Septiembre - Sweet Dreams (Are Made Of This)

Era sábado en casa de los Johnson, bueno, en realidad lo era en todo el estado de California, en la Unión, en el planeta y, si me apuran, en la Vía Láctea, pero para mí, sólo era sábado en aquella habitación del 1264 de Carpet Drive. En sueños, empecé a escuchar el odioso zumbido del motor de la pecera —definitivamente, algo había que hacer con aquel molesto mar en miniatura— y como el ruido crecía, desperté fijando mis ojos vidriosos en el acuario zumbón. Cuál sería mi sorpresa al comprobar, con los sentidos despejados, que el estruendo que me había espabilado superaba con creces el producido por la ingeniería mecánica subacuática y provenía de una vigorosa cortadora de césped que alguien guiaba al otro lado de la ventana. En dos veloces movimientos de precisión karateka, giré la cabeza a la derecha para ver el reloj —eran las diez y cuarto— y salté de la cama como un resorte, con el pelo y el carácter alborotado; con cuidado aparté la cortina y vi a Betty, con un pañuelo en la cabeza a lo Carmen Miranda, manejando la segadora con alegre determinación. Como si intuyera que estaba siendo observada, se paró en seco, dio media vuelta y me saludó con una sonrisa feliz que yo achaqué, dadas las circunstancias, a alguna patología psicótica.

Aquello era un serio contratiempo. Los sábados no se madrugaba. Punto. No se madrugaba ni se cortaba el césped ni se hacían grandes esfuerzos porque así estaba estipulado desde el principio de los tiempos. En España, mi familia y las familias de mis amigos se idiotizaban los sábados, y más por la mañana; si alguno tenía trabajosos afanes o prematuros amaneceres, pues se iba al monte y no molestaba. Pensé hablarlo con Betty y decirle que aquélla no podía ser la tónica sabatina; que yo jamás madrugaba en España para cortar el césped, no sólo por una cuestión de principios sino porque vivía en un cuarto piso. Llegué incluso a abrir la puerta de la habitación para salir al jardín y cantarle las cuarenta con mis pies descalzos sobre la hierba —habría sido un bonito cambio respecto a la moqueta naranja—, pero afortunadamente un soplo de coherencia me detuvo a tiempo: yo estaba de paso en su casa y debía acomodarme a sus horarios. Era el césped contra el huésped; tenía las de perder. Volví a la cama; me acurruqué con los ojos abiertos y la mirada perdida durante tres cuartos de hora, ajeno al agravio que se cocía.

Cuando me cansé de las musarañas, me levanté, encendí la MTV y preparé el desayuno con el Billie Jean de Michael Jackson meciéndome los donuts. La traslúcida jarra marrón made in Taiwan, a la que la señora Johnson había encomendado la única misión de contener zumo de naranja, estaba vacía y con ella en la mano me encontró Betty al volver de su exterminio vegetal. Me miró durante unas décimas de segundo, suficientes para hacerme comprender lo molesta que estaba con mi actitud respecto a la segadora; no había ayudado, no había movido un dedo, no había hecho ni el amago. Me puse nervioso, y en un desastroso intento de desviar la posible bronca, agité la jarra y dije:

—No zumo de naranja…

Me arrepentí enseguida, al ver que la viuda hinchaba las aletas de la nariz y ponía los brazos en jarra made in Taiwan, así que rectifiqué a tiempo, esbocé una disculpa y con una actuación digna del mejor Marcel Marceau, expliqué que, a partir de entonces, yo y sólo yo me ocuparía del Departamento de Parques y Jardines. Se le iluminó la cara, recuperó la sonrisa base y me indicó que me enseñaría a fabricar zumo de naranja. Al lado de la puerta de la habitación de Phil, ausente esa mañana —pronto comprobaría que ésa sí era la tónica habitual— había una salida al garaje, al que accedí por primera vez desde mi llegada; era como los que tantas veces había visto en la tele. En sus paredes colgaban un montón de herramientas y aperos de jardinería; su inequívoco aspecto de llevar mucho tiempo inactivos motivó mi más sincero arrepentimiento respecto a la promesa forestal que acababa de formular. En una de las esquinas había una nevera, o eso parecía; en realidad era un enorme congelador vertical de dos puertas donde los Johnson guardaban el grueso de su alimentación. Betty se detuvo ante el frigorífico y me explicó que en la parte de arriba había pijadas poco nutritivas pero muy ricas y abajo comida para morder y mojar. Lo dijo con otras palabras que no entendí hasta que abrió ambas puertas: abajo había burritos, tacos, pizzas y muchos donuts; arriba, varios recipientes de cinco litros de helado, pasteles de chocolate, profiteroles de nata y un ejército de latas de zumo de naranja, una de las cuales extrajo de aquella tumba glacial antes de cerrar de golpe.

A continuación, todavía impresionado por la fabulosa provisión de comida basura que aquella familia atesoraba como base alimenticia, fui instruido en el sencillo arte del zumo de naranja instantáneo, operación que debía realizar siempre que detectara la jarra marrón vacía: un litro de agua del grifo, una incisión con el abrelatas en la base del bote congelado y una apertura en toda regla de la parte superior, para que un gelatinoso tronco naranja chillón saliera como el Alien de John Hurt y se mezclara bien con el líquido. Ya está, la boda de Caná en versión cítrica. También me explicó que hoy vendría la señora Miller de visita y que entre los tres podíamos descongelar y limpiar el frigorífico del garaje. Asentí con una profunda pereza interior, imperceptible a los ojos de Betty, mientras el Do You Really Want To Hurt Me? de Culture Club sonaba desde la tele con meridiano oportunismo.

La Miller no tardó en llegar en un Ford Pinto, probablemente uno de los coches más feos que había visto en mi vida. Entró en casa agitando los brazos como un molino desbocado:

—¡Joe! ¡Joe! —gritó estrujándome entre sus huesudos brazos como si acabara de volver de la guerra—. ¿Todo bien?

Sin esperar respuesta se echó a reír como una hiena.

Diez minutos más tarde, en una operación de escaqueo tan admirable como deleznable, Betty me dejó a solas con la señora Miller delante del congelador; eso sí, antes de evaporarse nos había provisto de guantes y raspadores de plástico para retirar el hielo. La torpeza de la Miller, mi propia desidia y el fondo del electrodoméstico, mucho mayor de lo que aparentaba desde fuera, hicieron demasiado pesada la tarea, pero mi compañera de trabajos forzados no perdía el entusiasmo, la sonrisa y las ganas de hacer aquello a conciencia. Cuando colocamos de nuevo la montaña de colesterol envasado sobre las lirondas bandejas del frigorífico, la señora Miller retrocedió un par de pasos para observar el resultado de nuestro esfuerzo y, con la mayor de las sonrisas, pronunciando cada sílaba como si fuera de cristal, me preguntó:

—¿Tenéis congeladores en España?

¿Qué? ¿Qué había dicho?

—¿Perdón?

—Con-ge-la-do-res. ¿Los tenéis en vuestro país?

—Eeh… Sí, sí… hay congeladores en… mi país —balbuceé a duras penas—; y en mi ciudad también —añadí sin saber por qué mientras ella arqueaba las cejas y asentía complacida.

Su gesto de cordial asombro acabó por desarmarme; ¿qué idea se había hecho esta gente de mí? Estarían convencidos de que en España teníamos cuatro o cinco neveras que íbamos a visitar en procesión con nuestras burras cargadas de alforjas. Con gesto Cándido, la señora Miller recogió guantes y raspadores, se dio media vuelta y entró en la casa. Yo me quedé allí parado, dándole vueltas a la boina entre las manos y con la Milana bonita en el hombro. No me faltaron ganas de orinarme los sabañones.

