Llegué a los caballos. Estaban excitados por la sangre y la lucha, pero poco a poco logré calmarlos y hacer que me siguieran. Un caballo era un bien tan preciado que el cuerpo de caballería y en especial los carros eran la diferencia que decidía las batallas a favor de uno u otro bando. La inmensa mayoría del ejército estaba constituida por infantería. Hombres a pie con jabalinas, arcos cortos, mazas, bastones arrojadizos y espadas más o menos largas.
Al fin llegué donde Nefertiti. Dejé los caballos tranquilos a mi lado, en un lugar fresco. Tomé un poco de comida y me curé las heridas lo mejor que pude. Me dispuse a acostarme junto a la Reina. No tenía miedo. No había nadie más por allí, y los caballos eran nobles guardianes y velarían nuestro sueño, cuidando de nosotros hasta que yo despertara, aunque tal vez podía no llegar a pasar si los leones o las hienas no se conformaban con el tremendo festín que encontrarían cerca de allí.
Di de comer y beber a Nefertiti. No esperaba que reaccionara. Comía de mi mano y bebía lo que le daba como si fuera un cachorro herido.
Me dejé caer a su lado y tomé su cara entre mis manos.
—Les he vencido a todos. No nos encontrarán ya. Les llevamos mucha ventaja. Me han herido y estoy exhausto. Casi no lo consigo… Pero ahora estamos seguros y ya puedes celebrar que nadie te tocará de nuevo jamás.
No sabría decir si había sido una alucinación, que fácilmente podría ser pues estaba muy débil, pero juraría ante Atón mismo que Nefertiti levantó su mano y acarició mi rostro, justo antes de perder la consciencia.
* * *
Desperté entre intensos dolores, aunque tras echar un vistazo al carro y los caballos, pensé que había dormido bastante más de un día.
Miré mis heridas. En efecto, las costras estaban ya secas. Moví los miembros. El descanso me había sentado bien. Los caballos debían de estar muertos de sed.
Ella descansaba a mi lado, mirándome con los mismos ojos ausentes. Le di de la poca agua que quedaba en el odre, con mucho cuidado. Me miró largamente y pareció reconocerme. Abrió la boca con intención de hablar, aunque ningún sonido salió de ella. Me emocioné mucho al ver su notoria mejoría, como al pensar que tal vez podría haber muerto de sed durante mi sueño. La besé tiernamente, y las comisuras de sus labios se curvaron un ápice hacia arriba.
Con renovados bríos examiné mis heridas y me cambié las vendas. No podía saber su estado, o si curarían bien sin medicinas, pero podía apoyarme, aunque con mucho cuidado. Tal vez saldría bien de aquel trance, aunque ahora la prioridad principal pasaba a ser el agua y volver a internarnos en aquel desierto.
* * *
Al día siguiente salimos de allí. Tomé rumbo hacia el reino hitita, teniendo en cuenta lo que había dicho aquel soldado. No se darían por vencidos, así que la mejor opción era ir a donde nadie pensaría que podría ir.
Había oído hablar de templos y monasterios recónditos de los que se ignoraba su paradero incluso en Tebas. Había oído que el ejército los había buscado, aunque jamás se había sabido que se hubiera encontrado nada, y me constaba que si mi padre había buscado y no había encontrado, es que no existía, pero no podía dejar de creer que había algún lugar donde pudiéramos escondernos.
Los caballos nos seguían gozosos, felices de tener a alguien que pensara por ellos, sabedores de que solos no tenían muchas posibilidades de sobrevivir, y yo a mi vez confiaba en ellos por su instinto para localizar fuentes de agua.
Así subsistimos muchos días. Yo iba cambiando el carro de caballo cada día para no agotarles, procurando hacerme su amigo. El ritmo de marcha descendió sobremanera, pues desde la batalla cuidé mucho de perder el rastro de cualquier perseguidor y, aunque no sabía si alguno de ellos había vuelto antes del enfrentamiento para avisar de nuestro camino, no lo creía probable, con lo que nadie sabía dónde estábamos. Así que nos permitíamos largos descansos para conservar las fuerzas.
