«Por favor, plieguen sus bandejas, mantengan el respaldo de su butaca en posición vertical y abróchense los cinturones. A las tres y cinco de la tarde, hora local, aterrizaremos en el aeropuerto internacional de San Francisco».
Imagino que la azafata continuaría con su letanía de datos cálidos e inútiles, pero yo ya no recibía; llevaba meses esperando esa frase mágica y, cuando por fin había llegado, sentía que el avión, más que descender, se precipitaba sobre California.
Conmigo dentro.
Por delante, diez meses de vacaciones, o de exilio, o de aventura, o de castigo, en cualquier caso casi un año de incertidumbre con la cabeza llena de tópicos y pájaros. Yo iba a «hacer COU» en Estados Unidos. Como si el COU fuese un muro de ladrillos, una tarta de queso o un vientre que evacuar.
Qué lejos quedaba aquel día de primavera, seis meses atrás, en el que mi padre me había preguntado si prefería hacer la mili o estudiar COU en Estados Unidos viviendo con una familia americana. La pregunta no era de coña, aunque lo pareciese; había solicitado el servicio militar voluntario porque era la única forma de asegurarme destino en mi propia ciudad. No me veía en Ceuta, Huesca o Cartagena, lejos de mis amigos, de las calles en las que había crecido y de las comodidades de la rutina. Mis padres, mosqueados ante una posible vocación militar, decidieron proponerme un plan alternativo. La combinación de COU y California provocó un seísmo emocional en mi universo adolescente; en un segundo decidí que les dieran a mis amigos, a mi ciudad y a la rutina. Claro que tuve que contárselo al capitán del regimiento al que ya había sido asignado. «¡Así que te vas a Hollywood!», me dijo en la cantina, el aliento espeso de coñac con farias, la cabeza llena de tópicos y pájaros.
Viví el verano anterior a mi viaje como una continua despedida; malvendí mis discos, presté mis libros, llamé a gente con la que casi no me había tratado y salí noche tras noche invitando a todo el mundo, apurando lo que yo sentía como mis últimas horas en España. Por alguna extraña razón, estaba convencido de que California me atraparía como una tela de araña; era el destino, inexorable, que venía a colocarme en el sitio adecuado y en el momento justo. Con la ignorante felicidad que proporciona la insensatez, mi amplio abanico de posibles ocupaciones incluía ejercer como Ángel del Infierno, bajista suplente de los Dead Kennedys o surfista profesional, aunque no supiera arrancar una Vespa, afinar un triángulo o extender la parafina.
Los tópicos, los pájaros.
Y ahora, 30 de agosto de 1983, estaba sentado en un avión vacío aparcado en la inmensidad del aeropuerto internacional de San Francisco. Los últimos pasajeros abandonaban el Boeing que había volado desde Nueva York mientras yo repasaba una de esas hojas plastificadas en las que se detalla con dibujos casi infantiles qué hacer en caso de verse obligado a salir por una puerta de emergencia. Intentaba imaginar lo que sería leer esa hojita con los motores del avión en llamas, las mascarillas desprendiéndose del techo, las azafatas pidiendo calma y las señoras gordas gritando como posesas.
—Excuse me…
Un dedo índice enguantado en blue velvet me picaba en el hombro como un dulce pájaro carpintero. La aeromoza de la TWA sonreía de forma exagerada; los dientes blancos y alineados en perfecto estado de revista intentaban mostrar comprensión hacia aquel retrasado que repasaba la hoja de instrucciones con el avión aterrizado, parado y vacío. La miré con una silenciosa súplica escrita en mis ojos de cordero: «Por favor, lléveme de vuelta a España». Su única respuesta, sin dejar de sonreír, fue presionarme gentilmente la chepa con la palma de la mano izquierda mientras con la derecha me indicaba la puerta de salida.
Fuera me esperaban unos desconocidos con los que compartiría un año de mi vida, un fragmento de mi biografía que comenzaría en el mismo instante que saliera del avión. Mi «familia americana», como la llamaban los comerciales de ForUSA, agencia responsable de mi estancia en Estados Unidos, estaba compuesta por una viuda y su hijo, según el escueto formulario que me habían entregado una semana antes junto a una carta manuscrita de la señora que describía en un párrafo su vida, casa y familia. Esos dos folios, que ahora guardaba en el bolsillo interior de mi cazadora, eran el mapa del tesoro que me llevaría a la gloria o al fracaso. Yo, un imberbe español de diecisiete años con una maleta llena de tópicos y una cabeza repleta de pájaros. Ellos, una viuda y su hijo, dos seres humanos con un catálogo de grandes afectos y pequeños rencores desarrollados entre sí a lo largo de toda una vida. El choque era desigual; para empezar, eran dos contra uno. Podrían hablar entre ellos sin que yo me enterara, decir cosas como «qué careto de memo tiene hoy el españolito» mientras yo sonreiría cordial, amable, tonto, estúpido. Si la agencia no se dedicaba al intercambio de estudiantes, ¿por qué aquella familia había decidido acoger a un adolescente extranjero? Ni los cien dólares que recibirían cada mes me parecía suficiente compensación, ni las patrañas sobre «compartir sus costumbres con amigos de otros países» —como rezaban los folletos de ForUSA— bastante motivación. Además, ¿por qué una viuda? ¿Permitía la Convención de Ginebra que las mujeres enlutadas de América dieran cobijo a púberes españoles de provincias? ¿Cuánto hacía que había fallecido el cabeza de familia? ¿De qué había muerto? ¿Arrastraba algún trauma su hijo?
Ésos eran mis bonitos pensamientos mientras avanzaba, sin prisa, por el finger que unía el avión con la terminal, tenían que llamarlo precisamente terminal. Aquellos metros de suelo de caucho y paredes de fibra me recordaban las precauciones de los científicos que rodeaban la casa de Elliot, el niño amigo de ET. Por supuesto, yo era el extraterrestre. Ni aduanas, ni aeropuertos, ni pasaportes; en ese preciso momento tuve la certera sensación de que abandonaba lo que había sido mi vida hasta entonces. Con dos maletas y un tembleque alcancé la puerta de Llegadas. Allí me encontré frente a una sonriente señora con el pelo cardado; en sus manos, una copia tamaño folio de una foto que conocía bien.
Una foto mía, quiero decir, de mí.
Cuando mis padres decidieron enviarme a Estados Unidos, ForUSA les pidió un retrato mío «de cuerpo entero» para enviar a su filial americana. Eso habían dicho: un retrato de cuerpo entero. En aquel mismo instante, mi paranoia inició su particular efecto dominó: ¿Para qué la foto? ¿Había reuniones de posibles familias donde se mostraban los retratos de los alumnos españoles? ¿Se hacían comentarios jocosos sobre el acné de éste o las pobladas cejas de aquél? ¿Por qué de cuerpo entero? ¿Estudian las proporciones? Ante mi negativa a permitir que dicha foto cruzase el Atlántico para que toda una nación se riera con ganas, mi madre envió, por su cuenta y riesgo, esto es, sin consultarme, una instantánea en la que yo mal lucía traje oscuro y corbata chillona en la boda de una prima. El traje me sentaba como un tiro, la corbata era prestada y a mí me habían obligado a disfrazarme de esa guisa bajo amenaza paterna de quedar desheredado de por vida.
Y ahora, 30 de agosto de 1983, Betty Johnson, nacida en Bonneville, Idaho, viuda, jubilada de la compañía Hertz, sostenía en sus manos la foto de un adolescente español enfurruñado que vestía un traje demasiado grande.
