratoria deja mucho que desear.

—Es que vivo a las afueras de Santa Cruz con una familia que sólo tiene dos hijas pequeñas. Yo creo que me han traído de canguro.

—Vaya…

Ahí estaba otra vez; un «vaya» inoportuno e innecesario que cerraba un nuevo tramo de conversación. Quedaba claro que su año en América no estaba resultando una experiencia reveladora, apasionante y enriquecedora, en cambio el mío… Bueno, zanjé el proceso mental que me habría llevado a sentirme tan desgraciado como mi sueca favorita.

—¿Y no sales con amigos del instituto? —pregunté con la mezquina esperanza de que la respuesta fuera negativa.

—No muchos; he salido con algún chico, pero, bueno, ya te imaginas lo que querían.

—¡Vaya! —exclamé de nuevo, esta vez intentando mostrar cierta indignación.

¿Por qué sabía ella que yo podía imaginarlo? Reparé en la farsa que los cuatro europeos habíamos montado alrededor de Katia y me dio bastante vergüenza. Entendía muy bien a los desalmados de su instituto y lamenté su falta de tacto, nunca mejor dicho. Katia necesitaba un caballero español que la mimase durante varias citas antes de tocarle un pelo, que la enamorase con versos de verdadero poeta, que la protegiese del resto de la humanidad, de la lluvia torrencial y de las bacterias diminutas. Yo sabía lo que quería Katia.

—¿Quieres que salgamos algún día? —pregunté en uno de mis inesperados arranques de playboy de pacotilla.

Ni siquiera contestó, sólo miró hacia al horizonte entrecerrando los ojos mientras la brisa le removía la media melena, como si buscara un barco que la llevase de vuelta a Suecia, lejos de aquel país inhóspito y de aquel españolito brasas que no sabía leer entre líneas. Yo también volví la mirada hacia el horizonte, no para ensimismarme, sino deseando que la línea azul del mar se levantara veinte metros de golpe para que un furioso maremoto me barriera del mapa.

—Puede que sí… —dijo para mi sorpresa—, pero es muy complicado, ya sabes, tú estás en San José y yo vivo en las montañas de Santa Cruz. ¿Tienes coche?

—Muy pronto lo tendré; estoy a punto de sacar el carné —respondí con alegría.

Aquello era casi como ligar.

El que no se consuela es porque no quiere.

Cuando todos regresaron, telefoneé a Betty y, tal como esperaba, no puso ningún tipo de objeción a que me quedara en casa de David. Por si acaso la viuda se mostraba reticente, tenía a Judy —a estas alturas adoraba a esta mujer— para explicarle que ella daba fe de la familia de mi nuevo amigo francés y, además, había anotado el número de teléfono de su casa por si Betty quería localizarme. Nada de eso hizo falta; no pidió referencias ni modo de localizarme y prácticamente colgó mientras me despedía.

Aquello me dolió. Muy poco, la verdad.

Nos despedimos allí mismo, en el Boardwalk de Santa Cruz. Las alemanas sólo gruñeron un «hasta siempre» que todos agradecimos; al igual que Betty, no hicieron ni amago de intercambiar teléfonos. Sin embargo, los cuatro varones quisimos el número de Katia y ella, amable, ausente, nos dictó sus siete cifras, idénticamente escritas en cuatro papelitos, en cuatro ilusiones, para cuatro cuatreros. El padre americano de nuestra sueca apareció sonriente a recoger a su canguro europea y comprendí aún mejor la tristeza de sus ojos. Aquel americano medio representaba el prototipo de ciudadano aburrido; había algo en sus gafas de pasta, en su camisa de cuadros abotonada hasta la nuez, en sus pantalones beis de pinzas y en su rectilínea raya a la derecha del pelo que transmitían plomo soberano, tedio profundo, monotonía eterna.

Desde luego, estaba del lado de Katia; aunque hubiera venido el mismísimo Joe Belushi a buscarla, lo habría despreciado por lo que ella me había contado.

Sin embargo, el elemento que vino a buscar a David era otra cosa. Se trataba de un tío muy alto, fibroso, con barba de náufrago y pelo revuelto que respondía al nombre de John. Se presentó en el Boardwalk con un todoterreno rojo con caja de carga, una Toyota pick up en la que transportaba dos tablas de surf y un par de trajes de neopreno.

