No fue un acto de amor lo que viví aquella noche, pero lo recordaría con cariño el resto de mi corta vida y eterna existencia.
Nefret, que así se llamaba, aunque su nombre se ocultaba tras su cargo religioso y sólo me fue dado por curiosidad, se comportó con la dulzura de aquella que se entrega a un dios por amor.
Tras nuestra conversación, llamó con una palmada al resto de las sacerdotisas, que se sentaron a nuestro alrededor, cantando en voz muy baja y tres de ellas tocando instrumentos: una flauta, un arpa y un pequeño tambor apenas acariciado. Parecían temer despertar a la diosa.
Recuerdo el suave incienso embriagador y los sutiles aromas de los perfumes que yo conocía bien, como buen cortesano: el kyphi[18] no tan valioso como el que yo había conocido en las damas nobles de la ciudad del disco, pero igualmente aromático, la mirra y el tiryac[19], así como el perfume exclusivo de la diosa —llamado «el secreto de Min»—, el tishep y el madjet.
Todas las chicas se dirigieron a la estatua, ofreciéndole sus cuerpos, y tras ello se turnaron para amarme tiernamente, de manera simbólica (durante los primeros minutos temí tener que llegar a consumar un coito con cada una de ellas y tuve miedo, pues mi cuerpo tampoco estaba para tal hazaña), besándome unas, yaciendo a mi lado sin tocarme otras, y las más atrevidas tocándome y aun guiándome hacia ellas. Incluso llegué a poseer a dos de ellas, aunque brevemente, pues cuando comenzaba a abandonarme a la pasión, Nefret las tocaba, y ellas, obedientes, se separaban, hasta que le llegó el turno a la suma sacerdotisa, que me sonrió antes de amarme como la experta que era.
Yo lo consideré todo un honor, como un premio a mi actuación en la batalla y como un homenaje que dos viejos amigos nos dábamos, sin afectar en modo alguno a mi incondicional adoración por mi Reina, aunque aquella vez no necesité imaginarme su rostro para poder yacer con Nefret, a la que no dejé de amar en toda la noche, como era de rigor, y los dos nos arrancamos gemidos tan profundos que sin duda debieron oírse en el exterior del templo.
Nefret, con su increíble ardor y su sabia experiencia, me hacía parar durante breves pausas en las que nos alimentábamos con la comida dispuesta alrededor, para continuar amándonos. Incluso una vez llegó a abofetear a una sacerdotisa que, no sé si llena de deseo o de fervor por su diosa, pretendía que la tomase sin el consentimiento de su suma sacerdotisa.
Recuerdo cada extraña postura de las que inventaba. Cuando mi mirada escapaba a su cuerpo, las fanáticas sonrisas y ojos ávidos de las envidiosas sacerdotisas, que hubieran dado cualquier cosa por cambiar su posición por la bella Nefret, incluso aunque yo hubiera sido un hitita barbudo que les causara asco.
La diosa parecía mirarnos con aire aprobatorio. En cierto momento comprobé sorprendido que incluso dos de las chicas se amaban entre ellas, lo que espoleó de nuevo mi deseo, haciendo reír a Nefret.
* * *
Por la mañana, todavía dormíamos los dos entre la espesa atmósfera de la sala sin ventilar, cargada de olor a sexo que parecía emanar de la diosa misma, cuando una de las mujeres salió a dar cuenta con todo lujo de detalles de la maravillosa ofrenda a la tierra y los presuntos premios en forma de una cosecha tan rebosante de frutos como de sexo la noche pasada.
Los vítores del pueblo me despertaron y Nefret me sonrió.
—La diosa está satisfecha.
Yo sacudí la cabeza, aunque sonriente ante tanta hipocresía.
—Me cuesta concebir que realmente te creas todo esto.
Su risa la hacía bella, pues era tan sana como la lluvia, como la crecida benigna del Nilo. No podía evitar sentirme bien.
—Dime, ¿se puede desear mejor vida? —dijo.
—¿Y si yo hubiera sido un viejo enfermo y repulsivo?
—El honor lo hubiera consumado una de las chicas, que se hubiera promovido al instante en la jerarquía del templo. —Rió de nuevo—. ¿Y qué te hace pensar que no lo he hecho por la diosa? ¿No eres un poco pretencioso?
—Un poco tal vez, sin duda. —Sonreí. No había tenido muchos buenos momentos desde que era un niño en el kap, y éste lo era.
Ella me miró fijamente.
—Dime, no has hecho esto sólo por tu propósito de llegar a Tebas, ¿verdad?
Yo la besé.
—Debo llegar allí. Pero he disfrutado de cada instante y te recordaré siempre. Lo juro por todos los dioses.
—¿Y con qué nombre debo recordarte yo? ¿Y para qué quieres ir a Tebas?
Tapé su boca con suavidad con una caricia de mis dedos.
—Antes no te mentí cuando dije que no correrías peligro, pero ahora te digo que sí lo correrías si te lo dijera, y probablemente no me ayudarías.
