En ausencia del juez, inspeccioné la casa. Era pequeña, pero fresca y limpia. Pequeñas habitaciones en torno a un patio central, donde crecían árboles frutales que daban sombra y refrescaban el ambiente con su perfume.
Resultaba extraño que materiales tan perdurables como la piedra se usaran en templos, moradas de eternidad, etc., y en las viviendas (desde el Palacio Real hasta la más humilde) se empleara el frágil y perecedero adobe, ladrillos de barro mezclado con paja y secados al sol.
Una casa media tenía entre tres y diez habitaciones en línea, siendo el número más habitual cuatro: una entrada que recibía a las visitas y donde se solía colocar algún altar de la divinidad preferida; una sala central que veía los acontecimientos más importantes y cotidianos de la casa; una cocina con salida de humos en el techo, aunque a veces solía situarse fuera de la casa para evitar los incendios; y el dormitorio, donde se situaban las esteras, o las camas en el caso de los más ricos, de cuerpo de mimbre o madera decorada y policromada, con sostén de fuertes telas de papiro, cáñamo o cuerda. Se usaban cojines de plumas de ánade, aunque en las noches frescas se utilizaba una cabecera de madera para el cuello con adornos taraceados.
Las casas solían ser de una planta y tenían pequeñas aberturas a modo de estrechas ventanas en lo más alto de los muros, para dejar pasar algo de luz pero no el tremendo calor. También había una terraza, una bodega donde se guardaban los bienes y un horno de ladrillos refractarios, alimentado con excrementos secos mezclados con paja, que ardía bien durante mucho rato y no despedía mal olor, y finalmente un pozo de piedra para guardar agua.
Las más ricas tenían amplios patios con estanques donde se veían peces y crecían los sicómoros, palmeras datileras y acacias.
El tejado solía ser plano y el suelo, de tierra apisonada, por debajo del nivel de la calle, con un profundo hueco donde se situaba el brasero para calentar las noches de invierno.
Las fachadas se pintaban de blanco, y en el interior de las casas pudientes se pintaban escenas cotidianas, de caza, pesca, naturaleza o cargos de los moradores.
Por la noche, los más dotados conseguían luz con velas o pequeñas lámparas de terracota, alimentadas con aceite de oliva o ricino con sal, para que no echase humo, de mecha de papiro, lino o cáñamo, aunque no eran comúnmente utilizadas, puesto que de noche casi exclusivamente se dormía.
En las habitaciones de Usermont había rollos y rollos de papiros, esteras y apenas algunos austeros muebles, arcones principalmente. En la cocina, lo justo, pues la mayor parte de la comida le era traída de las casas, donde sus serviciales amigos preparaban sencillas recetas. A mí me preocupaba tanto servilismo, pues entre tantas manos sería extremadamente fácil colar un alimento o bebida con veneno, y Usermont comería cualquier cosa que le diesen aquellas gentes.
Admiré a mi amigo en silencio. Hacía falta mucho valor, una clase distinta de valor que el que lleva a luchar en una guerra, pues éste es fruto del abandono de la personalidad propia a favor del animal que todo hombre lleva dentro, pero aquél era fruto de la reflexión. Y sin duda éste era el valor más meritorio. Si yo hubiera pensado antes de la batalla, probablemente no habría hecho sino correr en dirección contraria.
No había pinturas en su casa, pero las paredes blancas hablaban de su alma sencilla y libre de oscuridad. Era una vida sin lujo ni adornos, pero muy gratificante.
Comprendí por qué había escuchado todo el discurso de aquella aburrida mujer: porque la respetaba, aunque él me dijo modestamente que al día siguiente le había exigido que aportara algo serio al juicio o se callara, pues por muy condescendiente que fuera, el tiempo de un juez siempre era valioso y debía hacerse respetar.
* * *
Mi amigo volvió por la noche, nervioso pero satisfecho.
—En efecto, hay vigilancia, pero me dejaron entrar. Está preso en su propia casa, como te dije, custodiado por policías. Y es Tut en persona el que lo ha ordenado, así que cuando entres, te aconsejo no armar jaleo, pues de lo contrario no saldrás vivo.
—¿Y cómo entraré?
—Como lo que eres. Un gran soldado.
—¡No digas tonterías!
Usermont rió.
—Ay me dio las insignias de su propio hijo, al cual suponemos en una oscura celda en palacio.
—¿No puedes saberlo? ¡Eres un juez!
—Sí. Soy el más desafortunado y menos poderoso de los jueces de Tebas, y no me envían a la más remota aldea de Nubia porque aquí al menos me tienen controlado. No se atreve a matarme pero tampoco a darme su confianza. Y pretendes que le pregunte sobre Nakhtmin. Tal vez Tut no hace sino ponerme a prueba para templar mi carácter. Soy el único de los niños del kap en que no confía.
—Pero tú eres mi amigo, y eso te desprestigia. Sabe sin duda que yo acudiría a ti.
Mi amigo no dijo nada. Su aspecto frágil y su piel lechosa contrastaban con la seriedad de su expresión, una vez más.
—Te disfrazaremos. Algunos de mis… amigos son maestros en eso. Nadie te reconocerá. Si te sabes imponer a los guardias, las insignias de general bastarán para disuadirles, si no tienes la mala suerte de encontrarte cara a cara con el mismo Tut.
Yo reí a gusto. Estaría bueno.
