35

En una hora, Nakhtmin y yo estábamos fuera de la ciudad, donde nos reunimos con el hombre de Ay, que llevaba cuatro caballos cargados de comida y armas.

Nos pusimos en camino al galope. Enseguida pasamos por el pueblo que me costó tanto dejar, y adiviné a Nefret en su templo. Lancé al aire una callada plegaria deseándole suerte.

Mi acompañante no me habló en horas, lo que agradecí profundamente. Cuando notábamos que los caballos se agotaban, cambiábamos de montura y dejábamos que el exhausto descansase.

Paramos un par de horas para descansar. Nakhtmin dormía mientras yo meditaba, dejando que la noche me infundiese esperanza y energía.

Si mi padre sabía por mí del paradero de Nefertiti, en aquel mismo momento el poblado estaría ya arrasado y ella en su poder o muerta. Mi única esperanza era que ni yo mismo sabía a ciencia cierta dónde estaba el poblado, y si mis indicaciones no fueron muy precisas, a poco mermado por la droga que estuviese, tal vez no lo hubieran encontrado aún, aunque quizás era una esperanza vana, pues mi padre peinaría cada roca del desierto si era preciso con tal de obtener mercancía tan valiosa.

En principio, ésa era mi baza. Que él la necesitaba viva para entregarla a los Oscuros o al mismo Tut, pero también era un razonamiento igualmente vano, pues sabía que mi Reina tenía suficiente valor para quitarse la vida, antes que volver a manos de su hijastro.

El breve contacto de una mano en mi hombro me sacó de mis elucubraciones.

—¿No descansas?

—Sí. No necesito dormir para descansar. El desierto y la noche me dan fuerzas.

—Nos harán falta.

—¿Por qué lo dices?

—Sabes que, pase lo que pase, habrá lucha.

—No tiene por qué haberla.

—¡No seas ingenuo! Si se la han llevado, iremos en su busca, pero si nosotros llegamos antes…

—¿Entonces qué?

—Tu padre es zorro viejo. Podría haberte mentido y preparado todo eso para que le conduzcas hasta ella.

—¡No puedo saberlo! No sé si dije algo o no dije nada. Pero es mejor hacer algo que quedarme con el cargo de conciencia de no haber ido.

—¿No podríamos…?

Me abalancé sobre él.

—¿Qué? ¿Negociar? —espeté—. ¿Es idea tuya o cosecha de tu padre? ¡Lárgate! ¡Vete! ¡No te necesito!

—¡He dado mi palabra!

—Y yo te libero de ella, ya que tan presto estás a cambiar de planes.

—¡Seguiré contigo! —gritó empecinado.

Yo escupí mi réplica:

—Sí. Y lo harás sólo porque conmigo de momento estás más seguro que con tu padre. No te importa tu hermana ni tu padre. Le salvaste para proteger tu futuro reinado. —Le agarré del cuello—. ¡Pero escúchame bien, víbora! Si como dices hay lucha, estaré igual de atento a tus movimientos que a los del enemigo, y juro por tus dioses más sagrados que no me importará rebanarte el cuello si noto la más mínima duda.

Se revolvió, desasiéndose.

—¡Combatiré con nobleza! Pero eres tú el que nos lleva a esta lucha.

—Sin duda. Y por primera vez, obraré por mí mismo, sin servir a nadie. Es hora de irnos.

* * *

Mientras cabalgábamos, medité las palabras de Nakhtmin, que, aunque maliciosas por su egoísmo, eran ciertas. Era una verdad que me había ocultado a mí mismo, pero no podía confiar en mi padre más que en Ay, Tut o los mismos Oscuros.

Si no se la habían llevado ya, en caso de que yo hubiera hablado de más ante mi padre, ahora los estaba conduciendo hacia ella. Era más probable lo primero que lo segundo, y, sin embargo…

Una idea bulló de repente, enturbiando mi alma como el fango espeso y oscuro que a veces trae el Nilo tras las crecidas. Era cobarde y ruin por mi parte, pero no menos de como yo mismo había sido tratado por todos ellos. Yo disponía de una moneda de cambio que me valdría tanto para los Oscuros como para Horemheb: la llave que controlaba a Ay.

Tenía a Nakhtmin.

Por eso Ay quería atraparme en su chantaje emocional, como su hijo y hermano de Nakhtmin, para que no pasara por mi cabeza tal pensamiento.

Algo se rebeló dentro de mí. Supe que de algún modo era la voz de Akh, que, por falsos que fueran algunos de sus dictados, era un corazón noble y jamás hubiese permitido que se dañase a uno de los niños del kap, este hijo de su suegro y hermano de su Reina.

