Noviembre - Cum On Feel The Noize

Lo único que distinguía a Carpet Drive del resto de calles de San José era su nombre; los elementos que forman una calle hecha y derecha —las casas, las plantas, los coches, las señales de tráfico, las personas— eran de una simetría terrorífica para mi inexistente sentido de la orientación. Más de una vez me equivocaba de entrada e iba a dar a Camelia Way, Castle Drive, Mona Way o cualquiera de las vías paralelas; entonces tenía que desandar el camino y volver a contar desde Washington Street: una a la izquierda, dos a la derecha, otra a la izquierda.

Pronto encontré una referencia que me ayudaría a girar en el lugar adecuado. En el recortado césped de la primera casa de Carpet Drive —tan corto, verde y apretado como el millón de céspedes que alfombraban la ciudad— pacían dos flamencos cuyo color rosa estallaba en la vista de todo aquél que se detuviera en un radio de tres kilómetros. Incluso a cierta distancia se distinguía su rosácea naturaleza plástica, la tosca línea gruesa que surcaba el lomo señalando la unión de sus dos mitades, el palo de madera sin pintar que hacía las veces de patas y la borrosa neblina de pintura negra utilizada para resaltar el pico. Aquellos flamencos de plástico inalterable eran el mayor atentado, no ya al buen gusto, sino al gusto a secas. Desde el primer día en que, como un faro fucsia, iluminaron mi camino a casa, fantaseaba con la imagen de los dueños de la casa dirigiéndose al centro comercial más cutre, entrando con decisión en el Todo a 100 de los adornos de jardín y señalando con orgullo la oferta de flamencos rosas, llévese uno por dos dólares, tres por cinco pavos. Y nos llevamos tres y le regalamos uno a nuestro hijo para que lo ponga en su casa, tan bonitos que lucen en el césped. Cada vez que cruzaba por delante, prácticamente todos los días laborales, no podía apartar mi vista de aquel paso atrás en la evolución humana, la misma que, partiendo de los bisontes de Altamira, había llegado a los flamencos de jardín; por eso les dedicaba una mueca de horror convencido de que la guarida sería aún más hortera, irritante y chillona.

Todo eso pensaba ahora mismo, sentado en el salón de esa casa con un enorme vaso de cristal rojo lleno de Dr. Pepper.

Resulta que los Yates, Paul y Linda, dueños de los flamencos de plástico, eran muy amigos de Betty y habían insistido en que la viuda les llevara a casa el hámster español que había alquilado durante un año. En previsión de algún escaqueo improvisado por mi parte, la muy astuta señora Johnson me había cazado al vuelo en uno de esos días sin entrenamiento ni partido. Tan previsora había sido que ni me dejó entrar en casa; al verme doblar la esquina de la calle salió a mi encuentro para reconducirme al parque temático de lo kitsch.

Paul Yates nos recibió en la puerta. Vestía camisa hawaiana estampada ¡con flamencos!, pantalones blancos y zapatos de rejilla a juego. Los complementos no desentonaban: unas enormes gafas de pasta gris, dos cadenas de oro y una sortija con piedra que reflejaba todo el sol de California con la potencia de tres centrales nucleares.

—Linda, ¡son Betty y su nuevo hijo! —gritó hacia el pasillo, como si fuera Ed Sullivan anunciando a los Rolling Stones, y estalló en una carcajada hueca y exagerada, abruptamente interrumpida por un flemático —no por tranquilo, sino por mucoso— ataque de tos.

Por el pasillo apareció su mujer batiendo palmas y dando saltos como un atleta en plena carrerilla del salto de longitud —con el paso de los años he llegado a dudar de este recuerdo—. La señora lucía el típico traje regional de la mediana edad en California: gafas, cardado, pantalón de tergal pastel y camisa estampada ¡igualita a la de su marido! El matrimonio conjuntaba sus ropas pero no sus voces, ya que el tono de Linda era muy agudo, exasperante y embarazoso para mí porque, además, no le entendía ni una palabra.

Hablemos claro: la residencia de los Yates era una pesadilla que superaba mis más terroríficas previsiones. Su hogar, más que dulce, era empalagoso, una fuente de caries para una vista poco acostumbrada a la masificación producida por miles de pequeños objetos sin valor alguno —imitaciones del Lladró en plástico, souvenirs de Florida o el Cañón de Colorado, teteras de cerámica barata—, apretujados en estanterías y mesitas repartidas por todos los rincones, como si cada día Paul llegara del trabajo con un nuevo mueble diminuto y Linda le buscara acomodo en aquel laberinto de patas de madera. Betty y yo nos habíamos sentado en un sofá con los cojines todavía plastificados; nuestros anfitriones acercaron dos sillas plegables y se colocaron frente a nosotros, sus rodillas a escasos centímetros de las nuestras como si viajáramos en un tren de tercera. A mi lado, un gigantesco enano de jardín —en realidad me llegaba a la cintura, y eso ya era tamaño para un enano— sonreía con cara de pocos amigos, quizá endemoniado porque su sitio era el jardín y no aquella mullida moqueta. Al igual que en casa de los Johnson, como en la mayoría de los hogares que conocí en San José, una multitud de fotos familiares ocupaban las paredes hasta donde alcanzaba la vista; en ellas busqué al matrimonio Johnson, pero sólo encontré variaciones con repetición de dos elementos: Paul y Linda, Linda y Paul. Al notar mi interés en las fotografías, me preguntaron si querría hojear sus álbumes; acepté con la esperanza de toparme alguna foto de Betty con su marido, del que por no saber, no sabía ni el nombre de pila. La señora Yates aplaudió como si le hubiera tocado la lotería, se levantó rauda y regresó con cuatro libros que parecían gigantescos códices medievales; miré fugazmente a Betty y vi el odio en sus ojos, no porque intuyera la naturaleza cotilla de mi entusiasmo, sino porque aquello alargaba innecesariamente nuestra visita de cortesía.

