Dos soldados acompañaban a Tut, dos gigantes que me recordaron inmediatamente a Sur. Corrieron hacia mí, pero la rabia que me inundó al ver a Nefertiti luchando por respirar, atenazado su cuello por el delgado brazo del Faraón, fue un acicate tal que sus durísimas estocadas apenas me parecieron torpes golpes de aprendiz. Lo estrecho de la estancia me beneficiaba, ya que apenas podían atacarme a la vez sin chocar entre ellos.
Tras unos pocos mandobles de mi espada, lancé una patada a la rodilla de uno de mis atacantes, y en el instante en que el dolor subió hasta su kha en su cabeza, mi espada cortó su garganta.
Sin verle, intuí el golpe del otro y me arrojé al otro lado de la cámara, a tiempo para evitar una salvaje estocada del bruto, que rasgó mi costado, abriéndome un buen tajo que tropezó con mis costillas.
Me levanté sin sentir dolor. No era una herida mortal.
Intercambiamos golpes de tanteo, él impresionado por mi resistencia y porque hubiera matado al otro gigante con tal facilidad. Amagué una acometida como la que aún no había acabado con su compañero, que se agitaba espasmódicamente, intentando respirar entre borbotones de sangre.
Me lancé hacia un lado para engañarle, y me dejé caer mientras él se preparaba para repeler un golpe que no llegó, y sin alcanzar aún el suelo le golpeé la pierna, rajando músculos y tendones.
El gigante cayó con un grito salvaje. Aún contuvo dos golpes más, antes de recibir el tercero en el pecho.
Me volví hacia Tut, que casi ahogaba a mi mujer con una preciosa daga contra su cuello.
—¡No te muevas, criado, o tu puta morirá!
La miré a los ojos. Ella intentó aparentar valentía por mí, aunque era evidente que estaba aterrorizada. Temí que recayera en aquella profunda sinrazón, pero cuando le hice un leve gesto, sus ojos me contestaron.
Me enfrenté a los ojos del Faraón. De mi luz. Ojos que veían, pero parecían ciegos de ira. Él, que tanto amor había recibido.
—Tut —dije, tratando de sonar sereno—. Ella no significa nada para ti. Ya tienes a su hija, que te ama como esta mujer jamás lo haría. Lo sabes, pues lo has comprobado por ti mismo en una ocasión a la fuerza. —La señalé con mueca de fingido desprecio—. ¡Mírala! Ya no es la misma. Ha perdido la belleza y la frescura. Incluso ha olvidado a Atón y ha abrazado al Dios indigno de estos extranjeros locos.
Arrojé la espada al otro lado del cuarto.
—Me quieres a mí —proseguí—. Yo, que siendo tu sombra te traicioné, te robé a esta mujer y la he convertido en algo que jamás despertará tu insano apetito sexual. Ella no me importa. Mátala si quieres. Ha servido a mi propósito, que era atraerte hasta aquí, de donde no vas a salir vivo.
—¡Cállate!
—He pactado con los Oscuros, con Horemheb y con Ay, para destronarte y borrar tu nombre de las estatuas para siempre.
—¡Vais a morir los dos! —bramó.
—¡Yo hablé con tu padre! Fui yo el que le emponzoñó el alma para que te quitara el derecho al trono. Influí en tu loco padre y él me creyó.
—¡¡Cállate!! —tronó rociando saliva.
Iba acercándome a él con las manos en alto, aunque tenso como una cobra.
—Pero he conseguido algo que tú jamás lograrías ni aunque tu sucio Amón te diese mil vidas humanas —dije—. Yo le he arrancado gemidos de placer. He hecho que se retuerza debajo de mí, pidiéndome más.
—¡¡Cállate de una vez!!
—¡Eres un lisiado como tu padre, incapaz de dar placer a una mujer! ¡La zorra de Ankhesep finge su placer y disimula su asco con el único objeto de ser Reina!
No esperó más. Se arrojó sobre mí con la fuerza de la locura.
Mi estrategia había funcionado. Lo había provocado de tal manera que había soltado a Nefertiti, aunque si yo no sobrevivía a su ataque tal vez no habría servido para nada.
Había previsto el movimiento, aunque no con tal rapidez, y mientras mis brazos intentaban bajar para interceptar el recorrido de la daga, de abajo arriba, vi ésta brillar mientras se acercaba a mí y seguí su recorrido con más atención que nada antes en mi vida.
Logré detener apenas con mis dedos la entrada de la hoja en mi vientre, lo que frenó un poco su empuje, pero no lo suficiente.
La daga se clavó.
La sentí entrar con un suspiro. Comprendí que era inútil luchar y cambié de estrategia. Dejé que se clavara hasta la empuñadura.
Abracé a Tut con fuerza para evitar que pudiera sacar la daga de mi interior y lo empujé, abrazado a él, hasta la pared más próxima, a un par de pasos, aprisionándole con mi cuerpo.
Desesperado, Tut movía la hoja dentro de mí, pero no podía sacarla. No pude sino dejar que obrara a su antojo, y cuando mi cuerpo lo apretó firmemente contra la pared, levanté las manos, llevándolas a su garganta.
El Faraón, sorprendido, redobló sus esfuerzos por arrancar la daga, pero su mano estaba apretada entre su cuerpo, el mío y la empuñadura de la daga. Un luchador experimentado hubiera desistido del intento de arrancar la daga y se habría centrado en clavar los pulgares en mis ojos o golpearme la cabeza. Eso hubiera hecho yo. Pero Tut era un niño que jamás había recibido más instrucción que aquélla que nosotros, los niños del kap, nos dábamos, jugando a ser mayores.
Comencé a apretar.
Notaba el ardor en mi interior, pero continué apretando.
Vi las lágrimas en el rostro de aquel niño, y los remordimientos me atacaron. Yo lloré también al comprender la enormidad del crimen que estaba cometiendo.
Pero no dejé de apretar.
Los ojos de Tut se tornaron vidriosos. Se movió, desesperado, en busca del aire que yo no permitía entrar… Y tras unas sacudidas convulsas de su cuerpo, dejó de respirar.
Mi luz había muerto.
* * *
Solté el cuerpo y miré la carnicería que había hecho en mi vientre. La puñalada en sí probablemente no hubiera sido mortal, pero los movimientos de la hoja, cortando tejidos y órganos, sí lo serían.
Fui consciente de que iba a morir.
El cuerpo entero me quemaba, pero me acerqué a Nefertiti.
Ella me ayudó a tumbarme y taponó la hemorragia con su túnica.
En ese momento entró Horemheb.
—¡Hola, Pi!