El año Orwell había llegado por fin a mi vida con una entrada muy poco espectacular. El único Gran Hermano que aquel domingo 1 de enero de 1984 vigilaba mis pasos dentro de casa era el reverendo Brian Stackpole, que desde el canal religioso hablaba del año recién estrenado con una mezcla de miedo y optimismo que debía más a la magia de la cifra que a la solidez de sus creencias. El pastor, o lo que fuera, hablaba de forma vaga y obvia sobre la necesidad de comunicarnos, de decir cosas como «te quiero, Señor», ahora que el mundo se acababa —eso no lo decía, pero lo daba a entender—; muy cerca, Candy, su mujer, asentía con ojos llorosos, conmovida al borde del temblor con una respiración pesada que hinchaba y deshinchaba arrítmicamente su enorme perímetro pectoral.
Las pandillas funcionan como enormes desagües que atrapan cada una de las gotas de la bañera con una fuerza descomunal, con una orden precisa, con una determinación irresistible; una vez quitado el tapón, la fuerza no te acompaña como a Luke, te arrastra hacia la tubería de acción única, irresistible e incontestable. Si le dices a un ñu que cruce él solito el río Mara de Kenia, te mugirá de forma despectiva y añadirá: «que lo cruce Attenborough si le apetece, a mí no me toques los hocicos». Pero, claro, si eres un ñu trotando entre cientos de colegas y al primero se le ocurre lanzarse al agua, ¿qué haces? ¿Cómo explicas a los demás que es mejor buscarse otra forma de matar el tiempo, que a lo mejor hay un puente río abajo, que tampoco hay que tomarse a la tremenda lo de cruzar en plan machote como si tal cosa?
Eso pensaba sentado en el asiento de atrás del coche de Rob, apretado entre Troy y Kurt —Steve ejercía de copiloto—, rodeado de ñus vociferantes mientras nos lanzábamos cuesta abajo en punto muerto por una de las montañas con las que limita al este San José. Mis amigos, que se aburrían con los usos comunes que se le suelen dar al coche, siempre intentaban descubrir nuevas formas de tortura dentro del automóvil. La última consistía en subir al monte Dawson y en el mirador ponerse ciegos de cerveza barata —ésa era una de las asignaturas comunes a cualquier plan de ocio que se nos ocurriera—. Maravillados ante la visión nocturna de nuestra ciudad, brindábamos y estrujábamos las latas antes de arrojarlas lejos en una absurda ceremonia de kamikazes beodos; pero en vez de un zero cargado de bombas y gasolina contra un portaaviones, teníamos un viejo Ford y la misión de bajar aquella carretera de montaña en punto muerto y sin tocar el freno, a ver hasta dónde aguantaba Rob sin pisarlo, por si hoy superábamos la curva donde nos detuvimos el otro día.
El esquema que venía después del brusco frenazo era siempre el mismo; tras unos segundos de risas excitadas, taquicardias contenidas y gritos liberadores, nos quedábamos en silencio, mascando el peligro que acabábamos de rozar, asumiendo que si nadie abría la boca contra aquella barbaridad que se le había ocurrido a Rob, o bien apreciaba la absurda descarga de adrenalina o es que se dejaba llevar como uno más, qué más da. Era, sin duda, un bonito argumento para un videojuego o para verlo en la tele o para quedarse en el mirador Dawson con el corazón en un puño, pero no para estar apretado entre Kurt y Troy, gritando como ellos o más alto que Rob, que conducía y chillaba a la vez mientras Steve, con los brazos estirados y las manos apoyadas en el salpicadero, apretaba las mandíbulas y no abría la boca pero el miedo le salía sólo por los ojos, no como a mí, que me salía por los ojos, por la boca, por los poros y por la moña que se iba quedando en cada uno de los tramos que Rob superaba sin pisar el freno, en cada uno de los chirridos de las ruedas en la gravilla de la cuneta —a veces tenía que abrirse mucho para salir de la curva con garantías—, en cada uno de los volantazos que pegaba cuando el coche, disparado, llegaba a la quinta curva, aquélla en la que, invariablemente, tenía que frenar cuando ya me veía volando hacia San José, la ciudad entera iluminada bajo un viejo Ford flotante, cargado de ñus nerviosos que se calmaban porque el coche no caía, avanzaba en el aire mientras Rob lo manejaba con suavidad, incluso bajaba la ventanilla y sacaba un codo para que el aire de la noche agitara su amago de tupé, hasta Troy se dormía mecido por el silencio que te envuelve en cuanto dejas el suelo.
No.
Habíamos llegado a la quinta curva y Rob había pisado el freno porque, como siempre, salíamos de la cuarta abiertos y lanzados; era el freno o el precipicio. Pero aquel día nos faltó muy poco para no contarlo. No es que otras veces no fuera peligroso, pero aquel frenazo había hecho derrapar al coche más de la cuenta; durante unos metros interminables, se arrastró de costado en dirección al precipicio. Steve y Troy, situados en ese lado del auto, vieron mejor que nadie como el abismo se agrandaba más allá del horizonte de la carretera. Nos detuvimos a un metro escaso de la nada. Esta vez no irrumpimos en el habitual griterío adrenalítico; durante unos segundos casi se podían oír nuestros cinco corazones como un tam tam desbocado. Kurt fue el primero en recuperar un hilo de voz:
—No sé, quizá no merece la pena seguir haciendo esto; se nos pasa la borrachera, ¡es tirar la cerveza a lo tonto!
Todos miramos de reojo a Rob, quien, sin mirar a nadie en concreto, respondió:
—Es verdad, no merece la pena desperdiciar una buena moña en treinta segundos.
Respiré aliviado; tenían tanto miedo como yo, su cobardía era mi alegría y la confirmación definitiva de pertenencia a un grupo de ñus aborregados. Pero, eso sí, antes muertos que admitir el terror que nos impedía salir del coche. Un leve ataque de ternura invadió mi maltrecha percepción de las cosas; éramos una pandilla, una banda, un puñado de amigotes unidos por una fuerza extraña, por un vínculo ineludible que nos hacía diferentes al resto.
Para empezar, éramos los más idiotas. A eso no nos ganaba nadie.
Descendimos hasta San José en riguroso silencio, conscientes de que la montaña nos había derrotado, como si aquella hazaña inútil de no pisar el freno antes de la quinta curva fuera a cambiar el rumbo de la historia. Ni siquiera Rob cambió de emisora cuando en la radio empezó a sonar el I Guess That’s Why They Called It The Blues de Elton John; era la perfecta banda sonora para recuperar los vapores etílicos y caer, verticalmente, en una exaltación de la amistad que precisaba ser regada con alcohol.
—¡Colecta! —gritó Rob a la vez que introducía su cinta de los Stray Cats en el radiocasete del coche.
La orden significaba que teníamos que rascar los bolsillos, deshacer los dobladillos, mirar en los calcetines, rebuscar en las hendiduras del asiento de escay en busca de monedas de curso legal, por pequeñas que fueran. Mientras todos nos cacheábamos como orangutanes en busca de garrapatas, Rob sacaba de debajo del asiento una gorra con el escudo de los Rams y la sostenía a media altura para que fuéramos depositando el parco botín. Jamás vi aquella gorra en otra función que no fuera recolectar nuestros raquíticos posibles para tomar la última cerveza. Llegué a cogerle mucho cariño.