Mil fotografías después, en las que por cierto no encontré rastro de mi familia de acogida, los anfitriones se empeñaron en enseñarme el resto de la Casa del Terror, cuya disposición espacial era ligeramente distinta al chalet de su vecina. Los Charles Manson de la decoración de interiores habían eliminado algunos tabiques, imagino que agobiados ante la falta de espacio para acumular formas plásticas, y en el jardín trasero se habían esmerado en conseguir el más difícil todavía; alineados contra la valla de madera que delimitaba y separaba su propiedad de la contigua, una batería de figuras plasticoformes —Bambis, renos, tucanes, enanitos y más flamencos— fijaban su mirada vacía sobre el visitante desprevenido. Como Los pájaros de Hitchcock, Los chicos del maíz de Stephen King o los muertos vivientes de George Romero, esperarían a que cayera la noche para saltar sobre los humanos, arrancarles los ojos y colocarlos sobre sus falsas pupilas pintadas en negro. Me consolé pensando en el holocausto sintético de aquella tropilla de seres plásticos; su alineada disposición contra el muro de madera facilitaría una ejecución con lanzallamas. Los animales se derretirían entre chillidos de caucho y el sol de California se encargaría de endurecer la resultante masa deforme de cuerpos fundidos.

—¿Te apetecen unas galletitas? —sugirió Linda mientras regresábamos al sofá.

Los Yates no eran reales, no. Eran una parodia. Eso, una parodia, un plan secreto de la CIA para despistar a los estudiantes extranjeros; Paul y Linda formaban parte del ejército de voluntarios que consagraban su existencia a enmascarar una vida inteligente y superior al resto de occidente con un caparazón de hiriente horterismo recalcitrante, con el fin de evitar una masiva inmigración europea. Para rematar el cuadro, el marido se empeñaba en ser gracioso a base de chistes de tercera acompañados de unas risotadas tiranosáuricas que lo colocaban al borde de la asfixia.

—¿Qué te parece, Joe? ¡Somos Paul y Linda, los McCartney de San José! —gritó sin venir a cuento para lanzarse a una de esas violentas apneas de risa descontrolada y tos viscosa. Su mujer sonreía con las manos entrelazadas sobre el regazo, las piernas juntas y ladeadas, como sufriendo en silencio aquella hemorroide carcajeante. Betty, sentada justo enfrente de ella, parecía su reflejo en un espejo. Paul se agarraba la barriga y se balanceaba. Miré de reojo al enano de jardín; parecía que en cualquier momento rompería a reír como el muñeco que manejaba Lawrence Olivier en La huella.

Cuando salimos respiré aliviado, liberado de la toxicidad que produce la inhalación continuada de pintura de baja calidad sobre plástico barato. Tenía ganas de llegar a casa, pero no pensé en la de España, como tantas otras veces, sino en el 1264 de Carpet Drive. Phil le había encargado a Betty que alimentara a la morena y ella me preguntó si yo sabía hacerlo. Le contesté que no porque, por si acaso, me había acostumbrado a negar las cosas con rapidez. Mi madre adoptiva ni se inmutó y se dirigió al cubo colocado al lado del acuario en el que un montón de pececitos dorados nadaban nerviosos. Con sumo cuidado, atrapó uno de ellos y lo sujetó con la pequeña pinza unida al palito largo que descansaba al lado del cubo. El pez se movía con furia, como si no presagiara nada bueno después de aquella prisión metalizada que ahora lo sacaba del cubo y enseguida lo metía en un agua más cuidada. Al momento, la hasta entonces invisible morena, asomaba sus ojos muertos bajo el perenne escondite del tronco, estiraba el cuerpo como un látigo y dirigía una mortal dentellada a la cabeza del pececito; siguiendo la inercia del chasquido, la asesina ciega retrocedía hacia atrás y masticaba el primer bocado para cerciorarse de que aquella ganga atrapada en mitad de su prisión no era un truco. Entonces salía tranquilamente de su cueva y a mordiscos limpios, pequeños y certeros, arrancaba al moribundo de la pinza y desaparecía bajo el tronco con sus restos.

Asistí atónito, no tanto al espectáculo de la morena —que ya había observado en alguna ocasión con fascinante atracción depredadora— sino a la pasividad de Betty, a su sonrisa beatífica durante todo el proceso, manejando el palito del que pendía la vida del pez dorado como la viejecita que da de comer a las palomas. En un momento dado, mientras la morena dentelleaba los últimos suspiros de vida de su presa, nuestras miradas se cruzaron de forma casual e instintiva; deduje que ella sólo veía un pobrecito español asombrado ante los progresos de las mascotas californianas. A mí me pareció ver los encendidos ojos de Belcebú, la perversa sonrisa de Lucifer, el inquietante rostro de Satán iluminado por un siniestro juego de sombras que acentuaban el gesto terrorífico del ángel caído que quita la vida y concede la muerte eterna.

Mal día para dejar de leer cómics de terror.

Rob fumaba sin ganas dentro del área del instituto reservada a tal efecto. El tabaco sólo era para él una pose rebelde, de hecho, nunca lo vi con un pitillo en las manos fuera de aquellas rayas pintadas en el campus de Catworth. Un jueves me preguntó, como quien no quería la cosa, si me apetecía al día siguiente ir a su casa a tomar unas cervezas con Troy y Kurt. Yo mismo me asombré del entusiasmo de mi respuesta, del alborozo de mi reacción, de la alegría desbordante producida por unas simples latas de cereales fermentados.

No tan simples.

Al día siguiente, tras un desastroso partido de fútbol contra los Búfalos de Westmont que perdimos por tres goles a cero, avisé a Betty de que había quedado con mis amigotes para cenar en McDonald’s, que llegaría un poco tarde y que me llevaba la enorme bicicleta verde de paseo. De no ser por el detalle del transporte, la conversación no desentonaba con el papel matrimonial que desempeñábamos en los desayunos; es más, la aparente indiferencia con la que recibió mi primer viernes fuera de casa indicaba que nuestra relación atravesaba un momento bajo, no había comunicación, no sé, quizá deberíamos consultar a un consejero, todo sea por nuestro hijo, el pobre, con su bigotito y las revistas pornográficas.

