Una vez en Tebas, moverse no parecía demasiado difícil, aunque observé con cautela que no todo el mundo era lo que aparentaba ser, y tal cosa me puso en alerta, olvidando completamente la aventura con Nefret, muy a mi pesar.
Recorrí muchos de los populosos barrios más pobres. Tebas no era como la ciudad del disco, donde no había pobreza. Aquí los contrastes eran muy acusados. En los barrios más poblados, los hombres no eran sino esclavos y las viviendas eran indignas incluso para animales de carga.
Sabía que no encontraría refugio ni amigos en aquellos barrios, aunque me encontraba mucho más seguro que en los vigiladísimos barrios ricos, pero el morbo me impedía apartarme de ellos. Me preguntaba si en la ciudad del disco no se permitían o era como pretendía hacer creer Akh, que el modelo de ciudad regida por las leyes de Atón no creaba pobreza porque daba trabajo digno a todos. Según Horemheb, la respuesta era la primera, aunque me resistía a creerlo viendo aquella denigración.
Sin darme cuenta, llegué al barrio judío.
En verdad José tenía razón y había motivos para añorar al dios Atón, tan magnánimamente parecido al suyo, al menos en su versión más teórica. Ocupaban el peor de los escalafones sociales y su situación era lamentable.
Vagué durante días sin atreverme a entrar en barrios más ricos donde la policía estaba alerta. Sin explicarme por qué, siempre volvía a aquel barrio que me tenía hechizado, pues por muy mal que viviesen, siempre había una sonrisa afable o alguien que me diese un poco de comida. Compartían las penas con una resignación que parecía satisfacerles, lo que me extrañaba enormemente. Resultaba fácil creer en toda aquella empalagosa monserga que me soltaba José, viviendo en aquel poblado como si fuera su rey y con una vida fácil, pero ahora lo veía con mis propios ojos, en condiciones infrahumanas, y me admiré en silencio de la fuerza de sus almas.
Vi una pequeña multitud y me acerqué, pensando entre disimuladas sonrisas que tal vez era otra de aquellas ceremonias de prostitución sagrada y diciéndome que mi cuerpo no aguantaría un nuevo embate, ni por el mismísimo Atón.
Pero esta vez no era una ceremonia alegre, pues los judíos no las organizaban, al menos al estilo que yo había conocido tan de cerca.
Se trataba de un juicio.
La curiosidad me venció, y me acerqué, pensando que si el juez estaba al nivel del barrio que le habían asignado, la sentencia no estaría en consonancia con la regla de Maat.
Oí las voces sin identificarlas, mientras me acercaba, hasta que pude hacerme con un lugar preferente a fuerza de codazos.
Cuando levanté la vista, las piernas se me aflojaron.
El juicio estaba presidido por Usermont.
Mi buen amigo, a pesar de su evidente posición, la más baja entre los jueces de Tebas, regía el tribunal con disciplina y gravedad, escuchando a las partes y respetando sus comentarios como si fueran los ciudadanos de pleno derecho más respetables de la ciudad.
Todo el mundo seguía el proceso con un respeto reverencial. Yo sentí que el alma se me caía y la pena me embargó hasta el llanto silencioso.
Usermont ocupaba aquella baja posición por culpa de mi amistad.
Cuando pude secar mis lágrimas, me fui situando entre el público hasta alcanzar una posición franca, y a pesar de que sólo miraba a las partes, concentrado totalmente en el juicio, logré ponerme frente a él sin destacar entre el público (para lo cual hube de agacharme) pero mirándolo fijamente.
Aquel día no reparó en mí, pero el juicio no había terminado aún. Se trataba de un sirviente no judío que había denunciado a su amo por maltrato e impago, y eran muchos los testimonios que debían escucharse antes de dar la razón a un criado frente a un gran señor.
Volví al día siguiente y, ya desde la mañana temprana, ocupé la misma posición del día anterior. El juez no varió su interés por las partes, pero al final de la jornada el cansancio se manifestaba ya en su cara, y la declaración de una testigo, una vieja criada, más interesada en sus propias acusaciones e inventos que en el proceso en sí, y que parecía feliz de retener la atención de tantos, como sólo suelen hacer los niños y los ancianos, fue tan aburrida que hasta el juez luchaba por no bostezar.
