Desperté en una improvisada y extraña tienda: unos palos cortos sujetaban una lona que apenas cubría mi cuerpo del frío de la noche. Más tarde supe que su función era más camuflarme que guarecerme del frío.
Estaba solo. Evidentemente alguien me había apartado de la lucha. Enseguida pensé en Sur, pues no había nadie más en el mundo que pudiese tener interés en ayudarme.
Moví los brazos y el dolor acabó de espabilarme. Me levanté y no vi sino la noche.
Aunque me dolía el cuerpo entero, me sentí vivo. El frescor de nuevo me daba vida y mi cuerpo la absorbía como una esponja, tan falto estaba de cualquier energía vital. Mientras me examinaba las heridas no pude sino agradecer seguir vivo; lágrimas de emocionada gratitud hacia el buen Sur me humedecían los ojos.
—¡Gracias, Akh, por enviarme tu espíritu! —murmuré.
Traté de averiguar dónde estaba, adaptando mis ojos a la oscura noche, cuando oí un ruido.
Un carro se acercaba.
Sólo conservaba una daga atada a mi pierna derecha. La tomé y apilé unas cuantas piedras de buen tamaño a mi lado. Resultaba irónico que alguien me hubiese salvado para que una patrulla perdida acabara con mi vida o me hiciera prisionero. No pensaba pasar por semejante vergüenza, así que me puse en guardia, tensando los músculos, que se quejaron con intensísimos dolores del esfuerzo, y noté que algunas heridas se abrían.
El carro se acercaba. Casi lo tenía encima. Cogí la piedra más grande y tomé impulso para lanzarla. El conductor no lo esperaba y fue el oficial quien le alertó. Se agachó justo a tiempo. La piedra pasó rozando su cabeza.
Maldije al oficial al tiempo que empuñaba mi daga con la mano derecha, dispuesto a luchar desesperadamente aunque sin ninguna opción, cuando oí:
—¿Así tratas a tus amigos? Debería haberte dejado donde te encontré, de grava para los carros.
Me quedé tan desconcertado que no reconocí la voz.
Del carro saltó un hombre que se acercó confiado a mí. Yo seguía en guardia, apuntándole con el puño izquierdo y sujetando la daga con el derecho hacia abajo, como me había enseñado Sur, hasta que lo tuve lo suficientemente cerca para escrutar sus rasgos.
—¿Djeh?
Me abrazó. Los dos lloramos como niños.
* * *
Me hizo montar en su carro en silencio; aquél no era un lugar seguro. Miré al conductor, disculpándome sin palabras y sosteniendo su fría mirada, que me despreciaba sin comprender por qué era protegido un enemigo.
Viajamos en silencio durante una hora, hasta que nos detuvimos entre unas colinas y bajamos. El príncipe Djehutyhotep ordenó algo en una lengua extraña y su conductor trajo comida y un odre con agua. Adiviné que ninguno de los dos había participado en la batalla, pues un carro jamás habría albergado sino armas. Nos sentamos y yo agradecí el agua como si fuera el más divino manjar que jamás había probado.
—¡Mi querido Pi! Mis espías me dijeron que había una compañía llamada La gloria de Atón y no tuve dudas, pero el combate fue tan sangriento que no esperaba encontrarte vivo.
—¿Combatiste por mí contra los hombres de tu propio ejército?
—No me hizo falta. Mi buen Baalat lo hizo por mí. —Me miró con ironía—. Cada cual debe hacer aquello para lo que ha sido enseñado. En mi caso, pensar lo que otros deben hacer para que un fin se cumpla. Soy más humilde que tú, amigo mío, que quieres abarcarlo todo.
—¿Cómo me encontraste entre tantos cadáveres y el fragor del combate? Lo último que recuerdo es que hacía frente a unos hititas. Debería haber muerto.
Djeh puso cara de pillo sonriente. Se señaló un punto de la cabeza. Al principio no comprendí, pero llevé la mano al mismo punto de mi cabeza y una punzada de dolor me hizo apartarla enseguida.
—¿Me golpeaste?
Djeh rió a carcajadas.
—¡Estamos en paz! Tú me lanzaste una piedra.
Yo sonreí y él abrió las manos.
—Estabas al borde del agotamiento y en una zona de mayoría hitita, así que no corrí el riesgo de que no me reconocieras. Parecías poseído por un demonio. —Me guiñó un ojo—. La sangre emborracha más que el vino.
—Gracias.
—Como te he dicho, ahora estamos en paz. Tú me salvaste a mí.
—¿Y qué vamos a hacer?
—Nos separaremos y cada uno irá por su lado. Pero ahora come. No tienes buen aspecto.
Sonreí, recordando que Djeh no había combatido. Miré sus ropajes, casi inmaculados salvo por unas pocas trazas de sangre, y aun supuse que éstas eran de la mía al ayudar a transportarme en el carro. Djeh interpretó mi mirada y se puso serio. No le gustaba que le tachasen de cobarde.
—Mi cometido no es el de guerrear. Cada uno a lo suyo —se justificó.
—De acuerdo. ¿Cómo ha ido el combate?
La habitual sonrisa burlona de Djeh se desvaneció.
