—¡¿Qué?!
—Sé que no lo vas a aceptar, pero era un espía de los Oscuros.
—¡Mentira!
—¡No abuses de tu insolencia! Puedo probarlo. Nuestros espías entre los Oscuros recogieron informaciones que procedían de él.
—¿Qué informaciones?
Mis lágrimas caían al lecho de arena apisonada, levantando polvo antes de ser engullidas como yo mismo. Mis gritos no eran sino polvo en el desierto. Djeh tenía razón. Yo no era sino un cachorro confiado.
No podía creer en la aberrante maldad de mi padre y me sentía como una marioneta o un experimento en sus manos.
Me había llevado con maestría al máximo de mi orgullo, pensando que había salido con bien, para luego dejarme caer de lo más alto y acabar de un plumazo con mi ilusión.
Pero la rabia se fue apoderando de mí. No iba a dejarme engullir como mis lágrimas.
—¡Yo vine a luchar en esta guerra por ti, y en vez de protegerme, me arrebatas a quien hubiera dado su vida por la mía! ¡Eres frío y despreciable! ¡Y te maldigo! ¡Dejo de ser tu hijo!
Mi padre se levantó con el rostro encarnado.
—¡Ingrato miserable! ¡Te follaste a tu Reina! ¡A estas alturas lo sabe hasta el mismísimo Faraón! ¡Y yo aún me preocupo porque tardas dos días en aparecer!
Jamás hubiera creído que nada podría volver a sorprenderme tanto, pero esta nueva prueba fue demasiado para mis nervios maltratados por una batalla, una droga, noticias tan demoledoras y un enfrentamiento tan duro con el mejor estadista del país y uno de sus mejores negociadores.
Mis manos temblaron. Las lágrimas no dejaban de caer. Las piernas dejaron de sostenerme y caí desmadejado y entre sollozos.
Mi padre se acercó y me rodeó con sus brazos en lo más parecido a un signo de afecto que le conociera nunca, y que parecía muy significativo. Al principio le abracé por pura necesidad, pero su contacto me resultó frío como una culebra y me retiré enseguida. Estaba intentando ganarse mi confianza con un gesto que le resultaba más repulsivo que a mí. Vio mi reacción y se apresuró a explicarse:
—Lo siento. No hubiera hecho algo así sin asegurarme de la veracidad de la información. Y no olvides que Sur era uno de mis más queridos amigos. Es difícil encontrar hombres como él, y me dolió mucho perderlo. Tú lo conocías desde hace poco, pero yo llevaba toda una vida con él.
Era abrumadoramente incontestable. Pasó un buen rato antes de que pudiese articular una sola palabra, y mucho más hasta que reuní la dignidad perdida y el poco orgullo que me quedaba, levantándome de manera torpe.
—Lo siento —dije.
Él asintió de nuevo con la cabeza.
—Espero que nada haya cambiado.
Yo negué, aún de la misma manera. Antes de irme, el general me retuvo, cogiéndome de la mano.
—Sólo un consejo: cuídate de Ay. Recuerda que un político de carrera tan larga, no lo es por casualidad… Y cuídate también de su hijo.
—Tengo una cuenta pendiente con él.
Mi padre asintió una vez más. Su rostro cincelado en piedra no se movió un ápice más de lo necesario.
—Adiós, hijo mío.
* * *
No acepté el caballo ni la escolta que mi padre pretendió darme. Era estúpido por su parte pretender que iba a aceptarla y cargar con sus espías. No confiaba en nadie, quería ir solo. Sí acepté las armas que me regaló, aunque era un presente irónico, pues con la batalla yo habría ganado una fortuna que él se quedaría (si exigía los pagos pendientes de mis hombres… los que hubieran quedado vivos). Me las había ganado a pulso y no tenía ganas de negociar por nada, y en cuanto al caballo… no quería ser responsable de otra noble bestia. Ya había matado bastantes. Tardaría un poco más, pero lo haría yo solo. Además, tenía una relación muy especial con el desierto, y por más afinidad que sintiera con un caballo, no era el vehículo más idóneo en el desierto, al menos si quería mantener el anonimato.
