Pasé unos días recuperándome lentamente. De cuando en cuando entraba un anciano y me colocaba hierbas y emplastos sobre la herida, que cada día supuraba menos y cuyo color violáceo dejaba paso a un tono amarillento rosáceo. Así, la sangre de la pierna se purificaba con los remedios y las oraciones, según decía el anciano, aunque aún dolía atrozmente.
—Si no doliera sería mala señal —decía él satisfecho, y me dejaba apretando los dientes.
Al tercer día, el anciano volvió sonriente. Tras interesarse sobre mi salud, que conocía perfectamente, y tranquilizarme respecto a Nefertiti, se puso serio.
—Mi comunidad ha decidido. Os aceptaremos entre nosotros, pero en lo que respecta a la guerra, no permitiremos que intervengáis en modo alguno, pues aunque de buena fe, pondríais en alerta a cualquiera de los dos bandos sobre nosotros. Dios nos ha protegido hasta ahora por su voluntad. Seguiremos aceptándola en el futuro.
Asentí aliviado, aunque no estaba de acuerdo en absoluto. El anciano pareció darse cuenta.
—Sé lo que piensas. Pero no somos todos frágiles ancianos. Los hay jóvenes de sangre ardiente, y combatirían si hiciera falta.
—En tal caso, yo también lo haría.
—No llegará a ser necesario. De momento nos limitaremos a orar para que la lucha se mantenga lejos de aquí.
Asentí. Una postura egoísta a mi modo de ver, pero de momento muy conveniente para nosotros.
—Estad tranquilo que no haré nada sin vuestro conocimiento y consentimiento. Soy vuestro invitado y sois vos quien decidís sobre nuestra suerte.
—Nuestra suerte está en manos de Dios.
* * *
Los días siguientes pasaron con tal rapidez que perdí la noción del tiempo. Al principio me moría de impaciencia y los nervios podían conmigo, pero me fui serenando. De aquel lugar emanaba una paz que jamás había conocido ni apreciado, y aunque hervía de ganas de ver a Nefertiti, pensaba que ella también percibiría la misma sensación, y por otro lado, sentía que de alguna manera yo también era parte de aquello que ella quería dejar atrás, aunque me aterraba la posibilidad de que así fuese. Mi ausencia le sentaría bien. Estaba en buenas manos.
Fue postrado como descubrí que las piedras y la tierra hablaban con un lenguaje sin palabras, como si las oraciones de los monjes impregnaran los muros y bóvedas. Un lenguaje diferente del de la noche en el desierto, que tanto me había gustado. Ahora era distinto. Menos salvaje y mucho menos sencillo, inexplicable e instintivo. No me procuraba la fuerza que emanaba del desierto, ni me tranquilizaba como en los lejanos y placenteros paseos por el Nilo de niño con Tut. Era como la conciencia de que había algo especial, intangible e incorpóreo. Una fuerza extraña, pero relajante y positiva. Me recordaba a la energía que desprendía Akh, igual de bondadosa pero mucho más serena y tranquila, algo viejo como el mundo mismo. Una energía, no intensa, corta y luminosa como el rayo que emanaba Akh, sino lenta y fluida pero no menos poderosa.
Era como el Nilo: majestuoso y sereno, pero que sugería una fuerza contenida que infería un respeto profundo.
Era distinto de los grandes templos pétreos de los grandes dioses en Tebas y Menfis, que irradiaban un poder que daba miedo, como una amenaza velada. Los muros de palacio hablaban de intrigas cortesanas, de una sensación de tensa espera a que algo extraño ocurriera. Pero estos frágiles muros hablaban de paz. Jamás había pensado en esto, y supuse que se debía a la prisa por vivir, sin detenerme a saborear tales sensaciones. Así pues, me propuse no ponerme nervioso y aprovechar mi postración para abrir mi kha para recibir éstas y otras enseñanzas.
