24

El tiempo pasó tan rápido como puede pasar para alguien que ha vivido con una persona amada pero ausente y después en la soledad más absoluta, y que luego vuelve con sus antiguos camaradas de armas. Aunque con cautela, pues un exceso de confianza, sobre todo entre los vapores del vino o la cerveza, a los que no estaba en absoluto acostumbrado, podía llevarme a soltar cualquier atisbo de información, que sería analizado y contrastado por los sacerdotes hasta encontrar pistas fehacientes.

Pero era feliz, pese a la inminencia de la guerra, pues tenía la conciencia tranquila y la seguridad de que mi muerte no perjudicaría a Nefertiti. Había puesto a la Reina a buen recaudo, sabía que de momento estaba lejos del conflicto y lucharía por seguir manteniéndola a salvo, así como al pueblo que la guardaba. Ya no por su país ni por su padre. Ni mucho menos, por supuesto, por su Faraón.

Me entrenaba duramente, pero en un sano ambiente de camaradería y con la sincera amistad de los bravos que saben que muchos de ellos morirán. Hacíamos mejores soldados por el día, y de noche los oficiales nos emborrachábamos, gastando nuestro salario en cerveza y el mejor vino y haciendo costosos regalos a las chicas que nos regalaban su amor, pues de nada nos servía ahorrarlo. Si moríamos, nuestra bolsa sería rapiñada por nuestros enemigos, y si salíamos victoriosos, volveríamos como héroes y el salario recibido resultaría ridículo ante las nuevas expectativas que se abrirían ante nos… ante los soldados. Yo no participaba de tal futuro, pero no me importaba. Vivía el momento sin pensar, y mucha felicidad me era regalada, aunque no podía prometer amor eterno a las chicas, como hacían otros capitanes (que en tiempos de paz se hubieran arriesgado a ser denunciados y a tener que convivir en calidad de marido, o a indemnizar a la chica, pero ante la gravedad de la situación eran las mujeres las que ofrecían su amor como una ofrenda a Hathor y otras diosas, para la victoria y elevar la moral de sus capitanes), aunque más tarde las olvidaran. No había tal hipocresía en mi corazón y sólo me entregaba a quien como yo nada esperaba, y era más agradecido en mi amor dulce y ardoroso a la vez, que me recordaba aquella noche mágica, que el resto de los oficiales. Eso hizo que no fueran pocas las que desearan compartir estera conmigo.

En las semanas siguientes descubrí en Sur al hermano que nunca tuve. Él comandaba un buen número de hombres, pero a pesar de que yo no podía ostentar ningún cargo oficial, pues era un prófugo, Sur se mostraba ante sus hombres como subordinado a mí. Pero cuando estábamos a solas no manteníamos una relación de protocolo militar, sino que se portaba conmigo como el muchacho alegre que quizá jamás fue.

Entre los hombres se mantenía tan duro como cuando le conocí, e incluso lo veía disfrutar dándole una paliza a algún soldado un poco arrogante, pero cuando volvía su cara hacia mí, parecía querer revivir los días de mi primera toma de contacto con el ejército y me guiñaba un ojo sin variar su expresión hierática.

Una noche nos reunimos a beber bien apartados de los soldados. No era uno de mis pasatiempos habituales, pero si Sur acostumbraba a ello, tampoco podía ser tan malo.

—Dime, Sur, ¿qué harás si ganamos la guerra?

Él rió a carcajadas como si no contemplara aquella posibilidad, aunque cuando habló sus pómulos temblaban. Yo me sentí mal, pues no pretendía entristecerle cuando lo estábamos pasando tan bien.

—Me hago viejo. Toda la vida he seguido a tu padre, pero estoy cansado. Mis brazos no son ya tan fuertes.

Yo reí, pues parecía quejarse como una vieja y así se lo dije. Él sonrió.

—Pues aún podría darte una paliza. Pero no me divierto como antes y me pregunto si me apetece pasar el resto de mi corta vida así. Uno de estos días vendrá un recluta más bruto que yo y perderé el respeto de los hombres.

Sonreí amargamente. Había oído esa expresión tantas veces en mi padre… Sur sonrió de nuevo.

—Si ganamos la guerra, por una vez aprovecharé el favor que me dispensa el Faraón y me retiraré. Tal vez acepte un cargo cómodo, como jefe de policía de algún lugar tranquilo para no sentirme inútil. Me convertiré en un ciudadano pacífico y ejemplar, y sobre todo, comenzaré a respetar a los dioses. Si gano esta guerra para ellos, estaremos en paz por todos los desmanes que he cometido en mi vida, así que deberé empezar a comportarme como un puñetero sacerdote. —Rió a carcajada limpia, como reiría un hipopótamo. Su risa era tremendamente contagiosa—. Y me buscaré una mujer joven y fogosa que me quite las fuerzas y las ganas de pelea. Tal vez tenga un par de hijos y les enseñe mis malas artes. Una casa pequeña pero limpia y fresca, con un amplio jardín donde mi hijo juegue con los peces dorados que brillen al sol, y los sicómoros, palmeras y árboles frutales me procuren sombra y algunos frutos. —Me miró con ojos vidriosos por la cerveza—. ¿Qué harás tú?

