16

Apenas pude dormir en casa de mi padre, pensando en todo lo que estaba en juego y la tensión, tanto en la frontera como en palacio mismo. No hubiera sabido juzgar dónde estaban peor las cosas.

A la mañana siguiente, me apresuré a controlar que todo estuviera en orden para la reunión, hasta que fueron llegando los consejeros de la Reina, incluyendo a Ay y el visir.

No hubo muchas concesiones al protocolo, pues la situación era extraordinariamente grave. Enseguida se abordó el único asunto en el orden del día.

Por más que era ya del dominio público, cuando un escriba leyó la propuesta del hitita, todos los presentes estallaron en airadas exclamaciones, y un murmullo de morbosa satisfacción no abandonó ya la reunión.

La Reina asistió a la lectura impasible y cuando se hizo el silencio y todas las miradas se centraron en ella, se levantó altiva, recreándose en sus movimientos lentos, estudiando con la mirada al auditorio hipócrita. Tras una eterna pausa, habló al fin:

—He pensado largamente y he dirigido mis plegarias a Atón para que ilumine mi alma ante tan difícil decisión. El país está en una situación crítica. Nuestro ejército es débil e inexperto. Nos superan en número, carros de combate, armamento y entrenamiento. Una guerra sería fatal y no puedo dejar que el país sea tomado por la fuerza. —Volvió a mirar a todos en otra larga pausa—. Así pues, en sacrificio por mi pueblo y mi dios, he decidido aceptar la oferta de paz.

El coro alzó su voz como una sola, tan coordinado que parecía que se hubiesen entrenado para ello, como las niñas que cantaban para el solaz de la Reina en el jardín, o los sacerdotes en las ceremonias. Yo mismo elevé la voz indignado ante tamaña insensatez, enfadado conmigo mismo por no haberlo previsto.

En cualquier circunstancia, todo el pueblo daría su vida gustoso por el Faraón, y de buen grado se alistarían hasta las mujeres y los ancianos, pero tras el gobierno de AkhenAtón, el nuevo faraón Smenkharé (Nefertiti), cuyo pueblo esperaba que devolviese el favor a los antiguos dioses, en especial al denostado Amón, se empecinaba en el culto a Atón y en lo que respecta a la guía del país, el pueblo llano no percibía el tremendo esfuerzo que la Reina y Ay hacían para volver a la situación previa al boicot administrativo e institucional de los sacerdotes oscuros, pues no eran conscientes de eso, y a sus ojos el anterior Faraón había dilapidado la fortuna de su padre con decisiones erróneas y búsqueda de la gloria personal desafiando a los dioses, y la que ejercía como el actual, continuaba su inercia.

Sin la fuerza de su marido para imponerla, perdió la popularidad implícita al reinado. El pueblo no la quería, a pesar de su carisma. Y no era por su condición de mujer, pues el antecedente positivo de la reina Hatshepsut permanecía aún en la memoria colectiva, sino por la propaganda de los partidarios de Amón, que llevaban su proselitismo a cada pueblo en los lugares más recónditos del reino. Contra eso era prácticamente inútil luchar, y en aquel momento hubiera sido muy difícil reunir un ejército para combatir por ella en una guerra civil fratricida y por un dios en el que no creían. Y por otra parte, ¿qué más daba el dios de los hititas que uno impuesto en su propio reino? Además, sería imposible que los impuestos de los usurpadores superaran la tremenda carga impuesta por los amonianos.

Comprendí todo esto al momento. Era una decisión de Estado, por y para el pueblo. Pero el trasfondo era más trágico que todo eso. Nefertiti se entregaba al bárbaro para librarse de Tut. Sólo yo lo sabía, y Ay lo intuía.

Ella dejó que las voces se calmasen pacientemente. Una palabra más hubiera expresado debilidad, así que se levantó de nuevo, dio media vuelta y se fue.

Ay me buscó con la mirada y me hizo un gesto inequívoco: ¡apoyaba la decisión!

Los celos me hicieron temblar como una hoja y hube de apoyarme en una estatua de Amenhotep III, el falso gran cazador y guerrero, que pareció mirarme con cara de reproche y aprensión.

