34

—¡¿Qué?! —rugí.

Los sollozos le sacudieron brevemente.

—Me han obligado —dijo—. Tienen a mi Nakh. Me dijeron que si no les entregaba tu cabeza, él moriría. Yo creía que no tenía a nadie más, pues Nefer estaba fuera de este mundo, pero si ella está bien… Te necesita más que Nakh a mí, y de todas maneras dudo que me dejaran con vida.

Empuñé mis armas, alarmado. Me aparté de él.

—Llegarán de un momento a otro —dijo con calma.

Me dispuse a correr hacia la puerta.

—¡Pi!

Ay me agarró con fuerza del brazo. Lo aparté con rabia, haciéndolo caer.

—¡Saben dónde está Nefertiti!

—¡¿Qué?! —grité—. ¡No puede ser!

—Te drogaron. Tu infame padre necesitaba algo para negociar con los Oscuros, y tú se lo diste.

—¡No!

—¡En cuanto acaben con nosotros, el mismo Tut irá a por ella!

La rabia me dominó de tal manera que la visión de mis ojos se tiñó del color de la sangre. Di un paso hacia Ay, que retrocedió aterrorizado.

—¡Compréndelo! —exclamó—. Tú y yo estábamos perdidos y sólo podía salvar a Nakh negociando.

Levanté mi espada hacia él, dispuesto en verdad a matarle, pero su mirada se serenó, esperando el golpe que haría justicia. Ni siquiera puso sus brazos entre mi espada y su cuello, sino que casi parecía ofrecerse, como una ofrenda para expiar un pecado imperdonable.

No era un cobarde.

La espada no llegó a su cuello. Y no fue por mi piedad, sino por un ruido que me alarmó, y mi instinto de soldado me dijo que había algo más acuciante a lo que dedicar mi atención.

Corrí hacia el sonido de pasos acelerados, y apenas cruzar el umbral de la puerta que daba al gran patio abierto, por la puerta frente a mí entraban los primeros soldados.

* * *

En aquel mismo momento olvidé a Ay y, como una víbora acorralada, me lancé a por ellos, arrojando todo cuanto encontraba a mi paso para evitar que lanzaran sus flechas sobre mí, y tener la oportunidad de entrar en una lucha corta. Jarrones carísimos, pequeñas sillas y un sillón cumplieron su función, aunque observé que no llevaban arcos, sino armas cortas.

Me querían vivo.

Al primero lo ensarté tras desviar su torpe estocada, al tiempo que daba una patada al siguiente, consiguiendo así mantener el espacio de la ancha jamba de una puerta, obligándoles a luchar de uno en uno.

Al poco, un tapón de cuerpos casi obstruía la pequeña puerta y salté sobre ellos, loco de ira, para continuar mi combate suicida, pues sospechaba que de un momento a otro entrarían por otros lados del patio, haciéndome vulnerable.

Pero la furia del primer momento, que atemorizó a los soldados, se consumió con el tremendo esfuerzo, y los atacantes poco a poco tomaron confianza ante su creciente número, acorralándome hasta hacerme llegar de nuevo al patio, que debía evitar a toda costa.

Mis brazos se cansaban y yo jadeaba como un caballo exhausto.

Volví corriendo a la sala donde había tenido el encuentro con Ay, para tomar aire. Casi agradecí abandonar el patio abierto, pues el brillante y agotador sol de Atón parecía reírse de mí.

El combate continuó. A cada adversario que derribaba, le sucedían dos, y mi táctica cambiaba según el aire que contuvieran mis pulmones.

Acabé defendiéndome como podía.

Apoyé mis brazos sobre las rodillas, aún sujetando las espadas, para intentar llenar de aire mis agotados pulmones y calmar su ritmo alocado. Uno de los hombres corría hacia mí; yo apenas podía levantarme.

A medio camino, una flecha se clavó en su pecho y cayó ante mí. El siguiente corrió igual suerte.

Miré hacia atrás. El buen Ay sostenía un precioso arco negro de algún material noble que no identifiqué, y disparaba flechas como un maestro.

No dijo nada. Sólo me miró, y yo reconocí la mirada serena y firme que siempre le había caracterizado. Volvía a ser él.

Pero estábamos igualmente condenados. Yo recuperaba el aire justo para un asalto más, pero no iba a durar mucho más aquello, pues Ay no podía hacer otra cosa que disparar sus flechas, y no tenía muchas.

* * *

Oímos gritos detrás de los soldados y pensamos que se trataba de refuerzos, con lo que todo estaría irremisiblemente perdido. Nos miramos. Ay me sonrió y yo asentí con la cabeza mientras miraba hacia arriba. Sólo dije:

—Nefertiti estará bien.