La recaudación ascendía a dos dólares, siete centavos y una chapa de Michelob —nunca faltaba la coña de Kurt—, suficiente para las seis latas de cerveza Milwaukee que pillamos en un Seven Eleven muy alejado de nuestro habitual radio de acción. Nada más entrar en el local, el único dependiente de la tienda nos diseccionó con una mirada asesina antes de colocar, sin ningún pudor y con toda intención, un bate de béisbol sobre el mostrador. Hasta Troy, cuya compulsiva tendencia a mangar rayaba la cleptomanía patológica, inhibió sus probadas habilidades en ese campo.
Ya en el coche, Rob condujo sin rumbo fijo —no cabía otra posibilidad porque no teníamos a dónde ir—; eran las dos de la madrugada y cada uno de nosotros llevaba una cerveza en la mano, la última antes de compartir la que sobraba e irnos a casa con media moña y un aburrimiento entero. El único que parecía divertirse era Brian Setzer, que seguía cantando desde el radiocasete ajeno a nuestro agobio. Por lo menos, pensé, habíamos acabado con el absurdo ritual del descenso en frenada libre, y ésa era una buena noticia por la que brindar, en silencio, claro.
Pero ya se sabe que las buenas noticias no vienen solas.
Con la lata de Milwaukee todavía pegada a mis labios, recreándome en la satisfacción de no volver a experimentar esos subidones de adrenalina, Rob, sin avisar, dio un inesperado volantazo a la derecha y, aprovechando la habitual rampa de cemento de todas las casas de San José, subió el coche a un césped privado y avanzó por él a toda máquina hacia la rosaleda que separaba esa propiedad de la siguiente. Todo ocurrió muy rápido; hasta Steve gritaba como un poseso mientras Rob, con una sonrisa de oreja a oreja, la barbilla casi pegada al pecho y los brazos totalmente estirados —más tarde recordaría esa imagen de forma inquietante— manejaba el viejo Ford como un Panzer destructor. El griterío era ensordecedor dentro del coche: Kurt repetía «¡dios, dios, dios!», Troy exclamaba «¡Estás loco!», Steve chillaba como una rata y Brian cantaba «We’re gonna rock this town, rock it inside out!». Sólo Rob y yo permanecíamos en silencio; él por algún desorden esquizoide que no alcanzaba a entender y yo porque el escroto se me había anudado alrededor de la laringe y ahogaba cualquier intento de comunicación exterior. Concentrado en mi vida interior, agarrado a los reposacabezas delanteros, observé con pánico cómo nos acercábamos a la rosaleda; en ese segundo escaso me dio tiempo a pensar que quizá los arbustos ocultaban una valla de madera, sí, o de hormigón armado, o en realidad eran falsas flores electrificadas con miles de voltios, o…
Atravesamos los rosales limpiamente, como la bala que rasga un almohadón relleno de plumas, y salimos al césped contiguo; allí Rob giró a la izquierda —el coche derrapó sobre las ruedas traseras— para salir de nuevo a la calzada, acelerar más allá del límite legal y huir, como alma que lleva el diablo, de los jardines mancillados. En el último apretón antes de alcanzar el Match 1 del viejo Ford, giré la cabeza y comprobé los destrozos causados; el agujero en los arbustos —hasta me pareció que formaba la silueta del coche como en los dibujos animados— y los surcos negros trazados sobre la cuidada hierba verde, como si alguien hubiera arrastrado dos pesados sacos de carbón por encima del césped. A mi lado, Troy se tapaba la boca con una mano balanceándose adelante y atrás, Kurt ocultaba su rostro entre las manos y yo, no sé por qué, me tapaba las orejas; parecíamos los tres monos que no ven, ni oyen ni hablan. En la parte delantera, Steve completaba el zoo con su sonrisa de reptil.
Poco después, Rob aparcó en el parking mal iluminado de un colegio. Nos bajamos del coche como los clientes de una montaña rusa recién detenida. La hierba atrapada en el dibujo de los neumáticos evidenciaba nuestro delito.
—Pero ¿de qué vas? ¿De qué coño vas? —empezó a gritar Kurt empujando a Rob contra el capó.
Yo apoyaba la bronca de Kurt intentando meter baza, pero es muy difícil reñir en un idioma que no dominas, así que opté por señalar a Rob con mi dedo índice y asentir cada palabra de Kurt. Troy saltaba y aplaudía alrededor de nosotros y Steve observaba la escena dejando claro su total apoyo a Rob sin necesidad de mover un músculo.
Fue entonces, al ver la sonrisa psicópata de Rob, cuando asumí que mi amigote ya había encontrado un repuesto adrenalítico a lo de bajar la montaña en punto muerto.
Muerto de miedo.
Mi desagradable experiencia como pasajero de Rob me animó a dar un paso decisivo en mi integración social y así se lo hice saber a la señora Johnson:
—He decidido sacarme el carnet de conducir.
Betty alzó las cejas y abrió los ojos en ese gesto que reservaba para subrayar mis ocurrencias más absurdas. Mi primera motivación era poder usar alguno de los coches familiares con lascivas intenciones —el recuerdo de Rafa, el burgalés, permanecía anclado en mi memoria—, aunque también esperaba conseguir el carné de manera fácil y, de paso, evitar a mi regreso el muy español trance de estudiar como un opositor, suspender como un retrasado y pagar como un millonario para jugarme la vida en un coche de segunda mano por carreteras de tercera. Supongo que Betty visualizó en un momento los evidentes inconvenientes que se desprendían de la posibilidad de que yo condujera de manera legal. Pensaría que mejor hacerse la loca, pero yo conocía sus trucos y ella ignoraba mi determinación. Tras unos días de intenso bombardeo, Betty, después de consultarlo con Judy Sternberg, la «tutora» que no había vuelto a ver desde el primer día en que me acompañó al instituto, se puso manos a la obra entre suspiros para explicarme qué necesitaba hacer y cuánto me iba a costar.
El único problema, por decirlo así, era mi minoría de edad; si tuviera dieciocho años, sólo necesitaría diez dólares y aprobar un examen facilito. Pero estaba en los diecisiete y esos meses constituían una barrera insuperable para el estado de California, que me exigía treinta horas de clases teóricas y seis de prácticas antes del examen. Para ello, debería acudir a una autoescuela que me lo iba a poner muy fácil; podría cumplir las horas de teoría en una semana laboral, a razón de seis horas por día, o el profesor me iría sumando las horas que cumpliera cada tarde hasta completar las treinta necesarias. Con la guía telefónica abierta en la página de autoescuelas —la verdad, no había demasiadas—, Betty me recomendó una situada en la avenida Lincoln, aunque podía imaginar con claridad su línea de pensamiento: «No es que haya contrastado la calidad de su enseñanza o la bonanza de sus precios; es que hay una línea de autobús que te deja allí mismo porque no voy a estar todos los días llevando y trayendo al marqués de las Piernas Flojas, ¿verdad?».