Mientras oía aquella perorata de tonterías (pensé que cualquier otro juez la habría expulsado de inmediato), Usermont miraba al cielo.
Al fin comenzó a pasear su mirada por el público. Yo movía mis ojos nervioso, entre los policías que custodiaban al juez, por temor a que alguno de ellos me reconociera, pues era fácil que, conociendo nuestra amistad, sus guardias fueran espías directos de Tut.
Rezaba porque fuera el otrora pequeño Usermont el que me viera, y no sus policías, que bostezaban. Incluso se diría que mi buen amigo gozaba de amargarles con tanto aburrimiento.
Observé que había crecido mucho, y no sólo en su aspecto físico. Pequeñas arrugas de preocupación surcaban unos ojos extremadamente serios y tristes para su edad, a pesar de que contenían todo el orgullo que un discípulo de Maat pudiera sentir impartiendo su regla.
Pero no me veía. Apoyaba su cara sobre una mano, hastiado a todas luces de aquella mujer, y sin embargo continuaba escuchando su impertinente letanía con aparente interés.
Me preguntaba hasta dónde llegaría su paciencia… cuando de pronto me vio.
Su mirada pasó desinteresada por la línea de cabezas frente a él. Pasó por la mía sin reconocerme, pero al instante volvió a mí. Sus ojos se abrieron más, aunque no varió su postura, paralizado como estaba por la sorpresa.
Enarqué las cejas, sonriendo divertido ante su cauta reacción, ya que pretendió aparentar que abría los ojos para sobreponerse al sueño que le embargaba, de manera casi cómica. Le admiré por su frialdad, aunque su actitud me entristeció, pues tanta precaución obedecía sin duda a una vigilancia extrema.
Un brillo de inteligencia inequívocamente suyo inundó su mirada cuando volvió a cruzarse con la mía. Le vi moverse y llamar a un sirviente. Estuvo susurrando en su oído durante unos momentos y le apretaba la mano para recalcarle la gravedad del asunto, aunque su mueca continuaba siendo de profundo aburrimiento.
Abandoné la primera fila, dejando mi puesto a otros, y retrocediendo paso a paso. Esperé durante una hora en la parte más alejada de la pequeña muchedumbre, hasta que sentí que alguien me tocaba, y lentamente y sin llamar la atención me escoré hacia atrás hasta salir del gentío y escabullirme por una estrecha calleja donde esperé a mi guía, que pronto se acercó y me susurró al oído:
—Seguidme a veinte pasos. Si os sentís observado, huid sin correr y mañana os esperaré a mediodía en este mismo lugar.
Asentí sin decir nada. Me dio una túnica de anónimo lino gris para cubrirme y se fue. Yo esperé los veinte pasos y le seguí con el corazón en un puño y presto a cualquier mirada o sonido, volviendo cada poco la mirada distraídamente.
Afortunadamente no nos seguían. Fuimos a otro barrio que, y aunque algo mejor que el que habíamos abandonado, no dejaba de ser humilde para un juez, lo que me llenó de rabia por enésima vez aquel día.
Dimos algún rodeo para ver si nos seguían y al fin llegamos a una casa pequeña, pero limpia y bien cuidada. El hombre me hizo un gesto, tras asegurarse de que nadie miraba, y entré rápido por la puerta de servicio. De inmediato, el sirviente se me encaró.
—No temáis, pues en este barrio, aunque parezca pobre, vive buena gente que nos informará si alguien nos ha seguido. El juez Usermont, que Amón le guarde, es conocido por aplicar la justicia a favor de los humildes, y ellos le premian con su lealtad.
—No contéis mucho con ella. No es compatible con el hambre ni con el soborno. Todo tiene un precio.
El buen hombre dio un respingo, sorprendido por mi respuesta tan directa, y yo casi me eché a reír, pues de repente me pareció reconocer en mí a mi padre, pero le di las gracias por correr riesgos por mí y me puse a su disposición.
Me dieron de comer y me ayudaron a lavarme y cambiar mis sucios vendajes. Había pasado unos días durmiendo en la calle, y aunque para mí no resultó sacrificio alguno, al buen hombre le parecía un estado cercano a la muerte, a juzgar por las atenciones que me prodigaba.