Me retiré a pensar a casa de mi padre. No había nada que pudiese hacer ya. En una semana vendría el futuro marido y Faraón de Egipto y Rey de los Hititas. Por supuesto, era una invasión incruenta. Se harían con el gobierno inmediatamente. Incluso era más que posible que gobernaran los dos países desde Egipto, ya que admiraban nuestro modo de vida lujoso y sofisticado. Impondrían sus dioses, su justicia cruel y sus bárbaras costumbres.

Volví a temblar de vergüenza. Era mejor una guerra y una derrota y muerte dignas que aquella vergonzosa pasividad. Claro que yo era un guerrero y mi vida no significaría mucho para nadie, ni siquiera para mí mismo desde ahora.

Pero en definitiva no era sino un sirviente, así que en última instancia no cabía sino aceptar las órdenes de mi Reina y dejé de pensar.

* * *

Aquella noche tomé a una sirvienta. En realidad, ella vino a mí con gusto cuando se lo propuse, pero no era yo el que la poseyó con la furia de un toro desbocado, sino un espíritu loco de celos que se apoderó de mi alma, hasta que se vació en aquella chica, lastimándola sin yo percibirlo.

Cuando la razón volvió a mí y vi a la pobre muchacha ocultar sus lágrimas con orgullo, me desmoroné. Apenas pude pedir perdón entre balbuceos. Le ofrecí una generosa suma, que ella vaciló en aceptar, supongo que dudando entre recibirla o darse la satisfacción de denunciarme ante los jueces amonianos y ver cómo me castigaban en público, aunque sabía quién era mi padre y al final aceptó el pago con los dientes apretados.

Me acosté en el mismo lecho, paralizado por la vergüenza. La mía y la de mi Reina, preguntándome en qué momento había comenzado a cambiar todo, añorando aquella niñez regalada, regodeándome en mi tristeza, hasta que me llamaran para acudir al vergonzoso compromiso, rezando para que la velada anterior hubiera sido un mal sueño.

No tuve fuerzas ni para comer, y sólo permanecía tumbado entre las sábanas sucias de mi vergüenza. Yo que siempre había idolatrado a las mujeres y jamás hubiera dañado a ninguna, no dejaba de causar daño a una y otra. Desde Nefertiti por mi estupidez, hasta la buena de Maket, que no merecía mi indiferencia cuando ella me trataba con el mismo cariño que sus padres, y su hermana Ankhesep, que por mi falta de tacto y por no haber sabido reconducir su conducta de niña, por despecho se iba a destruir a sí misma.

Y ahora una chiquilla cuya única falta había sido querer dar una noche de placer a un señor al que nada debía.

Maldije una y otra vez aquel orgullo desmedido mío que siempre parecía perderme. Antes por mi estupidez, y ahora por esa estúpida superioridad que creía tener sobre el resto de los hombres, sólo por poseer una formación militar superior.

Deseé que el tiempo pasara y todo se diluyera como un mal sueño, y poder volver a ser niños.

Pero sabía que me llamarían para el consejo cuando llegara el hijo del hitita, y mi desidia y mi autocompasión tampoco durarían mucho.

Y así fui llamado, que tal parecía que había pasado un suspiro, cuando mi barba delataba los días que había permanecido entre el sudor pegajoso, como un pescado en salsa de higos.

Me aseé, o más bien dejé que me asearan y vistieran, entre miradas de disgusto que encontré incluso en la sirvienta con la que había yacido, que me compadecía sin saber por qué.

Tanta parecía mi desdicha.

Comí algo sin hambre y salí de nuevo al mundo. Incluso me sorprendió el brillo del sol, que me hizo pensar que Atón pretendía avisarme de algo o darme fuerzas. Desdeñé con un gruñido su ayuda estéril y acudí a palacio, rabioso como días atrás había salido de él.

Inmediatamente Ay se dirigió a mí, y tras inspeccionarme con la mirada y componer un gesto comprensivo, habló en un susurro:

—¿Has notado que los sirvientes han sido cambiados?

—Tú lo ordenaste… ¿No confiabas tanto en tu Nakhtmin?

Ay me miró como si no me conociera.

—Me refiero a que han vuelto a cambiarlos hoy. ¿Te encuentras bien?

Miré alrededor. Era cierto. No conocía a nadie y el gesto de los nuevos sirvientes era adusto. Parecían más bien guardias que lacayos.

