Los preparativos se aceleraban a marchas forzadas. Soldados de todas las partes de las Dos Tierras y aun de más allá, adonde iban los negociadores apresuradamente enviados en busca de tropas tan necesarias como el agua del Nilo, y regresaban con los escasos contingentes que podían conseguir a cambio de costosos tratos en oro, metales y piedras nobles.
Todo el mundo estaba nervioso y se palpaba en el ambiente una tensión opresiva. Yo pedí audiencia con mi padre, pues sabía que pocas conversaciones tranquilas tendría ya con él, y quizá ninguna otra, pues no contábamos con salir bien parados de la batalla. Horemheb lo entendió así y me llamó una noche para cenar y beber con él, como me habían contado que hacía con sus generales de confianza.
Cuando le vi, sonrió. Era mucha más afabilidad de la que esperaba de su parte.
—Conque mi hijo tiene miedo, ¿eh? —comentó.
No caí en la provocación.
—Sabes que no. Al menos no por mí.
—Ven. Come y bebe conmigo. Me he emborrachado con mis generales, y tú no vas a ser menos.
Comimos. Había ordenado una cena exquisitamente cocinada, abundante y sabrosa, nada que ver con el rancho militar. Le pregunté la razón.
—No tengo muchas ocasiones de mostrar mi confianza a mis generales, y esta batalla es tan importante que si perdemos no habrá ninguna otra… Así que debemos comer y emborracharnos hasta caernos de culo.
Y para mi sorpresa, se puso a cantar. Por mucho que su sonrisa le afeara, era sincera, aunque la canción rezumaba pesimismo:
Disfruta.
No te canses de celebrarlo.
A nadie se le permite llevar sus dioses consigo.
Nadie que marcha regresa.
Yo me sorprendí. Era una canción propia de Akh, de la filosofía más extrema en su Atón propio, que negaba el juicio de Osiris, totalmente escéptico respecto a la vida eterna. Otra de las contradicciones de aquel hombre sin par. Pero debía aprovechar que mi padre estaba amigable.
—Creía que renegabas de Atón y de Akh.
Me miró con enfado. Estaba bebido, pero eso no menguaba su inteligencia, aunque sí la mía. Me propuse cuidar mis palabras. Sólo parecía acrecentarle la elocuencia, y si podía, me aprovecharía de ello.
—De Atón sí, como de cualquier otro dios que no sirva a mis intereses… Pero por muy raro que te parezca, no de Akh. Mucho le apreciábamos, a pesar de sus increíbles contrastes. Sin duda estaba loco, pero en su locura había momentos de maravillosa certeza.
Asentí, aún sorprendido.
—Padre, recuerdo que una vez dijisteis que algún día me contaríais la historia real de nuestros faraones. Si éste no es el momento, no sé cuál lo será.
Él rió con ganas.
—Sin duda tienes razón. Pues bien, te la contaré, pero recuerda que tú lo has querido. No te va a gustar, pero es cierta. —Rió de nuevo—. ¿Sabes que la verdad es como esta cerveza? Una vez que la descubres ya no te conformas con la cervecilla aguada y sosa. Quieres abarcarla toda. Pues como esta cerveza, la verdad es cara, pero quien la tiene, tiene el poder.
Yo nunca había sabido qué parte de las enseñanzas que se impartían en el kap —el parvulario real— sobre los faraones era cierta y cuál servía a los intereses de Akh.
—No te confundas. La historia no es la de los faraones, sino la de los dioses y su preeminencia. Los reyes son meros peones, hombres y no dioses (aunque eso ya lo sabes bien), y Akh no era de los más malos, créeme. Los ha habido menos locos, sí, casi todos, pero también mucho más malos:
»Debes saber que los grandes faraones guerreros provenían de familias humildes como la nuestra, y se sentían en la obligación de aportar algo a su país y sus dioses. Por eso es bueno el cambio dinástico cada pocas generaciones, pues históricamente el poderío militar se relaja cuando una dinastía se alarga.