El precio total de la operación ascendía a cien dólares; ese mismo día escribí a mi familia una carta que se habría llevado el primer premio en un concurso de redacciones escolares sobre educación vial.
Te lo digo yo y la Dirección General de Tráfico.
Desde hacía dos semanas había encontrado la motivación necesaria para acompañar a Betty a los servicios de la Iglesia Metodista de la Trinidad Unida; no se trataba de una súbita iluminación protestante, ni de una conversión propiciada por los vacuos discursos de Brian Stackpole y su esposa Candy, ni siquiera porque alguna feligresa en edad de merecer me hubiera sonreído y yo interpretara dicha amabilidad como ofrecimiento carnal. Nada de eso; si iba a la iglesia era por Sean, el hijo del reverendo —o pastor, nunca lo tuve claro— McCain.
Betty me había explicado que el único hijo del reverendo McCain estudiaba Biología Marina en la Universidad de Sidney, Australia, y que vendría a San José dos o tres semanas para visitar a sus padres aprovechando las vacaciones de Navidad. Pero el viaje de Sean se retrasó hasta el 7 de enero, justamente un día antes de que acompañara a la viuda como parte del absurdo tratamiento de compensación que yo mismo había diseñado: se trataba de ir a misa de vez en cuando, segar el césped cuando tocara, hacer mi cama todos los días y recoger siempre la cocina a cambio del sempiterno silencio de Betty hacia los aspectos más ruines de mi desfase adolescente. Por supuesto, no habíamos firmado dicho pacto, pero yo estaba convencido de que así funcionaba.
En una de mis presencias rutinarias en el servicio de McCain, conocí a Sean; inmediatamente, mi sexto sentido, el que todos los canallas poseen para buscar y detectar tunantes afines, saltó como una alarma. Era más fuerte que alto, ese tipo de cachas cuya musculatura disimula la falta de estatura, rubio oxigenado y poseedor de una embaucadora sonrisa radiante. Vestía pantalón blanco de lino, camisa estampada con delfines y calzaba unas Vans clásicas de cuadros blancos y azules; el conjunto, que a mí me habría sentado como un tiro, le daba a Sean un aire de surfero despistado y vividor al que nadie escapaba. Me dio la mano con la vista fijada en mi camiseta de Bob Marley —la supuesta elegancia metodista ya no entraba en mi plan de compensación— y susurró:
—Quemando y saqueando.
Era el título de una de las mejores canciones de Marley, un detalle que me atrapó como a una colegiala enamorada de aquel tipo de veintiocho años y mucha vida. Al terminar el sermón de su padre, fue el propio Sean quien se acercó para interesarse por mi extraña presencia en aquel sarao. Descubrí que entendía de todo tipo de música —¡conocía personalmente a Spliff Skunking, el dj de la KFJC!—, que también le apasionaban el surf y la comida mexicana, pero que, por encima de todo, le interesaban las mujeres. Esta última revelación me la hizo tras comprobar, con un par de amagos y guiños sobre la cerveza y el rock and roll, que yo andaba muy lejos del recto camino que proponía la Iglesia metodista. A los pocos minutos me explicó que en Australia vivía del surf, compitiendo en el circuito del país y como monitor entremedias; lo de la biología marina se lo había inventado su padre para apañar el curriculum de familia bien ante sus feligreses.
Por lo que me contó, Sean adoraba a su madre, pero no se llevaba bien con su padre. Los McCain tenían un largo historial de cambios de residencia, siempre siguiendo los ministerios del padre en distintas comunidades metodistas, y tras un largo periplo por el medio oeste americano, la familia llegó a California, un destino que se consideraba como premio a los servicios prestados. A principios de los setenta se instalaron en Santa Cruz, ciudad costera cercana a San José, donde Sean descubrió el surf; sus siguientes plazas fueran Monterrey y Ventura, también situadas al lado del mar, circunstancia que le permitió probar suerte en el circuito californiano de competición. Los buenos resultados y los continuos enfrentamientos con su padre le animaron a intentar la aventura australiana, no porque allí hubiera mejores oportunidades, sino porque le parecía un lugar bastante alejado de su progenitor; si todavía volvía a casa de vez en cuando era por su madre, una mujer buena y comprensiva pero sumisamente unida al destino de su marido. Ella era la única razón de que en el par de semanas que pasaba al año en casa Sean no discutiera, acatara las estrictas normas paternas de convivencia e incluso acudiera a los plomazos servicios metodistas. No entró en detalles sobre el origen de la tormentosa relación que mantenía con el reverendo y yo no quise preguntar más; en ese momento vi que McCain, viejo zorro, hablaba a lo lejos con un par de ancianas sin quitarnos los ojos de encima.
Volví a casa con una de mis habituales explosiones de júbilo incontrolado. En el asiento de atrás de nuestro Buick —ya lo consideraba tan mío como de cualquier Johnson— reí las inocentes bromas de Betty y canturreé el Love Me Do de los Beatles como un teleñeco asomado tras un muro. El motivo de mi alegría no era otro que la vuelta que me iba a dar con Sean el siguiente viernes; la idea había sido suya, él mismo había extraído de su camisa estampada con delfines un papelito para apuntar mi teléfono. Yo no había hecho más que cantar las siete cifras como si fueran los números de la BonoLoto y ya supiera de antemano que era el único acertante que se llevaría el gran premio: salir de marcha con Sean.
La semana pasó volando pero el fin de semana muy despacito, porque el muy cabrón no me llamó. El viernes me quedé en casa por si telefoneaba a última hora, no fuera a pillarme en una de mis apasionantes aventuras beodas con la bicicleta verde. A las nueve de la noche empezaban El gran héroe americano en la ABC, Dallas en la CBS y El coche fantástico en la NBC; a las diez arrancaban dos nuevos capítulos de Remington Steel y Falcon Crest. Las agujetas de mi dedo índice confirmaron que el zapping también puede ser un deporte. Sólo me di cuenta del cuelgue que arrastraba cuando descolgué el teléfono para comprobar que la línea funcionaba. Decidí que Sean era un gran hijoputa que no merecía la amistad, la admiración y el respeto que yo le había ofrecido. «Este fin de semana no voy a la iglesia», rematé con aplomo.
Como vengador, dejaba mucho que desear.
El domingo siguiente, camino de la iglesia, recordaba toda esa rabia contenida e intentaba justificarme: en realidad había decidido encontrarme con Sean para que apreciara el desprecio que sentía por él.
—¡Joe! —gritó de lejos al verme bajar del coche.
¿Qué quieres, cabrón?, respondí con la mirada.
Debería trabajar más las miradas gélidas, porque Sean no parecía sentir mi frialdad. Se acercó, me abrazó y me susurró al oído:
—No adivinarías a quién me follé el viernes, vas a flipar…
Había follado, vale. ¿Acaso era un buen motivo para no salir conmigo?
—… ¡la señora Toledo!
Vaya. Sí que era un buen motivo.