Ay me miró inquieto. No había tiempo para indagaciones, pero envió a uno de sus escribas a investigar sobre el cambio.

El gran salón se llenaba ya. Habían llegado dignatarios y representantes del reino hitita y se habían dispuesto dos tronos. Uno, el más rico, fue ocupado por la Reina, cuya entrada provocó un silencio tenso, sólo roto por el murmullo morboso que yo conocía tan bien.

El ambiente era tenso y el silencio parecía cargado de alguna energía maligna, tanto que parecía que en cualquier momento podría ponerse a tronar con fuerza en el interior de aquella sala abierta.

La Reina estaba demacrada y nerviosa, pero sólo yo podía verlo en verdad, tras su perfecto maquillaje que realzaba su belleza y cubría lo justo para tapar una ojera aquí y una fina arruga allá.

Se sentó en el trono con expresión de enfado, pues ya era bastante insultante el hecho de aceptar la maquillada rendición, para degradarse esperando en su propia casa.

Pasaron los minutos y el murmullo creció. Nefertiti, por primera vez en su vida, se sentía incómoda en el papel de blanco de todas las miradas.

Al fin, y tras una hora de espera, estalló. Se levantó de pronto y preguntó en voz alta, hastiada:

—¿Dónde está mi futuro esposo?

Una voz apagó los murmullos crecientes:

—Aquí.

Un ruido sordo que nadie identificó, de algo blando que golpea el suelo.

Apareció una cabeza, que volvió a golpear el suelo una vez más y otra, rodando después justo hasta el pie del trono.

Los gritos de horror fueron unánimes.

Era el príncipe hitita, Zannanza, hijo del rey Suppiluliuma.

Habría guerra.

* * *

En efecto. Los rizos de su barba estaban cubiertos de sangre costrosa. La piel blanca como la nieve se oscurecía en sus ojos sin vida y en sus labios morados, y los pegotes de sangre seca surcaban los pelos lacios.

Tras la voz salió Tut, vestido con el atuendo simple de un guerrero.

—Aquí está —dijo con voz templada, casi indiferente, como si hubiera encontrado un adorno perdido.

Los nobles hititas parecieron encogerse. No se atrevieron a protestar, blancos de miedo, temiendo que eso probablemente les impediría salir vivos de palacio.

La voz de Tut se alzó sobre los gritos:

—¡Yo soy el Faraón de Egipto desde hoy, y digo que los bárbaros no entrarán en nuestro país!

Se alzaron vítores de sus propios hombres, a los que siguieron los atemorizados escribas y funcionarios. Sólo Ay y yo permanecimos callados mirando a Nefertiti, cuyo bello rostro palideció, incluso a través del maquillaje. Se levantó y salió corriendo.

Tut estaba como enloquecido con los vítores, hasta que se dio cuenta de la ausencia de la Reina, y fue tras ella.

Yo me dispuse a seguirles, pero Ay me agarró del brazo.

—¿Adónde vas?

—A proteger a la Reina.

—Tut ha tomado el palacio y ha puesto a sus hombres como guardias.

—¡Hombres de los sacerdotes!

—Exacto. Te matarán si intentas detenerlo.

—¿Y tu Nakhtmin? —No pude evitar el reproche.

—¡No hay tiempo para eso!

Yo pensaba con rapidez. No podía dejarla sola con aquel loco.

—A mí puede que no, pero a ti aún te respetan —dije—. Llegaremos a su cámara y la sacaremos de ahí.

—¿Y dónde la esconderás?

—¡No lo sé, pero si no te decides, tal vez no quede nada que proteger ni esconder!

El anciano se levantó haciendo un gesto implorante a Amón, que me sorprendió, pero no le costó mucho decidirse y corrió a las puertas del salón, imponiéndose con su voz firme a los centinelas que intentaron cerrarnos el paso.

Corrimos como locos, yo arrastrando al bueno de Ay, que casi le llevaba en volandas.

Aún hubimos de pasar varios controles más antes de llegar a la puerta de la cámara de la Reina, que estaba guardada por dos gigantescos guerreros.

—¡Dejadnos pasar! —ordenó Ay con firmeza.

Los dos colosos ni pestañearon.

