La resaca fue la peor de mi vida. Incluso me dejaron en paz en lo que concernía a mis obligaciones durante los dos días que estuve en la cama.
Al tercer día me levanté con la cabeza rota por dentro de dolor. Me extrañaba que la cerveza pudiera causar semejante efecto, pero también era cierto que ésa era la primera vez que me emborrachaba hasta perder la consciencia, y no sabía en absoluto qué efectos causaba.
No era propio de un militar. Al menos de uno de rango, pues la indefensión que creaba la embriaguez no era nada aconsejable. Uno de los Oscuros enviados por Tut sólo habría tenido que levantarme el cuello lo suficiente para deslizar una daga por mi garganta, sin ninguna oposición. Me entraban temblores cuando lo pensaba.
Encontré a Sur, que me sacudió tanto que casi me desmayo. Me contó que él mismo había pasado una resaca atroz, pero la fama de bebedor de Horemheb era legendaria y pronto olvidamos el episodio. Además, la noticia de que dos generales habían muerto no era en absoluto un buen presagio ante la inminente batalla y me recordó mi estado vegetal de las últimas horas.
El campamento no era sino una gran ciudad. Oficialmente yo no tenía cargo alguno por mi condición de prófugo. Oficialmente no estaba allí. Pero para calmar mi inquietud, me asignaron una compañía de doscientos cincuenta hombres que yo mismo había entrenado (no hubiera aceptado menos).
Me separé de Sur, pues hasta que acabase la batalla ya no habría más contactos y cada capitán se debía por entero a su compañía. Conviviríamos con los hombres, y ni siquiera nos comunicaríamos mediante mensajeros. Tampoco con mi padre, si él mismo no se dignaba hacerlo conmigo.
Nuestras patrullas de reconocimiento situaban al ejército enemigo apenas a un par de días, con lo que ocupamos la posición que nos fue asignada, que no variaría hasta la victoria o la muerte, salvo orden en contra. No había más alternativa.
Lo peor era el desconocimiento de toda estrategia, noticias… Lo ignoraba todo, sólo sabía que se me daría la orden de atacar y cómo hacerlo en el mismo momento. Me pareció un insulto. Si tanto confiaba mi padre en mí, podría haberme contado sus planes para la batalla o haberme pedido su ayuda, pero conociendo su frialdad, la borrachera no había sido otra cosa que un accidente, y mi ignorancia era exactamente calculada, como la de cualquier otro oficial menor.
Tuve que soportar la humillación de las numerosísimas ceremonias de ofrenda a Amón, en las que me negué a participar, y aún tuve que dar una paliza a más de uno de mis propios hombres que se atrevieron a echarme en cara que despreciara al dios más poderoso. No podía permitir la relajación de la disciplina ni traicionar mis propios principios, cuando faltaba poco para conocer la verdad última sobre los dioses y su orden jerárquico, una vez que cruzásemos el umbral de la muerte. Además, sería una muestra de debilidad ante mi padre tras su discurso.
No podía evitar preguntarme hasta qué punto su incontinencia verbal de aquella noche era efecto de la cerveza, pues ni borracho perdido le creía capaz de abandonarse a los vicios y debilidades de un hombre normal. Tal vez había pretendido abrirme los ojos y la cerveza fue sólo una mera excusa. No era un hombre débil que hablara si no era por propia voluntad y consciente de lo que decía.
En aquellos pocos días me enteré de varias cosas, como que todos los criminales habían sido sacados (sospecho que a la fuerza) de las prisiones, conmutando su pena por el honor de servir en el ejército, además del obligatorio y tradicional aporte del diez por ciento de los sacerdotes de los templos, lo que me divirtió no poco, aunque daba pena ver a los imberbes sacerdotes enviados. No pude evitar un regusto ácido de venganza, por mucho que aquellos pobres niños no merecían tal destino.
También aprendí, en parte de boca de mi padre, que los oficiales con rango suficiente pagaban de su propio bolsillo los carros y los caballos, más valiosos en aquel momento que el oro mismo. Yo era una excepción, pues Ay había pagado los carros que me llevaron al desierto con Nefertiti (oficialmente se los había robado, con lo que supe que mi crimen era doble, aunque tanto me daba) y el que poseía ahora lo había sufragado mi padre con un anticipo de mi propio sueldo como oficial, pero sólo porque le constaba que yo era un soldado, ya que técnicamente no lo era y por eso no incumbía a mi oficial superior anticipar el dinero.