La tarde y la noche del sábado las dediqué a meterme entre pecho y espalda siete horas de televisión, sólo interrumpidas por la cena a las seis y media, horario al que me estaba acostumbrando, entre otras cosas, porque no quedaba otro remedio. En nombre de una nación aburrida con dos cadenas de televisión tenía que recuperar los años de retraso frente a tantas series, programas y concursos. Mientras me habilitaba en el noble deporte del zapping imperioso caí en la cuenta de que la absurda pregunta de la señora Miller sobre congeladores no iba tan descaminada en asuntos televisivos. Yo venía de un país donde los programas eran Más vale prevenir, 300 millones o Gente joven, y las teleseries Verano azul, Los gozos y las sombras o Cañas y barro. Había que ver eso o nada, porque nada más había. Pero ahora me había metido en la boca del lobo, en la patria de Colombo, Kojak, McCloud, Los ángeles de Charlie o Starsky & Hutch, y estaba encantado; si hasta hoy los había disfrutado en cuentagotas semanal, ahora podría empacharme a diario si quería. Los Johnson tenían tele por cable, lo que significaba treinta y cinco canales, ochocientas cuarenta horas de programación diaria y unas ochenta series distintas cada día, además de fabulosos freakeríos como la MTV, los canales religiosos o una cadena exclusivamente dedicada a la teletienda. Varios de esos canales eran de televisión pública, emisoras regionales dedicadas a la reposición sindicada de series nuevas y antiguas; por ejemplo, los sábados a las nueve de la noche podía ver un nuevo capítulo de Vacaciones en el mar en la ABC y a las dos horas ver uno de hacía tres años en la KNTV. ¡Ole!

Antes de retirarse a su dormitorio —cosa que, para mi alegría, solía suceder a eso de las nueve— Betty puso sobre la mesa otro espinoso asunto.

—Joe —la gravedad del tono me hizo presagiar lo peor—, los domingos que quieras oír misa, no tienes más que decírmelo. Conozco una iglesia católica muy cerca de la mía.

Rebusqué en la profundidad de mi educación religiosa para recuperar el más beatífico gesto del amplio repertorio que manejaban los curas del colegio, de la parroquia, de toda España.

—Gracias, Betty. Te lo agradezco de verdad.

Si bien tenía alguna vaga intención de ayudar en las tareas de jardinero, desde aquel momento supe que jamás pisaría aquella iglesia a la que me invitaba la señora Johnson; su error había sido proponerme la vocación en vez de ordenarla, que era lo que hacían los sacerdotes que yo había conocido hasta entonces. La viuda cumplía así con su conciencia y con la cruz, nunca mejor dicho, que mi madre había marcado en la opción «Católico» contenida en el epígrafe «Religión» de mi formulario, donde, por cierto, no aparecía la posibilidad de declararse «Metodista».

Fue el despertador, no la pecera, el que me espabiló de forma brusca a las siete y media de la mañana; definitivamente, madrugar era devastador a ambos lados del Atlántico. Esa idea me llevó a calcular qué hora era en mi ciudad, en mi familia, en mis amigos: las cuatro y media de la tarde. El dato no me sirvió de gran cosa porque enseguida ocupé mi cabeza con el motivo que me levantaba a una hora tan intempestiva: dentro de hora y media tendría mi primer contacto con el instituto, la clase, los libros, la de dios.

Pero antes, debía conocer a la señora Sternberg.

La agencia que me había buscado familia en Estados Unidos disponía de una red de tutores —recibían esa rimbombante denominación— que se ocupaban de los estudiantes que caían en su ciudad, aunque nunca tuve claro qué grado de «ocupación» tenía la señora Sternberg hacia mí. Sólo la vi tres veces en todo el año, y la primera tenía que ser esa misma mañana de lunes; me acompañaría al instituto en mi primera toma de contacto aunque las clases no empezaban hasta el día siguiente.

Mi tutora llegó en un largo Cadillac verde oliva que subió precipitadamente la rampa del garaje de los Johnson y frenó en seco a escasos centímetros de la puerta; la suspensión balanceó el automóvil de arriba abajo y, por extensión, la cabeza de la conductora. Cuando se bajó del vehículo constaté que la señora Miller ya no era la mujer más anciana de Estados Unidos que conocía. La señora Sternberg vestía de forma tan aparatosa como su conducción; un traje de chaqueta confeccionado con gruesa tela naranja, rematado con sombrerito de finales de los cincuenta y zapatos blancos de tacón. Comprendí que iba a vivir la peor pesadilla de cualquier adolescente; no sólo empezaba en un nuevo instituto repleto de estudiantes que hablaban swahili, sino que el primer día llegaría de la mano de una anciana estrafalaria que no sabía aparcar.

Contra todo pronóstico, Judy Sternberg me cayó bien desde que me acomodé en el asiento delantero de su nave espacial. Y no sólo por las casetes de Beach Boys, Grateful Dead y Love que adornaban el salpicadero —eran de su hija, según me explicó—, sino por ese carisma que desprenden las personas que han vivido mucho. Judy —me rogó que omitiera el trato formal— estaba de vuelta y lo demostraba con pocas palabras, mucha complacencia y una pizca de curiosidad. Sin más base que mi intuición deduje que habría tenido una vida muy interesante y lamenté que no fuera tan sincera conmigo como lo había sido Lori.

Catworth High School. Ése era el nombre del instituto que me habían asignado en el formulario de la agencia y ése era el nombre que, en grandes letras rojas, aparecía en el muro del edificio que se divisaba al final de Rushmore Avenue. La construcción era de una sola planta en forma de H; los largos pasillos con las taquillas estaban al aire libre y las oficinas, junto a la biblioteca, en el tramo central que unía las dos filas de aulas, en total 48. El campus se completaba, en la parte trasera, con una enorme explanada de césped y cemento coronada por el edificio que albergaba la cafetería y el comedor. Más allá, había unas instalaciones deportivas que superaban por sí solas las de la mayoría de pueblos españoles que yo conocía; un polideportivo, dos canchas de baloncesto al aire libre, un gimnasio, dos campos de fútbol, uno de béisbol, piscina reglamentaria, cuatro canchas de tenis y pista de atletismo. Tuve un acceso de pánico al pensar que aquello era más bien un Centro de Alto Rendimiento y que me obligarían a probar y sudar cada una de aquellas instalaciones.

A la derecha del recinto había un aparcamiento como para tres Prycas. Mientras me preguntaba qué sentido tenía un parking tan desproporcionado, Judy me condujo sin vacilar —se notaba que había hecho aquella operación muchas veces— al despacho de Warren Crosby, flamante director del centro.

—¡Judy! —exclamó el funcionario con patente alegría.

—¿Qué tal, querido? —respondió mi tutora con una carismática ausencia de emoción.

Mientras se preguntaban por sus vidas —me pareció entender que llevaban un año sin verse— me imaginé un antiguo romance entre ambos; en la habitación de un mugriento motel de carretera, Warren, en calzoncillos, le suplica a Judy que abandone a su marido y se vaya con él a Tijuana. Cuando el director del Catworth se dirigió a mí, yo ya lo había visionado de rodillas y en ropa interior, así que poco podía impresionarme.

—Jovencito, vamos a hacer que te sientas como en casa.

Jamás me había sentido como en casa en un instituto, así que desconfié de aquel individuo próximo a la jubilación, dato que deduje de las canas y las arrugas que poblaban, respectivamente, su escasa cabellera y su ajado rostro.

