Aquella noche me distancié un poco con el carro y Nefertiti. Me ofrecí a hacer la primera guardia y cuando apenas llevaba una hora velando su sueño, corté unas ramas de arbustos casi secos, las até al extremo posterior del carro para que al menos disimularan el surco de las ruedas. Si se levantaba un poco de aire, con un poco de suerte quizá se borraran las huellas.
Situé de nuevo a la Reina en su sitio en el carro y caminando a su lado, sujetando al caballo por las crines para evitar hacer ruido, salimos en silencio, amparados por mi aliada la luna, que me daba fuerzas y optimismo.
Intenté pensar con calma, con la serenidad que me daba la noche. Por una parte no confiaba en los hombres, pues ni Ay estaba a salvo de la posible influencia de los sacerdotes entre sus sirvientes y soldados, ni la religión era un tema tan particular que en ningún caso se podía asegurar que no se cuestionasen a qué dios servían.
Por otro lado, si eran inocentes yo los estaba poniendo en peligro, así que, liberándolos del mando de Ay, les hacía un grandísimo favor. Lo más seguro era que lo agradeciesen volviendo a mayor velocidad si cabía que la que habían empleado en la ida, pues cuanto antes volviesen, mejor podrían camuflar su falta y encontrar coartadas. Nadie tenía por qué saber que habían acompañado a un traidor al Faraón, que secuestraba a la Reina. Si lo reconocían, morirían por ello.
Recé fervientemente, no sabía muy bien a quién, por pura costumbre e inercia, porque no sabía qué hacer ni dónde encontrar consuelo. Recé por nosotros, sobre todo por Nefertiti, y por los hombres, porque con sólo uno que hubiera a sueldo de los sacerdotes, todos los demás morirían.
La mañana nos sorprendió impasibles como esculturas en movimiento. Desde mi puesto de conducción miraba a la Reina a través de la fina gasa. No podía mover sus brazos atados, pero juraría que le había visto mover un dedo y sus ojos parecían querer mirar el sol. Me preocupé, pues si en su estado se empecinaba en mirar fijamente a su dios, podría causarse heridas que la dejaran ciega, pues nunca conocí a nadie, aparte de Akh, que tuviese tal capacidad.
Así que paré unos minutos el carro. Elevé los brazos al cielo y lancé en voz alta la plegaria que solíamos usar. Por supuesto la estaba poniendo a prueba, y sentía que era exactamente eso lo que me estaba pidiendo con sus ojos, así que sin dudar hablé al sol:
—Gracias, Akh, viejo amigo, por concedernos al fin la paz de espíritu y por allanar y despejar nuestro horizonte. Te pido que nos muestres el camino correcto hasta el templo que buscamos y que una vez allí nos protejas de tal manera que nadie ose acercarse a riesgo de recibir tu ira en forma de rayos hirvientes, igual que aquéllos que osen perseguirnos. Sé que no apruebas la violencia, pero si no nos proteges a nosotros, nadie más pronunciará tu nombre para revitalizar tu kha y hacer más poderoso tu paso y más placentero tu descanso.
No parecía una oración muy respetuosa, pues no estaba bien chantajear a un dios, aunque le hablé como a la persona que había conocido, no como al dios al que se reza. Evidentemente lo hice por ella, pues yo ya no creía sino en mi brazo, mi caballo y mis odres con agua. Cuando acabé, la examiné. No había cambios en su semblante, ni parecía ya querer mover los dedos, pero me pareció que sus ojos brillaban, así que le levanté la gasa y, en efecto, sus ojos estaban humedecidos, lo que me bastó.
Tomé su cara entre mis manos y la besé tiernamente en las mejillas y los ojos, tan suavemente que apenas percibiera el contacto.
Pero no podía permitirme más tiempo. Volví a cubrir su cara y retomé el camino con nuevas esperanzas. No hacía sino poner tierra entre nosotros y Tut, pero no sabía aún qué ruta tomar. El silencio me daba mucho tiempo para pensar, pues el camino era tan monótono como desagradecido. Había enfilado hacia el este, pues cruzar el Nilo me había parecido demasiado arriesgado. Seguro que estaba vigilado. Y por otra parte, la crudeza del desierto del lado este era demasiado conocida para internarse por allí, pues no había sino beduinos salvajes del país de los libios que no conocían más nacionalidad que su entorno más cercano y lo que eran capaces de robar, un sol ardiente, interminables dunas, criaturas salvajes, espíritus malignos y una ausencia total de vida durante distancias tan largas que sólo los nacidos en tales condiciones conocen las técnicas para la supervivencia. Yo solo tal vez podría intentar internarme, pero con la Reina y en su estado era simplemente impensable.