Aquel día llegó un soldado con un mensaje de Sur, rompiendo las reglas, lo que me hizo sonreír y le agradecí con toda mi alma. Incluso recompensé al atrevido rapazuelo, que no era sino un niño descarado con la inocencia suficiente como para recitar de memoria una información tan valiosa, un chiquillo al que nadie tomaría en serio salvo yo, pues portaba una contraseña de Sur que sólo yo sabía.
Me contó que la estrategia de Horemheb en la batalla consistía en seleccionar los cuerpos de cada división según sus capacidades y no sólo su procedencia. Al principio no supe qué quería decir, pero pronto lo comprendería. Sólo sabía que una división la integraban cinco mil hombres de una provincia determinada, y que los nombres de cada división respondían a nombres de dioses, algunos tan estrafalarios como El orgullo viril de Amón.
Al igual que cada oficial pagaba su carro y caballos, cada soldado era dueño de sus armas, aunque en las unidades de élite (entre ellas la mía), todo el armamento fue revisado y las inservibles fueron sustituidas por otras nuevas, a modo de crédito que asumía su capitán, quien si no podía pagarlo, se endeudaba con su comandante, que a su vez se endeudaba con Horemheb. A los hombres tanto les daba, aunque pasé muchas horas registrando los créditos con casi todos los soldados, que a su vez vendían las armas declaradas inservibles a los soldados de clase más baja.
Yo escogí a uno de los más diestros conductores y le asigné el mejor escudo de cuero tachonado de clavos que encontré, grande y de forma cuadrada, para que pudiera cubrirme sosteniéndolo con la izquierda mientras con la derecha gobernaba el carro, tirado por dos caballos magníficos, rápidos y fuertes, a los que coloqué protecciones de cuero (muy caras, pero mi apego a los caballos era ya conocido, y me sentía responsable de ellos tanto como de cada uno de mis hombres).
Me coloqué la armadura de cuero. No detendría un violento golpe frontal, pero sí aquéllos de refilón o menos potentes, o flechas que no fueran lanzadas demasiado cerca. Acomodé dentro del carro todas las lanzas cortas que pude reunir en el escaso espacio que dejábamos el conductor y yo, mi arco, otro de recambio y varios carcajes de flechas. Y por fuera varias espadas y un hacha de doble filo que me había regalado Sur, pues era el tipo de arma al que más apego tenía.
Las últimas noches antes del combate, las pasamos ya en la zona asignada, donde nadie podía ausentarse sin mi permiso (que no daba), situada en una pequeña elevación. Nos asignaron un sacerdote que elevara la moral de los hombres, con el que me entrevisté enseguida para dejar claro quién mandaba allí.
—¿Sabes quién soy?
El oscuro asintió con la cabeza. Era demasiado joven para albergar tanto odio.
—¡Respóndeme cuando te hablo! No soy uno de tus asustados creyentes, sino tu capitán, y en lo que a mí respecta, estás aquí en calidad de soldado, con lo que puedo castigarte o quitarte la vida por insubordinación. —Acerqué mi cara a la suya—. Y nadie me cuestionará. Si no respondes en combate con tanto valor como arrogancia muestras ante mí, yo mismo te mataré.
—Sí, mi señor.
—Mi capitán.
—Sí, mi capitán —dijo balbuceando y sin color.
—No me opondré a tus ceremonias. Haz lo que quieras para animar a los hombres, los quiero locos de rabia en la batalla… pero hazlo lejos de mí. Si te veo a mi lado en combate, pensaré que intentas atentar contra mí y te cortaré la cabeza. Si oigo una sola monserga tuya, irás a la batalla sin armas.
—Sí, mi capitán.
—¡Ah! Y que no oiga el nombre de Amón. Dime, ¿te ha ordenado Tut que me mataras?
—¿Quién, mi capitán?
—El Faraón. ¿Quién si no?
El sacerdote, totalmente aterrorizado, dio un paso atrás. Pensó que iba a matarle allí mismo. Me serené. No era sino un muchacho asustado. Lo despedí con un gesto.
¿Era eso lo que mi padre quería? ¿Involucrarme en una batalla que nada me había importado hasta ahora? Estuve tentado de salir huyendo hacia Nefertiti, si no fuera porque la mejor manera de protegerla era mantenerme lejos de ella.
