21

Los días tranquilos continuaron. Yo dejé los bastones y mi pierna poco a poco comenzó a cobrar fuerza. Sólo una horrible cicatriz era testigo de la terrible experiencia, y en pocas semanas volvería a ser casi el mismo. No sabía cuánto tiempo había pasado postrado, pero sí que había pasado más de un año desde que dejamos Akhetatón.

El tiempo pasaba rápido en paz.

Incluso convencí a los rígidos judíos de que adoptasen nuestra costumbre de utilizar el kohl, al ver que uno de los más frecuentes problemas médicos eran los ojos irritados, infecciones, pérdida de visión, etc.

Busqué galena y con un poco de grasa animal preparé un kohl básico, que me apliqué. Al principio se reían de mí, y yo reía con ellos, pero poco a poco comprendieron que se trataba de un remedio más que de un cosmético, y además repelía los insectos.

Si no hubiera sido por José, me hubiera encantado preparar cosméticos. Con malaquita se obtenía un color verde muy utilizado que simbolizaba la fertilidad. Para las mejillas y los labios, con óxido de hierro, hubiera preparado un color que se usaba en todo el país.

* * *

José venía a verme a menudo.

—Teníamos una conversación pendiente.

—¿Cuál?

José sonrió, ignorando la pulla.

—La de Atón… Y AkhenAtón. Eran lo mismo

—Ya. ¿Qué queréis saber?

—Todo. Sabemos que AkhenAtón, como su padre, apoyaba la presencia de grupos extranjeros en Egipto, integrados y susceptibles de comerciar y enriquecerse en la misma posición que cualquier egipcio, pero desde que los sacerdotes de Amón se hicieron con el control han sido desposeídos de sus bienes, salvo lo más básico, y trabajan casi como esclavos.

—¡Pero eso es contrario a la ley de Maat!

—Sí. Y a la nuestra. Por eso queremos saber qué postulaba, pues nos tiene intrigados.

—Era tan distinto…

—Sí. En algunos aspectos parecía uno de los nuestros, si excluimos las imágenes y los altares.

Asentí.

—Así es. Se alejaba mucho de los antiguos faraones, no era distante ni arrogante, sino cercano y bondadoso. Os contaré una historia. El palacio, como la ciudad del sol misma, fue construido apresuradamente. No en piedra para que durase eternamente, como Tebas, y tampoco tan grande, ni tan alta, ni las columnas eran tan anchas, ni las estatuas tan imponentes. Yo era un crío y desconocía la causa, pero Akh sabía en el fondo que aquello no podía durar, que era la visión o el sueño de un hombre… quizás un dios, pero un sueño pasajero, tan corto como la vida de un hombre. Os recitaré unas palabras de uno de sus discursos:

»«Lo sé todo sobre los dioses… pero éstos se han terminado, aunque estén hechos de oro, plata y piedras preciosas.

»«Mi Dios es el que no ha sido creado.

»«El creador.

»“Ningún hombre lo ha moldeado”.

—Es tan distinto y a la vez tan parecido a nosotros y nuestro Dios… —dijo José—. Por eso queremos saber todo sobre él.

Yo me quedé absorto, recordando. José me tocó y salí del trance sonriendo para continuar.

—Siendo un niño criado como uno más de sus hijos, y sin temor ante el Faraón, un día le pregunté por qué cuando hablaban de Tebas describían los templos y mansiones de eternidad de Amón grandes e imponentes y, sin embargo, nuestro palacio era pequeño.

—¿No se enfadó?

—No. Me contestó que los palacios y las estatuas de Tebas eran tan grandes que daban miedo y que cuando refrescaba de noche, él sentía frío y le dolían los huesos. Por eso prefería nuestro palacio, pequeño pero cálido y acogedor, con terrazas ajardinadas donde se podía jugar y con pinturas mucho más bonitas que las amenazantes escenas guerreras de Tebas, que nos hubieran dado mucho miedo. En su palacio no quería imágenes de faraones cortando cabezas de enemigos, sino bonitas escenas de pesca, caza, baile y naturaleza, que invitaran a la sonrisa y los juegos infantiles.