En tales descansos, yo actuaba como si aún viviéramos en palacio y no existiera ninguna traba para la felicidad de la Reina. Miraba sus bellísimos ojos, que a veces parecían volver momentáneamente a la vida, y entonces le hablaba como si nada hubiera pasado.
—¿Estás disfrutando del viaje, mi vida? No queda mucho y pronto descansaremos en un templo y dejaremos de orar a Atón mirando el desierto, para hacerlo ante un altar digno de él. No te sientas mal, pues nada va a sucedernos. Estamos lejos, muy lejos, en una nueva tierra, donde nadie nos conoce. Nos quedaremos en el templo. Tú serás mi Reina y mi diosa. Yo tu esclavo. Tú mi luz y yo tu sombra. Tú alegrarás mis días y yo velaré tus noches y nadie más nos hará falta. Tú, Atón y yo.
Entonces sus ojos se expresaban por ella, con igual intensidad que si hablara, durante unos instantes que para mí eran el paraíso.
* * *
El calor era insoportable en el mes más caluroso de Ajet. Mientras la inundación sería bendecida, nosotros luchábamos por mantenernos vivos y cuerdos. De día, si no encontrábamos una sombra bajo la que cobijarnos y dormir, avanzábamos penosamente, y de noche era cuando cubríamos las mayores distancias, pero las fuerzas iban menguando y el ritmo de la marcha decrecía.
Aunque cazaba algo de noche, lo que nos procuraba un alimento reparador, la necesidad de agua era acuciante, pues los caballos comenzaban a flaquear.
Yo sabía cómo sobrevivir en el desierto, y a falta de agua encontrábamos el líquido que nuestros cuerpos necesitaban a través de las raíces de algunas plantas cada vez más escasas y otros medios. Así, al principio la sed estaba sólo en nuestras cabezas que pensaban en ánforas llenas de agua cristalina y hacían que nuestras bocas se secaran, pero pronto la necesidad fue real, pues el calor apretaba y el medio se hacía más seco.
Una noche nos atacó una manada de leonas. Sabían perfectamente cuál era el caballo más débil. Consiguieron dispersarnos por unos instantes y aislar al pobre animal, al que atacaron como si de una sola bestia se tratara. Apenas pude reunir al resto y continuar mientras oíamos el festín.
La noche no le gustaba especialmente a Nefertiti, lo cual era lógico, pues enfrentaba en su dualidad a lo que más amaba, que era el sol. Y menos tras aquel incidente, que no percibió en su totalidad, aunque no le hizo falta, pues los relinchos nerviosos de los caballos, a los que barruntaba mucho antes que yo mismo, y los rugidos satisfechos de las leonas le bastaron para comprender, y yo me esforcé para que ella no se alejara más, después de tanto como se había acercado a mí, que casi sentía que podría despertar a la razón en cualquier momento.
Pasaron un par de noches más hasta que estuve seguro de que los leones no estaban cerca, pues sabía que no abandonarían un botín tan suculento, y menos tan fácil. Pero de momento estaban satisfechos y nos daban una tregua engañosa, así que una noche de luna clara especialmente bella nos sentamos y, junto a ella y rodeándola con mi brazo, le hablé con voz cordial.
—Mi Reina, abre los ojos. Mira cuánta belleza. No te escondas de la noche, pues la oscuridad puede ser también hermosa, y además hoy la luna nos ilumina. No temas a la oscuridad, pues hemos viajado a su amparo muchas noches y, lejos de procurarnos mal, nos ha protegido, y a mí me da fuerzas como a ti el sol. Mira los brillos que reparte la luna, que parece querer vencer la oscuridad con tanto ahínco como el mismo Atón. Mira los animalillos cómo parecen revivir con ella, al igual que nosotros con el sol. Mira cómo no hay maldad en ellos. Aprende de ellos y verás que no hay sino inocencia, pues aunque los leones nos atacaron, no había en ellos sino hambre, como yo mismo cazo animales que comemos sin ninguna maldad. No hay espíritus malignos, salvo aquellos que nos siguieron y a los que afortunadamente pude eliminar. Los que aquí habitan no hacen sino procurarse alimento y salvaguardar sus frágiles vidas… exactamente como nosotros. Hasta las bestias que te parezcan más odiosas son inocentes en comparación a los humanos… a nosotros, como raza.
