El asombro siempre es infinito. La Autoescuela Saratoga, situada en el 1230 de la avenida Lincoln de San José, vino a aumentar mi perplejidad respecto a ciertas pautas estadounidenses de conducta. Está claro que todo orden impuesto contamina en mayor o menor medida la conducta natural del ser humano, aunque, al igual que no existen dos picaduras de mosquito iguales o dos tortillas de patatas idénticas, la penetración de esa carga en nuestra conciencia varía según la persona. Y de todas las engorrosas tareas que la raza humana se ha impuesto tras miles de años de supuesta evolución, la que se lleva la palma por abominable, repulsiva e incoherente —por eso se infringe continuamente— es la del cumplimiento del código de circulación. En California el coche no es un capricho, es una obligación real, un artículo de primera necesidad. La estructura de las ciudades, millones de personas a ras de suelo por aquello de los terremotos y el individualismo galopante, convierte cualquier actividad, por pequeña que sea, en un viaje en toda regla; ir al cine, acudir a la iglesia o visitar a tus primos pueden suponer una hora de conducción sin salir de la ciudad. Por eso las distancias no se miden en kilómetros sino en los minutos que tardas en recorrerlas.
En la Autoescuela Saratoga me esperaba un peculiar profesor llamado Brad. Vestía camisetas de color caqui, siempre llevaba barba de tres días y sufría una leve cojera; su aspecto disparó en mi imaginación un pasado de marine herido en combate y retirado antes de tiempo. Ya se sabe que cuando queremos creer una cosa, reconducimos cualquier pequeño indicio como prueba irrefutable de nuestra convicción y, si la paranoia es importante, los hechos que despistan o anulan la teoría son convenientemente reinterpretados para que se ajusten a la idea inicial. El mismo día que conocí a Brad decidí que era veterano de Vietnam; a ver quién me apeaba de la burra.
La manifiesta desidia ante su actual destino civil no hacía más que confirmar aquella primera impresión; mi profesor hablaba del código de circulación como si fuera la orden de un sargento estricto pero inexperto, al que se le hace creer que tiene razón mientras, sutilmente, se incumplen sus absurdos ejercicios. Aquel lunes éramos once alumnos en la pequeña clase, cuatro de los cuales estrenábamos nuestro curriculum de treinta horas. Brad nos dejó bien claro que su trabajo consistía en estar en el aula de cuatro de la tarde a nueve y cuarto de la noche —en realidad, las «horas» que exigía el Departamento de Tráfico eran treinta períodos de cincuenta minutos—; podíamos quitarnos el marrón de encima en cinco días o venir media hora al día durante dos meses; él tomaría nota del tiempo acumulado y al final nos daría un bonito certificado para que pudiéramos examinarnos. Punto.
Los alumnos de Brad componíamos una variopinta fauna de menores. Había dos amigas hispanas sentadas en primera fila sin intención de congeniar con el resto de la clase, tres adolescentes de origen árabe, Alfredo, un salvadoreño muy cordial, y cuatro WASP. Entre estos últimos me llamó la atención Bill; siempre llevaba una gorra de béisbol calada hasta las cejas —por detrás asomaba una poblada mata de pelo rubio— y camisetas blancas, sin inscripción alguna, pero con mangas rojas o azules. Tenía los ojos claros —aunque era muy difícil verlos— y el tipo de bigote a lo Cantinflas, también rubio, que tienen los adolescentes que todavía no han empezado a afeitarse. La mezcla de indumentaria y carácter retraído me remitió a esos nativos del Medio Oeste que aparecen en las películas de terror imberbe; estaba claro que aquella autoescuela incrementaba de manera notable mi disparada tendencia a imaginar barbaridades. Al observar el escudo de los Raiders en su gorra, le hice un comentario sobre la paliza que dicho equipo había infligido a los Redskins de Washington en la reciente Super Bowl: «38-9, tío», puntualizó con media sonrisa.
Sería una de las frases más largas que jamás le escucharía.
Por ser el primer día, aguanté las cinco horas del tirón, con un par, como un campeón. Después de las tres primeras habíamos descansado un cuarto de hora alrededor de una máquina de refrescos y chocolatinas que había en la parte posterior del edificio. En la reanudación sólo quedamos cuatro alumnos; las dos horas restantes se me hicieron eternas, largas, aburridas de solemnidad. Tuve la sensación de que no era el único; nuestro profesor bostezaba sin pudor.
Al día siguiente volví a la Autoescuela Saratoga con renovada alegría, ya que había tomado la decisión de abrirme tras el descanso de las siete. Ya había empezado, aquello marchaba, estaba en el camino adecuado para conseguir un coche y decirle a Tina Barlow que nos íbamos al autocine, ella y yo, sin amigos, sin cervezas, sin Super Ratones.
En Catworth, por fin, llegaba el final de mi curso cuatrimestral de Psicología. Nunca volvería al aula 5, no tendría que aguantar a la señora Elliot y cambiaría de compañeros; en definitiva, toda una novedad, algo que siempre se agradece en el previsible guión de un instituto. Mi nueva asignatura se llamaba Gobierno de los Estados Unidos, una de las materias obligatorias para todos los alumnos en su último año de secundaria. Todo eran buenas noticias. Además de que tendría compañeras de mi edad, no parecía un temario muy difícil; algo de historia, nociones sobre la Constitución y bastante de comportamiento cívico. Nuestro profesor sería el señor Dalton, entrenador del equipo de fútbol americano; amable, atlético y muy popular entre los alumnos. Lo único malo es que su condición de persona vinculada al deporte parecía obligarle a vestir ajustados pantalones cortos por encima de las rodillas que dejaban al descubierto sus pálidas piernas peludas. No era agradable.
El primer día llegué pronto al aula 27 con una intención muy clara: escoger mi sitio en la clase. La táctica me la había soplado Rob, muy curtido en esas lides. Se trataba de llegar rápido el primer día, hacerse el remolón en medio de la clase, esperar a que se sentase la tía que nos gustase y colocarnos a su lado —valía cualquier flanco menos el delantero— transmitiendo casualidad en la decisión. Así lo hice en mi primer día de clase con el señor Dalton; acabé a la derecha de Debbie, una simpática rubia en la que me había fijado varias veces aunque jamás habíamos intercambiado una palabra. Nada más ubicarme —aunque el intento de forzar un gesto casual en la cara me confiriera cierto aire de estreñido—, Debbie me recibió con una franca sonrisa, tendió su mano y se presentó.
Rob, santo Rob que estás en los cielos.