Lo que me daba miedo no era la guerra, ni la posibilidad cierta de morir, sino en lo que me estaba convirtiendo.
* * *
De noche, los soldados no se atrevían a dormir, asustados por los demonios nocturnos. Los propios y los que enviaba el enemigo para atacar nuestro sueño en la debilidad de la noche. Eso me exasperaba. No quería hombres cansados en la batalla. Les obligué a dormir de día.
Por la noche, me serenaba y dejaba que la frescura me diera fuerzas, y sobre todo ánimos para afrontar la lucha.
Casi me hacía reír lo ridículo de la situación. Pensaba que si no fuera porque nuestros enemigos eran igual de patéticamente supersticiosos, sólo tendrían que enviar algunas compañías disfrazadas de demonios en mitad de la noche, y todo nuestro ejército se desbandaría como un grupo de niños asustadizos.
Los correos llegaban y cada vez las noticias eran peores. El ejército enemigo nos doblaba en número y ya los teníamos prácticamente encima, confiados en su superioridad evidente. Sus carros eran nuevos y más numerosos, mientras que los nuestros eran antiguallas, con al menos dos o tres generaciones de viejos, pues se trataba de los confiscados como botín de guerra de los últimos grandes faraones guerreros, y algunos estaban en un estado tan deplorable que ni nuestros mejores artesanos pudieron hacer mucho para que al menos cumplieran con una función intimidatoria.
Los egipcios no éramos buenos artesanos de armas, ni tampoco criadores de caballos, palabra tan moderna que hasta nos costaba pronunciar, así que algunos carros fueron adaptados para ser tirados por un solo caballo, burros u otros animales menos útiles, como camellos o bueyes.
Mi compañía era mixta y comprendía veinticinco carros (lo que suponía cincuenta hombres montados) y doscientos a pie. Yo daba órdenes a cinco suboficiales de mi confianza con cincuenta hombres a su cargo. Por supuesto, el de mayor confianza era el encargado de los carros.
La noche anterior a la batalla evité cualquier pensamiento, y para cumplir tal difícil propósito me dediqué a estudiar la conducta de mis hombres. Muchos cantaban, en su mayoría himnos de guerra. A Amón.
Yo sólo podía recordar la canción de Akh.
Ninguno que marcha regresa.
A nadie se le permite llevar sus dioses consigo.
El pobre Akh, en su locura, se creía el dios que había inventado y, sin embargo, en sus momentos de lucidez, llamaba a disfrutar de la vida, pues temía, como yo mismo en aquella nerviosa noche, que no hubiera otra más allá.
Y yo iba a luchar por un Faraón que exigía mí cabeza. Un Faraón que, tan pronto como el culto a Amón estuviera restablecido del todo (Tut ya había declarado a Amón como dios oficial y había cambiado su nombre de TutankhAtón a TutankhAmón, aunque los Oscuros pedían más; siempre pedirían más), probablemente fuera envenenado, pues los Oscuros no podían consentir un hijo del Faraón hereje, y mucho menos un nieto del Rey de Mitanni.
Y el pobre ni siquiera lo sabía. Aunque quisiera, yo no hubiera podido ayudarle, pues ni aceptaría la verdad ni la creería. Y yo, estúpido de mí, aún sentía una cierta obligación no cumplida de protegerle, pues él no era totalmente responsable de sus actos, sino que había sido víctima de un increíble y magnífico cúmulo de circunstancias que le obligaban a actuar de aquella manera, ya que en el fondo no se trataba sino de un niño. Malcriado, prepotente y con la misma obsesión enfermiza por el sexo que su padre, pero un niño, al fin y al cabo, que había absorbido rápidamente los estímulos que encontró en sus pocos años de vida y, sin ayuda para encauzar sus controvertidos sentimientos, los asimiló e interpretó de la manera que le resultó más fácil, generando odio, ira, frustración y envidia.
Pero al minuto, recordaba a Nefertiti y su palidez, aquellas oscuras ojeras bajo unos ojos vidriosos y ausentes que no olvidaría jamás, su cuerpo desnudo, desmadejado, abandonado de sí misma, su piel cubierta por el sudor del infame, y sobre todo su sexo abierto, perlado de los fluidos de su violador, y de nuevo mi pecho se desbocaba, deseando que llegase ya el día de la batalla.
* * *
Los hombres celebraron la llegada de la luz y su triunfo sobre las tinieblas como si no hubiese existido otra noche antes de aquélla.