Conseguí que dirigiera su vista a la oscuridad, aunque al principio no veía nada, pues jamás había mirado sino al sol y la luz, y no sabía cómo mirar la ausencia de luz prístina, como tampoco sabía vivir sin esa luz, la luz de Akh, y por eso se escondía donde encontraba más luz que conmigo.
Su mirada no duró mucho, pero descubrí que las siguientes noches se esmeraba por abarcar más allá con la mirada, y se iba acostumbrando a la noche.
Y le gustaba.
* * *
Unos días más tarde, otro caballo cayó espumeando por la boca. No había nada que hacer por el pobre animal, y allí lo dejé. No quise demorarme ni a darle una muerte digna, porque aquello rompería el corazón de Nefertiti, y porque seguro que las bestias aparecerían pronto, y si aún estaba vivo no se dejaría devorar así como así, pues no conocía raza más noble y valiente que los caballos, con lo que nos daría un tiempo precioso en nuestra huida. No sabía a quién rezar, pero conjuré a todos los dioses probables para que salvaran el kha del pobre animal.
Nefertiti iba enflaqueciendo y yo mismo no era aún consciente de mi agotamiento, pues no había dejado que las heridas curaran bien y seguía exigiendo un esfuerzo considerable a los músculos cuyas heridas aún no habían cerrado, con lo cual éstos se quejaban, disminuyendo su rendimiento. Profundas ojeras oscuras, heridas abiertas en la piel, labios agrietados, lenguas hinchadas, miembros agarrotados… Conocía muy bien los síntomas y sabía que debía encontrar una solución con urgencia.
Cuando la sed apretaba tras algún esfuerzo, me mareaba un poco y comenzaba a confundir el paisaje, lo que me infundió un profundo pánico, pues si perdía la capacidad de razonar estaríamos a merced del primer bandido del desierto que encontráramos, y no eran pocos, y por otra parte debía mantener la claridad de ideas suficiente para no movernos en círculo. Aún era capaz de controlar el rumbo, pero no sabía por cuánto tiempo.
Intenté serenarme. Aquella noche iba a matar un caballo. Y ya quedaban sólo tres. Lo hice con cuidado de que Nefertiti no viera ni oyera nada. Nos dimos un buen festín con la carne, con lo que nuestras energías se renovaron por unos días, en los que esperaba poder recorrer una distancia respetable y encontrar algo de agua, o un lugar civilizado donde descansar. Tenía objetos de bastante valor que me había entregado Ay, con los que podríamos comerciar y comprar el silencio si era necesario, pero debíamos movernos con lucidez y cautela, pues todos los moradores del desierto estarían alerta. Seguro que habrían puesto una recompensa por información sobre nuestro paradero, pues era la única manera de encontrarnos en el desierto, donde no existía la ley real ni la lealtad al país. La ambición era un seguro de cooperación con el Faraón.
Y nos pusimos en marcha. La carne no duró mucho, ya que con el tremendo calor se echaba a perder enseguida, pero sirvió para dar un poco de optimismo a Nefertiti, a la que intentaba convencer de que todo iba mejor ahora, que la caza era fácil y que pronto encontraríamos el templo que estábamos buscando.
Y en verdad, el desenlace ya era cosa de pocos días. Si se hubiera tratado sólo de mí, habría subsistido sin problemas, pero aún no estaba recuperado, antes bien, mis heridas se ponían más feas día a día. La de la pierna volvía a abrirse y pareció infectarse, con lo que me agotaba antes.