—Tengo una nueva cinta —anunció Phil con cierta emoción, es decir, con toda la emoción de la que era capaz. Supliqué al cielo que no fuera otra recopilación del tipo Grandes éxitos de John, Paul, George y Ringo, o Los singles de los Beatles, o Los números uno de los Beatles en USA, o Rarezas, sesiones y caras B de los Cuatro de Liverpool, o Canciones compuestas por Lennon y McCartney cuando tenían catarro, que hasta ese punto podríamos llegar algún día en el afán exprimidor del legado del grupo.
No era nada de eso, era mucho mejor; se trataba de la banda sonora de Reencuentro, una película que habíamos ido a ver la semana anterior gracias al empeño de Lori, que lloró y rió —a veces al mismo tiempo— como inestable emocional que era. Contaba la historia de un grupo de amigos reunidos tras quince años sin verse con motivo del entierro de uno de ellos (tiempo después me enteraría de que el muerto había sido «interpretado» por Kevin Costner). La película me atrapó desde que en la primera escena —el funeral—, una de las amigas del fallecido —a la que yo conocía bien por su papel en Poltergeist— subía al estrado para acompañar el servicio religioso al órgano; la canción que interpretaba no era otra que You Can’t Always Get What You Want de los Rolling Stones. Con mi nivel de inglés no me enteraba de la mitad de los diálogos, pero los sollozos y las carcajadas de Lori me guiaron por el laberinto de encuentros y desencuentros de los personajes. Por alguna extraña razón —supongo que tendría que ver con ese hombre de negocios llamado Mick Jagger—, el tema de los Stones no abría el disco, ni siquiera estaba incluido en la casete que ahora manejaba Phil con la destreza de un espadachín; con una sola mano, sin dejar de conducir, extrajo la cinta de la caja y en un movimiento imperceptible para el ojo humano, la introdujo y pulsó el play al mismo tiempo. Y aunque Ken, el dependiente de la tienda de discos del centro comercial, me había dejado claro que detestaba las recopilaciones oportunistas, nos sentimos más chulos que nunca con el I Heard It Through The Grapevine de Marvin Gaye a todo trapo.
Rob y Steve seguían buscando nuevas y excitantes situaciones con las que adornar el simple acto de beber cerveza, pues estaba claro que la ilegalidad del asunto no les bastaba como motivación. Se trataba de añadir adrenalina y emoción al hecho de moñarse; aunque a mí me pareciera suficiente fundamento, mis amigotes se empeñaban en adornar el ritual con actos extravagantes, peligrosos o, directamente, delictivos. De los primeros, uno de mis preferidos era el de irnos al aeropuerto de San José; después de las cervezas de rigor, nos colocábamos de espaldas a la valla metálica más cercana a las pistas de aterrizaje. Al poco aparecía el primer avión a lo lejos, primero una luz diminuta, después la silueta oscura, más tarde el ruido del motor que aumentaba a la vez que el contorno, definido, tomaba color y el ruido ya era rugido ensordecedor y gritábamos en seco porque no se oían nuestras voces, tapadas por los motores del avión que, ahora sí, parecía que nos iba a arrollar porque lo teníamos ahí enfrente, pero cruzando de largo porque hay una micromillonésima de segundo durante la cual vemos el fuselaje pasar por encima de nosotros como la nave que sale al principio de La guerra de las galaxias y al segundo siguiente ya no hay avión porque ha pasado y oímos a lo lejos el impacto del caucho quemado contra la pista y el ruido que se aleja y disminuye como la taquicardia, saca otra cerveza, que esperamos otro y ya nos vamos.
Entre los rituales peligrosos estaba el de irrumpir en fiestas ajenas a las que no habíamos sido invitados, como el día que observamos movimiento alrededor del polideportivo del instituto Westmont y nos metimos dentro, directamente a la pista a bailar el Lady Cab Driver de Prince; una vez allí miramos alrededor y nos dimos cuenta de que todos los presentes eran de origen árabe, inconfundibles, sonrientes y tensos. Entre ellos reconocí a Bassem, uno de los habituales del comedor de Catworth, que ahora se dirigía hacia mí más serio que nunca; era la primera vez que veía a Bassem sin la eterna sonrisa que solían dibujar sus árabes labios, ésos que ahora mismo utilizaba para decirme algo así como que yo y mis amigos deberíamos irnos, sin más explicaciones, encogiendo los hombros y apretando sus labiazos magrebíes para que yo entendiera que había razones milenarias que impedían nuestra presencia allí, más aún cuando observé que Rob comenzaba a realizar uno de sus presuntos bailecitos sugerentes delante de un grupo de chicas que no sabían dónde meterse. Así que le indiqué a Bassem que no se preocupara, que ya nos íbamos, y a él se le iluminaron sus enormes pupilas negras y la sonrisa de siempre apareció en medio de la pista de baile bajo una cascada de reflejos rebotados de la bola de espejos suspendida sobre nuestras cabezas, y sus blancos dientes árabes brillaron más que nunca, no problema mi amigo.
Aquel día no me costó mucho esfuerzo sacar a mis amigotes de allí, pero no faltaban golosos saraos en los que colarse. La fiesta en casa es una de las escapadas más habituales y asumidas por los adolescentes estadounidenses, aunque dichas celebraciones sean auténticas bombas de relojería; la prohibición de beber alcohol les impide desarrollar pautas sociales dentro de un grupo de gente beoda, con lo que esas fiestas suelen acabar como el rosario de la aurora. Por eso Rob y Steve no eran santo de devoción en las organizadas por compañeros de mi instituto. Un viernes de febrero en el que un inesperado viento cálido convirtió la noche en un anticipo de primavera, nos habíamos dirigido a uno de los Seven Eleven donde podíamos conseguir cerveza sin muchos apuros. Nada más aparcar vimos una furgoneta Volkswagen con la puerta lateral abierta, por la que se escuchaba el Jump de Van Halen a toda pastilla, y a su lado tres rubias que prometían. De cerca la impresión no fue tan favorable; para empezar, una de ellas era un tío con una melena que no tenía nada que envidiar a la de Brooke Shields. Las otras dos sí eran rubias, y hermanas, pero con rostros francamente desagradables. Lo mismo pensarían de nosotros a juzgar por el gesto de desprecio que nos dedicaron cuando nos dirigimos a ellas como si las conociéramos de toda la vida. El rubio, más cordial, nos animó a acercarnos a una fiesta que había por allí cerca, «en casa de un colega». A buena parte; invitarnos a una velada con cerveza gratis era como darle un juego de bisturíes a Jack el Destripador y soltarlo en un internado femenino.