* * *
Tuve un sueño. Me hallaba inequívocamente en el juicio de Osiris, en la escena tantas veces recreada del libro de entrada a la luz. Anubis pesaba el kha de un desgraciado, pues nada más ser posado su corazón en la balanza, ésta se inclinó hacia abajo, elevando la pluma de Maat. Anubis, impasible, lo arrojó a las fauces de los monstruos, que devoraron su alma en un suspiro.
Terminada la ceremonia, yo esperaba mi turno inquieto, pero extrañamente Anubis ni me miró. Hasta el mismísimo Amón ignoró mi presencia y ni las bestias me olfatearon. Eso me resultó mucho más perturbador que si hubiera corrido la misma suerte que aquel infeliz, que era exactamente lo que esperaba resignado, pero a pesar de que me desgañitaba gritando para llamar su atención, jurando y maldiciéndoles, los dioses me ignoraron.
Desperté entre sudores fríos y una sensación de angustia que tardó una semana en disiparse.
Al mes de tener tan inquietante sueño y sin que se repitiera, mis miembros parecieron darse prisa por curarse, y los alimentos blandos que me dieron al principio fueron cambiados por verdadera comida que me procuró la energía suficiente para realizar pequeños movimientos.
Como todo en el monasterio, mi recuperación se había llevado a cabo con sólo algunas hierbas básicas, muchas oraciones y un largo descanso. Tan diferente a las complejas medicinas que nuestros expertos médicos me hubieran aplicado en palacio de mil maneras diferentes, que a mi entender me hubieran recuperado en pocos días.
Con el creciente bienestar y la ausencia de dolor vino de nuevo la impaciencia, y también el mal genio. Intentaba moverme más deprisa de lo que la prudencia aconsejaba, y mi cuerpo se quejaba, exhausto.
Para matar el tiempo intentaba recordar las enseñanzas del kap, a ver si mi memoria conservaba algo que ayudase a sanar mi pierna, aunque de los muchos médicos que había conocido sólo confiaba en Pentu, y no era por incompetencia del resto, pues la formación era la más estricta de todos los gremios, pero Pentu, además de sus amplios conocimientos, aunaba la doctrina de Atón, y por tanto sólo creía en aquello que veía y curaba con los remedios que conocía, sin creer en las otras clases de médicos oficiales, los sacerdotes, que combatían las patologías atribuidas a un castigo divino, y los magos, que se encargaban de las posesiones demoníacas y actuaban mediante la coacción mágica, matando a casi tantos pacientes como decían curar. Por eso el pobre Pentu tuvo que huir a Nubia, pues el resto de los médicos le odiaba.
Curiosamente, los mejores médicos eran los que habían practicado embalsamamientos, aunque el misterioso gremio de la orilla oscura era evitado como el peor demonio. Ningún embalsamador sería aceptado como médico, aunque sí los mejores médicos pasaban un tiempo de aprendizaje (voluntario, pues la dureza era legendaria) entre ellos, y aquellos que no caían en la locura llegaban a ser grandes médicos como el propio Pentu. La causa estaba clara: aprendían mucho del funcionamiento interno del cuerpo a través de la evisceración para el embalsamamiento.
Pero intenté concentrarme, pues me estaba yendo por las ramas y mi pierna no sanaría con razonamientos.
Apelé a las enseñanzas de Pentu: las cuatro causas de la enfermedad eran los miasmas (vientos malignos dentro del cuerpo), los gusanos, el mal estado o combinación de los alimentos y los humores.
No sabía qué pensar, pues el origen cierto del mal era una herida abierta. Sé que al principio hubo gusanos en ella, pero con los cuidados del anciano dejó de haberlos y ahora emanaba un humor apestoso… Pero por más que me esforzaba no podía recordar nada más. Maldije la poca atención puesta en las clases, en las que Tut y yo nos dedicábamos más a espiar a los otros chicos que a los instructores.