Al alba, y apenas controlada la espontánea reacción del ejército entero como un solo hombre, la luz dio paso a un espectáculo maravilloso que hacía tener esperanzas en la estrategia y la habilidad militar de mi padre.
En perfecto orden se veían dispuestas las compañías. No las divisiones enteras, como cabría esperar, sino infinitas partes más pequeñas, como un tablero de juegos. Podía apreciar algunas diferencias entre ellas por el color de la piel de los soldados o las armas y la disposición de los carros, pero hasta que diera comienzo la batalla no podría identificar las compañías.
El silencio era opresivo. La expectación era tal que nadie apartaba los ojos de la línea del horizonte, donde se esperaba al enemigo.
El sol seguía su camino en un día radiante. Miré a mi compañía, orgulloso de ellos, los rostros tensos, duros, angulosos por el entrenamiento, de mirada fiera, no tenían miedo a morir. Les bauticé (a pesar de más de uno) como La gloria de Atón, aunque sólo fuera por fastidiar al sacerdote, y por pura provocación a Tut. El que quisiera encontrarme podría hacerlo con facilidad, ya no era momento para esconderse. Reí tranquilo. Seguro que no había otro nombre similar en ninguna otra compañía. Nadie se atrevería.
El nombre que los soldados habían puesto a la compañía era El ojo de Horus, por mi puntería con el arco, y lo agradecí, pero preferí el que nombraba a Atón. La leyenda decía que a la muerte de Osiris, su hijo Seth tomó el poder en Egipto, y Horus, deseando vengar a su padre, partió a la guerra contra su tío Seth, al que venció después de numerosas y cruentas batallas. Horus retomó el trono de Egipto, aunque durante una batalla el dios Horus de cabeza de halcón perdió un ojo en seis pedazos, que fueron buscados por el dios Thot y devueltos a Horus. El ojo, por tanto, se consideraba en las Dos Tierras el símbolo de la victoria del bien sobre el mal.
El nuevo nombre parecía bien aplicado en un día como aquél. Miré al sol, rezando en silencio al kha de mi amigo Akh para que bañara con su energía a mi compañía y abrasara con su poder a nuestros enemigos y a los míos propios.
Cuando terminé la oración, y casi como una respuesta, un murmullo se hizo audible. Un mero ronroneo que fue creciendo poco a poco en intensidad, un rumor grave en crescendo. Una sensación extraña, inexplicable, un cierto malestar que no sabía a qué achacar, que se fue intensificando hasta su completa identificación.
Un temblor. Leve al principio, que crecía con un ruido como de tambores que no lo eran, hasta concluir en una letanía que aturdía los sentidos, un sonido —ahora sí— de extraños tambores que te llegaba al corazón, haciéndolo bailar dentro del pecho, y paralizando los miembros. Un movimiento del mundo entero que hacía tintinear nuestras propias armas.
Alcé mi voz para dirigirme a los míos:
—¡No es más que ruido! Es una táctica tan antigua como el mundo. Pretenden que os caguéis de miedo.
Los hombres rieron.
—Nosotros no lo hacemos. No nos hace falta. Lo que nos hace temibles no es esa comparsa de fiesta de la cosecha, sino el amor por nuestra tierra y nuestros dioses —miré al sacerdote, que bajó la vista—, y por tanto no vamos a escenificar orquestinas. Hablaremos con nuestras armas, y no haremos más ruido que el que salga de sus bocas cuando les clavemos nuestras lanzas y espadas.
Los hombres se calmaron. Las bromas comenzaron, ejerciendo un estupendo efecto liberador. Mi padre me había enseñado que es el miedo quien vence las batallas antes incluso de ser libradas; por tanto, no podía dejar que mis hombres cargaran con miedo en sus corazones, pues estaríamos perdidos.
Era muy curioso observar sus bravatas para darse unos ánimos que no tenían. Muchos ojos buscaban los míos. Yo les sonreía y asentía sin hablar, me obligaba a reír alguna broma aunque no me hiciera maldita la gracia, levantaba el puño apretado o miraba al horizonte con mueca de desprecio.
Al fin, una fina línea negra apareció, acallando nuestros murmullos, y el ruido y el temblor se amplificaron hasta niveles impensables. Poco a poco una inmensa manta negra cubrió la enorme extensión frente a nosotros, y por más que se acercaba, su retaguardia no tenía fin.