Llegamos a la casa siguiendo las indicaciones del rubiales y nos encontramos con el paisaje habitual de este tipo de fiestas; muchos coches mal aparcados, música estridente y gente dispersa. Una vez dentro —la puerta principal estaba abierta y nadie nos preguntó nada— nos dirigimos a uno de los barriles de cerveza colocados en el patio trasero y nos servimos unas cañas. Por varios bafles estratégicamente situados en la estancia sonaba el D’yer Mak’er de Led Zeppelin, lo cual me predispuso favorablemente a lo que allí pudiera acontecer. En todo momento tuve la sensación de que éramos invisibles; no nos hacían ni puto caso, y no me refiero a las mujeres, cosa habitual, sino a los maromos con pinta más o menos enrollada. Nos desperdigamos por la casa en misión de reconocimiento; descubrí en la cocina un bajo eléctrico apoyado en la nevera y enchufado a un amplificador. A su lado, sentado en el suelo con las piernas cruzadas, un tipo con bigote setentero, sombrero de fieltro negro y mirada perdida parecía concentrarse, con no poco esfuerzo, en una espumadera que colgaba de la pared. Me senté a su lado y le comenté con la mayor cordialidad de la que fui capaz:
—Bonito bajo…
En realidad, deseaba con todo mi ser que me invitara a colgarme el instrumento aunque no supiera ni cómo se encendía el ampli. Lo único que hizo fue girar la cabeza lentamente y mirarme un buen rato; los párpados se le caían, tenía los ojos enrojecidos e intentaba hablar, pero sólo emitía un balbuceo salpicado de saliva. Tuve tiempo de fijarme en los detalles; aquel tío me sacaba unos cuantos años y usaba ropa como de otra década. También me llamaron la atención varios cardenales pequeños que poblaban sus brazos; busqué con la vista una jeringuilla que confirmara mis sospechas, pero no la encontré ni la seguí buscando porque una voz que no reconocía reclamaba mi atención con inquietante devoción:
—¡Oye! ¡Tú! ¡Hey! ¡Mírame!
Me levanté del suelo como un resorte y lo que vi volvió a recordarme a Lou Ferrigno pero en versión bajos fondos. El tipo que daba esas voces parecía el guardaespaldas de Lemmy Motorhead; su pecho desnudo mostraba el tatuaje de una calavera envuelta en llamas coronando una inmensa panza como de luchador mexicano. Tenía una melena revuelta y rala que le llegaba a la mitad de la espalda y gastaba unos vaqueros apretados, tan sobados que brillaban en la zona de los muslos. El cuadro lo remataba una espumilla blanca que lubricaba la comisura de sus labios, los cuales, precisamente, seguían articulando bramidos poco amigables:
—¿Qué coño has dicho de mi madre? ¡Te he oído! ¿Qué coño fue lo que dijiste sobre mi madre?
En pleno desconcierto, yo no tenía muy claro si el tío se dirigía a mí, o era estrábico y en realidad le hablaba a alguien situado a nuestra derecha, o era ciego y declamaba un pasaje de Macbeth. Como avanzaba, lento y seguro, con su dedo índice apuntando a mi entrecejo, abandoné la idea de que fuera estrábico y me convencí de que recitaba de memoria algún pasaje de Shakespeare, que aquella fiesta era en realidad la reunión del grupo de teatro amateur de la parroquia, cualquier cosa antes de confirmar que yo era el centro y diana de sus absurdas acusaciones. Por si acaso, fui retrocediendo a la misma velocidad, o mejor dicho, me retiraba de escena para no estropearle la actuación, hasta que mis riñones chocaron contra el fregadero y el panzudo tatuado llegó a estar a un palmo de mis narices y entonces, sí, ya estaba claro que yo y sólo yo era el objeto de su infundada ira. Deduje que lo único que quería era bronca y que había buscado esa excusa para retarme, aunque viendo de cerca aquella mole no había reto posible; me las iba a llevar todas yo. Lo que debía hacer era tranquilizarme, no entrar al trapo y buscar apoyo en mis amigos; un rápido vistazo me confirmó que en toda la habitación no había ni un rostro conocido al que pedir ayuda, así que noté cómo el pánico invadía mi percepción de las cosas. Los allí presentes observaban la escena con la misma curiosidad con la que vemos a un oso destripar salmones agonizantes en los documentales sobre vida salvaje.
—Vamos a ver, ¡contéstame! ¿Por qué has insultado a mi madre?
Lo tenía tan cerca que estaba a punto de desmayarme con su fétido aliento. La situación merecía una reacción decidida, valiente y coherente.
Lo empujé y eché a correr hacia la salida.
Alcancé la puerta batiendo algún récord mundial de velocidad sobre parqué encerado; en mi huida, empujé la mosquitera con tanta fuerza que rebotó en la pared y chocó contra el marco con no menos estrépito. Llegué a la calzada sin mirar atrás, dispuesto a correr céspedes, saltar rosaledas, atravesar ciudades, cruzar países y llegar a mi casa, la de verdad, la de España, sudado y andrajoso pero vivo y coleando, lejos de las garras de aquella bestia que probablemente estaba a punto de alcanzarme. Un claxon familiar sonó a mi derecha; era el coche de Rob, con todos mis amigos dentro. Corrí como si huyera de una muerte segura y alcancé la puerta trasera que me abría Troy con el coche en marcha; al cerrarla de golpe, Rob apretó el acelerador y salió de allí marcando el alquitrán con sus ruedas traseras. Todavía pude ver por el parabrisas posterior al oso melenudo saliendo a la calle y agitando un puño en alto con cara de mala leche mientras Kurt me contaba, con la respiración entrecortada, que habían abandonado la casa por piernas cuando dos tíos con pantalones de cuero empezaron a meterle mano a Steve y que dónde me había metido y que casi les parten la cara por esperarme y qué mierda de fiesta era aquélla, pero esto último ya era más bien un adorno retórico al que todos asentimos con cara de espanto.
La situación en el equipo de fútbol se hizo insostenible. Se trataba de un asunto entre el entrenador y yo; por eso me echaron a mí. Tres días después de mi expulsión oficial se hicieron la foto que se publicaría en el anuario del instituto y en la que faltaría el dorsal veintidós.
Y sin mí, aquel equipo no era el mismo; era mejor.
Había asumido que mis compañeros eran una pandilla de fracasados y lo peor es que yo no desentonaba en esa mediocridad. El entrenador Danson se empeñaba en «mejorar el aspecto físico» y para ello diseñaba unas sádicas sesiones de ejercicio cruel, vueltas al campo, flexiones, carreras cortas y demás patrañas alejadas de patear un balón, primario instinto que me había llevado a vestir la camisola burdeos de Catworth. Comencé a escaquearme de los entrenamientos con meditadas excusas: «Tengo que ir al banco», decía mostrando varios extractos de mi exigua cuenta bancaria mientras mi gesto de agobio indicaba que menudo coñazo, a ver cómo me las arreglaba si no aclaraba eso ahora mismo y una pena que no pueda dar veinte vueltas al campo de fútbol, oye. Otras veces, directamente, no aparecía por el campo y al día siguiente me excusaba con lo primero que se me ocurría. Eso sí, nunca perdonaba esa media hora de clase que nos merendábamos antes de cada partido, aunque ya no me sacara a jugar, imagino que como medida disciplinar.