Mi siguiente paso en la integración académica fue conocer al señor Powers, cuyo nombre de pila nunca llegaría a saber; incluso hoy en día dudo que lo tuviera. Por lo que entendí era jefe de estudios, cargo que no negaba su aspecto: alto, cuadrado, bigote ancho y recortado, camisa blanca de manga corta con bolígrafo, rotulador y portaminas asomando en el bolsillo del pecho, estrecha corbata negra y forzada sonrisa permanente. Me dio la bienvenida a Estados Unidos en su pequeño y austero despacho, como si yo fuera el último europeo vivo en la Tierra y mi jet privado acabara de aterrizar en aquel campus. La solemnidad del discurso en su reducido cuarto casi movía a la compasión. Cuando agotó los adjetivos —y a mí mismo— afirmó que el centro educativo me proporcionaría los libros de texto, con la condición de pagarlos en caso de desperfecto grave o extravío; de un plumazo me libraba de las engorrosas peregrinaciones por las librerías españolas, como cuando buscaba El mundo de la música de Segundo de BUP o el Introduce Me! de Tercero. Finalmente, extrajo unos folios del cajón superior de su mesa y los colocó frente a mí.

—Bien, ahora tienes que decirme qué asignaturas quieres estudiar.

Los de ForUSA me lo habían explicado en unas jornadas informativas celebradas en Madrid antes de volar a Nueva York, pero hasta ese momento no lo había asimilado; las asignaturas que había estudiado en mis tres primeros años de instituto español me concedían suficientes «créditos» como para escoger ahora lo que me diera la gana. Era como lo de Amsterdam; sabes que se puede comprar hierba y hachís en los coffee shops porque la gente te lo cuenta, pero hasta que no llegas allí y le dices a la camarera «me vas a poner 25 florines de Super Skunk, reina», no lo tienes muy claro. Pues así me sentía yo en aquel trance; después de un BUP lleno de engorrosas asignaturas que poco o nada aportaban a mi disipada vida, el señor Powers, todo sonrisas, me alcanzaba seis folios con un listado de materias de todo tipo para que yo diseñara un COU apañadito.

—¿Qué es Repostería? —pregunté pensando que se había confundido de lista.

—Ahá —al señor Powers le encantaban las preguntas cuya respuesta conocía—, se trata de aprender a cocinar los mejores postres —remató con las manos entrelazadas sobre la mesa. Nada más acabar la frase volvió a su estado sonriente; por lo visto, la explicación le parecía suficiente.

—¿Postres…? ¿En clase?

—Tenemos un aula con varios hornos. Te encantará.

El jefe de estudios veía en mi interés cierta vocación culinaria, pero yo no quería hacer postres; la posibilidad de que una de mis asignaturas de COU consistiera en aprender y practicar hasta la perfección el arte de la tarta de manzana me llenó de un gozo sobrenatural, sólo comprensible para un españolito abrumado, sin ir más lejos, por el latín y el griego del curso anterior. De todas formas, no quería dejarme llevar por el ímpetu de una elección poco meditada; aquel COU tenía que ser, con diferencia, el más fácil, llevadero y cómodo de toda la historia de los COU californianos. Me lo merecía.

Antes de cerrar la lista, Powers me indicó que, para cubrir expediente, tenía como asignaturas obligatorias Inglés e Historia Americana; agradecí la primera por pura supervivencia y la segunda con el alivio de estudiar un país que apenas contaba quinientos años. Además, debía ocupar un semestre con algo llamado «Gobierno de Estados de Unidos», materia cuyo título me dejó absolutamente indiferente. A partir de ahí, lo que quisiera, y lo que quise fue Dibujo Artístico (tras comprobar que sólo se trataba de dibujar y que no había penosos exámenes sobre Historia del Arte) y Psicología (pues tenía una vaga e indeterminada intención de estudiar esa carrera). También elegí «Estudio», que no era otra cosa que estar una hora al día en la biblioteca del instituto. Tuve que preguntarlo varias veces para asegurarme de que no se trataba de una opción trampa, pero Powers me lo dejó muy claro; sí, podía dibujar, leer o escribir, sólo tenía que estar allí para que me contara como una asignatura más. ¿Quién podía resistirse? Finalmente, rematé el meticuloso diseño de mi COU de gominola con una ocupación más cercana a «pasarlo bien» que a las fatigas propias de una asignatura académica: «Conducción». Más alucinante aún que el aula con hornos, existía una clase convertida en gigantesco simulador de tráfico gracias a unos volantes en los pupitres y una enorme pantalla encima de la pizarra. Y además, al final del curso, te sacabas el carnet de conducir por la cara. Firmé el listado y estreché la mano del jefe de estudios; me sentía como McEnroe recogiendo uno de esos gigantescos cheques de cartón pluma. Lo importante era bailar, eso no me lo quitaría nadie.

Judy me acompañó al siguiente rito iniciático. La señora Jimenez —secretaria de Crosby— me entregó un papelito azul con la combinación de la taquilla que me había sido confiada. La mosquitera, la bendición de la cena, el Golden Gate, el autocine y, ahora, la taquilla del instituto; el decorado de mi película americana avanzaba a pasos agigantados. Mi armario era el 405 y la clave 44-18-0; la señora Sternberg me ayudó a localizarlo, casi en un extremo del edificio, y me enseñó a abrirlo. Habría preferido haberlo hecho yo solo porque el tío que estaba en la taquilla 404, me miraba con la amable cordialidad con la que se mira a un retrasado. Judy, al quite, aprovechó la ocasión para buscarme un amiguito.

—Hola, me llamo Judy Sternberg y soy tutora de la agencia ForUSA —declamó veloz mientras tendía la mano a aquel armario ropero de dos puertas con una camiseta de rugby—; éste es Joe, un español que estudiará este curso en Catworth.

El armario me dio la mano, quiero decir, abrió su grúa prensil para que yo depositara mi manita dentro como el frágil saltamontes que, confiado e inocente, salta al interior de una planta carnívora. Cuando mi nuevo amigo cerró el puño, juraría que las yemas de sus dedos llegaron a tocar su propia palma mientras mi extremidad se deformaba y crujía allí dentro como una chocolatina Crunch aplastada en medio de la carretera por un trailer cargado con grandes vigas de hormigón.

—Me llamo Greg Reynolds. Bienvenido a California. Si necesitas algo, sólo tienes que decírmelo.

Le devolví un gesto de agradecimiento, no sólo por tanta amabilidad sino porque al acabar la frase me había soltado la mano. Los dedos me latían como plátanos hinchados. A la derecha sólo quedaba la taquilla 406, la última del pasillo; si esa persona me saludaba con el mismo ímpetu, ya podía olvidarme de sacar partido al Playboy de Phil.

Según Judy, nos quedaba por conocer al orientador de actividades extra académicas. El señor Takaki tenía un aspecto tan oriental como su apellido y una amabilidad acorde con el estereotipo nipón. Prácticamente se empeñó en explicarme qué era el fútbol americano, el fútbol europeo, el voleibol, el baloncesto, la lucha libre o la natación; en qué consistía la actividad de los clubes de matemáticas, ajedrez, fotografía o ciencia; qué tipo de música tocaba la banda del instituto o las obras que solía representar el grupo de teatro. Opté por el fútbol europeo porque no era un deporte muy popular en Estados Unidos; pensé que la experiencia acumulada durante tantos años de típico colegio español futbolero —en mi caso con un resultado más que mediocre—, me convertía en un delantero tuerto en el país de los defensas ciegos. El orientador me informó de que el 5 de octubre, a las cinco de la tarde, el entrenador Danson realizaría las pruebas de selección entre los alumnos que quisieran formar parte del equipo. «Tan ricamente», pensé para mí.

De vuelta a casa, estaba tan contento que me puse a cortar el césped por mi cuenta y riesgo. Betty salió de su habitación y con gesto tenso me indicó que todavía no hacía falta, que habría que esperar un poco y que mejor fuera poniendo la mesa, que a las seis y media cenábamos.

Seguro que pensó que era una pena que de todos los adolescentes europeos posibles le hubiera tocado uno tonto.