»Pues bien. Hubo un grandísimo Faraón, Tutmosis I, al que conoces muy bien por las enseñanzas del kap, que engrandeció nuestro país hasta cotas jamás alcanzadas, por el Norte hasta el mismísimo Éufrates, y por el Sur mucho más allá de la cuarta catarata del Río Sagrado.
—Eso no es nada nuevo.
—¡No seas insolente y bebe! Si morimos en la lucha, al menos nos habremos emborrachado juntos, y esta cerveza es espléndida.
Carraspeó antes de continuar con aire teatral.
—Pues bien, con el poder económico logrado, Tutmosis y su hijo engrandecieron el país y dotaron de grandes riquezas a los templos y de ofrendas a los dioses, despertando la codicia de Amón, dios guerrero por excelencia, y que fue especialmente premiado. Sus sacerdotes, enriquecidos ya en el plano económico, sumaron su ambición al plano político y aun religioso, y pretendieron alzarse sobre los demás dioses. No pudieron con el justo Tutmosis, ni con su hijo, el segundo del mismo nombre, que se dedicó a afianzar las conquistas con tratos inteligentes de vasallaje que nos reportaron aún más riquezas, aunque la corrupción aumentó el poder de los Oscuros.
»Los faraones guerreros siempre han tenido un problema: sus ausencias prolongadas de palacio, lo que les obliga a confiar en los templos, y la sed de poder de los Oscuros comenzó a obrar con independencia del mandato real.
Yo escuchaba con atención. El relato se tornaba muy interesante y en verdad no se parecía nada a las edulcoradas y tendenciosas enseñanzas de las conquistas épicas que aprendí en el kap. Sin duda, y por muy heterodoxo que fuera, Akh quería que le recordasen con la misma épica que a sus antecesores, por mucho que les odiase. Pero mi padre continuaba su relato.
—El problema comenzó cuando murió Tutmosis II. Debía reinar su hijo Tutmosis (el tercero), pero éste no era hijo de la Gran Esposa Real, Hatshepsut, sino de una de rango inferior, una tal Isis, así que la codiciosa Hatshepsut se proclamó regente.
—¡Pero la Reina fue muy querida por el pueblo!
El orgulloso general enarcó las cejas, divertido por mi ignorancia.
—¿Sabes quién era su amante? El administrador del templo de Amón, de nombre Senenmut, a las órdenes del sumo sacerdote Hapuseneb. Él negoció en su lecho el auge de Amón a cambio de prolongar la regencia, y dar a una Reina algo impensable hasta entonces: los atributos masculinos del poder del Faraón.
Horemheb rió a carcajadas ante mi expresión de sorpresa.
—¡Ya imaginaba yo que no lo sabías! Fue el momento de máximo esplendor de Amón y sus sacerdotes, que manipularon a placer a aquella débil mujer y accedieron a todos los estratos del poder, denigrando al resto de los dioses.
»Se instauró la tríada de Amón como el dios creador, su esposa Mut y su hijo Khonsu, de la misma manera que en Menfis adoraban a Ptah, Sekhmet y Nefertem, para intentar contrarrestar sin éxito su poder, ambos a semejanza de la tríada tradicional de dioses antiguos, Osiris, Isis y Horus.
»Los Oscuros instituyeron fiestas que colmaran el corazón de las gentes simples, como el Festival de Opet en otoño, procesión que conoces bien, de la tríada de Amón desde Karnak hasta el lugar de nacimiento del dios —mi padre escupió— en el templo de Luxor en la otra orilla de Tebas.
»A la infame Hatshepsut, los Oscuros la premiaron con el grandioso templo funerario de las inmensas terrazas que también conoces, y la pérfida, por codicia, llegó a apropiarse de la morada de eternidad que se había preparado para su suegro, el gran Tutmosis. —Su voz temblaba de rabia—. También decretaron el Festival del Valle, donde Amón cruza de nuevo el Nilo en sentido opuesto para visitar a Hathor y el templo mortuorio de la reyezuela.
»Son sólo ejemplos de hasta qué punto manejaron el poder del Faraón. La muy estúpida permitió que el enemigo Mitanni se rearmara. Pero gracias a Ra nadie es eterno, y el buen hijo, el tercer Tutmosis, tenía la formidable sangre guerrera de sus ancestros. De nuevo abandonó la corte, dejando a los Oscuros tan limitados como pudo, pero libres de su presencia. Se fue al norte como su padre y su abuelo, y reafirmó como ellos las fronteras, tomando en la batalla de Meggido 924 carros a Mitanni.