* * *
El viaje me sirvió para templarme. Debía recuperar mi kha para otra dura prueba, pues primero debía intentar convencer a Ay para que no entrase en una guerra abierta contra Horemheb (ya no le consideraba mi padre, aunque en el fondo me resistía a perderle). Si pudiera, mataría a Nakhtmin, por incompatible que fuera la propuesta que iba a hacer a su padre, y si no convencía a éste, al menos tranquilizaría mi conciencia, sabiendo que lo había intentado… Y lo consiguiera o no, volvería con Nefertiti.
No había pensado mucho en ella en los últimos días, como había sido normal la mayor parte de mi vida, y debía plantearme cómo la abordaría.
No sabía si se habría recuperado plenamente o no. Si en verdad volvía a ser ella, de nuevo debería convencerla para que olvidase su vida pasada y siguiera oculta… Y por ende, descubrirle mis sentimientos y suplicarle que perdonara mi felonía.
Y si continuaba en el mismo estado y volvía a confundirme con Akh… ¡pues le daría su Akh! Ya era tiempo de empezar a pensar en mí con un poco de egoísmo. Eso la haría feliz, a ella y a mí también, por mucho que acabara tan loco como ella, tal vez creyéndome un dios como el mismo Akh.
Sin duda, eso le había ocurrido al buen Faraón. Sus propósitos eran nobles y firmes, pero aquella mujer era capaz de volver loco a cualquier hombre, si hasta el pétreo Horemheb estaba enamorado de ella…
* * *
Los judíos eran buena gente y no se arriesgarían a salir a la luz ahora que las condiciones iban a endurecerse tanto para los esclavos, con la mentalidad intransigente de Horemheb. No dudaba de que sus planteamientos resultaran ciertos, aunque velados por un fanatismo extremo. No podía evitar apoyar a alguien más humano como Ay, pero a poco buena persona que fuera, el general se lo comería vivo.
Disfruté de mi viaje. Mi cuerpo se fortaleció con el sol y mi alma se restableció con la luna.
* * *
Llegué a terreno poblado. La prudencia se impuso y no dejé que nadie me viera mientras pensaba de qué manera podría entrar en Tebas, que estaría absolutamente cerrada a los extranjeros y los salvoconductos serían celosamente comprobados.
Aunque no lo tenía, necesitaba ganar tiempo, y pensé que tal vez si me empleaba como trabajador en alguno de los numerosos pequeños pueblos satélite de Tebas, quizá podría entrar en la ciudad.
Por de pronto, necesitaba arriesgarme a entrar en uno de esos pueblos, donde si me reconocían al menos podría escapar con más posibilidades de éxito que en la misma Tebas, donde no tendría escapatoria. Eso me valdría para calibrar la vigilancia.
Llegué pues a uno de los primeros pueblos.
Había perdido totalmente la conciencia del tiempo, pero nos encontrábamos en el primer mes de Shemu y los campesinos se afanaban en los preparativos para la cosecha. Era período de fiesta, con lo que supuse que el control sería más relajado. Entré en el poblado a media tarde, cuando sus habitantes estarían más ebrios, celebrando la bendición de los dioses a la inminente recogida de los frutos que éstos les daban.
Sus condiciones de vida se habían visto perjudicadas, pues los impuestos habían subido mucho en el gobierno de los Oscuros y la necesidad de recaudación para la guerra. La cantidad de grano por arura[17] prácticamente se había doblado, pero la guerra se había ganado y las perspectivas eran ahora mejores.
Todo el mundo cantaba y bailaba al son de improvisadas orquestinas (evidentemente, las que tuvieran el mínimo valor habrían ido a trabajar a la gran ciudad), la bebida corría con alegría y las sonrisas eran contagiosas, aunque para mi atormentada alma el contraste era tan grande que mi sonrisa era tímida y mi gesto intranquilo.
