15

El mar me pareció menos violento pensando que no debía vomitar indignamente mientras otros pasaban por trances mucho menos agradables. Rezaba aún a Atón para que hiciese más rápido el viaje, por mucho que la rapidez supusiese más movimiento infernal.

Me sentí mucho mejor cuando embarqué de nuevo en el Nilo, y no sólo por la tranquilidad de sus aguas, sino porque me acercaba a mi destino.

Ni siquiera me detuve en Menfis. Permanecía en la proa a pesar del calor creciente, orando a la memoria del Faraón muerto, repitiendo su nombre sin cesar para revivirle y que a su vez pudiera darme la energía y el ánimo que iba a necesitar.

Memorizaba cada recodo del río, cada templo a su orilla, cada roca y cada colina, los campos y las acequias donde los hombres se turnaban para elevar el agua a los canales de riego, arqueando su cuerpo e imprimiendo toda su fuerza en cada embestida para bombear la mayor cantidad de agua, durante horas, para hacer llegar el fluido vital a cada planta en cada palmo de terreno. Miraba sin ver sus músculos delgados y nudosos, pero fuertes como las plantas de papiro que les rodeaban, deseando ser como ellos, sin más preocupación que tener agua que bombear hasta la noche, cuando irían a reunirse con sus mujeres, que trabajaban la tierra y cuidaban del ganado, rezando a alguno de los múltiples dioses locales para que la crecida fuese abundante y vivificante, no excesiva ni destructiva, la cosecha fuera buena, sin plagas ni ladrones, y les fuera concedida salud para seguir dependiendo de sus músculos y que sus hijos continuaran su labor en su vejez.

La tierra. Lo que se llevaba sus vidas en trabajo les daba la felicidad, y ni siquiera era suya. Era propiedad del Faraón y arrendada a los campesinos, que pagaban por ella en grano, que luego iría a los silos reales para compensar las malas crecidas. Trabajo todo el año, todos los días de las tres estaciones de cuatro meses, salvo algún día de fiesta religiosa y los cinco días festivos que completaban los trescientos sesenta y cinco días del año, las fiestas de los días 14 al 18 del cuarto mes de Shemu, en los que se honraba a Osiris, Horus, Seth, Isis y Neftis respectivamente.

Tras la inundación removían el fango negro, llamado kemet, excepcionalmente rico, sin más herramientas que una azada, el arado tirado por una o dos vacas y conducido por dos hombres, y la hoz para cosechar.

Se cultivaban numerosísimos vegetales, como cebolla, ajo, pepino, puerro, rábano, lechugas, habas, berenjenas, garbanzos, etc. Las verduras se consumían crudas, y los garbanzos o lentejas en guisos simples o purés, a los que se añadía ajo y aceite sobre el pan… Tan diferente de los platos tan elaborados que yo solía comer en palacio, que tomaban a los cocineros horas de preparación.

Les miraba sin distinguirlos ni corresponder a sus amables saludos, mientras acudía a mi memoria el próximo meandro y deseaba que al rodearlo apareciese al fin la amada estela que marcaba los límites de la ciudad de AkhenAtón, que canalizaban su energía divina y la protegían de la influencia de los antiguos dioses, celosos de su protagonismo, y de los conjuros de las fuerzas, dioses y espíritus oscuros.

Para mi vergüenza, fue durante mi sueño cuando pasamos por la estela y no pude admirarla ni rezar en ella, sino que me despertaron en el mismo puerto.

Salí a toda prisa y apenas me llevó unos minutos llegar a palacio, donde pedí audiencia con el Faraón inmediatamente.

No tuve que esperar mucho y se me ordenó acudir al jardín como antaño, donde sólo se permitía la entrada a la familia real y sus invitados más ilustres. Me emocioné al cruzar las puertas ocres de capiteles de loto, pero mi emoción dio paso rápidamente al disgusto al ver a la Reina.