—Joe, creo que va a ser mejor que no vuelvas a jugar con nosotros —me dijo Danson al acabar un entrenamiento.
Lo primero que pensé es que podía habérmelo dicho antes de empezar, me habría ahorrado el flato, las agujetas y el barro incrustado en las relucientes botas que me había comprado dos semanas antes.
—Pero si ya llevo dos partidos sin jugar —respondí para señalar su aparente contradicción.
—Bueno, me refiero al equipo; no estás motivado, lo sabes, y eso está creando cierta tensión —explicó antes de mirar fugazmente hacia los vestuarios. Al lado de la puerta vi que Brian, el capitán, observaba la escena con una sonrisilla hijoputesca en los labios. Su mezquina venganza se cumplía al dedillo. Aquella situación límite exigía una respuesta coherente, una frase histórica, una réplica brillante que todos los entrenadores de Catworth, San José, California y Estados Unidos usasen para arengar a los futbolistas que surgiesen en el país a partir de entonces. Puse los brazos en jarras y perdí la vista en el horizonte.
Tras una intensa pausa dramática, achiné los ojos y los clavé en los de mi entrenador:
—¿Y qué coño hago yo ahora con las botas?
En otro de nuestros viernes ansiosos acabamos en el parking de Catworth bebiendo cerveza junto a una pandilla —dos tías y tres tipos— que conocimos en el Seven Eleven; estudiaban en el instituto Yerbabuena y se habían desplazado hasta nuestra zona por puro aburrimiento. Les pregunté si conocían a un español llamado Rafa; los tíos se encogieron de hombros pero una de las chicas respondió que sí, que lo conocía, y lo hizo con un entusiasmo que me corroyó las entrañas como si me las lijaran a la brava. Mientras Kurt me pedía que les contara lo fácil que era tomar cerveza en España —mi amigo nunca se cansaba de escuchar esa historia, un tema que siempre interesaba a los golfos que iba conociendo—, Rob, Steve y Troy desaparecieron en dirección al edificio del instituto; no le di importancia porque las latas de Miller que nos estábamos bajando daban alas a mi torpe lengua. Nunca supe si la borrachera distorsionaba mi propia percepción del inglés que hablaba o si el alcohol hacía más fluido el vocabulario, agilizaba la sintaxis y engrasaba mi pronunciación, pero había noches que, después de tres o cuatro cervezas, me sentía como el reverendo Brian Stackpole ante sus discípulos; no había dios que me callara.
Poco después empezamos a oír golpes metálicos, risotadas lejanas y ruidos de carreras. Nos quedamos un momento en silencio; no habría tenido mayor relevancia de no ser por la inoportuna frase de una de las chicas del Yerbabuena:
—Esto no me gusta nada.
Es el tipo de comentarios que revientan el ambiente. Estoy seguro de que miles de pilotos, conductores, astronautas y oficiales del ejército muertos en acto de servicio han pronunciado la frasecita de marras justo antes de que su vehículo se estrellara, estallara o hundiera para siempre. Aquellos golpes, risas y carreras podían ser las propias de tres adolescentes americanos —Rob, Steve y Troy— haciendo el ganso en un instituto vacío y oscuro a las tres de la madrugada del viernes. Pero desde que la chica había dicho que aquello no le gustaba, una especie de mal rollo quedó flotando sobre el parking como una neblina asfixiante.
En una peli de terror, ella habría sido la primera en morir. Fijo.
La cosa es que mis aventuritas alcohólicas españolas ya no interesaban porque ahora intentábamos averiguar de dónde venía el disturbio y quién lo producía. El intento aumentó la confusión porque cuando parecía localizarse un golpe metálico hacia la zona de oficinas, se oía un chillido en el otro extremo del campus, o una risotada cerca del gimnasio, o una carrera donde el restaurante y otro golpe metálico en alguna parte. Esta vez fue Kurt quien cometió el segundo error:
—¡Rob! ¡Troy! ¿Estáis ahí?
Nadie contestó, claro. Nos encontrábamos lo suficientemente lejos —habíamos aparcado en una esquina sin iluminar del parking— como para que nadie oyera la pregunta-lamento de mi amigo. Además, si eran Rob o Troy quienes gritaban, corrían y golpeaban tampoco tendrían tiempo de escuchar el lejano ruego de Kurt.
La chica que debía morir abrió de nuevo su boquita de piñón fijo:
—Tíos, mejor nos abrimos.
La miré desencajado, abriendo los brazos, queriendo expresar que no pasaba nada, que aquellos energúmenos probablemente serían Rob, Troy y Steve —aunque ni Kurt ni yo pensáramos que ese escándalo podía proceder de la garganta del hombre serpiente— haciendo gamberradas.
¿Probablemente? ¿Por qué había pensado que serían ellos «probablemente»?
Quería que aquella pandilla se quedara, me caían bien, yo estaba sembrado, uno de los tíos llevaba una camiseta de los Dead Kennedys y una de las chicas me sonreía de forma cordial y eso ya me valía. Pero en ese momento crucial ni me fluyó el vocabulario, ni se me agilizó la sintaxis, ni se me engrasaron las ideas; me quedé boquiabierto y bobalicón mientras en un santiamén, mis nuevos amiguitos se metieron en su furgoneta y desaparecieron de mi vida para siempre.
Permanecimos en silencio mientras se alejaban, viendo cómo sus luces de posición se hacían más y más pequeñas, como las de un barco que hubiéramos ido a despedir al muelle. Un estruendo metalizado, muy cercano al parking nos devolvió a la realidad.
—¿Qué coño están haciendo estos dos? —preguntó Kurt en voz baja antes de anunciar en voz alta el tercer error de la noche—. Vamos a ver.
Se fue decidido hacia el edificio mientras yo buscaba en el coche una cerveza más; esos segundos fueron suficientes para que, al sacar la cabeza del maletero, ya hubiera perdido la pista de mi amigo. La oscuridad era densa, especialmente ambiciosa a la hora de anular cualquier vestigio de luz; al dirigirme al campus de Catworth me llamó la atención que el instituto estuviera tan poco iluminado. Llegué a la zona del restaurante, donde el silencio y la oscuridad ofrecían un paisaje inquietante y lúgubre. De pronto, a mi izquierda, oí las pisadas de alguien que corría por el pasillo. A lo lejos vi un tío con casco de fútbol americano y una chaqueta azul con mangas blancas; eran los colores del instituto Rosemont, rivales habituales —en todos los sentidos— de Catworth. ¿Qué hacían los alumnos de Rosemont aquí? ¿Se trataba de un sabotaje en toda regla? ¿Habrían venido los individuos más peligrosos del instituto rival vociferando y agitando en el aire rastrillos y antorchas? ¿Por qué me hacían tanto daño las películas clásicas de terror? El alcohol, la ausencia de Kurt —era como si la noche se lo hubiera tragado— y las risotadas que ahora volvía a escuchar hicieron el resto para dar sentido a la paranoia que había apuntado la chica del Yerbabuena:
—¡Kurt! —grité con un hilo de voz y cierto atisbo de taquicardia galopante.