—¡He dicho que nos dejéis pasar! —gritó Ay, loco de rabia.

Uno de ellos se adelantó con gesto fiero hacia el anciano, que retrocedió asustado. Aproveché el momento y le solté una patada en el estómago, haciendo que se encogiera, lo que me permitió arrebatarle su espada del cinto, con el tiempo justo para contener el ataque de su compañero, que casi me hizo caer.

Estaba débil por los días sin comer ni ejercitarme y maldije una vez más mi imbecilidad, pero la disciplina marcial y la rabia que sentía ante la idea de que mi Reina pudiera sufrir algún daño espolearon mi brazo, que atacó con fuerza. No podía entretenerme mucho con él, pues su compañero se recuperaba y no podría con los dos.

Intercambiamos algunos golpes y de repente le lancé un mandoble contra un costado, que él rechazó, pero yo logré propinarle una patada con todas mis fuerzas, haciéndole hincar la rodilla en tierra. No hizo más.

Tras retirar mi espada de su cuello, me di la vuelta justo a tiempo de saltar para esquivar un cuchillo que llegó a alcanzar mi brazo, rasgando superficialmente la carne y haciendo saltar sangre. Rogué a todos los dioses que no estuviese emponzoñado y descargué un golpe mortal con toda la fuerza del otro brazo, el que sostenía la espada, mientras Ay ya abría la puerta, quedando paralizado en el umbral.

El pánico me hizo olvidar mi brazo sangrante. Entré para descubrir la escena que jamás olvidaría.

En el lecho real, Tut se levantaba de encima del cuerpo inerte de Nefertiti. Su pequeño pene, ya fláccido, brillaba enrojecido y húmedo. La Reina yacía desnuda, aunque esta vez su cuerpo tenía bien poco de tentador. Mis ojos se movían de las ropas desgarradas sobre la cama a la piel enrojecida y las heridas que mancillaban su delicado cuerpo, su sexo abierto, el color rojo entre el vello negro una vez más, su postura abandonada y lo más impresionante: los ojos abiertos sin vida.

Ay y yo intercambiamos una mirada helada de terror, mientras Tut se arreglaba su túnica como si nada.

Ay se acercó a ella hasta que sus mejillas se tocaron. Yo no podía moverme. Un instante que me pareció una vida entera, y Ay me miró, asistiendo aliviado.

Estaba viva.

Todo resultaba evidente. Ella se había resistido y él la había atacado hasta poseerla salvajemente. Ella, impotente ante la fuerza de la locura y negando la realidad que la abrumaba de tal manera, había perdido la razón y se había abandonado a la muerte, sin duda preferible a tamaña humillación.

La rabia estalló en mi interior. Miré a Tut.

—¡Miserable!

Él ni se inmutó. Enarcó sus cejas y me contestó con tono burlón:

—¿La sombra se atreve a insultar a su luz?

Me abalancé directamente a por él, para matarlo con mis propias manos.

Rompería su cuello como el de una serpiente. La rabia me rebasaba como el Nilo a las cataratas. Estaba tan ciego que no vi un bastón arrojado a mi cabeza, que estalló en un millar de discos de luz y me alejó de mi ser unos instantes.

Cuando recuperé la conciencia, levanté la rodilla, pues no había llegado a caer, con intención de culminar mi deber, pero dos hombres me agarraron. Débil como estaba ya, no pude resistirme mucho. Tut se acercó a mí. Un cuchillo brillaba en su mano.

—Estoy impresionado. Horemheb ha esculpido tu cuerpo. Lástima que no hizo lo mismo con tu alma podrida de sirviente pecador. —Se encogió de hombros—. Podrías haber sido un buen criado, como antes, pero atacar a tu dios sólo tiene un castigo posible.

—¡Ningún dios perdonará tu infamia!

Tut se volvió. Era Ay, con fuego en la mirada.

—La Reina ha muerto. ¡Tú que no eres dios ni hombre, sino demonio, tú sí has matado a un dios! ¡Reza, príncipe! ¡Los dioses serán unánimes en tu condena!

Tut dejó caer su cuchillo, horrorizado. Pareció comprender la enormidad de su crimen. Retrocedió con el semblante lívido y salió corriendo.

Los dos hombres que me sujetaban aflojaron su presa sin saber qué hacer. Ay volvió a intervenir.

