¿Sienten vergüenza los ornitorrincos? ¿Se pone colorado un lirón careto? ¿Les sudan las manos a los mandriles? La cualidad racional del ser humano no lo hace superior al resto de los animales; es la desvergüenza de los irracionales la que los convierte en seres poderosos y felices frente a nuestra tímida indefensión, nuestro proverbial retraimiento, nuestra inservible introversión. Mi aclimatación a unos horarios, usos y costumbres tan distintos a los que traía implantados de España —diecisiete años de manías producen quistes inextirpables— se había producido con naturalidad, y no podía ser de otra manera a pesar de la angustia vivida, una congoja que ahora recordaba con risa floja mientras preparaba otro litrazo de zumo de naranja concentrado y congelado marca Orange Fast, que había que ver cómo volaba en casa de los Johnson.
Poco a poco, sin grandes alardes, Phil me ofrecía pildoras de información sobre su vida en nuestros cortos desplazamientos matinales al instituto. La mejor manera de dejar de admirar a una persona —como bien saben los matrimonios— es conocerla a fondo; la pretendida actitud cool y pasota de mi hermano americano, esa mezcla de monje tibetano y experimentado perverso sexual que yo le había adjudicado sin más datos que su mirada oblicua, el silencio sempiterno, una permanente ausencia de casa y un impune Playboy a la vista de su madre, se deshacía como un castillo de arena. Tras un par de semanas de trayectos compartidos deduje que lo de la mirada se explicaba por cierta vagancia en sus párpados que tendía a mantener las persianas a media asta y que los prolongados silencios obedecían, simplemente, a que no tenía nada que decir.
Sus ausencias del hogar materno —por semana solía llegar a las diez de la noche y los sábados ya se iba a las nueve de la mañana— obedecían a una serie de obligaciones y actividades diversas a las que Phil se apuntaba con una especie de aplastante resignación, como si no pudiera rebelarse contra lo que todo el mundo esperaba de él. Pertenecía a varios de esos clubes que los institutos americanos montan para todos aquellos estudiantes que prefieren ejercitar la mente más que el músculo; era miembro del Club de Ciencia, del de Debate y de algo así como el Comité de Catworth, una especie de consejo formado por alumnos y profesores que representaba al instituto en actos oficiales o de contacto con otros centros, es decir, que nunca supe exactamente para qué servía ese cargo que tantas horas ocupaba en la vida del hijo pequeño de Betty Johnson.
Todavía quedaba por explicar aquel Playboy a la vista de ancianas nativas y estudiantes extranjeros. Con un tema así no valían medias tintas. Cierta mañana, camino de Catworth, una agente de policía entrada en años y carnes nos había detenido delante de un colegio con su enorme señal de stop para que cruzaran los alumnos.
—He visto que tienes un Playboy en la habitación —murmuré con los ojos medio cerrados y la vista fija en el STOP, como si fuéramos dos narcos hablando de un cargamento a punto de llegar a la ciudad.
De reojo observé que Phil me ofrecía una de esas miradas neutras que ya no me impresionaban. Volvió la vista al frente y dijo:
—Habrás visto más de uno. Estoy suscrito.
Ahí perdí toda compostura de traficante colombiano y me giré súbitamente hacia él.
—¿Sus… suscri… suscrit…? —balbuceé incapaz de pronunciar la palabra.
—Sí, suscrito… —completó sin inmutarse—. Fue el regalo de Mark en mi cumpleaños —añadió como el que habla de unos calcetines con rombos.
Mark Mondale, moderador del Club de Debate que Phil me había presentado como uno de sus mejores amigos. Y tanto.
—¿Y tu madre…? —pregunté indiscreto, cotilla, ansioso.
—¿Mi madre qué? —respondió como si le hablara de un extraterrestre cuya existencia no había sido confirmada.
—Bueno…, que si tu madre…, ya sabes…, ¿no le molesta?
Phil se encogió de hombros mientras su bigotito hacía la ola sobre el labio superior. No supe si con esa mueca sugería que no le importaba lo que opinara su madre, que mi interrogatorio le incomodaba o que le picaba la nariz. De repente, como si atara cabos sobre la pesada losa católica que yo transportaba sobre mis hombros, torció el gesto con una mezcla de extrañeza y curiosidad:
—¿Qué pasaría si tu madre supiera que ojeas esas revistas?
El mero enunciado de la pregunta me erizó el vello de la nuca y escalofrió mi espinazo; podía imaginar sin esfuerzo cómo mi madre, al descubrir un Playboy en mi habitación, se transformaba en bestia del averno aumentando de tamaño a lo Hulk sin dejar de escupir espuma por la boca y fuego por la nariz. En un estúpido arranque de sinceridad, le hice saber a Phil que mi madre sería capaz de agredirme físicamente con algún objeto contundente en caso de pillarme con revistas picaruelas; al muy canalla le entró tal ataque de risa que casi nos comemos la furgoneta que iba delante.
El otoño en California es un quiero y no puedo. El frío y el calor se reparten el día a partes iguales; tú enfrías las mañanas y yo caliento las tardes. La escarcha añadió una nueva tarea a mi rutina diaria: en lo que supuse venganza por la incumplida promesa de encargarme de las labores de jardinería, Betty ordenó que cada mañana, antes de que Phil arrancara el coche, yo debía limpiar el hielo que se formaba sobre el parabrisas del Buick.
