22

No me costó mucho saber de Ay, y menos burlar la guardia. Era sorprendente que todavía no lo hubieran matado, a juzgar por el escaso interés de sus soldados, claro que no podría reprochárselo demasiado, pues a algunos de sus mejores hombres los había abatido yo.

Me escondí en una estancia de servicio donde no me encontrarían, y al anochecer acudí a la cámara del anciano, pidiendo permiso para entrar como un criado más.

El buen Ay no reconoció la voz aflautada que imposté, así que me planté delante de él. Cuando levantó la vista, se quedó mirándome unos instantes antes de dar un desmesurado respingo, como si yo fuera una aparición que no se disipa.

—¡Dioses!

Me abrazó profundamente emocionado. Yo apenas podía mover los labios. Había creído que el anciano no sobreviviría al cambio de gobierno.

—¿Cómo estáis?

—La salud me respeta, aunque Amón se empeña en mantenerme con vida para ser testigo de tiempos tan infames. Tu visita es como la luz en la oscuridad de la noche.

Sonreí.

—¿No estáis a salvo en vuestra función actual?

—Debería estar tan abrumado de trabajo como siempre he estado desde que dejé de ser un chiquillo, pero prácticamente apenas ejerzo. Soy parte de un trato que garantiza mi vida. Soy o debería ser un juez con cierto poder, pero no dejan que haga nada, salvo cobrar una pensión más que honrosa del Faraón para que me esté callado y muera en paz. Ni siquiera sé si respetarán la morada de eternidad que me hice preparar durante toda mi vida. ¡Qué ironía, que fuera yo quien ayudara a derogar los mandatos religiosos de Akh! Pero no podía hacer nada más. El país entero está en sus manos.

—Como ha sido siempre.

—Así es. Contentan al pueblo con grano, mucho trabajo y oraciones, como ha sido desde el principio de los tiempos, y se guardan las malas noticias que no pueden maquillar en buenas.

—¿Qué malas noticias? ¿Mi padre…?

—Sí. La gran batalla se acerca. El enemigo ha crecido y está bien pertrechado. Han trabajado mucho y bien, pues han aprendido de sus errores pasados, y nosotros también lo hemos hecho. Los consejos de tu padre han sido escuchados y no puedo reprocharles eso, salvo que paralizaran y bloquearan la actividad militar en tiempos de Akh.

—Cuando el reino era responsabilidad de Atón.

—Así es. Todo era parte de un plan.

Nos sentamos y unos criados nos trajeron comida. Les miré de reojo.

—Supongo que éstos serán más fieles que los anteriores.

—¿Quién puede estar seguro hoy en día? Ponte en su lugar.

—Mejor que no, pues están muertos.

—¡Vaya! Sí que hizo de ti tu padre un buen guerrero. Cuéntame qué ocurrió.

—No puedo.

Hubo una pausa incómoda.

—¿Cómo está mi padre?

—Bien. Trabajando como nunca lo hiciera antes. Nadie sabe quién triunfará en la gran batalla que se avecina, pues la ira del hitita es mucha.

—No me extraña. ¿Qué puede pasar?

Ay se encogió de hombros.

—Que nos derroten, en cuyo caso la lucha será feroz en pueblos y ciudades hasta que nos dominen y arrasen… En cuyo caso me quitaré la vida con calma para no llegar a ver tal… O que triunfemos contra el hitita, con lo que será necesario seguir luchando contra Amón en la sombra para restablecer el orden del poder, también como siempre.

—¿Y crees que Tut es capaz de asumir el mando con acierto?

El viejo rió con ganas.

—Si te oyera llamarle así te mataría.

—Me mataría inmediatamente. No esperaría a oír nada. Respóndeme.

—Pues la verdad es que no lo sé. —Se frotó la cabeza con las manos—. ¿Sabes? Me canso mucho más ahora que no hago nada. Toda la vida deseando parar y vivir en paz, y ahora que me llega la oportunidad no la deseo. No lo sé. Tu padre quiere dar un golpe de Estado, pero se equivoca de blanco. Es al sumo sacerdote al que hay que derrocar, no a Tut, por odioso que éste resulte y aunque sea voluble y manejable como un asno algo tozudo.

Le miré con interés.

—Y si os conozco algo, habéis pensado en ello.

De nuevo sonrió aquel anciano nada senil.

—Así es. Pero no será fácil. El sumo sacerdote no es joven y a su alrededor una bandada de buitres se disputan su cargo con saña.

—Han tenido un buen maestro. Pero es el Faraón quien lo decide.

Ay levantó una rapada ceja en gesto de reproche a una observación estúpida, y yo callé, aceptando la regañina. Él continuó.

—Sería fácil pactar con un candidato afín a nuestros intereses.

Ahora fui yo quien lo miró severo, con aire escéptico.

—¿Y pasaría la criba de los ambiciosos, siendo tan fanáticos como son? Habrá que madurar mucho ese plan.

Ay asintió en silencio. Estaba pensando en algo, y no me di cuenta en qué hasta que vi brotar una lágrima de sus ojos por primera vez en mi vida, que se secó entre sus marcadas arrugas.

—¿Cuándo murió? —preguntó.