Andrea Toledo. Morena. Treinta y siete años. Casada. Dos hijas como de ocho años. Dos tetas como de cien carretas. Una de las pocas alegrías visuales que suponía acudir a la Iglesia Metodista de la Trinidad Unida. Quería saberlo todo; cómo había sido y dónde, si se había insinuado ella o había atacado él, si el cuerpo de aquel huracán era lo que prometían sus vestidos vaporosos, si los pechos saltaban como dos airbags al quitarle el sujetador, si gemía como una gata o chillaba como una hiena, si…
—Por cierto, finalmente me voy el lunes; ¿qué tal si vamos el sábado a ver a los Clash?
En ese instante perdoné, abracé y amé a Sean McCain.
Hay que ver con qué facilidad los pequeños detalles cambian la vida de las personas simples a mejor. El hecho de salir media hora antes de la clase del señor Castronovo suponía para mí una inyección de optimismo difícil de explicar a una viuda metodista, a un atlético estudiante o a una bibliotecaria de pechos puntiagudos, personas a las que había intentado transmitir, con poco éxito, la idea de que esa media hora lejos del ametrallamiento de las máquinas de escribir eran los mejores treinta minutos del mes. La posibilidad de ausentarme de esa clase me la otorgaba el equipo de fútbol cuando teníamos que desplazarnos a otra localidad, más o menos lejana, para enfrentarnos a algún rival. En esta ocasión, el autobús amarillo de Catworth nos llevaría por la autopista 17 hasta Santa Cruz y desde allí bordearíamos toda la bahía de Monterrey hasta llegar al instituto del mismo nombre; se tardaba un poco más que por la 101 hasta Prunedale, pero así disfrutaríamos de la carretera de la costa que pasaba por Soquel, Aptos, Castroville y Marina. En definitiva, hora y media de ida y hora y cuarto de vuelta —el regreso sería por el interior— para entremedias perder contra el único instituto que todavía no conocía la derrota en la presente liga.
Treinta y dos minutos antes de la hora convenida abandoné el aula de Castronovo —previa muestra del pertinente salvoconducto— y me dirigí a mi taquilla para recoger el uniforme y las botas reglamentarias. Al llegar a la 405, justo antes de abrirla, me detuve un momento al notar un inquietante cosquilleo en la boca del estómago. Sentí un sudor frío en las sienes, apoyé las palmas en la puerta metálica, cerré los ojos e intenté calmar las ganas de vomitar que forzaban mi aparato digestivo.
Eran los nervios.
Siempre había escuchado historias sobre deportistas de elite que en el vestuario, justo antes de saltar a la cancha, vomitaban debido al nudo de nervios que les retorcía el estómago. Como la sensación no remitía, agarré mi bolsa deportiva y corrí a los servicios donde, de una sola arcada, vomité un líquido aguado y blanquecino sin contenido sólido.
Habría sido muy bonito sentirme tan presionado por la importancia del partido en cuestión, pero llevábamos siete encuentros perdidos y dos empatados. Si todavía devolvía, o era muy tonto o muy fantasma o muy sensible.
Nada de eso.
La causa de mi nerviosismo tenía nombre y apellidos: Tina Barlow.
En otra de las fabulosas pruebas de perfecta organización sincronizada entre institutos, Catworth y Monterrey habían dispuesto que ese día también se enfrentaran sus equipos femeninos; de esa manera se aprovechaba el viaje del autobús escolar y se mataban dos bandadas de pájaros de un tiro. Es decir, que por primera vez desde «el incidente» —así lo había archivado en mi memoria— en el parking del Complejo Redwood iba a estar cerca de Tina, encerrados en un autobús durante tres horas entre ida y vuelta. Además, después del partido ella estaría recién duchada, el pelo mojado, la camisa pegada en aquellas zonas del torso donde, con las prisas, no se hubiera secado bien, quizá alguna gota furtiva que mojara la tela en la curva de sus senos…
Estaba claro que vomitar me había sentado bien.
Entre pitos, flautas y rabas llegué al parking para ver cómo el autobús arrancaba e iniciaba su marcha. Ya sabía que no me consideraban una pieza fundamental en aquel equipo, pero no había vomitado bilis en el baño para quedarme en tierra; afortunadamente, esos viejos cacharros amarillos no tienen una aceleración deslumbrante, así que enseguida me puse a la altura del conductor, saltando, gritando y aporreando la puerta como un mandril en celo. Cuando subí al vehículo fui consciente del cachondeo general que había causado mi frenética alarma. Brian Long, el capitán de nuestro equipo que seguía odiándome desde nuestro encuentro con Yerbabuena, aprovechó el trance para rebuznar contra mí:
—¡Joder, menos mal que nos pillaste, no sé qué hubiéramos hecho sin tus golazos!
El resto del equipo, incluido el siempre cordial Tim Holley, rió la ocurrencia a mandíbula batiente, yo mismo lo habría hecho de no estar buscando la mirada de Tina. La encontré en mitad del autobús, sentada junto a una amiga; intercambiamos un vistazo rápido y miré hacia otro lado con el corazón desbocado en mi caja torácica. El inesperado acelerón del conductor me pilló por sorpresa y durante un par de segundos anduve a zancadas, a punto de caerme; me detuve muy cerca de Tina y me senté aparatosamente en los dos asientos libres detrás de ella, entre una nueva oleada de carcajadas que aumentaron mi rubor.
Como reencuentro romántico, mi entrada en escena había sido un desastre.
Iniciamos el viaje con el Talking In Your Sleep de los Romantics en la radio; como me sucedía desde que había descubierto la MTV, asocié la canción a la historia del vídeo y me imaginé a Tina vestida con los mismos camisones cortos de las modelos de reparto que rodeaban al grupo. La ensoñación duró poco porque su compañera de asiento hablaba a voces con otra amiga, amagando con levantarse para sentarse junto a ella. Cuando esto ocurrió, una fuerza indomable tiró de todo mi cuerpo, deslizándome desde el asiento de atrás como una serpiente. Tina ni se inmutó al ver que me sentaba a su lado, seguía con la vista perdida en la bahía de Monterrey, cielo turquesa, olas azules, velitas blancas, gaviotas grises.
—Hola —susurré en un arranque indigno del Cyrano que quería ser.
Giró la cabeza muy despacio —¿o era mi percepción la que ralentizaba el movimiento?— hasta enfrentar su mirada a la mía. Afortunadamente, en el autobús se había formado un griterío ensordecedor ajeno al sufrimiento que yo padecía.
—¿Qué quieres? —dijo en voz baja con el mismo cariño con el que el verdugo le pide al condenado un último deseo antes de la ejecución.
—¿Sigues enfadada? —pregunté descendiendo otro peldaño en la escalera de mi retórica.
—¿Yo enfadada? ¿Por qué iba a estarlo?
Casi le contesto que por lo que había pasado en el Redwood; menos mal que opté por buscar un gesto humillado en mi colección de semblantes temerosos y bajé la cabeza en señal de sumisión, respeto y arrepentimiento.