En la primera semana de octubre ocurrieron dos hechos significativos que acentuarían mi creciente americanismo. Por un lado soñé en inglés por primera vez; recordaba claramente una pesadilla en ese idioma, señal de mi adaptación al medio lingüístico. Por otro, sufrí una novedad, no por esperada, menos temida; al ver la viuda que el estudiante extranjero a su cargo no manifestaba inclinaciones religiosas acordes con la cruz señalada en el apartado «Religión» del formulario, decidió invitarme, de forma tan sutil como incontestable, a uno de los servicios de su parroquia; ya que no me molestaba en acudir a los actos católicos, bien estaría que me impregnara de alguna espiritualidad, aunque fuera metodista.
Betty, con vestido azul celeste y sombrero negro, parecía haber envejecido unos veinte años. Phil, por su parte, rejuvenecía con la corbata, ya que el bigotito de marras siempre le hacía mayor. Yo aparqué mis camisetas habituales para embutirme una camisola blanca que Betty rebuscó en su armario; supuse que había pertenecido al difunto señor Johnson pero como prefería no indagar, me la puse canturreando, como un señorito que se prepara para el baile, no fuera el dueño de la prenda a aparecerse reflejado en el espejo detrás de mi imagen y me diera la vuelta y allí no hubiera nadie. Total, que me arreglé el pelo y cepillé mis mocasines negros para redondear una elegancia como de palmero flamenco metodista, algo parecido a un corista de Peret en su etapa evangélica.
Como tres alegres maracas nos embuchamos casi una hora de Buick para llegar a la iglesia comandada por el pastor o reverendo —nunca lo tuve claro— Joseph McCain, un tipo sonriente y beatífico a la manera de todos los curas del mundo, sin importar la religión que profesen; siempre he creído que todo ser humano con alzacuellos recibe un secreto cursillo intensivo de comportamiento en la bondad para hablar con la misma entonación y cadencia, igual que ocurre con las dependientas de megafonía de El Corte Inglés.
El servicio fue un plomazo en toda regla. Lento, repetitivo, obvio y facilón, McCain habló algo sobre tentaciones, deber y matrimonio; poco le pude entender porque entre la carrasposa megafonía, el calor asfixiante y la correosa tos de una anciana, por lo menos bicentenaria, que tenía detrás de mí, las palabras del reverendo me llegaban entrecortadas, como esas peticiones de ayuda por radio que hacen los aviadores en apuros.
Al finalizar el sermón, abandonamos la iglesia, una construcción con aspecto prefabricado de techos altos y colores pastel, en fila de a uno; otra escena recurrente de La casa de la pradera me vino a la mente cuando vi que en la puerta del templo, McCain, encantado de haberse conocido, saludaba a todos y cada uno de los feligreses. Betty nos presentó y dos religiones se dieron la mano en señal de paz, respeto y profunda indiferencia.
—Espero verte más veces por aquí —dijo con la risita dibujada.
Al llegar a casa, recordando la recomendación de uno de los Mike con los que había ido al concierto de Police, sintonicé la emisora KFJC y descubrí a un tal Spliff Skunking que pinchaba tres horas de reggae cada domingo.
A ese ritual sí me iba a apuntar con entregada devoción.
Mis progresos en el campo social eran tan lentos como desorientados. Cerca del comedor, había una zona marcada sobre las losas que adornaban parte del campus. El área, de forma rectangular y del tamaño aproximado de media cancha de baloncesto, estaba delimitada por una gruesa franja amarilla y sombreada por rayas del mismo color. El primer día que vi aquella demarcación en medio del instituto pensé que era un helipuerto, pero en realidad se trataba de una jaula… ¡para fumadores! Todo alumno que quisiera fumar en Catworth sólo podía hacerlo en aquella zona y con ambos pies pisando las rayas amarillas. No era coña; por lo visto existía un reglamento que especificaba dicha norma para evitar tentaciones de encender el pitillo antes de tiempo. Incluso estaba prohibido llevar un cigarrillo apagado en la mano fuera de esa cárcel pintada en el suelo. Yo no fumaba pero me pasaba los tiempos muertos allí metido, encantado de la vida. Reconozco que uno de los más estimulantes motivos de mi presencia en aquel reducto tenía nombre de mujer, porque, entre otras cosas, era una mujer. Nichole Fisher, que además de fumadora era una de las lobas rubias de la clase de Psicología, se había convertido en mi ángel caído favorito, digna representante de la turbadora y universal tentación que siempre han representado las chicas malas. En cualquier caso, era una atracción opuesta pero igualmente intensa a la que sentía por mi no menos angelical vecina de taquilla.
El yin, el yang, las pajas.
En aquel gueto también conocí a Rob, Steve, Troy y Kurt, amigos desde la infancia y bandarras de por vida. A los ojos de los educadores formaban la pandilla basura del instituto, el grupo salvaje al que me arrimé con no poco entusiasmo. Necesitaba hacer algo los sábados por la noche que no fuera ver Saturday Night Live en la tele. Sólo los dos primeros fumaban, los otros dos estaban allí por lo mismo que yo: molaba que los más remilgados te miraran mal. Desde luego, no era difícil ser un chico malo en Catworth. Rob parecía mayor que nosotros, de hecho, creo que realmente lo era —jamás llegué a saber a ciencia cierta si había repetido algún curso—; su imagen era la del rockabilly light que se puso de moda en los ochenta gracias al apabullante éxito de los Stray Cats —Sexy & 17 era uno de los vídeos turra en aquellos días—. Le gustaba llevar alzado el cuello de la camisa y las mangas, siempre cortas, remangadas un par de vueltas. Completaba el look con unas gafas de sol sobre la cabeza, demasiado chillonas, muy poco rockabillies. Rob era el único del grupo que tenía coche propio y eso lo convertía en líder indiscutible, cargo que le permitía decir las mayores burradas que se le pasaban por la cabeza sin que nadie pareciera inmutarse.