—¡Salid de aquí! Y no digáis ni una palabra de lo que habéis visto. ¡El alma furiosa de un Faraón muerto es arma poderosa!

Los dos sicarios obedecieron, blancos de miedo. Huyeron corriendo. Yo me quedé en la misma postura, sin fuerzas para reaccionar, entre lágrimas.

No me atrevía a volver la vista y presenciar de nuevo aquel lamentable cuadro.

—¡Pi!

El grito apremiante de Ay me sacó de mi abandono.

—¡Corre! ¡No está muerta!

Estaba tan agarrotado que me costó reaccionar. Aún tuvo que venir Ay a zarandearme.

—¡Tut vendrá por el cuerpo cuando se recupere! ¡Debemos llevárnosla rápido!

Asentí entre lágrimas de alivio e inercia. Mi cuerpo se negaba a aceptar esta nueva verdad. La sangre recorrió de nuevo mis miembros y cargué con la Reina ausente, tras cubrirla con una túnica, tocándola con la reverencia y la delicadeza que merecía.

Salimos rápidamente de allí.

No resultó muy extraña nuestra salida con un cuerpo en brazos cubierto por una sábana. Además, nadie hubiera sospechado que aquel bulto fuera su monarca, pues cubrir al Faraón era un acto de sacrilegio tal que nadie habría imaginado que aquel pequeño cuerpo que yo apenas sentía era la Reina derrocada y vencida.

Cuando cruzamos un par de calles y pude considerar que estábamos a salvo, una idea me cegó como una luz.

—Tengo que volver a palacio.

Ay me miró como si me hubiese vuelto loco.

—¡No hay nada más importante que puedas hacer que estar aquí!

—Sí, pero debo hacer algo. Si no lo hiciera, no me lo perdonaría nunca. Llévala a casa de mi padre y manda allí a Nakhtmin y tus mejores hombres, con un carro, armas, caballos de refresco y alimentos. Huiré con ella en cuanto haga lo que debo.

—No pretenderás vengarte en este momento, dada nuestra situación, ¿verdad? ¡Si te haces matar nos perjudicarás a todos!

Sonreí.

—No te preocupes. Evitaré la lucha. No se trata de eso.

* * *

Y salí disparado hacia palacio de nuevo, tras procurarme armas cortas. Estaba muy débil y de nuevo maldecía mi estupidez. Debería haber considerado que algo así podía pasar, sobre todo conociendo Tut las intenciones de los hititas. Lo que no acertaba a comprender era cómo sabía de la intención de la Reina, pues dudaba que en vísperas de una decisión tan importante ella le hubiera concedido audiencia.

Pensé que tal vez no estaba tan segura con su capitán como Ay había dicho, pero tampoco tenía ninguna prueba contra él, y los hechos podían haberse desarrollado fuera de su control.

Entré por la vieja puerta de servicio que tanto había utilizado. No me negaron la entrada. Una vez que perdí de vista al guardia de la puerta, corrí como un loco a los palacios menores. Localicé el que buscaba, aunque estaba custodiado por dos guardias tan corpulentos como las estatuas de la gran sala. Me recordaron a Sur y sonreí tristemente.

Avancé hacia ellos dispuesto a atacarlos directamente, empuñando las armas, pero en el último momento, ya los guardias esperándome en actitud de combate, tuve una inspiración.

—¡Dejadme pasar! —exclamé.

—Tenemos orden de no dejar pasar a nadie salvo al Faraón.

—Vengo de su parte, a decapitar al traidor. —Sonreí—. Estamos en guerra. Y el buen Faraón me ha concedido la gracia de acabar con ese perro con mis propias manos.

Los guardias rieron.

—Te ayudaremos. Esos hititas son traicioneros como los escorpiones.

—No temáis. Me basto para matar un perro.

Me dejaron pasar. Djeh estaba al otro lado de la puerta, esgrimiendo un improvisado garrote —una pata arrancada de un pequeño sillón individual con forma de garra, como era moda—. Si no fuera por lo complicado de la situación me hubiera reído. Estaba pálido y temblaba. Me miró con lágrimas en los ojos. Dudaba y tenía miedo.

—¡No seas idiota! Vengo a sacarte de aquí.