Por supuesto, nadie respondió a mi demanda. No sólo eso; los golpes metálicos redoblaron su intensidad y frecuencia, acompañados ahora de risitas, susurros y objetos que caían al suelo. También me pareció oír la voz de Troy, o de Kurt, o de ambos al mismo tiempo, así como otro grito irreconocible. Decidí volver al coche a esperar a mis amigos. No lo hice con tranquilidad, silbando Singing In The Rain con las manos en los bolsillos, sino corriendo con desorden, agitando los brazos, derramando la poca cerveza que me quedaba. Para colmo de males, tropecé con un bordillo camuflado en la oscuridad y caí aparatosamente, con las manos por delante, arrastrándome un par de metros por el suelo mientras la lata de cerveza salía despedida y tintineaba contra el cemento. Todas las taquillas que me encontré mientras corría hacia el coche habían sido abiertas y su contenido desparramado por el suelo, lo que confirmó mi teoría de la violenta conspiración contra Catworth. Por fin, llegué al final del pasillo y torcí a la derecha para salir al parking, pero allí no había aparcamiento ni nada parecido. Y no es que me lo hubieran cambiado de sitio, sino que mi nulo sentido de la orientación, la falta de referencias visuales, las cervezas digeridas y el temor a que la banda de Rosemont me pillara in fraganti me habían confundido hasta conducirme a la parte posterior del edificio.
Fue de vuelta al parking, cuando oí la sirena de la policía.
Me detuve en seco, petrificado por la luz intermitente, roja y amarilla, que ahora iluminaba el fondo del pasillo. Instintivamente me eché a un lado y me asomé por un lateral del instituto; un coche patrulla se había detenido cerca de la entrada principal y enfocaba el edificio con un potente foco incorporado en la puerta del conductor. Busqué con la mirada el coche de Rob; nada, ni rastro, no estaba. Mientras el pulso se me aceleraba como si los latidos se fueran a convertir en un zumbido gordo y monocorde, observé que uno de los policías se dirigía hacia el edificio con una linterna en la mano y algo que no pude distinguir en la otra, mientras su compañero, ya fuera del coche, manejaba el foco y hablaba por la radio.
Hice un resumen mental de la situación en la que me encontraba:
a) Todas las taquillas del instituto habían sido forzadas.
b) Yo era la única persona en el lugar del crimen.
c) No existía ninguna posibilidad de coartada casual que explicara mi presencia allí.
d) Mostraba evidentes síntomas de haber bebido como un cosaco adolescente.
e) El dolor en la mano provenía de una señora herida en forma de rasponazo que sangraba ni poco ni mucho.
f) Otro coche patrulla se aproximaba al parking de Catworth.
En situaciones así me gustaría desconectar mi imaginación y centrarme en la solución inmediata del problema, pero no lo puedo evitar; cuanto más tenso es el incidente, más desquiciados son mis cálculos. Lo primero que se me pasó por la cabeza fue tumbarme en mitad del pasillo para simular que había sido atacado por los violentos de Rosemont; en el mismo instante en que calibré esa posibilidad imaginé la luz de la linterna del agente sobre mi cuerpo, su comprobación de mis constantes vitales, mi progresiva —y teatrera— recuperación de consciencia y mi fantasiosa explicación del suceso: en un ataque de nostalgia provocado por los meses que llevaba separado de mi familia, me había ido al instituto a esas horas de la madrugada para recuperar una carta de mi abuela que guardaba en la taquilla cuando unos desconocidos me atacaron por la espalda. Hasta ahí la cosa sonaba más o menos bien, pero la consiguiente cascada de previsiones me hizo descartar un plan tan patético: los policías me llevarían a un hospital, después a declarar a la comisaría y más tarde a casa, todo ello en su bonito coche patrulla. Al día siguiente me entrevistaría un periodista del San José Mercury News, a los dos días un par de emisoras del área de la bahía de San Francisco y después ya me veía en el programa 20/20 de la ABC mientras Hugh Downs me calificaba de víctima en la creciente ola de violencia juvenil.
Muy complicado.
Así que volví al mundo real, a la pesadilla tangible en la que estaba metido hasta el cuello. Me encontraba en mitad del pasillo; mis ojos se habían acostumbrado a la oscuridad y distinguí a mi derecha la tienda del instituto, un pequeño cuarto con ventanal donde se vendía material escolar. Me dirigí hacia ella agazapado y me introduje en el recoveco entre la ventana y una de las columnas con el brazo estirado y la mano por encima de mi cabeza para ver si paraba de sangrar; era sin duda el escondite más estúpido, me sentía como si me hubiera apostado tras una farola a plena luz del día, sobre todo cuando oí con claridad la voz guasona de uno de los policías:
—Hoooola, ¿dónde estáis? Hola, hola, hola… Salid ya.
Sus pisadas se acercaban por el pasillo mientras el haz de la linterna barría el suelo de derecha a izquierda; en plena demencia esquizoide imaginé que si enfocaba directamente a mi escondrijo y me encontraba con el brazo estirado siempre podría imitar la famosa pose de Tony Manero para salir del trance con gracia y salero. No había lugar para bromas, las pisadas se acercaban y la luz de la linterna se hacía cada vez más visible, incluso podía escuchar sus conversaciones en el walkie talkie porque ya estaba ahí mismo, a medio metro de mí, cuando se paró en seco cansado de caminar por aquel pasillo oscuro sin rastro ni pista de los que habían causado los destrozos y entonces se dirigió a sus compañeros con el talkie y dijo que no había nadie y yo podía ver su brazo en jarras que ya había entrado en cuadro, en mi cuadro visual quiero decir, estaba viendo su brazo tan cerca que sólo tendría que darse media vuelta y un paso adelante para estirar la mano y cogerme por el cuello de mi camiseta y llevarme a empujones al parking para darme una paliza y dejarme agonizar allí mismo y que al día siguiente el San José Mercury News contara que un delincuente extranjero había sido sorprendido mientras robaba en el instituto Catworth y Hugh Downs dijera que yo había sido lo que la sociedad había hecho de mí y que, al final, sólo era una víctima más de la brutalidad policial, pobre chaval.