Pronto seríamos libres para ser responsables de nuestras acciones, ante Osiris o ante quienquiera que fuese, dios o demonio.

De pronto los gritos arreciaron, y nuevos sonidos de lucha se abrieron camino hasta los soldados, que se desentendieron de nosotros y volvieron al gran patio para combatir a un supuesto atacante.

No podíamos movernos. Yo estaba exhausto y sólo podía jadear. Sin poder creérselo, Ay miraba cómo en el patio se libraba una lucha salvaje. No podíamos saber quién había acudido en nuestra ayuda. Rogué en silencio que no fuera Usermont, aunque no me imaginaba a nadie más. Con esta acción, arruinaba definitivamente su carrera y ponía su vida en peligro.

Tendría que llevarle también conmigo.

* * *

Al rato, el combate concluyó y aparecieron unos soldados anónimos. Apenas quedaba una media docena, y tras ellos se dejó ver el general Nakhtmin, que corrió a abrazar a su sorprendido padre, que abrió la boca, jadeando de asombro. Yo reaccioné con rabia.

—¡Tú!

—¡Rápido! Debemos irnos. Ya habrá tiempo para explicaciones. —Me miró.

Yo tragué mi rabia y asentí.

—Pero no serán olvidadas —le advertí.

* * *

Los seis hombres cubrieron nuestra retirada y a los pocos minutos nos habíamos mezclado entre la multitud. Yo les di instrucciones de acudir al barrio de Usermont. Él nos encontraría escondite.

Corrí para adelantarme, aunque extremando las precauciones. Apenas entré en el barrio, me pararon para interesarse por mí. Estaba herido y dejé de cubrirme con una túnica oscura de Ay, aunque la guardé para Usermont, como pago a la otra que había perdido. Les ordené llevarme a un lugar seguro que no comprometiera al buen juez y adonde llevarían a los hombres que llegarían en cuestión de segundos, y que me apresuré a describir, no fuera cosa que alojaran a un soldado o un espía de Tut.

Tras una breve conversación, me acompañaron a una pequeña casa, donde me dieron de beber y comer, y curaron mis heridas con natrón.

Al poco, llegaron mis acompañantes.

Ay fue a decir algo, pero le hice callar con un gesto que no admitía réplica, mientras miraba fijamente a Nakhtmin. El anciano comprendió y asintió, dejando hablar a su hijo.

—Me engañaron —dijo éste—, lo mismo que ahora han engañado a mi padre. —Bajó la cabeza, avergonzado—. Parece que la ingenuidad la llevamos en la sangre. Te ruego me perdones, pues no fui consciente de mi acción, ni de que iba en pos de mi propia hermana, a la que jamás haría daño. Y si mi padre te considera, como me ha dicho, un hijo —Ay asintió con la cabeza—, tú eres pues mi hermano. Perdóname. Me ofrezco a reparar mi falta yendo contigo a socorrer a mi hermana.

Miré a Ay, buscando su opinión.

—Puedes confiar en mi hijo —dijo—. Ahora estamos juntos y no hay más mentiras.

Al fin me rendí y tomé la mano de Nakhtmin.

—De acuerdo. Nos iremos los tres.

—¡No!

Volví la mirada, sorprendido. Ay era de nuevo el orgulloso estadista de antaño.

—Yo no huiré. Si vosotros dos estáis bien y protegéis a Nefer, los Oscuros no tienen ya nada con lo que presionarme. No les tengo miedo, ni a ellos, ni a Tut, ahora que no tienen con qué dañarme. Además, si fuera con vosotros, no sería sino una rémora, y debéis correr, pues tal vez hayan partido ya a por ella, y si todavía no lo han hecho, lo harán cuando sepan que hemos escapado.

Miré a Nakh.

—¿Cómo escapaste de los Oscuros? —le pregunté.

—Jamás me tuvieron. Sólo hicieron creer tal cosa a mi padre para que te traicionara, pero no podía llegar hasta él, ni enviarle un mensaje… Pero tú relajaste sus defensas con tu entrada espectacular, y así pude acudir a ayudaros con mis hombres.

Les miré con gravedad.

—Pues si Horemheb —evité decir «mi padre»— conoce el paradero de Nefer, sin duda no renunciará a una baza tan importante para someter a Tut y tal vez negociar con los Oscuros.

En ese momento llegó Usermont. Enseguida le pusimos al corriente. Cuando terminamos nuestro relato, de súbito rió a carcajadas, sorprendiéndonos a todos. Ante nuestra perplejidad y con franca jovialidad, nos explicó entre risas:

—¡Mira por dónde, Ay va a ser quien me reconducirá como juez! Yo le protegeré de los Oscuros y él me promoverá a visir. Sólo entre los dos podremos hacer frente a los Oscuros y a tu padre.