Como guinda humillante al hecho de acudir a una juerga californiana en bicicleta, mi velocípedo verde chirriaba en cada pedalada como un cerdo acuchillado, tanto que los vecinos que regaban sus rosales se volvían para ver de dónde provenía aquel lamento agudo como la risa de una gaviota. Me daba igual. Iba directo a tomar unas cervezas con unos colegas, salivando como el perro de Pavlov, contento como unas castañuelas, con la sed de mil juergas concentrada en mi garganta. Era lo más parecido a España que me ocurría en los últimos dos meses y había que aprovecharlo; comencé a pedalear vigorosamente, la bici gritaba como una hiena, pero yo ya no era ni Joe ni Pipi, yo era Pancho y Rob era Chanquete y de la birra de Chanquete no nos moverán.

La cita era en la esquina de Washington con Douglane; la visión a lo lejos del neón «Tienda de Licores» situado bajo el nombre de la tienda, Seven Eleven —que hacía referencia a su horario ininterrumpido—, alegró aún más mi pedalear. Allí estaban Rob y Steve, apoyados en el coche del primero, conteniendo la risa al ver el lastimoso ciclista que se les acercaba.

—Hey, ¿sabes que traes a todos los gatos en celo de la ciudad detrás de ti? —bromeó Rob.

—Sí, los gatos… —añadió Steve—. Menudos hijos de puta.

Yo seguía ajeno a cualquier puya, así que les pregunté si ya habían comprado la cerveza y que cuánto había que pagar. Sin despegar su espalda del coche, Rob dobló la cabeza hacia atrás, inspiró una larga bocanada de aire y bajó la barbilla de nuevo mientras expiraba y retomaba el ritmo habitual de respiración. Aquel rebuscado gesto anticipaba que me iba a explicar lo complicado que resultaba conseguir cerveza, sobre todo a unos menores como nosotros, cuatro años por debajo de la edad que nos permitiría beber dentro de la legalidad.

Para empezar, había que esperar a Kurt y Troy, cuantos más fuéramos, mejor. La táctica era entrar atropelladamente en la tienda y dispersarnos por el local hojeando revistas y revolviendo golosinas; Rob, que aparentaba más edad que el resto, se dirigiría al frigorífico, retiraría tres packs de seis latas Coors y pagaría, con cambio exacto, el total de cinco dólares y cincuenta y cinco centavos. El plan contaba con la inquietud del dependiente al ver tantos adolescentes dispersos por el local, potenciales delincuentes que se irían en cuanto le cobrara a aquel chavalote sin detenerse a pedir alguna identificación que confirmara los veintiún años que no aparentaba. Rob había escogido aquella tienda con toda intención, ya que estaba atendida por un paquistaní recién llegado a California y por lo tanto con pocos reflejos a la hora de discutir, controlar y prohibir todo en uno. Y si el plan A fallaba, podía repetirse en otras tiendas que también contaban con un solo dependiente —para corroborar el dato, Rob extrajo un mapa de la guantera en el que varias cruces marcaban los locales «más asequibles»—. Una tercera opción, más arriesgada en opinión de Steve, era la de apostarse en el parking, observar a los clientes adultos, seleccionar aquél que tuviera un aspecto amoral y pedirle por favor que, en nombre de la Santa Hermandad de Jóvenes Bebedores, adquiriera alcohol para nosotros.

Asistí conmocionado a las detalladas explicaciones de mi amigo sin llegar a asimilar el fondo real del problema: beber era ilegal, estaba prohibido, si me pillaban podían devolverme a España. Era muy difícil que yo asociara la compra de cerveza —fuera un corto, una botella, una jarra, un barril o un camión de reparto— a la lista de actos delictivos que, de manera inconsciente, almacenaba mi disco duro cerebral. Beber cerveza no era igual que robar un coche, no, de ninguna manera. Les expliqué a Rob y Steve cómo se bebía en mi país, la accesibilidad a cualquier edad, el papel que desempeñaba el alcohol en nuestras fiestas patronales.

—México es la ostia —sentenció Steve.

Finalmente, Troy llegó en skate y Kurt —que vivía muy cerca— andando; el plan A funcionó tal y como me lo habían descrito. Cuando nos subimos al coche —a sugerencia de Rob yo había amarrado la bici en el parking, ya volveríamos a por ella—, Troy demostró que había aprovechado el viaje; bajo su cazadora llevaba dos bolsas de patatas fritas, varias chocolatinas y un ejemplar de la revista Thrasher que no habían pasado por caja.

La casa de Rob, más humilde que la de los Johnson, menos estridente que la de los Yates, era pequeña, oscura y con un mobiliario que parecía anclado en los primeros setenta. Mis amigos se desparramaron por los sofás con la confianza que también se adquiere con los objetos a base de usarlos; Rob pulsó el play de su estéreo y se marcó unas poses rockabillies con los Stray Cats atronando la habitación. Todos mirábamos aquella danza en silencio como el rito tribal del jefe que marca territorio. Las cervezas iban cayendo y el barullo subiendo; cada vez hablábamos más alto sin bajar el volumen de la música, hasta que alguien llamó al timbre y nos quedamos quietos con la cabeza vuelta hacia la puerta. Rob apagó el equipo de música, se frotó la cara con ambas manos, tiró de los bordes de su camisa con fuerza y se encaminó con pasos vigorosos al recibidor. A mí me entró un amago de risa floja que mis compañeros apagaron con unas miradas gélidas; lo de la edad legal para beber realmente iba en serio.

La visita no era recriminatoria sino de adhesión. Se trataba de Sam, vecino de Rob, que se sumaba al guateque con un par de colegas; traían unas bolsas de papel de estraza con más bebida, bienvenida sea. Me presentaron como el no sé qué español y todos rieron a carcajada limpia; yo, que no había entendido la broma, también reía por pura imitación, como un loro medio colocado, necesitado de una pandilla con la que tomarme aquellas cervezas y otra más, cómo no. A todo esto, uno de los amigos de Sam se había sentado a mi lado muy interesado en saber cosas de España; él había estado durante un mes en Francia y se empeñaba en comparar ambos países y yo que no y él que cómo que no. El tema de la bebida salió pronto a la palestra; Kurt, atento a cualquier cosa que contuviera alcohol, aunque fuera una frase, saltó como un resorte:

—Tú, mucho hablar de beber y beber pero seguro que no me aguantas unas rondas. Mi otro yo, el idiota, contestó: —A mí no me gana a beber ni Cristo que lo fundó.