—¡Hooolaa! —dijo Betty, sonriendo como una azafata de la TWA.
En su afán por hacerse entender, la mujer había pronunciado la palabra tan despacio que pensé que asistía a una retransmisión en cámara lenta de mi llegada a Estados Unidos. Inmediatamente asocié la idea a un paseo en descapotable con miles de personas aclamándome desde las aceras, y ese pensamiento me llevó a la imagen de Kennedy en Dallas, y esa fantasía a que mi cabeza estallaba y la viuda gateaba gritando. Todo a cámara lenta.
—Soy Pepe —afirmé con acento tarzanesco, mis ojos fijos en la foto que ella sostenía por sus márgenes con la sola presión de sus pulgares e índices, como si manchara, como si ella fuese una madre de la Plaza de Mayo y aquella instantánea la única que le quedaba de su hijo. La verdad, en ese momento no me habría importado estar desaparecido.
Betty seguía sonriendo, al borde de una seria lesión maxilar, pero en un veloz movimiento, digno del mejor David Copperfield, guardó la maldita foto en el bolso que le colgaba del hombro y se apartó un poco para dejar visible a un adolescente en el que hasta entonces no había reparado. De nuevo el mundo se ralentizó mientras la viuda señalaba a su vástago con ambas manos, como hacen las azafatas de El precio justo con los regalos por tasar.
—Éste es Phil.
¿Ya está? ¿Betty y Phil? Allí no había nadie más y todas las presentaciones estaban hechas. La verdad que, como recepción, la cosa no había resultado muy espectacular. Permanecimos callados un par de segundos, mirándonos, estudiándonos, quedándonos con la primera impresión. Betty, sesenta y seis años según el formulario que ahora latía en mi bolsillo, vestía gabardina a lo Colombo, pero en limpio, sobre vestido estampado y zapatos marrones de los que debían de existir en todo el mundo unos treinta y ocho millones de pares. Digamos que no se puso de punta en blanco para recibirme. Phil, diecisiete años, parecía haber intentado una suerte de elegancia británica —pantalón beis de pinzas, jersey fino marrón, mocasines— con un bigotito a lo Cantinflas ciertamente desconcertante, ya que parecía un mostacho de broma en una cara de niño. Intenté imaginar qué impresión se podrían llevar de mi atuendo: vaqueros desgastados, un polo azul marino sin marca y unas Adidas John Smith. Me quedé en blanco. Debieron de ser un par de segundos, pero yo sentía que la retransmisión a cámara lenta había pasado a una foto fija en la portada del San Francisco Chronicle:
Ya me estaba acostumbrando a quedarme quieto, de hecho me habría quedado el año entero allí parado con mi estúpida sonrisa, cuando Phil rompió el hielo explicando —esto lo entendí por la mímica— que su madre le había enseñado la foto a todo el pasaje que iba saliendo del avión; mi sonrisa petrificada no dejaba entrever que no me hacía gracia. Me acordé de la falla de San Andrés que dormía bajo nuestros pies; ignorando que unos meses después asistiría, muy a mi pesar, a uno de sus famosos amagos, le supliqué que, de una vez por todas y en aquel mismo instante, se tragara toda la costa oeste de Estados Unidos. Por fin, como si alguien hubiera echado una moneda en el cacillo de nuestra estática representación, mi recién estrenado «hermano» deshizo el cuadro para coger una de las maletas, mientras nuestra «madre» intentaba agarrar la otra y yo respondía con encendida euforia y varios «gracias» para impedírselo. Fueron otros dos eternos segundos de reverencias, tres cabezas reunidas en círculo a un metro del suelo, seis brazos agitándose sobre las maletas. Qué graciosos debíamos de parecer. Hecho el reparto, Betty extendió su mano derecha para indicarme el camino, sonriendo como si le hubieran pegado los maxilares con Supergen, totalmente ajena a la incomodidad que produce la amabilidad extrema.
El paisanaje del aeropuerto internacional de San Francisco me remitió a un gigantesco casting de las series que llevaba viendo en la tele toda mi vida; en el primer vistazo había distinguido un policía de azul oscuro, la gorda más gorda que nunca había visto en pantalones cortos, un limpiabotas negro enfundado en un mono beis, una familia mexicana, cuatro rubias rollizas y sonrosadas…
—Jaus wei yon wuach?
Betty me preguntaba algo y eso fue lo que le había entendido. Puse cara de idiotez pasajera —supe que tendría que ponerla muchas veces— y ella extendió los brazos para indicar que me preguntaba por el avión.
—Bien, bien… —farfullé en un inglés de andar por casa. Y no por cualquier casa, sólo por la mía.
Esta vez el silencio fue más largo. Seguimos andando y el trayecto hasta el coche lo hicimos en un riguroso mutismo salpicado de miradas furtivas y amables sonrisas; cada vez que esto ocurría, no sabía dónde meterme de pura vergüenza, turbación e incomodidad. Decidí que si una vez al mes hubiera que pasar por trances de tamaño calibre, la vida sería insoportable. Al abandonar la terminal del aeropuerto, el sol de California comenzó a calentarme los cascos, que diría mi abuela, y las dudas que me asaltaban empezaron a crepitar en mi cerebro como pescaíto frito.
Ya me había acostumbrado a andar con la maleta pesando y el sol ardiendo, pero no estaba seguro de querer estar así todo el año, caminando en silencio por un parking junto a una viuda y su hijo. Igual nos íbamos a casa a pie, o quizá habían aparcado en el límite del estado con Nevada, o puede que tampoco supieran qué decir y por eso daban vueltas sin sentido, pero por fin apareció el coche. Grande, enorme, largo, uno de esos coches que también formaban parte del mobiliario habitual de los telefilmes americanos. Sólo había un asiento delantero, de lado a lado; siguiendo las indicaciones de Betty, me coloqué en el extremo derecho mientras ella se acomodaba atrás y Phil, muy ufano, ¡se sentaba al volante! Creí que era una broma, así que me giré hacia la cabeza de familia y solté una carcajada exagerada para demostrar la gracia que me hacía el chiste (y de paso, liberar la tensión acumulada); me respondió con una risotada tan excesiva como la mía mientras Phil, quizá convencido de que el español era tan lerdo como su madre, arrancaba y enfilaba la salida del aeropuerto. Betty y yo seguíamos riéndonos frente a frente, pero al ver que el del bigote realmente iba a conducir el coche, mi carcajada se tornó mueca de terror, lo que a su vez ahogó la risa de la viuda; aquel tío tenía diecisiete años recién cumplidos, ¡lo ponía el formulario! Estuve a punto de sacarlo de la cazadora para comprobarlo y mostrárselo a aquella señora que ahora me miraba con cierta inquietud.
—Daj yus fil rai?
No sabía qué me decía, pero el lenguaje universal de los signos me indicaba que todo estaba bien, bajo control, que no había por qué preocuparse, que el coche era robado y su hijo un yonqui, que total qué importaba que nos detuviera la policía si todavía llevaban el cadáver de su marido en el maletero. Phil, como si leyera mi paranoico pensamiento, estiró consecutivamente el brazo, el puño y su dedo índice y, sin despegar la espalda ni un milímetro del respaldo del asiento, pulsó play en el radiocasete. Como un gas narcótico, el Michelle de los Beatles fluyó por los estratégicos bafles de aquel Buick del 76.
Así fue como me enteré de que en el estado de California se puede conducir desde los dieciséis años.