Steve, por su parte, era la personificación humana de una serpiente; más que andar, se arrastraba sigiloso, sin esfuerzo, como levitando unos milímetros por encima del suelo, igual que la cabeza de ciertos ofidios que se desplazan a velocidades nada desdeñables. Empecé a obsesionarme con su naturaleza reptil el día que la puntiaguda bibliotecaria Baxter me mostró un libro sobre serpientes que acababa de recibir: «Tienen boca dilatable y cuerpo largo y estrecho revestido de epidermis escamosa que mudan todos los años. Algunas tienen en su mandíbula superior, además de dientes ordinarios, uno o varios provistos de un canal que da paso a un líquido venenoso».
Eso era Steve. Tal cual. Un día lo vi bostezar y creí que se tragaba Catworth con todos sus estudiantes dentro. Efectivamente, su cuerpo se podía describir como largo y estrecho. Padecía un problema de soriasis crónica que yo atribuí sin vacilar a las mudas de piel. Además, siempre tenía frío; nunca lo vi sin su cazadora forrada, las manos en los bolsillos del vaquero, la cabeza hundida entre los hombros y la lengua —a estas alturas la imaginaba bifida— asomando entre sus colmillos, más desarrollados de lo normal en un ser humano. Porque ésa era otra, Steve era serpiente, sí, pero venenosa; hablaba muy poco, sobre todo en presencia de miembros ajenos a su pandilla habitual, pero en cuanto las presas desaparecían, dejaba escapar, entre susurros, las más despectivas y gratuitas descalificaciones que se le ocurrían. Una vez se acercó Nichole Fisher a pedirme fuego —los dos segundos que empleó en alzar la vista, encontrar la mía y acercarse colocaron mi ritmo cardíaco al borde del infarto—; negué con la cabeza y esbocé la sonrisa más estúpida y menos seductora de la historia mundial del ligoteo fallido. Nichole, sin reparar en mi azoramiento, ajena a la excitación semental que causaba, me hizo invisible a sus ojos buscando otra mirada que tuviera fuego en el bolsillo y no en la bragueta. Cuando se fue hacia el otro extremo de la cárcel de humo, Steve separó levemente las mandíbulas y susurró en voz baja:
—Puta…
Lo miré sorprendido. Sonreía. Como si no fuera con él.
Troy tampoco era humano; su asombrosa flexibilidad y agilidad lo aproximaba a los primates, pero su carácter lo alejaba de la sinuosa serpiente. Troy era todo alegría, optimismo, pura broma e indisciplina; jamás había utilizado su talento físico para el deporte oficial pero volcaba sus cualidades atléticas con el skateboard, siempre a mano. Solía vestir una gastada, descolorida y deshilachada parka militar, adquirida en una de las numerosas tiendas dedicadas a vender artículos de segunda mano del ejército. Un soleado día de octubre, Troy apareció en Catworth montado en su skate, con un casco blanco de Policía Militar enfundado hasta las cejas; los pies colocados en paralelo sobre la tabla que lo sujetaba, la parka caqui y el casco le hacían parecer uno de aquellos soldaditos de plástico verde, diez en un sobre de a duro, el tanque aparte. Era evidente que despertaba arrebatos hormonales en gran parte de la población femenina del instituto, algo que no parecía importarle demasiado y que lo convertía en objeto aún más deseable. En cierta ocasión, una rubia oxigenada se acercó a nuestro grupo con mirada lánguida para hablar con él. Al irse, Rob no evitó uno de sus típicos comentarios poéticos:
—Te diré una cosa, Troy: esa tía quiere follarte, ñak ñak, mete mete —dijo guiñando un ojo mientras señalaba con el índice y levantaba el pulgar de la mano derecha.
Kurt era el único deportista oficial del cuarteto; su condición de capitán del equipo de lucha libre de Catworth le confería cierto estatus en la elite del instituto, a pesar de su vaga y maleante tendencia a la disipación en forma de lata de cerveza. Kurt tenía físico de luchador, hombros mesetarios y musculados como balones de Nivea, pecho a lo Lou Ferrigno y rostro benigno, sin aristas y aplanado. Su expresión era tan neutra que si te miraba fijamente a los ojos parecía un forzudo disecado.
Si alguien me hubiese pedido que demostrara la atracción entre polos opuestos le habría enseñado una foto de Rob, Steve, Troy y Kurt, amigos desde la infancia, bandarras de por vida.
La humanidad ha evolucionado a lo largo de miles de años, ha inventado religiones, ha probado calendarios y se ha adaptado a distintos sistemas políticos y sociales. Todo ello para acabar diseñando un arma aniquiladora, un espacio anulador, un tiempo muerto que borre sensaciones y oprima el alma en un angustioso devenir hacia la nada absoluta.
Me refiero a los domingos.
Durante los años de mi obligada escolarización, sufrí como un castigo todos y cada uno de los domingos, excepto los pocos que eran a su vez víspera de festivo. Nada más despertar me sumía en una imperceptible melancolía, un leve cabreo, una evidente languidez propiciada por el inevitable hecho de comenzar de cero al día siguiente, de tener que madrugar durante cinco mañanas hasta que llegara el sábado, ese mágico día que siempre parece inalcanzable un domingo por la mañana. Si esos trances ya eran tristes en mi ciudad, con mi familia y mis amigos, en California, con una viuda metodista y su hijo autista, el panorama incitaba al suicidio. Y menos mal que a las seis de la tarde tenía el programa de Spliff Skunking; durante esos meses, aquel discjockey salvó mi vida. Pero antes de esa hora, había mucho domingo que llenar y el rock, de nuevo, vendría a paliar mi fabuloso aburrimiento.