»Volvió a casa y, antes de enmendar los errores de su madrastra, fíjate cuán inteligente era, esperó a criar un hijo, en armonía con los Oscuros, al que llamó Amenhotep, y cuando éste fue capaz, lo declaró corregente y vio asegurada su estirpe. Pues bien, sólo en ese momento se atrevió a combatir abiertamente a los Oscuros, relegándoles de nuevo a su posición anterior y borrando la memoria de su madrastra hasta en los nombres de su propio templo funerario.
Silbé de admiración. Los ojos de mi padre brillaban, y no era por la cerveza.
—Amenhotep fue un buen Faraón, y también su hijo, del mismo nombre, pero su gran error fue no saber prolongar y asegurar la estirpe como su padre había hecho. Estirpe que casi quedó cercenada como una vid seca, pues hubo una oscura lucha cortesana por el poder, como casi siempre que el poder no se deja lo suficientemente claro. —Me guiñó un ojo—. Y al fin reinó Tutmosis, hijo del segundo Amenhotep con una dama norteña sin rango, de nombre Tiaa. Sí, extranjera.
»La aportación de Amenhotep fue consolidar el sistema de pactos por medio del cual los países vasallos se sometían a nosotros y nos enviaban cuanto queríamos. Nuestra única obligación era mantener la paz, requiriendo hijas de los monarcas para desposarlas a cambio de oro, maderas, piedras preciosas, carros, etcétera. Muy inteligente.
»Pero la influencia de la madre bárbara se notó en el relajado cuarto Tutmosis, que negoció una paz insegura con los hititas, y se dedicó a darse propaganda entre el pueblo y cubrir con ella su ineptitud, creando un peligroso precedente. Ése fue su triste bagaje. Firmó la paz con Artatama I, Rey de Mitanni, pero las cartas entre países ya no reflejaban la temerosa sumisión a nosotros, sino que parecían vulgares negociaciones de comerciantes prodigándose regalos y vergonzosos cumplidos.
Escupió de nuevo con asco.
—Y los Oscuros volvieron a cobrar poder con su debilidad. Enriquecieron el templo de Karnak y volvieron a ocuparse de sectores que les habían sido vedados, como la administración de las minas, la navegación y la industria. ¿Te das cuenta?
—Los pilares de la economía.
—Exacto. —Me miró sonriente.
Yo estaba extrañadísimo de ese trato tan familiar. Parecíamos una familia bien avenida. Si no fuera porque estábamos a las puertas de la muerte, habría pensado que estaba loco, o que lo estaba yo.
—Pero éste tampoco fue tan malo como parece pues, como los otros, luchó con fuerza para devolver los antiguos dioses a su poder. Habrás oído el famoso sueño a los pies de la esfinge.
Asentí. Era tan legendario como conocido. Hasta los niños lo sabían. Pero tenía que decir algo si no quería parecer estúpido.
—Pues sí, se le apareció en sueños el dios Harmachis y le dijo que si devolvía su antiguo esplendor a la esfinge, reinaría sobre las Dos Tierras.
—Exacto. Harmachis. Un dios de Heliópolis, enemigo de Amón. Como ves, la lucha era soterrada pero intensa, pero los Oscuros estaban ya demasiado bien establecidos. Tutmosis quería reinstaurar el poder de Ra, el primer gran dios creador de las pirámides. ¡Ah, qué maravillosa utopía! Incluso se atrevió a levantar un grandioso obelisco a Ra más alto que ningún otro hasta la fecha, pero no llegó a completarlo[15], pues este Tutmosis murió joven y dejó a Amenhotep el tercero. Sí —rió escupiendo cerveza—, el falso cazador padre de Akh, hijo también de una Reina menor que no tuvo tiempo de ser ascendida a Gran Esposa Real, Mutemwiya.