—Pues de eso no tengas dudas. He tenido un buen maestro. ¡Al general Pi lo van a recordar mucho tiempo!
* * *
Al día siguiente, y tras asegurarnos de que el camino estaba despejado de espías, me encaminé con paso firme al barrio residencial donde vivía Ay, en una mansión tan diferente de la de Usermont que me obligué a no aparentar la indignación que sentí. Desgraciadamente, los informes de nuestros amigos eran estrictamente fidedignos. Estaba tan custodiada que en verdad parecía más una prisión que una casa.
Me dirigí a la entrada principal. No llevaba sino una vara de mando y las insignias y brazaletes que indicaban mi rango de general, sobre una túnica discretamente rica que me prestó Usermont.
La gruesa capa de maquillaje que me habían aplicado con sumo cuidado durante horas me picaba y me hacía sudar, y tenía la sensación de que aquel polvo se me metía en la nariz y la boca, impidiéndome respirar bien, pero olvidé mis temores. El miedo se huele y no debía mostrarme vulnerable.
Ni siquiera hice ademán de detenerme, hasta que uno de los guardias bajó tímidamente su lanza, interponiéndola entre yo y la puerta.
Yo fingí ponerme lívido de rabia.
—¿Qué haces, soldado?
—Tengo orden de no dejar pasar a nadie.
—¡Vengo de palacio! El Faraón mismo me envía. No abuses de mi paciencia. —Hablé sin gritar, con la furia contenida que había aprendido de mi padre.
Esperé unos segundos. La lanza, aunque temblando, no se apartó de su sitio.
No esperé más. Levanté mi vara y le golpeé la cara, sin cubrirme. No lo necesitaba. Era un general, y si un soldado levantaba su mano contra mí, ordenaría su muerte sin vacilar.
Los dos dieron sendos respingos, y los hombres tras ellos miraron hacia otro lado cuando yo volví la vista. No dejé de golpear hasta que la lanza se movió y el aterrorizado soldado la retiró, dejándome pasar.
No dije nada más y entré, aún temblando de miedo, lo que interpretaron como rabia.
Nada más pasar a la siguiente estancia, mi fachada se derrumbó y suspiré aliviado, menguando al menos un palmo de mi estatura. Me sabía mal haber maltratado a aquel pobre soldado sin ninguna culpa, pero era absolutamente necesario y no le di más vueltas.
Un criado me llevó enseguida donde Ay, al que corrí a abrazar, pero él ni siquiera me rodeó con sus brazos.
Su cabeza estaba baja y sus ojos húmedos.
Me senté frente a él, comprendiendo que había sido maltratado. El anciano apartaba la mirada. Yo intenté bromear.
—¿Qué te ocurre, viejo amigo? ¡Parece que te haya poseído el kha de un niño!
Pero la broma le entristeció aún más. Continué intentando arrancarle alguna palabra, pero no respondía, ni a mis preguntas ni a mis muestras de afecto.
—¡No tenemos mucho tiempo! Necesito que me escuches —le dije, perdiendo la paciencia—. ¡Ay! ¡He arriesgado la vida viniendo a ayudarte, así que no te comportes como un pusilánime, pues nunca lo has sido!
Tampoco respondió. Ya no sabía qué hacer. Al fin, sentí que la rabia me colmaba y le agarré con fuerza de las axilas, elevándole sobre el suelo.
—¡Maldito seas! Me debes tu atención.
—¿Qué quieres? —dijo sin levantar la vista.
—Llevarte junto a tu hija. Olvídate de ser Faraón. Horemheb estará esperándote como un buitre para comerse tus despojos, después de que los Oscuros te corrompan, y será él quien reinará con un nombre limpio.
El anciano negó con la cabeza compulsivamente. Yo no comprendía su actitud, aunque era evidente que libraba una batalla interior que parecía superarle.
—Ella está ida —dijo—. No hay nada que pueda hacer.
—Te equivocas, Ay.
Mentí. No supe por qué, pero lo hice. Supongo que por puro instinto, pero una vez que las palabras comenzaron a salir de mi boca, como si fueran dichas por otro, no me detuve a pensar que estaba mintiendo.
—Ella está perfectamente cuerda. Más que nosotros. Y nos espera para vivir en paz.
El buen hombre levantó al fin la cabeza, dejando al descubierto unas profundísimas ojeras surcadas de arrugas tan secas como el desierto más árido, y tan profundas que parecían haber sido abiertas con un cuchillo.
—¡No! No es cierto.
—¡Sí lo es!
De repente levantó la cabeza, sobresaltado por un ruido que sólo oyó él. Yo me puse en guardia, aunque no escuchaba sonido alguno. Se levantó y corrió hacia mí, estrechándome en un breve pero intenso abrazo.
—¡Perdóname! —dijo. Las lágrimas se abrían paso entre los surcos de su cara.
Yo trataba de levantarle la cabeza para saber qué había hecho que mereciera mi perdón. Suponía que era consciente de que su hijo me había traicionado y por eso me rogaba perdón, que yo estaba dispuesto a concederle, visto el estado en que estaba.
Enseguida volvió a ponerse tenso como una cuerda y sus angulosas facciones se endurecieron, en la expresión firme y decidida que yo le conocía.
—¿Llevas armas?
Asentí con la cabeza, tenso de repente. La pregunta no me sugería nada bueno.
—Te he traicionado —dijo.