Pocas veces en mi vida he sentido más mariposas en el estómago que aquel martes, 6 de septiembre de 1983: mi primer día de clase en California. Antes de que sonara el despertador ya estaba con los ojos abiertos como platos, esquizoide gracias al zumbido de la pecera y cardiaco pensando en lo que me esperaba en el Catworth High School.

Para empezar, cole nuevo. En mi agitada vida académica ya había pasado hasta cuatro veces por esa desagradable experiencia, pero aquel día confluían varios elementos abiertamente inestables. Además, asistiría por primera vez a una clase mixta, una novedad tan turbadora como apetecible como inquietante como desconocida como vete tú a saber con diecisiete años. Y todo ello con mi inglés primitivo, una combinación primate de pronunciación sioux y vocabulario reducido. Menudo panorama.

El primer día de clase marcó con exactitud la rutina matinal de los Johnson para el resto del año:

Había que levantarse a las siete y media.

No hacer la cama antes de salir de la habitación se consideraba sacrilegio.

A las ocho desayunábamos lo que Betty hubiera dispuesto. A esa hora el mando a distancia de la tele era suyo; entre noticias y magazines matinales, siempre nos colaba unos minutos de Popeye que emitía una de las cadenas públicas.

Phil y yo poníamos y recogíamos la mesa y dejábamos listo el lavavajillas.

Nuestro medio de transporte para ir al instituto sería el Buick del 76 conducido por Phil —al que, por cierto, apenas si había visto en los días anteriores—, aunque en ocasiones señaladas, en las que su madre necesitaba el coche grande, utilizaríamos el pequeño Ford Maverick. En caso de que Phil no pudiera acompañarme, yo podía elegir entre un paseo de veinte minutos o utilizar una aparatosa bicicleta verde de paseo; nada más verla supe con certeza que recorrería el camino de rodillas antes que pedalear aquel armatoste.

Mi primera clase sería Dibujo Artístico con la señorita Scalone, una auténtica hippy de lacia melena morena y hablar pausado. No me costó imaginarla en el Verano del Amor de San Francisco con flores en el pelo y un símbolo de la paz pintado en la frente, aunque unos meses más tarde me enteré de que había pasado toda su vida en Cedar City, un pequeño pueblo del estado de Missouri; era tan novata como yo en Catworth, en San José, en California, en la Costa Oeste. Quizá ese instinto animal de supervivencia que permite a los humanos reconocer las carencias compartidas le llevó a alabar de forma desmesurada mi primer dibujo del año, una reproducción de una enorme bota de goma que había colocado en el centro del aula para que cada alumno la dibujase desde su posición. Si su intención era elevar mi autoestima, lo había conseguido.

Al contrario de lo que sucedía en los colegios e institutos que había conocido en España, aquí cada profesor tenía su aula y eran los alumnos los que iban cambiando de clase; de esta forma, no sólo tenías distintos compañeros en cada asignatura sino que esos cinco minutos de cambio te oxigenaban divinamente. Claro que también pensé que el agobio que producía permanecer todo el día en la misma aula lo sufrían de esta manera los profesores, que podrían descargar su frustración sobre los alumnos más torpes, especialmente los que hablaban un pésimo inglés con acento español y venían un año a tocárselos. Las paranoias es lo que tienen, que se disparan solas.

Con la clase de Historia Americana tampoco tuve mayores problemas. El señor Campbell estaba allí porque en algún sitio había que estar para ganarse un sueldo; su desidia transmitía una saludable indiferencia por lo poco que pudiéramos aprender, así que en su discurso de bienvenida vino a decir que si no le dábamos muchos problemas, él tampoco nos iba a molestar demasiado.

En Psicología empezaron las dificultades. La edad media de la clase era superior a las dos primeras a las que había asistido, porque ésa era otra; con tal de cumplir los créditos establecidos para todo el ciclo, daba igual en qué curso escogieras cada asignatura, así que estudiantes de las cuatro edades posibles convivían en casi todas las aulas. La señora Elliot se tomaba su trabajo muy en serio y a duras penas pude seguir su presentación, de la que capté algo sobre un trabajo semanal por barba. Tranquilidad, que no cunda, que no cunda.

Con la hora de estudio en la biblioteca recuperé de nuevo la confianza en el sistema educativo estadounidense. Tres eran tres las encargadas del no muy nutrido archivo bibliófilo de Catworth; las señoras Baxter, Bettencourt y Brunner compartían algo más que la inicial de sus apellidos. Las tres respondían al estereotipo de americana de clase media: enormes gafas graduadas, cardado poco cuidado, pantalones de tergal en colores pastel y camisas estampadas. Observé que mis nueve compañeros de estudio no parecían lo más granado del instituto; uno de ellos, con una gorra de béisbol calada hasta las cejas, se sentó ante una mesa vacía —ni un libro abierto para disimular— con las manos en los bolsillos de su cazadora y así se mantuvo durante la hora entera. Tuve un momento de vacilación sobre la conveniencia de perder una hora diaria en aquella biblioteca en vez de aprovechar una asignatura, pero se me pasó enseguida: aquél era mi sitio. Cuando, por hacer algo, me levanté de la mesa y le pedí a la señora Baxter un libro con ilustraciones de Dalí, se le iluminó el rostro y en ese mismo instante me acogió bajo su ala protectora; no era normal que uno de los desahuciados de la Hora de Estudio hiciera algo relacionado con los libros, así que cada poco, la madura bibliotecaria de pechos puntiagudos —ésa fue la razón de que me dirigiera a ella y no a la ceñuda Bettencourt o la distraída Brunner— me traía de la Biblioteca Municipal de San José libros de Hopper, Van Gogh, Andy Warhol o Caravaggio, una historia del arte muy suya la que me estaba montando, y yo, que no hace falta mujer, y ella, cómo que no y siéntate aquí para ver el libro, y yo, que bueno, por qué no, y ella venga, venga, y yo que me dejo, me dejo, me dejo.

Para comer existían cuatro posibilidades bien diferenciadas: un menú del día en el comedor del instituto, cualquiera de las posibles combinaciones de comida basura que se ofertaban en la cafetería (burritos, perritos calientes, hamburguesas o pizzas), llevarte la comida de casa y engrosar las filas del numeroso batallón tartera o acudir a McDonald’s, Taco Bell u otras franquicias que se encontraban a diez minutos de distancia.

Un vistazo a cada uno de estos comederos ofrecía, por alguna extraña razón, cierta selección étnica; los asiáticos acudían en masa al comedor, los blancos se entregaban a la comida basura, los hispanos traían su almuerzo de casa y un reducido grupito de pijos —formado por asiáticos, blancos e hispanos— se gastaban todos los días una pasta en las franquicias. Mi elección, sólo basada en criterios económicos —mejor no hablar de los gastronómicos—, solía decantarse hacia el menú diario, sobre todo, cuando el primer día que acudí a ese gueto —la gente cool no entraba allí ni a tiros— asistí a un amago de auténtica pelea de karate entre dos comensales con aspecto y maneras de Bruce Lees cabreados.

A las dos en punto me estrené con el señor Nealon en su clase de inglés; se trataba de un señor pelirrojo de mediana edad, delgado y ágil, circunstancias ambas que corroboró en clase levantando la camisa para que admiráramos su blanco costillar mientras saltaba durante diez segundos con las piernas juntas y los brazos pegados al cuerpo. Tras aquella extraña danza, con la que intentaba explicar algo que no alcancé a entender, recompuso la camisa negra, ajustó el nudo de la corbata blanca y prosiguió hablando como el gentleman que aparentaba ser. Estaba claro que no me aburriría en esa clase.

La debacle me esperaba al final del día.