Desdeñada la otra opción, el siguiente paso era decidir si nos dirigíamos hacia el Norte o el Sur.
La opción sureña era también peligrosa, pues aunque menos dura que el desierto libio, Nubia era un destino peligroso si no se iba con una gran escolta. Las bandas armadas eran famosas, y las patrullas del ejército que controlaban tanto las célebres minas y canteras como los focos de rebeldía entre los nubios, que aunque sometidos en su mayor parte, muchas tribus jamás se habían sentido egipcias y renegaban de su autoridad, viviendo de manera independiente. Eran demasiados soldados de uno y otro lado para poder cruzarlo sin tener la seguridad de un asentamiento pacífico.
Así pues, continuaba hacia el Este sin escorarme mucho hacia el Norte, donde el enemigo se preparaba para la guerra. Tarde o temprano llegaría al mar, pero había montañas que, aunque no muy altas, sí eran ideales como escondite. Debía ir hacia el enemigo, manteniéndome a una distancia prudente que me permitiera esquivarlo y evitar su camino, pues si llegaban a derrotar a mi padre en la batalla, irían directamente hacia las grandes ciudades milenarias en el cauce del Río Sagrado. Así que si corría lo suficiente para alejarme de su ruta, podría considerarme relativamente a salvo y buscar un escondite fiable.
Al día siguiente detuve el carro. De nuevo había que tomar decisiones, pues el camino llano y pedregoso, fácil de recorrer a buena velocidad, se terminaba. Comenzaban a abrirse colinas rocosas cubiertas de piedras y arbustos bajos.
En realidad, la cuestión tampoco tenía mucho margen de decisión, pues lo más fácil sería cruzar los valles entre las grandes colinas, vías naturales fáciles como verdaderos caminos que eran, pero obviamente muy transitados y salpicados de pequeños pueblos y asentamientos nómadas que vivían de las rutas comerciales.
Resoplé y obligué a los caballos a dejar el llano.
El camino se hizo más duro y más lento, pues temía que un golpe duro en las ruedas dañara irreversiblemente el carro, pero enseguida nos engulleron las rocas y dejamos de estar a la vista, aunque también el miedo se fue apoderando de mí, ya que tampoco podía controlar el mundo ante mí y sólo podía confiar en el fino instinto de los caballos y el mío propio. Era un terreno perfecto para una emboscada. Sólo tendrían que situarse en lo alto y dejar caer algunas rocas grandes. Todo habría acabado y nadie buscaría sus cuerpos para darles un descanso digno al menos de una Reina.
Pensé en las enseñanzas de mi padre. Los grandes ejércitos gustaban de medirse en un único choque tremendo y devastador de dos ejércitos montados en carros, en terreno abierto, que no duraba mucho y suponía un increíble despilfarro instantáneo de vidas y armas.
Pero no así los pequeños grupos, como las tribus, los nubios, los beduinos, los prófugos, los salteadores de las rutas comerciales, los brujos oscuros, los secuestradores, los militares renegados, los adoradores del desierto y de dioses malignos, los extranjeros no regulares, las patrullas hititas que osaban aventurarse (sólo en estos tiempos inciertos). Y a saber qué otra gente también, que guerrearían de manera más lógica, aprovechándose de los accidentes naturales, sobre todo al abrigo de las montañas y colinas, que ofrecían armas baratas, posición estratégica, escondrijos desde los cuales aprovechar el factor sorpresa, el conocimiento de la zona y, lo más importante, una vía de escape rápida y segura.
En suma, estábamos en manos de los dioses y los hombres.
No tuve más remedio que dejar a Nefertiti escondida al amparo de unas rocas, un poco alejada de los caballos, y tras rezar para que ninguna alimaña se acercara, partí a pie para inspeccionar el terreno y decidir el próximo tramo.