Mi kha parecía no sentirse a gusto entre tanta dicha, como si aún me sintiera culpable por haber dejado atrás tanto horror para sumergirme en aquella algarabía sin más. Era como las mujeres cuando moría un marido o un hijo, que se autoimponían un período de duelo. Así parecía estar yo, que no me atrevía a sonreír, y cuando los bailarines se acercaban, en mi cabeza eran los atacantes que se me echaban encima y no podía evitar gestos bruscos y un leve temblor.
Me pasaron una jarra de cerveza que ni vi venir, y una vez que la tuve en la mano, la miré indeciso, pues me recordaba la noche de mi borrachera con el general…
Al fin, me encogí de hombros… ¡Tanto daba, si me ayudaba a olvidar!
Bebí con ganas y me supo a gloria, pues no era tan fuerte y hacía mucho calor, resultando muy refrescante tras la jornada de camino.
Una canción me sobresaltó, pues era una de las que se cantaban en Akhetatón, más tristes que alegres, que hablaba de la alegría presente que debe ser disfrutada porque luego no hay nada más.
Desde el tiempo de los dioses, los cuerpos se van
y en su lugar vienen los jóvenes.
El sol se muestra en la mañana.
En la tarde desaparece al poniente.
Los hombres procrean,
las mujeres conciben.
Todos los nacidos respiran aire,
pero todo lo que producen
al día siguiente ha desaparecido…
¡Festeja la alegría!
¡Pon canto y música por delante!
¡Vuelve la espalda a los tristes!
Y piensa en la alegría,
hasta que llegue el día que se muere.
Pero no había tristeza en el canto y lo olvidé. Los niños correteaban entre mis piernas. Había ocultado mis armas en un hatillo, aunque las vendas que cubrían mis heridas y mis andares delataban mi oficio.
La muchedumbre se fue agolpando frente a un templo, de proporciones ridículas respecto a aquéllos que yo recordaba, aunque aún grande, en comparación al pueblo. La algarabía de la fiesta iba en aumento y parecía que el clímax sería alguna ofrenda al dios o dioses del templo.
Yo prestaba atención a las sonrisas de los niños, que me recordaban al kap, y a la alegría de las gentes que me rodeaban. El calorcillo de la cerveza me fue alegrando un poco el corazón, y fui notando cierta tibieza donde antes no había sentido sino frío.
No pensaba que corriera ningún peligro entre tan buenas gentes y todo el mundo parecía compartir la fiesta. Estaba situado en una posición prudente, al final de los festejos. Mi estatura, mucho más alta que la media, me permitía ver, aunque con alguna dificultad, los preparativos de la ceremonia.
La alegría comenzó a resultarme balsámica, y viéndoles felices por recoger los frutos de la tierra, con aquella bendita humildad, me parecieron frágiles como niños, inocentes criaturas por las que valía la pena luchar para preservar aquella alegría…
Y me sentí orgulloso de ser egipcio, a pesar de la mezquindad de los Oscuros, la hipocresía de los faraones y la avaricia de los notables, pues el verdadero valor del país estaba en aquellas gentes humildes que con su trabajo, tan simple como duro, daban poder al Faraón… Y no al revés.
Por eso valía la pena combatir al hitita. Para disfrutar de aquella fiesta, independientemente de cuál fuera el dios que prevaleciera.
Tomé pues con renovada alegría la segunda jarra de cerveza que me pasaron, que pagué con una sincera sonrisa y un gesto cálido de agradecimiento.
Sentí una palmada en la espalda. Me volví nervioso. Varios hombres me felicitaban por la victoria épica y sin paliativos sobre los hititas, que los hipócritas en palacio se habían apresurado a difundir… Pensé si no lo habían hecho ya incluso antes de la misma batalla. Las noticias corrían rápido, y yo debía de ser de los primeros soldados que volvían con permiso tras el combate, y aquellos hombres me agradecían que yo hubiese luchado por ellos.