Mi mirada se entristeció y Sur se dio cuenta de que había pisado un terreno vedado. Le miré con afecto. Él comprendió. Me rodeó los hombros con su enorme brazo hasta hacer crujir mis huesos y asintió con la cabeza. Yo me emocioné y bajé la cabeza.

—No tendré adónde ir. Por mucho que el ejército me proteja, Tut encontrará la manera de acabar conmigo. De hecho, me extraña que no lo haga aquí.

Sur rió.

—Tienes una guerra que ganar para él. Aún puedes serle útil.

—Sí, para matarme esperará a saber el paradero de la Reina, que sólo yo conozco.

Sur me miró asombrado.

—¿Te refieres a…?

Asentí. Él guardó silencio durante un rato, hasta que enarcó las cejas con expresión grave y preguntó:

—¿Y qué hizo que te separaras de la mujer más bella del mundo para venir aquí a beber con este desgraciado?

Bajé la cabeza, incapaz de mirarle a la cara. Él enseguida comprendió.

—No me lo cuentes. No es asunto mío.

—Ella… ella volvió en sí de la profunda locura en que se sumergió cuando Tut la violó. Yo la había escondido de él.

Sur abrió los ojos, sorprendido. Yo sonreí y continué. Su candor me invitaba a hablar.

—Sí. Mandó a diez hombres a perseguirme. Yo los esperé en el desierto entre las colinas y acabé con ellos.

Mi amigo me palmeó la espalda, felicitándome.

—Pero me hirieron, y ella frenaba nuestro avance. Me debilité mucho y no pude cazar. El desierto casi nos mata. Tuve que sacrificar los caballos, y casi la mato a ella cuando ya no tenía esperanza.

—Pero sobreviviste.

—Sólo gracias a unos judíos que nos rescataron.

—¿Judíos?

Asentí divertido ante su extrañeza.

—Se sabía de algunos grupos que vivían en pequeñas colonias nómadas, aislados, pues no les gusta mezclarse con nosotros, pero eso fue en otros tiempos, cuando Amenhotep padre. AkhenAtón les respetó, pero en los últimos años se les comenzaron a expropiar bienes y pasaron a ser mano de obra barata en los oficios más duros.

—Fueron los Oscuros quienes les oprimieron. Akh no lo hubiera permitido.

—El caso es que no creía que quedase ya ninguna colonia sin descubrir.

—Sí. Estaban bien ocultos, y yo les enseñé a ocultarse mejor.

—Pues a estas alturas, si los descubren serán tratados como espías.

—Sí, pero eso no me preocupa. Tienen a Nefertiti.

—¿Qué? —bramó el nubio.

—Yo la dejé allí. Ella volvió en sí y… —se me quebró la voz— me tomó por su marido. Yo la amaba y cuando ella me besó… —Callé.

Sur se encogió de hombros, divertido.

—¡Bueno! Le diste lo que te pidió. Jamás me he negado a darle a una mujer bonita un poco de…

—¡Sur! ¡Me aproveché de ella! ¡Ella creía estar con su marido! ¡Con un dios!

Sur contestó airado por mi ingenuidad:

—¿Y qué? ¡Por Amón divino! ¡Yo me acostaría con la mismísima Hathor si me lo pidiera! ¡Pareces un crío! ¿Es que le diste algo que no te pidiera? ¿Acaso le hiciste daño? ¿Es que eres un pichafloja y no le gustó? —Se rió—. ¡Eso sí sería preocupante!

—No lo entiendes.

—Lo que entiendo es que le salvaste la vida, la apartaste de su violador, que es nada menos que el puñetero Faraón de Egipto, peleaste contra diez hombres, casi moriste de sed y debilidad por atenderla… y cuando puedes ser feliz, la dejas por una estúpida moral que ni tú mismo entiendes… Y vienes aquí a luchar en una guerra que no te importa. ¡Puedo ser un estúpido e ignorante soldado nubio del culo del mundo, pero no soy ciego!

—¡Traicioné su confianza!

—¿Y tú qué coño sabes? ¿Acaso se lo preguntaste? ¡Seguro que saliste corriendo como una rata! ¡No sabes una mierda y lo presupones todo! ¿Y si ella no está loca como crees? ¡Matas a diez hombres a la vez y no tienes los cojones de hablar con una mujer cara a cara! ¿Qué clase de hombre eres tú?

Me levanté, desquiciado, y me lancé hacia él, buscando su cuello con mis manos. Rodamos por el suelo, aunque no por mucho rato, pues los brazos como troncos de Sur apenas encontraron resistencia en mí. Dejé de presionar y sollocé, desmadejado como un niño.

—¡Creía que eras mi amigo!