Estaba demacrada, pero aun así conservaba aquella belleza divina que la hacía famosa en el mundo entero, como si ésta se negase a abandonar el cuerpo en que se había sentido tan a gusto. Sus profundas ojeras estaban disimuladas con un sutil maquillaje que no la asemejaba en absoluto a las cortesanas que pasaban los límites de la madurez sin dignidad, escondiendo sus caras detrás de una capa doblemente exagerada del carísimo polvo que acababa irritando su gastada piel y afeaba sus rasgos, más de la necesaria para las pinturas al fresco que adornaban las paredes. Pero Nefertiti no necesitaba pintura, y su porte altivo, que no desdeñoso, hacía el resto.

Ella leyó en mi cara, como siempre hacía, y sonrió amargamente. No dijo nada. Sólo tomó mis manos entre las suyas en un gesto que dijo más que muchas palabras, y que reproducir fielmente hubiera requerido muchos papiros. Yo sonreí también, entre la amargura y el embarazo.

—Parece que has heredado las costumbres de tu padre.

La miré sin comprender, hasta que ella bajó la vista divertida y rió como una niña de mi ignorancia y la cara de estupor que debía de haber puesto. Al fin hizo otro gesto infantil arrugando la nariz.

Me miré las ropas y comprendí al instante.

Aún llevaba las ropas con polvo del país vecino y debía de apestar; tras tanto tiempo de entrenamiento seguramente había perdido el sentido del olfato, acostumbrado al olor de la vida marcial, aunque ella no volvió a torcer el gesto. Me sonrojé como sólo lo hacía ante ella. La Reina rió. Una risa clara y franca como el agua del estanque. No pude sino sonreír torpemente, pensando en la última vez que había tomado un baño decente y en la última vez que la había visto reír con esas ganas.

Ante mi turbación infantil, pues no sabía dónde mirar y había fijado la mirada en el estanque, donde ardía de ganas de zambullirme para quitarme aquella suciedad indigna, ella sonrió y asintió. Yo me quité mis casi harapientas ropas de soldado, quedando totalmente desnudo, como de niños solía bañarme, y entré en el agua con placer, chapoteando como un niño que se divierte haciendo sonreír a sus mayores.

Pero cuando salí del agua, aseado, fue ella la que apartó la vista, turbada. No comprendí al momento, pues no podía verme en el agua ondulante, pero mi cuerpo había cambiado en aquellos trece meses, desarrollando unos músculos que un cortesano jamás tendría ni querría.

Ante una señal de la Reina, una sirvienta acudió con una túnica de lino que me cubrió por entero, devolviendo la sonrisa al Faraón.

Yo hubiera dado cualquier cosa por alargar aquel momento feliz y distendido, casi infantil e inocente, pero la realidad no podía demorarse.

—Me temo que no traigo buenas noticias.

—Lo imagino, pues a tu padre le habría costado mucho dejarte ir, de no ser por una causa importante.

Sonreí. Me hubiera gustado reír y decirle que me había tratado como al más ladino de los reclutas, para luego resultar que se trataba de una muestra de cariño.

—Entonces sabréis que nuestra posición frente al enemigo es precaria. Mi padre dice que necesitamos tiempo.

—¿Y qué propone el usurpador?

Esta vez mi sonrojo no fue tan simpático.

—No merece ser repetido en voz alta.

—Habla.

Levanté la vista. Ya no era la frágil mujer, sino el poderoso Faraón. No sabía si siempre se comportaba con la misma dignidad, pero eso me dio fuerzas para responder, aunque entre titubeos.

—Él, Suppiluliuma, quiere… como condición para la paz… que su hijo Zannanza…

Nefertiti suspiró aliviada.

—Había pensado en esa posibilidad.

Me sorprendió su templanza, pero ella continuó:

—Me disgustará mucho que una de mis hijas viva en un país tan bárbaro, pero no tenemos muchas opciones. Ankhesep está desarrollando una ambición desmedida y me da mucho miedo cuando los veo juntos, a pesar de que Tut no ceja en sus intentos de cortejarme. Yo…

Mi disgusto fue doble y mi turbación absoluta. La interrumpí antes de que sus palabras fueran más embarazosas.

