Menfis me pareció tan grande y asombrosa como pequeña y falsa la ciudad de Akhetatón. Viendo las pirámides quedé sin habla, tan impresionado que el terror invadió mi alma. La primera reacción que experimenté fue pensar que había cometido un terrible error, confiando de tal manera en el Faraón loco y dejando de lado al poderoso Amón, que abanderaba el poder de la ciudad, por mucho que en su momento cada pirámide, estatua o templo fueran construidos o dedicados a Ra, y sólo el poder de los Oscuros hubiese logrado que el dios creador se asimilara al guerrero Amón. Daban una impresión sofocante de poder eterno, mientras que Akh y su legado eran una sola vida. Un espacio tan corto, un dios tan efímero aunque bondadoso y carismático… Y su propia ciudad construida en ladrillo y recubierta de placas de piedra y mármoles preciosos, tan falsa como sus moradores.
Aquello era distinto. Una ciudad entera en piedra, tan grande que haría sentir pequeña hasta al alma de un Faraón. Las pirámides hablaban de grandeza, de algo que trascendía una mera vida, un Faraón.
Comprendí mejor los rumores de las gentes llanas, pues era muy fácil manejarlos desde la fortaleza de un legado tan impresionante. Uno se sentía vigilado por los dioses, y sobre todo tan abrumado por el poder de Amón, que comprendí el afán de Akh de huir de la magnificencia amoniana de Tebas, que se quedaba corta ante la grandiosidad de las pirámides, focos de poder y energía de los antiguos faraones, hasta Amenhotep III, padre de Akh.
Resultaba más fácil creer en una obra tan grandiosa como la gran pirámide de Keops, que en un sencillo acto de fe, en el mismo sol, pues la pirámide era algo palpable, algo amenazador que encogía el ánimo de las personas sencillas. Los templos de Tebas ya resultaban legendarios en la enormidad de su construcción, y eso que todos los faraones habían contribuido a engrandecerla aportando nuevos templos, puertos, avenidas, estatuas o reformando lo ya construido, pero el pensar en aquella obra en tiempos ya casi olvidados, ver aquellos bloques de piedra, oprimía el corazón y sonrojaba la cara de vergüenza, pues la fe necesaria para que miles de hombres aportaran su trabajo coordinado y disciplinado a cambio de un salario escaso, la gloria de su Faraón y la promesa de un juicio de Osiris benevolente, en un plazo de treinta años, hacía que sintieras el deseo irrefrenable de correr al templo más cercano a pedir perdón por las dudas y ofrendar tu vida entera a Amón.
Y aunque no corriendo, por guardar la dignidad, no pude menos que acudir al gran templo de Amón. Por lo menos le presentaría mis respetos, y en caso de que los equivocados fuésemos Akh, Nefertiti y yo mismo, tal vez Osiris nos juzgaría con cierta benevolencia.
A la entrada del templo me pararon para exigirme un pago, lo que me resultó inaudito, y así se lo hice saber al calvo sacerdote.
—Jamás, que yo sepa, ningún templo ha exigido ningún pago, salvo las ofrendas que cada fiel tenga a bien donar al dios, y nunca a un servidor tan indigno como tú.
No dijo nada. Hizo un gesto y dos soldados se acercaron prestos con sus armas cortas. Confieso que sentí miedo. Miré el templo, que me había parecido tan imponente como las propias pirámides, que a punto me hallaba de renegar de Atón, pero en aquel momento dejó de parecerme amenazante y grandioso, para concluir que se trataba de la misma farsa que suponía la efímera ciudad de Akhetatón.
Eran los hombres los que hacían grandes a los dioses, y no al revés. La luz se fue haciendo en mí.
Comprendí que generaciones de sumos sacerdotes habían transmitido el conocimiento y la experiencia clave para manejar al pueblo y al Faraón de turno, apoyados por la obra de faraones tan viejos que su legado podía ser tergiversado para conveniencia humana. Por eso eran los hombres quienes creaban y condenaban al olvido a los dioses, porque un dios antiguo no permitiría semejante afrenta a un poder tan evidente como el que manifestaban las pirámides y los templos.