Por alguna incomprensible razón lo había dicho tal cual, en español; todos me miraron como si fuera la niña de El exorcista. Troy interpretó mi extraño lenguaje como un desafío —lo era— y gritó: —¡Ronda de whisky!

A partir de ahí se puso en marcha un mecanismo que recuerdo entre sombras. Mis amigotes, como termitas ciegas obedeciendo un milenario impulso genético, reaccionaron a la orden con sincronizada precisión; en unos segundos despejaron la mesa del salón, colocaron dos sillas en las cabeceras y apagaron todas las luces de la casa a excepción de la lámpara que colgaba sobre el centro del tablero. Dos de ellos me escoltaron como a un boxeador despistado; con una leve pero firme presión en los hombros me sentaron en una de las sillas mientras Kurt, serio y concentrado, hizo lo propio en la de enfrente. Alguien plantó una botella de whisky en medio de la mesa con fuerte estrépito del cristal contra el conglomerado de pino y otro de los ayudantes hizo lo mismo con dos vasos pequeños, colocando uno delante de cada contendiente. He de reconocer que la puesta en escena era inmejorable; sobre todo en el gesto grave y trascendental de mi rival y en las miradas furtivas del público que nos rodeaba. La iluminación y la disposición del encuadre me remitieron a la ruleta rusa de El cazador, por eso mientras nos servían el primer chupito de whisky, desaté el jersey que llevaba en la cintura y anudé una de las mangas alrededor de la cabeza como si fuera un Charlie con pañuelo, sin notar que el resto de la prenda quedaba colgando de un lado, muy poco glam, nada vietcong. Todos, menos mi contrincante, celebraron el gesto con algarabía, aunque sospeché que su entusiasmo tenía más que ver con mi supuesta chulería desafiante que con la parodia de la película. Eso deduje al ver que Kurt hinchaba las aletas de la nariz y me taladraba con teatrero odio visceral mientras tomaba el vaso con su mano derecha, lo alzaba a media altura y me invitaba a imitarlo. Mantuvimos los brazos en alto, como un brindis fotografiado, hasta que Kurt quebró la imagen y con un veloz movimiento se llevó el vaso a la boca, dobló el cuello hacia atrás —hasta me pareció oír el crujido de sus cervicales— y se tragó en un suspiro el contenido amarillento antes de espirar el aliento abrasivo con la boca muy abierta. También le seguí en eso, incluso copiando tan robótica mímica; nada más soltar el chupito sobre la mesa, alguien tomó la botella y, después de llenar los vasos hasta el borde, la depositó de nuevo en el centro. Recuerdo los chillidos de nuestro público en tan inútil ceremonia; cada vez que completábamos una ronda era como si unos científicos locos aplicaran descargas eléctricas a una jauría de hienas, y con el último whisky todavía asentándose en el estómago, ya estaba lleno el vasito con otro buco líquido y los carroñeros gritaban a coro «¡Kurt! ¡Kurt!» o «¡Pipi! ¡Pipi!» según al que le tocara beber aquel whisky de mierda, porque mira que era malo y me sabía mal, encima yo, que nunca había sido de whisky ni lo iba a ser después de aquella sobredosis, pero eso no lo sabía porque ahora mismo, sentado en aquella mesa frente al capitán del equipo de lucha libre de Catworth, la única meta en mi vida era beber un trago más que él, aunque ya tenía ganas de que mi adversario se levantara y me ofreciera la mano en señal de combate nulo para que nos abrazáramos, qué gesto tan bonito en vez de ese otro trago que te estás metiendo entre pecho y espalda, animal, que eres un animal, déjalo ya, que en una de éstas ni voy a atinar entre los labios y me voy a meter el whisky por la nariz, que lo estoy viendo, si por lo menos se acabara la botella, pero miro la botella y está medio llena, que ahora no la veo medio vacía porque sólo pienso en lo que me queda, aunque no me extrañaría que estos bestias tuvieran otra botella guardada por si acaso, o quizá el sótano de la casa está repleto de cajas de whisky barato para que podamos pasarnos un año entero bebiendo chupitos, ahí va otro, y ahora Kurt que se levanta y sonrío pensando en el combate nulo, ya está, pero no, se pone en pie para beber mejor y que el alcohol le llegue directo a los tobillos, imagino, no entiendo qué hace ahí parado, pero yo me levanto, a mimético no me gana nadie, bebo mi turno y siento que estoy tocado, me convenzo de que ha sido éste, precisamente éste, el trago que me acaba de joder, que debería rendirme, parar, tumbarme, dormir un rato o tomarme un café en vez de echar a correr alrededor de la mesa como estoy haciendo ahora, siguiendo a Kurt en esa carrera circular que dios sabe por qué le ha dado por empezar después de tirar el vaso por encima de su cabeza hacia atrás, cosa que también he hecho cargándome una lampara de mesa que se hizo añicos a mi espalda pero hasta Rob se descojonaba de la risa mientras Kurt corría como un musculoso hámster bípedo detrás de su comida, que era yo, y él ya bebía directamente de la botella y la colocaba en el centro de la mesa para que yo hiciese lo mismo, hasta que me paré en seco, como si hubiera chocado contra un muro invisible.

La habitación, los muebles y mis amigotes seguían girando, deprisa, con un leve balanceo que hacía su rotación ondulante, aunque, en realidad, ellos no se movían, sólo me observaban en silencio como el grupo de operarios que asiste a la demolición de un edificio abandonado. No sabía si se habían callado o la borrachera me había tapiado los tímpanos, la cosa es que empecé a tambalearme sin que nadie hiciera algo por apuntalar aquel anuncio de derribo. Por fin, con el estrépito de cien mil chupitos muertos crujiendo en mi organismo, las rodillas cedieron al peso y me desparramé sobre la moqueta mullida, sucia, esponjosa, mugrienta. Si mi sufrimiento hubiera terminado ahí, no habría sido tan grave el envite. Pero la queja de mi organismo siguió su curso; una mezcla de ardor abrasivo y dolor punzante caracoleó en espiral desde el centro del estómago hasta la garganta, donde se mutó en sonora arcada antes de contraer la faringe como una bolsa de papel a la que se le aspira el aire. Nada más recuperar su forma original viví un segundo de sosiego, sólo uno, antes de que una inyección de bilis en la boca se convirtiera en el amargo anticipo del embalse de whisky que acabó por romper la presa de mi duodeno.