Trataba de que los inconvenientes más obvios se convirtieran en ventajas, como me había enseñado el buen Sur. Busqué un paso abrupto que obligara a posibles perseguidores a avanzar juntos sin más salida que hacia delante o hacia atrás. Tomé uno de los caballos del carro y me aventuré a explorar.
Primero me adentré por las colinas, buscando los puntos altos. Donde no podía subir con el caballo, lo dejaba y subía el resto a pie, preguntándome si ella estaría bien. Trazaba el plano mentalmente y planificaba la ruta a seguir los próximos dos días, desechando las demás opciones.
Cuando estuve seguro de la vía a seguir y memoricé varios caminos opcionales, volví, pero antes de llegar, el instinto me dijo que echara un vistazo a la gran planicie que acabábamos de abandonar. Subí a la colina más alta de los alrededores. Descansé unos segundos y fijé mi vista en el horizonte.
Allí estaban.
Calculé un par de días de ventaja, ya que no había visto rastro de polvo que indicara que avanzaran al galope. Se tomaban su tiempo, tan seguros estaban de nuestra captura. No pude contarlos, pues apenas eran un punto informe.
Me obligué a mantener la calma. Al menos teníamos dos días para pensar. Y no valía la pena salir corriendo, pues agotarnos no era conveniente ni serviría para nada.
Volví junto a mi Reina. Por suerte ninguna alimaña se había acercado, pese a que los caballos podían atraer la atención de las bestias, salvo los pequeños escorpiones o las serpientes.
Preparé la marcha y salimos sin prisa. Con el carro no podíamos correr, pero ya conocía nuestro camino y había previsto cuál sería el mejor paso en caso de persecución.
Aquella noche no logré conciliar el sueño y, extrañamente, Nefertiti se dio cuenta, pues tampoco dormía. Me acerqué a ella.
—No temas. Nadie va a tocarte. Te lo prometí y no voy a fallarte más. Sé que no temes la muerte. Sólo temes que vuelvan a humillarte de igual manera. Y te garantizo que tendrán que pasar por encima de mí para que alguien logre tocarte, y en ese caso con mi último aliento te quitaría la vida antes de permitirlo.
Acaricié su cara y besé sus mejillas y párpados, como solía hacer. Ella permitía mi cariño y notaba su presión cuando tomaba sus manos entre las mías cuando le hablaba. Aquella noche su presión fue especial y su tacto más cálido.
Lo interpreté como una bendición.
Preparé mis armas y las situé en posición de combate, colgando del carro. Era aún pronto, pero no sabía si habían enviado alguna avanzadilla para rastrearnos. Si había una recompensa, alguien podría volverse demasiado codicioso y arriesgarse a intentar capturarnos.
Apresuramos un poco el paso con la relativa prudencia para salvaguardar el carro. Si ella pudiera cabalgar, o cuando menos caminar, no me preocuparía tanto, pero un cuerpo inerte era una carga demasiado delicada.
* * *
La siguiente noche mientras descansamos aproveché para afilar mis armas y acostumbrarme de nuevo a su tacto y peso. Ella me seguía con la mirada. Sonreí. Sin duda estaba sorprendida de verme manejar las armas con tanta familiaridad.
—¿Creías que bromeaba cuando te dije que era uno de los mejores guerreros del reino?
Ella volvió la vista y yo reí.
—Seguro que jamás imaginaste que podría cambiar tanto. El joven e inocente Pi se prepara para acabar con una patrulla entera de los mejores guardias reales.
Volví a mirarla. Sus ojos se dirigían ahora al vacío.
—No te avergüences de provocar violencia. No eres responsable. A veces no puedes evitar que la violencia venga a ti, y los soldados nos diferenciamos de los civiles en nuestra reacción. Nosotros no lo aceptamos como un designio divino y combatimos. Puede que no sirva para nada, pero es mi elección. La mía, no la tuya. Y créeme, si no fuera por ti, habría sido por otra cosa. Por Tut, por los sacerdotes… ¿Quién sabe? —Sonreí—. Una vez me contaste una historia. Ahora te voy a contar otra que te mostrará que la esperanza es buena consejera:
»Había una vez un campesino egipcio, pobre pero sabio, que trabajaba la tierra duramente con su hijo.