Ya había perdido la cuenta de los días que llevábamos viajando y me preguntaba si no deberíamos haber visto ya signos de vida, pues aunque mermada, mi capacidad de juicio me decía que debíamos haber recorrido una enorme distancia ya, como para cruzar un gran desierto reconocible a este lado del Nilo (que no los extensísimos arenales libios), pero sentía que la razón luchaba por escapar de mi conciencia, y comprendía más que nunca a Nefertiti. ¡Con qué placer me hubiera abandonado también a la dulce sinrazón! Pero no era dueño de mi vida, sino de la de ella, y tenía la convicción de que mi papel en esta vida no estaba aún cubierto, por mucho que mi kha comenzara a llamarme desde aquella región inhóspita donde moraba mi amor, pero por ella misma no debía dejarme caer, pues al igual que ella, no tendría fuerzas para volver, y ambos moriríamos sin remedio y nuestras almas serían devoradas por las alimañas. ¡Por eso aquel valiente me había pedido que lo matara!
Pero ya estaba cavilando otra vez sin sentido. ¡Qué sabía yo de dioses, almas y vidas tras la muerte, si no había conocido más que un dios que había resultado ser un fraude, aun siendo más creíble y palpable que los viejos dioses tradicionales! ¡Más valía que me centrase en esta vida y en cómo conservarla, en vez de cavilar con hipótesis que me superaban!
A ratos me preguntaba si no sería mejor acabar dulcemente con la vida de la mujer que amaba. Ella tendría la muerte digna de una Reina, y yo, tras enterrarla en un sitio acorde con su naturaleza, buscaría a los salteadores más cercanos y tendría asimismo la muerte digna de un guerrero, y así ambos tendríamos una opción de un juicio cuando menos justo de Osiris, si éste existía. Por lo menos ella, a la que no le conocía tacha, porque yo estaba condenado bajo los criterios de cualquier dios.
Esa idea se apoderó de mí y me llegó a obsesionar durante los días siguientes, que se hicieron eternos entre las dificultades del camino, el calor y mi debilidad.
* * *
Dos días más tarde, y entre delirios de fiebre, cerré los ojos de mi dulce Nefertiti en una caricia y sujeté con fuerza el puñal que cortaría su garganta.
Pero no pude hacerlo.
El cuchillo temblaba en mi mano. La desesperación se cebó en mí y los sollozos recorrieron mi cuerpo. Sin darme cuenta, lloré pegado a sus mejillas.
Y en lo más profundo de mi llanto noté un movimiento en la agrietada piel de mi cara. Eran sus labios. Me besaban. Bebían de mis lágrimas.
No sabía cuál de las dos explicaciones era la correcta, pero la besé y dejé que bebiera de mis ojos hasta que quedaron secos de nuevo, tras derramar un río de lágrimas de alivio y consuelo, de amor a ella y gratitud a Atón, que me daba de nuevo una señal inequívoca.
Ella había escogido. Yo suponía que ella prefería morir también, y se dejaba llevar lenta y dulcemente hasta la debilidad extrema que la conduciría al sueño eterno, pero me equivocaba.
Ella quería la vida, y a su manera luchaba por sobrevivir, por mucho que no fueran besos lo que recorrieron mis mejillas, sino su ansia por beber.
Pero a mí me bastaba. Seguiría adelante hasta que la última fibra de mi ser dejara de latir.
* * *
La idea me dio nuevas fuerzas y sacrifiqué al penúltimo caballo. Incluso al último le di a beber sangre de su compañero, que bebió ávido, como nosotros mismos (menos mal que Nefertiti no era consciente del alimento que llevaba a sus labios. Le pedí perdón mentalmente mientras la ultrajaba con tal bebedizo inmundo).
Llené el odre con su sangre y corté carne que intentaría conservar lo máximo posible. Pero tenía muy claro que no podíamos matar el último caballo, pues sería el fin.
