13

Me despertaron al alba y no pensé sino que llegaba tarde a la ceremonia de bienvenida a Atón, pero cuando abrí los ojos y me vi rodeado de hombres que me miraban desdeñosos, recordé que probablemente no volvería a rezar a Atón en el jardín de palacio.

Tras una breve colación, me llevaron a una explanada. Me dieron un arma corta de madera y me enfrentaron con una bestia: el hombre más grande que jamás había visto. Todos se situaron a los lados para gozar del espectáculo, y yo me limité a intentar que mi ridículo resultara lo menos indigno posible, dando las gracias al básico entrenamiento recibido, que me permitió al menos intentar parar las acometidas del bruto, que disfrutaba del evento más que si yo fuese una bella joven.

Si antes del entrenamiento ya me dolían los músculos aún no recuperados del viaje, tras un buen rato de golpes (básicamente me limitaba a recibirlos) estaba más muerto que vivo, incluso a pesar de que el bruto contenía su fuerza y las peleas se pausaban para no reventarme. Casi deseé volver a encontrarme en alta mar, pero aunque me moliera a palos, lo que no obtendría aquel gigante sería mi dignidad. No iba a pedirle que dejara de golpearme hasta que al menos él se cansara de hacerlo. Ya había tenido bastante con Tut y no iba a dejar que un soldado se riera de mí.

No logré colar ni un solo golpe en su defensa, a pesar de que no dejaba de intentarlo, aun sabiendo que en cada estocada dejaba desguarnecida una guardia, lo que me hacía prever, con poco margen de error, dónde iba a recibir el siguiente golpe.

Él sólo dio por concluido el combate cuando yo apenas podía levantar el brazo y tras vomitar un par de veces. De mi boca salía espuma, como de un caballo extenuado.

No dijo nada. Sólo se fue, y la multitud de soldados en busca de diversión comenzó a dispersarse. Yo no pude sino volver a mi estera. Bebí un poco de agua y me tumbé pensando si a la mañana siguiente me envolverían definitivamente en ella.

Unas horas más tarde volví a ser despertado. Me limité a seguir al mismo gigante, con el que todavía no había intercambiado palabra alguna. Me subió a un carro de combate tirado por un caballo. Puso las riendas en mi mano y sonriendo fustigó al caballo, que salió al galope.

Perdí el equilibrio y hubiera caído fuera de no haber sido porque había rodeado mis manos con las riendas, con lo que quedé literalmente colgado. El caballo, curiosamente, se detuvo cuando mis pies ya se desollaban contra el suelo.

Estaba tan agradecido que le hablé como si fuera el mejor de los amigos. Me acomodé en el carro, como había visto hacer a los soldados, y con una leve sacudida de las riendas, lo puse en marcha. Las arcadas me subían por la garganta, pues las oleadas de los mareos marinos, de los que aún no me había recuperado, volvían con aquel movimiento, y las sacudidas del carro sobre las piedras me dolían en los golpes recibidos la víspera, aunque agradecí aquel rato de soledad. Por lo menos estaba solo, y no tenía la sensación de que se reían de mí. Sentí ganas de llorar, pero debía concentrarme en la conducción y en evitar las piedras más grandes.

Me costó más de una hora que obedeciera un ápice mis órdenes, y al final de la tarde, con las manos en carne viva por las tiras de cuero y cubierto de polvo, detuve el carro junto al enorme nubio, que dio la vuelta y se fue.

Me dieron el agua justa para lavar mis heridas. Me obligué a comer un poco sin ganas, pues si no reponía las fuerzas perdidas, irremisiblemente acabaría consumido como una vela, y me fui de nuevo a dormir.

El último instante antes de quedarme dormido fue para agradecer al dios que me protegía, cualquiera que fuese, el llegar exhausto a la estera para recordar lo menos posible a Nefertiti.