La clase de Conducir parecía de juguete; cada mesa tenía un volante y una palanca de cambios con las posiciones parado, arranque, atrás y punto muerto. El señor Smith, sin presentaciones ni discursitos, nos invitó a sentarnos y realizar nuestro primer «viaje». La pantalla sobre la pizarra ofrecía nítidas imágenes grabadas desde dentro de un coche y por un momento tuve la sensación de que realmente iba a aprender a conducir.

Hasta que Smith abrió la boca.

Al principio no lo había notado, pero aquel ser desdentado farfullaba y escupía al mismo tiempo, era como una pesadilla con camisa hawaiana que lanzaba improperios a diestro y siniestro, pues su entonación y su forma de gesticular remitían a una bronca hitleriana. Más tarde averiguaría que no estaba enfadado, que aquélla era su forma de expresión, pero, de momento, me esforzaba por entender algo, un atisbo de luz, una frase, una palabra siquiera, y no había manera. Todo fue a peor cuando empezó a lanzar preguntas a diestro y siniestro; una chica sentada en los primeros volantes de la clase respondió algo sobre cruzar con un semáforo en ámbar y otra creo que dijo «siempre se puede torcer a la derecha», pero la tercera pregunta, cómo no, me cayó encima con todo el peso de las flores estampadas, con los misiles de saliva todavía en el aire, con el tiempo congelado en aquel silencio atroz, con la mirada fría de ojos disecados que me servía el señor Smith, con los pies encogidos como si fueran las patas de un periquito agarrándose a la barra de aquella jaula con volantes en los pupitres.

—Perdón… —supliqué con cara de idiotez supina.

El señor Smith me miró sorprendido —¡por fin un gesto humanoide!—, como si no comprendiera el motivo de mi silencio, y rugió:

—¡Guarf vain des mor ant diéresis!

Estaba claro que él no entendía mi silencio ni yo su idioma, porque juraría haber oído, en perfecto castellano, la última palabra.

—Es que soy español… —musité para dar pena.

El profesor de Conducir no me dejó acabar, simplemente saltó a otro alumno y me dejó tirado, en la cuneta, sin rueda de repuesto, sin gasolina, sin ninguna de las metáforas automovilísticas que pueda pensar.

Llegué a casa andando —Phil tenía reunión en el Club de Ciencia—, exhausto después de tantas emociones. Una nota de Betty me informaba de su ausencia en la cena de esa noche y de la existencia de queso, fiambre de pavo, mayonesa y pan de molde en la nevera: operación sándwich. Sentado frente al televisor, resumí mi primer día de instituto; lo bueno era que los cuatro únicos alumnos con los que llegué a hablar algo habían sido cordiales. La mala noticia era que los mil doscientos restantes ni habían reparado en los nueve mil kilómetros que yo había recorrido para sentarme con ellos, hablar su idioma, comer sus burritos y dejarme querer durante un año. Otra noticia que no supe cómo digerir era la escasez de compañeras arrebatadoras, mujeres turbadoras, lobas seductoras. La adolescente media americana, si Catworth servía de muestreo, resultaba tan anodina como la española, pero mucho más mimética gracias a esas melenas en capas que seguían en pie desde los tiempos de Los ángeles de Charlie. Por un lado venía a contradecir el casting de secundarias en las películas que yo había visto hasta entonces —y que imaginaba fiel reflejo de la vida cotidiana—, por otro, calmaba el presunto nerviosismo con el que acudiría a clase. Mientras preparaba la cena, realicé un esquema mental de mi situación erótico-académica: en Dibujo estaba prácticamente rodeado de mujeres, al igual que en Psicología —donde había localizado a dos bambinas que encuadré ese mismo día en la categoría de Inalcanzables Objetos de Deseo. En Historia apenas si tenía tres o cuatro compañeras, cuyo rostro fui incapaz de recordar, al igual que en Inglés, donde los asiáticos eran mayoría. En la biblioteca no había más mujeres que las encargadas, mientras que los nervios pasados en Conducir me impedían recordar si mis compañeros eran varones, hembras, vegetales o minerales.

Mientras veía la tele, me puse a ojear el San Francisco Chronicle, diario oficial de los Johnson; en una de sus páginas centrales, un enorme anuncio a cuatro columnas hizo que se me atragantara el donut relleno de mermelada de frambuesa.

Bill Graham

presenta

POLICE

Synchronicity Tour

con la participación de:

The Fixx

Oingo Boingo

Madness

Thompson Twins

Oakland Stadium

Sábado. 10 de septiembre

Apertura de puertas: 2.00 pm

Police en directo. ¡Y Madness! En el mismo concierto. Mis resortes neuronales comenzaron a trabajar como la sala de máquinas de un petrolero. Agarré el atlas de carreteras Rand McNally que ocupaba un lugar preferente en la exigua biblioteca de la casa y comprobé que mi destino estaba frente a San Francisco, al otro lado de la bahía. Cuando descubrí que la autopista 17 unía San José con Oakland lancé un «¡Bien!» impulsivo, como si esa verificación resolviera la cadena de obstáculos que se me presentaban desde ese mismo instante. Empecé a respirar pesadamente y un calambre eléctrico me recorrió el espinazo. Tenía que ir a ese concierto. Todo encajaba; mi decisión de ir a la mili, la reacción de mis padres enviándome a Estados Unidos, el hecho de haber caído al norte de San José, a una hora del Oakland Stadium, los cuatro días que tenía por delante para conseguir transporte de ida y vuelta… A ver cómo se lo contaba a Betty.

Me quedé unos minutos en blanco, como siempre ocurre nada más tomar una gran decisión. En la MTV aparecía de nuevo The Safety Dance de Men Without Hats. Debía de haber visto ese vídeo unas doscientas cincuenta veces. Y sólo llevaba ocho días en California.

Al día siguiente me divertí en la clase de Dibujo —la señorita Scalone me prestaba especial atención—, me aburrí en la de Historia —Campbell nos repartió unos folios sobre los indios americanos— y me senté en Psicología con la mosca detrás de la oreja. Cuando apenas nos habíamos acomodado en las mesas, todos mis compañeros depositaron sus libros y libretas en la bandeja situada a tal efecto bajo la silla. Todos menos yo, claro. Pronto me temí lo peor; con gesto cansino y resignado imité su gesto como el suicida que dobla la chaqueta antes de saltar por la ventana. Y entonces la señora Elliot comenzó a repartir los exámenes.

Los exámenes.

Seguramente había anunciado ese test al final de la clase del día anterior, justo cuando yo pensaba en lo bonito que se veía el campus con la puerta de la clase abierta como estaba y qué sería aquel edificio que se veía a lo lejos y tal. Cuando la Elliot me entregó el folio amarillo, le dediqué una mirada de cordero agonizante, de hámster hambriento, de niño desnutrido, la misma mirada que le había visto a mi hermana cuando quería pedirle mil pesetas a mi padre, pero la profesora, no sólo no me tendió un billete, sino que ignoró la súplica silenciosa, obvió el ruego que gritaban mis labios apretados y siguió repartiendo el maldito examen. Afortunadamente, la prueba era tipo test, con lo cual tenía un veinticinco por ciento de posibilidades de acertar todas las respuestas, incluso contestando a boleo, como iba a hacer. Para rematar la fractura de mis esquemas, cuando intenté echar un vistazo al folio de mi compañero —un puro acto reflejo de tantos años de picaresca escolar—, éste hizo un evidente y ruidoso gesto de molestia, tapando sus respuestas con la mano izquierda mientras resoplaba, meneaba la cabeza y me recriminaba de reojo. Me quedé lívido; los bufidos de aquel gañán alertaron a la fuerza represora y la señora Elliot me lanzó un gesto reprobatorio. Con los nervios, apreté tanto mi lápiz Faber-Castell que los dedos se me tornaron blanco marfil; una vez recuperado, le devolví a mi compañero una mirada asesina que él encajó como el que oye llover y, además, se la suda que llueva. No era el único; según terminaban el examen, todos los alumnos volteaban el folio sobre su cara anterior para que nadie, ni ellos mismos, pudieran ver algo de lo que habían escrito. Como única salida digna para que no se perdiera la memoria de miles de escolares españoles que llegábamos a fin de evaluación copiando como ratas, terminé de contestar las preguntas y con descaro, como lanzando un desafío, lo dejé boca arriba. Era mi grito de rabia y furia a favor de las chuletas de papel, en los brazos o en las mangas de la camisa, de los papiritos enrollados y de los Bies tallados en bajorrelieve.

