Un dolor crecía en mi cabeza como una semilla hiriente que germinaba y se ramificaba a lo largo de mi cuerpo. A través del dolor comencé a sentir la cabeza, el cuello, los hombros y los brazos, el pecho y el vientre, las piernas y los pies, y por último las manos y los dedos.
El dolor me espabilaba poco a poco y fui recobrando la capacidad de pensar.
Mi kha volvió a mí y comencé a preguntarme quién era y dónde estaba.
Curiosamente, la primera imagen que acudió a mí fue la de un Tut todavía niño, de los tiempos felices, cuando nos escondíamos y el gran faraón AkhenAtón permitía con mal disimuladas sonrisas nuestra presencia. Vi a un niño tras el príncipe, cuidando cada paso de su luz, preocupándose y anticipándose a sus deseos, descifrando sus expresiones y asintiendo y sonriendo ante sus bromas.
Ese niño era yo.
Y recordé.
«¡Ya está! —pensé—, he muerto».
No pensaba que tras la muerte se pudieran sentir dolores tan atroces como aquéllos, pero no sabía nada de nada.
Lo que más me extrañaba era que no recordaba haber visto a Atón, Anubis, Maat, los devoradores de almas, ni siquiera haber sido preparado para el examen de mi kha, y los dolores iban en aumento. Tal vez era cierto que si el cuerpo no era correctamente embalsamado, el juicio no llegaba a producirse. Tal vez me había reencarnado en algún animal inmundo.
No veía ni podía moverme, ni escuchaba ni podía tocar nada. Sólo existíamos yo y el dolor.
¿Acaso era tal mi castigo? ¿Estaba condenado a una larga agonía eterna? ¿A un dolor sin fin? ¿Mi castigo quizás era sufrir por siempre lo que perseguía dejar atrás con la muerte? ¿Y por qué no había sido juzgado? No había escuchado a Maat, Amón ni ningún dios dictar mi condena. Hubiera podido aceptar que un ser superior me examinara y castigara, pero no aquel vacío e incertidumbre, porque no me había descifrado ninguno de los secretos que se suponía me serían desvelados al acceder al otro lado del río, al cruzar el umbral de la muerte.
Un latigazo de dolor me hizo dar un respingo y mi cabeza golpeó contra algo duro.
¿Qué era aquello?
¿Es que no acababa de pasar a un estado en que el cuerpo dejaba de ser sentido, mientras esperaba su resurrección, y el kha sólo descansaba en él, pudiendo viajar por el cielo con total libertad? ¿No era eso lo que nos habían enseñado?
No sentía que mi alma libre, mi kha, pudiera moverse en modo alguno. Antes bien, seguía amarrado a aquel cuerpo que yo suponía sin vida, pero que continuaba sintiendo con más dolor que cuando la contenía.
La idea me resultó la más increíble de mis hipótesis.
¿Es que no estaba muerto?
Intenté abrir los ojos, lo que resultaría significativo, pero no me respondieron. Casi me reí.
¿Cómo iba a estar vivo?
Intenté razonar. Tal vez mi kha necesitaba adaptarse a la nueva situación. No era un cambio fácil. Cuando nacemos no sabemos caminar, y del mismo modo, al morir quizá debíamos comenzar de nuevo a aprender a desenvolvernos en un nuevo medio. Tal vez si dejaba de pretender estar vivo y me abandonara en vez de luchar contra aquel dolor, éste desaparecería.
Era como cuando de niño aprendí a nadar. Debía reconocer el nuevo medio e intentar respirar y moverme de acuerdo a nuevas reglas que aún no conocía, pero que poco a poco se irían revelando.
Tal vez me había reencarnado en un hipopótamo y acababa de nacer. Me parecía la opción más probable, haberme reencarnado en alguna bestia, pues resultaba evidente que de algún modo había vuelto a nacer. Ahí estaba yo, pensando qué era y qué podía hacer o razonar para discernirlo con seguridad, y el hecho mismo de reconocer mi actitud pensante me resultaba positivo a pesar del dolor, aunque no lloraba ni había una madre que me acunara y me diera de mamar.