Me abrazó entre un mar de lágrimas. No era capaz de hablar. Le tomé la cara entre las manos, obligándole a mirarme.

—¡Djeh! Escucha. Vamos a salir. Acabaremos con los guardias y escaparemos por una puerta trasera.

Él se sorbió las lágrimas, aspirando con fuerza, y asintió. Le entregué la espada más larga de las dos que tenía.

Yo salí primero. Uno de los guardias me sonreía con malicia, abriendo la boca para lanzar algún improperio grosero sobre mi amigo. No llegó a emitir palabra alguna, pues clavé la espada en su pecho con toda mi fuerza. El segundo guardia aún tuvo fuerzas para contener el primer mandoble de Djeh, pero no el mío, que le atravesó el cuello.

Corrimos mientras yo rezaba a Atón para que me perdonase por lo poco noble de mi hazaña, pero como decía mi padre, las guerras las ganan los más vivos, no los más nobles.

El jaleo era tal en palacio que nadie reparó especialmente en dos guardias más que corrían hacia el edificio de los sirvientes.

Había huellas de lucha por todas partes. Sin duda Tut había comenzado su revolución de manera tan brutal como rápida, y lo primero que hizo, a tenor de lo que íbamos encontrando, había sido ajusticiar a los viejos soldados de su padre.

Corrimos con las espadas en alto. No pude evitar pararme cuando vi a Tutu, el fiel mayordomo y confidente del viejo Akh, muerto por incontables heridas de espada. Ni siquiera le habían dado la oportunidad de defenderse. Sollocé ante su cadáver, hasta que Djeh me palmeó la espalda, sacándome del nuevo trance en que me estaba sumiendo. Asentí y continuamos nuestro camino.

El guardia de la puerta me vio venir y se apartó, pero cuando vio a Djeh, su mirada buscó la mía. Le di un golpe con el pomo de la espada y cayó inconsciente. No quería agraviar más a los dioses con muertes innecesarias.

Ambos corrimos a casa de mi padre. Aún no habían llegado los hombres de Ay, así que hablé a los sirvientes de mi padre, temiendo que no reconocieran mi autoridad, pero no hubo problema. La gravedad de mi cara y mis heridas les convencieron. Actuaron rápido. Pedí dos caballos y alimento para Djeh, junto con ropas amplias que cubrieran por entero sus rasgos extranjeros.

Djeh no dijo nada. Sus ojos aún estaban vidriosos. Sólo me miraba fijamente. Yo asentí. Me abrazó con tanta fuerza que me hizo daño, y saltó sobre el caballo para alejarse a galope tendido.

Enseguida llegaron los hombres de Ay, con un carro habilitado para la ocasión, un poco alargado, donde podríamos alojar una camilla donde Nefertiti, atada por suaves vendas para evitar su caída, podría viajar. Resultaba poco regio y más bien vil, pero no había muchas alternativas.

Yo terminé de administrarle los primeros cuidados, aunque enseguida llegó Pentu, con lágrimas en los ojos. Le abracé y dejé que la examinara.

Pedí los remedios que Pentu me iba dictando para que los sirvientes no sospecharan la identidad de mi supuesta amante desvanecida. Tras el episodio pasado con la sirvienta, no tendrían muchas dudas, ni a mí me convenía que pensasen más allá.

Mientras Pentu examinaba sus ojos, con mis propias manos lavé sus heridas y su sexo, al que apliqué un medicamento anticonceptivo, pues no se me ocurría peor castigo que tener un hijo de aquel monstruo. Refresqué su cara con paños húmedos, mientras rogaba a su alma lejana que me perdonase el ultraje de haberla tocado sin su permiso, entre lágrimas, pues sólo el ligero calor que desprendía y su leve respiración hablaban de vida en aquel cuerpo desmadejado. Cuando Pentu finalmente se separó de ella, la vestí sin pensar y le cubrí la cara con una fina gasa que la protegiera del polvo.

—¿Cómo está? —pregunté.

—No sufre daño físico alguno —contestó Pentu—, salvo algunos moratones, pero su kha puede estar muy lejos. —Sollozó como un niño—. No ha podido soportarlo y ha ido a reunirse con su marido sin esperar a que su cuerpo muriese.