—Majestad…

Ella dejó de hablar, sorprendida. Mi cara debía de estar tan blanca como la leche. Comprendí el apuro de mi padre. Continué:

—No se trata de una de las princesas… sino de vos misma.

Ella trastabilló hacia atrás, la cara sin color y el cuerpo rígido. Apenas logró sostenerse en pie, luchando por mantener la dignidad regia. Extrañamente, no dijo nada. Su cuerpo permanecía inmóvil, los ojos como los de las estatuas antiguas, fijos en sus pupilas de cristal, luminosos y bellos pero inmóviles e insondablemente tristes.

Di un paso hacia ella, pues su pasividad me asustó, pero hizo un leve gesto que detuvo mi avance. Cuando lo intenté de nuevo, ansioso por arrancar una palabra suya, ella dio media vuelta y se fue corriendo.

* * *

Aquella tarde debía cumplir una penosa tarea. Pedí audiencia urgente con el visir Ramose, que me recibió con desdén.

Yo sabía que no tenía muy buena opinión de mí, pues en general no gustaba de las carreras rápidas, en comparación a toda su vida de forja del oficio de juez, llevado a cabo con rigor. Era un gran profesional, aunque al pasar de juez a primer visir y verse inmerso en la vorágine cortesana de lucha por el poder, descubrió que eso no le gustaba en absoluto, y para defender su posición se volvió desconfiado y huraño, la imagen que teníamos todos de él.

También él se sorprendió por el cambio de mi cuerpo.

—Has cambiado mucho.

—Sí. Tuve que dejar de ser un cortesano para convertirme en un militar. Ahora veo todo desde otra perspectiva, y lamentablemente me gusta menos aún que lo que veía cuando no salía de palacio. —Mis palabras eran sinceras y no pretendían ser una pulla, pero su expresión me dijo que así lo había tomado. Mal empezaba—. Visir Ramose, aunque no nos hayamos dispensado empatía, sabed que valoro vuestro recto sentido de la justicia, como el Faraón mismo hacía, y que no tengo nada contra vos ni ninguna pretensión de moveros de vuestro sitio, sino antes bien todo lo contrario. Acudo a vos como mi visir y como un amigo al que hay que dar una mala noticia, y no sé bien cómo encarar el trance.

—Hacedlo pues sin demora.

Su cara reflejaba el mismo desdén, aunque el tratamiento se hizo más respetuoso.

—No pretendo entrar en el terreno de vuestra intimidad, que dejo a vuestro albedrío y jamás juzgaría, pero la noticia afecta a una persona que creo querida por vos.

—¡Hablad de una vez, por Maat!

—Sabéis que mi… que el general Horemheb y yo hemos tenido una entrevista con el hitita.

—Sí, y al ritmo que lleváis, mañana no habréis terminado de explicármela como debéis.

—Pues descubrimos la identidad de un espía egipcio que nos robaba información y la pasaba a los hititas, imagino que a cambio de poder económico y una promesa de una posición en el nuevo orden tras la guerra.

—¿Y?

—Visir, el espía era Maiy.

Calló unos instantes. Se levantó para darse la vuelta y ocultarme su expresión, pero no pudo ni dar unos pasos. Se desmayó y cayó desmadejado.

Corrí a socorrerle, llamando a gritos a un sirviente, al que envié por Pentu.

Al rato recuperó la conciencia. Me miró y las lágrimas acudieron a sus ojos. Yo le dije que se serenara, que el médico ya venía de camino.

Cuando Pentu llegó, le examinó los ojos y la boca, le palpó el estómago, le tocó la cabeza y el cuello y le hizo algunas pruebas. Al fin concluyó que lo que le hacía falta no era sino descanso, y lo despedimos agradeciéndole su presteza.

Ramose se sentó entre lágrimas de nuevo. Yo me mostré comprensivo. Sentía un amor equiparable al que yo profesaba a la Reina, y sentí escalofríos de sólo imaginarme que hubiera sido yo el traicionado de esa forma.

