Enseguida entraron José y varios hombres, que habían sido retenidos por los soldados de Horemheb para que no se entrometieran en el desenlace que le convenía.
Trajeron apósitos con los que cortamos momentáneamente la hemorragia.
Nefertiti lloraba, pero tras unos minutos en los que habló con José mientras intentaban curarme y aplacar mi dolor con algún bebedizo que me supo asqueroso, se sentó frente a mí y me abrazó, ya con los ojos secos y mirada serena. Yo la miré. Adivinaba de qué habían hablado con el anciano.
—¡No quiero un estúpido nombre! —dije—. Soy lo que soy y no deseo más que eso[21].
Ella asintió, haciéndome callar con un dulce gesto. No se trataba de eso.
—Tengo que hablarte. Anoche me contaste todo lo que te ocurrió en mi ausencia, y ahora yo debo decirte algo que me ocurrió a mí en la tuya.
La seriedad de su mirada me hizo callar y asentir.
Cerré los ojos para olvidar el dolor y concentrarme. Me serené y recordé la noche pasada. Recordé que mientras la tuviera a mi lado sería feliz. Recordé que había ganado aquella batalla, la más dura, contra los soldados, el general, el pobre Tut, al que no guardaba rencor… Y había vencido. Todo había valido la pena, puesto que Nefertiti y su pueblo estaban vivos y sobrevivirían. La misión de mi vida se había cumplido.
Volví a abrir los ojos. Le sonreí. Ella esbozó una sonrisa y me habló:
—Me dijiste que me habías dejado sola. Pues bien, no era cierto.
—Estabas con José, ya lo sé.
—No. Dejaste en mí tu semilla y de ella nació un hijo. —Me sacudió los hombros, con lágrimas en los ojos, gritando—: ¡Un hijo, Pi, nuestro hijo!
Comprendí. Yo le había dado lo que Akh no había podido darle nunca.
—¿Dónde está? Tráemelo.
Ella negó con la cabeza.
—No está aquí.
El asombro me hizo contraer el estómago y un latigazo de dolor me removió el cuerpo entero. Sentía una hoguera crepitar dentro de mí.
—¿Dónde está? ¡Quiero ver a mi hijo antes de morir!
Ella me tomó las manos.
—José te mintió en algo. No estamos tan aislados como tú creías. Incluso una persona influyente en la corte profesa nuestra religión y nos mantiene informados. A través de ella supimos lo que ocurría en el país y lo que tramaban los Oscuros.
Yo sentía que no quería oír más.
—¡Malditos los espías y malditos los que los manejan! ¿Dónde está mi hijo?
—Donde puede aprender y hacerse valioso para luchar un día por nosotros y nuestra fe.
—¡Maldita seas, mujer! ¡Dime dónde está de una vez!
—En el kap.
—¡Atón divino! —grité desconsolado, olvidando mis heridas—. ¿Qué has hecho?
—Introducir a nuestro hijo en el kap para que aprenda a luchar con las mejores armas, como tú mismo.
Yo grité, aun a costa del dolor creciente y de la sangre que escapaba entre las telas. Lloré gruesas lágrimas de rabia.
—¿Con qué derecho? Si teníais a alguien en la corte… ¿por qué no contactó conmigo? Yo te lo diré: porque me hubiera negado y José no tendría su futura arma en el kap. Te ha manejado, como tu padre, como Akh, como Atón… ¡Atón! Djeh tenía razón. Sólo somos peones incapaces de evitar ser manejados.
Ella bajó la cabeza. Yo continué gritando.
—¡Has cambiado! Has perdido tu fe e inocencia. ¿Qué te han hecho? ¿Qué te ha metido en la cabeza ese viejo infame?
Ella imploró entre lágrimas:
—¡Compréndeme, Pi!
—¡Eres como tus padres y tus abuelos! ¡Al final, eres como ellos!
—¡No! —replicó—. Esta fe es distinta. Es muy parecida a la de Atón y a la vez muy diferente…
—¡Yo sólo quería huir contigo y vivir en paz! Y tú me hablas de fe… ¿No has tenido bastantes dioses?
—¡Pero no podemos olvidar los miles de hermanos que viven como esclavos, cuando quieren tan sólo lo mismo que tú!
—¡Al diablo con todos ellos! Tengo más hermanos y padres de los que puedo contar… ¿Desde cuándo son tu familia? ¡Maldita sea! No me importan. Yo he luchado por ti, y tú les has entregado a mi hijo… ¡¡para que haga la guerra!!