Debería haberme sentido bien por haber logrado mi dignidad cuando ella pensaría que volvería con el rabo entre las piernas, pero en cambio me sentía infinitamente triste, y el recuerdo de su bella cara que me hacía dormir feliz todas las noches, hizo que aquélla en concreto se tornara amarga. Al final, sólo el cansancio pudo con su recuerdo y su imagen de reproche y acritud.

* * *

Pasaron unos días con la misma rutina, si es que puede llamarse así al maltrato físico continuo. No cambié ni una palabra con aquel bruto de piel oscura y anchísimos labios. Mi orgullo me obligaba a terminar las durísimas sesiones y aguantar los golpes sin quejarme. Cuando las lágrimas de rabia luchaban por abrirse paso, no pensaba sino que era un merecido castigo por mi torpeza en la lucha, y levantaba la cabeza con los ojos húmedos, apretaba los dientes y volvía al ataque.

No sabía si el nubio y el resto de los soldados sabían que era hijo de su general, pero ni él ni yo mismo íbamos a permitir privilegios, y mi orgullo desmedido constituía mi mejor arma; sin él, bien poco duraría, así que me obligaba a aguantar.

Una noche me despertaron en plena oscuridad. Me revolví presto a la lucha, pensando que pretendían robarme, pero sólo me avisaban de que debía hacer guardia como un soldado más. Estaba muy cansado, pero me levanté sin rechistar. Tomé las armas (las de verdad) y me dirigí al sitio que me asignaron.

Jamás había tenido la necesidad de acudir de noche a ningún sitio, y menos a un desierto abierto. Toda mi vida había huido de la oscuridad y los horribles demonios que ésta anidaba, y de repente me veía expuesto a ellos. Cada pequeño ruido, cada brillo de la luna en una piedra, cada movimiento de un insecto, para mí era un espíritu maligno que venía por mi kha indefenso y casi se me paraba el corazón. Estaba totalmente aterrado. Pensaba que me iba a morir de miedo. Empuñaba las armas pensando que, hombre o demonio, al menos me defendería, y ante cada ruido me volvía acongojado, esgrimiendo mi espada sin control.

Comencé a darme cuenta de que los terribles demonios que me sobresaltaban no eran sino insectos, brillos o incluso el mismo ruido de mis pisadas en el suelo seco. Intenté serenarme y permanecer quieto. Relajé el brazo que sostenía la espada, ya tan agarrotado y dolorido por la tensión que incluso mis dedos se hirieron con la cuerda de la empuñadura, de sujetarla con tanta fuerza. Me senté y acostumbré mis ojos a la oscuridad, y la luz de la luna pareció expandirse.

Descubrí que la noche daba cobijo a los animales que por el día no se atrevían a salir a la luz y el tremendo calor, y con mi quietud éstos se fueron atreviendo a entrar en mi campo de visión. Aun me asustó un pequeño zorro pues pensé que aquél sí podía ser un espíritu poderoso, pero tras olfatear el aire en mi dirección, me ignoró y se paseó tranquilamente buscando presas.

Conforme comencé a relajarme, mis ojos parecieron abrirse a un nuevo mundo, y no pude sino maravillarme de la belleza salvaje de aquel marco lleno de vida.

Sin bajar la guardia, tanto respecto a la presencia de posibles intrusos como de mi propia seguridad, pues aún hube de matar un par de serpientes que se acercaron peligrosamente, disfruté de la belleza y el frío de la noche, del resplandor de la luna y de la vida que se manifestaba tras el ocaso.

Jamás imaginé que la vida de las bestias del desierto despertase por la noche. Resultaba lógico que se guarneciesen del asfixiante calor del día y se amparasen en la oscuridad, pero aun así el descubrirlo por mí mismo resultó una experiencia mágica.

Tras toda la vida adorando al sol y viviendo en palacio, con un miedo exacerbado a la oscuridad, imaginaba inocentemente que todos los animales se escondían de noche como nosotros, para evitar los demonios.