Suspiré aliviado.
No habían imitado nuestra táctica. Su fuerza era su número. No se observaba diferencia alguna en la calidad de sus tropas, aunque ellos formaban un mar de soldados cuyas lanzas oscilaban como un campo de trigo al viento.
Un murmullo volvió a crecer entre nuestras tropas y se destacaron las voces de los oficiales para animar a sus hombres.
Al fin, se detuvieron a la distancia de un tiro de flecha largo.
Un lapso de tiempo quieto y silencioso, como de preparación para la muerte en los dos bandos, donde cada hombre parecía sopesar sus propios pecados antes de ofrecer su corazón a Osiris para que lo comparase con la ligera pluma de Maat, en un ensayo antes del hecho cierto, sin remisión, que tendría lugar sólo minutos después. Lo encontré muy curioso. Los hombres parecían calcular a cuántos enemigos deberían derribar para que su alma se equilibrara con la pluma sagrada.
De nuevo el murmullo.
La batalla estaba a punto de comenzar.
* * *
No hubo formalidades, ni correos ni diplomacia. Todo eso estaba de más. Sólo un murmullo de agitación entre los dos ejércitos que fue creciendo, hasta que un sonido agudo se elevó sobre el grave rugido.
Y las primeras filas de soldados y carros de combate se lanzaron a la carga entre un griterío ensordecedor de las filas posteriores.
Los gritos de nuestros oficiales no se hicieron esperar, y los conductores de los carros espolearon salvajemente a los caballos, que corrieron enloquecidos a chocar contra la vanguardia enemiga, los guerreros de infantería tras los carros, cubriéndose con ellos.
Observé que los carros lanzados en primer lugar eran aquellos que se conservaban en peor estado. Por tanto, mi padre los había asignado al primer y durísimo choque.
Abrí la boca con asombro al ver el caos y la anarquía de la primera división que corrió sin orden a colisionar con las fuerzas hititas. Eran los reos, perdonados a cambio de su inclusión en la batalla.
Eran caros de mantener, problemáticos, malos soldados, poco disciplinados… En suma, prescindibles.
El choque frontal sonó como un millar de martillos golpeando contra otros tantos yunques. Carros, caballos, soldados y armas salieron disparados por la fuerza del encontronazo.
Durante un buen rato, que a mí me parecieron horas, cuando en realidad no pasaron sino unos minutos, miles de combates cuerpo a cuerpo, flechas de corto alcance, lanzas cortas y caballos encabritados se sucedieron.
El inmenso número de sus tropas avanzaba inexorablemente la línea de lucha hacia nosotros. El empuje desesperado de los reos por sobrevivir se ahogó en la riada de carros y soldados que no dejaban de aparecer.
Oí una voz, y un prolongado silbido dañó mis oídos. Desde nuestra primera línea, arqueros lanzaban una y otra vez miles de flechas con sus arcos cortos de doble cuerda.
Las primeras flechas alcanzaron su objetivo. El poco pelo de mi afeitado cuerpo se erizó. Se sacrificaba a los reos que aún combatían, ya pocos, para alcanzar con las flechas a cientos de hititas.
Pero éstos no dejaban de aparecer.
Una nueva división se lanzó al ataque, y esta vez pude apreciar algo más de orden. Era el ejército regular, los hombres reclutados con poco entrenamiento, hostigados por sus capitanes y acicateados a golpes de látigo.
Se lanzaron a la carrera detrás de los carros, aprovechando el desconcierto causado por la lluvia de flechas en el enemigo.
Este segundo choque, aunque menos brutal que el primero, fue igualmente vibrante. Ya no peleaban sobre un terreno del todo llano, sino que los carros rebotaban sobre los cuerpos de muertos y heridos, frenando sus avances y reduciendo su eficacia.
Se creó pronto un pequeño montículo de cuerpos. Los carros apenas avanzaban. El combate era frenético. Los soldados peleaban cuerpo a cuerpo sin apenas espacio, agolpándose cada vez más ante el avance de las divisiones hititas, cuyo goteo no cesaba.
Una señal más, y esta vez avanzó no un grupo de hombres desesperados o poco organizados, sino una división de guerreros nubios sedientos de sangre. No se enviaron más carros.