Di un respingo, ingenuo de mí.

—¿Quién?

—Mi amada hija Nefertiti, a quien jamás debí dar en matrimonio, aunque tal vez ya estaba decidido por mis padres y fuera de mi control. No estarías aquí si ella siguiese con vida.

Me acerqué para susurrarle.

—No ha muerto, y su salud es espléndida. De hecho luce más bella que antes, aunque aún no se ha recuperado del todo.

—Pero… —Sus manos me agarraron con fuerza.

—Está a buen recaudo, y créeme, mejor sin mí, que le recordaba aquello que quería olvidar. Para que se recuperara del todo, debía alejarme de ella.

—Comprendo. —Su rostro se iluminó con una ancha sonrisa—. ¡Es una noticia estupenda! ¿Dónde está?

—No puedo decirlo, mi señor, sin ponerla en peligro.

—¿Y a ti quién te protege?

Me encogí de hombros. No pensaba decirlo por mucho que insistiera. Ya la había puesto bastante en peligro. El anciano pareció comprender. Su mirada se tornó triste, pero volvió a sonreír al poco.

—Claro. Claro. Bien. —Agitó la cabeza, como expulsando el bello recuerdo de su memoria antes de cambiar de tema, más animado—. Tu situación no es fácil. Aunque se te cree muerto, pues rastrearon el desierto entero en vuestra búsqueda, fuiste declarado un criminal de la peor calaña. Me sorprende que no te hayan reconocido.

—Han pasado años y he cambiado. Además, si el pueblo es feliz, pronto olvida los malos tiempos. Decidme. —Le tomé de las manos—. Como la persona más responsable del reino, ¿qué creéis que es mejor según nuestra conciencia? ¿Un pueblo feliz e ignorante y para el cual todo son victorias? ¿O bien un pueblo que sabe y comparte la responsabilidad de la lucha por su propio destino?

Ay pareció meditar más esas palabras que la respuesta en sí.

—Mi querido e ingenuo amigo. El nuestro es un pueblo de una fe ilimitada, que confía en sus dioses y su Faraón. Esa fe y confianza son la clave para el mantenimiento de nuestro modo de vida, y eso lo sabe bien el sumo sacerdote y lo olvidó Akh. Desde el origen del mismo Nilo, las Dos Tierras se han regido por este intercambio: una fe incondicional que hace funcionar el país como un solo hombre a cambio de paz y estabilidad. Nuestro pueblo jamás ha pensado en expandirse, porque no sabríamos qué hacer en otra tierra sin el Nilo, olvidados de nuestros dioses y nuestro Faraón. En cambio, y de la misma forma, el amor a nuestra tierra nos convierte en enemigos feroces cuando alguien pretende ocupar la Tierra Sagrada que nos pertenece desde el origen de los tiempos. —Soltó una risita—. ¿Tú crees que el abuelo de Tut era tan buen guerrero? ¿Crees que en verdad mató a treinta leones en un día?

Me encogí de hombros.

—Cuando era un niño lo creía.

—Porque lo narraban como algo verdadero, y porque las pinturas y esculturas del Faraón en actitud fiera en combate o como experimentado cazador lo confirmaban. Lo cierto es que era casi tan débil como Akh. —Me guiñó un ojo—. Pero algo más guapo, y eso sí, con el carácter de un león herido. Dile a tu padre que te hable de los faraones recientes. Le encantará hablarte de eso y a ti te sorprenderá.

—¿Y por qué no me lo contáis vos?

—Porque tu padre se exalta cuando se toca ese tema, y para ti es una gran ocasión de verlo perder los estribos.

Reímos. Yo me acerqué a un rincón.

—Os traigo un regalo que rescaté de Akhetatón. Yo no conseguiré mantenerlo intacto, pero vos sí.

Le mostré el busto de Nefertiti. El anciano tembló de pies a cabeza y acabó sonriendo.

—Es magnífico. Me dará fuerzas para seguir aguantando la rabia y la impotencia.

Le abracé.

—No tenéis razón para aburriros, pues hay mucho trabajo que hacer, aunque desde posiciones distintas. Y aún os queda sangre en las venas como para no rechazar un trabajo de tal importancia.

Cuando me iba ya, me retuvo.

—Pi, escucha. Aunque Tut haya tomado como esposa real a AnkhesepAmón (me sorprendí al oír el nombre de Ankhesep convertido a la nueva fe, aunque cabía esperarlo), sigue pensando en Nefertiti día y noche, tanto porque la desea como por la frustración de que se la quitaras de las manos. En cuanto se entere de que estás vivo, que se enterará, pues tiene ojos y oídos en todas partes, en especial en el ejército, al que teme y del que desconfía, te buscará hasta encontrarte. Y tarde o temprano te encontrará. Así que prepárate para ese momento.

Asentí agradecido por su advertencia.

—Gracias. Mientras luche con mi padre, estaré a salvo, y si vuelvo como un héroe militar a Tebas, tal vez no le resulte tan fácil deshacerse de mí.

—Sí, pero cuídate. Son muchos condicionantes.

Ahora sí nos despedimos. Me procuró algunos bienes para intercambiar, un par de caballos y una acreditación falsa para viajar con una nueva identidad.