»Un día el hijo le dijo:
“—¡Padre, qué desgracia! Se nos ha ido el caballo.
“—¿Por qué lo llamas desgracia? —respondió el padre—. Veremos lo que trae el tiempo…
»A los pocos días el caballo regresó, acompañado de otro caballo.
“—¡Padre, qué suerte! —exclamó esta vez el muchacho—. Nuestro caballo ha traído otro caballo.
“—¿Por qué lo llamas suerte? —repuso el padre—. Veremos qué nos trae el tiempo.
»En unos cuantos días más, el muchacho quiso montar el caballo nuevo, y éste, no acostumbrado al jinete, se encabritó y lo arrojó al suelo. El muchacho se quebró una pierna.
“—¡Padre, qué desgracia! —exclamó ahora el muchacho—. ¡Me he roto la pierna!
»Y el padre, retomando su experiencia y sabiduría, sentenció:
“—¿Por qué lo llamas desgracia? ¡Veremos lo que trae el tiempo!
»El muchacho no se convencía de aquella respuesta y gimoteaba en su cama. Pocos días después pasaron por la aldea los enviados del Faraón, buscando jóvenes para llevárselos a la guerra. Fueron a la casa del anciano, pero al ver al joven con su pierna entablillada, lo dejaron y siguieron su camino. El joven comprendió entonces que nunca hay que dar ni la desgracia ni la fortuna como absolutas, sino que hay que darle tiempo al tiempo, para ver si algo es malo o bueno.
* * *
Ella volvió a mirarme. Había miedo en sus ojos. Yo me enfadé.
—¡No tengo miedo! No tengo miedo a enfrentarme a un dios, aunque no creo que haya sido aún coronado. No tengo miedo a no creer en nada, pues cualquier dios se tomaría justicia sin esperar a que un simple mortal lo haga. No tengo miedo a la violencia porque no la he provocado. No tengo miedo a la muerte porque soy un guerrero…
Me tranquilicé viendo sus ojos húmedos. Le acaricié la cara, haciéndole cosquillas con la punta de los dedos.
—Cuando era niño tenía una función clara en la vida. Era la sombra de Tut y todo era más fácil. Había un orden. Había un dios, un Faraón, una sombra y una luz. No podía desear nada más salvo un padre que nunca me hizo falta. Pero ahora no hay dios ni Faraón, ni siquiera luz. Sólo tengo un padre al que no quiero ni me quiere a mí… Y a ti. Tú eres mi Reina, mi diosa y mi luz, mi única misión en la vida. Y eres lo único en lo que creo, como antes creía en Akh. Jamás he creído realmente en nada más.
No hubo más palabras.
* * *
Aquella noche no hubo más descanso hasta que logramos cruzar el paso donde había decidido esperarles. Había tenido miedo de perdernos y no reconocer bien el camino y no llegar, pero al final lo reconocí y suspiré de verdadero alivio. Cuando hube cruzado, cuidando de dejar señales bien notorias de mi paso, aflojé mis armas del carro y lo llevé, esta vez sin dejar huellas, hasta una quebrada escondida. Lo dejé allí bien cubierto de ramas y pequeñas piedras para que no destacara sobre el paisaje y no lo encontraran si yo no tenía éxito, y a Nefertiti bien acomodada entre el carro y un buen parapeto de piedras que me costó más de una hora levantar, para evitar que entraran las alimañas.
Llevé a los caballos a otro escondite y los dejé allí tranquilamente descansando. No me preocupaba si se los llevaban, pues no merecían quedar solos a merced de las bestias del desierto.
Ya más tranquilo, me dediqué a preparar mi posición. Me situé en el lado del paso donde el sol venía por mi espalda para deslumbrarles y preparé varios parapetos de rocas, piedras amontonadas y posibles escondrijos. Situé varias de mis armas estratégicamente según estimé que las iba a necesitar, y después de repasar varias veces que todo estuviera bien dispuesto, me senté a esperarles.