A quince minutos de pedaleo en mi vieja bici verde, estaba el centro comercial West Market, una especie de ciudad pequeñita compuesta por tiendas en vez de casas. Allí encontré Needle Records, una tienda de discos ni muy grande ni muy pequeña en la que podía pasarme horas antes de comprar un vinilo. No es que fuera especialmente meticuloso, es que la paga mensual que Betty me administraba sólo me alcanzaba para adquirir un disco cada dos semanas y era para pensárselo. La tienda pertenecía a una pareja de auténticos hippies del San Francisco de los sesenta, reciclados en amago de empresarios al uso; según leí en uno de los folletos de propaganda, el nombre del negocio hacía referencia a cómo la aguja del tocadiscos había salvado a mucha gente de morir por la aguja de la heroína, o algo así de raro. Tenían cuatro locales en la zona y, aunque pretendían convertirse en una gran cadena, las cosas no iban tan bien como esperaban. En realidad, nunca conocí a la pareja hippy, todo eso me lo fue contando Ken, el dependiente que atendía el local cada domingo.
Ken era un mulato anclado en los años setenta —tampoco estaban tan lejos— con el pelo afro y la ropa de colores; algunos días no desentonaría en una portada de Earth, Wind & Fire. Hablaba muy deprisa y casi chillando, con una sorna que no siempre era bien entendida, ya que a veces se ponía a discutir seriamente con los clientes sobre la conveniencia de comprar, por ejemplo, un recopilatorio de Sly & The Family Stone en vez de lo último de Hall & Oates. No me extrañaba que la cadena Needle no acabara de despegar. A pesar de mis esfuerzos por caerle bien, Ken era imprevisible; tan pronto me saludaba con alegría desatada, como me ignoraba hasta hacerme sentir invisible. Eso sí, cuando me decidía por algún disco de reggae se le iluminaba la expresión; una semana después de escuchar en el programa de Spliff Skunking varios temas del Live And Direct de Aswad, entré en la tienda y se lo pedí sin rodeos.
—¡Sí, señor! ¡Éste es mi hombre! ¡Hey! ¡Escuchad! —gritó a los dos únicos clientes presentes en aquel momento—. Este hombrecito viene desde Europa, atraviesa el puto océano encerrado en un avión, agarra su bici de mierda y se viene a Needle, sí, señor, a comprar el último disco de Aswad. Bien, ¿qué os parece eso?
No sabía con exactitud si la frase era un elogio o se estaba quedando conmigo; ¿quería decir que mi elección era errónea? ¿Demasiado comercial? ¿Por qué me había llamado «hombrecito»? ¿Y por qué había nombrado la bici con tanto desprecio? Durante el discursito de marras, Ken se había colocado a mi lado, pasándome su brazo por encima del hombro. Permaneció en esa postura mirando con desafío a los clientes, especialmente al que sostenía en sus manos un elepé de Pat Benatar; fueron, lo que se dice, unos segundos embarazosos. Me sentía como el niño pequeño cuyo padre se pone a reñir a los compañeros de colegio porque pegan a su retoño, así que los miraba con cara de pedir disculpas. Finalmente, se encogieron de hombros, dieron la vuelta y siguieron repasando la sección Pop/Rock. Ken, resoplando, me miró desde arriba y dijo en voz baja:
—Estos blancos…
Por fin llegó el día de presentarse al equipo de fútbol. En el mes largo que llevaba de estancia en California, había constatado que nuestro deporte rey no llegaba ni a plebeyo en Estados Unidos. Apenas si había información en la prensa escrita y muchos menos en televisión; a nadie parecía interesarle un entretenimiento que podía acabar en 0-0. Lo malo es que semejante apatía había disparado mis fantasías de triunfo. En mi delirio, ya veía mi niñez y adolescencia futbolera como un concienzudo entrenamiento aderezado con el bagaje táctico e histórico que me proporcionaban tantos partidos televisados, tantas portadas digeridas, tantas tertulias apasionadas a las que yo solía asistir, dicho sea de paso, con poco que decir. ¿Qué referencias podían tener mis compañeros? ¿Podían hablar con propiedad de las cualidades de Karl Heinz Rummenigge, Paolo Rossi o Michel Platini? Yo tampoco, la verdad, pero al menos podía nombrarlos, situar su país de origen, ubicar su actual equipo y apuntar su posición en el campo. ¿Y qué decir de Quini, Alexanco, López Ufarte o ese mocoso del Castilla llamado Butragueño? Es más; ¿me quedaba pequeño el puesto de jugador rompedor? ¿Debería proponer a Catworth que me convirtieran en entrenador-jugador para dirigir el equipo desde el campo? ¿O debería retirarme antes de debutar —entre los sollozos de la afición— para no desnivelar la competición?