En el coche optamos directamente por no hablar. Los Beatles lo hacían por nosotros con una de esas obvias y eternas recopilaciones repletas de Let It Be y Yesterday. Nos dirigíamos por la autopista 101 camino de San José; era una de las cinco ciudades que aparecían dentro de California en un pequeño mapa general de Estados Unidos que encontré en mi atlas. Fue todo lo que necesité para respirar aliviado y saber que, al menos, no me enviaban a una de esas asfixiantes comunidades con pastor vociferante y sheriff intransigente. ¡Ay, los telefilmes! Dispuse de 52 minutos, los que separaban el aeropuerto de San Francisco de mi nuevo hogar, para llegar a la firme conclusión de que aquella aventura era un error. No había sabido leer las señales del escueto formulario que me había llegado una semana antes a casa; una viuda de sesenta y seis años y un hijo de diecisiete. La primera idea era pensar que el extranjero —en este caso, yo— serviría como compañía al chavalín de la casa en caso de que no hubiera superado la muerte del padre, pero ¿qué sabía yo de esa muerte? ¿Cuándo había ocurrido? ¿Cómo?
—Wais frondei der aks spanish —interrumpió Betty señalando una especie de misión restaurada.
Phil se mostraba cordial, pero sus mocasines y las cintas de los Beatles o Bruce Springsteen que asomaban en la guantera no predisponían un acercamiento a mis Adidas y casetes de Bob Marley o los Clash. Además, en la casilla de preferencias religiosas del formulario de ForUSA, los Johnson habían escrito «metodistas» y a mí, que cargaba sobre mis espaldas cientos de años de educación católica, apostólica y romana, aquello me sonaba a secta, a mormones, a masonería.
—Cust for main diere hir?
Miré a Betty con ojos bovinos, esbocé una sonrisa y me imaginé durante un año entero rodeado de gente que habla swahili con la boca llena de Freetos.
Hacía rato que nos habíamos salido de la 101 y llevábamos un cuarto de hora por inmensas e idénticas avenidas de cuatro y seis carriles. En el cruce de la Tercera con Washington Street, Phil, tarareando The Long and Winding Road, giró el Buick una vez a la izquierda, dos a la derecha y otra a la izquierda —intentaba recordarlo por si fuera necesario un plan de fuga—, entró en Carpet Drive y se detuvo en el número 1264. Mi casa.
—¡Hogar, dulce hogar! —grité con un tono a medio camino entre Tarzán y Hitler, desesperado por hacerme comprender.
Betty aplaudió mi entusiasmo, dio una especie de saltito y sonrió con una mano delante de la boca, aunque no se podía imaginar lo sincero que era mi berrido; por primera vez desde que el avión despegara de Madrid, una agradable sensación de bienestar invadía mi percepción. Aquella calle tan ancha, con su franja de césped entre la calzada y la estrecha acera, con sus chalés de una sola planta separados por arbustos y rosales, con sus garajes y la rampa de cemento que los unía al asfalto, componía una imagen fabulosamente familiar y cercana. Aquella calle eran las mil calles que había vivido en la tele y en el cine, y sólo faltaba que por encima de mi cabeza pasara volando un mocoso en bicicleta con un extraterrestre cabezón dentro de la cestita del manillar.
Una vez superado el suspiro de ensueño me fijé en la casa que, vista de frente, tenía muy poco que ver; una pared a juego con los pantalones de Phil, una puerta blanca en medio, un enorme ventanal a un lado y una ventana a secas al otro. En la rampa del garaje había un BMW descapotable y aparcado en la calzada un pequeño utilitario de color marrón que identifiqué, al pasar a su lado, como Ford Maverick. Ni siquiera reparé en la evidencia de que, contando el Buick en el que habíamos llegado, eran muchos coches para dos personas; de momento sólo asimilaba información. Un braco negro apareció de pronto —recordé que en el apartado del formulario dedicado a «mascotas» los Johnson habían escrito «un perro y muchos peces»—, se abalanzó sobre Phil y se mantuvo con las dos patas delanteras apoyadas en su fino jersey marrón. El dueño me señaló y dijo:
—Cat, éste es Pipi.
Esta vez lo había entendido a la perfección. El perro se llamaba Cat y a mí me había presentado como Pipi; así leían ellos mi nombre.
—Pepe —corregí.
—¿Perdón?
—Pepe, se dice Pepe.
—¿Cómo?
—Que-mi-nom-bre-es-Pe-pe.
Intentaba, con poco éxito, que mi tono no sonara muy quisquilloso.
Phil sonrió con la misma cara que yo debía de poner cuando no entendía algo. Afortunadamente, una voz ajena vino a sacarnos de aquel diálogo de besugos.
—¡Pipi! ¡Bienvenido, Pipi!
La voz, chillona, correspondía a una mujer de mediana edad, bajita y rechoncha, vestida con un chándal oscuro, que ahora me abrazaba como si yo fuera el soldado Ryan.
—Soy Lori, tu hermana americana —gritó con unas risitas que me recordaron a la señora que venía detrás en el coche. Su madre.
Si me hubieran mirado a los ojos, los Johnson habrían notado cómo las lágrimas empañaban mi mirada, aunque, bien pensado, lo achacarían a la emoción, no al sufrimiento que, por cierto, no tenía fin.
—¡¡Pipi!!
En esta ocasión se trataba de una anciana de notable edad que avanzaba encorvada y con los brazos extendidos hacia mí. No pude hacer otra cosa que dejarme estrujar por aquella estructura ósea; en mi intento de resultar agradable, la rodeé con ambos brazos y deposité mis manos en su chepa mientras ella aplastaba la nariz contra mi esternón. Me imaginé como una embarazada descansando ambas manos sobre el vientre hinchado. Al separarnos, la señora farfulló:
—Guan mai for dei taim splas, Pipi —y rompió a reír y salpicarme con saliva mientras la dentadura postiza bailaba en su boca.
La anciana se echó a la izquierda sin soltarme la cintura, Betty se hizo fuerte en mi lado derecho y Lori pasó el brazo por encima del hombro de su madre. Entrelazados como soldados chechenos dispuestos a ejecutar una danza guerrera, Betty tiró del cuarteto feliz en dirección a la casa. Estaba a punto de empezar a gritar, quería despertar de ese sueño; miré a Phil con una horrible mueca entre la angustia y el desconcierto pero sólo me encontré su gesto apesadumbrado, como si estuviera resignado a la triste suerte de vivir con una familia así. Eso pensé, sin sospechar que la aflicción de su rostro bien pudiera deberse al peso de mis dos maletas que ya cargaba con solícita y silenciosa entrega.
La buena noticia fue que no duramos mucho de aquella guisa. Cerca de la entrada, Betty decidió que entráramos de uno en uno en vez de, no sé, girar graciosamente sobre nuestro eje y enfilar la puerta de lado como ritual metodista de bienvenida. Para abrir la puerta real, primero había que abrir otra que sólo era un marco con mosquitera; de nuevo miles de películas y series, caras o baratas, me trajeron a la memoria millones de escenas que incluían una de esas falsas puertas, como que el bueno llamaba al timbre y la chica abre pero entre ellos todavía queda una red que difumina los rostros e impide el contacto. Debería flipar con otras cosas, lo sé, pero no podía evitar que la mosquitera convirtiera la casa en un plató.