Y, allí, en aquella altiva clase de empollones californianos, puedo decir, con la cabeza bien alta, que ni dios se enteró de mi gesto.

La taquilla 405 quedaba demasiado lejos de mis últimas clases, así que tenía que apurarme porque mi Hora de Relax estaba a punto de comenzar en la biblioteca. Como si llevara toda la vida abriendo armarios de institutos californianos, metí la cabeza dentro —fiel a mi devoción, el pequeño espacio ya se había convertido en una leonera— y busqué mis aperos de dibujo, materia en la que había decidido profundizar fuera del horario matinal de la señorita Scalone con un cómic en el que Peter Parker, años después de la famosa picadura radiactiva, comenzaba una mutación en araña gigantesca y acababa convertido en una deforme masa de músculos sanguinolentos con cuatro pares de patas, piel humana, ocho ojos, glándulas en la mandíbula…

—¡Hola! —gritó una voz femenina a mi derecha.

Saqué la cabeza de mi compartimento, cerré la puerta y me encontré un rostro angelical, una sonrisa celestial, una melena divina y un cutis inmaculado, todo ello en una sola persona. Me encontraba, lo que se dice, en la gloria.

—Me llamo Tina Barlow. Somos compañeros de taquilla.

Se llamaba Tina.

—Soy Pepe… Bueno, Joe. Soy un estudiante español… —repliqué con ánimo de seguir la charla.

—¿Español? ¡Pues bienvenido a California! —exclamó con una luminosa sonrisa—. Ya nos vemos —añadió antes de cerrar la puerta de su armario y echar a correr hacia un aula o hacia el cielo.

Tina, la hermosa Tina, iba a ser mi vecina de taquilla durante un año y eso añadía un inesperado aliento a la rutina escolar, aunque ella, al contrario que el solícito Greg Reynolds, no se me había ofrecido para «cualquier cosa que necesitase». Pensé en la señora Jimenez —secretaria del director— y mentalmente le agradecí su intuición, su delicadeza, su asombrosa coordinación para colocarme a Tina en la 406, la última taquilla del pasillo. Por supuesto, la ayudante de Crosby no seguía más método que el aleatorio a la hora del reparto, pero a mí me gustaba pensar que aquel encuentro no era casualidad.

Tina no se presentó en su armario ni antes de comer, ni antes de la clase de las dos, ni entre esa clase y la última del día. No importaba; teníamos diez meses por delante.

Durante la comida realicé infructuosos intentos de sacar el tema de Police con los asiáticos que almorzaban a mi lado. A las dos en punto acudí al aula de Inglés del señor Nealon, pero mi cabeza ya estaba ocupada con el señor Smith que, ineludiblemente, me iba a encontrar después. La clase de Conducir fue todavía peor que el día anterior; al igual que en Psicología, hoy tocaba examen, según me explicó Greg Reynolds, al que reconocí nada más entrar sentado en uno de los volantes. Y lo peor era que casi todos los días habría examen sobre el Código de Circulación para que nos lo aprendiésemos bien. Smith farfulló durante un cuarto de hora, repartió los tests y los recogió a los veinte minutos, cuando yo todavía intentaba averiguar el significado de las preguntas, mucho más técnicas que las del examen que había hecho por la mañana. Intenté explicárselo y reaccionó con asombrosa apatía y malhumor, al menos si las comparaba con las reacciones de sus conciudadanos hacia mi condición de extranjero ignorante del idioma.

La operación Police seguía su curso con mucho entusiasmo y pocos avances. Phil sabía de mi paranoica determinación por ir a Oakland aunque fuese andando, ya que a él, francamente, no le gustaba Police. Así me lo había dicho en nuestro trayecto matinal al instituto, hecho que provocó en mí un ataque de asmática incredulidad. Durante la cena de la noche anterior, con Phil ausente, también le había comentado a Betty mi profundo deseo de asistir al concierto; me escuchó con desmedida atención mientras yo gesticulaba y entonaba mi exposición como si Sting, Copeland y Summers fueran tres órganos vitales que me iban a trasplantar el sábado, 10 de septiembre, delante de sesenta mil personas. Según avanzaba mi discurso con pinceladas de dramática retórica —ante el respetuoso silencio de la viuda—, la actuación de los tres rubiales ya se había convertido a la hora del postre en un sueño por cumplir, una meta a punto de ser alcanzada, un objetivo en la vida. En la sobremesa callé, más que nada porque ya no se me ocurrían más hipérboles con las que impresionar a mi tutora legal en América. En realidad esperaba que ella misma, convencida de la imperiosa necesidad de que yo me convirtiera en espectador del Synchronicity Tour, tiraría de agenda para buscar gente adecuada que me acompañara, o me llevaría ella misma, o me pagaría un taxi, faltaría más. Pero no. No hizo nada, sólo emitió un «ahá» apenas imperceptible, me sonrió como sonríe un adulto a un niño travieso, y comenzó a recoger la mesa. No tardamos mucho porque salté como un felino para guardar platos y cubiertos en el lavavajillas, pasar la bayeta por la mesa y barrer las migas; a un hijo adoptivo tan bueno no se le podía negar un concierto de Police. Todavía estaba con la escoba en la mano y el corazón en un puño, cuando Betty dijo «buenas noches», me lanzó una cariñosa sonrisa y se fue a dormir.

Estaba claro que no había escuchado ni una sola de mis palabras durante la cena.

Menos mal que Phil acudió al rescate al día siguiente. En nuestro trayecto a Catworth me explicó que uno de sus amigos, Tim Holley, iba a ir al concierto del sábado; le comentaría esa misma mañana si había sitio para mí. Como un tocadiscos que arranca poco a poco cuando vuelve la luz después del apagón, recuperé la alegría de vivir, la fe en la humanidad y la perturbación rockera que había perdido durante la noche. Miré de reojo a mi hermano americano y lo sentí más hermano que nunca, aunque igual de americano que siempre. En mi afán por transmitirle mi agradecimiento, rebusqué en el sótano de mi cerebro un tema de conversación que demostrara la fortaleza de nuestra nueva conexión.

—¿Cómo murió tu padre?

Aunque yo mismo me asombré de lo directo que sonaba la pregunta, estaba convencido de que Phil entendería mi sincero interés por los avatares de su vida, pero no fue así: al instante percibí que la pregunta le causaba una evidente incomodidad.

—¿Qué… qué quieres decir? —balbuceó como si quisiera ganar tiempo.

Nada. No quiero decir nada. Sólo soy un bocazas al que le gustaría rebobinar su verborrea para cambiar de tema.

—Sólo era curiosidad… —respondí con torpeza, totalmente arrepentido.

—Bueno, se nos fue y punto, ¿sabes? No hay mucho más que decir… —zanjó con la vista fija en la carretera.

Sí había mucho más que decir, pero no quise hurgar en cualquiera que fuera el problema que Phil tuviera con la muerte de su padre; el concierto de Police estaba en juego.

Afronté el día con un optimismo desbordante; saludaba a todo el mundo aunque no los hubiera visto en toda mi vida (es decir, en los once días que llevaba allí). En la biblioteca pedí permiso a la señora Baxter para visitar a Powers durante mi Hora de Estudio. El jefe de estudios no puso ninguna pega a mi intención de cambiar Conducir por otra asignatura más llevadera, ni siquiera pestañeó cuando señalé Mecanografía en su lista de materias.