—¿Quién es este tío? —pregunté sin ocultar mi admiración.

—Es John, mi padre americano —aclaró David sonriendo.

Subí a la camioneta y John me tendió la mano efusivamente; fue como si me apretaran cinco alambres alrededor del puño.

—¿Haces surf?

Mi respuesta fue una abierta carcajada, pero cuando terminé la risotada John seguía muy serio, mirándome en la misma postura. Es decir, no lo preguntaba en broma.

—No, nunca lo he hecho —respondí en voz baja mirando hacia el suelo del coche, donde por cierto había más arena que en algunas partes de la playa.

Esta vez, los dos se rieron con ganas. De repente, John recuperó su seriedad inicial:

—Hoy es un buen día para tu primer baño; entrarás conmigo.

Si esa frase me la hubiese dicho Brooke Shields mi vida habría cobrado sentido para siempre, pero el que me invitaba a meterme en el agua era un barbudo con los pómulos quemados por el sol y un par de tablas a sus espaldas. De todas formas, me amoldé a mi recién estrenada condición surfera; ajeno, como siempre, a mi evidente falta de condiciones atléticas —necesarias para un deporte tan duro—, me imaginé remando con los brazos sobre la tabla en busca de la rompiente, como tantas veces había visto en las películas, para después deslizarme con elegancia, sin esfuerzo aparente, hasta la orilla y saltar a la arena ignorando los entusiastas aplausos de un grupete de rubias saltarinas. Me vi reflejado en el enorme retrovisor ojo de pez que ocupaba medio parabrisas; la deformación óptica en las comisuras de mi idiota sonrisa me confería cierto aspecto de pazguato.

¿Y qué?

Al llegar a Pleasure Point, nombre con el que los surfistas locales conocen la playa que se encuentra al norte de la avenida 41, la sonrisa pazguata se me borró de un plumazo. Yo me había imaginado olitas manejables, leves ondulaciones picaronas para pasear la tabla, pero al momento entendí por qué los surfistas de Santa Cruz habían rebautizado de esa manera aquel trozo de agua. Cada serie de olas era como un desfile de muros de contención, y esos muros parecían murallas según nos acercábamos a la orilla, con una tabla corta John, con un enorme tablón bajo el brazo yo, el más falsario de los deslizantes, el menos Beach de los Boys.

¡Que no son olas, mi señor, que son gigantes!

Pero John a lo suyo, nervioso, alegre, inquieto ante aquella muerte segura que nos esperaba a unos metros de la arena, feliz mientras se embutía el traje de neopreno —imprescindible dada la baja temperatura del agua— y me urgía a hacer lo propio con uno negro y rojo que también había sacado de la caja de su pick up. Imitando sus movimientos, metí primero las piernas y tiré de las costuras hasta que el traje se ajustó como un guante alrededor de mis caderas. En ese punto, me giré un momento buscando la mirada de David. Se había sentado en la arena a una distancia prudencial; pude adivinar en su gesto que él ya había pasado antes por ese trance y que disfrutaba viendo a alguien sufrir como él lo había hecho. No lo culpé; yo habría hecho lo mismo. Seguí ciñéndome aquel flexible ataúd como el torero que se viste antes de la corrida, en silencio, con ese mal presagio que seca la garganta y despeja la nariz.

Una vez disfrazado de surfista, seguí copiando los gestos de mi barbudo maestro Jedi del surf. Tras unos estiramientos y flexiones que aquella espiga humana forzaba como si quisiera romper su cuerpo en varios trozos, se dirigió a mí y, mirando de reojo las olas, me ofreció unas fugaces explicaciones sobre la forma de remar, dónde colocarme y cómo pillar la ola para deslizarme sin interferir en la ruta de los surfistas con preferencia. Todo ello, mientras me sujetaba con un velero alrededor del tobillo una cuerda que iba atada a la tabla: «Para que no la pierdas». Por supuesto, no me estaba enterando de nada; el batir del agua, los gritos y aplausos de la gente que seguía las maniobras más arriesgadas, las carcajadas de las gaviotas, mi taquicardia y la propia excitación formaban un muro de sonido que convertía las voces de John en un ruido hueco y lejano, como en esas pelis de boxeadores en las que el púgil más sonado mira a su entrenador y éste gesticula a cámara lenta y el tío sólo oye el rebote de un eco y entonces le cae una guantazo de verdad y el sudor salpica en todas direcciones como si fuera un aspersor, y ya no puede abrir los ojos de hinchados que los tiene y se cae en la lona…

—¿OK? ¿Lo tienes? —gritó John devolviéndome a la pesadilla real.

