A los pocos días llegamos a la zona en que había combatido a los hombres enviados por mi acompañante, y no pude evitar el macabro placer de mostrarle los restos de la lucha, que el desierto aún no había eliminado por completo.
—¿Qué es esto? ¿Por qué me has traído aquí?
—Aquí es donde acabé con los que enviaste a matarme. Quiero que lo tengas presente, pues estamos cerca de nuestro destino.
—¡Me insultas!
Yo reí sin malicia, encogiendo los hombros.
—Ya. Tal vez un poco más sutilmente de lo que vosotros lo hacéis, pero tienes razón.
No dijo nada y yo disfruté de mi ironía como un niño que se sale con la suya.
* * *
Mantuve unas horas el rumbo y luego comencé a buscar signos conocidos en el terreno. Nos movimos en círculos, peinando la zona y creando a su vez pistas falsas que confundieran nuestro rastro. Suponía que estábamos muy cerca, y que de un momento a otro sorprendería a alguno de los guardias plácidamente adormilado en su puesto, lo que me hizo sonreír con cariño.
Pero las horas pasaban y no encontrábamos nada.
Las colinas se sucedían y no recordaba en absoluto cuál de ellas ocultaba el pequeño poblado. Tampoco distinguía signos de humo, lo que me preocupó, pues me acordaba de que los fuegos eran encendidos indolentemente a pesar de mis airadas quejas.
Pasamos por un pequeño espacio entre dos abruptas colinas. Nakh me miró con las cejas arqueadas. Sabía lo que quería decir: era un lugar apropiado para una emboscada y nada aconsejable para dos hombres solos… pero yo volví la vista al frente sin hacer caso de su silencioso reproche.
De pronto, un grito nos sobresaltó.
—¡Alto!
Levanté la vista. Había varios hombres que nos apuntaban con arcos de tamaño medio. Ni les habíamos oído.
—¿Quiénes sois? —preguntaron.
Yo sonreí con verdadero orgullo.
—¡Os he enseñado bien! Me enorgullezco de vosotros.
Sus expresiones eran fieras y decididas. Parecían soldados de verdad y aquello no me gustó mucho. Aún me encontraba sonriendo como un estúpido, pese a que ya comenzaba a preocuparme y mi gesto se endurecía por la impaciencia, cuando uno de ellos sonrió:
—¡Es Pi!
Todos bajaron los arcos. Unos me abrazaron y otros me palmearon la espalda cariñosamente. Se habían convertido en hombres… Y ahora venía yo de nuevo a ponerles en peligro.
—¿Es amigo tuyo? —preguntaron.
Miré a Nakh, divertido.
—Lo es, pero nunca se sabe —respondí—. Vendadle los ojos y dadle unas cuantas vueltas entre las colinas para despistarle.
* * *
Enseguida me llevaron al poblado. Cuando lo vi, parecía que nada hubiera pasado y tan sólo unos minutos antes hubiera corrido desconsolado por mi culpa, fuera del alcance de los reproches de mi Reina…
¡Y ahora debía enfrentarme a ella de nuevo!
Me llevaron sin perder tiempo en presencia de José. Estaba menguado, pero sus ojos eran los mismos. Me abrazó.
—¿Qué nos traes?
Bajé la cabeza.
—Me temo que malas noticias —dije—. Vuestra profecía se va a cumplir. En este momento vienen soldados hacia aquí.
Extrañamente, el anciano ni se inmutó.
—Os pido perdón —añadí—. No tenía otro sitio adonde ir, y tengo que protegerla. Me dijeron que vienen a por ella. —Y le expliqué brevemente la situación.
El anciano sonrió.
—¡Pobre Pi! Eres como un conejo en un nido de hienas.
—¿No vais a enfadaros conmigo? —me asombré—. ¡Os traigo la destrucción!
—Tú vienes a protegernos, no a destruirnos. Otros vendrán con tal fin.
—Por mi causa.
—No. Porque Dios lo quiere así. Pero no temas, no nos entregaremos de buen grado.
Asentí, satisfecho.
—He visto que el entrenamiento ha dado sus frutos —comenté.
—Sí. Debo reconocer que al principio me opuse a ello con todas mis fuerzas, pero ella nos hizo ver que tenías razón.
—¿Ella?
—Sí. Ella conoce y profesa ahora nuestra fe.
Solté una carcajada.
—No es una broma. Lo verás por ti mismo. Y convendrás conmigo que tu mayor vulnerabilidad es la ausencia de una luz que te guíe.
—Yo no necesito a tu Dios.
José sonrió con paciencia. Su sonrisa me resultó más ofensiva que su reproche.
—¿Y qué eres sin Dios, Pi?
—Soy yo mismo, y ningún dios ni sus codiciosos sacerdotes volverán a manipularme.
—Si no olvidas ese rencor, no podrás abrirte a mis explicaciones. Es importante que me escuches antes de verla.
—¡No quiero explicaciones! ¡Soy lo que soy! Me crié bajo la premisa de que no había más dios que Atón, y cuando crecí en su propia morada, descubrí que el único dios en quien me habían enseñado a creer no era sino un sueño, y las alternativas eran fruto de la codicia humana. ¿Cómo puedo escucharte a ti ahora?
El buen anciano suspiró, encogiéndose, y me palmeó en un gesto de comprensión.
—Renuncio a los dioses —dije—. Sólo quiero vivir mi tiempo de vida en paz con la mujer a la que amo y que ahora no me dejáis ver.
Él asintió, aceptando su derrota.
—Te está esperando.
Yo temblé ante el inminente reencuentro. El anciano hizo ademán de volverse, pero le retuve un instante, temeroso de encararme con la mujer que tanto amaba… y ahora temía.
—Confiad en Nakhtmin para dirigir la defensa —dije—. Es un gran general… Pero mantened a su lado a un hombre con una daga presta. Ya no confío en nadie.
El viejo asintió.
—Has cambiado —comentó.
—A mi pesar.
Me abrazó y se fue.