Quizás había sido concebido como una de aquellas bestias que tras nacer eran abandonadas por sus madres y debería valerme por mí mismo en mi indefensión.
Otro latigazo de dolor. Un nuevo respingo y una nueva conciencia de que aquel cuerpo imperfecto que me maltrataba no era el de una bestia, sino un cuerpo humano.
Traté de nuevo de calmarme y razonar. Para no pensar en cosas que me aumentaran el dolor, intenté simplemente recordar mis últimos instantes de vida, pues no sabía cómo había muerto.
Me esforcé y finalmente el recuerdo vino a mí como una riada.
¡Nefertiti!
Recordé en un instante quién era y los últimos días de vagar sin rumbo por el desierto con un cuerpo en brazos. La conciencia fue tan abrumadora que abrí los ojos. Aunque no hubo diferencia, al menos al principio. Pensé que en verdad estaba ciego e intenté moverme frenéticamente. No percibí sino más dolor.
Lloré sin lágrimas entre espasmos dolorosos.
Al poco, las sombras se fueron aclarando y di gracias a cuantos dioses, espíritus o bestias había conocido.
Era una estancia pequeña. La más pequeña que jamás había visto, tanto por dimensiones como por altura, pues de planta oblonga, sus paredes sostenían una pequeña bóveda tosca y baja, de piedra basta y adobe en su mayor parte, y, sin embargo, era fresca. El mobiliario se limitaba a la estera donde yacía y un pequeño vano sin cubrir que servía de puerta y ventana, y que daba a una estancia oscura.
Al principio me había parecido una de aquellas moradas de eternidad de los artesanos con pocos recursos, que sólo podían costearse un pequeño espacio, pero la ventana, la luz que dejaba entrar y el dolor me iban convenciendo de que no había muerto aún, o que si lo había hecho, había sido devuelto a la vida en mi viejo y maltrecho cuerpo.
Intenté hablar, ya que moverme no podía, pero las palabras tampoco me obedecían.
La angustia de la incertidumbre sobre el estado de Nefertiti me ahogaba, ya que no podía soportar la idea de haber sobrevivido y que ella no. Lo último que recordaba era que alcé mi arma para matarla y tal pensamiento me llenaba de pánico. No sabía si la inconsciencia me había vencido antes de llevar a cabo mi plan.
Me puse tan nervioso que comencé a jadear, al tiempo que un sudor frío me recorría el cuerpo y se pegaba en las vendas que sentía más que veía. Tal vez no volvería a hablar ni a moverme. Acaso había caído en la misma sinrazón que ella antes de su muerte.
Al fin, recordé que era un soldado, y como tal no podía dejarme vencer por mi propio miedo. Si Nefertiti había muerto, yo encontraría la manera de hacerme matar y reunirme con ella. Con este pensamiento logré serenarme y me dormí.
* * *
Cuando volví a despertar, había alguien junto a mí.
Me sobresalté, más por la conciencia repentina de tener compañía sin saber de qué naturaleza, pues aún me resistía a creer que estaba vivo, que por miedo, pero el desconocido hizo un gesto con su mano abierta y me tranquilicé.
Me habló. Al principio no le comprendí y mi expresión así lo demostró. El curioso personaje lo entendió y me habló en un tosco lenguaje que apenas pude discernir.
—¿Os encontráis bien?
No era un trato respetuoso, pero sus ojos manifestaban un interés sincero.
—La pierna… —logré articular.
Él sonrió.
—Sanará. La infección estaba avanzada y estuvimos a punto de amputarla, pero con la ayuda de Dios se curará, aunque habéis perdido mucha sangre.
Mi kha se puso alerta por instinto y mi cuerpo debió de tensarse, pese a que intenté no mostrar sorpresa.