Mi actuación parecía el clip de un nominado al Mejor Actor de Reparto en una ceremonia de los Oscar, pero Tina, único miembro de la Academia que contaba para mí, volvió los ojos a la bahía de Monterrey, y con ellos, la nariz y la boca, esto es, el rostro entero, para darme la espalda, pero de lado, no sé si me explico, porque su espalda estaba tan paralela al asiento como la mía —bueno, la mía ligeramente encorvada para acentuar mi sometimiento a su voluntad—, pero su cuello vuelto y girado hacia la ventanilla obviaban mi presencia y me convertían en un cero a la izquierda, el cero más vacío y pequeñito del universo matemático. Fuera del autobús, las gaviotas se desternillaban.
Y así, hasta llegar a Monterrey.
Una vez allí, cada equipo se dirigió a sus respectivos vestuarios. Mientras me calzaba las botas, que notaba pesadas como los zapatones de un buzo de Julio Verne, imaginé a Tina al otro lado de la pared despojándose de la ropa, luciendo el camisón corto del vídeo de los Romantics y agachándose sin doblar las piernas para recoger del suelo la camiseta burdeos de Catworth.
En ese momento, también recordé historias de ciertos deportistas de elite que se masturbaban antes de los partidos importantes.
No sé qué es peor, uno de esos días en los que todo te sale mal o uno en que no ocurre nada, absolutamente nada. La tragedia, el drama o la violencia te mantienen despierto, desesperado y alerta, pero la desidia de un día en blanco apaga un poco más la llama, ya débil de por sí, que ilumina nuestro triste devenir.
Así de metafísico caminaba aquel martes de vuelta a casa tras una mañana anodina, un mediodía insignificante y un comienzo de tarde insípido. A la señorita Scalone le había dado por enseñarnos unas nociones teóricas de perspectiva; ¡teóricas! ¿A quién se le ocurre? Desde luego, la mágica hora de dibujo matinal se había desvanecido entre aburridas explicaciones, lo mismo que la clase de Historia, en la que Campbell se había liado a diseccionar no sé qué artículo de la Constitución. La señora Elliot, que un par de días antes me había impresionado con la descripción de una enfermedad llamada anorexia, se empeñó en revolver el concepto de «estadística» para que no nos tomáramos muy en serio los porcentajes de las encuestas, o sí, que al final no me enteré muy bien. La hora de estudio, como siempre, no contribuyó a animar las expectativas, Nealon estaba francamente bajo de energía y Castronovo en su línea habitual.
Caminaba hacia casa pensando que, si el resto de mi vida fuera igual de emocionante, el suicidio era una opción a tener en cuenta. Deseaba llegar al salón, empantanarme con la MTV —llevaba tiempo queriendo ver otra vez el 1999 de Prince que reponían esos días—, acostarme pronto y despertar al día siguiente con motivos más luminosos para vivir. De pronto —siempre ocurre de pronto, incluso en California— empezó a llover como si el cielo quisiera ponerme alguna desgracia en el camino para animar el encefalograma plano del día, pero ni por ésas, porque ya estaba llegando a Carpet Drive y, además, la lluvia tampoco era muy copiosa, ni siquiera pertinaz, era una lluviecita de pacotilla que ni siquiera se podía catalogar de putada.
Claro que, como decía Danson en sus arranques de infundado optimismo, no hay que dar un partido por terminado hasta el pitido final.
Me sorprendió ver el BMW de Lori en la entrada de casa. Era muy raro que en un día entre semana apareciera por allí, con lo atareada que andaba en el trabajo. Con cierto mosqueo y mucha precaución, aparté la mosquitera, abrí la puerta y sentí cómo un pedazo de tragedia, denso y opaco, aprovechaba la abertura para salir a mojarse. Pude oír unos sollozos interrumpidos abruptamente, al mismo tiempo que el clic de la pletina del equipo de música detenía el discurso de una voz metalizada.
—¿Phil? ¿Eres tú? —preguntó Lori desde el salón con un hilo de voz.
Si el ambiente no era bueno de antemano, la pregunta venía a confirmar mis peores sospechas; Phil jamás llegaba a casa a esas horas, la demanda de Lori era en realidad un ruego, un deseo, un anhelo. Yo no pintaba nada allí y lo que era peor, ya me habían oído, no podía cerrar la puerta desde fuera y desandar el camino.
—Soy… Pipi —mascullé, pronunciando mal mi nombre en son de paz, como pidiendo perdón por existir en un momento así, fuera lo que fuera.
Dentro del salón, la escena todavía era más acongojante; Betty estaba sentada en el sofá junto a la torre y Lori a su lado, ambas con los ojos llorosos y pañuelo en mano. Me miraron como si no me hubieran visto en la vida, quizá por el cromo de cara que debía tener puesto. Está muy bien que en la escuela nos enseñen a leer, escribir y contar, pero los trances más importantes de la vida no precisan de esas operaciones. Harían falta unos cuantos cursos de Ciencias Marrones para salir de esos pequeños atolladeros que acaban convirtiéndose en enormes despropósitos: cómo dar un pésame sin balbucear, temas de conversación en un ascensor o maneras de disimular el ruido de las tripas en la sala de espera del dentista.
La cosa es que me encontraba ante dos mujeres llorosas, cuyo llanto, presumiblemente, había sido producido por la voz grabada en la cinta que acababan de detener al oírme entrar —Betty todavía tenía el dedo índice sobre el stop de la pletina—. Como el mutismo de aquella familia alrededor de la muerte del cabeza de familia seguía ocupando buena parte de mis divagaciones, no pude reprimir una veloz teoría absurda: el señor Johnson había fallecido en una misa satánica y Betty, sacerdotisa pagana que usaba el metodismo como tapadera, había grabado, en un ritual de sangre y fuego, varias psicofonías de su difunto marido. Fueron dos segundos de silencio, quizá menos, una nueva fotografía que añadir a mi álbum de Momentos Inoportunos en California, un tomo que engordaba a pasos agigantados.
—Es Bob —gimió Lori antes de un largo suspiro—. Ha decidido divorciarse.
Respiré aliviado. No es un decir; encogido por el ambiente velatorio de la casa había dejado de absorber y expeler aire, aunque una vez reiniciado tan necesario mecanismo de supervivencia también sentí alivio porque nadie se había muerto o estaba en el trance de hacerlo; las separaciones no son tan graves, pensé en la feliz ignorancia que concede la inexperiencia.
—Lo sien… lo siento —tartamudeé sin saber si era una respuesta adecuada.
Lori rompió a llorar. Abrió los brazos como rogándome un abrazo, pero sin levantarse. Es muy difícil abrazar a alguien que está sentado en un sofá bajo —a no ser que te coloques en cuclillas y entre sus rodillas, postura que descarté por indecorosa—, así que, con las piernas estiradas, doblé el torso y me ofrecí a mi hermana americana mientras ella metía los riñones y doblaba la espalda hacia atrás para recibir mi pésame. A Betty le di dos besos que recibió con un gesto de sorpresa, el mismo que yo tenía al tomar una iniciativa tan alejada de nuestro trato habitual. Después me senté al lado de Lori; en aquella enormidad todavía quedaba espacio para dos personas más, tres incluso si nos apretábamos.