Pero el agente decidió pararse en ese punto y regresar al parking. Si no me iba de allí ya mismo el corazón se me desbocaría como la víscera que saltaba sobre la mesa del doctor en Aterriza como puedas. Corrí de nuevo hacia la parte posterior del edificio, de puntillas, como si el suelo quemase, y todo lo pegado a la pared que pude. Cuando llegué a la calle, miré obsesivamente a un lado y otro, antes de cruzar para refugiarme detrás de unos arbustos.
Sólo quería tranquilizarme, recuperar el pulso habitual, respirar con normalidad, relajarme antes de ir a casa.
Desperté media hora después encogido entre la maleza, inquieto, alterado como una gamo atrapado en un cepo. No había rastro de los coches patrulla y eché a andar con la mosca detrás de la oreja y el dolor instalado en la palma de mi mano. Llegué a casa destrozado; mientras lavaba la herida en el baño me miré en el espejo durante un largo rato, como si esperara que mi reflejo hablase. Tenía el pelo revuelto y la mirada brillante, una combinación que le sentaría de miedo a Al Pacino pero que a mí me convertía en un delincuente de pacotilla, en un adolescente colocado, en un imberbe con el susto pegado a los huesos. Había sido con diferencia la peor noche de mi experiencia americana y no quería repetir algo así; necesitaba una novia, otra pandilla, un cambio de instituto, un traslado a otro estado, una hibernación de cuatro meses.
¿Qué había pasado esa noche? ¿Qué había sido de Kurt? ¿Por qué habían desaparecido Troy, Rob y Steve? ¿Dónde estaban cuando llegó la policía? Creo que el reloj marcaba las cinco cuando me acosté con los ojos abiertos como platos y fijos en el techo. Un zumbido ronco y grueso taladraba mis tímpanos.
A las pocas horas desperté bruscamente cegado por la luz del día y me incorporé en la cama. Eran las diez y veinte de la mañana. Durante dos preciosos segundos me mantuve despistado y absorto hasta que la realidad se acercó a mi consciencia en un fabuloso zoom que casi me tumba sobre la almohada. Los hechos del día anterior empezaban a tomar forma y orden, como una cámara que enfoca un objetivo borroso. Mientras tanto, un micropunto de dolor hacía acto de presencia desde la mitad de la frente hacia dentro de la cabeza. Dos segundos después, todo mi cráneo era una olla a presión en plena ebullición y sin válvula de escape. En medio de aquel suplicio, algunas neuronas intentaban serenar el caos físico para ocuparse sólo de las consecuencias de la noche anterior. Me tumbé en la cama y cerré los ojos. Tenía que recordar.
—¡Joe!
Eso es, alguien me había llamado en un momento dado, puede que fuera Kurt pidiendo auxilio porque yo vi al tío de Rosemont, con casco y todo, eso no lo había soñado.
—¡Joe!
Un momento. Esa voz no es de Kurt. Parece la voz de una mujer. ¿Quién? ¿Una de las chicas de Yerbabuena? Quizá habían vuelto después al parking.
—¡¡Joe!!
No parece ninguna de ellas. Más bien parece la voz de una mujer de cierta edad. Una viuda, eso es. ¡Betty! ¡Betty me está llamando!
—¡Joe! ¿Me oyes?
Salté de la cama aturdido por el sueño, mareado por la resaca, despistado por los recuerdos y confundido por la realidad.
—¡Sí, soy yo! —grité en medio del caos mental.
—Joe —era Betty, al otro lado de la puerta de mi habitación—, te llaman al teléfono.
Salí al pasillo. Betty entraba en el comedor, donde se oía la televisión encendida.
[Entra cabecera y sintonía. La cámara de grúa avanza hacia el presentador. Cambio a medio plano. Fin de la sintonía]
—Buenos días, soy Hugh Downs y esto es 20/20 en la ABC. El fiscal del distrito de San José, señor H. P. Powers, ha revisado esta mañana los vídeos grabados por las cámaras de vigilancia del instituto Catworth y ha ordenado la busca y captura de este sujeto.
[Cambio a foto de un adolescente español con traje oscuro y corbata chillona en la boda de su prima]
—Su nombre es Joe Pipi. Es peligroso.
[Plano medio del presentador]
—El fiscal Powers acusa al ciudadano español de consumo de alcohol barato, burdo intento de seducción, uso indebido de edificio público, tosca obstrucción a la justicia e inapropiada cabezada en jardines institucionales. Pero yo me pregunto: ¿no es Pipi lo que la sociedad, todos nosotros, hemos hecho de él?
Llegué al teléfono consumido en la angustia, embutido en un tembleque nada recomendable, ansioso de escuchar buenas noticias en medio de un más que razonable pesimismo.
—¿Sí…? —pregunté con un hilo de voz.
—¡Joe! ¿Qué pasa, tío? ¡Vaya movida ayer! ¿Dónde estabas?
Era Kurt, muerto de risa, tan tranquilo, tan ancho.
Me explicó que mientras él y yo charlábamos con los de Yerbabuena, Rob, Steve y Troy, ciegos hasta las orejas, se habían dedicado a reventar todas las taquillas de Catworth; en realidad no era muy difícil abrirlas de un golpe seco en la cerradura, ¡y yo que confiaba en su inaccesibilidad!
Steve había mangado un casco y una chaqueta cojonuda de Rosemont que se encontró en el armario de una de las animadoras —lo había reventado con la esperanza de encontrar ropa interior— y se lo había llevado puesto a casa, mientras Rob y Troy metían en el maletero del coche ropa, discos, cintas, algún libro, dos balones de fútbol americano y un walkman barato. Cuando vieron la pasma a lo lejos, decidieron mover el coche a un lugar seguro para esperar acontecimientos. Lo que ocurrió fue que desde aquel rincón me vieron correr de aquí para allá, incluso caerme y esconderme mientras aquel policía se acercaba y yo no me movía.
Yo escuchaba absorto su monólogo; no sabía si el tono de sus últimas palabras era de descojone o de admiración. Cuando el lunes me encontré a Troy en el instituto, empezó a doblarse como un simio mientras agitaba una de sus manos y se sujetaba el vientre con la otra. Por lo menos ya tenía clara una cosa.
Se descojonaba.