TRAGEDIA EN LA MOQUETA DE ROB

Una nueva catástrofe asola una de las zonas más castigadas por las erupciones humanas y acaba con la vida de tres millones de ácaros.

San José, Reuters

Así son las catástrofes. Nadie podía imaginarlo unos segundos antes, cuando cincuenta y ocho millones de acaritos jugaban, bajo la atenta mirada de sus padres, en La Moqueta de Rob, una selecta barriada llena de polvo y suciedad en la que la tranquilidad se había instalado tras varios meses sin sufrir los devastadores efectos de una aspiradora. A las 23.04, hora local, uno de los humanos se derrumbó sobre la zona y procedió a expulsar sobre La Moqueta una lava semilíquida compuesta por restos de comida deglutida y abundante agua de fuego. Al cierre de esta crónica, los servicios de Protección Acaril habían recuperado tres millones de cadáveres, aunque se teme que la cifra de ácaros desaparecidos pueda ascender a más de cuatro. Una pena, tú.

Al momento recuperé la capacidad auditiva; alguien me había conducido al baño mientras Rob fregaba vigorosamente el fragmento de moqueta afectado por mi regurgitación y se cagaba en la hora en la que se le había ocurrido invitarme. Poco más tarde, sentado ya en el sofá, mascando un chicle que Steve me había ofrecido con una sonrisa torcida mientras susurraba «qué cabrón», intentaba sentirme bien, tranquilizándome con la idea de que las cosas, de momento, no podían ir a peor.

Y una mierda.

Rob dio una palmada, dijo algo así como «ya es hora, tíos» y todos se levantaron tambaleantes. Comenzaron a abrigarse, como si se fueran a ir.

—Es que tenemos que irnos. La madre de Rob llega a las once y media —me explicó Troy interpretando mi gesto de asombro como lo que era: una vez más, no me había enterado.

Me despedí del anfitrión balbuceando una disculpa de la que no hizo acuse de recibo, quizá porque él ya ensayaba cómo explicarle a su madre la lámpara de cristal hecha añicos y la mancha en la moqueta. La alegría etílica de antes había dado paso a la resacosa reflexión. No estaba el horno ni para bollos ni para mentar que nos llevara en coche, así que nos fuimos andando, todos menos Steve, que se quedaba a dormir allí. Sam y sus amigos se fueron por la izquierda y nosotros por la derecha hasta llegar al Seven Eleven de la Washington con Douglane, donde seguía mi bicicleta atada, verde y fría. Antes de irse, Kurt me abrazó de forma sincera, cariñosa, genuinamente americana, como si se sintiera culpable de mi derrota, o porque estaba borracho como una cuba y entraba a grandes zancadas en la fase de exaltación de la amistad, la cosa es que agradecí aquel gesto, tan inusual en los recios adolescentes españoles de mi entorno, y todavía me quedé unos segundos viendo como el fabuloso luchador se alejaba junto a Troy, que no dejaba de subir y bajar los bordillos de la acera con su skate.

La sonrisa se me heló mientras desataba la bicicleta, con no poco trabajo, antes de ponerme a pedalear hacia Carpet Drive. El balance de mi primera juerga de viernes en California no era para tirar cohetes. Eran las doce menos cuarto de la noche —en España estaría empezando la fiesta— y ya volvía a casa. En bicicleta. Y después de haber vomitado. Qué desastre.

El chirrido desengrasado de mi montura era la exacta metáfora sonora de mi estado de ánimo.

Pasé una noche muy mala, mareado, inquieto, con el apestoso regusto que te dejan los jugos gástricos a su paso por sitios que no son el estómago, por ejemplo, la boca. Tardé en dormirme y cuando lo hice, la tenue claridad del más puro amanecer californiano desteñía el horizonte.

Desperté sobresaltado, no por algún ruido inoportuno, sino por el estrépito de la mala conciencia, por la intuición de lo tarde que podía ser, por el terror a salir de mi burbuja y enfrentarme a la viuda furibunda. El reloj, ajeno a mi alteración, marcaba las dos y media de la tarde, una hora normal en mis sábados españoles, que ahora sentía como una provocación en toda regla a la comunidad metodista. Me habría quedado gustosamente allí encerrado todo el día, pero tenía la vejiga hinchada como un pellejo repleto de vino; deseché la idea de mear por la ventana o en el contenedor especial para morenas que, por alguna extraña razón, seguía en mi habitación, y abrí la puerta lo justo para obtener una visión parcial del pasillo. Nadie a la vista. Claro, que el recoveco a la izquierda de mi habitación que conducía al baño y a la habitación de Betty quedaba fuera de mi exploración. Un dramático aviso de urgencia de mi aparato excretor en forma de dolor punzante en el pubis acabó por decidirme a adentrarme en el peligro. Atravesé los dos metros y medio de enmoquetado corredor mirando al suelo, pisando despacio y alivié los restos de cerveza y whisky que mis riñones habían filtrado a duras penas. Antes de salir del baño pegué la oreja a la puerta; nada. Ni un ruido, ni la sombra de una conversación, ni el runrún de la tele, ni el Yesterday de los Beatles. Avancé hacia la cocina como Ripley por su nave y comprobé que estaba solo en casa. Una nota de Betty me informaba de su ausencia hasta las nueve de la noche y de la presencia de un pastel de carne en el horno.

Ése fue su gran error.

Quiero decir que una pequeña bronca o una mala mirada nada más levantarme habrían bastado para corregir, aunque fuera levemente, mi comportamiento, para retrasar el desfase o para motivarme a la hora de disimularlo, pero aquel gesto de desaparecer en mi primera resaca seria, de ofrecerme comida y dejarme el mando a distancia con 35 canales para mí solo, era una declaración de intenciones, una invitación a la juerga, un empujón al vicio por parte de mi viuda favorita, la madre de América, la reina metodista, Betty I de California. También deduje que el hecho de que aquella familia no contara con padre añadía un plus de libertad nada desdeñable, aunque dicho pensamiento me recordó la esquiva reacción de Phil cuando intenté averiguar las circunstancias de su muerte. Aquel silencio escondía algo, seguro, pero en ese momento yo sólo sentía hambre.