—¡¡No!! No hará la guerra. ¡Te lo juro! Sólo hablará de nuestra fe desde dentro, y algún día hará que nuestro pueblo sea perdonado o les guiará para que puedan salir en paz de este país donde hoy se nos trata como esclavos. ¡Lo juro por la memoria de Akh!
—¿Qué puedes saber tú? No eres más que otra víctima de la inocente ingenuidad en manos de estos cocodrilos… como yo mismo.
Y me serené, comprendiendo que, al fin y al cabo, ella no tenía ninguna culpa, y acaso el culpable era yo por haberla dejado sola en manos de alguien a quien consideré tocado por algún dios en mi idiota presunción, volviendo a caer en el mismo ingenuo error que con Akh, exactamente como ella… No podía acusarla de nada, pues éramos absolutamente iguales.
Le sonreí a modo de disculpa. Ella me devolvió la sonrisa y mi alma volvió a iluminarse.
* * *
Me tranquilicé al fin, aunque periódicos accesos de ira acompañados de calambres y penetrantes pinchazos de dolor junto a la quemazón en el vientre me recorrían desde la herida hasta los dedos de manos y pies.
Extrañamente, una conciencia clara de que no me quedaba mucho de vida me relajó. La sensación de que me iba con todo hecho me daba una serenidad que jamás hubiera imaginado en este momento. Aquella extrañísima tranquilidad me reconfortó, incluso menguando el dolor.
—Diles a tus monjes que recen a vuestro Dios por mí. He matado a un Faraón.
Los sentidos se me embotaban. Nefertiti se acercó y me dio de beber sus lágrimas, como yo mismo había hecho un día con ella, y me cubrió de besos, lo que devolvió un poco de calor a mi rostro y me hizo sonreír.
Descubrí que no podía odiarla. Aunque me dolía mucho ver su fragilidad tan ingenua y débil, casi veía en mí al que de hecho no era mi padre. Le perdoné todo y me sentí mejor. De hecho, no pude evitar pensar en todos aquéllos que, conociéndome, se habían servido de mí en mayor o menor medida y les comprendí a todos: Ay era padre, Tut era un hijo mimado sin control y con una ambición mal entendida al que no supe proteger de sí mismo. Hasta el mismísimo Horemheb era noble a su manera, luchando contra el poder de los Oscuros, aunque de manera poco limpia.
Pero todos tenían en común una cosa. Una tremenda presión inculcada desde niños. Una conciencia de que ellos eran quienes debían decidir el futuro del país, y esa responsabilidad pesaba tanto que las acciones a menudo se confundían.
Una presión que yo ya no sentía, y cuya ausencia me volvía clarividente.
Les perdoné a todos y me sentí muy bien haciéndolo. Era una sensación extraña. Volví a recordar las tranquilas aguas del Nilo y me sentí de nuevo acunado por su corriente, hasta el siguiente atisbo de conciencia, que me decía que aprovechara los instantes de felicidad que me quedaban. Volví a abrir los ojos, aunque el sueño me atontaba y mis gestos se hacían más lentos.
Miré a Nefertiti. Incluso con el rostro surcado de lágrimas estaba hermosa. Le sonreí. Era feliz teniéndola a mi lado. Cerré los ojos, abandonándome al placer de la ausencia del dolor, dejándome acunar por su imagen sonriente, que yo llevaría conmigo allí adonde fuese.
Pero cuando ya la negrura se apoderaba de mí, un resto de aquel pensamiento cálido me despabiló.
Estaba dando gracias por haber amado a aquella mujer, y recordé con satisfacción que me había hecho un regalo maravilloso.
Un hijo.
Un hijo a través del cual yo viviría.
No me importaba en absoluto haber sido un mísero sirviente. Me sentía como un Faraón que sostuviera a su hijo en sus manos, viendo perpetuada su estirpe.
Un hijo que tendría un nombre de verdad, no un nombre de esclavo o sirviente como el mío, que nadie recordaría. Pero ese niño tendría un nombre que sí sería recordado.
Una inquietud me hizo abrir los ojos.
—Mi hijo.
Apenas podía hablar. Antes de dejarme llevar por el bendito sueño, mis labios se movieron en un susurro.
—¿Cómo se llama?
Nefertiti sonrió. Me besó y con su rostro frente al mío, dijo:
—Moisés.