28

Cuando desperté, Djeh estaba de nuevo a mi lado.

—¡Unos durmiendo y otros velando por el bien del país!

—¿De cuál?

Los dos reímos.

—¿Cuánto he dormido?

—Dos días. Debes de tener un hambre de león.

Me desperecé lentamente. Me dolía todo el cuerpo, aunque me encontraba descansado y casi recuperado, al menos del esfuerzo, que no de las heridas.

—¿Qué tal te ha tratado el general?

—Razonablemente bien para ser él. —Mi amigo soltó una carcajada—. Le dije que en cuanto yo volviese, tú regresarías rápidamente. Debe de estar mordiéndose las insignias, pensando que le he engañado.

—Nos has hecho un gran servicio.

—¡Tonterías! Recuerda quién soy y lo que hago.

Reí.

—¿Desde niño, no? Cuando hablábamos en el kap y yo bromeaba sobre el tema, para ti era algo más que un juego.

—Se nos educa para eso. Somos lo que somos.

Era una despedida. Nos abrazamos con sincero afecto, pero Djeh compuso una expresión grave.

—Te aprecio más que a nadie en este país, y por eso te daré dos consejos más.

—¡Y gratuitos!

—No es broma. Y recuerda que nuestra deuda está zanjada. El primer consejo: no juegues a algo que no dominas, pues la próxima vez el juego podría superarte y yo no estaría aquí para ayudarte, por mucho que sirviese a mis intereses.

Mi orgullo se sintió insultado, aunque intenté disimularlo, pues sabía que la intención era buena y la seriedad de Djeh lo confirmaba.

—Y el segundo: aléjate de ellos. Son cocodrilos y tú eres sólo un pequeño pez. No eres consciente de la diferencia. Estás en el tablero de juego sólo porque les conviene a ellos, pero cuando dejes de serles útil por cualquier razón, no dudarán en acabar contigo. No sabes nada del juego. No estás cubierto. Estás solo.

—Mi padre me protege.

Djeh me agarró de los hombros y me zarandeó.

—¡Tu padre es el peor de todos ellos! —Se acercó a mí, casi hasta que nuestros labios se tocaron—. Créeme. Su ambición está por encima de cualquier lazo sanguíneo, y si te interpones entre él y sus metas, no dudará en quitarte de en medio. Recuérdalo, Pi. Sólo somos peones. Yo he sido entrenado para esto, para prever los movimientos de mis enemigos y saber qué acecha a mi espalda, como tú para luchar contra un enemigo de frente. Con una espada me superarías en segundos, pero en este terreno te gano con diferencia. Así que hazme caso… Por el cariño que te tengo.

—Me temo que no hay vuelta atrás. Estoy más metido de lo que te imaginas.

—Entonces te daré el último consejo: ten siempre una salida segura, y siempre deja a tu enemigo vencido una salida digna. Si una víbora amenazada encuentra una vía de escape, ten por seguro que la usará, pero si se ve acorralada huirá hacia delante y será más peligrosa que muchos de sus perseguidores y causará mucho daño… Y todos ellos son víboras venenosas. Tu padre, Tut, y sobre todo los Oscuros… Incluso me resisto a creer que la Reina sea tan inocente como crees.

—¡Djeh!

—Disculpa, pero debes aprender a valorar todas las posibilidades por remotas que te parezcan. Eres ingenuo como el perro que va a beber a un remanso sin desconfiar.

* * *

Me indicaron el camino a seguir, pues mi broma sobre que me llevaran en el carro hasta los míos no les provocó ninguna gracia.

Por lo menos me dieron armas, que no era cosa de tener un mal encuentro desarmado.

El sol aún no estaba en lo más alto. Recordaba una hora en carro, con lo que a buen paso me llevaría al menos tres o cuatro a pie.

Al principio, el camino se me hizo incluso agradable. Habían cuidado y vendado mis heridas mientras dormía, y había comido abundantemente antes de dejarles.

El sudor fue abriéndose paso entre el polvo que levantaba con mi paso apresurado. Era un día muy caluroso, aunque durante la batalla no había notado un calor especial.

El uniforme paisaje anónimo del desierto no variaba apenas, pero un olor espantoso fue inundando mis pulmones a medida que me acercaba al campo de batalla, y por desgracia me señalaba el camino a tomar, a pesar de que mi guía era fácil, pues había seguido el rastro de unas pequeñas columnas de humo que, conforme me acercaba, crecían hasta convertirse en grandes y negras volutas de humo, como nubes, apenas movidas por la leve brisa.