En la Autoescuela Saratoga no hacía amigos. Además de que no había mucho tiempo para intimar en el escaso cuarto de hora de descanso, solía irme en cuanto Brad anunciaba el recreo. Eso cuando iba, que no era, ni mucho menos, todos los días. A las dos semanas, el alumnado de mi clase se había renovado; los compañeros que conocí el primer día habían cumplimentado las treinta horas de teoría y ya estarían examinados, aprobados y manejando por esas autopistas de Reagan y de Dios. A excepción de Bill, claro. Un día decidí avanzar cinco horas teóricas en mi expediente y permanecer en la clase toda la tarde. A la hora del descanso me acerqué a Bill; de alguna manera, el hecho de ser el único alumno de aquella primera hornada que aún permanecía en la Saratoga lo convertía en una especie de amiguín, de compañero de fatigas, de veterano de la mili. Entre la escasez del tiempo de ocio y la introversión de mi compadre sólo hablamos lo justo para saber que Bill venía a la autoescuela un día por semana porque el resto trabajaba en una gasolinera. Hasta ahí, bien. Lo curioso era que venía desde Santa Cruz, quiero decir, que venía él solo ¡y conduciendo! Me lo explicó lacónicamente, señalando orgulloso un enorme todoterreno biplaza con caja de carga:
—Es un Chevrolet —aclaró como si yo no supiera leer las enormes letras en el frontal del capó—. Americano —añadió con un decidido gesto que dejaba bien claro su desprecio por los automóviles japoneses, europeos o africanos si los hubiera.
Le habría preguntado por qué venía desde Santa Cruz, quería apuntarle la fabulosa contradicción que escondía el riesgo de conducir más de una hora sin carnet para poder sacar dicho permiso, pero el hermetismo de Bill, su gorra de béisbol calada hasta las cejas, su mirada furtiva y su tono de voz bajito, cercano al susurro, no invitaban a grandes colegueos.
Dentro de clase, las cosas no mejoraban. Los nuevos alumnos eran como sustitutos calcados de los anteriores, gente que iba a su bola, que no hacía el menor intento de cruzar una mirada, preguntar la hora o iniciar una conversación. El pasotismo de Brad, nuestro profesor, rayaba en ocasiones en una desidia más cercana al desprecio que a la dejadez. En uno de sus incomprensibles monólogos, nos contó que años atrás había sido policía de tráfico en las autopistas de Los Ángeles. Su compañero y él sólo detenían dos tipos de conductores: los que zigzagueaban bruscamente de carril en carril y las macizas que iban solas. El dato me vino a confirmar la turbiedad que ya presuponía en la vida de Brad, sin duda un excombatiente de Vietnam reconvertido en policía tras el regreso a casa y expulsado del cuerpo por algún oscuro incidente con, digamos, varias macizas y, ya puestos, algún narcotraficante.
Brad, el sucio.
Unas semanas más tarde acompañé a Troy a una tienda de productos militares de segunda mano, un tipo de establecimiento muy popular en todas las ciudades de Estados Unidos en el que puedes comprar una parka manchada de sangre, pantalones de camuflaje, cascos abollados, paracaídas arrugados, máscaras antigás o granadas inutilizadas, todo ello en perfecta segunda o tercera mano tras su paso por el ejército del país. Nos atendió un anciano de aspecto venerable, nada amenazador; mientras Troy contaba los dólares y centavos que iba a pagar por una camiseta caqui —junto a su casco blanco de PM, sus pantalones grises de Aviación y su parka verde de Infantería ya tenía el disfraz completo de soldadito skater— observé una foto enmarcada al lado de la caja registradora. En ella reconocí al anciano que nos atendía; a su lado, pasándole un brazo por encima del hombro, estaba Brad, los dos sonrientes, felices, como si fueran padre e hijo.
—Es mi hijo —dijo el venerable padre de Brad al ver que me fijaba absorto en la fotografía.
—Lo conozco. Es Brad. Me dio clase en la Autoescuela Saratoga.
El padre asintió cerrando los ojos con una sonrisa beatífica.
—Es un buen chico —añadió sin despegar los párpados.
Seguimos hablando. No me costó sacarle información sobre su hijo para confirmar la idea que yo me había hecho de su vida, pero no fue, ni mucho menos, lo que me esperaba. Brad nunca había sido soldado; de niño había sufrido una aparatosa rotura de fémur que no llegó a curar bien y que le había dejado ligeramente cojo, lo justo para no poder entrar en el ejército, la gran ilusión de su vida. Llevaba doce años en la autoescuela y, no, nunca había trabajado en Los Ángeles, ni siquiera había estado de visita, ¿por qué lo preguntas?
El siguiente fin de semana me encontraba sumido en un estado de agitación, emoción, inquietud y, por qué no decirlo, bancarrota; todas esas sensaciones, especialmente la última, me animaron a quedarme en casa sin más perspectivas que las derivadas de la programación televisiva. El sábado me dejaron solo en casa desde bien temprano y después de desayunar me entregué al noble arte de ejercitar mi pulgar derecho con el mando a distancia. Pronto aterricé en la habitual imagen del reverendo Brian Stackpole con su triste mirada, su chaqueta gris, su lacito texano, sus muñecas esposadas…
¿Esposado?
¡Sí! Me fijé en el canal; no estaba en el religioso, sino en el informativo de una cadena pública. El reverendo Stackpole caminaba entre policías que le abrían paso para evitar que un montón de gente enfadada lo avasallase. Por encima la voz monocorde del locutor desgranaba una serie de delitos. La mitad no los entendí porque no estaba muy ducho en términos legales, pero hablaban de fraude, evasión de impuestos y… ¡prostitución! Me lancé sobre el periódico; el San Francisco Chronicle de los domingos pesaba como una guía telefónica, traía un montón de suplementos publicitarios y, lo mejor de todo, varias páginas de tiras cómicas; después de leer una de Garfield me enfrasqué en la asombrosa historia del reverendo perverso. No entendía por qué lo acusaban ahora de fraude, si resultaba evidente que aquella vocecita de cordero degollado que pedía donativos cada seis minutos no escondía trigo limpio. En el periódico se desvelaba el parque de coches de lujo que guardaba en su verdadera mansión, una finca situada cerca de Venice, y no la humilde morada de barrio que presentaba como su hogar en los vídeos promocionales. Lo del fisco tampoco me sorprendió; si ya es antinatural la obligación de ceder parte del sudor de tu frente al bien común —una de las mayores patrañas discurridas por la evolución del ser humano—, mucho más sangrante le resulta al hábil estafador declarar el montante real de su latrocinio.
Hombre, lo de la prostitución ya resultaba abiertamente chocante. Y no sólo se referían a que Stackpole fuera habitual cliente de los burdeles más caros de California —que lo era— sino que algunas de sus feligresas habían confesado que el reverendo putero las empujaba a realizar favores carnales al pastor descarriado y algunos de sus amigotes, entre los que figuraban perversos millonarios atraídos por la candorosa entrega de aquellas damitas de piel blanca y mejillas sonrosadas a las que despojaban de sus enaguas de encaje con trémulas pezuñas de carnero en celo. No lo ponía así, pero sonaba a eso. Después del escándalo Stackpole, el presentador se centró en el magnífico momento de forma que atravesaban Magic Johnson y Larry Bird; todo apuntaba a una nueva final entre Lakers y Celtics. Retomé mi rutina MTV con el Joanna de Kool and the Gang.