Ya me habría gustado. Por fuera no había mucho que ver, pero por dentro parecía el cierre por liquidación de una tienda de Todo a 100. La poca mercancía a la vista no la querría Dolly Parton ni para sus pesadillas; además de unas descoloridas y desiguales figuritas de porcelana barata, el más abundante adorno de la casa eran fotos de gente, supuestos familiares, pensé, dado el carácter eminentemente amateur de las mismas. Había fotos por todas partes, enmarcadas en la pared y en marquitos pequeños sobre las mesas o enganchadas en los espejos. La más grande mostraba una pareja posando en un estudio el día de su boda; el esposo guardaba un asombroso parecido con Phil, pero más grueso y con menos pelo; no era su padre porque la contrayente no era Betty y, además, se notaba que la foto era relativamente reciente. Pues eso, que estaba asimilando información; tenía un año por delante.
El ventanal que se veía desde fuera correspondía a un salón con un gigantesco sofá en beis, sillón del mismo color y mullida moqueta a juego, una torre de música, un mueble con baldas llenas de figuritas y ninguna televisión. Tuve un acceso de pánico: ¿tendrán los metodistas prohibida la tele? La estancia estaba un par de escalones por debajo del nivel de la entrada y al fondo, un pasamanos con barrotes blancos separaba el salón de un pasillo, de nuevo elevado. A la izquierda de ese pasillo estaban la habitación de Betty y la mía, además de un cuarto de baño y un estudio con libros, papeles, trastos y un ordenador personal. Era la primera vez en mi vida que veía uno de esos aparatos dentro de una casa; enseguida supe que era una buena ocasión para adelantarme a mis futuros compañeros de universidad. Tenía que aprovechar la oportunidad, profundizar a lo largo del año en los secretos de la informática para volver a España dotado de un novedoso conocimiento tecnológico; diez meses después, mi máxima y única habilidad con esa computadora sería llegar a la quinta pantalla del Burger Time.
Siguiendo el pasillo hacia la derecha se llegaba a la cocina, que a su vez comunicaba con la habitación de Phil, otro baño y el garaje. Más allá había un pequeño comedor con una puerta corredera que accedía al no menos famoso, típico y peliculero jardín-patio trasero con balancín y cachivaches.
Todo eso me lo había explicado Betty en el hall de entrada, como si quisiera transmitirme un esquema mental de la distribución de la casa antes de conocer las habitaciones personalmente. Empezamos por la mía; acorde con la línea austera de lo que ya había visto, tan sólo constaba de cama estándar, mesa estrecha, espejo largo, armario con patas doradas y pecera. Una pecera gigantesca. Un acuario colosal. Al lado de la cama.
—Peces —explicó Betty al ver que los miraba petrificado.
Sí, los peces. Y la pecera. No una pecerita redonda con dos bichos, no, una señora pecera con filtro de agua, aireador, termómetro, calefactor y luz fluorescente de 25 watios. El océano Pacífico encerrado al lado de mi cama, rugiendo como una zódiac vieja día y noche. Busqué mi reflejo en el espejo, que estaba justo enfrente de la puerta, y me vi entre dos ancianas sonrientes; por detrás asomaba la cabeza de una señora de mediana edad con chándal negro que se ponía de puntillas como si hubiera mucho que ver allí. Más al fondo todavía, divisé la neutra expresión del adolescente con bigote. Quizá si me girara inesperadamente, comprobaría que aquellas personas no existían y que eran espectros que, en mi demencia, sólo yo veía reflejados en el espejo. Me giré poco a poco. Seguían allí, mirándome y sonriendo.
Lo siguiente era visitar el que iba a ser mi cuarto de baño y hacia allí fuimos como la Santa Compaña que éramos, aunque ya sin Phil, al que había perdido de vista después de que dejara mis maletas al lado de la pecera. Desde la puerta del baño miré con miedo y asco una especie de moqueta de peluche anaranjada que cubría el suelo; en una tosca combinación que habría hecho las delicias del Elvis de Las Vegas, la tapa del váter también estaba forrada con aquella felpa despeinada. De nuevo, nos quedamos quietos admirando el progreso higiénico de la humanidad; la anciana, en un gesto que sólo entendería más tarde, señaló el tirador situado en el centro de la tapa de la cisterna y, mostrando la dentadura postiza en todo su esplendor, tiró de él mirándome con los ojos muy abiertos y las cejas alzadas. ¿Me estaba enseñando a tirar de la cadena? No me paré a pensarlo porque Betty, después de indicar que la siguiente puerta era su habitación, dio media vuelta y nos apremió a cruzar el salón en dirección a la cocina. Resultó ser pequeña, casi más pequeña que el frigorífico, cuya puerta abrió solícita la encorvada longeva para mostrarme el bien nutrido interior; es curioso lo difícil que resulta identificar la comida que hay en una nevera si no estás familiarizado con las etiquetas de los envases. Eso sí; en la segunda bandeja, un escuadrón de enormes botellas de cristal mostraban sin pudor el logo de Pepsi, a mí que llevaba años defendiendo los colores de Coca-Cola. Un mostrador de madera separaba la pieza del comedor, donde, al fin, divisé una preciosa televisión de veinticuatro pulgadas de la que Phil hacía uso con un mando a distancia en la mano. Con su habitual gesto imperturbable cambiaba de canal en canal ¡y todos eran distintos! Un cosquilleo me recorrió el espinazo al adivinar el final de mis tristes días televisivos en España, dos cadenas y una emisión de diez horas al día. Canalicé mi incipiente nerviosismo con una amplia sonrisa, celebrada por aquel extraño trío femenino.
Una vez vista la casa, supuse que mis anfitrionas esperaban un gesto de aprobación, de alegría suprema, de éxtasis inmobiliario, pero sólo me apetecía decir:
—Bueno, no es exactamente lo que buscaba. Muchas gracias y perdonen la molestia, pero tengo que coger el avión a España ahora mismo.
Esta vez fueron las huesudas manos de la anciana las que tiraron de mí hacia la habitación del chaval del bigote, la única de la casa que me quedaba por visitar. Me acerqué a la puerta con desgana, pero no pude disimular mi asombro cuando la vetusta guía, empeñada en mostrarme los avances del progreso californiano, se sentó en la cama de Phil de un salto; el colchón respondió al impacto con unas suaves ondulaciones que mecieron levemente a la octogenaria; así supe que mi hermano americano dormía sobre una cama de agua. Un montón de revistas, libros y aperos deportivos ocupaban una de las paredes, pero en la mesita de noche reposaba un ejemplar de Playboy impune, chulesco y desafiante, esto es, a la vista de las ancianas y de la mía propia. Inquieto como si hubiera hecho algo malo, me apresuré a salir de allí para llevarme a las potenciales fuerzas represoras lejos del objeto del delito; salimos a la encrucijada formada entre la cocina, el comedor y el salón. Phil, los pies sobre la mesa, me miró un instante sin girar la cabeza, los párpados medio caídos, y volvió la vista al televisor. Al momento, el bigotito se convirtió a mis ojos en un pedazo de mostacho. Volví a mirar a las sonrientes mujeres que me rodeaban de nuevo: «¿Será que los metodistas promueven la pornografía?».
Betty lanzó un par de órdenes tajantes y sus acólitos se acomodaron tras la barra de la cocina mientras la viuda, cogida a mi brazo, me conducía a la habitación. Una vez allí, y después de un cuarto de hora de ralentizada vocalización, entendí —aunque no las tenía todas conmigo— que me sugería deshacer la maleta porque ella tenía que «guan seif ples dine». Permanecí quieto en medio de mi cuarto mientras Betty desandaba, marcha atrás, el camino hacia la puerta, diciendo no sé qué con su eterna sonrisa en la boca. Me hubiera gustado cronometrar el tiempo que tardó en salir, cerrar y dejarme solo, más que nada por si se había batido algún récord mundial de lentitud en la despedida.