Pensé que había algo bello en aquel inhóspito paraje. Los colores y el cielo abierto. La roca se abría en estratos de todos los tonos del espectro de los ocres, en vetas que brillaban como piedras preciosas al sol, igual que donde se amontonaba la arena. Era un tremendo contraste con el bellísimo cielo azul tan límpido, tan grande que maravillaba y daba miedo. Me pregunté qué era el cielo, de qué estaba hecho. El tono azul brillante no se parecía en nada al cuerpo de la diosa Nut, como el sol no se parecía en nada a Akh, pero resultaba tranquilizante y esperanzador.
Pensé que al fin y al cabo, y una vez desprovisto de todo vínculo con mi vida anterior y con el nexo a las viejas creencias, tampoco debería importarme mucho si no era enterrado conforme a la costumbre, pues aquélla era una morada bellísima para la eternidad. Lo único que, por mucho que hubiera desechado las viejas normas, seguía sin gustarme era la idea de ser devorado por alimañas. No temía que se apoderasen de mi alma, pues por muchas almas que habían sido devoradas ya por las bestias, ni éstas parecían más inteligentes ni más malignas. Había observado bastante los animales del desierto y encontrado inocencia en su comportamiento. La mayoría de ellos eran depredadores, pero no mataban por malicia sino por supervivencia. Había en ellos sentimientos similares a los humanos, como los celos o la envidia, pero su capacidad de acumular maldad no la había encontrado en ningún animal y sí en un niño, así que no creía que me robaran el alma, pero aun así seguía desagradándome.
Recé a Atón, Amón, Akh y hasta al desierto mismo para que nos ayudara, pues me costaba creer que fuésemos a salir vivos de aquello.
Aparecieron una hora después del alba. Conté diez de los veinte hombres que habían partido con nosotros. La mitad. Ni el bueno de Ay escapaba pues al control de los sacerdotes. No iba a ser fácil, pero al menos contaba con el factor sorpresa, mis armas, piedras, la situación del terreno, el sol, que comenzaba ya a picar, y mi convicción. Para darme fuerzas me recordé quién era y qué hacía allí. Moriría antes que dejar que tocaran a mi Reina.
Tomé mi arco triangular, más grande y más tenso que el normal, usado generalmente para distancias cortas, y lo adapté durante los breves descansos. Aquel pequeño arco no valía para acertar con fuerza a un blanco relativamente lejano. Preparé las flechas a mi lado. Miré tras de mí y sonreí a mi amigo Akh, dándole las gracias por su brillo.
Esperé hasta que el último de ellos estuvo a tiro. Apunté con cuidado…
Y disparé.
El soldado cayó de su caballo con una flecha en el pecho.
Nueve.
Apenas se dieron cuenta, y cuando el último de ellos volvió la cabeza para atender el ruido sordo que hizo el cuerpo de su compañero al caer, ya estaba atravesado por otra flecha y caía de su caballo, que piafó asustado, lo que les alertó definitivamente.
Ocho.
Pocos caídos antes de la alarma. Mal. Muy mal. Mi padre me hubiera reprendido.
El más cercano a los caídos dio la alarma, aunque el grito se le cortó al ser su garganta atravesada por un magnífico tiro. Di gracias a Atón de nuevo. Se habían acercado lo bastante como para apuntar a conciencia.
Siete.
Desmontaron asustados, mirando a todas partes mientras sacaban sus armas y preparaban sus arcos.
Se movían mucho entre las rocas para no ser un blanco fácil. Malo. No eran guardias inexpertos.
Fallé un par de tiros y maldije en voz baja, lo que al fin sirvió para que localizaran mi posición. No tenían otra alternativa que turnarse: unos avanzaban entre las pequeñas rocas mientras otros les cubrían. Aún me la jugué, disparando al más lento de ellos. Inmediatamente me escondí, pues al instante varias flechas golpearon la roca que me servía de parapeto, aunque un grito agudo me hizo sonreír.
Seis.
Pero ya no podía exponerme más. Me costaba esquivar sus flechas. Cambié de táctica y comencé a arrojarles tremendas piedras con todas mis fuerzas, intentando acertar en el centro del círculo que formaban los caballos, donde se había quedado uno de ellos.
Una piedra hirió a un caballo, que relinchó encabritándose y apartándose de su cobarde dueño. Me resultó tan indignante que alguien se escondiera mientras otros se jugaban la vida, que no pude evitar tomar el arco de nuevo y asomarme un instante, mientras rogaba que el cobarde fuese el cabecilla, como parecía.