Me preguntaba qué clase de atención recibiría Nefertiti en un mundo que no era el suyo. Estaba muy preocupado, pues lo que me había sentado bien a mí quizás a ella no le convenía, pues comenzaba a pensar que el mero paso del tiempo no era la mejor medicina y tal vez necesitaba algún estímulo que la hiciera ya no volver a la realidad, pero al menos no hundirse más en la sinrazón.
Todavía volví a tener tres veces más aquel sueño, con su posterior período de irritación de cuerpo y alma, antes de que se me permitiera dar algunos pasos con unos bastones que me recordaban tristemente al viejo Faraón y su hijo, el infame usurpador Tut.
Enseguida me arrastré con ellos a una especie de patio interior que circundaba todo el complejo del monasterio. Allí, la actividad era incesante. Mujeres preparando comida y tejiendo, niños que cargaban con pequeños fardos, hombres que trabajaban en una pequeña fragua… Era como un pueblo dentro del recinto, bajo la seguridad y el cobijo de un largo porche que les resguardaba del sol.
Me aproximé sin interesarme por el resto de las actividades hacia el espacio donde un grupo de mujeres trabajaba, creando o reparando ropas y enseres. Me abrí paso entre ellas con el corazón en un puño… hasta que la vi.
Trabajaba en un pequeño telar de madera (supongo que recordaba los telares de juguete con que enseñaba a sus hijas) junto a otras mujeres que la ayudaban. Parecían entenderse con la mirada y se sonreían continuamente.
Quede paralizado. Resultaba extraño verla con aquellas ropas humildes, raras incluso para un esclavo egipcio, pero su cara iluminaba el porche como si no hubiera sombra alguna.
En los pómulos lucía un tono rosado que jamás le había conocido, pues no había maquillaje capaz de imitar su belleza natural, fruto de su insondable misterio, el carisma y el magnetismo que desprendía, que yo pensaba no era sino la energía de Atón, que parecía volcar en su esposa toda la energía que daba belleza y gracia, desposeyéndose él mismo de ella. Sus ojos pintados, oscuros y lejanos como la noche, su postura altiva pero no arrogante, que intimidaba, como una serpiente no venenosa que, para que la respeten, imita los colores de una bellísima pero mortífera especie. Así era antes su belleza.
Pero ahora era distinta. Su belleza intrínseca, despojada de poder, ornamento, misterio o peligro, se descubría natural y sencilla, radiante como una mariposa.
Y su sonrisa, franca y abierta, de una felicidad serena, sin nubarrones. La sonrisa de alguien que ha encontrado su sitio, como si hubiera vuelto a nacer (la misma sensación que había tenido yo) y el mundo que descubría le gustara, sin recuerdos ni penas.
Se diría que la anterior Nefertiti creaba su belleza como una actriz, a la medida de su cargo, pero esta nueva no actuaba, era simplemente ella, y lo que veía era la belleza interior que trascendía su kha.
No sabría decir cuánto tiempo pasé en aquel estado. No me atreví a interrumpir aquella escena.
Cuando las piernas no me aguantaron y los bastones temblaban, di media vuelta y volví a mi cubículo; aún hubieron de ayudarme.
* * *
Tranquilo ya sobre la suerte de mi amada, pasé unas semanas más recuperándome y tomando fuerzas. Me sentía bien, pero en el fondo experimentaba una especie de cosquilleo, una pequeña pena que no sabía explicar, como si parte de aquel sueño se hiciera realidad.
Recibí la visita del anciano, que me desveló su nombre: José.
—Pareces recuperado.
—Gracias a vos, aunque aún no puedo dar sino pequeños paseos.
—Costó mucho salvar la pierna, que aún está eliminando la podredumbre y la ponzoña acumulada, pero no tardaréis mucho en recuperar vuestra fuerza.
Nos miramos. Ambos sabíamos que no había venido a interesarse por mi salud. Reconoció mi mirada, que le invitaba a explayarse.