José aplaudió, maravillado.

—Contestó como se contestaría a un niño.

—Como hubierais contestado vos a un niño.

—Tal vez. —Pensó con cara de preocupación—. ¿Crees que su hijo mantendrá algo de su doctrina?

—No. En este momento supongo que ya habrá cambiado la religión oficial y borrado los textos y nombres de su padre, derribado sus estatuas y violado su morada de eternidad para negarle su posición en la bóveda de Nut junto a los demás dioses.

José frunció el ceño ante la mención de los dioses.

—¿Eso te indigna?

Solté una franca carcajada.

—En absoluto. Lo que me indigna es que un hijo deshonre a su padre de cualquier forma. Y más cuando su padre le dio tanto amor. Además, políticamente es estúpido, puesto que debería saber que los sacerdotes de Amón jamás van a aceptar un Faraón que se ha criado bajo otra doctrina, por muy convertido que esté a Amón. Lo considerarán contaminado, impuro, y a su muerte, de la misma manera, borrarán su nombre y retirarán sus imágenes. Pero es tan débil como arrogante y engreído. En su locura infantil, creerá siempre que lo tiene todo bajo control, pero la verdad es que necesita mucha ayuda, algo que siempre ha rehusado, considerándola como pretensiones de usurpar su poder.

—¿Y las decisiones políticas?

—Las dejará en manos de los sacerdotes, o éstos le manipularán para hacerle cumplir sus propósitos.

—Entonces nuestro pueblo está perdido.

—Sí. Si no queréis vivir esclavizados, debéis abandonar las Dos Tierras y buscar un nuevo hogar.

—No será fácil.

—No. El nuevo Faraón necesita mano de obra barata y su dinero. Son malos tiempos y estamos en guerra. Necesitará de todos los recursos y no le importará exprimirlos hasta su destrucción, si así lo disponen sus sacerdotes.

José me miró extrañado.

—Parece que lo apoyas.

—En absoluto, pero sí os diré una cosa: tened por seguro que si los hititas nos invaden, nos impondrán unos dioses mucho más sangrientos e incivilizados que Amón y el resto de los dioses antiguos. Con Amón, vuestro pueblo tiene alguna posibilidad de escapar y buscar una nueva tierra, pero con los hititas, la actual existencia esclavizada les parecería una vida regalada.

* * *

Todos los días me sentaba en un rincón del patio a contemplar a Nefertiti. La admiraba y la amaba en silencio.

Comencé a dar largos paseos de reconocimiento. Por lo demás, como no obtuve respuesta de José, lo interpreté como un permiso tácito y me hice cargo de la defensa. Puse a prueba a los guardias apareciendo de noche, y comprobé que no estaban nada preparados, mucho menos para hacer frente en un amplio radio a tropas de cualquier signo. Caerían como los pájaros que jugábamos a abatir con los bastones Tut y yo hasta que Akh nos descubrió y nos reprendió por atentar contra la vida inútilmente.

Tomé a los jóvenes más fuertes a mi cargo y les enseñé a montar guardias bien hechas. Los repartí en puntos estratégicos bastante lejanos y concebí un sistema de comunicación silencioso que no se pareciera al usado por mi ejército.

Más tranquilo, luego me concentré en integrarme en el grupo. Les ayudé con sus trabajos cotidianos. Incluso cavé la tierra en el huerto exterior, cosa que nunca había hecho y que provocó carcajadas generales.

Me preocupaba mucho el hecho de que el tiempo transcurrido era más que suficiente para que los hititas hubieran preparado un ejército arrollador, y lo peor era que no sabía si tal batalla había tenido lugar ya, o cuánto quedaba para que se produjese.

También me preocupaba la suerte de mi padre, aunque la paz que emanaba de aquel lugar hacía que el simple hecho de pensar en abandonarlo me provocara una inquietud jamás conocida. No lo había sentido así hasta ese momento, pero el vínculo que se estaba consolidando entre aquellos frágiles hombres y mujeres y yo se fortalecía día a día. Ellos, a pesar de sus comprensibles reticencias iniciales, nos habían aceptado plenamente.