Bob era Robert, hermano pequeño de Betty, tío de Phil y Lori, el tipo que me sonreía todos los días desde la enorme fotografía enmarcada en el salón. Instintivamente dirigí la mirada al lugar que ocupaba en la habitación y me encontré el hueco de su ausencia, la huella rectangular de lo que un día había sido una pareja feliz. Pues sí que se daban prisa en esta familia en finiquitar el matrimonio. Mucho tiempo después, comprendería que las desavenencias entre la pareja ya venían de tiempo atrás y que el divorcio sólo era cuestión de sentido común, pero en ese momento, ajeno al historial de desencuentros entre Robert y Sheila, no podía entender que Betty ya hubiera eliminado su retrato del privilegiado lugar que ocupaba en el altar fotográfico de los Johnson.
—Estamos escuchando una cinta que nos ha enviado Robert —dijo Lori como si deseara que dejara de hacerme preguntas mentalmente.
Nos quedamos unos segundos en silencio con la mirada perdida en tres puntos distintos de la moqueta. Yo miraba hacia la nada por puro mimetismo, básicamente porque Betty y Lori también lo hacían y a ver quién era yo para suplicarles que me enviaran a mi cuarto; deseaba con fervor que me dijeran que se trataba de un asunto familiar, que me agradecían el interés, pero que mi presencia les incomodaba. No podía imaginar que sólo habían hecho aquel alto autista para reunir fuerzas antes de apretar el play de nuevo.
La voz grave y entrecortada de Robert recobró el hilo en medio de una frase que no entendí. No me inquieté; era normal que no pillara el sentido si no había escuchado el principio, pero en la siguiente frase tampoco me enteré. Ni en la siguiente. Ni en la otra. Y no porque Robert sollozara e hipara entre palabras, incluso en medio de ellas, sino más bien porque la calidad de la grabación era demencial, como si él estuviera en el Apolo con un problema y nosotros en Houston con una sordera, como si se hubiera metido en una cisterna con el radiocasete de la Señorita Pepis; aquella voz parecía una psicofonía llorona y yo un Jiménez del Oso escéptico. Sin embargo, las dos mujeres que me acompañaban en el sofá no sólo entendían y asentían al unísono cada una de las frases de su lejano familiar, sino que mostraban una asombrosa sincronización a la hora de sollozar a tres bandas.
Recordé la breve visita que la pareja nos había hecho a mediados de diciembre, en su camino a Sacramento, donde residían los suegros de Robert. Sheila me había impresionado desde el primer momento; según la foto del salón esperaba a la típica americana de edad indeterminada obsesionada con la ropa estampada —a estas alturas ya podía trazar bocetos del ciudadano medio—, pero en su lugar me encontré una atractiva treintañera de rostro aniñado, una especie de Olivia Newton-John que sonreía a todas horas y que mostraba un desmesurado interés por cualquier cosa que le contaras. Meter una mujer de ese calibre en una casa con dos adolescentes alterados puede ocasionar trastornos muy graves; Phil y yo nunca comentamos lo que pensábamos de su tía, pero ese gen primitivo que todavía nos hace luchar a los machos por la posesión de la hembra mejor dotada nos avisaba del interés —utópico, irreal, pajillero— que cada uno sentía por ella. Aquel día Betty habilitó en mi habitación una pequeña cama para Phil mientras el matrimonio dormía en el colchón de agua; la sola idea de imaginar el estilizado cuerpo de Sheila envuelto en un camisón corto y meciéndose sobre las olitas que se formaban en aquel líquido jergón me volvió loco. Nos volvió locos —creo que puedo hablar con propiedad por mi hermano americano.
De todas formas, mi fantasía erótica se desmoronó al día siguiente como un castillo de arena edificado en la orilla de la playa; yo ya desayunaba cuando Sheila salió de la habitación de Phil —Bob aún dormía— con una bata de seda que le llegaba justo por encima de las rodillas. Era un ángel, por eso le dediqué la sonrisa más franca, adulta y seductora que encontré en mi catálogo de Casanova imberbe; ella se acercó a mí —en realidad se acercó a la mesa en la que yo desayunaba—, me frotó el pelo y me devolvió una sonrisa forzada, infantil y hueca:
—¿Has dormido bien esta noche, Pipi?
Me quedé clavado a la silla, con la sonrisa helada y el pelo revuelto. La entonación de la frase había acompañado el gesto en cuestión; Sheila me veía y me hablaba como a un niño. Se sentó enfrente comentando el buen tiempo que hacía y empezó a servirse café, leche y sacarina, pero yo no escuchaba; las plantas de mis pies se despegaban del suelo —primero el talón, luego los dedos— y se elevaban hacia la silla mientras las piernas se encogían poco a poco. Los brazos también se me hacían más pequeños, como si fueran los cuellos de dos tortugas escondiéndose en mi tronco, que disminuía de tamaño al mismo ritmo que el resto del cuerpo. Incluso el pijama se encogió hasta convertirse en un ridículo pañal. Pronto me vi reducido a un bebé sentado frente a aquella mujer con cara de ángel que ahora me preguntaba por el instituto aunque debería hacerlo por el cole, por preescolar, por la guardería que es de donde nunca debería haber salido.
Pero ahora estoy con Betty y Lori escuchando a Robert, que ha llorado antes de ayer en su casa y lo ha grabado en una cinta para que su familia lo oiga a miles de kilómetros de distancia. Y vuelvo a centrarme en la grabación a ver si entiendo algo, pero Lori me coge la mano y así no hay manera de concentrarse porque sólo puedo pensar en que ha unido su palma sudorosa a mi palma ultraseca llenando mis poros vacíos de transpiración líquida. Y una vez abandonada cualquier esperanza de llegar a comprender el entrecortado discurso de Bob, reparo en el doloroso perfil de Betty, en las lágrimas silenciosas que recorren sus mejillas y en la enorme tristeza que resplandece en su rostro de hermana preocupada.
Un débil calambre me sacude el pecho. Es como si un latiguillo me hubiera golpeado la parte interna del esternón; sin apartar la mirada de Betty —ajena a la revolución emocional que estoy sufriendo— siento una pena exagerada, una compasión desmedida y una amargura inexplicable. Y justo cuando el llanto de Robert arrecia en los bailes del equipo de música, Lori suspira pesadamente y Betty abre los ojos para mirar la moqueta, un gemido sale de mi garganta como si llevara varios años agazapado. Las dos mujeres me miran un instante, tan sorprendidas como yo, antes de que asome la primera lágrima. La visión se me está aguando como el periscopio del submarino que se sumerge y no puedo hacer otra cosa que aspirar un sollozo y romper a llorar sin saber muy bien por qué, sin entender de dónde me sale esta tristeza, dónde estaban estas lágrimas que, ahora sí, se lanzan mejilla abajo con el ímpetu de aludes líquidos. Lori me abraza y también rompe a llorar, me dan ganas de decirle que no tiene nada que ver con su tío, que a mí me da igual que se separe o que siga con Sheila, que no he entendido ni una sola palabra de la puta cinta y que todavía intento averiguar por qué lloro y por qué no puedo dejar de hacerlo. Pero Lori me abraza fuerte y aprieta mi boca contra su hombro, parece una luchadora haciéndome una llave y ese pensamiento está a punto de ahogar mi llanto pero quiero seguir así porque me estoy acordando de la metedura de pata con Tina Barlow y sé que nunca jamás me hablará, y mis lágrimas ya son un chorro continuo, a ver quién lo para, porque ahora somos tres plañideras abrazadas en el sofá.