Lo primero que se me ocurrió fue tumbarme en la cama, como si aquello fuera un hotel cutre en el que me iba a hospedar… diez meses. «Ay, dios», susurré mientras pensaba que el colchón parecía demasiado blando. Intenté relajarme un momento pero el runrún de la pecera llenó por completo el presunto silencio. Apoyé la cabeza sobre la oreja izquierda y conté los peces: uno, dos, tres, cuatro… cinco… seis, siete… y ocho.
Acababa de llegar a California y ya tenía ocho enemigos.
Intenté hacer una primera valoración: chungo. Intenté hacer una segunda valoración en positivo: la tele tenía varios canales y la mosquitera molaba por una razón demasiado vaga e inútil. Punto. Así que continué rebuscando motivos de optimismo: Phil tiene un Playboy en la mesita; ¿cuándo tendremos la confianza suficiente para que me deje ojearlo y sacarle el jugo propio de una adolescencia repleta de testosterona? Hay una anciana con la que no contaba; debe de ser la madre de Betty y dormirán juntas en la habitación que no me enseñaron. El formulario sólo ponía un hijo, así que Lori no debe de vivir en esta casa porque además no tiene habitación; el BMW es suyo, fijo. La moqueta del baño me producirá alergia, hongos, herpes, supuraciones. La nevera, repleta de Pepsi. ¿Por qué no hay congelador? He oído hablar de religiones que no permiten la ingestión de alimentos congelados, ¿o eran las transfusiones de sangre…?
—Pipi…
Me dolía la cabeza, tenía la boca seca.
—Pipi…
Abrí los ojos.
—¡Pipi!
—¡Sí! —grité en un español alto y claro.
—Guan seif ples dine nau.
Me había quedado dormido. Los últimos minutos de mi vida pasaron ante mis ojos: El aeropuerto, Betty y Phil, California, los Beatles, San José, la señora del chándal, una anciana, la mosquitera. ¿Qué tenía que hacer ahora?
—¿Pipi…?
Salté de la cama y abrí la puerta. Betty echó un vistazo a las maletas sin tocar y atendió amablemente mi torpe explicación.
—Dormir… —balbuceó el Tarzán que llevaba dentro apoyando la cara en la palma de la mano.
Estaba desorientado, no sabía cuánto tiempo llevaba durmiendo, pero lo que me pareció entenderle a la viuda me despistó aún más:
—La cena está lista.
Calculé que a las seis, más o menos, me había quedado solo en la habitación y al pasar por el salón busqué con la vista un reloj que había divisado al entrar: las seis y media. ¿De la tarde? No podíamos cenar tan temprano; ¿qué me había dicho entonces? Al doblar la esquina de la encrucijada me encontré la mesa del comedor lista para revista, con la anciana, la señora de mediana edad y Phil sentados alrededor de un estofado.
Sonreí. No sé de dónde saqué la fuerza y las ganas, pero sonreí. Imaginé un trozo de aquella carne colonizando mi aparato digestivo y un amago de arcada se revolvió en mi estómago como el aire en una cañería vieja. No estaba preparado física y mentalmente para ponerme a cenar a las seis y media de la tarde, sólo llevaba tres horas digiriendo California después de un vuelo repleto de Toblerones y cacahuetes. No.
—No tener hambriento —argumenté con cara de pánfilo.
—Ah, no, de eso nada, tienes que comer, hombre, ¿a que sí? ¿A que vas a comer un poco de este estofado tan rico?
Era la más anciana. No sé si me estaba diciendo eso, pero sus gestos y entonación traducían el lenguaje universal de las abuelas. En cualquier rincón del planeta ocurre lo mismo; cuando una senil anciana se empeña en hacer comer a un joven que no tiene hambre, los adultos con edad y posición para tomar decisiones se ausentan de sus obligaciones. La propia Betty separó la silla de la mesa para que me sentara en una cabecera; ella ocuparía la otra. Yo miraba al estofado intentando de todo corazón buscar un punto apetitoso, una razón que me ayudara a tragar aquello sin vomitar, pero no sólo era demasiado temprano para merendar, es que el trozo de carne parecía el brazo incorrupto de Kojak; su aspecto sólo invitaba a arrojarlo por la ventana para que Cat, el perro, lo enterrase bajo el cerezo que daba sombra a la triste ventana de mi habitación, donde probablemente habría enterrados cientos de estofados incomestibles. La cena se componía básicamente de aquel proyecto de solomillo con aspecto chamuscado y varios platos que no invitaban a formar una guarnición muy llamativa: había una fuente con guisantes mondos y lirondos, otra con mazorcas de maíz y otra con un puré marrón que podría ser de manzana. Deduje que la vajilla era la de las ocasiones especiales, a pesar de que el tallado barroco del pie de las copas me recordara más los juegos de cristalería que se podían conseguir en las tómbolas de una feria veraniega que el supuesto refinamiento a lo Falcon Crest; además, las servilletas eran bordadas y el mantel de hilo. Claro, que, visto lo visto, también cabía la posibilidad de que todos los días cenaran con tamaño montaje. Betty había dispuesto dos enormes utensilios para cortar el tronco carniforme, aunque yo habría sido más partidario de la motosierra. Antes de asistir al típico trinchado, todavía me quedaba otro rito iniciático.
—Lori…, cuando quieras —indicó la matriarca con solemnidad.
A una señal del Dios Duracell, todos bajaron la cabeza como si se hubiesen quedado sin pilas. Lo siguiente fue que se cogieron de las manos para formar una cadena alrededor de la mesa. Phil estaba sentado a mi derecha, la anciana al otro lado; cada uno me cedió su mano y agarré ambas como el que escoge pistolas para un duelo en el que se sabe perdedor. Lori respiró hondo antes de soltar su panegírico y yo, con los dedos de los pies encogidos dentro de las Adidas John Smith, no sabía si apretar mucho las manos que me habían tendido o sólo tenderlas sin más, pero a ver quién pone la medida en eso mientras pasaba una vergüenza española y católica muy alejada de la metodista California que se mostraba ante mí en todo su esplendor, y esto se avisa, que en los folletos de ForUSA no ponen nada y uno ya se habría preparado para lo que le echaran…
—Señor…, guans weich for jandres Pipi con nosotros. Guan an seif ander durante un año. Feir san burer flai como un hermano. Amén.
También aquello se parecía a muchas cenas de las películas y series que había vivido en TVE y el UHF —el deseo de quedarme a solas con la tele de veinticuatro pulgadas era lo único que me mantenía vivo—, aunque las únicas comiditas que me venían a la memoria eran las de Michael Landon en La casa de la pradera. Pero fue Betty, y no mamá Ingalls, la que inició el trasiego, disponiendo una ración de carnajo en cada uno de los platos que Lori le acercaba entre risitas y aprobaciones fuera de lugar. Las fuentes pasaban de mano en mano, decorando cada plato en verde, amarillo y marrón; los guisantes eran insípidos, la mazorca era como comerse un collar de perlas y el puré, efectivamente, tenía un lejano sabor a manzana muy verde. La hebra carnosa, sin embargo, tenía el amargo regusto del albatros, o del ocelote, o del tapir, en definitiva, de cualquier animal que ni había probado antes de llegar allí ni esperaba probar en lo que me restaba de vida. Para regar el banquete, Phil servía una especie de moscatel encerrado en una de esas botellas cuadradas de jerez, cuyo tapón de cristal, coronado con una bola tallada del mismo material, tenía un tope de plástico grisáceo para que el brusco tintineo no partiera en dos tan delicado envase.