Seguía viendo a Nefertiti sin manifestarme ante ella. Su felicidad era la mía y tenía miedo de que mi presencia le recordase el pasado, aunque sentía la necesidad imperiosa de hablarle. Verla y no poder tocarla era peor que el dolor físico. Me consumía tanto que decidí distraerme entrenando en las armas a los jóvenes. Había pasado otro año de paz y yo me ahogaba sin ella. No podía acercarme a ella y tampoco podía huir. Ansiaba saber del exterior, pero si salía probablemente jamás volvería. Quería saber de mi padre, de Ay y del infame Faraón, mi luz.

* * *

Una mañana, mientras entrenaba a un grupo de hombres, una mujer vino a mí corriendo. El corazón me dio un vuelco. Lo primero que pensé fue que al fin nos habían encontrado. Hice un gesto a los hombres para que corrieran a defender el pueblo, pero la mujer los detuvo con un gesto de irritación, como reprochándonos que fuéramos tan tontos jugando a los héroes mientras algo importante pasaba.

Llegó a mi lado sin resuello.

—¡La mujer! —dijo entre jadeos.

Yo la sostuve, sacudiéndola sin querer para que hablara, pensando en lo peor, pero ella sonreía.

—¡Ha hablado! ¡Habla! ¡Es maravilloso!

Yo sonreí a los hombres como excusándome, como el hombre al que avisan de que su mujer está de parto, y corrí loco de contento.

Pero antes de entrar me quedé quieto. ¿Qué debía hacer? Siempre había pensado que despertaría gracias a mis cuidados, pero no estaba preparado para que fueran otros quienes le dieran la paz que necesitaba para despertar, lo que quizá significara que yo no le hacía ninguna falta e incluso que mi presencia podría volver a desestabilizarla.

Pero los murmullos decidieron por mí. Algo más extraño que el hecho de su despertar estaba ocurriendo. Pensé que tal vez estaba en peligro y entré sin pensar.

La sorpresa me dejó perplejo.

Sus manos estaban alzadas hacia el cielo y parecía mirar… ¡al sol!

¡Estaba rezando a Atón!

Me quedé tan sorprendido que ni pensé. Me acerqué, tan ido como ella el día antes, cautivado por su presencia. Ella me vio, sonrió y me acarició la cara. Mis ojos se humedecieron.

—Esposo mío. Mi Faraón. Te veo mucho mejor, lo que me alegra muchísimo. Ven. Recemos a Atón para agradecerle tu mejoría. —Y volvió a levantar los brazos.

Estaba tan pasmado que no pude sino levantar los brazos para complacerla. Cuando ella terminó, todos en el patio nos miraban.

¡Por supuesto! ¡La fruta podrida!

La tomé de la mano dulcemente. Tenía que hablar con ella en privado. No se me ocurrió otro lugar que el cubículo en que dormía, pues en ningún otro sitio tenía intimidad.

La senté en el jergón sin mirarla a los ojos, e hice lo propio a su lado, pensando qué decirle. Cómo explicarle que no había más Atón, ni yo era su esposo sino un simple criado, y que debía poner fin a las oraciones, al menos de manera tan ostentosa.

Me tapé la cara con las manos mientras pensaba. No quería que mi expresión me delatase, quería componer un gesto serio pero amable.

—Esposo mío.

Abrí los ojos y la miré, para encontrarme con una nueva sorpresa que jamás olvidaría.

¡Estaba totalmente desnuda!

La había visto tantas veces desnuda que en una situación normal no me hubiera excitado, pero… ¡se estaba ofreciendo a mí!

Sus ojos brillaban. Yo no hice nada. No podía. Su visión me quemaba. Su cuerpo desnudo me subyugó. No era aquel fardo inerte, sino ella de nuevo, tan bella, emanando sensualidad por todos los poros…

Dejé de pensar.