Y en eso llegó Phil.
Esta vez Sean cumplió su promesa y el sábado pasó a eso de las cinco a recogerme para ir al concierto de los Clash en San Francisco. La mala noticia es que deberíamos regresar nada más acabar la actuación porque, como ya me había dicho, en esas tres semanas de estancia en el hogar familiar cumplía con los horarios de su reverendo padre. En la radio sonaba el Holiday de Madonna y así sentía yo esa escapada lejos del drama que se respiraba en casa de los Johnson; después de la catarsis del martes anterior nadie volvió a mencionarme la situación de Robert, ni mucho menos de Sheila. Phil no dijo ni pío en nuestros breves traslados al instituto, Betty hablaba muy bajito por teléfono desde su habitación y Lori volvió a desaparecer. Era como si aquel fatídico día hubiese pillado a la familia Johnson en un renuncio, en un borrón en su impecable hoja de servicios metodista, una mancha que ahora querían disimular a toda costa ante el extraño que, al fin y al cabo, volvería a su lejano país en cinco meses.
Antes de abandonar San José, Sean se detuvo en un Seven Eleven para comprar seis botellas de cerveza San Miguel —una de las más caras— y schnapps de sandía. Cuando me emocioné al verlo comprar alcohol sin pudor, sin tener que acreditar que tenía más de veintiún años, me di cuenta de mi conversión americana. Soñar en inglés me había llevado poco más de un mes; asombrarme al conseguir cerveza, casi cinco. Si seguía a ese ritmo, en unos meses más los bigotitos adolescentes me parecerían normales y las animadoras piezas fundamentales de la vida académica.
En el camino a San Francisco, Sean me amplió asombrosos detalles de su vida mientras sonaba el London Calling —vuelta y vuelta— en el radiocasete; el surf le permitía viajar por todo el mundo, aunque no tenía a sus padres al tanto de sus escapadas. Además de cuatro visitas a Hawai, el año pasado había volado a Bali o Senegal y había permanecido tres semanas compitiendo en la costa atlántica de Francia, estancia que había aprovechado para acercarse a playas del norte de España como Mundaka y Rodiles —que supiera nombrar olas de mi país que yo no conocía redobló mi admiración hacia él y mi vergüenza ante mi ignorancia.
Siempre con el surf, por el surf, con las tías y también por ellas. Me confesó que mantenía una relación tormentosa con la jefa de prensa de una empresa de ropa y material surfero que lo patrocinaba —su coche, que durante el resto de año usaba un vecino suyo, estaba lleno de pegatinas de esa marca—, y que cada vez que discutían, cosa que sucedía a menudo, cada uno se iba por su lado hasta que la casualidad, o un campeonato, los reunía de nuevo. Por el medio, se liaba con las modelos, las camareras y las periodistas que merodeaban por el mundillo, pero jamás con una surfista profesional. «Eso nunca», dijo muy serio como si yo conociera el código secreto que impide el apareamiento entre deportistas deslizantes.
A estas alturas, Sean ya me caía mal. Directamente. No se podía avasallar de esa manera a un pobrecito español que sólo había metido un gol esa temporada y que ya casi no recordaba lo que era un momento íntimo con una mujer.
—Pues vaya lío en que me metí el otro día con una tía en un parking —le dije para que se callara de una vez.
El Civic Auditorium de San Francisco está en medio de un boquete de la ciudad. Su mole destaca desde cualquier punto de la explanada que lo rodea como si fuera una pirámide azteca; Sean y yo, dioses hechos hombres, mitad caballo, mitad soldado, éramos los sumos sacerdotes que asistían al mayor sacrificio de la religión del rock. Esa visión, entre mística y épica, de nuestra presencia en aquel circo obedecía a las tres San Miguel —made in Filipinas— consumidas en un parking sin vigilancia al que me llevó Sean para que nadie me viera moñarme de forma ilegal y compulsiva. Allí le comenté que como siguiera bebiendo en aparcamientos me iba a colocar sólo con entrar en un garaje. Las dos botellas de schnapps de sandía, me explicó, eran de aquella marca y no de otra por su tamaño, ya que su reducido volumen permitía esconderlas entre las piernas a buen recaudo de los puntillosos cacheos de la entrada.
Sean era un profesional.
Eran las siete de la tarde y estaban a punto de abrir las puertas del Auditorium; la cola, que daba una vuelta entera al recinto, parecía un casting para Mad Max. Hasta que llegamos a ocupar nuestro sitio en ella, nos cruzamos con mohicanos despeinados, crestas puntiagudas, collares de pinchos, imperdibles, camisetas rasgadas, faldas escocesas y maquillajes siniestros, es decir, con toda la sección de moda y complementos punk versión postalita londinense. Fue entonces cuando vi pegado en una de las paredes del Civic el cartel oficial del concierto de esa noche; abrían fuego Los Lobos, seguía Malcolm McLaren y cerraban los Clash. Rock mexicano desconocido para mí —Sean me puso al tanto—, el avispado manager de los Sex Pistols metido a cantante —su Buffalo Gals sonaba por aquel entonces con relativa frecuencia— y para rematar, una banda convertida en leyenda viva del punk inglés, aunque su mayor mérito en Estados Unidos parecía reducirse al reciente álbum Combat Rock —la MTV machacaba en su programación los vídeos de Rock The Casbah y Should I Stay Or Should I Go.
Nada más mostrar mi entrada en la puerta, un gorila vestido de riguroso negro me cacheó de arriba abajo; sus manos parecían raquetas de tenis y con ellas me palpó levemente el paquete, justo por encima de la botella que sentía entre mis muslos. Cerré los ojos pensando que un par de centímetros más abajo notaría una dureza más cristalina que masculina, pero, milagrosamente, la manopla siguió botando vientre arriba mientras con la otra me empujaba para que accediera al recinto. Anduve unos pasos y me giré buscando la mirada de Sean, al que, en ese mismo momento, otro guardia le sacaba, con su propia mano, de allí donde le colgaban, la botella de schnapps de sandía. El hijo del reverendo McCain esbozó un gesto de consternación, la misma cara que yo habría puesto si un descerebrado me quitase mi petaca de licor y la lanzara a un gran cubo de basura dispuesto junto a la entrada a tal efecto. Después, mientras accedíamos al desalcoholizado recinto, me miró con impotencia y por un momento me pareció que su experiencia y su vuelta de todo eran una pose, que no parecía tener más vidilla que la mía, que quizá era un fantasma que me la metía doblada para sentirse mejor.