Con los platos llenos —es un decir—, volvió el silencio a la mesa, sólo quebrado por el entrechocar de los cubiertos, bien entre sí o contra la dentadura de la anciana, pues ésta se había entregado con frenética mascadura a la deglución de su rancho. Fue Betty, de nuevo, la que rompió la escarcha que se estaba creando en el ambiente para explicarme la genealogía de los presentes.
—Verás, Pipi…
—Es Pepe… Pe-pe —rebatí. Todos me miraron, sorprendidos, sin dejar de masticar. Betty se quedó congelada, con la cabeza levemente ladeada y los ojos muy abiertos, como rumiando fonema a fonema la exacta pronunciación de mi nombre.
—¿Pie-pie? —susurró con lentitud.
—No… Se dice Pepe —aclaré otra vez. Justo entonces cometí uno de mis muchos errores californianos.
—José es Joseph como Pepe es Joe.
Yo sólo intentaba explicarme.
—¡Joe! —gritó con alborozo la anciana—. ¡Joe! —repitió mirando al resto de comensales.
Betty asintió con una sonrisa, Lori aplaudió dos veces —era hija de su madre, sin duda— y Phil se embuchó una cucharada de puré de manzana. Comprendí que aquella gente había abandonado mi antiguo nombre para siempre. Es más, ya lo habían olvidado. Ya no era Kunta Kinte, ahora me llamaba Joe. Para sellar tan insospechado bautismo, la anciana alzó su copa y gritó por tercera vez:
—¡¡Joe!!
Lo dijo con tal ímpetu que la dentadura salió disparada y aterrizó sobre su propio plato. En un rápido movimiento, cazó la prótesis al vuelo, la depositó entre las encías y me miró con una sonrisa traviesa. No sabía dónde meterme, o mejor dicho, cómo meterme, porque en mi nervioso empeño por restar importancia al incidente derramé una copa sobre el mantel.
Lo que después vino a contarme Betty mientras cenábamos —su lentitud y su paciencia para que la entendiera le valieron mi primera dosis de verdadero cariño filial— era que la señora Miller, nombre de la anciana sentada a la mesa, no vivía en la casa, ni siquiera era pariente, sólo una buena amiga de toda la vida, compañera de trabajo de Betty hasta su retiro a mediados de los setenta. La mayor sorpresa, sin embargo, vendría de donde menos la esperaba: ¡Lori tenía veinticinco años! No disimulé el asombro que me causaba el dato; yo habría jurado que pasaba de los cuarenta y cinco, pero todos se tomaron mi sorpresa como síntoma de que la imaginaba mucho más joven. El resto de sus datos eran que vivía con su novio cerca de Palo Alto (a tres cuartos de hora de Carpet Drive), trabajaba desde hacía dos años en una empresa británica y, ¡bingo!, el descapotable era suyo; es más, se ofrecía a llevarme de excursión por los alrededores al día siguiente. Mientras me hacía partícipe de su breve curriculum, la observé detenidamente; en efecto, si me fijaba bien, no tenía un rostro de señora de mediana edad, lo que la convertía en madura prematura era todo lo demás, en especial el peinado, una melena con capas a lo Farrah Fawcett-Majors que a partir de ese momento iba a ver mil veces repetida en las cabezas femeninas menores de treinta años.
Betty también me habló del chavalote cuyo retrato de boda colgaba en el salón —la muy astuta no me preguntó si me había fijado, sino que directamente dijo: «La foto que has visto en la entrada»—; se trataba de su hermano pequeño, Robert, casado con Sheila. La pareja vivía en Fort Wayne, Indiana, al otro extremo del país, y todos, incluida la señora Miller, los echaban de menos. Phil Johnson, por su parte, asistió impertérrito a los halagos de su madre, un curriculum que incluía ser presidente de no sé qué club en el instituto, pertenecer a no sé qué otra historia relacionada con las matemáticas y poseer el tercer coche que estaba aparcado fuera. Durante el discurso de su progenitora no dejó de masticar búfalo y puré de manzana; nos miraba de reojo y esbozaba una mueca próxima a la sonrisa. El desdén que mostraba, el bigotillo que lucía y el hecho de que tuviera coche y un Playboy en la mesita me ayudaron a visualizarlo como el malo que mola en una película de kung fu.
Betty seguía siendo muy amable conmigo, pero el repaso a las biografías de los comensales no hacía más que aumentar mi inquietud en previsión del probable punto final: el difunto señor Johnson. Temía no estar a la altura cuando Betty señalara la dolorosa ausencia del esposo y padre; podía prever que el espeso silencio instalado sobre la cena me causaría una profunda incomodidad acorde con ese español sentido del ridículo que no había hecho más que aumentar durante el vuelo transoceánico. Sólo sabía que Betty era viuda porque la casilla correspondiente en el formulario estaba marcada con una X; en la carta manuscrita que había enviado a la agencia no hacía ninguna mención a su esposo ni a las circunstancias de su muerte, y supuse que aprovecharía aquella cena de bienvenida para aclarar y zanjar un tema desagradable que estrecharía aún más los lazos de nuestra unión. Sin embargo, Betty saltó del «Ésta es su vida» dedicado a Phil al apartado «Convivencia cotidiana: normas y costumbres», un previsible listado sobre hacer la cama todos los días, limpiar la habitación y el baño una vez por semana, ayudar en la casa, sacar la basura los lunes y todos esos mil pequeños dolores puestos en la Creación para recordarnos que no estamos en el Paraíso. Ya en la sobremesa, la señora Miller, espoleada con mucha guasa por Phil y Lori, se lanzó a cantar a pleno pulmón una melodía que identifiqué como country metodista; entendí que el extinto señor Johnson no iba a ser tema de conversación aquella noche. En principio me relajé e incluso acompañé las palmas con las que Phil jaleaba tan mostrenca performance —un genuino gesto de fascinación freak hacia la anciana con el que subió otro peldaño en la escala de mi admiración—, pero pronto caí en la extrañeza del cuadro presentado: o los Johnson se habían olvidado del cabeza de familia o actuaban como si el padre y esposo nunca hubiera existido. Al comprobar en un apurado repaso visual que entre tantas fotos familiares que adornaban la casa, no había ni una sola de alguien que pudiera ser el señor Johnson, la maquinaria de mi paranoia se puso en marcha para evidenciar la incoherente naturaleza de mi ser: media hora antes habría dado un brazo a cambio de que nadie sacara a colación su muerte, pero ahora mismo daría cualquier otra extremidad por saber todos los detalles del suceso. Lo bueno es que tenía un año por delante para enterarme.
Poco después de cenar —nada dijeron sobre mi ración de guisantes, mazorca y carne sin tocar—, recogimos la mesa entre todos; Lori, detrás de la barra, recibía los platos, fuentes, copas y cubiertos y después de aclararlos bajo el grifo del fregadero, los colocaba en el lavavajillas. La señora Miller sólo rompió una copa.
Llegaron mis primeras despedidas en California; Lori se iba en el BMW y Betty en el Buick para llevar a su vieja amiga a casa. Todas prometían volver; Betty en media hora, las otras al día siguiente.