Cuando llegué al campo de fútbol número 2, lugar donde el entrenador Danson había citado a todo aquél que quisiera formar parte del equipo de soccer —así llamaban al fútbol de verdad, el de toda la vida—, ya había olvidado que mi curriculum futbolístico estaba a cero, mi hoja de servicios deportistas ni siquiera existía. Mi única aventura seria había tenido lugar en algún momento de 1o de BUP; el entrenador del colegio al que asistía entonces decidió, quién sabe por qué, probarme como delantero incisivo y oportunista, esto es, palomero, y me había convocado —la terminología profesional cala en la juventud con facilidad— para el partido que se jugaba el sábado siguiente. Durante la semana viví mi nueva situación con ilusión, sintiendo los pinchazos de envidia de algunos compañeros que habrían ofrecido a sus padres en sacrificio con tal de disfrutar de mi prebenda. Pero llegó el sábado y tuve que levantarme a las ocho de la mañana. Una hora más tarde, sentado en el autobús, viendo la lluvia copiosa que se estrellaba contra las ventanillas, con el cansancio incrustado en los músculos, escuchando los entusiastas comentarios tácticos de los titulares del equipo y sabiendo que nos dirigíamos a un patatal que hoy sería barrizal, mi vocación futbolística se tambaleó de arriba abajo como un elefante herido por bala explosiva. Aún faltaba la puntilla que echaría por tierra mis ilusiones deportivas; el entrenador me tuvo calentando por la banda durante toda la segunda parte por si los contrarios deshacían el empate a cero y había que contar con mi supuesta pericia goleadora. Pero los contrarios, tan mantas como nosotros, bastante tenían con correr en aquel barro en el que se hundían hasta los tobillos como para ponerse a deshacer empates, así que no salí en todo el partido. En el autobús de vuelta, los titulares hablaban ahora, con igual entusiasmo, de las oportunidades falladas. Callado, serio y con los huesos calados, a dios puse por testigo de que jamás volvería a malgastar una mañana de sábado de aquella forma.
Pero la memoria es selectiva y ahora me dirigía a esta convocatoria convencido de que Danson caería a mis pies en cuanto le dijera que venía de España y que había estado jugando desde mis primeros pasos. En eso no mentía: mi infancia eran recuerdos de un patio de cemento lleno de balones y portagritos con forma de niño corriendo detrás. La visión de los candidatos al equipo aumentó mi creencia en que me convertiría en la estrella del equipo, pero anuló la esperanza de hacer algo grande con semejantes compañeros; de entrada, sólo éramos quince voluntarios, así que pensé que el entrenador tendría que echar mano de todos, le gustaran o no. Muchos pertenecían a los cursos más bajos, lo que ofrecía una curiosa descompensación de estatura; una vez alineados en el campo, la escena remitía a esos momentos previos a un gran partido, cuando algunos hinchas sacan a sus pequeños vástagos disfrazados de minifutbolistas para que les hagan una foto con el equipo titular. La mayor alegría me la llevé al encontrarme a Tim Holley —el Mesías que me había llevado a ver a Police—, sonriente, cordial, amable y vestido de corto, dispuesto a meterse un soccer entre pecho y espalda. Lo abracé como si fuéramos veteranos de Vietnam y le pregunté por nuestros compañeros de concierto en general y por los dos Mike en particular; no tenía noticias de ellos, también los había conocido ese día y no los había vuelto a ver.
Danson era un tipo más bien bajito, de piel morena y bigote oscuro; estaba claro que tenía genes hispanos aunque ni el nombre ni el acento delataban un componente étnico que me habría acercado más aún a convertirme en capitán, seña y bandera del Catworth F.C., si es que nos llamábamos así. El entrenador nos dirigió unas palabras de bienvenida explicando que era su primer año en el puesto, que esperaba mucho de nosotros y que sólo quería gente dispuesta a trabajar duro. No era un buen comienzo. Acto seguido, el entrenador, como un general bananero, pasó revista al desigual ejército con las manos entrelazadas en la espalda, intercambiando unas palabras con cada candidato, un gesto grandilocuente que a mí me parecía que no venía al caso porque no tenía donde elegir. Al llegar a mi altura, como hizo con mis 14 compañeros, me tendió la mano:
—¿Cómo te llamas?
—¡Pepe! —exclamé alto y claro para que mi procedencia quedara clara.
—¿Mexicano? —preguntó en un español con acento guiri.
—No, no, español…, de España —redundé.
El gesto de sorpresa fue leve, muy leve, pero noté que le agradaba la noticia.
—¿Has jugado antes al fútbol? —inquirió, de nuevo en inglés.
En vez de sorprenderme porque el entrenador preguntara a sus hombres si ya habían jugado antes al fútbol, continué con mi teatrillo y asentí vigorosamente añadiendo un toque de suficiencia. No me abrazó, no me señaló al resto de compañeros como ejemplo a seguir, no derramó unas lágrimas de felicidad ante el crack que le había llovido del cielo. No. Sólo dijo el muy cabrón:
—Habrá que ver cómo te desenvuelves.
—Betty, tengo que decirte algo…
Con toda intención utilicé el mismo tono que ella empleaba conmigo para anunciar sucesos sin trascendencia y órdenes sin importancia. Ya no me inquietaba. Cuando ella bajaba la voz, cruzaba las manos sobre el regazo y me dirigía una mirada neutra, era probable que se dispusiera a anunciar una nueva regla sobre el depósito de ropa sucia en la cesta de lavado, la necesidad de ordenar mi habitación o los turnos para alimentar a Cat, el perro. Por eso, el día que decidí elevar mi protesta sobre la pecera al máximo organismo de decisión, escogí con cuidado un tono lastimero, serio y circunspecto. Hablé de largas noches de insomnio, de las pesadillas recurrentes asociadas al rugido del motorcito del acuario, de la sensación de ahogo —algo de literatura nunca venía mal— y añadí, en un toque de medicina ficción, la probable alergia a los peces de colores que estaba incubando. Betty me escuchó atentamente, como hacía siempre, pero, por primera vez, decidió actuar de acuerdo a lo que le decía.
Para mi sorpresa, Phil recibió la noticia del traslado con evidente gozo; resulta que siempre había querido ubicar la pecera en el comedor, pero la negativa de su madre había impedido tan inocente requerimiento. Por esas vueltas que da la vida, la reprobación que esperaba de mi hermano americano se convirtió en un gesto de agradecimiento silencioso que nos unió un poco más. Aquel mismo día me preguntó si quería acompañarlo a Waterland, una tienda especializada en acuarios; animado por el inminente traslado del océano diminuto que martirizaba mi descanso, decidí aceptar la invitación.