Miré el cielo. Siempre me había preguntado si Akh me reprocharía el haber amado carnalmente a su esposa. Si bien Akh era muy liberal en lo referente al sexo y sus amantes y esposas menores eran bien conocidas, y aunque Nefertiti tenía el mismo derecho, jamás supe que lo hubiera usado, lo cual era extraño, teniendo en cuenta la minusvalía física de su marido. Sólo le conocía como amante aquel maldito amuleto de la diosa del placer, Hathor, a la que rogaba una nueva oportunidad de engendrar un hijo varón, y que tanto daño había causado. Siempre me pregunté si todo hubiera sido diferente en caso de que tal escena no se hubiera desarrollado. Aunque supongo que sí, no puedo evitar asociar aquel amuleto con la causa de la desgracia de muchos.

Suponía que, donde fuera que estuviese Akh, si se había manifestado para evitar una infamia, la de usar a Nakh como moneda de cambio, si mi contacto carnal con Nefertiti le hubiera enfurecido, con más vehemencia se hubiera manifestado ante mí, no sólo para procurarme peligros y tristezas, sino para que supiera inequívocamente que era él quien las causaba. No. De algún modo, Akh aprobaba mi conducta.

Era lógico pensar que sin las ataduras físicas de su cuerpo enfermo, y ya no sujeto a los dogmas, enseñanzas y vicios paternos, su espíritu había crecido y florecido como una planta de papiro, como no había podido hacerlo en vida. Así pues, debía de sentirse feliz de que al fin su Reina fuera amada y cuidada como se merecía, por más presuntuoso que esto sonara en mis oídos.

Decidí pues no valerme de Nakhtmin. Di las gracias a Akh y le pedí ayuda, pues al negarme tal baza todo sería más complicado, así que sería justo que me procurara un poco de ayuda.

Miré a mi acompañante. Me sentía más sereno ahora que tenía la conciencia tranquila.

Yo no valía para las maldades y Nakhtmin no era idiota. Lo hubiera notado, quizá tan sólo en la expresión menos iracunda y más culpable de mi cara, aunque no debía confiarme por eso, pues quizás él sí valía para las maldades, como su padre, que ya me habían traicionado una vez cada uno.

* * *

Los días de viaje fueron transcurriendo. Apenas hablábamos y todo se reducía a una especie de rutina. Los dos éramos soldados y la disciplina no nos resultaba difícil, con lo que apenas hacíamos las paradas imprescindibles para que los caballos no reventaran, más frecuentes conforme avanzábamos, puesto que el terreno se hacía más difícil.

A pesar de ser un soldado, Nakhtmin no comprendía que pudiese descansar mirando al desierto de noche, absorbiendo su fuerza y gozando de su frescor. Supongo que pensaría que le estaba vigilando y se admiraba (o quizás eso le asustaba, preguntándose de qué estaba yo hecho) de que no necesitase dormir. No hablaba y su actitud era distante y orgullosa. Casi me daban ganas de reír, pero me contenía, pues me convenía tener a Nakhtmin ofendido y en deuda conmigo.

* * *

—¿No te dañas los ojos?

—¿Qué?

Era una mañana hermosa y aún no hacía mucho calor. Los caballos llevaban un buen paso y me encontraba cómodo. Durante unos instantes había recordado una sensación de tranquilidad semejante, cuando Tut me llevaba de paseo por el Nilo en una de las pequeñas falúas, casi de juguete, construidas especialmente para él. No recuerdo momento de mayor paz que aquél, en que levantaba la mirada hacia Atón y cerraba los ojos, recibiendo en mis párpados los reflejos de sus rayos en el agua, mientras el leve bamboleo me acunaba y yo me abandonaba a esa semiinconsciencia apartada de los problemas mundanos donde tanto tiempo debía de haber morado mi Reina. ¡Ah! Si pudiéramos ir a aquel lugar los dos juntos… No me importaba en qué estado corpóreo, o espiritual, vivos o muertos.

Pero Nakh me sacaba de aquellos dulces pensamientos con sus triviales preguntas.

—Nunca he visto a nadie que pueda mirar tanto tiempo directamente al sol como tú.

Sonreí.

—Un amigo mío podía hacerlo y yo me preguntaba lo mismo respecto a él. Creo que al morir me regaló esa capacidad. Tal vez quiera que aún tenga fe en Atón.

—¿Y quién era ese amigo tan entregado a Atón? —preguntó.

—Su hijo AkhenAtón… ¿Quién si no?

Calló asombrado, para mi alivio, aunque ya no pude volver a aquel estado de feliz asueto que mi amigo Akh me había regalado antes de la batalla.

Se me ocurrió que tal vez no era un buen presagio.