Recibió una flecha en un muslo.
Cinco.
Se acercaban demasiado. Comenzaban a subir por la abrupta pendiente, cargando a voz en grito.
Tomé mi jabalina y ensarté a uno de ellos.
Cuatro.
Pero ya los tenía encima. Quedaba lo peor. Me situé detrás de la piedra más grande y los esperé.
—¡Divino Atón, amigo Akh, protégenos!
El primero se abalanzó como un huracán y me lanzó un mandoble que apenas desvié, lanzándole una patada contra el costado que le hizo caer.
Uno se mostró ante mí lo justo para descubrir un brazo ancho como una columna, sosteniendo una jabalina. Me arrojé al suelo hacia él, dando gracias de nuevo, pues la jabalina me pasó por encima. Me levanté tan rápido como pude, yéndome hacia arriba con todas mis fuerzas, aprovechando el impulso que tomó mi atacante para lanzar el arma. Le golpeé la mandíbula con mi cabeza, oyéndola crujir.
Ignorando mi propio dolor arremetí contra él. La fuerza de mi embestida le hizo caer hacia atrás sobre un compañero, lo que aproveché para clavarle la espada en el cuello. No era limpio ni ético, pero sí práctico, y me dolió menos que herir al pobre caballo con aquella piedra.
Tres.
Ya jadeaba por el esfuerzo y la tensión. Uno de ellos se me encaró, protegiéndose del sol con una mano a modo de visera. Era grande y medía sus fuerzas conmigo, sopesándome.
Como hacía yo.
Flexionó las piernas, y cuando parecía que se iba a abalanzar, se arrojó a un lado, descubriendo a otro soldado que me apuntaba ya con un pequeño arco.
Maldije su pericia mientras intentaba esquivarlo. Me había pillado a contrapié, con el pie derecho adelantado, así que tuve que escorarme a mi izquierda, un instante antes de notar un tirón profundo en mi brazo derecho.
Me obligué a no soltar la espada, a pesar del fuego que sentía en el brazo hasta el hombro. Medio sentado como estaba el hombretón que se había arrojado a un lado, pensé que era mi oportunidad. Cogí la primera piedra que encontré y la lancé con todas mis mermadas fuerzas contra el pecho del arquero, que no tuvo tiempo de disparar su segunda flecha. Tampoco yo tuve más tiempo.
Como obedeciendo a una señal, dos soldados, el grande y otro, me atacaron a la vez, uno por cada lado, con un grito de combate que, lejos de atemorizarme, me espoleó, ya que mis sentidos comenzaban a aletargarse y así logré espabilarme unos instantes preciosos.
Paré el golpe del más grande, gruñendo de dolor por mi brazo herido, y, las espadas en contacto, fui hacia él para evitar momentáneamente al otro, que nos seguía por el otro lado. Pude empujarle, a pesar de que el brazo me dolía tanto que temí perder el sentido.
Quedaron pues los dos frente a mí.
Ahora era yo el que tenía el sol de frente. Vi su cara y pensé que no me estaba ayudando mucho. Estaba perdido, así que dejé que la rabia me llenara y arremetí contra ellos, gritando:
—¡Atóoooon!
Al más grande le lancé de nuevo una estocada con mi brazo derecho, con poca fuerza, que paró sin problemas, pero que me sirvió para tomar impulso y dar al pequeño una patada en una rodilla, aunque le golpeé con el dedo pulgar del pie, y sospecho que me dolió más a mí que a él, pero le hizo caer y pude dedicarme al gigante.
Gruñí como un león y cambié la espada de mano, atacándole con fiereza. Era muy fuerte, pero poco diestro con las armas, y tras unos pocos chispazos entre las espadas, le pinché en un costado, lo que le hizo soltar su espada.
El hombretón se vio perdido y la desesperación le infundió valor. Se lanzó hacia mí. Le atravesé con mi espada, pero inexplicablemente pareció no afectarle. Cayó sobre mí.
Sus manazas asieron mi cuello y apretaron. Intenté resistirme, pero era como mover una roca con mi brazo herido, pero mi mano izquierda asía aún la espada, de la que manaba la sangre del gigante.