Lo primero que me llamó la atención fue el tamaño del local. Sí, ya lo sé, en California había centros comerciales más grandes que el pueblo donde yo veraneaba, pero que una tienda de peces tuviera más parking que el campo de fútbol de mi ciudad no acababa de encajar en mi pequeña visión del mundo. Al entrar sentí una agradable mezcla de sensaciones raras; para empezar, el local estaba en tinieblas, ya que los focos directos de luz natural producen exceso de algas —como me explicó Phil—. Las hileras de acuarios superpuestos formaban varios pasillos por los que transitábamos como en una especie de biblioteca viva del fondo marino, alienante, hipnótica, burbujeante. Los clientes hablaban bajito, susurraban entre ellos ahogados por la impresión, como si temieran malgastar el oxígeno, tan necesario bajo el agua. Todos caminaban despacio y miraban a los peces con su mismo gesto de asombro hasta que no se sabía quién miraba a quién; entonces parecía que eran los peces los que habían ido a una tienda de personas para ver humanos encerrados en estrechos terrarios con moqueta y fluorescente. Aquellas toneladas de agua podrían agrietar la estructura; todos los mares de la Tierra nos aplastarían en un segundo y allí nos quedaríamos, eternamente inmóviles en el fondo del abismo, con la boca y los ojos abiertos, el pelo ondulante como un matojo de algas, los peces de colores refugiados en los bolsillos del pantalón.
—¡Joe! —susurró Phil rescatándome de mi increíble mundo submarino.
Me acerqué al acuario que observaba con evidente complacencia. Dentro había un tronco retorcido sobre un lecho de piedras planas.
—Me lo voy a comprar —explicó sin dejar de señalar el bodegón sumergido. Me fijé en el cartelito que había debajo de aquella pecera: «Moray». ¿Qué era? ¿Un tipo de tronco? ¿Qué interés tenía?
—¿Qué es? —pregunté al ver que no contestaba mis dudas telepáticas.
—Mira ahí, justo debajo del tronco, a la derecha.
Allí, justo debajo del tronco, a la derecha, distinguí una boquita abierta, unos dientes afilados y unos ojos como muertos que daban miedo. Phil iba a comprarse una morena.
—Pero ¿qué come? —indagué con la imagen de terribles escenas depredadoras agolpándose en los recuerdos de tantos documentales.
Minutos después, regresábamos a casa escuchando I Am The Walrus en el Buick. En mi regazo sostenía un pequeño contenedor especial para morenas y en la mano derecha su comida favorita: una bolsa de agua repleta de pequeños peces dorados.
Vivitos y coleando.
Mi picnic académico se desarrollaba sin mayores complicaciones. El hecho de empezar el día con una hora de dibujo artístico aliviaba en gran medida el mal trago de los madrugones, alegrados también con los opíparos desayunos dispuestos sobre la mesa y ante Popeye. A estas alturas, la viuda y yo parecíamos un matrimonio y Phil, nuestro precioso retoño con bigote; el zumo Orange Fast y la cafetera se habían convertido en parte de mi rutina, mientras Betty, en pie a las siete de la mañana, preparaba, según su estado de ánimo, tostadas rebozadas en huevo batido, pasteles de canela al horno o la ya habitual batería de donuts y bollos que salían del congelador del garaje como si se reprodujeran dentro: «amigos, por primera vez en la historia del documentalismo gastronómico, hemos podido rodar el apareamiento del donut americano. En la imagen vemos cómo estas rosquillas esponjosas unen sus cloacas en la gélida oscuridad del congelador. El macho, relleno de crema, fertiliza a la hembra glaseada; en pocos días, una nueva camada de aritos vendrá al mundo. Pero su supervivencia no será fácil; antes de llegar al mar, atentos depredadores como el voraz Estudiante Extranjero Capirotado, habrán acabado con muchas de sus posibilidades de éxito. Así son Las pruebas de la vida, crueles, implacables, necesarias. Mi nombre es David Attenborough y la próxima semana les contaré el ciclo vital del queso en lonchas».
Precisamente un día, al volver del instituto, asistí atónito a la resolución del milagro de los panes y los peces en versión donuts y bollos; un panadero vestido como Hombre de Harrelson, gorra y mono a juego con una enorme leyenda en la espalda que decía «Recién Hecho», introducía en el garaje una bolsa de plástico del tamaño de las que se usan para los cubos grandes de basura. De lejos parecía que arrastraba el cadáver de un felino de grandes dimensiones. Desistí de la idea de ponerme a fantasear con los tipos de cadáveres que podía transportar y decidí preguntarle a Betty.
—Son los donuts para el desayuno —me explicó con ese tono que sólo utilizaba conmigo, los niños pequeños y Cat, el perro.
El panadero de Harrelson también me miró como si fuera tonto, y mi madre adoptiva le explicó, más o menos, que no era tonto del todo, sino de otro país. Abrí la bolsa y comprobé que no mentían; como las rebajas de zapatos baratos, como calaveras amontonadas por Pol Pot, como vasos de plástico hacinados en la acera de Pamplona tras un San Fermín, una multitud de donuts sin agujero y bollos rellenos me miraron aterrorizados antes de ser introducidos en su definitiva tumba congelada.