»El padre de Akh, como bien sabes por su propia boca, fue débil y oportunista, y aunque amante de Ra, se valió de Amón y negoció con los Oscuros para consolidar su poder. Sí, se valió de la propaganda para parecer un Faraón guerrero, cuando en realidad se arrastró con tratos tan empalagosos como poco convenientes con todos los países conocidos, Babilonia, Mitanni, Hatti, las ciudades estado de Siria y el Mediterráneo hasta Alashiya, Festos, Mecenas, Ilion y Cnossos.
»Como sabes, en esa época se suavizaron los controles de entrada al país, que se llenó de espías e influencias malignas. Entraron grandes fortunas, atraídas por la seguridad y nuestro legendario modo de vida, y estas fortunas cegaron al Faraón.
Mi padre bajó la vista con tristeza. Era la primera vez en horas que variaba su ebria alegría. Parecía a punto de decir algo de suma importancia.
—Padre…
—Esto no te va a gustar. Una de aquellas grandes fortunas venía de Siria, un matrimonio que se estableció en las afueras de Tebas, en un palacio tan inmensamente rico que Amenhotep, cómo no, sintió celos. Eran Yuya y Tjeye.
Me envaré.
—¡Los padres de Tiye!
—Sí, los padres de Tiye, y también de Aanen, sumo sacerdote de Ra, y de tu amigo Ay. Ellos dieron inicio a la decadencia del país, camuflada por la hipócrita propaganda, influyendo en el Faraón a la manera extranjera, dándole a su ambiciosa y cruel hija Tiye como indiscutible Gran Esposa Real.
Gruñí de asombro.
—Y eso no es todo, pues fue a través de Tiye que el sirio Yuya transmitió la enfermedad a Akh y sus hijos.
—¡No!
—Pues sí. No se entiende por qué los hijos de Yuya no la manifestaron y sí el hijo de Tiye y su descendencia… ¡Como todo lo que trajeron, era una desconocida peste del Norte! —Me agarró de los hombros—. ¿Comprendes por qué es tan importante mantener las fronteras bien cerradas y la pureza de sangre?
Yo asentí, contagiado de su fervor, aunque no me dejó contestarle.
—¡Pues no se atrevieron a consentir el culto de divinidades bárbaras, como los mismísimos Baal, Astarté y Reshep…!
Ahora sí no pude evitar intervenir:
—¡Por eso Akh guardaba tanto rencor a su padre!
Horemheb asintió.
—La historia dirá que el mal Faraón fue Akh, cuando lo que hizo fue tratar de oponer a una situación drástica remedios igual de drásticos al mal reinado de su débil padre.
—Así pues… ¡No estaba loco!
—No. Al menos al principio, pero su enfermedad era demasiado grave y virulenta como para cargar con toda la responsabilidad. Gracias a Ra que tenía a Nefertiti.
—Sí, pero Nefertiti fue dada a Akh por su abuela Tiye.
Mi padre rió hasta quedarse sin fuerzas.
—Sí… ¡Ja, ja, ja! ¡La vieja bruja esperaba controlarle como había hecho Yuya con su padre a través de ella, pero la jugarreta le salió mal, pues no contaba con que la tremenda humanidad de Akh, su gran cultura y su magnetismo cautivarían a la bella Nefertiti, bendita sea…! ¡Tiye aún debe de estar lamentándose!
—Supongo que Ay también tuvo parte en todo eso.
—Sí, aunque me hace dudar, pues es tan noble como inocente, y de la misma manera crió a su hija, que ni la misma Tiye pudo controlarla ya.
Durante un rato no hablamos, pues habíamos bebido mucho. Mi padre por costumbre y yo porque, al no poder hablar, sólo podía escuchar y beber. Hicimos traer algo de comida que mitigara el efecto de tanta cerveza.
—¿Y tan debilitado estaba el país? —pregunté.
—Te lo diré de una manera ilustrativa: a cambio de mucho oro el gran cazador desposó a una hija y una hermana de Kadashamenlil, Rey de Babilonia, que trajeron cientos de criados, y también desposó a una hija de Taskhundaradui, Rey de Arzawa… Hizo lo propio con Gilukhepa, hija del Rey de Mitanni, Shutarna II, que trajo a 317 criadas y a la hija de su sucesor, Tadukhepa, con sus 270 mujeres y 30 hombres de servicio. —Rió con sorna—. ¡Pero eso sí… De esa esposa aún está esperando las dos grandísimas estatuas de oro que debía recibir como pago!