Sur se desasió con suavidad.

—Por eso te digo la verdad.

Nos levantamos. Sur se ausentó un momento, y cuando ya comenzaba a dudar, apareció de nuevo con dos grandes jarras de cerveza. Bebimos de nuevo, sin hablar.

—Vuelve con ella —me aconsejó.

—Lo haré, pero cuando termine lo que he venido a hacer aquí. Mal amigo e hijo sería si os dejara así, sin más.

—¿Y si mueres?

—Ella estará bien. Son buena gente… ¿Sabes por qué se jugaban la vida? Porque veían en Akh… en Atón, ciertos parecidos con su Dios. Por eso Nefertiti está mejor con ellos que con cualquiera de nosotros, donde sólo volvería a la locura de la que escapaba.

—Desde luego, el Faraón no tardaría mucho en encontrarla.

Lo miré fijamente.

—¿No quieres saber dónde está?

Pensó unos instantes y sonrió.

—No. Estará más segura si no lo sé.

—Pero eres la única persona que sé que jamás se lo contaría a nadie.

—Es mejor así. Viviré más tranquilo.

No había mucho más que hablar, pero Sur, viéndome triste, me ofreció de nuevo la jarra, como si fuera la mejor medicina para el desánimo. Yo la miré con una sonrisa amarga.

—¿Sabes? Es la primera vez que bebo cerveza fuerte —dije.

—¿Y eso?

—En palacio bebíamos los mejores vinos del delta. La cerveza era considerada vulgar.

—¿Qué sabréis los señoritos de palacio? —refunfuñó.

Reí de buena gana, encogiéndome de hombros.

—Ni siquiera sé cómo se hace —dije.

Sur puso cara de recibir una gran ofensa.

—¡Puedo ser el más ignorante y estúpido soldado, sin más educación que la de capturar serpientes y matar enemigos, pero hasta un odre con patas como yo sabe cómo se hace la cerveza!

Yo bebía con ganas. Me gustaba.

—¡Pues cuéntamelo!

—¡Y tanto que voy a hacerlo! No tengo muchas ocasiones de ponerte en evidencia.

Reí a carcajadas, pues parecía la misma actitud que yo tenía con mi padre, aunque ésta era sólo de broma. Carraspeó y se estiró como si fuera un alto dignatario, y comenzó a hablar como el mejor orador:

—La creó la bendita Isis como un regalo a los hombres. La hay de dos clases, una más floja y dulce llamada higit, que es el agua dulce que tú habrás probado y que se da a los niños. Y la otra, la verdadera, de sabor y textura más fuerte, llamada sejepet o jenea. Puede ser muy roja, dependiendo del cereal. Espesa, nutritiva y dulzona, no debe tener espuma y cuantos más grumos tenga, más buena es, por eso la bebemos con el tubo con filtro. Tú no lo sabrás, pero las gentes corrientes se comen los grumos que quedan en el fondo de la jarra, sazonados con pimienta roja sobre el pan, y en las clases más pudientes se les da de alimento a los caballos, pues es muy nutritivo.

»Para hacerla, se aprovecha el pan del día anterior, ya sea de trigo, cebada o mijo. Se desmenuza y los trozos se ponen en una tinaja grande que se cubre de agua hasta arriba y se deja reposar tres días.

»Aparte, en otra tinaja más pequeña, se pone el grano con agua caliente. Pasado un día se escurre con un colador y los granos se dejan a secar otro día para que germinen y exuden un líquido blanco y lechoso. Esto se machaca hasta formar una pasta que se vierte en la gran tinaja y se deja macerar diez horas.

»Al fin, todo se filtra en otra tinaja y la cerveza ya está lista. La hay de varios tipos y se le suele añadir desde dátiles, especias, mandrágoras, higos, granadas, y otros condimentos al gusto, para darle sabor.

Aplaudí con gesto burlón.

—No es cosa para tomar a broma, pues los propios dioses la consumen. Una famosa leyenda dice que el mismísimo Ra, enfadado con los humanos por haberse rebelado contra él, decidió castigarnos, y envió a la diosa leona Sekhmet con la orden de matar a los conspiradores, pero la diosa, embriagada con la sangre de las víctimas, perdió el control y masacró a todos los que encontró a su paso y aún quería más.

»Ra, viendo que si no la paraba, acabaría con la humanidad entera, mandó a los hombres elaborar una gran cantidad de cerveza muy roja y muy fuerte, que derramó por el lugar donde se encontraba la diosa.

»Ésta, al ver el líquido rojo, lo tomó por sangre y bebió ávida, emborrachándose sin remedio y calmando así su furor.

En tono solemne, agradecí su explicación, pues era hora de retirarnos a descansar, pues estábamos muy borrachos.

* * *

Antes de dormirme, oí la voz rasposa de Sur.

—¿Me lo hubieras dicho?

Le miré. Había lágrimas en sus ojos.

—Sí.

—Gracias.