Pensé que se refería al miedo, y tuve ganas de decirle que sí, que lo tenía, tenía mucho miedo y prefería sentarme en la arena junto a David, pero, eso sí, vestido de neopreno que era lo máximo que me podía molar el surf, estar en una playa de California vestido como Batman pero sin capa. Y sin máscara, ni botas. Y sin guantes. Bueno, digamos con el kit básico de Batman. Pero no pude decirle nada; John, preso de la inevitable histeria que atenaza a un verdadero surfista cuando está cerca del mar agitado, ya entraba en el agua agarrando con ambas manos el borde de la tabla, tumbándose sobre ella y remando hacia las olas con una velocidad que me hizo pensar que llevaba algún tipo de motor incorporado. Era el momento de retirarme; John ya estaba demasiado lejos como para tirar de mí y observé que no se volvía ni se preocupaba. Por un instante dudé entre darme la vuelta y sentarme junto a David o imitar la llamativa entrada de mi tutor acuático. Fue un relámpago de indecisión, porque, cuando quise darme cuenta, ya corría hacia el agua, gritando como un histérico, salpicando mis zancadas con la espuma batida y vencida como vestigio de lo que había sido una ola gigantesca. Con medio metro de nivel deslicé la tabla por la superficie y me lancé sobre ella para quedar tumbado mientras remaba al mismo tiempo. Me sorprendió la eficacia de mi entrada, parecía que llevaba toda la vida haciéndolo y aquello me dio ánimos de verdadero surfista, mar y naturaleza, fuerza y libertad, destreza y determinación ante la ola, cuanto más grande mejor.

Tras un buen rato de remo inútil no había avanzado ni tres metros, pero John ya se confundía entre el numeroso grupo de surferas que, a lo lejos, esperaban la llegada de olas vírgenes. Empecé a fatigarme seriamente. Un par de inesperados tragos de agua salada y el temor a que una nueva serie de olas lanzara sobre mí varias docenas de nativos montados sobre sus afiladas tablas acabaron por descomponer mi efímera ilusión deslizante. De repente, casi sin darme cuenta, avancé en un minuto lo que no había logrado en lo que ya me parecían varios años de remo a brazo y me aproximé a la zona de rompiente justo cuando el mar, tan sabio, tan cabrón, comenzaba a levantar unos cuantos frontones en forma de ola. Había superado lo peor y el vaivén de las gigantescas ondulaciones que pasaban debajo de mí comenzó a marearme igual que en las norias de verbena. Para colmo, como me temía, molestaba a todos los que iniciaban la cabalgadura y escuché varios improperios que me resbalaron por el neopreno como el agua que me rodeaba; mi único objetivo era pasar esa invisible línea enemiga y poder sentarme a horcajadas sobre la tabla, mirando hacia el horizonte como el que espera la gran ola. Y una mierda, sólo quería llegar allí y descansar; salir sería mucho más fácil. Pero me faltaba el aire, no me llegaba oxígeno a la sangre, ni glucosa a los músculos, podía sentir las agujetas y los tirones, reales e imaginarios, pinchando mis bíceps. ¿Podía ir aquello a peor?

Nunca te hagas esa pregunta en una situación difícil.

No la vi. No sé de dónde salió, surgió a medio metro del pico de mi tablón y se alzó en una millonésima de segundo hasta ocultarme bajo su sombra. Sólo tuve tiempo de mirar de abajo arriba aquella enorme ola antes de que su base se metiera por debajo de mi plancha para alzarme en posición vertical buscando la cresta; un grado más de inclinación y habría caído de espaldas. Repetí la secuencia por la espalda de la ola con la cabeza hacia abajo y el corazón desbocado, justo a tiempo de ver cómo una segunda ola se acercaba con las mismas aviesas intenciones.

Todo sucedió muy rápido.