* * *
En mis momentos de máxima desesperación, los ojos de Nefertiti parecían cobrar vida, incluso sus manos acariciaban las mías, lo que me daba nuevos bríos. No podía flaquear ahora que tan cerca estaba de despertar, incluso a pesar de mi enfermedad, pues la fiebre me consumía ya por la herida infectada de la pierna, que me dolía como si no tuviese tal, sino como una hoguera que ardía lentamente.
Pero el alimento y la sangre que no se echó a perder duraron pocos días, y ni la carne más rica podía sanar ya mi herida. No teníamos ya agua ni comida, y yo estaba tan débil que abandoné toda prudencia y dejé nuestra suerte en manos del último caballo.
Por el día buscaba una roca donde el pobre animal pudiera resguardarse del sol y nosotros dormíamos debajo del carro hasta el atardecer, un sueño insano que nos quemaba más de lo que nos descansaba.
Por la noche nos acurrucábamos en el carro como podíamos y obligaba a mi amigo equino, al que quería como al hermano que nunca tuve, y al que hablaba entre desvaríos, tanto como a Nefertiti, para evitar que ambos y yo mismo nos abandonáramos a la muerte.
Tenía muchísimo miedo de relajarme un instante. No en vano había perdido ya la cuenta de las serpientes que había matado, y eso que conocía el desierto y la mayoría de ellas solía respetarme y pasaba cerca de nosotros en paz. Era la enseñanza más fructífera del buen Sur, pues los nubios eran verdaderos expertos en serpientes y se decía que incluso ciertas tribus domesticaban alguna especie para proteger las casas, comiendo el resto con gusto. De más de cuarenta especies, sólo dos eran sagradas, junto con una pitón gigante para los nubios, pero en Egipto la más querida era la cobra, que por grande, bella y notoria no era tan peligrosa. Había pequeñas víboras mucho más venenosas, que se enterraban en la arena, quietas durante horas hasta que algún incauto animal tenía la mala fortuna de pasar cerca… Y en tal caso, ni los dioses estaban libres de la potencia del veneno, pues el mismísimo Ra cerca estuvo de la muerte a causa de una picadura, sólo salvado por la astucia de Isis.
* * *
A los pocos días, cuando viajábamos a un paso tan lento que apenas notábamos diferencia, escuché un ruido sordo y el carro dio un pequeño bote.
Me asomé y comprobé que el animal estaba reventado y no daría un paso más.
Lloré desconsolado.
Abrí el cuello de mi compañero, rezando a Atón para que le acogiera en cualquier suerte de vida futura, como a los toros sagrados que solían enterrarse junto a las grandes personalidades.
Acerqué los labios de Nefertiti al cuello mismo del animal, y ella bebió con avidez.
Bebimos y comimos de él durante un par de días más, hasta que el olor nauseabundo de la carne corrompida me obligó a cargar con el cuerpo de mi diosa y marchar a pie, sin saber ya si era de día o de noche, ni ver delante de mí más allá de mi sombra.
Yo seguía hablándole y ordenaba a mi cuerpo extraer fuerzas de mis miembros, hasta que mi garganta dejó de emitir sonido alguno y los miembros se negaron a obedecerme, exactamente como hacía un par de días mi caballo.
No tuve conciencia de caer. Desperté junto a mi amada, a la que atraje hacia mí, abrazándola y cubriéndola con mi propio cuerpo, y tomé la espada dispuesto a defendernos de bestias o demonios.
Y en verdad vi a algunos acercarse a nosotros, sin discernir si eran animales o espíritus, pero agitaba la espada y parecían espantarse y alejarse un par de brazos.
Yo continuaba hablando sin palabras, diciéndole a Nefertiti cuánto la amaba y pidiéndole perdón por haberle fallado una vez más.
Mientras blandía mi espada, rezaba a Atón con todas mis fuerzas para que no permitiese que el kha de su esposa fuera poseído por una fiera del desierto.
Con mi último aliento, alcé la espada para acabar con la vida de mi amada y salvaguardar su alma, antes de hacer frente con ella a cualquier dios o espíritu con que nos encontráramos tras nuestra muerte presente.