Ella tomó mi mano febril y temblorosa entre las suyas y la acercó a sus pechos. El contacto me quemó. Su piel blanca, suave y tersa con apenas algunas arrugas que la humanizaban y la hacían más bella a mis ojos, era más ardiente que el sol mismo.

Observé su boca entreabierta, invitadora, su rostro arrebolado, su expresión segura y aquel cuerpo que acercó al mío, arrancándome jadeos de placer y una protesta tan inútil como impostada.

La razón me abandonó. Ni siquiera noté cómo me quitó la ropa, me empujó dulcemente sobre el jergón y se dejó caer sobre mí en un dulce abrazo que dio paso a una pasión desbordada, no exenta de una dulzura que me emocionó. Ella bebía de mis lágrimas y su cuerpo se inflamaba con el mío hasta arder en una llama que liberó la energía que yo hubiera supuesto a un dios.

Entonces comprendí.

No era Akh el que enlazaba la energía cósmica del disco solar y la canalizaba a lo largo y ancho de las Dos Tierras.

Era ella: Nefertiti era la diosa. La luz, la energía y el poder emanaban sólo de ella, no de dioses ni faraones.

Y me dejé llevar por aquel caudal. Y la energía entró en mí del mismo modo que yo deposité mi simiente en ella, en un último intercambio extático, la liberación de un sinfín de emociones que culminaron en un instante, tras el que nos abandonamos el uno en el otro.

Permanecí tumbado a su lado, respirando su aliento mientras iba recuperando la lucidez. Ella leyó la desazón en mi cara y la cubrió con una lluvia de besos y caricias, que pronto volvieron a hacerme perder la razón y de nuevo nos dejamos llevar por una corriente de cauce poderoso, de manera más serena pero no menos intensa, sin dejar de besarnos, como si quisiéramos recuperar el tiempo perdido, lamiéndonos los recuerdos y la sal del desierto, comiéndonos por todo el hambre pasado y expresándonos a través de los cuerpos por todas aquellas conversaciones unilaterales. Todo quedó compensado. Todo se olvidó en el momento de la unión máxima, donde nos miramos, leyendo en los ojos del otro que la unión era de nuestros kha, nuestras almas, más allá de los avatares mundanos del cuerpo.

Ella se durmió y yo, tras las últimas corrientes de placer que recorrían mi cuerpo como las olas del mar, que al abandonar la playa dejan la resaca y la soledad, pensé de nuevo en el atroz pecado que había cometido contra cualquier religión.

Era incapaz de mover un solo músculo y, sin embargo, con el primer suspiro supe que estaba lejos. Había vuelto. Se había unido a mí más allá de los límites humanos con su divino e incontestable dominio, y se había vuelto a alejar mucho más que cuando no hablaba.

¿Cómo iba a decirle que era un criado quien se había aprovechado de su falta de memoria para poseerla vilmente, suplantando la identidad de su marido, el Faraón de Egipto, un dios?

Su felicidad exigía mi ausencia. Y por otra parte, no podía continuar usurpando la memoria de nadie, ni aprovecharme de ella y su sinrazón.

Necesitaba huir porque cuando despertara y me mirara de nuevo con aquellos ojos, sería incapaz de decirle nada y volvería a besar sus labios y todo seguiría igual durante toda una vida.

Tampoco iba a condenarme por lo sucedido, pues hecho estaba, a pesar de que me horrorizaba pensar de lo que había sido capaz.

Saborearía el momento y lo recordaría siempre, pero no volvería a tener contacto con ella. Por su felicidad y por la mía propia, porque no podría vivir a su lado ocultando el engaño y tampoco podría decírselo y renunciar a sus labios y su mirada cautivadora.

Tampoco podría vivir pensando que traicionaba constantemente al hombre que había jurado honrar. Al Faraón, supuesto hijo de dios en la tierra.

Dejé que durmiera y la miré largamente, reteniendo en mi memoria cada arruga, el ritmo de su respiración, el movimiento de sus pechos con cada inspiración, el tacto de su piel, su delicado perfil…

Conté las finas hebras plateadas en su cabello, que lejos de afearla la embellecían.