Me alejé sin más de la entrada del templo, antes de que los guardias, alentados por aquel sacerdote infame, me golpearan o algo peor.
Comprendí a AkhenAtón y su afán de crear un mundo justo y sin hipocresías, y le admiré más que nunca por la nobleza que requería lo utópico de su empresa.
Veía a los fieles formar una larga cola para abonar el denigrante impuesto: sobrecogidos por la presencia divina de Amón, pagaban sin rechistar ni cuestionarse nada.
Comprendí al fin que yo no era una persona normal. Me había criado entre el Faraón y sus hijos.
Entre dioses vivos.
Y les había juzgado por mí mismo. Les conocía muy bien, y sabía de sus debilidades humanas y sus escasos poderes divinos, si los había.
Era esto lo que me había hecho cuestionarme la existencia misma de los dioses, los antiguos y el nuevo.
Ni siquiera los servidores de palacio habían tenido el acceso a la intimidad de la familia real que yo había disfrutado o sufrido, lo que me hacía especial en comparación a los cientos de fieles que tenía frente a mí en una ordenada cola.
La enormidad del secreto que se había desvelado ante mí me sacudió con fuerza. Compartía el conocimiento de un sumo sacerdote, y lo que era tan simple que hasta un niño podría comprender, resultaba tan peligroso e increíble que daba miedo.
Mucho miedo.
Recordé la leyenda del nombre de Ra, en la que Isis hizo que una serpiente le mordiera y convenció a Ra de que sólo el tremendo poder que se desataría al pronunciar su nombre en voz alta le salvaría, y así fue, pero también Isis conoció la fuente de su poder, y desde entonces Ra tuvo que compartirlo con ella.
¿Y qué había sido de aquellos dioses antiguos capaces de provocar tanta pasión en miles de hombres dispuestos a mover bloques de piedra que retaban a la imaginación a desentrañar cómo se habían movido y alzado con rampas de arena? ¿Es que aquellos dioses también habían sido fruto de la maquinación de los sacerdotes? No me lo podía creer.
Sobre todo me conmovió la pirámide escalonada de Saquarah, aquélla que el gran sabio Imhotep creó para el faraón Zoser. ¡No! Aquel sabio venerado como un dios, aquel primer visir, arquitecto, sumo sacerdote, médico tocado por los dioses, estadista, escritor, pintor, etc., que mereció ser Faraón y se rigió por la santa regla de Maat, no podía haber desarrollado un genio de tal magnitud desde una simple alma humana. ¡No! El conocimiento de las propiedades mágicas de las grandes pirámides no pudo ser casual ni ideado por un hombre. El conocimiento arquitectónico que puso a Egipto en lo más alto de la cultura, para crear los templos que encogen nuestras insignificantes almas no es casual. ¿O es que acaso ahora, si los dioses son tan fuertes, no hubieran exigido unas obras tan colosales como aquéllas, en vez de nuestros vergonzosos enterramientos en el Valle de los Muertos en Tebas, en agujeros en montañas con forma de pirámide? La comparación resultaba tan patética como esclarecedora. El inmenso trabajo que llevaba a los obreros construir aquellos pasillos en la montaña, rematados en las salas donde los muertos depositaban su riqueza, no significaba nada en comparación al transporte de uno solo de aquellos bloques pétreos desde la cantera a lo alto de una de aquellas pirámides.
Los dioses antiguos en algún momento perdieron su poder en manos de sus sacerdotes. Tal vez se desentendieron de los humanos por su pecado irremisible: la arrogancia del que se atribuye el papel del dios.
