—¡Despertad!
El tránsito de aquel sueño tan placentero y profundo a la realidad física más urgente y cruel me resultó tan violento que mi cabeza pareció estallar.
Unos brazos me sacudían violentamente. Abrí los ojos. Nefertiti estaba de pie y vestida, junto a mí. Le sonreí.
Pero era un joven el que tiraba de mi brazo con tanta fuerza que me causaba dolor.
—¡Nos atacan!
No estaba preparado para eso. Me había parecido que el mundo anterior no era más que un mal sueño que Nefertiti había tornado un dulce descanso.
Pero el chico seguía gritando.
Miré a mi mujer, ahora asistido de toda legitimidad, la de los dioses y la de los hombres. Y continué sonriéndole, amoroso.
Ella, aunque con pena en los ojos, mantenía una expresión segura. Sus ojos me decían que la protegiese… Y no sólo a ella, sino a todo un pueblo.
A nuestro pueblo.
Asentí con la cabeza mientras tomaba mis ropas. Me trajeron mi armadura y mis armas, que me coloqué con los movimientos tantas veces practicados, ante la mirada de determinación de mi mujer.
La miré antes de dejarla. Me obligué a sentir rabia. Ira profunda. Abrí las puertas de mi kha al animal salvaje o espíritu demoníaco que me poseía cuando combatía.
Quería que ella lo viera. Que supiera hasta dónde estaba dispuesto a llegar para protegerla. Que viera la dureza de mi mirada y la crueldad que podía albergar. Que supiese que todo aquello cuanto había pasado, todo el entrenamiento, las sucias artes de la guerra, el frío que habían causado en mi corazón las traiciones, la tristeza, la culpa y el miedo, los hombres que habían muerto hasta ese momento… que todo eso convergía en aquel momento y que lo daría todo con tal de salvarla.
* * *
Una última mirada y salí, obligándome a borrar momentáneamente su cara y el recuerdo de las benditas últimas horas, porque necesitaría toda la furia que pudiese reunir, y me resultaría imposible dar un solo golpe certero con su feliz imagen en mi kha.
Cuando salí al patio, ya se escuchaban las primeras señales de lucha. No me habían avisado hasta que los teníamos prácticamente encima, probablemente por orden de Nefertiti.
Pero, evidentemente, la lucha llevaba ya horas transcurriendo en los sucesivos anillos de vigilancia, como les había enseñado en los entrenamientos de los días felices, antes de que el enemigo llegara por mi culpa.
Además, la experiencia de Nakhtmin garantizaba que, al menos, los atacantes no lo tendrían fácil.
Hice un nuevo esfuerzo por reunir toda aquella rabia que necesitaba para combatir. Ahora comprendía mejor a José y su extraña calma. Cuando se es feliz no se concibe la violencia. En pocas horas Nefertiti me había convertido en algo distinto a lo que siempre había sido, y no deseaba ya luchar.
Pero aunque en los días anteriores había pensado egoístamente en tomarla y huir con ella de aquel lugar a cualquier sitio que pudiera ofrecernos seguridad y anonimato, tal intención quedó simplemente olvidada. Ellos eran su pueblo, y por tanto el mío.
Pensé en el pobre Sur y le rogué que me prestara la fuerza de sus brazos.
* * *
—¡Apofis! —grité—. ¡Poséeme!
Por el efecto del golpe que descargué sobre el primer soldado que vino a mí, casi pensé que mi deseo se había hecho realidad y el peor de los demonios con forma de serpiente había entrado en mí, pero no hubo más tiempo para pensar.
De nuevo me vi inmerso en el combate y mi kha me abandonó para que mi cuerpo volviera a dejarse poseer por aquella bestia. Y en aquel ínfimo momento supe tristemente que tal cosa no tenía nada que ver con mi propósito ciego de defender a la mujer que amaba, sino que era parte de mí, como de todos los hombres, y que mientras no controlásemos aquellos demonios internos, habría por siempre oscuros, codiciosos, envidiosos, guerras, asesinos y asesinatos, espías, robos… y maldad en general.
La razón ya no era proteger a Nefertiti, ni a los hombres y mujeres del poblado, ni cualquier otra, sino la mera ansia de sangre, una vez que la has visto por primera vez, como el instinto primario de los leones, sangre que calma la sed del monstruo y a la vez le emborracha, pidiendo mucha más.
Por tanto, no me detenía a reflexionar sobre el resultado o la situación de la batalla. Tan sólo luchaba desesperadamente y buscaba con ansia casi física un nuevo enemigo que derribar.
Lo que me fue devolviendo a la realidad fue el cansancio en primer lugar, y al rato, las primeras heridas superficiales provocadas por éste, y al fin, la sensación de que todo se me iba de las manos, pues aunque de repente fui consciente de que apenas había ya enemigos, al menos en aquella parte del poblado, supe con la misma seguridad que mientras yo estaba ciego luchando contra meros comparsas o peones de juego, tal vez aquellos por los que luchaba estaban ya muertos o capturados.
La claridad me llegó como un golpe.
—¡Nefertiti!
Olvidé la lucha y comencé a buscarla por todas partes, lamentando mi estupidez. Podrían habérsela llevado ya, y yo golpeando a dianas como aquellas que Sur y yo ensartábamos con nuestras flechas sólo por mantenernos ocupados.
Recorrí las pequeñas estancias. Una detrás de otra, sin éxito. En algunas de ellas, aún había conatos de lucha en los que me vi obligado a intervenir, maldiciendo mi suerte mientras atacaba con rabia renovada.
Abrí una de tantas puertas, sin esperanza ya de encontrarla, y de pronto la vi. Con Tut.