—¡No temáis! Aunque nuestra fe es distinta y nuestra situación es secreta, no podíamos dejaros morir. No obstante, debo confesar que debatimos si debíamos actuar o no, pero al fin nuestros principios religiosos nos impusieron vuestro rescate.
—¿Nuestro rescate?
—Sí. La mujer vive, aunque desgraciadamente no reacciona ante nuestras atenciones. Pero no apreciamos más daño físico que la sed y el hambre, ya aplacados… Se diría que sufre del alma.
Asentí con la cabeza. No quería delatar mi profunda emoción, aunque supongo que el anciano debió de ver mis lágrimas, que yo intentaba contener. Para distraer su atención, logré articular:
—¿Quién sois?
El hombre se envaró.
—Eso depende de ti, de cuál sea tu posición con respecto a nosotros y nuestra religión.
Pensé bien las palabras. No estaba en posición de intransigir.
—Disculpad mi rudeza. Sólo creo en la mujer que me acompaña y el sol que nos ilumina, por este orden, y no tengo ninguna animadversión a ninguna religión, si es de bien. Vuestro secreto está a salvo, e independientemente de mi indefensión y dependencia, os agradezco vuestros cuidados a la mujer y a mí mismo, y tendréis ocasión de comprobarlo.
El anciano rió con ganas.
—No sé si estáis en disposición de recompensarme con bienes materiales, pero no es eso lo que ansiamos. Sólo nos preocupa guardar nuestro secreto. Si una sola persona, egipcia o hitita, supiera de nosotros, seríamos aniquilados en muy poco tiempo.
Me costaba hablar, pues la garganta me quemaba. El buen anciano se percató de mi gesto de dolor y me acercó un vaso.
El agua me supo mejor que el más noble de los vinos del delta, cervezas o licores que jamás había probado. Tanto que sonreí como si el agua me embriagara.
El anciano sonrió también, abriendo sus brazos y encogiendo los hombros.
—Ya ves. Lo mismo que algo tan sencillo te proporciona tal placer, para nosotros el recogimiento y la oración nos sustentan.
Asentí.
—Sólo dispongo de algunas pequeñas riquezas, como habréis podido comprobar, que son vuestras desde ahora, pues no tengo ambición… salvo la mujer, que para mí es más preciada que mi vida misma y mi aspiración es y ha sido acompañarla donde pueda recuperar… curarse de ese mal del kha… del alma que mencionasteis. No tengo adónde ir, salvo donde esté ella, y en cuanto a mi fe, ya os he dicho que la perdí y sólo creo en ella.
—¿Y el sol?
Sonreí reconociendo la inteligencia del aparentemente indefenso anciano.
—Yo creía en Atón porque ella creía y cree en él. Hoy no sé en qué creer. Quizás Atón no fue sino el sueño del Faraón. Él era sin duda un hombre sin par, digno de ser adorado como un dios, y los que le conocimos vivimos su sueño, pero éste murió con él, y no se puede creer en un recuerdo, ¿verdad?
Me sorbí las lágrimas de nuevo. El anciano frunció el ceño.
—Cuando dices que conociste al Faraón, ¿es cierto o hablas en sentido figurado? ¿Lo viste de lejos o vivías en la ciudad del sol, o acaso trabajabas para él…?
Su interés súbito y apresurado me sorprendió. Me serené y traté de mostrarme cauto.
—¿Por qué? ¿Acaso sois enemigo suyo?
El anciano rió viendo mi intranquilidad.
—En absoluto. Mi deber es estudiar su conducta, pues su fe nos llamó la atención. Los más viejos pensamos que hay ciertos paralelismos entre nuestras doctrinas y deseábamos saber algo más. Cuando vivía, en sus primeros años de reinado, enviamos a unos embajadores que fueron atendidos con mucho cariño, pero los sacerdotes de Amón los asesinaron, y cuando se encerró en palacio y ellos se adueñaron del país, nos persiguieron y dominaron. Hoy no nos quieren sino como esclavos y si se enteran de que nuestra comunidad vive fuera de su control, enviarían sus soldados a matarnos inmediatamente.