—He dado mi palabra ante la diosa. Ya puedes decírmelo.
Sonreí ante su ingenuidad.
—Mi nombre es Pi. Jamás lo repitas, a no ser que sepas que haya muerto.
—¿Qué clase de nombre es ése?
—Un nombre de sirviente.
—Pero tendrás un nombre de verdad, ¿no?
—No deseo más nombre que el que tengo.
—¿Y el nombre de tu padre…?
—Mi padre es un ser infame y rechazo su nombre.
—¡Pero necesitas un nombre que se pueda repetir cuando hagas el tránsito a la eternidad!
—Recuérdame y repite este nombre. Nací con él y no quiero otro. Además, ni sé lo que me espera tras mi muerte, ni creo en Osiris y su balanza.
Calló durante un rato. Cuando volvió a sonreír, sólo dijo:
—¡Pi!
Y lo repitió una y otra vez, hasta hacerme sonreír. Ella rió de nuevo. Ya comenzaba a temer aquella risa, pues me gustaba cada vez más.
—He conocido a toda clase de hombres, y me consta que tú no eres un sirviente.
—Una vez lo fui. Tú conociste a mi amo.
—Sí. —Su sonrisa se borró de inmediato.
—Te diré sólo una cosa para que me tomes en serio. ¿Sabes quién era aquel niño… mi dueño?
Ella negó, aún sonriente.
—El Faraón de Egipto.
Su sonrisa se apagó y su tez pasó del rubor encarnado de la turbación sexual al blanco inmaculado. Se dejó caer en el lecho, como desmadejada ante la magnitud de la noticia.
La miré en silencio, a su lado, mientras ella reflexionaba con calma, durante un rato que aproveché para comer.
Al fin, ella se levantó, sentándose a mi lado con expresión grave; el color volvía a su cara lentamente, pero ya no era aquel bonito color de satisfacción, sino el rojo con que la rabia tiñe la cara y el cuello. Le acaricié una mejilla ardiente.
—Entiendo que te asustes. Me iré y no te pondré en peligro.
—Al contrario. Un monstruo así no debería ser Faraón. Si le deseas cualquier mal, a él o a su dios, yo te ayudaré.
Esta vez fui yo quien dio un respingo. Me acerqué más a ella.
—¿Qué te hizo? —pregunté
—A mí nada, pues las que teníamos cierta confianza con la matrona conseguíamos escabullirnos cuando él llegaba, y le daban a las chicas más nuevas y menos valiosas…
—¿Y?
—Mató a golpes a una.
Pasamos un rato sin decir nada, hasta que la cara sonriente y ruborizada de placer volvió como si se hubiese ausentado. Yo agradecí el cambio y me preparé para la chanza que se avecinaba.
—Claro que al haber riesgo… el pago será mayor.
Las carcajadas francas son la mejor medicina, y retaría al mismo Pentu a debatir lo contrario, pues con aquella risa enterré muchos de los recuerdos que me atormentaban y habían vuelto con la triste noticia. Me reí tanto que no podía parar, y Nefret se unió a mí, abrazándome de nuevo.
Aquel año, la cosecha en verdad debió de ser impresionante.
* * *
Al día siguiente dejamos el pueblo tras una procesión en la que la gente me agasajó con regalos, comida y bebida. Los relatos de las sacerdotisas sobre mi actuación fueron tan exagerados que alcanzaron grado de leyenda. Lamenté tener otra vida que me exigía acciones, pues nada me hubiera gustado más que poder quedarme en paz en aquel pequeño pueblo, cumpliendo el destino que ansiaba el pobre Sur, al que a pesar de haberme traicionado no podía evitar recordar con cariño.
El camino hasta las afueras del pueblo fue francamente divertido. Muchas mujeres me miraron con fuego en los ojos y algunas me pidieron a voz en grito que me quedase.
Caminamos casi todo el día para cubrir una pequeña distancia, lo que me exasperaba un poco, y al atardecer entramos sin novedad en Tebas. Nadie se atrevió a cuestionar la identidad del séquito de una suma sacerdotisa de Hathor.
Nada más entrar y sumergirnos en la vorágine de la ciudad, nos miramos.
Nefret me alargó un fardo que una de las mujeres había llevado.
—Tus ropas y armas.
Yo las había olvidado completamente y las tomé con cariño. Aquella joven ni siquiera sabía el riesgo que había corrido por mí.
Besé con fuerza a Nefret.
—Desearía no tener más vida que los últimos días y poder quedarme contigo para siempre… Pero hay obligaciones más importantes que yo mismo.
—Por desgracia. —Sonrió con pena—. Rezaré a Hathor para que cumplas con tu misión. Ella te favorecerá.
—Lo hará, pues me debe una gracia.
Recordé una lejana noche en que sorprendimos a la Reina con el amuleto de la diosa en su interior.
Nos despedimos sin más.