—¡Qué ironía! El Faraón más guerrero no lo era en absoluto.
—No. Su único acto de violencia fue el aplastamiento de una pequeña insurrección en Nubia, donde ni siquiera acudió en persona. El muy imbécil, para asegurar la continuidad de la sangre y a pesar de tener ya dos hijos, Tutmosis y Akh y cuatro hijas, Sitamón, Henuttaneb, Isis y Nebetah, aún desposó a una de sus propias hijas.
Suspiró sonoramente antes de continuar.
—Fue lo único negativo que heredó Akh de su padre, el insaciable apetito sexual… Y no se entiende, pues una de las consecuencias de su enfermedad es que tenía un miembro tan pequeño como el de un niño.
Di un respingo. Eso era nuevo para mí.
—¡Pues a Nefertiti parecía bastarle con esa pequeña cosa!
—Porque no conoció otro hombre, y lo que no hacía con su… —Me dio un pescozón—. ¿Es que no has aprendido a amar a una mujer? ¿También voy a tener que pagarte una?… Porque me sales muy caro, ¿sabes? He pagado muchos carros que deberías haber pagado tú… ¡Espero que seas bueno en la batalla!
Le pasé una jarra de cerveza para que se callara. Casi la vació de un solo trago y continuó:
—Nefertiti estaba realmente enamorada de su marido. —Y rió de sus propias palabras—. ¡Nunca he conocido otro caso igual en mi vida!
Yo quería cambiar de tema. Me sentía incómodo y temía que fuera una estrategia suya para sonsacarme.
—Estábamos con Akh —le dije.
—Sí. ¡Pobre Akh! No había nacido para ser Faraón, pues su hermano era el primogénito y murió muy joven.
—Dicen que a manos de Tiye.
Mi padre se encogió de hombros.
—No puedo saber si fue así, pero no veo en qué podría haber beneficiado a la vieja bruja.
Suspiré.
—No me extraña que pareciera tan deprimido. Su frustración estaba justificada. —No pude evitar unas lágrimas de añoranza.
El general las rechazó con un gesto de desprecio.
—¡No seas débil! Además, Akh tenía su lado oscuro. No sé si fue por la enfermedad, pero tampoco era exactamente el Faraón que pretendía que vierais en el kap.
—¿Y eso?
—¡No seas ingenuo! ¿Acaso crees que las multitudes que le aclamaban en la ventana de apariciones eran espontáneas? Detrás había soldados con porras y donde no llegaban por las malas lo forzaban por las buenas arrojando regalos valiosísimos.
Rechacé su gesto, imitando su actitud.
—¡Bah! ¡Pecadillos!
Mi padre se levantó, furioso.
—¿Pecadillos? ¿Sabes cómo murió MaketAtón?
—Sí. Pentu dijo que de unas fiebres.
—¡Y una mierda! ¡Murió en el parto del hijo que iba a tener con su propio padre!
Me senté, asombrado y triste. No podía creerlo y, sin embargo, sabía de algún modo que era cierto. Horemheb suavizó su tono.
—Cuando los Oscuros atentaron contra su vida, ya nunca más fue el mismo. No se atrevió a dar a conocer el atentado, lo que le hizo más impopular entre su pueblo, cuando prohibió el culto y borró el nombre de Amón… ¿Sabías que en el primer año tras el atentado, la posesión de un simple icono estaba penada con la muerte?
Negué sin hablar. Me parecía inaudito.
—¿Sabías que la coronación de Akh la dirigió Aanen, sacerdote de Ra y hermano de Tiye? ¿Sabías que celebró su fiesta Sed de regeneración[16] a los cuatro años de su reinado, cuando suele hacerse a los treinta? Eso te puede ilustrar sobre las dificultades que encontró para hacer valer sus creencias.