Enseguida identifiqué el olor.

Carne humana.

Las piras no eran sino montañas de cadáveres enemigos que debían de llevar días enteros ardiendo. Habían recuperado ya cuantos carros y piezas aprovechables habían quedado en el campo de batalla, registrado los cuerpos en busca de objetos valiosos, los comunes amuletos de materiales diversos que los supersticiosos —todos— y fervorosos creyentes —casi todos los soldados— llevaban en mayor o menor medida. Incluso había soldados que llevaban uno por cada uno de los dioses a los que adoraban. También había soldados que conservaban su paga con ellos, en vez de confiársela a su capitán si recelaban de él (y solía ser una medida acertada, pues muchos eran corruptos). Además, también eran valiosísimas las puntas de lanzas, flechas, mazas, hachuelas, escudos, o incluso las tiras de cuero endurecidas de los restos de armadura.

Así que, como Sur me había contado, una unidad de médicos habría peinado el campo de batalla, no sólo para auxiliar a los heridos, sino para arrancarles las puntas de flecha de sus heridas y recuperar los objetos valiosos.

Los capitanes se reunirían con sus soldados para hacer cuentas. Los soldados que tuviesen deudas (por armas nuevas, por ejemplo) las pagarían con el botín arrancado a sus enemigos después del combate, y a su vez reclamarían su paga de los capitanes, que exigirían una parte del botín para saldar sus deudas con los generales, y así sucesivamente hasta el propio Horemheb. Si la batalla se desarrollaba favorablemente, era un negocio bastante rentable en su hipocresía. Resultaba tan extraño como irónico ver cómo todos aquellos excriminales eran capaces de arreglárselas con un sistema tan complicado, impensable en ninguna sociedad civil.

Pensé en los caballos, las víctimas inocentes de la guerra. Nobles animales que no merecían su cruel destino. Un carro era el arma más formidable y mortífera que existía, y a menudo la única manera de detenerla era hiriendo o matando al caballo, como había comprobado. Por eso en las primeras cargas se habían empleado los animales más viejos, enfermos, así como burros, camellos, bueyes, etc.

En estas elucubraciones iba inmerso cuando encontré el primer cadáver. No pude evitar mirarlo.

La boca abierta en una mueca grotesca, intentando inhalar un aire que le había sido negado por un profundo tajo del pecho a la garganta. Probablemente un hacha del tipo que sólo los guerreros nubios como Sur llevaban. Olía como el infierno mismo y agradecí que hiciera horas que había comido, pues las arcadas casi me hicieron doblarme en dos.

Continué mi camino sin dejar de pensar en la cara de aquel soldado y recordando cómo yo mismo intentaba respirar y sólo la fuerza de la determinación de luchar por algo más que yo mismo me había hecho aguantar y sacar fuerzas de flaqueza, aunque sin la ayuda de Djeh probablemente tampoco hubieran sido suficientes y habría corrido la misma suerte, y así, algún otro soldado me habría encontrado más tarde y torcido el gesto ante mi mueca, como yo había hecho. Me pregunté cuánto más duraría mi suerte, recordando los consejos de mi buen amigo, y me puse a temblar como un niño.

Los cuerpos se fueron sucediendo. Algunos eran egipcios. Supuse que los de intendencia aún no habían llegado por allí, y sonreí ante la idea: si yo fuera un soldado normal, estaría rebuscando entre los cuerpos objetos de valor.

El hedor era insoportable. En muchos casos, los buitres y rapaces se estaban alimentando de los cuerpos y ante mi paso cercano sólo levantaban la cabeza, mirándome con actitud insolente. En verdad parecía que el mismísimo Horus me taladraba con la mirada de cada uno de aquellos inmundos y enormes pájaros.

Incluso algunas bestias como hienas, zorros del desierto, ratas y hasta una leona no me juzgaron como un elemento peligroso, borrachos de sangre como yo mismo hacía bien poco, ignorándome con temeridad.

Comencé a avergonzarme de mis miradas morbosas a las caras, que no podía dejar de buscar, incapaz de apartar mis ojos de los cuerpos.

¿Valía la pena todo aquello?, me pregunté. ¿Conocían los soldados las razones por las que iban a la lucha? ¿Creían en ellas? ¿En qué habían pensado cuando vieron el arrojo de los míos en la batalla?