Mientras Betty arreglaba las cuentas con el confitero que nos había solucionado de golpe cinco meses de desayuno, me fijé en una columna de revistas apiladas en la parte baja de una estantería; una P muy familiar asomaba en la portada del ejemplar situado en lo más alto de aquella ordenada construcción vertical, así que me acerqué con el corazón latiendo, la volteé con cuidado y comprobé que allí descansaba la mítica colección de Playboy de mi hermano del alma, gemelo de lascivia y compañero de secreciones. El descubrimiento me llenó de gozo pero, al mismo tiempo, disparó una sombría duda; ¿se iba a reducir mi vida sexual en California al compulsivo repaso de la colección completa de los números de Playboy USA comprendidos entre enero de 1980 —Phil me explicó que se había dedicado a pedir números atrasados— y las que fueran llegando a lo largo de 1983 y el año siguiente? Al igual que con el fútbol, mi curriculum sexual no era muy brillante; varios magreos desordenados, ninguna novia seria, una desastrosa pérdida de virginidad ocurrida en el viaje de estudios de tercero de BUP y tan sólo dos relaciones sexuales completas posteriores no me convertían ni en boceto de Casanova. ¿Dónde estaban las secuelas de aquel Verano del Amor que habían vivido los hippies en California? Mi acercamiento a Tina Barlow, la vecina de taquilla, tampoco daba los frutos deseados; desde el día que la conocí, sólo habíamos coincidido cuatro veces en el armario, yo azoradamente entregado a la conversación banal, ella cordialmente centrada en la huida precipitada. Un día le comenté que la camiseta que en ese momento extraía de la taquilla era muy parecida a la que yo tenía en el equipo de fútbol.
—Es que juego en el equipo femenino —explicó con aquella sonrisa que iluminaba su rostro como el escaparate de unos grandes almacenes.
De pronto, nuestras opciones de posibles temas de conversación habían pasado de una, el tiempo, a dos, el tiempo y el fútbol. «Un peldaño más en nuestra relación», pensé con un optimismo que habría dejado al jefe de estudios Powers en cenizo profesional.
Poco antes del primer partido, Danson repartió las camisetas y a mí me tocó el 22; parecía un dorsal muy poco futbolero pero lo acepté resignado. Habría preferido el 9, pero no es que ya estuviera pillado, es que ni siquiera existía, lo cual me parecía una preciosa metáfora sobre la concepción que los americanos tenían de este deporte. El uniforme consistía en una camiseta burdeos con pantalón amarillo —los colores oficiales de Catworth—; en el pecho llevábamos el escudo del instituto, que mostraba la cabeza de un ave rapaz cabreada, bajo la leyenda «Halcones», nombre oficial de todos los equipos de Catworth. Por cierto, nuestro flamante equipo de desechos se iba a estrenar contra las «Panteras» del instituto Palo Alto. Supongo que lo de denominar los equipos con nombres de animales, costumbre heredada de los profesionales del fútbol americano, obedecía al interés de cada instituto por reforzar el espíritu de equipo, pero a mí me parecía cursi y ñoño, quizá por las secuelas de Torrebruno en mi memoria infantil: «Tigres, Leones, todos quieren ser los campeones».
Si la importancia de un partido se mide por el número de espectadores que acuden a verlo, nuestro primer encuentro debió batir el récord mundial de indiferencia: el público estaba compuesto por cuatro personas. Dos eran familiares directos de uno de los jugadores —un repulsivo mocoso de 1o de BUP cuya cabeza no me llegaba al esternón— y los otros dos eran una pareja que estaba allí sentada antes de que llegáramos y que allí siguió, hablando de sus cosas, cuando nos fuimos. No parecía motivación suficiente, pero una vez iniciado el partido, agradecí que nadie presenciara aquel despropósito. Danson nos había distribuido de forma muy aleatoria por el campo, tanto que, básicamente, los diez jugadores nos dedicábamos a perseguir el balón allí donde botara. Claro que los de Palo Alto tampoco andaban muy duchos en táctica y pronto éramos veinte locos dando saltos detrás de la pelota; vistos desde el Meteosat pareceríamos un enjambre en pantalón corto moviéndose detrás de una pequeña abeja reina blanca y redonda. Nuestro entrenador hacía cambios cada cinco minutos y lanzaba órdenes imprecisas del tipo «¡Hay que estar encima!» o «¡Dentro, dentro!» acompañadas de gestos extraños que no aclaraban en absoluto sus intenciones; deseé que un enorme y peludo Coco de Barrio Sésamo apareciera por la banda repartiendo collejas mientras explicaba la diferencia entre «encima» y «dentro». Poco a poco fui perdiendo fuelle con tanta carrerita sin sentido y en la segunda parte me ahogaba a pesar de los descansos periódicos a los que nos sometía Danson. Sin embargo, mis compañeros, tanto los de Catworth como los contrarios, parecían tocados por una anfetamínica varita mágica que los hacía correr como guepardos y saltar como masais, eso sí, sin atinar al balón; en más de una ocasión se dejaban el esférico atrás en el empeño de avanzar, como si la portería propia estuviera envuelta en llamas y rodeada de bidones de gasolina.
Entonces llegó mi gran momento.
El partido finalizaba. Yo no podía ni con las botas. En el penúltimo cambio aduje ciertas molestias imaginarias en mi pierna derecha para no arrastrarme por el campo y ahora, cuando apenas quedaba un minuto de juego, Danson reclamó mi presencia otra vez, no porque mis habilidades le hubieran impresionado, más bien por la necesidad de hacer gestos de ese tipo, como señalar a alguien del banquillo e indicarle que era el momento de salir y comerse al contrario. Supongo que pensaba que era lo que esperábamos de él.