»Lo que comenzó como una estrategia de lucha contra los Oscuros, y tal vez influido por el amor incondicional de Nefertiti y la profunda fe que ella le inspiraba, se creyó su propia invención y eso, junto con su enfermedad y los remordimientos, le volvió loco de verdad, frustrando lo que habría sido una magistral lección de inteligencia política y convirtiéndolo en otro fanático equiparable a sus enemigos, los Oscuros.
»Se identificó como el hijo y el padre de su nueva tríada, poniendo a Nefertiti al nivel de Tefnut, gemela de Shu e hija de Atón.
»Se creyó el dios mismo. Por eso aparece sin sexo en las estatuas. La pobre Nefertiti se deslumbró por su nuevo estatus divino, aunque sin tales atributos también habría seguido a su marido hasta el mismo infierno. ¡Ah, qué mujer!
Suspiré. De nuevo las lágrimas acudían a mis ojos.
—La única inocente fue ella —dije.
Horemheb asintió con un gesto que venía a decir que a su manera él, como todos, también estaba enamorado de aquella increíble mujer. Yo le miré, asombrado y divertido.
—¿Sabes? Me alegro de conocerte realmente. Pensaba que eras de piedra… ¿De veras te importaba tanto que Akh desposara a su propia hija?
Mi padre recuperó su actitud despreciativa, no supe si para camuflar su embarazo.
—¡No seas estúpido! Si conviniera a mis intereses, yo mismo lo haría. Lo que encuentro asquerosamente débil es que se haga por mera lujuria, y más teniendo una mujer como ella.
Sonreí. La cerveza me desinhibía.
—¡Ya me parecía a mí…! ¿Sabes? Ahora comprendo un poco más a Tut, aunque nunca le perdonaré su felonía.
—¿Tut? —Mi padre me miró como si fuera el más idiota de los ignorantes.
Me defendí argumentando mi postura:
—¡Sí! Él espiaba a su padre y conocía sus defectos, y tal vez vio lo que yo no veía. Para él fue muy duro perder a su madre y verse criado por una mujer sin igual, hermosa e inaccesible, y para colmo vio a su padre desposar a su hija… ¿Por qué no podría él desposar a su madrastra?
—¡Tonterías! —Pero se echó a reír, desde una fina risa aguda hasta una grave carcajada que casi le ahoga—. ¡Su madre! ¡Ja, ja, ja! ¿Sabes quién era su madre?
—Claro, la esposa secundaria Tjii. No tuvo tiempo de ser Gran Esposa Real, pues pronto vino Nefertiti a cautivarle…
—¡No! —Me cortó con un grito seco, de manera tan tajante que callé, ofendido, aunque sin atreverme a replicar. Su boca cerrada volvió a explotar y estalló de nuevo en risas ebrias—. ¡Esto te va a encantar! La madre de Tut no era sino Tadukhepa, hija de Tushratta, Rey de Mitanni, enemigo nuestro.
La jarra de cerveza se me cayó de la mano, estrellándose contra el suelo. Mi padre sacudió la cabeza, calculando mentalmente el dinero que se había ido al suelo.
—Pero Tut…
—¿Qué clase de Faraón hubiera sido si lo hubiera sabido? ¿Y por qué te crees que Akh ponía tantos reparos a que Tut fuese Faraón, que hasta montó a su hija con tal de tener un hijo varón? ¡Ja, ja, ja! Pobre Nefertiti… ¡Nada menos que seis hijas! —No paraba de reír—. ¿No te parece gracioso? Si en vez de ser el hijo de Tushratta de Mitanni, hubiese sido el de Suppiluliuma de Hatti al que Tut cortó la cabeza para evitar que desposara a Nefertiti, Tut habría decapitado a su hermano.
Me mareé y me aparté para vomitar.
—Demasiada cerveza —dijo jocoso mi padre.
—¡Demasiada podredumbre!
—Te dije que no te iba a gustar. Eres tan inocentemente moralista como Ay.
Dejé que pasara un buen rato hasta que el mareo pareció desvanecerse.
—Padre…
—¿Sí?
—¿Por qué me cuentas todo esto?
Se encogió de hombros.
—Tienes derecho a saber la verdad antes de morir.