A lo largo del camino por el Nilo me dediqué a serenar mi alma ante lo que se me venía encima. Me alimenté tan sanamente y en abundancia como pude, sin descuidar mi forma física y entrenamiento, y descansé, pensando que mi cuerpo agradecería aquel reposo y aquellos lujos momentáneos cuando la vida se hiciera menos amable.
Pensé mucho en las palabras del viejo Ay. La prosperidad del reino dependía de la fe, y ésta a su vez dependía de las ceremonias y fastos en honor de los dioses que el Faraón y los sacerdotes llevaban a cabo con aparatosidad, lo que aumentaba la confianza del pueblo, que trabajaba sin descanso para edificar nuevas moradas de eternidad y templos.
¿Cómo podía saber nadie si el país en verdad era próspero o no? Tal conocimiento estaba en manos del general en jefe del ejército, el visir y el sumo sacerdote. El Faraón había quedado como una figura de trapo, como las muñecas que se hacían las niñas de los barrios humildes, sin más poder que el de figurar.
Sobre el papel, el sistema parecía perfecto y así había sido tradicionalmente, pues Egipto, los faraones y los dioses ocupaban el mismo lugar desde los primeros reyes, al menos en apariencia. Sin embargo, el poder admitía variaciones en estas combinaciones de los cuatro estamentos (el cuarto era el pueblo y su fe), que lo llenaban de imperfecciones. Si a eso sumábamos las intrigas para alcanzar el poder en cada uno de los cuatro poderes sin excepción, el resultado nos daba la situación actual del país.
Sin duda el esplendor de la dinastía se cumplía cuando era el Faraón quien ostentaba de facto los poderes y delegaba en los otros, y no al revés como ahora.
Maldije a Akh por haberme criado en el clima de amor y permisividad que me hizo descubrir su abrumadora humanidad. Preferiría haberme criado en la férrea disciplina que conocía por los textos de la educación antigua, donde apenas se tenía acceso al Faraón como a cualquier otro dios, educación de la que sólo percibí algunos atisbos cuando ya los sacerdotes controlaban el palacio, y mi espalda es testigo de ello. Todo esto hubiera mantenido a Akh místico y endiosado, incluso y sobre todo a ojos de sus hijos y el humilde criado que yo hubiera sido, y no hubiéramos tenido la libertad para formar juicios propios e incontrolados.
Resultaba irónico que un reinado basado en la búsqueda del amor, la paz y los buenos propósitos casi arruinara el país. Y todo porque el conflicto familiar había quedado en conocimiento de muy pocos y en una pequeña y muy controlada ciudad, pues en Tebas o Menfis habría sido imposible de ocultar y controlar.
¡Pobre loco! Sin duda Akh había sido consciente de su humanidad y de la ausencia de luz divina en él, a través del dolor de su enfermedad, y quiso disfrutar de su familia como cualquier otro ser humano, manteniendo la ilusión de la divinidad de la única manera en que podía hacerlo sin romper con sus creencias y siendo coherente consigo mismo.
De nuevo aquel sudor frío.
Tal vez había perdido la fe. Y no sólo en los dioses antiguos, sino en Atón y en sí mismo, y por eso disfrutó de su humanidad, oficializándola y liberando del yugo educacional y protocolario a su familia para liberarse a su vez de la tradicional hipocresía, pero nadie le entendió. Tal vez quería cambiar el país, o tal vez sabía exactamente lo que iba a pasar y quiso regalar a sus hijos esa lección de humanidad. Pensé con risas en la posible reacción de su padre si hubiera engendrado seis hijas.
Nunca sabría si Akh había sido un loco o un ser demasiado cuerdo. Tal vez su único error fue aislarse y dejar que los vecinos apreciaran debilidad en ello. Quizá sin la intromisión de los sacerdotes su mensaje hubiera calado en la sociedad egipcia, aunque no lo promulgó en voz alta ni tuvo mucho tiempo para hacerlo. Eso probaba su escasa fe en sí mismo y su sistema.
¿O es que siempre estuvo controlado y aislado por los sacerdotes, a fin de que la debilidad de su Faraón no llegase al pueblo y afectara a su fe? Tal vez la explicación sería una mezcla de hipótesis, todas y ninguna, un cúmulo de casualidades y coincidencias.
Sacudí la cabeza, pues de nuevo me metía en problemas sin salida, así que me concentré en el futuro próximo.
Pronto me vi de nuevo bamboleando de lado a lado de un barco de aspecto engañosamente frágil, pensando de nuevo que los dioses sí existían, pues sin la protección divina era imposible que aquella cáscara de nuez no se fuera al fondo del mar.
A los pocos días y escondiéndome como un criminal, entré en contacto con las tropas de mi padre, y poco después llegaba al cuartel general, donde me concedió una entrevista dos días más tarde, para mi exasperación. Era muy propio de él hacerme esperar para no manifestar favor y para desgastar mi determinación y ponerme en sus manos, por mucho que me conociera ya y supiera que tal cosa resultaba inútil conmigo.