—Cuando hablé contigo te pregunté en qué creías. Me dijiste que en nada.
Esperaba algún tipo de presión, pero no de este tipo. Comprendí.
—Vuestra comunidad se siente incómoda con nosotros. ¿Es eso?
Él asintió.
—Sabemos que vuestra… nuestra amiga no habla, aunque la bondad de su alma habla por ella. Es una más de nosotros y ha cautivado a todos con su belleza y su sencillez. Pero tú…
—No he hecho mucho por integrarme.
—Nos gustaría ayudarte. Comenzamos a pensar que tu recuperación se alarga porque te falta una medicina absolutamente imprescindible.
Fruncí el ceño, interrogante.
—Paz.
Suspiré. Él continuó:
—No vamos a imponerte unas creencias, pero nos gustaría que conocieras la historia de nuestro pueblo.
Levanté una mano.
—Os adelanto que no va a ser fácil. Al igual que vosotros habéis visto en mi… amiga, yo no necesito hablar para saber que sois un solo corazón puro. Valoro y degusto vuestra amistad como el primer sorbo de agua que me disteis, pues así de necesitados estamos de paz. Recordad que soy un soldado y mi disciplina es mi vida, y en ella radican las antiguas costumbres egipcias. Así, y aunque haya perdido la fe en Atón, por defecto, la cultura de mi pueblo está demasiado arraigada en mí, y aunque no crea totalmente en ellos, son Amón y los dioses antiguos los que vienen a mi pensamiento.
—Y los que atacan tu sueño.
Di un respingo. Él sonrió y prosiguió:
—No somos indiscretos, pero nuestro éxito como comunidad se basa en la preocupación que todos sentimos por cada uno de nosotros. Así nos sentimos protegidos y amados.
Aquello comenzaba a exasperarme.
—Pues si no pretendéis convertirme, no comprendo vuestro propósito.
—Hay quien dice que sois como una fruta podrida en el almacén.
—¿Queréis que me vaya?
—No. Eso sería más peligroso aún que tu presencia aquí. Pero sí te pido un favor personal: no corrompas mis manzanas.
Asentí.
—Comprendo. No debo perturbar la paz.
—Exacto. Queremos que te integres, pero sin contaminar. Sin noticias del exterior, que sólo me darás a mí. Sin mencionar a dioses, costumbres, ropas, lujo, mujeres o tentaciones en general que puedan distraernos. Tu presencia ya es considerada como algo extraño y morboso, exótico pero peligroso.
—No os preocupéis. Comprendo y agradezco vuestra hospitalidad. No obstante, hay temas que sí debo hablar con vos.
—¿La guerra?
—Sí. Me preocupa mucho mi futuro, que ahora es el vuestro, y aunque vosotros no, yo sí soy consciente del peligro. Y éste es extremo. Considerad mi ayuda.
—¿De qué tipo?
—Supongo que guardáis mis armas.
—No somos amigos de acciones violentas.
—Pero yo no soy uno de los vuestros y no las haría en vano, sino sólo para asegurar la preservación de mi futuro aquí. También he pensado que debéis extremar la prudencia.
—Tenemos guardias constantes.
—¿Qué distancia cubrís con esas guardias? ¿La suficiente para emprender una acción preventiva o una huida?
José se rascó la barba.
—Son conceptos que desconocemos.
—Pues yo sí los conozco. Os lo dije. Soy un general, y mi experiencia y mi fuerza podrían garantizaros la salvación en caso de que os descubran.
—¿Y qué propones?
—Entrenar a unos cuantos jóvenes para que estén preparados.
—¿Para la lucha?
—Para la defensa, José. Para la defensa. —Gesticulé exasperado.
José reflexionaba.
—Y pensar que venía a hablar contigo de Atón… Esto va a requerir una nueva reunión de los sabios.
Sonreí.
—Volved después de ella y hablaremos de Atón.