Le trajeron una infusión, que tomó mientras yo le contaba el resto de la entrevista. Se obligó a ser de nuevo el juez implacable, no ya el amante engañado.

—Siento traeros noticias tan aciagas. Ahora comprenderéis mis reparos. Intenté hacerlo lo más suave posible. No vamos a hacerlo público si vos lo preferís así.

—Os lo agradezco, aunque debo dejar mi cargo, pues por mi culpa se va a producir una guerra.

Le tomé por los hombros y le sacudí suavemente.

—No digáis tonterías. —Se asustó un poco de mi actitud—. No será el primero ni el último espía que llegue a palacio, y vos no tenéis culpa alguna, pero no es momento de ablandarse, pues el país os necesita.

—¿Y qué podemos hacer?

—De momento, poner un elevado precio a su cabeza. Los hititas son más codiciosos si cabe que nosotros. En cuanto a vos, debéis cumplir más estrictamente que nunca vuestro trabajo.

—Así lo haré.

—Bien. Sólo me queda una pregunta que haceros, y no la hago valiéndome de la información que os he traído, ni por vuestra situación momentáneamente vulnerable.

—Creo saber cuál es. Sabéis bien que jamás he renegado de Amón, pero tampoco he favorecido a sus seguidores, pues mi función debe ser independiente.

Asentí, reconociendo y agradeciendo que volviera a mostrarse como el inteligente visir que era.

—Hay o va a haber una guerra abierta entre los dos dioses y sus partidarios. Vuestra respuesta es valiente y os honra, pero más que nunca necesitaremos de vuestra imparcialidad, sobre todo ahora que los monjes oscuros están sembrando el país de caos y propaganda contra el Faraón.

—Si lo estimo así, los perseguiré sin desmayo.

—No esperaba menos de vos.

Me despedí de él y me disponía a irme, pero me llamó, y al volverme, había nuevas lágrimas en sus ojos.

—Gracias —dijo—. Antes no creía que fueras hijo de Horemheb porque te faltaba carácter, y ahora tampoco lo creo porque tú sí tienes humanidad.

No supe qué decir, así que asentí con la cabeza y me fui. Esa misma tarde, cuando me disponía a salir de palacio, en las puertas principales un guardia levantó su arma contra mí y me retuvo, algo insólito para quien es un conocido consejero del Faraón. Me extrañé. Al principio pensé que tal vez era nuevo en la guardia y no me conocía.

—Baja tu arma, guardia. No me faltes al respeto.

—Tengo orden de no dejaros salir hasta que hayáis visto a su alteza el príncipe.

—El príncipe no tiene autoridad alguna sobre mí, y tú vas a acabar en vanguardia del ejército si no depones tu actitud.

Pero el guardia no se amedrentó. Miré a su compañero. Tampoco le conocía. Cierto era que había estado un tiempo fuera, pero la guardia real era un cuerpo tan importante que no solían producirse incorporaciones repentinas, y el cargo se heredaba de padres a hijos, como un gran honor por servir de cerca y proteger al Faraón. Ya comenzaba a enfadarme.

—Te digo que bajes esa lanza.

No respondió. Miré al cielo para distraerle, como si estuviera exasperado por su conducta, en un gesto muy cortesano, y cuando él siguió mi mirada con la suya, le cogí su arma, apoyando el peso en ella y lanzando una patada baja a sus pantorrillas, como si estuviera segando los tallos altos de trigo del delta, lo que acabó con el guardia en el suelo y yo con su arma, apuntando a su compañero.

—Detenle por insubordinación y llévatelo a una celda —le ordené—. Ya me encargaré de él.

El soldado dudó.

—¡Haz lo que te digo o te atravieso el corazón!

El soldado se alejó con su compañero, aunque ya venían más guardias y Parennenfer, alertados por mis gritos. El copero real y arquitecto puso orden y arrestó a los dos soldados.

Yo me fui a ver a Tut. No sabía qué, pero estaba ocurriendo algo muy extraño.

Me recibió en el jardín, junto con Ankhesep.

—¿Qué habéis hecho con la guardia real?

Ankhesep sonrió de modo inocente.