El pastel de carne me recordó el estofado que me habían preparado el día de mi llegada; quizá aquel picadillo fueran los restos de mi primera cena. Opté por un desayuno a base de donuts rellenos y me senté frente a la televisión; como siempre, el primer instinto era conectarme a la MTV. Lionel Richie, con su americana remangada y el cuello subido, cantaba All Night Long como riéndose de mí, con mi juerguecita de dos horas y media y gracias, así que cambié muy mosqueado y aterricé en el canal religioso —otro de mis refugios impulsivos—, donde solía ver al reverendo Brian Stackpole y su esposa Candy, un remilgado matrimonio que parecía vivir en aquella cadena. Brian siempre vestía traje oscuro con corbatilla texana y lucía unas sienes cuidadosamente plateadas. Candy no apeaba su vestido rosa con lacitos, bien ceñido alrededor de una talla 115 de pecho; la peluca rubia, los labios pintados en rojo cereza y las largas uñas a juego con el vestido completaban una especie de Dolly Parton con aires de estrella porno venida a menos. Los gestos de la pareja, su empalagoso discurso y aquella descarada forma de pedir donativos telefónicos me atraían de una forma que Betty no podía comprender. A veces me quedaba absorto observando el fabuloso timo porque era perfecto; me imaginaba a los ancianos de todo el estado marcando el número que aparecía en pantalla y enviando sus diez dólares para no se sabe muy bien qué cosa, algo que, seguro, conllevaría una paz espiritual —un «bienestar superior» como le gustaba apostillar a Candy— que redundaría en una vida más sana, duradera y feliz. En otras ocasiones, el canal era ocupado por una congregación de gospel con un reverendo negro que, embutido en una túnica verde, parecía llegar al trance mientras mostraba la palma de su mano a la cámara con los dedos bien estirados y gritaba en medio de convulsiones:

—¡Cinco dólares! ¡Cinco dólares, hermanos y hermanas! ¡Sólo os pido cinco dólares para salvar vuestra alma!

Aquello era grande, hipnótico, surreal, fascinante. Los fastuosos rituales de las celebraciones católicas que hasta entonces había vivido en España —las procesiones de Semana Santa, las misas con coro, el Corpus Christi— se mostraban al desnudo, sin adornos, en la televisión de Estados Unidos. La religión también era un negocio y aquí no se andaban con rodeos. Alguna vez intenté hablarlo con Betty, pero su gesto grave y preocupado no invitaba a charletas ateas.

Aquel día, rebotado con los modositos mohines de Lionel Richie, me encontré en el canal religioso con el espectáculo total; un sudoroso pastor, o reverendo —nunca lo tuve claro—, ocupaba el centro del enorme escenario montado en un polideportivo. El público enfervorizado asentía desde las gradas y las sillas dispuestas en la pista; no cabía un alma más dispuesta a ser salvada del pecado, apartada del camino equivocado, redimida a tiempo por el Señor, el único guía, el Mesías, la Verdad y otros tópicos vociferados, con asombroso sentido dramático de la escena por el pastor, o reverendo, por el Gran Embaucador que agitaba una Biblia abierta en una mano y señalaba al cielo con la otra. El oficiante disponía de un pequeño micrófono inalámbrico que le permitía abandonar el atril situado en mitad del escenario y caminar de lado a lado, limpiarse el sudor con un pañuelo blanco, llorar con amargura o reír sarcásticamente. Todo en teatral beneficio de un sermón trillado y de un número de teléfono que no abandonaba la parte inferior de la pantalla. El público, entre el que predominaba la mediana edad, repetía los gestos como el eco en una gran valle; sudaba, lloraba, reía y, en todo momento, proclamaba su fe en aquel energúmeno gritón. Pero lo mejor estaba por llegar; después de la arenga religiosa, el ministro de Dios bajaba del escenario y caminaba por los pasillos del recinto para tocar a sus feligreses; alguno llegaba al trance convulsivo mientras sus familiares lo sostenían para que el reverendo o pastor le impusiera las manos y acompañara la bendición con agresivas jaculatorias. Desde luego, aquel espectáculo estaba más cerca de El exorcista que del plúmbeo y grisáceo Testimonio, mi única referencia televisiva religiosa hasta la fecha.

Aquella liturgia de la exageración sólo tenía lugar los sábados y domingos por la mañana —el monstruo mediático tenía que dosificarse— y siempre que podía me la tragaba sin dar crédito a la extraña realidad que escondía. Tal era mi atención que unas semanas después, Betty, en uno de sus cada vez más infrecuentes avisos de conversación seria, me transmitió su preocupación ante el interés que mostraba por los telepredicadores; temía que mi familia hubiese enviado a San José un católico y le devolvieran un fanático protestante con el sueldo embargado de por vida. Intenté explicarle que la fascinación que me producía ese canal no tenía que ver con la convicción del mensaje transmitido, sino con la magnífica actuación del protagonista y la ingenuidad de los fieles que entraban en trance espiritual y económico. Quería decirle que me tragaba los mensajes religiosos con el mismo deleite con que veía Vacaciones en el mar o seguía las pormenorizadas explicaciones de un pelapatatas en el canal de teletienda. Todo formaba parte del mismo timo; la falsa felicidad empantallada, la calumnia de la vida enlatada en una religión de pacotilla, un barco de mentira convertido en una cama redonda flotante o un utensilio de cocina con el que ahorrabas tiempo para estar con los tuyos.

Me escuchó con atención y borró la preocupación de su rostro; lo que mis padres habían enviado a California no era un católico convencido sino un idiota practicante. Y así volvería a España.

La belleza de Tina oscilaba entre preciosa y radiante, tenía muchos días buenos y algunos muy buenos, pero aquella mañana, cuando llegué a la taquilla 405, me encontré ante la misma encarnación de Miss Universo. Era algo en su pelo, ondulado y en cascada sobre los hombros, en su sonrisa perfecta, en sus ojos negros y brillantes o en mi enamoramiento adolescente. Su saludo cordial al verme llegar disparó, de forma automática, inconsciente, mi atropellada declaración:

—Tina, ¿qué te parece si vamos un día al cine?