—Saldrás de aquí escribiendo a toda máquina —bromeó—. Te encantará —añadió recuperando la seriedad con su incontestable optimismo.

El trámite de buscar, escoger y rellenar un par de formularios me había entretenido más de media hora en el despacho de Powers, por lo que decidí iniciar mi curriculum de novillos sentándome en uno de los bancos cercanos al comedor, todavía cerrado; hoy sería el primero en pagar los 2 dólares con 5 centavos que valía el rancho. El sol caía plácido sobre Catworth, sobre el campus y sobre mi cabeza, convertida en epicentro calorífico del instituto; yo mismo era el sol y todo el edificio giraba a mi alrededor como en esas atracciones de columpios atados con cadenas a un tronco central. Entre el calorcito y la imagen de toda la estructura amarrada con eslabones a mi cuello, empezó a dolerme la cabeza. Un lejano zumbido me despertó de mi pesada ensoñación. Enseguida me remitió a la pecera de los Johnson, pero en esta ocasión el ruido aumentaba por segundos. Parecía provenir de mi izquierda y hacia allí miré sin mucho éxito porque el sol, no yo, el de verdad, me cegaba en ese punto. El zumbido, que ahora ya eran varios zumbidos superpuestos, venía acompañado de risas y gritos, así que coloqué la mano a modo de visera sobre los ojos, acostumbré la vista al nuevo enfoque, y justo entonces vislumbré la primera silla de ruedas con motor. Detrás venían seis o siete más.

Una carrera de paralíticos en sillas de ruedas motorizadas.

Más tarde, Powers me explicaría que la integración de los disminuidos era una de las prioridades del sistema educativo estadounidense; la intención era tratarlos como personas sin problemas físicos para que disfrutaran su educación en igualdad de condiciones, y por eso mismo les dejaban salir diez minutos antes, para que comieran los primeros. Me lo explicó así, sin inmutarse ante la aparente contradicción, pero ahora mismo, yo estaba solo en medio del campus de Catworth y la primera silla de ruedas, manejada por un tipo inquietante con tupé, gafas de espejo y guantes de cuero negro sin dedos, llegó a mi altura y empezó a dar vueltas al banco donde me había sentado. Los demás le siguieron como al flautista de Hamelin; pronto me vi rodeado por un deforme carrusel, una feria de la silla de ruedas de ocasión, la colección otoño-invierno de paraplejías y minusvalías. Algunos reían a carcajadas —el más exagerado era el rocker que había ganado la carrera— y otros conducían con extrema seriedad atrapados por el rictus de su enfermedad. Cuando desaparecieron dentro del comedor, sentí alivio al recuperar la soledad y vergüenza por mi reacción. Por eso cuando apareció rezagada la última de las participantes, una chica sin brazos que manejaba su silla con la boca, le dediqué una compasiva mirada de buen rollo.

Precisamente el tipo de miradas que no quieren sentir ni en pintura.

El señor Castronovo era el profesor de Mecanografía. La clase contaba con 45 máquinas de escribir alineadas en cinco filas de nueve mesas cada una; las letras habían sido borradas de las teclas para obligarnos a mirar un enorme teclado desplegado sobre el encerado mientras escribíamos los ejercicios. Desde el primer momento no pude evitar mi natural tendencia a trampear los resultados. En cada clase, Castronovo corregía sobre la marcha dos ejercicios de cada alumno, consistentes en copiar un texto que él nos daba de antemano; con esa velocidad de corrección estaba claro que no podía fijarse demasiado, así que un día opté por saltar en mitad de una línea a la mitad de la siguiente, de manera que la frase, en un vistazo rápido, no perdiera mucha coherencia. Si el profesor hubiera detectado el error, siempre podría achacarlo a un fallo disléxico, así que probé una vez, salió bien y seguí adelante. Como Castronovo nos devolvía los ejercicios, no había pruebas inculpatorias y, por si acaso sospechaba, mi aparente mejoría nunca era demasiado llamativa sino progresiva hasta que llegué, a final de curso, a saltarme dos líneas para mejorar la nota. Mi plan era perfecto. Perfecto para no avanzar en la habilidad mecanógrafa y fabuloso para hacer como que aprobaba sin aprender a escribir a máquina. En definitiva, un plan asombrosamente idiota que, años más tarde, seguiría obligándome a martillear el teclado con dos dedos.

No había localizado a Phil en todo el día, así que apresuré mi camino a casa nada más acabar mi primera lección inservible de Mecanografía. Calambres nerviosos me estremecían las entrañas, salían por los poros y me recorrían la piel mientras esperaba que llegaran buenas noticias; Cat, el perro, me miraba por encima del hombro, si es que los perros tienen hombro. Por fin, a eso de las cinco, oí el viejo Buick sobre la rampa del garaje y salí con la ilusión del ama de casa recién casada que recibe a su hombre tras el primer día de trabajo. Mi marido no venía solo.

—Joe, éste es Tim Holley. Mañana te llevará al concierto.

Le di la mano a Tim y le habría dado un abrazo, dos besos, mil duros, lo que fuera.

Al día siguiente, puntual a las once de la mañana, la furgoneta Chevrolet azul metalizado de Tim Holley aparcó delante del 1264 de Carpet Drive. El día antes me había explicado que uno de sus amigos se había lesionado en un entrenamiento de fútbol americano y no podía ir a Oakland, por eso les venía de perlas que yo me hiciera cargo de los diecisiete dólares con cincuenta que costaba la entrada. Bendije el deporte y sus buenas consecuencias, bendije América y bendije a Tim, que tenía el pelo rizado y de color rubio California. Mi nuevo amigo —alto, cordial, cachas— no pasaba inadvertido, yo mismo había reparado en él cuando lo vi en Catworth repartiendo sonrisas a diestro y siniestro como si fuese un congresista en campaña electoral.

Tim, disculpándose, me indicó que tendría que viajar en la parte trasera; le dije que no había problema y pensé que sería capaz de hacerlo agarrado al tubo de escape con tal de llegar a Oakland. Justo antes de abrirme la puerta posterior, sacó su cartera del pantalón y extrajo la entrada del concierto con sumo cuidado, como si fuera radiactiva.

Yo recibí el ticket sobre las palmas de las manos, juntas y hacia arriba, como si el mismísimo Papa hubiera depositado en ellas la sagrada forma. Permanecí unos segundos mirando aquel pasaporte al paraíso, temeroso de causarle un diminuto doblez que lo invalidara, mientras Tim apoyaba su mano en mi hombro con una sonrisa beatífica. El cielo resplandecía, mi amigo desprendía un aura luminosa y a mí me parecía escuchar El Mesías de Haendel, ¿o era el De do do do de da da da de Police?

En la parte trasera me encontré dos tipos sentados en el suelo enmoquetado de la furgoneta; una mampara traslúcida me impedía ver al resto de la pandilla que viajaba delante.

—¡Hola! —grité exultante antes de acomodarme a su lado.