No había destino que más deseara en la vida que permanecer junto a ella y cuidarla como un hombre a su mujer, pero eso era imposible y por eso debía partir.

Un mar de lágrimas silenciosas fue lo único que me permití, y sin hacer ruido recogí mis exiguas pertenencias y corrí fuera de aquel cubículo, antes de que me arrepintiera.

* * *

Busqué a José y me lo llevé lo más lejos que pude.

El buen hombre leía en mi cara y en mis lágrimas, y no dijo nada hasta que hablé:

—He cometido un terrible error. Creía ayudarla a que recuperara la razón, y lo que hice fue alejarla más de ella. Me tomó por su marido y yo no supe o no quise decirle la verdad, y me aproveché de su inocencia y vulnerabilidad. Así que para que ella sea feliz, debo partir. Supongo que lo comprendéis.

—Quizá no es necesario. Hasta ahora has sabido vivir sin su contacto.

¿Había un matiz de reproche en su voz? ¿Era ironía? Lo pasé por alto.

—No —negué firmemente—. No podría soportarlo.

—Comprendo.

—No os asustéis por sus inocentes ceremonias de culto a Atón. Además, soy yo quien la hace extraña. Ella sólo vive y vivirá en paz entre vosotros.

—Pero no puede vivir entre nosotros por siempre adorando al sol.

—Dadle un poco de tiempo para que se acostumbre y luego decidle la verdad. Decidle lo que hice y habladle de mi vergüenza. Ella os querrá por vuestra sencillez y se acostumbrará a vosotros e incluso a vuestro culto. Decidle que no hay ni ha habido más dios en Egipto que ella, y que yo, siervo indigno que no he hecho sino fallarle, no debo perturbarla más. Le prometí un templo donde encontraría la paz y he cumplido. Es lo único que he hecho bien, pero mientras yo esté aquí no hallará esa paz.

José me miró con tristeza.

—Dime, Pi, si ése es tu nombre, ¿por qué debería confiar en ti y dejar que partas?

—Por muchas razones. Porque los hombres ya están bien adiestrados y estáis en mejor situación que cuando llegué. Porque yo, desde fuera seré mucho más útil que aquí, manteniendo alejado de ella cualquier conflicto o presencia amenazadora. Porque mi carácter no es dado a encierro y crearía los problemas que ella no os ha creado, y porque debo alejarme de ella para su seguridad y la vuestra.

Me miró con aire de reproche.

—Así que al final les has adiestrado.

Me enfadé.

—No es momento de hipocresías. No sois dado a ellas ni yo tampoco, así que no insultéis mi inteligencia y la vuestra con comentarios tan estúpidos. Lo sabíais perfectamente, como todo el mundo, y lo aprobasteis. No hay más consejo de ancianos que vos.

Su escasa superficie de piel libre de barba enrojeció, pero no se enfadó.

—Esa mujer no es una criada. Haremos un trato. Dime quiénes sois y te dejaré partir.

—¿Juráis por vuestro Dios protegerla como si fuera una de vuestras propias hijas?

—Lo juro.

—Bien. Os creo.

Acerqué mi boca a su oído, a pesar de que nadie nos habría escuchado aunque hubiese hablado a gritos, pero la revelación era tan importante que debía darle cierta solemnidad.

El color del buen anciano se esfumó de su cara y hubo de agarrarse a mí para no caer. Casi me resultó gracioso, y si no hubiera sido porque estaba más triste de lo que estaría en mi vida, me habría reído a gusto, pues conseguí arrancar del imperturbable patriarca una cara que hubiera hecho reír a todo su pueblo.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! —murmuró.

—Como os he dicho, si hasta ahora no nos han encontrado, ahora menos aún lo harán. Yo me ocuparé de ello, os protegeré con mi vida… —lo cogí del brazo con fuerza— de la misma manera que espero obréis vos con ella.

José se fue serenando lentamente, hasta que asintió con la cabeza y recuperó el habla.

—Es el fin —dijo, y finalmente sonrió con tristeza—. Será nuestro fin. El tuyo y el nuestro, pero es la voluntad de Dios.