De nuevo mis creencias se habían venido abajo, aunque esta vez gratamente, pues había llegado muerto de miedo y dispuesto a enfrentarme a dioses oscuros de cabeza de serpiente, zorro, chacal, murciélago y otras bestias que los inspiraban, pero que en realidad salían a cazar con mucho más miedo que yo. Me resultó tan gracioso que me eché a reír a carcajadas. No entendía por qué me sentía tan bien. Curiosamente, la noche parecía darme fuerzas, lo que jamás hubiera imaginado.

De nuevo, todo seguía encajando, y los viejos dogmas se derrumbaban, lo que me reafirmaba en mi teoría particular.

La calma y la belleza nocturna serenaron mi alma y la llenaron de optimismo, permitiéndome pensar con una claridad que hacía años que no sentía. Me alegraba poder ver las cosas por mí mismo y no fruto de una aburrida enseñanza de los instructores de palacio. Había permanecido demasiado tiempo en él y por eso ahora me costaba mucho adaptarme a la vida exterior.

Me parecía ver el palacio donde tantos años había vivido, y a Nefertiti en su interior. La imaginé triste y agobiada por su obligación real y la promesa hecha a su marido de respetar al dios que la maniataba. Abrí la boca sorprendido ante mi propio razonamiento: ella había idolatrado a Akh como yo mismo lo había hecho.

De pronto veía mi propia ceguera. Con razón se había enfadado tanto, pues mi confidencia era su secreto y su orgullo y culpabilidad le habían impedido reconocerlo.

Resultaba irónico que fuera rodeado de oscuridad cuando tuve la claridad de ideas necesaria para ver lo evidente:

Las dudas de Nefertiti siempre habían estado ahí, sólo disipadas por el amor a su marido, que representaba los ideales de amor y bondad, espejismo que todos habíamos adorado. Dudas de nuevo reactivadas por el agravamiento de su enfermedad, la degeneración moral de su hijo Tut y su propia debilidad como Faraón.

Nefertiti pensaba que al coronarse sería tocada por Atón y sentiría su inmenso poder dentro de sí, para conseguir afrontar la corona, pues sería a la vez hija de Atón y compañera conyugal, pero nada de eso ocurrió, y el mundo se le hizo más grande aún, y las dudas volvieron a reconcomería. Sus remordimientos le impedían volver a confiar en Hathor, lo que le hubiera hecho bien, aunque ella pensaría que poca ayuda había recibido de la diosa, y se encontraba doblemente sola. Sin marido, sin dios, y ahora sin consejero.

De pronto comprendí por qué yo le era tan útil, pues le había parecido tan seguro en su fe que le daba unas fuerzas que le hacían mucha falta. Pero ambos estábamos equivocados, pues se basaban en aire.

Me sentía dos veces idiota. No había sabido verlo, cegado por el orgullo mal interpretado, y lejos de comprenderla y consolarla, le había respondido con ira y ánimo de daño, provocando una reacción tan visceral como ahora comprensible.

Sentí el impulso de correr a abrazarla y explicarle que la comprendía y que compartiría sus dudas. Cuánto me gustaría descubrirle la belleza de la noche y la verdad tan simple y clara que escondía, y darle el amor y la seguridad que pedía a gritos.

Pero no podía. Sea lo que fuere por lo que me encontraba allí, aún no lo había cumplido, y no podía volver, pues la afrenta aún era reciente. Debía dejar que se enfriara, y que ella me comprendiera como yo la comprendía ahora. Por otro lado, mi orgullo me impedía salir corriendo y destrozar también las expectativas de mi padre.

Cumpliría pues con mi tarea allí y volvería para pedir perdón y ofrecerle mi amor incondicional.

Me sentí mucho mejor. Mi cuerpo pareció absorber energía del frescor de la noche, como Akh parecía absorberla del sol, y me sentí más fuerte que nunca.