La ola no venía sola, lo cual ya hubiera sido un evidente riesgo; allá en lo alto, su cresta —apenas un ribete de espuma— estaba partida en dos por la tabla de John, que remaba furiosamente con la frente pegada a la tabla para poder pillarla. Venía directo a mí y yo no podía hacer nada, ni apartarme, ni moverme, ni siquiera levantar un brazo para taparme la cara. No pude ni intentarlo porque el cansancio y el pánico me habían inmovilizado y sólo restaba malherirme violentamente por el impacto de la afilada y veloz tabla y después morir desangrado en las frías aguas del norte de California. Menudo titular. Fue entonces cuando John apoyó las manos en su plancha, levantó la cabeza para incorporarse y me vio exhausto, rendido, tumbado con ojos de cordero a punto de degüelle. Recuerdo todos sus gestos como si los hubiera vivido en cámara lenta; abrió los ojos, apretó los dientes, se volvió a tumbar, abrazó la tabla, giró sobre su espalda y se sumergió sin soltarla. Por un levísimo instante recuerdo ver el timón de la tabla boca arriba, mientras John se mantenía agarrado por debajo como un chimpancé al vientre de su madre. Siguiendo el movimiento en espiral, giró de nuevo y emergió a mi izquierda, un metro más allá, justo a tiempo de incorporarse sobre la tabla y correr la ola como si tal cosa, como si lo que acababa de hacer fuera lo normal, como si no me hubiera salvado la vida, así, sin darse importancia.

El susto me dio alas o, mejor dicho, aletas; remé vigorosamente unos metros más pasando sobre el arranque de varias olas hasta llegar a esa zona mágica donde apenas hay perturbaciones, donde los surfistas se sientan a escudriñar el horizonte, donde la costa queda oculta tras el batir de las olas. Me senté sobre el tablón, su punta se alzó ligeramente por encima del agua y así permanecí, recuperando las pulsaciones habituales, retomando la respiración, rescatando el control de mis músculos. A lo lejos, el sol se aproximaba al horizonte acuático; era un sol naranja, intenso, justo en esa hora en que se puede mirar sin que moleste. Dejé pasar varias series de olas y la tranquilidad empezó a obrar un milagro místico en mi percepción del momento; el sol se ponía a lo lejos y varios surfistas permanecían sentados sobre sus tablas, esperando en silencio la unión entre fuego y agua. Cuando el sol tocó el mar, la superficie se tiñó de naranja como si la recorriera un veloz incendio acuoso.

Miré a los compañeros que me rodeaban con el pecho hinchado y la emoción en los ojos, pero ellos ni se enteraron porque ya se formaba una nueva serie de olas, las últimas del día antes de que se hiciera de noche. Con un suave movimiento de cadera, orientaban la tabla hacia la costa y remaban, primero con un esfuerzo delicado, después con fuerza desmedida. Desde mi posición observaba cómo la cresta espumosa los abrazaba e impulsaba hasta que desaparecían en el vientre de la ola.

En esta ocasión no lo dudé ni un momento; imité la secuencia tal cual, es más, seguí de reojo a un surfista que iniciaba la carrera y comencé a remar al mismo tiempo que él, agité los brazos con desesperación y en un par de segundos me vi lanzado como si una fuerza superior e incontestable, pero amable y gentil, tirara del tablón. Todavía estaba tumbado; veía el pico de mi plancha planeando sobre el agua, cabeceando ligeramente, y pensé que aquello era lo más parecido al vuelo de una alfombra mágica. A mi derecha, el surfista que me había servido como guía ya se había incorporado y subía desde la base de la ola hasta su cresta para girar arriba y volver a bajar. Opté por permanecer tumbado sobre mi intrépido tablón; me parecía imposible levantarme, eran muchas sensaciones nuevas las que experimentaba y la ola tardaba en morir, se resistía a quedarse en nada mientras avanzábamos veloces hacia la orilla.

Allí me esperaba John, sonriente, barba mojada y pelo revuelto, con ese brillo en los ojos que sólo tienen los genuinos surfistas tras una buena sesión. Cuando flotaba sobre medio metro de agua tranquila, me bajé del tablón y lo agarré bajo el brazo. Ya no recordaba el esfuerzo que me había costado entrar, los problemas que había causado en mi camino o el verdadero peligro que había corrido frente a la tabla de John; es más, una ovación torera de la poca gente que ya quedaba en la playa no me habría parecido fuera de lugar. John, todo corazón, refrendó mi ilusión óptica con un abrazo:

—Enhorabuena; no todo el mundo pilla una ola en su primer día.