Tomé sus manos y las besé.

—Mantened a los centinelas alerta y que el resto siga entrenando como les he enseñado. Nunca será bastante. Cuidad que las guardias sean estrictas y castigad a quien las descuide. Intentad esconder los fuegos y haced los menos posibles. No es un juego. De la disciplina dependerá vuestra vida. Confeccionaos armas y en caso de ataque, si yo no estoy, defendeos con saña y no contengáis vuestra ira.

—Serán más útiles las oraciones.

—Tal vez, pero no dejéis de entrenaros. Y recordad vuestra promesa.

Y salí corriendo, pues una sola palabra me hubiera retenido para siempre. Tomé las armas que ordené me trajeran, junto con alimentos y agua, calzado, ropa y algunas herramientas, y partí en la dirección que me dijeron.

* * *

Corrí como un poseso vertiendo lágrimas de rabia y desconsuelo, durante la tarde y toda la noche, y no paré hasta bien entrado el día siguiente. Me preparé una cubierta de tela gruesa del color del desierto y me dormí sin importarme nada más, pensando que el desierto me debía su protección.

La noche me reavivó y continué mi camino, deteniéndome apenas para cazar o seguir a los animales salvajes hasta las escasas fuentes de agua, siempre en la dirección indicada.

Mi paso era rápido y el viaje casi me pareció un ejercicio para mis músculos inactivos durante tanto tiempo. En pocos días llegué a terreno conocido, y apenas unos pocos más me llevaron al estrecho valle donde había tenido lugar la lucha. Trepé a la roca y recogí algunas armas, a las que encontraría buen uso, y continué mi camino.

Pronto me topé con una caravana. Tras una lenta inspección que me reveló que no eran delincuentes, me presenté como mercader de armas. Al principio me trataron con recelo, pero mis formas eran suaves y mis precios bajos, así que me permitieron unirme a ellos. Acompañé a un mercader hitita de nombre impronunciable con ganas de conversación, aunque de escaso humor. Su barba incipiente, aunque tan diferente de las de mis amigos, y sus hundidos ojos le daban un aspecto cadavérico, aunque no parecía que le fuera mal, por lo que no debía de ser mal comerciante.

—¿Qué noticias tenéis del faraón TutankhAtón?

Me miró con extrañeza.

—Habéis pasado tiempo fuera, por lo que se ve.

—¿Y eso?

—Su nombre ha cambiado, y de eso ya hace tiempo, en el tercer año de su reinado. Ahora es TutankhAmón.

No me extrañó.

—¿Y su capital?

—Tebas.

—¿Y qué hay de la vieja ciudad del disco?

—Abandonada.

—¿Y sus gentes?

—Huyeron. Los sacerdotes de Amón la declararon lugar maldito y poblado por espíritus malignos que atacarán a cualquiera que se adentre en los límites de las viejas estelas de su padre.

—Imagino que las habrán borrado.

—Así es. Ahora no contienen sino maldiciones.

—¿Y la guerra?

—En suspenso. Hace dos años hubo una gran batalla.

—¿Y quién ganó?

El mercader me miró entre divertido y resentido.

—¿Te parece que mi posición se ha beneficiado?

Me hice el idiota.

—No os conozco, como nada de este país durante años. Por eso os pido que me informéis. No sé aún si merece la pena que vuelva a casa.

Se encogió de hombros.

—Pues nada ha cambiado. Si el pueblo al que pertenezco hubiera ganado la batalla, tal vez me habrían puesto en un cargo importante en el gobierno del país, o tal vez me hubieran cortado la cabeza por tratar con el enemigo tantos años. Todo es posible.

—¿Qué ocurrió en la batalla?

—Las fuerzas estaban tan igualadas que no hubo vencedor ni vencido y ambos se retiraron a sus reinos para lamerse las heridas y volver a rearmarse.

—¿Y en eso están?

—Por poco tiempo. Los hititas saben que llevan ventaja, pues sus recursos son mayores, y TutankhAmón no parece demasiado preocupado por guerrear, como su padre. Pero los hititas sí, así que la nueva batalla tardará poco en decidir el futuro del país.