—Horemheb ha sido muy listo. Los hititas estaban… estábamos tan convencidos de nuestro éxito que se lanzaron al ataque ciegamente (a pesar de mis consejos que pedían prudencia). Vuestra maniobra de contención y más tarde envolvente equilibró las fuerzas.
Yo me moría de curiosidad.
—¿Y?
—Os llevaréis la gloria esta vez.
Suspiré aliviado. Djeh sonrió amargamente, pero no permitió mostrarse vencido. Enseguida volvió a sonreír y me palmeó un hombro.
—Me sorprendió mucho encontrarte en esta guerra.
—No lucho por mi pueblo, sino por mi Reina.
Djeh me miró sin comprender.
—Mereces saberlo —le dije—. Pero le hablaré al gran amigo, no al espía, ¿de acuerdo? Nefertiti vive.
—¡Vaya! —sonrió burlón.
—Vive y se ha recuperado, pero está escondida. La manera de protegerla era luchando.
Djeh silbó, encogiéndose de hombros.
—No comprendo tus razones, pero admiro tu valor. Creía que querías ser Faraón.
—¿Qué…?
—Mis informadores dicen que Horemheb negocia con los Oscuros. —Me miró extrañado—. ¿No te ha contado sus planes? ¡Vaya! Debe de tenerte miedo.
—No lo creo.
—Veo que no estás al corriente de mucho. Esperaba intercambiar información contigo.
—Pues ya ves que no puedo serte de utilidad.
—No, y es una pena. Pero me alegro de haberte encontrado y haber saldado mi deuda.
Le miré con franca preocupación.
—Djeh… ¿hasta cuándo habrá paz?
Me miró como sopesando la conveniencia de darme información a cambio de nada, pero sonrió de nuevo y comenzó a hablar.
—No se puede decir que haya habido un ganador, puesto que los dos ejércitos quedaron tan maltrechos que ni siquiera se recomenzará la batalla. Los dos volveremos a nuestros territorios para lamernos las heridas. —Me cogió un brazo con fuerza—. Te daré un consejo gratuito y muy valioso: recomponed rápido vuestro ejército, y hacedlo bien. Tenéis mucha suerte. El ejército que habéis visto aquí no es ni de lejos la totalidad del de Hatti, porque hay una guerra en ciernes con Mitanni. Sabes que sus negociaciones son tan largas como enrevesadas, y de la misma manera que pueden durar eternamente, también pueden concluir en cualquier momento con un acuerdo satisfactorio y unirse en vuestra contra. En ese caso, créeme, jamás podríais derrotar a un ejército semejante. Habéis tenido mucha, muchísima suerte.
Cabeceaba, como reprochando la conducta de sus superiores. Yo sopesé sus palabras en silencio, hasta que una chispa de luz penetró en mi maltrecho kha.
—¿Seguro que es un consejo gratuito?
Djeh abrió los ojos sorprendido, aunque sonrió, anticipando mi propuesta, que no se hizo esperar.
—¿Seguro que no quieres que te lleve ante el general Horemheb para que negocies con él y te cubra de oro y riquezas a cambio de que sigas haciendo que Hatti y Mitanni continúen guerreando entre ellos?
La risa de Djeh, como siempre, era muy contagiosa.
—¡No se me había ocurrido! ¡Qué gran idea has tenido!
Me lancé sobre él, riendo, como cuando éramos niños. Mientras le tenía sujeto con mis rodillas al suelo, aún hubo de hacer un gesto a su guardia para que no me rebanase la cabeza. Vi su sombra y volví a levantarle con respeto, aunque aún entre risas.
—¡Pero mira que eres zorro! —dijo divertido—. Me pregunto si alguna vez has sido un niño. Siento que has estado toda la vida conspirando entre nosotros.
Pero una sombra de tristeza me cubrió. Dejé de reír y miré al suelo. Djeh comprendió al instante y me miró con solemnidad.
—Mi primera prioridad era encontrarte y me alegro de haberte salvado más que de ninguna otra cosa que haya hecho en mi vida. Te lo juro por nuestra amistad.
Yo continué la conversación interrumpida, molesto porque mi kha fuera tan fácil de leer y yo tan inocentemente infantil. Pero estaba herido y cansado, y me encontraba vulnerable en todos los aspectos.
—Pero ¿qué te hace pensar que Horemheb no te cortará la cabeza cuando te vea? Los espías no son su más querida estrategia.
Djeh me miró de nuevo con aquel aire burlón, al que yo temía tanto como me divertía.
—Te quedarás aquí, por supuesto, con Baalat. Sabrás lo que yo sentí tantos años en el kap.
—¡Ah! Pero ¿tú venías a salvarme o a utilizarme para tus maquinaciones?
Aún entre risas, preparé una carta para mi padre, explicándole que Djeh me había salvado y que tenía una propuesta muy interesante para el bien del país. Djeh la tomó y partió a caballo.
Terminé de comer y volví a tumbarme bajo la lona. Estaba garantizando la seguridad de Djeh con mi vida, y aunque era mi amigo, sabía que su oficial no vacilaría en matarme si su capitán no volvía antes de la hora estipulada.