Al fin llegó el día. Le conocía lo suficiente como para avanzar hacia él y darle un abrazo, lo cual tampoco me apetecía demasiado, aunque lo hubiera hecho de buen grado sólo para fastidiarle. Se levantó y me tomó la mano; eso era lo máximo que se prodigaría, y no era poco tratándose de él.
—Me alegro mucho de que estés vivo. Ya había dejado de pensar en ti.
—Lo supongo.
—¿Y bien? ¿Dónde has estado? Debería arrestarte por escapar de mi mando.
Ignoré sus pullas.
—Buscando un lugar para Nefertiti. Lo sabes muy bien.
—¿Y eso?
—Un lugar donde no la encuentre Tut. ¿Tan extraño te parece?
Me miró con sincera gravedad.
—¿Y crees que tanto esfuerzo vale la pena por una mujer, aunque sea ella?
—No sólo se trata de ella. —Cambié de tema. No me gustaba su tono—. He hablado con Ay.
—¿Él te ha mandado aquí? ¡Viejo zorro!
—¡No! He venido por propia voluntad, para ayudarte en la guerra.
—¿Ayudarme, dices? ¡Bonita manera! A estas horas ya habrá un correo ante Tut y antes de que terminemos la conversación habrá ordenado tu muerte.
—No lo creo.
—¿Por qué?
—Tengo algo que él quiere, y si muero no sabrá dónde está. Además, le convengo junto a ti, vivo, para ayudarte.
—¿No eres un poco pretencioso?
Sonreí irónicamente.
—¿Lo soy?
Horemheb se encogió de hombros.
—La verdad es que no. La batalla será pronto y no será fácil. Sabes que no tengo buenos capitanes ni hombres curtidos. No obstante, por mucho que ganases la batalla tú solo, no creas que Tut te permitirá volver a Tebas como un héroe redimido de sus viejos pecados.
Sonreí abiertamente, a punto de reír, y dije con ironía (pues era evidente que no iba a recibir agradecimientos):
—De nada.
Me daba ya la vuelta para salir, cuando me dijo:
—¿Y dónde está?
Me volví, aún sonriente.
—Te pondría en peligro si lo supieras.
—¿Y viniendo aquí no? ¿Y desde cuándo crees que yo le temo a Tut? Si no fuera por Ay que me frenó, estarías arrodillándote a mis pies en vez de pretender ofenderme con tu insolencia. Y dime, ¿no creerá Tut que me lo has dicho? Imagínate que me toma como rehén para que hables.
Esta vez no pude contener la risa.
—No lo hará antes de que ganes la guerra.
* * *
Al salir me encontré con Sur, que sí me abrazó como sólo él podía hacerlo.
—¡Mi capitán loco!
—¡Mi nubio cabezota!
—¡Vamos a emborracharnos, que tienes mucho que contar! —Su carcajada resonó como el rugido de un león—. ¡Se comenta que arrancaste a la mismísima Reina de Egipto de palacio, de las suaves barbas del niño!
Me encogí de hombros.
—Así fue.
Los ojos del nubio resaltaban tanto en su piel oscura que no pude evitar reírme. Sur comprendió que no era una bravuconada.
—¿Y no temes que el Faraón te haga desollar y siembre el desierto con tus trozos?
Volví a encogerme de hombros.
—¿Me entregarás tú?
La sonrisa se borró de su rostro, que perdió un poco de color.
—¡No bromees con eso! Esto está lleno de espías de los sacerdotes. Temen que tu padre cobre demasiado poder si gana la guerra.
Yo estaba contento y me lo tomaba todo a broma.
—¿Y qué vas a hacer? ¿Luchar contra los hititas?
Sur se puso serio y me agarró por un brazo.
—¡Llevo toda mi vida combatiendo y ésta es la primera vez que tengo miedo! Puedo luchar y morir con la dignidad que da saber que Amón pesará mi corazón con especial magnanimidad por mis acciones… pero luchar contra él…
—¿Y por qué habrías de luchar contra Amón, Ra, Horus, Atón, Hathor o Maat? ¡Dices tonterías! No deberías preocuparte por el futuro. Eres un soldado y el destino es caprichoso. Tal vez podrías morir de una picadura de serpiente, o acuchillado por una mujer celosa en tu lecho.
Sur negó con la cabeza. Temblaba.
—No. Lo ha dicho tu padre. Debemos combatir con muchos ojos, y si ganamos quizá tengamos que huir, pues podrían declararnos traidores a los capitanes, incluso a tu padre mismo. Es una situación delicada y me corroe no poder hacer nada para controlarla, pues supera mis capacidades.
Suspiré.
—¡Amigo mío! Tal cosa no me preocupa en absoluto, pues ya perdí la fe hace mucho tiempo, y tanto me da luchar contra el mismo Anubis. —Recordé el sueño—. No olvides que me crié entre ellos.
—Pero ¿qué dices? —Sur me sacudió por los hombros como si yo hubiera perdido la razón—. ¡Estás loco!
Recordé al buen Akh.
—¡No! En absoluto. De hecho me encuentro muy cuerdo, aunque comprendo mejor a los locos que a los cuerdos.
Me zafé de sus zarandeos, sonriéndole para tranquilizarlo.
—De hecho estoy demasiado cuerdo. Vamos a emborracharnos, pues.