«Qué extraño», pensé.

—¿Y habéis ganado con el cambio de dios?

Me miró de nuevo. Parecía pensar que era estúpido.

—¿Qué cambio? Amón gobierna desde hace tanto que ningún cambio se apreció de la ciudad maldita a Tebas.

—¿Y quién lleva las riendas del país?

—Dicen que el viejo Ay, que se ha vuelto ambicioso. También se comenta que el sumo sacerdote de Amón, y hay quien dice que es la hermana del Faraón, su esposa real, que es tan fea como maliciosa.

—¿Cuál de ellas?

—La tercera.

—Ya.

No eran buenas noticias, aunque las gentes inocentes, los campesinos y ganaderos que vivían ajenos a batallas y guerras, salvo las de dar de comer a sus familias, agradecerían sin duda.

Me preguntaba hasta qué punto Tut era una marioneta en manos de los sacerdotes. Si pusieron a trabajar la maquinaria administrativa del país, desbloqueando sus propias trampas, se supone que Egipto debería florecer, salvo que la economía se dirigiría a la preparación de la guerra, pero tal cosa era difícil, pues ni a ellos mismos les resultaría fácil desatar el tremendo nudo de corrupción que habían creado para maniatar a Akh.

En suma, y en lo que respectaba al pueblo, el país recuperaba su esplendor, protegido por los dioses. Por supuesto, la batalla se divulgaría como una gran victoria y se crearían imágenes. Pinturas y esculturas de Tut descabezando enemigos con el apoyo de Amón. Todo transcurría como si el Faraón hereje no hubiera existido nunca y se hubiera borrado todo signo de etapa tan vergonzosa. Akhetatón se marchitaría lentamente, abandonada de los hombres y de su único dios.

No pude evitar ir. No sabía por qué, pero tenía que verlo con mis propios ojos, así que acudí a la ciudad. No me resultó difícil burlar la escasa vigilancia.

Ni yo mismo imaginé tal devastación. Habían derribado el templo de Atón y los principales palacios. Las estatuas que no pudieron mover para que los escultores cambiaran su aspecto fueron destrozadas, sin rostro ni rasgos, y sólo quedaron aquellas que no podían evitar recordar al viejo Akh por sus formas femeninas y largas, que parecían llorar de pena, tumbadas sin orden y cubiertas de polvo. Parecían clamar ridícula venganza, como un niño que nada puede hacer ante el poder de una orden paterna. Incluso las pinturas fueron rascadas y las estelas rotas.

Las piedras hablaban de injusticia, de rabia y venganza, o tal vez transmitían mis propios sentimientos.

Contradictoriamente, no se habían atrevido a violar las moradas de eternidad construidas bajo el mandato de Akh. La maldición era demasiado reciente, aunque no tardarían mucho, cuando la vigilancia se dejara de lado.

Los bloques de adobe de los palacios y templos aparecían ralos, desgastándose sin el amparo de las placas de piedra que los habían cubierto, que fueron tomadas para nuevas construcciones en Tebas. Pensé en la ironía que suponía que Akh hubiese construido de aquella manera, y no sólo por la prisa de la necesidad de una capital, sino porque veía el futuro de algún modo. Me pregunté si su espíritu reconocía ahora el paisaje que debió de percibir en su visión el día que marcó los estrechos límites de la ciudad.

Paseé por los jardines donde de niño jugaba a dejar ganar a Tut, las terrazas que ahora no eran sino tierras agrietadas y marchitas, donde campaban los escorpiones y serpientes, como homenaje a la decadencia de los mejores tiempos. Hube de andar con cuidado de los actuales moradores, casi más que en el mismo desierto.

Regué con mis lágrimas la tierra cuarteada, como estéril homenaje a las ofrendas que dábamos a Atón en aquel jardín, las acequias anegadas de tierra seca, los extensos jardines que tanto gustaban a la Reina, cuyos muros habían caído y ahora parecían meras colinas yermas, y hasta la tan cuidada antaño ribera del Nilo, que era vigilada por innumerables soldados para salvaguardar nuestros chapoteos infantiles, ahora volvían a ser pobladas por quién sabe qué bestias bajo las tranquilas aguas. Desde luego no me atreví a acercarme.