Aquel gesto tan espontáneo me supo como la más dulce de las medicinas y me conmovió tanto que las lágrimas resbalaron por mis secas mejillas, a pesar de mis esfuerzos por ocultarlas, ganándome así, y sin quererlo, aún más la simpatía de aquel pequeño pueblo.
Las palmadas se hicieron más intensas y, a mi pesar, mi presencia más notoria, pero por el momento no había sino felicitaciones y parabienes.
Orondas mujeres me traían dulces y comida, y tenía a mi disposición más jarras de cerveza y licores de las que tenía tiempo de degustar.
Sin darme cuenta, me vi empujado por el gentío hacia el templo y cambié mi posición retrasada y segura por la más notoria de las vanguardias. Yo estaba muy emocionado y agradecido por aquellas muestras y no fui consciente de mi situación hasta que estuve frente al templo… Y de pronto la pequeña muchedumbre se apartó para hacerme sitio y dejarme solo frente a la ceremonia.
Observé que delante del templo habían colocado cestos de mimbre y papiro, llenos de los primeros frutos de la cosecha para ser ofrecidos a la diosa.
Allí había todo tipo de lechugas, higos, granadas, uva, levadura, sal, especias, mantequilla, huevos, harina, jarras de cerveza, pescados y pequeños crustáceos, percas, carpas, lucios, anguilas, lampreas, miel, dátiles, judías, guisantes, lentejas, garbanzos, ajo, cebollas, calabacines, frutos del sicómoro, trigo, escanda, cebada, lino, almendras, piñones, semillas de sésamo, pepinos, puerros, rábanos, habas, berenjenas, manzanas, melones, azufaifas, frutos de palmeras, perseos, legumbres, así como panes de todas clases: los blancos cónicos que se utilizaban para las ofrendas a los muertos, en rebanadas, en tortas, hogazas, panes cuadrados, redondos, triangulares, semicirculares, largos, delgados, planos, redondos o rellenos, con forma de vaca, cabra, mujer, etc…
También había carnes de todas clases, salvo las excepciones marcadas por los sacerdotes —de cordero y oveja— por su similitud con la forma del sagrado Amón, ni en este caso, por supuesto, carne de vaca que ofendiera la forma preferida de Hathor.
Me maravillé al comparar la fiesta con la que se hubiese dado en Akhetatón, donde las ofrendas hubieran sido valiosísimas joyas y objetos de gran valor, como peines, cosméticos, pequeños jarrones preciosos con toda clase de sustancias raras, incluso pócimas y medicinas…
Cuán valiosas me parecían ahora aquellas ofrendas, viniendo de las humildes gentes que las entregaban con gran alegría a la diosa. Era una auténtica fortuna la que se exponía ante mí, mucho más valiosa para aquel pequeño pueblo que las alhajas para los ociosos habitantes de la otrora capital de Egipto.
A esas alturas, yo era la mayor atracción de la fiesta y me descubrí totalmente solo, rodeado de gente a una distancia de unos brazos por un lado, y el templo por el otro. Las alarmas comenzaron a sonar en mi casi ebria conciencia.
No estaba preparado de ningún modo para lo que vi a continuación.
Desde el interior del templo, un grupo de sacerdotisas salió bailando a toda prisa, lo que yo supuse una danza ceremonial de gracias a los dioses.
Estaban casi desnudas y su manera de bailar era extrañamente sensual.
Las miré totalmente cautivado, hasta que me di cuenta de que yo mismo estaba en el centro de la pequeña explanada… ¡y las sacerdotisas bailaban a mi alrededor!
Parecían ofrecérseme. Se acercaban y volvían a apartarse al ritmo creciente de la música. Cuando una de ellas me miró sonriendo y me hizo un gesto para que la tocara, mi mano salió en su busca, pero ella con una mirada pícara se apartó a toda prisa en un paso de baile que me dejó en evidencia con el brazo extendido. La gente estalló en risas y yo no pude evitar sonrojarme.