No esperé mucho, y tras cambiarme de ropas y recibir un buen masaje de un sirviente nubio, me sentí de nuevo un noble.
Al poco llegó Usermont y sin decir nada nos abrazamos.
—¡Mi querido amigo! —exclamó luego. Le temblaba la voz.
Yo mismo me emocioné y apenas podía hablar. Usermont me tomó la cabeza entre las manos, examinando mis numerosas heridas y cicatrices.
—¡Pi! ¿Estás bien? ¿Qué te ocurre? ¿Qué te han hecho?
Yo no contesté a su pregunta. Sólo dije:
—Me indigna y me entristece mucho ver qué clase de juez eres por mi culpa.
Usermont rió con calma.
—Pues no te entristezcas. Es cierto que me han asignado estos barrios y sus gentes, pero soy más feliz entre ellos que entre los nobles.
—Tu sirviente me ha dicho…
—Así es. Y no les insultes. Aquí no hay sirvientes. Nadie se rebaja ni recibe salario. Son mis amigos. Hacen por mí lo que saben hacer, e igualmente yo hago lo mismo por ellos.
Lo miré preocupado, y él pareció entenderme.
—¡Sólo cuando tienen la razón, Pi! No favorezco a nadie por su clase, lo que sucede es que, por mucho que la tengan, no están acostumbrados a que un juez les dé la razón, y es por eso que me siguen y me regalan su amistad.
—¡Pero así te estás creando enemigos!
Usermont rió de nuevo.
—Son ellos los que se crearon uno al hacerme juez. Están a salvo de mí mientras me mantengan aquí.
—Y ahora yo también te ayudaré si puedo hacerlo.
—¡Claro! Ahora eres un noble, con un nombre casi tan largo como el del mismo Faraón.
Mi mirada le dijo que aquél no era terreno amistoso.
—Reniego de ese nombre. Prefiero caer en el olvido a compartir nombre con ese infame.
—Disculpa.
Me hizo una mueca burlesca, como cuando éramos niños.
—Repetiré tu nombre tanto que Maat se tapará los oídos.
Reí y volví a abrazarle.
—Han ocurrido muchas cosas —le dije.
—Hablemos.
* * *
Hablamos durante toda la noche. Él me contó que en la ciudad del disco había sido el juez que quería ser, o al menos eso parecía, pero tal cosa duró muy poco, pues enseguida todo el mundo se trasladó a Tebas, donde la corrupción reinante enseguida le hizo impopular, pues no se dejaba sobornar y sus veredictos eran firmes y ejemplares.
Fue siendo degradado progresivamente hasta ocupar la posición más baja entre los jueces de Tebas. Le asignaron una morada indigna de su rango y le acosaron constantemente, y sin embargo no se amilanó.
A base de constancia y justicia, se fue haciendo con el corazón de la gente humilde y ganándose su confianza. Destinó su fortuna personal a mejorar las condiciones de vida en el barrio de manera totalmente desinteresada, y poco a poco fueron apareciendo hombres y mujeres que le ayudaron a limpiar su casa primero, ampliarla más tarde, y a convertirse al fin en sus desinteresados y fieles servidores, pues aun con el sueldo del juez más bajo, les daba para vivir con holgura. Así, una compleja red de informadores y cooperantes se fue creando, para comenzar a vencer la resistencia de los caciques locales, que se aprovechaban de la miseria general para enriquecerse, y que poco a poco fueron expulsados por el juez, hasta crear un barrio modelo de concordia y temido por los delincuentes, donde los propios vecinos actuaban como policía, cuando la misma policía se negaba a entrar y someterse a la jurisdicción del juez contra sus intereses. Yo me asusté ante aquel discurso.
—¡Pero tarde o temprano Tut vendrá a por ti!
—¡Al contrario! Le divierte mucho tenerme aprisionado en este barrio. Si quisiera encarcelarme o convertirme en un esclavo, lo hubiera hecho ya sin duda, pero creo que algún tipo de remordimiento le ronda la conciencia.
—No lo creo. Es frío como una cobra.
—Pero añora el kap y su inocencia. Descubre que la edad adulta jamás será tan buena como nuestra niñez, y de alguna manera, el niño que fue le recrimina al Faraón que es ahora.
—Eso nos pasa a todos.