¿Quién había dicho aquello? ¿Cómo habían salido esas palabras de mi boca? Es más, ¿por qué había abierto la boca? ¿Qué fuerza extraña y dominante había tirado de mi mandíbula inferior hacia abajo mientras una voz, igual a la mía, sí, pero salida del mismo averno declamaba aquella frase?

Tina tardó un par de segundos en contestar, mirándome con aquellos ojazos manga, mordiéndose el labio inferior con uno de sus colmillitos superiores. No creo que llegara a los dos segundos, la verdad, pero era una de esas ocasiones en las que el tiempo se detiene, uno de esos saltos Matrix en los que cientos de cámaras fotográficas colocadas a tu alrededor flashean consecutivamente para alargar el momento, estirar el lapso y congelar el gesto. El eco de la palabra «cine» todavía resonaba en el aire como uno de los golpes que recibía Rocky en medio del atronador silencio de un pabellón lleno de público. Unos treinta y cuatro siglos más tarde, Tina separó los labios y dijo:

—Bueno…

Desde luego, no era una confirmación de cita muy entusiasta, pero estaba yo como para andarme con remilgos.

—¿Cuándo? —pregunté precipitadamente para no darle tiempo a arrepentirse.

—No sé… Ya lo vamos hablando —respondió. Y como si adivinara cuál iba a ser mi siguiente frase añadió—: Este sábado, imposible.

Cuando se fue me quedé unos minutos observando la foto de un sonriente Bob Marley que había pegado en el fondo de mi taquilla. Era un retrato de sus últimos años —como los anillos del tronco de un árbol, la longitud de las trenzas de Bob Marley sirve para identificar la época en que ha sido fotografiado— y en ella el rasta más famoso de la historia miraba a un lado con dos dedos de su mano izquierda apoyados en la barbilla. Como si notara que estaba siendo observado, Marley dirigió hacia mí sus pupilas y, sin dejar de sonreír, me guiñó un ojo.

Total, que llegué a clase de inglés cuando el señor Nealon acababa de pasar lista. Como ya había hecho otras veces, el profesor me dirigió una mirada a medio camino entre la recriminación severa y la misericordia indulgente, sacó un cuadernito del cajón de su mesa y apuntó no sé qué mientras murmuraba que esto no podía ser y tal. «Qué manía de apuntar mis retrasos», pensé. «¿Estaré preñado?».

Me senté dispuesto a no enterarme de una sola palabra que dijera aquel señor estrafalario —hoy tocaba camisa verde y corbata amarilla— y me dediqué a lo único que me importaba: analizar todos y cada uno de los gestos y palabras de Tina durante nuestra conversación. Me sentía como Billy Joel en el vídeo de Uptown Girl, un humilde y grasiento mecánico que suspiraba por una fabulosa hembra de la jet; pero, claro, es que la piba del vídeo ¡era su mujer en la vida real! ¡Así cualquiera! Mi estado de ánimo oscilaba entre el desaliento absoluto y el optimismo desbordado. Primero pensaba que tampoco habíamos quedado del todo y que a partir de ahí esquivaría con cortesía mis propuestas semana tras semana; luego me convencía de sus buenas intenciones, de su deseo puro y limpio de conocerme mejor. Después recordaba la torpeza de mi discurso y deducía que ella había aceptado la forzada cita sólo en nombre de la buena educación y la correcta hospitalidad que se espera de una honrada ciudadana americana; acto seguido lo único que contaba era que estábamos en un instituto, aquí nadie va de ONG y si queda conmigo es porque le molo, le molo, le molo, repetía para persuadirme. Pero ella tenía dónde escoger, todo el instituto estaría suspirando por aquel bombón, pero, claro, también es verdad que cuando me miraba había un brillo especialmente lascivo en sus ojos. ¿O es que era miope?

—¿Tina? ¿Tina qué? —preguntó Rob arrugando la nariz.

—Tina Barlow. Juega en el equipo de fútbol —informé asombrado de que hubiera alguien en Catworth que no la conociera.

—Te diré una cosa —a Rob le encantaba empezar las frases con esa coletilla—: No hay mayor fracasada que una tía que se apunta al fútbol femenino; eso significa que la han rechazado en los deportes normales o que es tortillera. Lo que yo te diga.

Primero me detuve en el hecho de que no considerara el fútbol europeo como un deporte normal; después reparé en el desprecio que mostraba hacia la mujer que llenaba mi vida.

—Pues me voy al cine con ella —repliqué quisquilloso.

—¿Cómo? ¿En bicicleta? —respondió entre carcajadas—. Sí, claro, la puedes sentar en la barra de la bici… Un momento, ¡si no tiene barra! Bueno, eso no es problema, ¿verdad, Joe? La bici no tiene barra pero tú sí…

Rob siguió con varios chistes tan verdes como mi bicicleta, pero yo ya no escuchaba.

Una mirada neutra a mi consumo diario de televisión habría diagnosticado cierta sobredosis catódica, pero aquello no había quien lo parara; lo que yo estaba haciendo era acopio de provisión audiovisual antes de regresar a la española tristeza del canal y medio que componían TVE y el UHF, así que mi entrega a la pequeña pantalla era una cuestión de supervivencia. Hombre, otra mirada neutra también argumentaría cierta escasez de vida social, pero quién quería amigos teniendo la MTV todo el día, reposiciones de Taxi o Apartamento para tres (la versión que John Ritter hacía de Un hombre en casa) y los estrenos semanales de Cheers o Canción triste de Hill Street (aunque la mayoría de argumentos y chistes se me escaparan por el desagüe del idioma). Además, tenía el mando a distancia para mí solo, pues Betty y Phil disponían de televisores en sus habitaciones y apenas si usaban el de la sala de estar.