Los moratones ya no me dolieron tanto. Los músculos comenzaban a acostumbrarse a los tremendos esfuerzos y a desarrollarse. Mi pericia con las armas aumentaba, y tras aquella noche en la que había descubierto mi nueva fuente de energía y desahogo, mi confianza en mí mismo aumentaría también.

El relevo me descubrió sonriente, fresco y despierto, y me miró como si estuviera loco. ¡Pues no me había sabido a poco la guardia!

* * *

Apenas dormí unas horas, pero me levanté sonriente y descansado. Acompañé de buen talante al gigante nubio cuyo nombre aún desconocía. Tras entregarme un arco y unas flechas, me señaló un blanco. Pensé que no me sería posible acertarlo con una flecha, tan lejano me pareció.

Estudié el arco corto con detenimiento. Lo sujeté, tanteando su peso y calibrando sus ángulos, tensando la cuerda y examinando las flechas, pensando que el nubio se reiría de mis burdos juegos de niño.

Él me miraba con curiosidad. Yo me resigné a hacer una vez más el ridículo, aunque estaba muy animado, pues esta vez el ejercicio no requería recibir golpes, a no ser que el nubio premiara mi nula puntería utilizándome como diana, de lo que le creía muy capaz, puesto que, aunque continuaba llevándome casi todos los golpes, ya comenzaba a colar alguno en sus defensas y a provocarle algún rugido de dolor.

Suspiré y levanté el arco, calculando mentalmente la parábola y el elevamiento del tiro.

Apunté con calma, tensé la cuerda con todas mis fuerzas y la solté, esperando algún tipo de humillación, como que el nubio me obligara a recuperar la flecha del infierno donde la hubiera enviado.

Se oyó el silbido. Ni siquiera miré el recorrido, pues me sorprendió el respingo que dio el nubio, y a continuación soltó las primeras palabras que le oía, con una voz ronca y rasgada:

—¡Sagrado Amón!

Miré la diana, sobresaltado a mi vez. La flecha se había clavado casi al borde de la diana, ni remotamente en el centro. Miré al nubio.

—No he acertado en el centro.

El gigante abrió los ojos, sorprendido de nuevo.

—¿El centro? Eres el primero que veo en mi vida acertar en la diana a la primera. Parece que hayas nacido para esto.

Ahora fui yo el que abrí la boca sorprendido.

—Te burlas de mí.

—Trae.

Me quitó el arco de las manos. Se tomó su tiempo, concentrado. Apuntó, disparó y la flecha voló hasta rebotar en una roca a unos brazos de la diana[14].

—Eso es un buen tiro. Lo tuyo es un milagro.

Me devolvió el arco. Volví a levantarlo. Apunté con mucho más cuidado y disparé. Esta vez no perdí de vista la flecha hasta que se clavó en la diana, un palmo más cerca del centro que la otra. Los dos pegamos un respingo simultáneo, el del nubio mayor que el primero. No dijo nada. Miró la diana. Me miró a mí. Se encogió de hombros e hizo ademán de irse.

—¿Adónde vas? —le dije.

Se volvió sin expresión.

—Yo no puedo enseñarte nada de esto. Tienes el ojo del sol.

—Pero sí del resto. Quiero ser tan bueno con las otras armas como con ésta.

El nubio asintió con gesto grave.

—Y asignadme más guardias de noche —añadí—. Me gustan.

Se rascó la pelada cabeza. Seguro que se preguntaba si no me estaba burlando de él. Yo sonreí. Al fin asintió y se fue, no sin antes saludarme con una leve inclinación de la cabeza, lo que, después del trato recibido, me pareció la más exquisita de las reverencias.

Cuando apenas había recorrido unos brazos, se volvió y dijo con un gruñido:

—Mi nombre es Sur.

—Y el mío Pi.

—Lo sé.

Y se fue.

No pude evitar sonreír. Si el más bruto de los soldados comenzaba a respetarme, significaba que las cosas empezaban a encarrilarse.