Le zarandeé por los hombros, aunque las lágrimas acudían también a mis ojos.

—¿Puede recuperarse?

Pentu se serenó y pensó su respuesta.

—Se han dado casos en que si el paciente olvida aquello que lo ha llevado a ese estado, un día podría volver en sí como si nada, o tal vez se abandone y no pase de esta noche. No hay nada que podamos hacer por ella, salvo esconderla y darle un cariño que reconozca y sepa valorar. Tal vez eso la haga regresar. Pero si imagino lo que ha ocurrido, será difícil, muy difícil.

—Lo sé. Pero no vamos a dar lugar a que tal cosa vuelva a repetirse. —Y la abracé con fuerza.

Él asintió

—¿Qué harás? —le pregunté.

—Antes era visir en Nubia. Allí me quieren. Regresaré a ese lugar y viviré en paz. Nunca volveré a ejercer la medicina. Enseñaré a los jóvenes.

—Ten cuidado. Ve ahora y sal aprovechando la confusión. Llévate lo imprescindible, no cargues con equipajes voluminosos y no te demores.

* * *

Los hombres me estaban esperando fuera.

La coloqué amorosamente en el carro y la até a la camilla. Aún me di un momento para permitir que unos sirvientes lavaran y vendaran la herida de mi hombro.

Curiosamente, al levantar la vista tras un latigazo de dolor al serme aplicado un antiséptico, allí estaba la chica que había violentado. No le dije nada. La miré sin poder evitar nuevas lágrimas.

Ella pareció comprender y asintió con la cabeza, amagando una sonrisa. Jamás lograría comprender la complejidad del alma femenina, pero en aquel momento hubiera jurado que aquella mujer me leyó el alma mejor que si hubiera presenciado todo. No pude expresarle mi gratitud más que con mi mano sobre la suya durante un segundo. Ella volvió a asentir. Yo sorbí mis lágrimas y me di la vuelta.

Miré a los hombres enviados por Ay, que terminaban de asegurar la camilla en el carro. Les examiné mirándolos a los ojos. Alguno de ellos temblaba, pero no podía reprochárselo ni asociarlo con culpabilidad, pues si se descubría su participación en tan malhadada empresa, eran hombres mucho más que muertos. Un soldado se prepara para luchar contra un enemigo cierto y morir con honor, amparado por los dioses, no para conspirar entre una Reina medio muerta y un Faraón aún no coronado.

Por la misma causa tampoco pude reprochar a Nakhtmin que no estuviera.

Sólo ellos eran conscientes de la delicada situación que vivía el país, pues de la misma forma que de noche las fuerzas malignas libraban un sangriento combate contra Amón (o Atón), por el que se rezaba en los templos para que los dioses de la luz salieran de nuevo victoriosos un día más, y tal como la noche era cobijo de demonios durante la ausencia de muchos dioses y la lucha de unos pocos, en aquel momento el vacío de poder y la ausencia de un Faraón, personificación divina entre los mortales, el peligro de intervención maligna era altísimo. En una situación normal, a los templos correspondía extremar sus oraciones, ceremonias e intervenciones secretas, como había sido desde el principio de los tiempos, para combatir el vacío y garantizar el tránsito del mandato divino.

Pero sólo aquellos hombres sabían que no había rezos, salvo los que ellos mismos oficiaban silenciosamente, y no eran hombres cultivados en las palabras divinas, sino en las armas. Yo pensé que una ausencia de Faraón, y por tanto de dios, podía derivar en ausencia de disciplina, así que me armé de pies a cabeza, colgué del carro cuantas armas tenía y partimos en silencio.

* * *

El barco hubiera sido acomodo más procedente, pero sería lo primero que inspeccionaría Tut, así que salimos a campo traviesa, manteniendo un ritmo rápido pero cómodo, y sobre todo soportable para la Reina.

Tut no sabía en qué dirección nos dirigíamos, pues al salir dimos algunos rodeos para despistar a las gentes de los arrabales y las aldeas que circundaban la ciudad del disco, y ello nos dio una ventaja de un par de días. No obstante, sus soldados correrían como hienas cuando su nuevo Faraón les hostigara, así que nuestra partida tenía pocas posibilidades de acabar bien. Pondrían en alerta a cada pueblo y mi propio padre sería encargado de devolverme a palacio para que el Faraón pudiera presenciar mi ejecución.