A media tarde me levanté del sillón buscando un colirio que aliviara la catódica rojez de mis ojos; al pasar por el salón camino del baño reparé por casualidad en el mueble situado en el estrecho espacio entre el enorme sofá beis y la pared del fondo. Por simple aburrimiento me acerqué para observar el rebaño de figuritas que pastaba en sus baldas; un caballito de cristal azulado, varias tortugas de jade, un escarabajo de lapislázuli, dos perros de cerámica roñosa, una araña de cuarzo y hasta un águila de plástico verde. No se sabía si en aquel extraño maridaje de formas animales y texturas minerales primaba la recreación del Arca de Noé o una arbitraria selección de materiales terrestres. Permanecí absorto en la contemplación de tamaña inutilidad; la NASA podría cargar ese mueble, tal como estaba, en la primera nave espacial no tripulada a Saturno para que los habitantes del planeta anillado se hicieran una idea de las atrocidades que los humanos somos capaces de pergeñar con tan nobles materiales. Habría seguido con la fantasía, pero justo entonces observé que en la parte inferior del mueble había un pequeño armario oculto por el sofá de los Johnson; me llamó la atención que la viuda desperdiciara un habitáculo como aquél, por pequeño que fuera. El resorte de mi imbecilidad saltó como un muelle para accionar el mecanismo de las preguntas estúpidas: ¿habrá algo interesante dentro? Resolver la cuestión suponía mover aquel kilométrico diván que reposaba sobre la moqueta como el tronco de una secuoya abandonada en el bosque. Si en circunstancias normales Betty me hubiera pedido que moviera ese armatoste para barrer debajo, mis lamentos se hubieran escuchado desde Nevada. «Pero esto no son circunstancias normales», pensé mientras resoplaba y tiraba del sofá que, efectivamente, pesaba como una secuoya.
En el interior del mueble encontré dos pilas de libros, todos ellos firmados por Harry Stephen Keeler. Aunque el diseño de sus portadas era simple y colorista, me gustaron los dibujos que adelantaban tramas policíacas y de misterio. Aquella colección debía de tener unos cuantos años; la estropeada calidad de sus lomos me remitió a la raquítica biblioteca que mi abuela mantenía en su casa. Me disponía a cerrar las portezuelas con cierto desánimo por el exiguo valor del hallazgo, cuando lo que parecía ser la pared interior del armario se desprendió sobre los libros. Por un instante pensé que el mueble se desmoronaría sobre mi cabeza, pero respiré aliviado al comprobar que, en realidad, se trataba de otro libro. Lo saqué con cuidado de su escondite y comprobé que se trataba de un delgado álbum de fotos. Un deseo teñido de certeza me asaltó al instante: allí dentro iba a encontrar alguna pista sobre el señor Johnson. Por el tacto acartonado de sus hojas supuse que hacía mucho tiempo que nadie ojeaba aquella carpeta, lo cual renovó y aceleró el ansia cotilla que ya cabalgaba en mi caja torácica.
Las dos primeras páginas contenían distintas fotos en blanco y negro de una niña regordeta; no dudé en identificar su gesto entre insolente y amable como perteneciente a mi madre americana. En las dos siguientes no reconocí, ni por aproximación, a las personas, adultas e infantiles, que sonreían desde distintos ángulos. La inquietud me esperaba justo al final del exiguo álbum; la foto de una pareja, en lo que parecía el día de su boda, ocupaba una de las hojas. Se veía claramente que el retrato había sido desgarrado en varios trozos —uno de los rasgones partía en dos el rostro del esposo— antes de haber sido recompuesto con cinta adhesiva. La novia era una joven y sonriente Betty, así que el hombre a su lado tenía que ser, por fuerza, su marido. Lamenté el certero jirón que hacía irreconocible su rostro a pesar de la meticulosa recomposición del retrato y me molesté en contar los trozos: 16. Si fueran puñaladas, la policía forense habría diagnosticado ensañamiento.
En la siguiente página, última del álbum, había tres instantáneas de la familia Johnson —Lori era una niña regordeta y Phil, un mocoso tambaleante—, pero sólo en una de ellas se distinguía con claridad al cabeza de familia. Desde luego, Phil no podía negar que era hijo suyo; el parecido era evidente. Me detuve en su gesto tranquilo y lo miré directamente a los ojos, como esperando que la reproducción cobrara vida y me relatara la odisea de su existencia posterior. En ésas estaba cuando escuché con nitidez el característico tintineo de llaves que produce alguien que se acerca a la puerta de casa; mientras me preguntaba por qué no había sentido el coche en el garaje, guardé el álbum en su escondrijo, reordené las pilas de novelas a su lado y cerré las puertas del armario al mismo tiempo que alguien introducía la llave en la cerradura. Estaba claro que no me daba tiempo a devolver el sofá a su sitio; la adrenalina desbocada, el sudor frío y la taquicardia no parecían óptimas condiciones para discurrir una excusa convincente, así que me lancé en plancha sobre la moqueta con la cara vuelta a los bajos del diván. Betty abrió la puerta, entró en casa y se detuvo en seco al verme en tan extraña posición; me incorporé componiendo una forzada naturalidad y nos miramos a los ojos, aunque ella desvió la mirada hacia el armario con una mueca de sorpresa e indignación. Fue un momento fugaz, pero me confirmó que yo había profanado algún tipo de secreto que ella no quería compartir. Cuando me devolvió la mirada, mi rostro había escalado varios grados en la escala del rojo chillón.
—Estaba oyendo música —balbuceé señalando la torre—. Al levantarme se me cayó una moneda, echó a rodar y…
—No quiero que muevas el sofá, ¿me entiendes?
Nunca habría imaginado que Betty pudiera usar un tono tan grave y amenazante. Asentí en silencio y tragué saliva. Al instante, como si se diera cuenta de su exagerada reacción, intentó despistar el enfado y añadió con un tono más suave:
—Es fácil arrugar la moqueta, ya sabes…
Permanecimos callados un par de segundos, suficientes para que desde la MTV llegaran los oportunos compases del Is There Something I Should Know de Duran Duran. Pensé que la tele encendida desmontaba mi coartada del equipo de música, pero sabía que Betty no tenía pruebas directas de que yo hubiera abierto el pequeño armario y mucho menos de que hubiera ojeado el misterioso álbum. Con un gesto autoritario me indicó que devolviera el sofá a su posición original, esfuerzo al que me entregué con el empuje propio de un defensa de los Dallas Cowboys. Sólo cuando el enorme diván taponó de nuevo las puertecitas del mueble, Betty se retiró a su habitación; su airada reacción ante la mera sospecha de que yo hubiera visto las fotos confirmó mis peores sospechas; por alguna razón, el difunto señor Johnson no era persona de grato recuerdo en aquella casa.