No pasaría mucho antes de que alguien me atacara, aprovechando mi inmovilidad, así que moví mis piernas con desesperación para lograr un resquicio de espacio que desprendiera mi mano izquierda de aquel corpachón. Me estaba ahogando y Atón parecía perder su brillo ante mí.
Círculos de negrura me envolvían y dejé de sentir dolor en la garganta.
Pensé que lo próximo que vería sería a Atón en la forma de su hijo y mi amigo Akh con sus alargadas facciones, o quizás a Anubis, listo para acompañarme en mi viaje al otro lado del Nilo.
Era increíble lo lento que transcurría el tiempo y la cantidad de pensamientos que podía urdir en tan poco rato.
Cuando ya estaba más en la balanza de Maat que en aquel polvoriento desierto, recordé a Nefertiti, y eso me dio fuerzas para un último intento en un ínfimo atisbo de lucidez.
Centré mis escasas fuerzas en mi mano derecha. Sin saber cómo, mi puño se descargó sobre su oreja, y él aflojó la presa, débil como estaba ya por la espada que asomaba por su espalda, permitiendo el paso del aire vivificante y el tránsito de nuevo a este mundo.
Volví a golpearle la oreja y sus manos se aflojaron. Hice palanca con los codos y las rodillas y lo giré hacia un lado.
Dos.
Aún boqueando con un silbido agudo, vi que uno venía hacia mí cojeando. Escoré el cuerpo hacia el bulto del gigante y encontré la empuñadura de la espada, pero ésta se negaba a salir del cuerpo. Hice tanta fuerza que mis dientes crujieron, en vano.
Al fin noté un golpe en una pierna: una estocada de la espada del cojo, que no se atrevía a acercarse más. El dolor fue tan intenso y mi reacción tan brusca que al abrir los ojos y sin saber cómo, vi al fin la espada en mi mano, chorreando sangre sobre mi brazo izquierdo.
¡La había soltado!
Sin más, la descargué sobre el aterrorizado soldado, que no hizo sino cubrirse patéticamente con los brazos, como si yo fuera un espectro.
Lanzó un breve grito y dejó de existir.
Quedaba uno, pero no lo veía. Miré alrededor. Aparte de cuerpos y sangre, no parecía haber nada más. Con las ropas del gigante improvisé unas vendas con las que me hice un torniquete en la pierna izquierda, que sangraba profusamente. Si no conseguía detener la hemorragia, todo aquel esfuerzo no habría valido para nada. Aterrorizado, esperé a ver el resultado. Al principio la sangre se filtraba a través de la venda, como flores rojas en el lino, pero fui aplicando nuevas capas y apretando más, y tras un rato dejó de sangrar.
Aliviado, miré al sol.
—Gracias por ella.
Estuve un buen rato descansando, apoyado en una roca y alerta por si aparecía el último de los soldados. Debía de haber huido, pero no podía confiarme. Reuní fuerzas para levantarme sobre la pierna derecha. Usé la espada del gigante como bastón, y con pequeños pasitos, pues temía abrir las heridas, rodeé la piedra para bajar de nuevo al valle con los caballos, tras echar un buen vistazo en busca de posibles sorpresas.
Allí estaba. El herido había intentado llegar hasta los caballos, pero no podía subir. Me habló:
—¿Vas a llevarte los caballos?
Le miré con tristeza.
—Sí. Lo siento, pero no puedo arriesgarme. Tú harías lo mismo.
Entre lágrimas, asintió.
—Mátame pues, te pido. No quiero que me devoren vivo las fieras. No deseo morir como un cobarde.
Me acerqué a él.
—¿Os mandan los sacerdotes?
—No lo sé. Me manda Nakhtmin.
Me quedé helado.
—¿Está a las órdenes de los Oscuros?
—Sí, pero no te quieren a ti, sino a ella. La orden era matarte y devolverla al Faraón.
—Y ahora, ¿qué harán?
—No habrá tregua. La buscarán. La quieren sometida o muerta, pero no fuera de su control.
—Eres un valiente. Que Atón te guíe en tu viaje.
Y le pinché en el pecho hasta el corazón, sin mirarle a la cara.