Decidí no pensar.

El primer día no nos detuvimos hasta bien entrada la noche. Permití unas pocas horas de descanso a la Reina, mientras la observaba. Había recuperado un poco el color y sus ojos se abrían de vez en cuando y me miraban sin reconocerme.

Me obligué a no derramar lágrimas que la entristecieran más, pues estaba seguro de que podría entenderme. Acerqué mi cara a la suya y susurré con la voz más cálida y tierna que pude entonar:

—Mi Reina. Soy Pi, tu amigo y tu servidor más fiel. Te ruego disculpes la incomodidad, pero es conveniente para el viaje que emprendemos. Nos vamos a buscar el templo de Atón. Si no lo encontramos, yo crearé uno para ti.

Me aclaré la voz, pues se me quebraba.

—No tienes nada que temer, pues ahora estoy contigo. Debes perdonarme por haberte fallado dos veces. La primera cuando te abandoné y me fui en pos de mi padre, aunque tengo que decir que mi instrucción como soldado nos será muy útil ahora, pero no resulta atenuante… Y la segunda… Debes saber que hicimos todo lo posible para evitar que sufrieras aquel horror, y que de ahora en adelante nadie sino yo te tocará. Sólo tienes que vivir y olvidar. Nadie volverá a hacerte daño, pues ahora soy yo el que te protege. Puedes creerme cuando te digo que no hay mejor soldado en todo el reino y que daré fin a tu vida y la mía antes que permitir que vuelva a tocarte nadie. ¡Te lo juro por Atón! ¡Por Akh! ¡Una palabra! ¡Una sola palabra tuya y ni los mejores ejércitos salvarán la vida de ese perro! —Jadeé, y me obligué a relajarme y respirar hondo, pues me estaba acalorando—. Perdóname. No debo hablarte de muertes sino de vida. La que tienes por delante… conmigo y con las gentes que encontremos. Nunca volverás a palacio, y si quieres yo iré por tus hijas, tus perfumes, polvos, pelucas, vestidos… —Me enjugué las lágrimas. No podía evitarlas—. Pero tienes que volver. No tienes que derrumbarte. Comprendo que tal vez te encuentres cómoda en ese lugar profundo donde estás escondida y no quieras salir, pero debes creerme cuando te digo que yo te protejo. No debes preocuparte por nada, pues desde ahora no tienes ninguna responsabilidad. No debes nada a nadie y nadie te pedirá cuentas allá donde vamos. Renegamos de un país que nos ha tratado así. Iremos al fin del mundo. Encontraremos nuestro templo de Atón y al alba levantaremos de nuevo los brazos para recibir su abrazo. No deberás temer a nadie, ni nadie te temerá, y el único sentimiento que inspirarás a tu paso serán miradas admirativas de tu belleza y sonrisas francas.

Dejé pasar unos instantes. Miré su cara esculpida en piedra viva, la estatua perfecta. Dudé si podía entenderme.

—Dentro de unas horas continuaremos nuestro viaje. Será duro, pero valdrá la pena, y yo estaré siempre a tu lado. Sólo tendrás que hacer un leve gesto… Una palabra, un gemido, un dedo, y yo haré lo imposible por cumplir tus deseos. Y cuando decidas perdonarme y hablar a este… sirviente indigno…

* * *

Antes del alba estábamos de nuevo en camino. Los hombres se miraban inquietos y yo me temía alguna reacción inesperada. No me hablaron, pero sus expresiones tensas les delataban. Tenían miedo. No sabían a quién servían. Sólo obedecían órdenes de su señor Ay, y aunque sabían de mi identidad y la de la pasajera inerte, dudaban. Y yo también.

¿Qué ocurriría en caso de conflicto? ¿Nos defenderían? ¿O se pondrían del lado de los guardias? ¿Tal vez pensaban entregarnos? ¿Tal vez esperaban que me relajara? ¿Tal vez querían ver adónde les llevaba, por si me reunía con mi padre, lo que Tut interpretaría como una confabulación?

¿Éramos más rápidos con ellos o sin ellos?

¿Cómo pasaríamos inadvertidos?

¿Qué eran, una ayuda o una carga?