Pero no todo era ver la tele, no señor. Cada día, después de cenar, me gustaba dedicar unos minutos a la lectura. Claro que el libro era siempre el mismo: la TV Guide, revista semanal dedicada a la programación televisiva y que venía a ser la versión gordaca del castizo TP. Si aquel año hubiera dedicado a algún libro de texto el mismo interés que a esa diminuta publicación, los profesores de Catworth me habrían sacado a hombros del instituto. Una tarde, al llegar a casa, me encontré la TV Guide entre el correo que Betty había depositado en la mesa de la cocina; ni corto ni perezoso, rasgué el envoltorio, abrí el semanario al azar y, como acto reflejo, acerqué mi nariz para olfatear el olor a papel nuevo. En ese momento, la viuda entró en la estancia, tan sigilosa y gatuna como siempre, y me pilló, medio encorvado sobre la mesa, esnifando el aroma de la revista. Entre que no me veía con ánimo de explicarme y que la vergüenza me atenazaba el espinazo, permanecí con la napia hundida entre las páginas de la TV Guide. Sin apartar la mirada de Betty amagué un intento de conversación normal:

—Huele bien…

Como me temía, cualquier atisbo de explicación sólo podía empeorar las cosas. Betty no abrió la boca. Asumiendo que tenía en casa una mezcla imposible de yonki televisivo y tonto incurable, se retiró a su habitación con un sincero rictus de compasión en el rostro.

Cierto jueves en que me disponía a ver un capítulo de Fama titulado, según la guía de televisión, El retorno del doctor Scorpio, Betty anunció con su habitual solemnidad otra de las secuencias que no podía faltar en el telefilme que yo mismo protagonizaba en California:

—Joe, dentro de una semana celebraremos el día de Acción de Gracias en casa de los Newman.

Cualquier adolescente europeo que haya crecido delante de un televisor sabe que esa comida, fecha señalada en el calendario americano de celebraciones, recuerda el agradecimiento de los primeros invasores procedentes de Inglaterra tras sobrevivir, imagino que atónitos, a las inclemencias del Nuevo Mundo.

Charles Newman, pariente de Betty en un grado que no alcancé a comprender, vivía con su mujer y tres hijos a más de una hora de coche en dirección a Sacramento. Su casa era asombrosamente parecida a la nuestra, a la de Rob, a la de los Yates, a la de todas las familias de San José, California y la Costa Oeste. El césped delantero, un salón enmoquetado, tres o cuatro habitaciones, la barra que separaba la cocina del comedor y el jardín trasero. ¿Existiría una Agencia Nacional de Diseño Interior dedicada a replicar los hogares americanos a lo largo del país? ¿Cuándo había empezado a funcionar? ¿Cuál era su objetivo? ¿Por qué me hacía tantas preguntas estúpidas?

Betty estaba exultante, feliz con la batería de tupperwares cargados en el maletero del Buick; llevábamos tanta comida que llegué a pensar que los Newman sólo pondrían la casa y el famoso pavito, único manjar que no figuraba en las viandas que transportábamos como un convoy de la ONU. Al llegar allí, sin embargo, comprobé que me había equivocado en varias cosas:

a) A la cena no sólo estábamos convocados los Newman, los Johnson y el español gorrón, sino un total de cinco familias: dos matrimonios, dos viudas y una divorciada con sus respectivas proles, un total de diez menores contándome a mí, el estudiante parásito, el pulpo en el garaje, el elefante católico en la cacharrería metodista.

b) Todas las unidades familiares aportaban una cantidad similar de comida, por lo que el banquete allí presentado tenía un punto obsceno muy poco religioso; había provisiones como para dos regimientos de infantería.

c) El bicho que presidía la mesa bufé tenía forma de pavo, pero tamaño y peso de jabalí. Al momento desconfié de aquel galliforme desmesurado; era Superpavo, el pavo de Notre Dame, el Vengador Tóxico de los pavos. Eran tres pavos en uno, con zancas que parecían réplicas de los bíceps de Lou Ferrigno y una pechuga digna de la estanquera de Amarcord.

d) Escuchamos la oración del orondo señor Newman con cristiano recogimiento. Seguidamente, el mismo anfitrión nos rogó que, en silencio, agradeciéramos el año vivido y rogáramos que el siguiente fuera, si no mejor, al menos igual de bueno. Haciendo acopio de la fe adquirida, invocando las enseñanzas del catecismo más simple y con el profundo convencimiento de que, en ese mismo momento, Nuestro Señor abandonaba sus quehaceres habituales para concentrarse en mi plegaria, le supliqué al mismo Dios que Tina Barlow accediera a ir conmigo al cine, Jesusito de mi vida, que eres macho como yo, por eso me entiendes tanto y te doy mi corazón, mi páncreas y un riñon si hace falta.

Un «¡amén!» jubiloso y hambriento se convirtió en el pistoletazo que esperábamos para hacer cola frente a la mesa. Tras ella se parapetó el propio Newman para trinchar con un cuchillo que daba miedo; mientras el cirujano operaba a pavo abierto, los comensales mojaban Doritos en recipientes con distintas salsas espesas y se servían ensaladas de todos los colores. Además había puré de patata regado con salsa dulce de arándanos, varias fuentes con vegetales cocidos al vapor y una gran salsera para regar el plato a gusto. No me fijé mucho en el resto de comida porque decidí reservarme para la batería de postres caseros dispuestos sobre otra mesa.

Aunque la comida transcurrió sin mayores sobresaltos, no pude evitar la incómoda sensación de sobrar en aquel cuadro. Y no porque las dieciséis personas que me acompañaban en el trance me hiciesen el vacío —bueno, el hijo de la divorciada se mostró bastante distante conmigo— o no intentaran integrarme en sus conversaciones, no, se trataba de una total ausencia de química por mi parte; al fin y al cabo, ellos llevaban toda la vida dándole a aquella comilona de noviembre un significado especial. Además se conocían y compartían una visión de la vida, una forma de ser, estar y pasar por este mundo que no era ni mejor ni peor que la mía, pero que a mí me parecía más aburrida.

Hinchados como globos, empleamos el tiempo de la digestión como mejor se nos ocurría; los adultos, con algún menor infiltrado, jugando a las cartas, los más pequeños haciendo un puzzle y la sección «primeros picores» —en la que entrábamos Phil y yo— desparramados por la moqueta frente a una falsa chimenea que escondía una estufa eléctrica. Todo demasiado amable, formal, triste, cansino; empezamos a hablar de música y Phil propuso escoger las cinco mejores canciones de los Beatles.

—¡Hotel California! —gritó entusiasmada Sue, la oronda hija mayor de los Newman.