El horizonte mismo parecía más abrupto y amenazador sin Atón… Enseguida me corregí: sin Nefertiti, pues era ella la que aportaba la magia, la que había convertido aquel pedazo de tierra en la más bella ciudad y alentado el sueño de un dios. Ahora comprendía por qué Tut había abandonado tan rápido la ciudad. Dudo que supiera la razón verdadera como yo la conocía. Quizás en lo más profundo de su kha. O tal vez sólo percibió los síntomas de la enfermedad sin reconocerla y abandonó sin más la tierra de sus padres.

Antes de irme tuve una inspiración y se me ocurrió cuál podía ser el único lugar donde pudiera encontrar representaciones sin dañar de los faraones herejes.

Acudí al viejo taller ya abandonado de los dos artistas favoritos del Faraón, Bek y Tutmosis, y en el del segundo, escondido en un enorme y tosco arcón con un fondo oculto (Tut y yo teníamos un talento especial para estas cosas), encontré algunas piezas especiales, que evidentemente su dueño quería salvaguardar por su valor económico, y probablemente habían sido abandonadas por su actual valor condenatorio, entre ellas un bellísimo busto de Nefertiti que cortó mi respiración. Tal vez el escultor se había enamorado de su modelo, como todos los que tuvimos un acceso relativamente franco a ella. Era imposible que no hubiera ocurrido si pasó horas mirándola a los ojos, pero lo que a mí me impediría realizar cualquier acción, no había detenido al artista, que captó como nadie su majestuosidad y su poder sin perder un ápice de su belleza, manteniendo las reglas artísticas de realismo absoluto que habían caracterizado a Akh. Le amé por ello, pues las imágenes tan repetidas como aburridas de los faraones castigando a sus enemigos y las escenas de caza, bailes y sobre todo aquellas en que los dioses aparecían, ya sea en su tránsito a la eternidad o en situaciones más prosaicas, pero siempre hieráticas, respetando los mismos colores simbólicos, las mismas posturas, expresiones, rostros, dibujos, etc., me exasperaban hasta lo más hondo, en contraste con aquella maravilla. Bendije de nuevo su concepción del arte. Era un político nulo, pero un sabio de gran sensibilidad artística. Y no dejaba de ser una paradoja que el más feo y desfigurado de los faraones se empeñase en ser representado tal como era, con todas sus imperfecciones, claro que con una mujer como la suya no había más cuerpo que ver. Él era el alma y ella el cuerpo… y el poder, sólo que eso él no lo sabía.

Se me ocurrió que, al margen del atentado fallido contra su persona por parte de los Oscuros, quizá maldijo y abandonó a Amón porque allí donde éste había favorecido a su padre, a él no le dio sino un cuerpo imperfecto y desdichas, y ni siquiera quiso curar algo tan insignificante como una enfermedad humana.

No pude evitar tomar el busto, aunque era demasiado voluminoso y pesado para cargar con él, e incluso me llevé algunas piezas más pequeñas. Pensé que si su escultor no había muerto, tarde o temprano me comunicaría con él para hablarle del paradero de ese busto, y si había muerto, se alegraría mucho de saber que estaba en manos que lo apreciaban, pues aunque por una parte era muy legítimo que su obra continuase allí, resultaba muy triste que permaneciera escondido un objeto creado para recordar la belleza de una Reina ausente, y sin duda en mis manos cumplía con su misión.

En una aldea pude pagarme un viaje a Tebas, haciéndome pasar por un mercader de pequeñas obras de arte. En el trayecto me interesé por mi padre, pero las noticias eran demasiado épicas para tomarlas en serio.

En el control del puerto de Tebas me hice pasar de nuevo por un mercader pobre de una provincia menor que había sido desvalijado, y venía a la gran ciudad a probar fortuna.