Así que nos quedamos solos Phil, Cat y yo; por fin me senté frente al televisor. Mi nuevo hermano me entregó el mando a distancia como si fuera la espada mágica del rey Arturo; eran las nueve de la noche y me encontré informativos, telecomedias, concursos, reposiciones y películas. Todo al mismo en tiempo en treinta y cinco canales de televisión. Treinta y cinco. Había necesitado un vuelo de Madrid a Nueva York y otro de allí hasta California para sentarme delante de una tele con 35 canales. Empecé a cambiar compulsivamente hasta que encontré unas imágenes de Robert Plant paseando por un motel desierto y polvoriento. Phil me observaba con curiosidad científica y yo, que me sentía el chimpancé más listo de la clase, pregunté qué estábamos viendo.
—Se llama MTV; emite vídeos musicales todo el día.
—¿Todo el día? —pregunté mientras miraba el reloj con intranquilidad—. ¿Hasta qué hora?
Phil soltó una sincera carcajada.
—Quiero decir que emite vídeos las veinticuatro horas del día… Y todos los días del año —subrayó por si acaso quedaba alguna duda.
Juraría que los nervios y las ganas me hicieron sudar y salivar al mismo tiempo; de golpe, mi estancia en aquella casa cobraba sentido. Diez meses por delante con un canal que emite videoclips las veinticuatro horas del día suponía, a priori, suficiente motivación para quedarme en esa familia que ya empezaba a sentir tan mía como la que había dejado en España. Después de Robert Plant apareció Stevie Nicks en pantalla. Y luego Tom Petty & The Heartbreakers, vestidos de Mad Max pero en cutre para cantar You Got Lucky, y después unos horrorosos que se hacían llamar Loverboy. Cuando Phil se fue a su habitación, Donna Summer interpretaba She Works Hard For The Money. Y salió Pat Benatar y los Duran Duran con Hungry Like The Wolf antes de que llegara Betty y se despidiera hasta mañana y que descanses, Joe. ¡Y ahora el Rock The Casbah de los Clash! Y con el Every Breath You Take de Police, Cat se durmió a mis pies. Y volvió a salir Stevie Nicks con el Stand Back, y Thomas Dolby con She Blinded Me With Science, y el Down Under de Men At Work, y si no me gusta el que va detrás de estos Huey Lewis and The News ya me voy a la cama, pero va y sale el Sunday Bloody Sunday de U2 en directo…
Estaba tumbado en un prado, boca arriba, con los ojos cerrados y los brazos extendidos. Al azul del cielo le habían dado varias capas de pintura y las nubes parecían explosiones de algodón tupido. Me sentía feliz y despreocupado hasta que un leve zumbido comenzó a distraerme. Poco a poco, el mosconeo se convirtió en un escándalo a mi izquierda. Parecía una moto de poca cilindrada o una cortadora de césped; odié al ser humano que manejara la fuente que causaba aquel desorden. Como el ruido se hacía cada vez más fuerte, abrí los ojos lentamente y vi… una pecera.
Mi primer despertar en California fue demasiado brusco; pasé del sueño de una tarde de verano a verme sentado en mi nueva cama, despeinado, desorientado y haciendo acopio de datos. El vetusto despertador chapado en dorado que gobernaba mi mesita marcaba las 11.25 de la mañana, así que me levanté de un salto y salí al pasillo como si mi habitación fuera la nave de Charlton Heston recién llegada al Planeta de los Simios. Nada más asomar la cabeza, Betty surgió del salón con alborozo, pronunció varias frases ininteligibles según pasaba de largo y entró en su cuarto, así que me dirigí al baño, sentí la felpa naranja bajo mis pies y me fui a la cocina. Allí estaban Phil y Lori, esta vez con un chándal brillante de color azul.
—Benos díasss —saludó Phil en un incorrecto español.
—Buenas mañanas —respondí en un incorrecto inglés.
Lori, que venía dispuesta a cumplir su amenaza de enseñarme los lugares más interesantes de la ciudad, me sirvió un café clarito y me ofreció las muchas y variadas piezas de bollería que ocupaban el centro de la mesa donde ayer mismo habíamos celebrado la autopsia de bienvenida. Teniendo en cuenta la cantidad de horas que habían transcurrido desde mi última comida en condiciones, una nueva ola de optimismo me invadió al observar los donuts, bollos y pasteles, además de una jarra de litro con un espeso zumo de naranja, que se me ofrecían como primera comida del día. Hasta el mismo Phil levantó una ceja cuando me vio deglutir donuts como si se acercara el fin del mundo.
Contaba con una visita a monumentos y lugares históricos de San José, si es que los había, por eso las palabras de Lori, después de pedirme que me abrochara el cinturón en su BMW negro, me sonaron a música celestial:
—¿Preparado? ¡Nos vamos a San Francisco!
Es lo que ocurre cuando no entiendes el swahili; efectivamente, algo me había dicho sobre San Francisco el día anterior, pero yo había asentido con efusión, feliz por el simple hecho de haber entendido el nombre de la ciudad y aprisionado por esa vergüenza tan poco torera que mostramos los españoles a la hora de hablar otro idioma. Nada más enterarme del destino de nuestra excursión, una ola de incontenible alegría me invadió el pecho y todos los órganos internos; como si quisiera rebajar mi taquicardia, Lori pulsó el play del casete para liberar una serie de canciones de Kenny Rogers. En circunstancias normales habría sido un auténtico bajonazo, pero camino de San Francisco, habría aceptado hasta la discografía completa de Los Sabandeños.
Lo primero que me llamó la atención en el viaje fue la inmovilidad del peinado de mi conductora; el coche superaba en ocasiones las prudentes 55 millas por hora indicadas como velocidad máxima y aun así, ni un solo pelo de su tocado se removía, enredaba o descolocaba en la mata capeada. Durante los 52 minutos que duró el trayecto, Lori me contó toda su vida con cuidado de hablar alto, claro y despacio; sin duda había heredado la paciencia y amabilidad de su madre. Así fue como supe que llevaba tres años con su novio Desmond, aunque las cosas no les iban demasiado bien, y dos años trabajando en una empresa llamada Redding & Mitchell, en la que albergaba serias esperanzas de ascender a medio plazo. Lo que no pude entender, a pesar de sus detalladas y lentas explicaciones, fue qué fallaba en su relación con Desmond o a qué demonios se dedicaba su empresa. Lo más llamativo es que Lori se sinceraba conmigo de una manera a la que yo no estaba acostumbrado; jamás un adulto me había hablado con esa franqueza sobre sus expectativas, miedos o anhelos. Y, sobre todo, nadie lo había hecho con Kenny Rogers sonando de fondo. La situación era ligeramente incómoda, y digo ligeramente, porque, al fin y al cabo, viajaba en un BMW negro descapotable por la autopista 280 rumbo al Golden Gate, primera visita que mi improvisada guía había anunciado con orgullo franciscano. Antes de Daly City, nos metimos en la 19th Avenue que nos llevaba directos al puente. Cuando por fin lo cruzamos, yo quería hablar de Kim Novak en Vértigo, de Clint Eastwood en Harry el sucio o de Michael Douglas en Las calles de San Francisco, es decir, del casting completo de actores y actrices que asociaba a esos 1350 metros de hormigón y acero pintados en «naranja internacional» aunque lo llamen dorado. Quería decirle que aquel decorado, la mosquitera de su casa o la bendición en la cena, formaban parte de la película de mi vida imaginada, ni peor ni mejor que la verdadera, pero tangible como si fuera real. Quería decir muchas cosas, pero en ese minuto escaso de gloria, saboreando cada metro de puente, mirando al cielo, a los cables, al asfalto, a Lori, a las caras de los otros conductores, luchando por fijar cada milésima de segundo en mi memoria, lo único que parecía era Paco Martínez Soria en la gran ciudad.