Mis dos compañeros de viaje se llamaban Mike. Nos hicimos preguntas genéricas sobre nuestras vidas anteriores —no nos llevó mucho tiempo— y enseguida empezamos a hablar de música; uno de ellos me recomendó la emisora de radio KFJC, en el 95.7 de la FM, porque tenían unos programas de reggae que se salían, sobre todo los domingos, aunque pronto nos centramos en discutir si Outlandous d’Amour era mejor que Regatta de Blanc pues estábamos de acuerdo en que Zenyatta Mondatta, Ghost In The Machine y Synchronicity no optaban al primer puesto en el podium. Yo me inclinaba por el primer elepé de Police, aunque reconocía que Message In A Bottle era una canción tan perfecta que me hacía dudar. Al sacar el tema de la botella, uno de los Mike señaló las bolsas de papel marrón alineadas junto a la mampara; el otro Mike agarró una de ellas y la depositó en medio del círculo que formábamos. Dentro había seis botellas de Arbor Mist, una mezcla carbonatada de vino y zumo de frutas. Por puro instinto, eché un vistazo al resto de bolsas; latas de cerveza Coors, botellas de medio litro de schnapps —un aguardiente de distintos sabores—, vino blanco californiano en garrafas de cartón y dos botellas de un whisky cuya marca no había visto en mi vida. Es decir, que allí había un arsenal de alcohol como para que la policía nos metiera en el más siniestro de sus calabozos.

Me explico.

En Estados Unidos no se puede beber hasta los veintiún años. Eso me lo habían dejado claro en España antes de volar, pero para un adolescente español más o menos sociable la idea de no poder tomarse con sus amigos unos vinos por la mañana, unas cervezas por la tarde o unos cubatas al caer el sol resultaba un poco rara, bastante improbable, demasiado marciana. La posibilidad de acabar vomitando en una esquina y la decisión de gastar unas infames horas del día siguiente en curar la resaca forman parte de la libre elección incrustada en nuestros genes tras cientos de generaciones que han convertido el alcohol en parte incuestionable de la diversión. Así que, en recuerdo de un país entregado al bebercio, propuse abrir una de aquellas bonitas botellas de vino carbonatado para brindar en un mismo trago por Falcon Crest y La Rioja. Los Mike asintieron al unísono y me indicaron que escogiera el sabor que más me apeteciera; no quise comentarles que melón, mora, arándano, fresa, melocotón o frutas exóticas no me parecían sabores propios de un vino, por muy carbonatados que ambos convivieran. Me decidí por la litrona de vino al melón, liberé su tapón de rosca y le pegué un trago largo. El sabor, efectivamente, recordaba a la fruta, no al alcohol, más a un moscatel burbujeante que a un vinorro en condiciones; mis Mike reclamaban el refresco y se lo pasé con la convicción de que ninguno de los tres sufriríamos secuelas etílicas con aquel jarabe.

Cuando Tim Holley aparcó en las inmediaciones del Oakland Stadium y abrió la puerta trasera de su furgoneta, se encontró a dos Mike y un Pepe con una borrachera de escándalo, sin duda causada por las cuatro botellas vacías de Arbor Mist que descansaban en el suelo del vehículo. Los tres pasajeros, sentados en círculo, habían entrelazado los brazos para cantar desordenadamente el Roxanne de Police.

—¡Tim for president! —gritó el estudiante extranjero.

—¡Tim! ¡Tim! ¡Tim! —corearon Mike & Mike.

Vertimos todo el alcohol disponible en vasos y bolsas de plástico, pues el bello Tim sabía que no nos permitirían entrar con los recipientes originales, y nos situamos en la cola de acceso como emigrantes llenos de bultos sospechosos cerca de la aduana. Fue entonces cuando una de las amigas de Tim se fijó en mi camiseta, que yo mismo había decorado con unos rotuladores muy majos prestados por la señora Baxter. Mi intención era escribir en grandes caracteres «sid no ha muerto», el famoso eslogan aplicado al fallecido bajista de los Sex Pistols, pero como mi inglés era de andar por casa, la frase final había quedado en «Sid No Es Muerte», que no era lo mismo pero también tenía una extraña validez que, además, sirvió para echarnos más risas mientras el alcohol fluía por el riego sanguíneo y ya parecía que conocía a aquellas tipas de toda la vida, y Tim sonreía con los ojos enrojecidos para que le votáramos, y si había que hacer campaña yo sería el primero en lucir una enorme chapa en la solapa: «Vota a Tim».

Alguien nos avisó de que no dejaban meter ni una gota de líquido dentro del recinto; no sólo de alcohol —que era ilegal— sino de agua, de zumo de naranja, de aceite de ricino, de lo que fuera. Las nueve personas que formábamos aquella cuadrilla nos miramos y asumimos, resignados, nuestro siguiente paso.

Había que beberse todo aquello antes de entrar.

Todavía recuerdo la risa floja con la que pasamos tres controles —registro de bolsos de mano, comprobación de entrada y cacheo personal— antes de acceder al estadio. «Sid No Es Muerte», repetía con cara de psicópata y los ojos vidriosos uno de los amigos de Tim a cada uno de los miembros de la organización que nos tropezábamos. Eran las dos menos cuarto de la tarde y teníamos tal tajada que ni nos enteramos de la actuación de los Thompson Twins. De Madness sólo recuerdo el delirio colectivo que causaron It Must Be Love y Our House. Con Oingo Boingo me dormí en el asiento y con The Fixx pasé la resaca a base de agua de grifo en los lavabos del Oakland Stadium.

A eso de las diez de la noche, con nuestra moña despejada, los tres rubios multimillonarios arrancaron el concierto con Voices Inside My Head que, bueno, no estaba mal, pero que yo no habría escogido si, poco antes de salir a tocar, Summers se hubiera roto la muñeca y Sting hubiera preguntado por el micro si alguien se sabía el repertorio entero de la banda, y yo, sólo yo, hubiera levantado la mano, yo, que no sé ni cómo se afina una guitarra, pero, mágicamente, en ese momento, subía al escenario aupado por los gorilas de seguridad y resulta que era el mejor guitarrista del planeta y alguien me colgaba la eléctrica y todos los músicos me miraban, incluido Andy Summers, con la mirada triste y el brazo escayolado en un lateral, y Sting me preguntaba, en voz baja, «¿qué tal si empezamos con Voices Inside My Head?». Y yo que negaba con la cabeza y respondía: «Qué va, hombre, empezamos con Masoko Tanga y flipan en colores, lo que yo te diga». Y el Sting que abre los ojos, sonríe picaro y me dice: «Vaya que sí, muy buena idea… ¿Y sabes qué? Estoy hasta los huevos de Andy; creo que vamos a necesitar otro guitarrista en la banda».

La quinta canción ya fue Message In A Bottle y la sexta Walking On The Moon. Claro que Police ya no era aquel trío vigoroso que había visto en el Musical Express de Ángel Casas; Police era una fabulosa máquina de hacer dólares americanos y libras esterlinas, por eso en el escenario de un gran estadio de béisbol, según la sagrada regla no escrita del rock de masas, hacen falta teclistas, guitarrista de apoyo, el inevitable puesto de percusiones —siempre me recuerdan a los vendedores ambulantes que rodean un campo de fútbol antes de un partido— y, cómo no, unas bonitas coristas. A ellas se refirió Sting como «sus hermanas», porque su padre «había sido una persona muy emprendedora», añadió en un chiste fácil. Más tarde presentó a Stewart Copeland y se la lanzó doblada: «Toca la batería. Y también es mi hermana». Pasaron Wrapped Around Your Finger y Don’t Stand So Close To Me; Police redondeaba la tontería escapando en mitad de la actuación a los camerinos para tomar el té «como buenos ingleses», mientras una cámara retransmitía la jugada por las pantallas gigantes. Cuando el cantante se despojó de la camiseta creí que el griterío iba a romper las ventanas de las poblaciones cercanas. Llegaron Every Breath You Take y Roxanne y, casi al final, apareció Can’t Stand Losing y yo ya podía morirme allí mismo, o volverme a España con una alegría en el cuerpo que no se me iba a pasar nunca, con Mike y el otro Mike abrazándome como hermanos que éramos desde ya, para siempre, más allá de mi COU en California, hasta que el rock se apagara del todo o la muerte nos separara, compadres, qué bueno haberlos conocido hoy precisamente, somos una piña, esto no hay quien lo rompa.

No los volvería a ver en mi vida.