Ay asintió sin sonreír ante la bravata de mi amigo, aunque yo, que le conocía bien, sabía que hablaba en serio. El viejo, que ya no lo parecía, me tomó por los hombros.

—Tengo que pedirte algo, aunque no tenga derecho.

Yo no respondí. Él continuó.

—Ahora sois hermanos. Te ruego que protejas pues a tu hermano, como a Nefertiti. Yo tengo un pacto con los Oscuros.

—¡¿Qué?! ¡Por Atón! —respondí, y comencé a sentirme estúpido por repetir siempre el mismo gruñido, sin tener jamás las respuestas, salvo las que se dignaban darme aquéllos que me manejaban como si fuese una de las marionetas con que jugábamos de niños en el kap. Ay continuó:

—Así es. A pesar de todo, los Oscuros siguen prefiriéndome como Faraón antes que a Horemheb, demasiado ambicioso para sentirse cómodos con él.

Nakh intervino, encarándose con su padre.

—Pero ni los mismísimos Oscuros se atreverían a acabar con la vida de un Faraón. Su propio fanatismo es la mejor defensa que protege a Tut.

—No me revelaron su plan, pero es firme. De un modo u otro acabarán con él. Y una vez que yo reine, si no acaban también con Horemheb, habrá guerra entre él y yo. Por eso debes ser protegido. Tú eres mi sucesor. Si lográis esconderos, algún día serás Faraón y nuestra estirpe perdurará, por mucho que mi nombre sea borrado.

Negué con la cabeza, asqueado.

—¡Una cosa tenéis en común con mi padre! ¡La ambición! Incluso sabiendo que no seréis sino títeres, continuáis codiciando el reino. Decidme, ¿acaso creéis que con eso llegaréis tal vez a ser dioses como lo creía Akh?

No contestaron. Yo continué.

—Protegeré a Nakh mientras me acompañe y él haga lo propio conmigo, como soldado que es, y se exponga al peligro del mismo modo que yo. Pero lo haré sólo por Nefer. Mi propósito es retirarme con ella y no volver a aparecer jamás. No he dejado de ser un instrumento de Tut y más tarde de mi padre para ahora convertirme en vuestro instrumento de codicia, por más padre o hermano que os declaréis. Ya he perdido un padre. No me importa perder otro, ni cien más… ¡Mira por dónde ahora me salen familiares por los sobacos!

Nakhtmin dio un paso al frente, hacia mí, ofreciéndome una mano que yo no tomé.

—Me parece justo —dijo.

Ay calló, apartando la mirada, lo que espoleó mi rabia. No pude evitar ser cruel.

—¡No dejes de mirarme! Pronto olvidas que me has traicionado. Olvidas que vas a pactar con los Oscuros y traicionarás a Akh. Y lo más importante: en tu codicia sin límites has olvidado a tu hija, que está en peligro mientras tú maquinas y tratas de utilizarme en nombre de mi amor por ella. ¡Me dais asco! Tal vez en verdad merezca gobernar Horemheb, aunque me inspira lo mismo que tú.

Levantó la cabeza, altivo.

—¡Somos lo que nos enseñan a ser!

—¡Te equivocas! Eso es una excusa para maquillar tu codicia y la de tus padres. ¡Qué decepcionados debieron de quedar cuando Nefertiti tomó su propio camino! Dime, Nakhtmin, ¿qué sientes al ser el instrumento de tu padre y tu abuelo? Incluso si llegas a reinar, no estarás sino cumpliendo la voluntad de ellos. ¡No tienes vida propia, sino que vives la de ellos!

Levantó la cabeza con falso orgullo.

—Yo obro según mi conciencia —repuso—. Y aunque una vez me equivoqué, cumplo mi voluntad acompañándote. ¡No hagas que me arrepienta!

Me puse en actitud de combate, en guardia, alzando mis magullados puños.

—¡Haz como te plazca! Yo no te debo nada, pero tú sí a tu hermana. ¡Y ya hemos hablado bastante! —Miré de nuevo a Ay—. ¿Podrás invertir algo de tu fortuna en unos caballos, armas y comida para tu futuro Faraón, y llevarlos fuera de la ciudad?

Ay me miró con dureza, pero asintió. Yo no podía callar:

—Y pensar que venía a convencerte de que vinieras a vivir en paz junto a tu hija… ¡Cuando ya podía estar junto a ella! —Me volví al fin hacia Usermont—. Tú eres mi único amigo. El único que permanece fiel a lo que pensábamos y aprendíamos en el kap.

Él asintió.

—Protege a la Reina —dijo.

Nos abrazamos.