Tras unas risas amargas de añoranza y recuerdo a los viejos amigos, continuó su relato.
Así, nada pasaba en el barrio sin que llegase a oídos de Usermont, y mucho se extrañó cuando supo que yo mismo llevaba algunos días vagando por sus dominios, lo que me hizo reír. Aún tuve que recordarle que yo era un soldado, lo que se diferenciaba tanto de nuestro pasado en el kap que apenas podía creerme cuando le hablaba de mis batallas, lo que hizo la conversación muy divertida. Los dos resultábamos muy graciosos en contraste con nuestra apacible niñez. Nos habíamos convertido en adultos a nuestro pesar, como el mismo Tut, pues cuando vivíamos en el kap ya presagiábamos que el futuro no sería tan favorable como aquellos maravillosos años.
Nos relatamos pues nuestras aventuras. Yo le conté sin reparos todo cuanto me había sucedido, salvo el paradero de Nefertiti, aunque en verdad no hubiera persona en quien pudiese confiar más.
Él me contó que nuestro común amigo Inuia había sido destinado a Menfis para evitar una posible coalición de la antigua alianza entre los viejos amigos del kap.
—Me alegro de que Djeh nos ayude, aunque sea interesadamente. Sabía que no nos abandonaría y merece cualquier pago que Horemheb le dé.
Me acerqué a él. Había pasado ya el tiempo de la conversación amistosa y debía entrar en mi acuciante futuro. Mi amigo lo entendió al instante y se acercó con expresión grave. Ya no era el niño que durante un buen rato había vuelto a ser.
—¿Aún hablas con Ay?
—Sí. Pero ha cambiado. Ha perdido su sentido del humor y su ironía. No es el mismo. De vez en cuando le visito, aunque sé que levanto muchas suspicacias. Muchos dicen que maquina para ser Faraón y Tut le tiene bien vigilado, y aunque de momento no se atreve a encarcelarlo, lo mantiene en un cómodo arresto domiciliario que para él será peor que la propia cárcel.
—¿Y su hijo?
—Tut se ha atrevido a declararle prófugo para poder chantajearle si le llega a atrapar, aunque según mis informaciones, tal cosa aún no ha sucedido, o quizá sí lo tiene, bien encerrado.
Yo me extrañé.
—¿Nakhtmin un delincuente? ¡Si le hizo un buen servicio yendo tras de mí y la Reina! De hecho, no deseo otra cosa que poder echarle mano sin que se entere su padre. Tal vez tú como juez legitimes mi venganza.
Usermont no rió la broma, y se encogió de hombros en un gesto muy poco propio de un juez. Desconocía la causa. Le tomé las manos entre las mías.
—¡Tienes que llevarme a hablar con Ay! Tengo que entrar en su casa y tienes que ayudarme a burlar la vigilancia.
—¿No podemos hacerle llegar un mensaje en tu nombre?
—No lo creería, y lo que tengo que decirle sólo lo escuchará de mis propios labios y en persona. Tengo que hablarle de algo muy importante. Debo convencerle…
—¿De qué? —preguntó.
Sonreí.
—De que deje que sea Horemheb quien se haga con el poder y se retire. Yo le llevaría junto a su hija a vivir el resto de su vida en paz. Tut tiene los días contados. Si no es de manos de los Oscuros, será el propio Horemheb el que le haga reunirse con su padre.
Usermont se sorprendió, aunque al poco se echó a reír, comprendiendo mi anterior expresión.
—Eso no será fácil. Como te he dicho, ya no es el mismo. De buena gana me iría yo mismo contigo. Daría cualquier cosa por volver a ver a nuestra Reina… Pero también como tú, siento que debo hacer algo en esta vida, y es Maat quien la rige, no Atón ni Amón.
—Tienes suerte. Tú tienes un dios en quien creer, que te da fuerzas.
—¡Pobre Pi! Pero tú también tienes tu diosa… ¿No?
Asentí.
—Sí. Al fin tienes razón, aunque a veces es más fácil creer en un dios que no se manifiesta.
Mi amigo asintió con amistosa gravedad.
—Iré a visitar a Ay y encontraremos la manera de que entres en su casa. Mientras tanto, quédate aquí. No llamarás la atención y podrás descansar de tus heridas.