Alternaban su posición para hacer pequeñas bromas ante mi turbación, para el regocijo general, siempre al compás del creciente ritmo, hasta que se dejaron caer al suelo, rodeándome.
Los espectadores estallaron en vítores. Una de las bailarinas, la que vestía con mayor fasto, que supuse ostentaba la posición más importante en el templo, se acercó a mí.
Sin hablar, tomó mi mano, que a esas alturas temblaba y comenzaba a sudar, tanto de miedo como de excitación. Me guiñó un ojo. Su cara me resultaba extrañamente familiar, pero cortó mi pensamiento con voz elevada, para llegar a todos los presentes.
—Aceptamos a este extranjero para que su entrega y nuestro sacrificio honren a los dioses, y rogar así que la cosecha sea espléndida y la tierra fecundada de nuevo.
Comprendí de pronto.
¡La fiesta del apareamiento!
Se llevaba a cabo en épocas de siembra y cosecha, aunque no en la ciudad del disco, donde su práctica se había prohibido por no ser una fiesta exclusiva de Atón.
Había oído hablar de ella. Las sacerdotisas se entregaban una noche a los extranjeros, no por placer carnal, sino como una obligación religiosa a la que se ofrecían con fervor para la fecundación de la tierra. Y no eran en absoluto reprochadas por sus familias, antes bien, con ello se ganaban el respeto de la comunidad, y las jóvenes más bellas y de mejor posición se disputaban el honor de ser entregadas al templo para el ritual del apareamiento sagrado.
Por supuesto, yo no era un extranjero, pero en época de guerra, con el odio evidente a los foráneos, un soldado recién llegado de una campaña victoriosa no podría constituir una mejor ofrenda a los dioses. La gente lo tomó como un magnífico augurio, y por ello su alegría se multiplicó con mi presencia.
Yo abrí la boca de la sorpresa. No me lo podía creer. Había querido pasar inadvertido y había terminado de una manera que ni el mismísimo Faraón habría atraído más miradas ni provocado más regocijo.
La cara de mi anfitriona, que me tomó de la mano y me llevó al interior del templo entre el griterío y las bromas de los presentes, me seguía resultando conocida.
Las puertas del templo se cerraron a mis espaldas, apagando una ovación final, y las sacerdotisas se relajaron tras su actuación.
Me encontraba en la antesala, y no podía pasar de allí sin ser purificado. Observé que el templo estaba consagrado a Hathor, lo que agradecí profundamente, pues para mí hubiera sido un poco traumático servir a Amón de aquella manera, por no hablar de que hubiera caído directamente en las fauces del león.
Las chicas (algunas de ellas apenas eran niñas) trajeron agua y me lavaron dulcemente, deshaciendo las vendas con exquisito cuidado, curando las heridas y vendándomelas de nuevo con finas gasas perfumadas, bendecidas antes por la diosa.
Fui rapado en todas partes de mi cuerpo y me aplicaron aceites ceremoniales y caros perfumes, que me resultaron más extraños de llevar que si portara una armadura entera bajo el sol más picante. Me encontraba aceitoso y resbaladizo como una anguila.
La suma sacerdotisa me llevó de la mano al interior de la cámara de la diosa. Era un tremendo honor, al que muy pocos no consagrados tenían acceso, y aunque no con fervor pero sí con respeto, seguí a la misteriosa mujer y observé el protocolo que me dictaba con su voz suave, aunque tan segura de sí misma que me hipnotizaba.
Sus asistentes prepararon un lecho en el centro de la sala, frente a la estatua de la diosa, que iluminaron con gruesos velones aromáticos (carísimos), y dejaron alrededor toda clase de alimentos y bebidas finamente preparados.
La mujer se sentó en el lecho y me indicó que me acercara sin miedo. Sonriéndome, me dijo en un susurro:
—¿No te acuerdas de mí?