Un solo grito rasgó el aire sobre el fragor, y los gigantes nubios, armados con pequeños escudos y armas cortas, espadas anchas muy afiladas, pesadas porras y hachas entraron haciendo estragos sobre las desconcertadas tropas hititas, que veían cómo una muralla de hombres caídos, carros amontonados y caballos muertos impedía el avance de sus carros.
No había espacio para lanzar flechas ni lanzas, y las armas cortas de los nubios abrieron cabezas y miembros sin cesar. Cuando una compañía flaqueaba, otra reforzaba su vacío. Unidades de carros con arqueros corrían en paralelo a la muralla de cuerpos lanzando sus flechas y lanzas al otro lado.
Comprendí la estrategia. Lanzar todas las divisiones a un combate brutal hubiera sido un suicidio, porque el enemigo nos superaba en número y en calidad de armamento. Así que Horemheb había sacrificado dos divisiones para crear una muralla de cuerpos.
Supe cuál sería la siguiente jugada, y al poco un correo me la confirmó: las compañías de carros avanzaríamos por los flancos de la muralla y entraríamos a rodear las divisiones hititas, mientras la infantería continuaba luchando en la muralla y aumentándola y los arqueros proseguían lanzando sus dardos al otro lado, donde los atacantes se comprimían.
Corrimos por el flanco derecho de la línea de batalla, que me pareció larguísimo, lo rodeamos ampliamente y esperamos a recibir la orden mientras mis hombres recuperaban el resuello.
Ya no podía saberlo, al abandonar mi privilegiada posición elevada, pero supuse que aquél sería el golpe final, y que no habría más maniobras pues todas nuestras tropas entrarían ya en la liza.
* * *
La señal llegó y nos pusimos en marcha. Los escasos brazos que nos separaban de las tropas enemigas me parecieron una eternidad.
No lograba reprimir el pánico. Recordé una canción que había oído a los soldados como una letanía durante los dos últimos días y la susurré, gritándola en mi interior con todas mis fuerzas:
Trae los dos ojos de Horus a mi arco.
Yo soy el que tensa las cuerdas del arco como Horus y estira la cuerda como Osiris.
Cuando los caballos entraron rabiosos entre los hititas como un cuchillo caliente en la mantequilla, el mundo se detuvo. Todo se ralentizó y dejé de escuchar el furioso golpeteo de mi corazón.
Sólo apunté con mi arco al primer enemigo que vi y solté la flecha. No aguardé a ver si había llegado a su destino. Ya tenía otro objetivo y mi arco se alzaba ya tensándose.
En aquel punto, la densidad del combate no era aún muy opresiva y la posición desde mi carro era bastante cómoda. Protegido a mi izquierda por el escudo del conductor, en mi lado sólo me preocupaba de lanzar dardos tan rápido como pudiera. No era fácil atacarme por aquel lado, pues ya me ocupaba yo de los blancos cercanos y sólo alguna flecha o lanza arrojadas desde muy lejos se acercaba a mí sin mucho peligro. Una a una mis flechas se fueron agotando.
Tras la primera acometida y el efecto sorpresa, los enemigos se cerraron de nuevo sobre nosotros y pasé a utilizar mis lanzas, sin arrojarlas aún, aprovechando su longitud para herir a cuantos oponentes se ponían a tiro. La infantería que nos seguía hacía el resto.
Pero al condensarse la lucha, sus espadas rompieron pronto mis lanzas. Tomé mi escudo redondo y mi espada larga y luché desde el carro mientras el conductor me cubría aún y fustigaba a los pobres caballos para que se abrieran paso sobre los cuerpos. El secreto del éxito del carro era su fuerza y su movilidad, pero si lograban inmovilizarlo por la razón que fuese, no duraría mucho, y tampoco debíamos dar oportunidad a que atacasen a los caballos. Por eso eran hostigados con una saña terrible que, en tiempos normales, le hubiera costado la vida a cualquier conductor. Los caballos reaccionaban asustados y el carro rebotaba entre los cuerpos.
Perdí la noción del tiempo. Por cada enemigo que abatía, aparecían dos. Pronto, los infantes abrieron pasillos y dieron paso a innumerables carros que, una vez pasada la primera sorpresa, acudían a equilibrar la batalla.
Los hombres de intendencia de mi compañía acudieron a pertrecharme con carcajes de flechas (entre ellos estaba el sacerdote, que tuvo la prudencia de no ponerse a tiro) mientras llegaba el resto de los carros, y de nuevo comenzó la interminable letanía de apuntar y disparar mientras mi conductor me cubría.