Salté a la hierba con el único consuelo de que aquella tortura ya tocaba a su fin. Catworth estaba a punto de lanzar un córner y tan pocas esperanzas tenían en mi capacidad goleadora que no esperaron a que me colocara; mientras me dirigía al área sin mucha prisa, un compañero lanzó el balón a la apretada melé que se había formado en torno al portero contrario.
Recuerdo lo que sucedió a partir de ese momento como si lo viera en una pantalla gigante de vídeo.
Un defensa despeja de cabeza y el balón me viene directo, claro, diáfano, así que ralentizo aún más mi trotecillo porque quiero pegarle un pepinazo a ver qué pasa. Camino con los ojos fijos en la pelota, por eso no veo al jugador 17 de Palo Alto que ha adivinado mis intenciones y avanza como una locomotora sin frenos y con sus ojos fijos en mis piernas, no en el balón, que justo entonces bota y según bota le doy con todas mis fuerzas pero con los ojos cerrados porque por mi izquierda el jugador 17 de Palo Alto ha llegado deslizándose con los tacos por delante y me barre del campo demasiado tarde porque la pelota ya ha salido despedida de mi pie hacia la portería por encima de la nube de jugadores que en cámara lenta ven pasar una bala blanca de cañón que entra por la misma escuadra que forman el larguero y el poste, rozándolos a ambos al mismo tiempo mientras al portero contrario se le queda un rictus de impotencia.
Un gol como la copa de un pino.
Al minuto siguiente el árbitro pitó el final de mi mayor gesta deportiva hasta la fecha: Halcones 1, Panteras 0. Todos mis compañeros me abrazaron como si acabáramos de ganar el Campeonato Mundial de Fútbol, hasta Danson se unió en aquel follón de brazos, palmadas, gritos y risas, mientras una irresistible sensación de alegría desbordada brotaba de mi pecho en todas direcciones y pensaba en Tina, rendida a la potencia de mi chut, y olvidaba al instante la inmensa suerte que había tenido en aquel lance, porque el esférico podría haber sobrevolado San José, San Francisco, Washington y Oregon hasta acabar botando en Alaska, pero no, el destino quiso que se colara en la portería a pesar de la entrada de aquel animal que casi me destroza el tobillo, hecho que destacó mi entrenador como valentía sin igual y que yo no desmentí con la pura verdad, es decir, que si lo llego a haber visto venir como venía le habría pegado al balón la madre que lo parió.
Había que disfrutar ese momento de gloria y, ya puestos, lamenté que el fútbol europeo no fuera popular en Estados Unidos porque, de haberlo sido, tendríamos animadoras y ahora estarían deletreando mi nombre mientras agitaban los pompones de colores.
Las animadoras, ésa es otra.
A mediados de verano, en plena despedida de mis amigotes españoles, uno de ellos había aparecido en casa con la película Cockleaders, protagonizada por un lúbrico grupo de animadoras, así que mis referencias no eran las más apropiadas para enfrentarme a aquellas volatineras revestidas con falditas y jerséis de lana. Pronto intuí que más que depredadoras sexuales eran hermanitas de la caridad, eso sí, gritonas y saltimbanquis, lo que convertía su buen rollo en irritante optimismo. Por lo que entendí, había distintas categorías dentro del complejo mundo de la animación de instituto; por un lado estaban las Chicas de las Letras, una especie de estirpe superior reservada a las veteranas, compuesta por ocho animadoras que mostraban en su jersey burdeos una de las enormes letras amarillas que componían la palabra «Catworth». La portadora de la «W» era Karen Pastene, compañera en mi clase de inglés y componente de mi personal Top Five de Animadoras.
Después había otro grupo formado por seis infatigables cuyo uniforme, amarillo genérico con burdeos en los adornos, invertía los colores de las anteriores. Su misión parecía ser de apoyo a las Chicas de la Canción, un cuerpo de ocho saltarinas armadas con pompones, vestidas de burdeos riguroso y con la efigie del halcón cabreado bordada en el pecho. El escalafón descendía un peldaño más con las Junior, seis jóvenes voluntariosas vestidas de blanco que algún día llevarían con orgullo las letras de Catworth. En total, veintinueve animadoras con sus grititos, saltos, eslóganes y bailes para levantar el ánimo a la afición, a los jugadores o a ellas mismas, que nunca lo tuve claro.
Tenía carta de España, la primera que me llegaba desde aquel planeta lejano, distante y distinto a esta tierra a la que me estaba amoldando como una secuoya pequeñita, si se me permite la contradicción. Me escribía mi madre diciendo que me echaban de menos y que mi hermano pequeño preguntaba por mí. Por primera vez, caí en la cuenta de que vivía una aventura pasajera, que algún día, allá por junio, tendría que volver y retomar los desayunos de pan con mantequilla, las puertas sin mosquiteras y la universidad sin animadoras.
Me quedé sentado, desconectado, como si la batería se estuviera quedando a cero. Estaba sufriendo un ataque de nostalgia en toda regla, a mi edad, yo que tan poco apego había demostrado por la mantequilla, las puertas, la universidad e incluso por mi hermano pequeño. Encendí la tele para que la MTV empantanara mi hipotálamo e impidiera aquella incorrecta administración de mis emociones, pero me encontré con el True de Spandau Ballet. Lo que faltaba. Mañana mismo le pedía el teléfono a Tina, no sé, a lo mejor está entrenando ahora y si voy con la bicicleta y le explico lo que me pasa me recuesta sobre sus pechos para acariciarme el pelo, cantarme una nana, tranquilizarme.
Mi pensamiento era puro, pero la zona de la bragueta había adquirido vida propia y se erguía buscándome la cara.