Qué le vamos a hacer.
Cuando alcanzamos la otra orilla llegué a gritar un «¡Sí!» como la copa de un pino que mi conductora celebró con un arranque de onomatopeyas cherokees que habrían asustado a los demás conductores de no ser por el endemoniado viento que azota el puente.
El resto del día lo empleamos en patear el Fisherman’s Wharf, esto es, la zona comercial y gastronómica situada en el muelle de la ciudad, sin perdernos las paradas obligatorias —lo que diga Lori va a misa— en los centros comerciales de Ghirardelli Square, Pier 39, The Anchorage o The Cannery. Nunca he sido defensor de las distancias largas a la hora de caminar; desde mi más tierna infancia he promulgado la ley del mínimo movimiento como motor inmóvil de mi universo. Dicha cualidad había forjado en mí un carácter abiertamente contrario al esfuerzo, sobre todo si éste consistía en ver nuevos lugares sin más afán ni fin en sí mismos que ser vistos. Quiero decir, que el tradicional turismo de estar «en cuantos más sitios mejor» no estaba diseñado para mí, a no ser que tal circunstancia se desarrollara en un carrito motorizado de golf, lo cual no era el caso. Y menos mal que, cuando ya pensaba que los marines habían entrenado a mi hermana americana en el turismo de supervivencia, hicimos un alto en la expedición para comernos unos genuinos perritos calientes. La cosa es que Lori estaba convencida de que podíamos ver la ciudad en seis horas, pero, además del muelle y todas su tiendas, lo único que nos dio tiempo a visitar fue una de las calles más absurdas y bonitas del mundo, Lombard Street, esa travesía que entre Leavenworth y Hyde se convierte en una empinada serpentina con curvas repletas de flores.
De vuelta a San José, Lori diagnosticó que yo era tímido, pues apenas si le había contado algo sobre mi vida, a pesar de su insistencia en preguntarme. No le dije que la mitad de las veces no la entendía, y que cuando me repetía, despacio, paciente, una frase por tercera vez, yo asentía y sonreía, sólo para no admitir que parecía tonto o estaba muy cerca de serlo. Tampoco le expliqué que no tenía muchas cosas que contar; que no había grandes emociones pasadas o presuntas en mis diecisiete años de vida, a no ser las propias que vive o espera un adolescente de una pequeña ciudad española en edad de merecer…
—¡Una película! —gritó Lori de repente.
Hasta Kenny Rogers se había sobresaltado desde el radiocasete, y más lo hizo cuando añadió con la cara iluminada y un brillo en los ojos:
—¿Quieres ir al cine?
Asentí con un gesto torpe, incapaz de quitarle la ilusión. Semanas más tarde comprendería que Lori lo decía todo de aquella forma entusiasta. No importaba si se trataba de ofrecer azúcar para el café, preguntar la hora o comentar un programa de televisión; ella vivía cada instante como el más importante, definitivo y trascendental de su vida. Como yo no conocía esa cualidad suya, dije que sí, que quería ir al cine porque creía que si le decía que no, aparcaría el coche en al arcén de la autopista 101 y se echaría a llorar. Un policía de tráfico como los de ChiPS, con uniforme caqui, gafas de espejo y casco blanco, se detendría al lado del BMW negro.
—Disculpe, ¿por qué llora, señorita?
—Es que este españolito de mierda no quiere ir al cine, con la ilusión que me hacía.
—¿Y bien?
—Bueno, verá, es que estoy agotado, llevamos todo el día caminando y todavía estoy ubicándome, como quien dice, y si ahora son las nueve de la noche, a ver a qué hora llegamos a casa, agente.
—¿Te parece que ésa es forma de tratar a una dama? Muchacho, sal del coche con las manos donde pueda verlas.
Tenía tiempo para pensar en chorradas porque a ratos permanecíamos callados, especialmente al llegar ese momento bobo que asalta a los viajeros cuando el cansancio hace mella y parece que el coche no se mueve, que es la carretera la que pasa por debajo como una cinta transportadora. Lori había decidido que los perritos calientes nos daban suficiente autonomía si acompañábamos la peli con unas no menos genuinas palomitas con mantequilla derretida. Por fin, se detuvo ante un panel colosal lleno de títulos de películas y me invitó a escoger una. Acepté con el ya habitual gesto idiota que me caracterizaba, pues no veía cerca ningún edificio que pudiera albergar un cine. Sin preguntar de qué iba aquello, caí en la cuenta de que la penosa costumbre española de traducir los títulos de las películas me convertía en aquel momento en un analfabeto funcional frente a aquel menú cinematográfico; Terms Of Endearment, The Big Chill o Tender Mercies me sonaban a chino y la única que reconocí —aunque ya la había visto— fue Poltergeist.
—¿Seguro que la quieres ver? —preguntó Lori con una mueca que, imbécil de mí, interpreté como advertencia de las muchas pesadillas que podría causarme dicho largometraje.
—Sí, sí, ¡Poltergeist! —afirmé, estúpido, picado por la sombra de la duda.
Lori apretó las mandíbulas; con una seriedad que no había visto en ella hasta entonces —y que más tarde comprendería— dirigió el coche hacia una entrada para vehículos situada a la derecha. Desde ahí divisé la enorme pantalla y comprendí que nos encontrábamos en un autocine. ¡Un autocine! Demasiadas emociones en un solo día. Unos postes con cables dispuestos en cada plaza de aparcamiento permitían escuchar el sonido de la película a través de los bafles del coche; con el sonido regulado y la pantalla nítida en el horizonte del parabrisas me dispuse a destripar, una vez más pero en un formato fabulosamente nuevo, las desventuras de una moderna familia asentada sobre un cementerio indio.
Por eso al cabo de un rato no lograba entender qué coño hacía Lou Ferrigno vestido de romano en aquella enorme pantalla.
A la media de hora de péplum de saldo empecé a ponerme nervioso. La tortura seguía su desarrollo, es decir, no era un tráiler, no era una broma, era una película en toda regla, ¡pero protagonizada por Lou Ferrigno! No entendía nada: ¿Qué quiere decir Poltergeist en inglés? ¿Podía esta mierda que estábamos viendo titularse Poltergeist? ¿Me había metido Lori, con toda intención, en una película que no fuera de miedo? El buen rollo de la excursión se había convertido ahora en abierto desprecio, en deseo de venganza, en delirio de ultraviolencia.
Sobre todo al observar —de reojo, claro— que ella se había dormido.
Los defectos especiales de la película en su traca final nos despertaron a los dos, y ambos disimulamos sin pericia el abatimiento que nos había producido. Como observé que no arrancaba ni hacía amago de ponerse a ello, pensé por un momento si se me estaría insinuando.
—Enseguida empieza Poltergeist —dijo con una resignada voz baja.
Por fin entendía la seriedad de su gesto, la extrañeza que le había causado mi elección, la apatía al entrar en el cine-parking. Poltergeist era un programa doble que alguna mente diabólica había preparado junto a El desafío de Hércules. Si ella no había rechistado ante mi empeño por verla, yo no podía ahora decirle que era broma, que después de Lou Ferrigno nos íbamos a casa. Teníamos dos horas por delante, así que miré al frente y me hundí en el asiento. De forma concienzuda, masticando mentalmente cada una de las sílabas, me cagué en todas y cada una de las muelas de Steven Spielberg.