Mi arco era más amplio y el alcance de mis flechas mayor, así que dejaba los espacios cortos para los carros que me acompañaban y apuntaba a los más lejanos, que se concentraban y no esperaban mis flechas, con lo cual resultaba casi como un ejercicio. Un pequeño número de infantes me cubría, mis mejores soldados, conocedores de mi pericia con el arco y de los estragos que causaba.
Dejé de pensar. Todo se redujo a una perfecta ejecución de unos movimientos mil veces ensayados. Tomar la flecha y acomodarla en el arco sin mirar mientras escogía una presa, levantarlo y disparar, y vuelta a empezar, bajando la mano para tomar otra flecha mientras barría el campo de batalla con la mirada escogiendo al siguiente candidato para alojar mi dardo.
Me asaltaba un único pensamiento que me producía breves accesos de pánico: creía que eran siempre los mismos hombres, que volvían a levantarse una y otra vez como demonios sin vida, por más flechas que les atravesasen, pero al momento me obligaba a tranquilizarme mirando la alfombra de cuerpos caídos y pensando que era imposible.
No hubo tiempo para más reflexiones. De repente me vi despedido hacia delante.
Maldije mi mala suerte. El carro había resistido mucho para su estado, incluso a pesar de ser uno de los mejores, y los caballos serían golpeados para evitar sus coces, pero no había tiempo para lamentos. Me levanté y corrí hacia el carro o lo que quedaba de él, tomando las armas y enseguida repeliendo al primer hitita que corría hacia mí, envalentonado por mi caída. Finté sobre su carrera y, apoyando una mano en el suelo, barrí su cuerpo con mi espada, rajándole el vientre.
La misma letanía de nuevo. Repetición de los ejercicios tantas veces ejecutados. Bendije a Sur por la dureza de los entrenamientos, aunque me preocupaba el golpe recibido en la pierna izquierda al caer del carro, del que no había sido consciente hasta ahora, pues una leve cojera se hacía evidente y debía compensarla para no dar pistas a mis enemigos.
El cansancio comenzaba a hacer mella y los brazos me pesaban ya como si fueran de piedra.
No soportaba no tener consciencia de lo que sucedía a mi alrededor. Parecía que llevaba la vida entera en aquella batalla y que tal vez nunca acabaría. Me desesperaba pensar que tal vez había muerto ya sin ser consciente de ello, como de la herida en la pierna, y esto no era sino el infierno que merecía. Una batalla sin fin.
En un instante de lapso entre un combate y el siguiente, levanté la vista. El sol comenzaba ya a declinar, llevábamos horas combatiendo y a mí me parecía que el goteo de hititas no cesaba. El combate aún se prolongó lo que a mí, en mi extenuación, me pareció mucho tiempo hasta que se fue espaciando. Yo mismo echaba espuma por la boca como un caballo y sangraba por varias heridas, sin saber cuándo, cómo ni quién me las había causado.
Los brazos y las piernas me quemaban y los pulmones me dolían cada vez que luchaba por aspirar el aire que me faltaba para recuperarme, cuando ya venía a mí el siguiente enemigo, y le hacía frente conteniendo el escaso aire cogido. Cuando despachaba a mi atacante, volvía a intentar recuperar el aire y otro hitita me lo impedía. Si no descansaba, reventaría como un caballo viejo.
Todo estaba cubierto de sangre. Apenas había ya enemigos. Miré alrededor mientras jadeaba y parecí despertar de un sueño. No había más tropas, sólo hombres matándose entre los cuerpos. Casi no había manera de distinguirlos si no fuera por el pelo y las barbas, pues todo era del mismo color rojo, y aún algún soldado calvo me atacó, con lo que no podía bajar la guardia. La batalla debía de haber terminado y las luchas sólo continuaban por la increíble borrachera de sangre, aquel rojo oscuro que se te metía dentro y excitaba tus sentidos y espoleaba la furia, olvidando cualquier razonamiento que no fuera buscar un enemigo más.
Un grupo de hombres se abalanzó hacia mí. Ni siquiera les había visto venir, mareado y agotado como estaba. No tenía ya fuerzas y los instantes entre un ataque y otro no valían para calmar el dolor de mi pecho jadeante y el ardor de mis brazos.
Aún continué golpeando y cortando, hasta que, en algún momento, la negrura me envolvió sin ninguna consciencia por mi parte de abandonar este mundo.