Yo vacilé, cohibido por su seguridad.
—Discúlpame, pero vengo de una batalla y en este momento todavía las imágenes de la barbarie asaltan mi kha y no me permiten buscar más allá ninguna otra, por mucho que tu cara me resulte conocida. Tendrás que recordármelo, si tienes a bien.
Ella sonrió con picardía.
—Pues bien. Una vez, el que era tu amo te obligó a que yacieras conmigo, y aunque al principio me pediste ayuda —miró a la diosa—, la divina Hathor sabe que no te hizo falta.
Lancé una exclamación de asombro al recordar, y aún tardé en reaccionar y preguntar:
—Pero… ¿cómo abandonaste el…?
Ella me tapó la boca con una mano, acercándose a mi oído.
—Eso es un secreto. —Rió—. Cuando la ciudad del disco cayó en desgracia, la… madre se retiró, pues era incluso más rica que los que solían acudir a aquel… establecimiento. Pero, muy agradecida, a… sus hijas más queridas —su expresión burlona se acentuaba en las pausas, aunque yo ya sabía que en absoluto era hija suya— nos colocó en posiciones de privilegio. Unos cuantos pequeños chantajes y fuimos distribuidas, unas en templos, otras como esposas de personajes acaudalados…
Sonreí. La recordaba con aprecio.
—Sin duda has tenido suerte.
—Sí. Mi vida es fácil y aún guardo una pequeña fortuna ahorrada durante años, para el día que me canse de ser lo que soy ahora. No me gustaría depender de Tebas. El día que me sienta vieja o fea, simplemente me iré.
Me encogí de hombros.
—Y… ¿qué vamos a hacer?
Ella rió con gracia.
—Lo que hemos venido a hacer. La ceremonia es verdadera y los fieles la aprecian, esperando el favor de los dioses. No seré yo quien les contravenga.
—Pero…
Ella enarcó las cejas, interrogante pero divertida. Yo continué resistiéndome, aún sonrojado.
—Tú sabes que mi corazón pertenece a otra persona.
Ella rió a carcajadas, pero sin resultar ofensiva. Era una risa sana.
—Lo sé. Y también sé que ningún ser humano, juez o dios consideraría esto como un adulterio, sino como un honor de interactuar con la diosa para hacer el bien al pueblo. Con este sencillo acto manifiestas tu amor a los que te han traído aquí, a la diosa y a la misma mujer que amas, pues ofrendas lo mejor de ti, y sin duda recibirá tu energía, como la recibirán los frutos que empezarán a recogerse mañana.
—Dime, ¿tú te crees todo esto de verdad?
—Por supuesto. Me tomo muy en serio mi papel.
Lo dijo aún entre risas pícaras, pero la creí. Y su respuesta me asombró, por más que no fuera sino parte de un guión escrito.
Pensé en los amables vecinos que me habían traído allí. Sin duda merecían que cumpliese mi papel. En lo que respectaba a aquella bellísima sacerdotisa, y aunque era casi tan escéptica como yo mismo, cumplía su papel a la perfección. Aún dudaba, cuando una idea iluminó mi kha.
—Reconozco que te he subestimado. Además de bella, eres muy sabia. Dime, ¿qué ocurrirá en los próximos días?
—Como suma sacerdotisa local, debo acudir a Tebas para dar cuenta a la diosa en el templo que habita en la gran ciudad y que ella apruebe mi ofrenda.
—¿Me llevarías contigo? ¿Tal vez… como tu criado?
Ella volvió a arquear las pintadas cejas depiladas.
—¿No correré peligro?
—En absoluto. Jamás te pondría en peligro.
—¿Y qué ganaré yo con eso?
Sonreí.
—Esta noche me dedicaré con absoluto fervor a mi ofrenda a la diosa.
—¿Y las siguientes hasta que nos separemos?
Reí a carcajadas.
—Trato hecho.