Fue sólo un flash; yo no estaba allí para desconfiar de Sean, sino para ver a los Clash, aunque primero debía aclarar una duda que me asaltaba desde el lunes, cuando me había parecido entender en un programa de la KFJC que el guitarrista Mick Jones había abandonado la banda, o que lo había echado Joe Strummer, o que Mick y Joe no se aguantaban y Jones le había arrojado a la cara el nombre del grupo para que se lo metiera donde le cupiera, o quizá veníamos a ver a los Crash, un grupo de Idaho que hacía versiones rockabillies de los Clash, o que si sigo bebiendo schnapps de sandía mis globos oculares acabarán por sobresalir demasiado en las cuencas donde ahora se alojan. Me acerqué al puesto de camisetas; el ruido de la música de ambiente y el gentío que accedía a la pista atronaban cualquier atisbo de volumen normal de conversación. Me dirigí al tipo que atendía el puesto y le farfullé a pleno pulmón en mi inglés beodo:
—Oye, ¿sabes si Mick Jones toca con la banda?
Me miró con cara de idiotez pasajera.
—¿Cómo?
—Mick Jones; ¿tocará hoy?
—¿Mick qué?
—¡Jones! Que si Mick Jones toca hoy con los Clash.
—Sí, los Clash tocan hoy, pero no recuerdo el nombre del tío que va antes.
Bien, al menos ya sabía algo más: su idiotez no era pasajera.
Mientras vaciábamos en los urinarios el alcohol que ya había llegado a nuestras vejigas, un tipo disfrazado de punky nos dijo que Jones seguía en la banda, es más, él mismo lo había visto por la mañana cerca del Hotel Kent, donde se alojaban los Clash. La noticia me llenó de una alegría desbordante y borrachuza; Sean, contagiado de mi efervescente pasión por ver juntos a Joe, Mick y Paul —tener a Topper, el batería original, ya sería demasiado—, me propuso avanzar por el centro de la pista y hacia las primeras filas; siendo sólo dos podíamos movernos en aquella jungla de torsos sudorosos a la que pronto unimos los nuestros mientras transpirábamos el alcohol recién consumido. Cuando salieron Los Lobos, los punkies empezaron a abuchear y lanzar botellas de plástico y vasos de cartón —por supuesto, de agua y refrescos, las únicas bebidas que vendían dentro—. A mí, en un gesto muy poco punky, se me partió el corazón al ver al cantante de la banda saltándose muchas sílabas en su intento de esquivar el ataque de envases reciclables. Luego apareció Malcolm McLaren con su inconfundible peinado pelirrojo y su linda música grabada sobre la que canturreó frases ininteligibles mientras un cuerpo de breakers bailaba hasta dejarse la piel en el empeño. Ahí sí que eché de menos mi camiseta de «Sid No es Muerte».
En el intervalo entre el exmanager de los Sex Pistols y la salida de los Clash, el schnapps de sandía se me subió a la cabeza como un disparo de calor y pálpitos que me golpeó las sienes durante unos minutos interminables. Había perdido a Sean e intentaba recordar sí habíamos quedado en algún sitio concreto después del concierto. Afortunadamente, el subidón dio paso a un colocazo muy agradable; las piernas no me pesaban, no estaba cansado, me sentía fuerte y preparado. Sean apareció a mi izquierda; lo rodeé con mi brazo justo en el momento en que, en medio de un griterío ensordecedor, los cinco miembros de The Clash saltaron a escena y empezaron a tocar I Fought The Law.
Un momento; ¿cinco tíos?
Volví a contarlos con gran dificultad porque una marea de brazos, cabezas y piernas —sí, piernas— se interpuso entre mis ojos y el escenario nada más sonar el primer acorde; era muy difícil mantenerse en pie y sucesivas corrientes de fuerza me movieron como a un palito en una tormenta. A pesar de todo, yo seguía con el cuello erguido y la vista fija, en la medida de lo posible, en el escenario, contando una y otra vez: bajo, batería y tres guitarras. En el medio estaba Joe Strummer; su chaqueta roja y pantalones blancos lo hacían inconfundible frente al resto de la banda, de riguroso negro. El bajista también era fácilmente reconocible; se trataba, sin ninguna duda, de Paul Simonon porque había visto en demasiados vídeos aquella pose con las piernas abiertas y el instrumento casi a la altura de las rodillas. La gran duda estaba en saber cuál de los otros dos guitarristas era Mick Jones; poco antes de empezar White Riot, una oleada de empujones me acercó a escasos metros del grupo y pude comprobar que Jones no estaba allí, que aquellos dos tipos no se parecían ni de lejos, que el imbécil del baño se había tirado un farol. Busqué con la mirada a Sean y no lo encontré hasta que empezó Should I Stay Or Should I Go, cuando todos los punkies de palo entraron en éxtasis y no pararon de cantar el estribillo, incluso cuando uno de los guitarristas impostores se acercó al micrófono para atacar una de las estrofas pero no calculó bien la distancia, pegó un piñazo con los morros y el micro cayó al foso y el tío se quedó petrificado mirando a Joe Strummer que, en un gesto de infinito hastío y resignación, retomó la letra donde la había dejado aquel aprendiz de estrella del rock.
El colocazo había dado paso a un secaño de escándalo; el paladar se me agrietaba como la sabana africana y los vendedores de refrescos estaban tan lejos como un oasis. Después de conseguir agua por el más que improbable método de agarrar al vuelo una de las botellas medio vacías que sobrevolaban mi cabeza, decidí centrarme en Joe y Paul, olvidar la chapuza que habían hecho contratando a Nick y Vince —así los presentaron— y disfrutar del repertorio. Antes de Spanish Bombs, Strummer habló de la Guerra Civil española y de la dictadura de Franco, términos razonablemente familiares para un británico, pero totalmente extraterrestres para un adolescente californiano; supongo que mis desfasados berridos de adhesión al solista de los Clash no ayudaron a que los que me rodeaban entendieran de qué hablaba aquel tipo antes de que gritara en imperfecto castellano: «¡Bomba espaniola!». Y para demostrar que mantenía intacta su capacidad para el sarcasmo cabreado, en el intervalo dub de Police And Thieves dijo: «Esto es el encuentro del punk con el reggae y no esa mierda de reggae blanco. ¡Te estoy hablando a ti, Sting!», remató airado. Y el funk llegó con The Magnificent Seven, aunque Sean no quisiera oír hablar de Sandinista! y la versión no sonara tan pulcra como en el maxi que me había comprado en el centro comercial de West Market. Y con London Calling me abracé a mi amigote para decirle que gracias, tío, gracias por traerme aunque no esté Jones. Y también apareció Guns Of Brixton y Paul tomó el micro y su bajo retumbó en mi esternón y de nuevo pensé que sólo por estar aquí, escuchando a Simonon cantar esa canción, merecía la pena haber venido a California, que ya me restaba vivir con calma los meses que me quedaban en Estados Unidos porque mi misión se había completado con creces y que debía grabar en mi memoria cada uno de los acordes de aquel bajo para recordarlo cuando volviera a España.
Bomba espaniola.