—Descubrimos un complot entre la vieja guardia para asesinar a su majestad y la cambiamos. Ahora estamos más seguros.

—Pues yo no lo creo. Casi me atacan y no han respetado mi rango.

—Tenían orden de traerte ante nosotros.

—¿Y quiénes sois vosotros para darme órdenes a mí?

Tut, que no había hecho sino sonreír, orgulloso de su pareja, habló.

—Tu luz, naturalmente.

Ankhesep rió.

—¿Qué estáis tramando? —les espeté.

—Nada. —Se encogió de hombros—. Sólo me remito a las palabras de mi padre. —Citó teatralmente—: «Cuando nuestro Tut vuelva al redil y esté preparado, será Faraón».

—Ya hay un Faraón y tenéis que respetarlo. —Miré a Ankhesep—. ¡Por todos los dioses, niña! ¡Es tu madre!

Ella rió y volvió a encogerse de hombros.

—Sí. Mi querida madre, que quería entregarme como mujer al cerdo hitita, cuando debía ser ella la que se sacrificara por su reino, no yo. No es un acto de mucho amor materno, ¿verdad?

Me temblaron las piernas. No había hablado de ello, sino con Ramose y Ay.

—Maiy no está a vuestro servicio, sino al de los Oscuros. Ankhesep, ¿qué crees que harán con la hija del Faraón del dios Atón cuando recuperen el poder? —Miré a Tut—. ¿Qué crees que harán contigo? ¿Cómo vas a protegerte de ellos? ¿No os dais cuenta de que os controlan?

—Nos subestimas, Pi.

—En absoluto. Veo de lo que sois capaces. Los que subestimáis a los Oscuros sois vosotros. Ankhesep, Tut sigue enamorado de tu madre. Te dejará de lado cuando la consiga.

Ella rió. Su risa maliciosa contagió a Tut.

—Un Faraón puede tener más de una esposa. Recuerda que mi padre se casó con mi hermana Marit. Al parecer nunca confió en las capacidades de mi Tut.

—Tu padre llegó al poder porque su hermano murió, y sólo quería asegurar el reinado de vuestra familia.

—¿De nuestra familia… o de Atón? Siempre nos puso por debajo de su fe. Además, el capricho de mi Tut por esa mujer será pasajero, pues ella nunca le dará lo que yo le doy. Se cansará de ella…

Comprendí que la conversación resultaba ya inútil.

Salí de allí corriendo, oyendo aún las risas de la extraña pareja.

Corrí a buscar a Ay. El buen anciano se llevó un susto de muerte.

—¿Qué ocurre?

—Tenéis que cambiar la guardia de palacio urgentemente. El Faraón, vuestra hija, está en peligro.

Y le conté lo ocurrido. Ay asintió gravemente.

—No hay explicación oficial del cambio de la guardia. Me ocuparé de ello inmediatamente.

—Hacedlo, pues mañana habrá consejo en palacio, y podría ocurrir cualquier cosa.

Ay hizo llamar a su capitán, que no tardó en llegar. Nakhtmin, su propio hijo y hermano del Faraón, era el segundo hombre de confianza en el ejército tras el general Horemheb, y muy querido por Ay. No era muy alto, pero sí ancho como un toro, y con una mirada que parecía esconder más de lo que mostraba, aunque su fidelidad a Ay era suficiente para mí. Su padre le explicó la situación, omitiendo los detalles. Nakhtmin me miró ceñudo. Parecía estar calibrando mi pericia en una posible lucha contra él.

—Me ocuparé enseguida. Pondré hombres de confianza y doblaré la guardia en los aposentos reales. A los dos hombres que te han desafiado, los mandaré con tu padre. Él sabrá qué hacer con ellos.

—Capitán Nakhtmin, confiamos en vos.

Me pareció un trato demasiado formal por parte de su padre, aunque lo achaqué a mi presencia, pero callé y asentí. Salió a toda prisa. Yo miré a Ay.

—¿Puedo confiar en él?

—Como en mí.

—Bien. No volveré a preguntártelo.