Me tranquilicé.
—Pues sabed que le conocí tan cercano como sus propios hijos, pues el afecto que me tenía era como el de un hijo más, y con él me crié y con él viví hasta su muerte, a pesar de ser sólo un criado vulgar.
—¿Y por qué escapasteis?
—Porque el infame hijo del Faraón usurpó su poder y los que éramos fieles a la memoria de su padre fuimos perseguidos. Por eso huimos.
—¡Entonces estamos en un grave peligro!
Negué con la cabeza.
—No más que hace unos días. No saben dónde estamos. Nos perseguían, pero logré acabar con ellos. Y puedo ayudaros. Soy un guerrero, oficial del ejército egipcio. Uno de los mejores soldados del reino. Y ya estabais en peligro antes de nuestra aparición. Estamos en guerra con los hititas y se espera una invasión. Una gran guerra.
El anciano se sentó junto a mí. Eran noticias demasiado fuertes.
—No contaba con eso. No llegan noticias aquí, donde vivimos totalmente aislados y nuestra protección es nuestro aislamiento. Debo hablar con el consejo. Ponerles al corriente para tomar algunas decisiones.
—Repito que puedo ayudaros. Aunque la suerte de la batalla me es ya indiferente, si ésta se acerca, puedo ayudar a desviar la atención y alejar la actividad guerrera de aquí. Vuestra garantía será la mujer que amo y yo mismo, puesto que no conozco mejor sitio donde ella pueda encontrar la paz que necesita. —Suspiré—. En realidad no conozco ningún otro lugar, pero mi ofrecimiento es sincero. Estoy en vuestras manos.
No sabía por qué me sinceraba de tal manera con aquel anciano, ni por qué me tomaba aquellas confianzas, pero estaba en sus manos. No sabía de sus intenciones, ni quiénes eran ni por qué se escondían, así que tenía poco que perder. Además, e independientemente de todas aquellas razones, el viejo me caía bien de una manera inexplicable, instintiva, aunque por otra parte el abrirme de ese modo me asustaba.
—¿Puedo preguntaros en qué creéis vos?
El anciano me observaba pensativo, pues el dolor parecía ralentizar tanto mis palabras como mis pensamientos, que podían ser leídos como las pinturas de palacio.
—Te contaré la historia de nuestra fe, pero baste de momento saber que somos judíos, descendientes del profeta Abraham, y que somos gente de bien. Pero me has traído malas noticias. Muy malas. Debo reunirme pues con los sabios. Te comunicaré nuestra decisión. De momento recupérate. Aún estás muy débil y tu pierna requiere muchos cuidados antes de poder decir con seguridad que está salvada. —Sonrió—. Y no mires así la bóveda. Te aseguro que no te va a caer encima.
Y se marchó.
En verdad me daba miedo. Se me había enseñado que el dintel de piedra, plano y continuo, sugiere eternidad y seguridad, pero la bóveda de ladrillo curva y finita expresa dudas.
Me relajé en la cómoda estera. Estaba agotado por la conversación y el esfuerzo mental. No sabía cuál era la otra opción en caso de que concluyeran que no nos querían con ellos, si nos matarían o nos retendrían como prisioneros. Por otra parte, si hubieran querido matarnos, hubiera bastado con dejarnos un día más a merced del desierto.
Hube de apelar a mi disciplina guerrera para dejar de conjeturar. No podía sino dar las gracias a cualquier dios, me daba igual cuál, pues sólo su intervención nos había salvado de la muerte y, más aún, de la perdición de nuestras almas.
De repente la vida me pareció el mejor regalo que nadie pudiera haberme hecho, y sonreí tontamente, saboreando la vida que se resistía a abandonar mi querido cuerpo que tanto me dolía. Me dormí sonriente como un niño.