Ellos, como sus generales, estaban tan confiados en su número que su ejército sólo era una sombra de lo que podría haber sido si nos hubieran considerado una amenaza real. Claro que en ese caso, no habrían salido de sus dominios. No hubiera hecho falta. Las guerras sólo se libraban cuando fallaban los ejercicios de intimidación.

Ya los cuerpos se amontonaban de tal manera que debía saltar para no pisarlos. Estaba tan asqueado que juré ante todos los dioses que no volvería a participar de carnicería semejante. Me repelía la idea de perder el control de tal manera y convertirme en un animal salvaje, como un hipopótamo desbocado.

Si lo que nos diferenciaba de los animales era la capacidad de razonar, en la guerra nos igualábamos a ellos, y en mi caso, sólo el entrenamiento intensivo había hecho que los movimientos en combate se mecanizaran y pudiera luchar por mero instinto.

Pensé en todos los seres a los que amaba, y me juré volver a ellos. Ay, mi padre, Djeh, Sur, los niños del kap, que ya no lo eran… Y Nefertiti.

Sur tenía razón: una cosa era entrenar a hombres, y otra muy distinta matarlos sistemáticamente.

Comprendí por qué en Egipto no había soldados de vocación y era tan costoso reunir un buen ejército. El egipcio ama la vida, a sus prójimos y sus dioses, y rechaza la barbarie de la guerra. No nacemos para combatir como los hititas, sino que vivimos para dar felicidad a los nuestros a través del trabajo diario, del enriquecimiento del espíritu, la concordia con los dioses, el respeto al Faraón y la autoridad de la policía y los jueces, pero sobre todo, mediante la búsqueda de la felicidad cotidiana, con la danza, los juegos, la música, el canto y el arte.

Recordé la leyenda sobre la creación del hombre.

Una vez creados todos los seres que debían hacer compañía a los dioses, se dio la vida al hombre.

Hubo quien dijo que la humanidad había brotado directamente de las lágrimas de alegría que había volcado Ra-Atón cuando recuperó a Shu y Tefnet de las aguas del caos.

Otros contaban que el primer hombre había sido modelado por Khnum, el dios con cabeza de cordero, en su torno de ceramista. Después de haber dado la vida a sus nuevas criaturas, el Creador les hizo una tierra para que vivieran en ella: se trataba del reino de Egipto.

Ra-Atón protegió Egipto de posibles peligros con enormes barreras de desierto, pero decidió crear también el río Nilo para que sus aguas lo inundasen periódicamente y así sus habitantes podrían tener ricas y abundantes cosechas. Después fue haciendo el resto de países y precisamente para ellos puso un Nilo en el cielo, lo que denominamos lluvia.

Ra hizo a su vez que existieran las estaciones y las divisiones temporales (meses) y cubrió la tierra de árboles, hierbas, flores y vegetales de todo tipo. Finalmente creó todas las especies de insectos y peces, de pájaros y animales terrestres, y les infundió el aliento de la vida.

Ra-Atón, contento y satisfecho con cuanto veía a su alrededor, es decir, su propia creación, se paseaba cada día sin descanso por su reino o bien navegaba por el cielo con la barca de millones de años.

Cada vez que veían el Sol, las criaturas vivientes de las tierras de Egipto se alegraban y alababan a su poderoso creador.

Finalmente, para frenar todas las fuerzas del caos y el mal, así como para defender el orden, la justicia y el bien, Ra-Atón inventó lo que se denominó realeza. Él fue el primero y más grande Faraón de Egipto y gobernó durante siglos y siglos con alegría y paz.

El egipcio era sin duda distinto, al estar tocado por los dioses de la misma alegría del resto de los animales y vegetales con aliento de vida. No estaba exento de ira, codicia, ambición, mentira y crimen, pero no vivía para ellos y sí para el amor.

Pero no era amor lo que veía, y sí todo el anterior compendio de pecados…

* * *

El resto del camino lo hice como un espíritu errante, pasando junto a las oscuras piras humeantes de cuerpos, sin apenas verlas ya.

Cuando los primeros soldados vivos me reconocieron por mis emblemas de oficial, ni siquiera fui consciente de su presencia. Podrían haber sido enemigos que se acercaban para cobrarse venganza, y no me hubiese importado mucho más.