Tal vez los sacerdotes continuaban poseyendo algunos secretos, como la regeneración de la energía necesaria para la protección del país, que trasladaban al Faraón tras pactar con él. Por eso los faraones habían tomado un papel religioso cada vez más importante hasta situarse a la misma altura que un dios. Era un pecado extremo, incluso para un Faraón, pero a los ojos del pueblo se necesitaba una autoridad religiosa con rango de dios, si los dioses de verdad les habían dado la espalda.
Tal vez el papel de los sacerdotes fue en un primer momento lógico e inteligente, y luego les pudo la ambición mundana de la política y el enriquecimiento.
Lo que nos llevaba hasta la situación actual.
¿Cómo iba a arreglar el buen Ay una red tejida desde hacía tantas generaciones? Se necesitaba algo más que la legítima pretensión de un Faraón de cambiar la teocracia por un solo dios bueno, bondadoso, iluminador y caluroso como el sol mismo para hacer olvidar a los dioses antiguos. Comprendía que Akh lo sabía, pero su solución no iba más allá de cambiar un problema por otro, una farsa por otra.
¿Y ahora qué? ¿Qué ocurría tras la muerte? ¿Qué había sido del viaje al otro lado del Nilo? ¿Del juicio de Osiris? ¿De la entrada a la luz? ¿Qué sería de nuestro ba?
No pude seguir pensando, pues el miedo me hacía temblar a pesar del calor.
Pensé que tal vez los tesoros escondidos en las pirámides podrían ayudarme a desentrañar el misterio. Quizá podría sobornar a los guardias, aunque tendría que romper los sagrados sellos, y con mis dudas no me atrevería a hacerlo, aunque sólo fuera por salvaguardar la intimidad de un alma en su descanso. Seguro que mi padre sí sabía de tales tesoros y podría ayudarme, aunque con su conocido escepticismo en lo que concernía a la religión, seguro que su conclusión sería la misma que la mía.
Descubrí otra naturaleza bien distinta en aquella ciudad. No podía evitar comparar las calles limpias y saludables, de trazado limpio de la ciudad de Atón, con aquellas callejuelas estrechas, retorcidas, de casuchas ganadas a la calle, donde la enormidad del populacho era tal que apenas se podía caminar sin sentir un agobio que me hacía sudar y coger mi bolsa como si me fuera la vida en ello.
Decidí no perder un minuto más en aquella ciudad de corrupción y tomé el primer barco que cruzó las bellísimas regiones del delta y salió a mar abierto.
Nunca había pasado más miedo ni estado más enfermo en mi vida. Aunque no creía, recé a todos los dioses que conocía, los buenos y los Oscuros, cuando, entre mareos y vómitos, me parecía que era el mar quien llevaba al barco a su entero capricho, y no al revés. Me recordaba cuando Tut y yo jugábamos en el agua a dejar dos hojas y adivinar su recorrido, haciendo apuestas sobre su velocidad y destino.
Recordé cómo me encantaban los paseos por barca en el Nilo, que me mecía como si Atón mismo acunase la pequeña barca y donde mi alma descansaba de una manera que jamás nada ha vuelto a igualar. Pensé que no volvería a recordarlos con aquel fervor tras esta horrenda experiencia.
Di gracias a los dioses por la serena quietud del Río Sagrado y juré que jamás volvería a jugarme la vida en uno de esos barcos enclenques, que crujían como si fueran a abrirse en cualquier momento.
Perdí la noción del tiempo, hasta que un día el vaivén se detuvo, o al menos eso me dijeron, puesto que en mi cabeza continuó incluso en tierra firme durante varios días. Fui sacado indignamente del barco y tumbado hasta que pude recobrar la verticalidad, puesto que la tierra misma se movía como el mar agitado, y pensé que si eso no era cosa de dioses malignos, es que nada tenía sentido en la vida.
Había soldados por todas partes y fui llevado a donde mi padre había armado su bastión. No veía la hora de un baño y una buena cama donde dormir, pero mi desilusión sólo fue atenuada por mi propia fatiga, ya que no podía sentirme peor en aquel carro de guerra que te hacía vibrar cada órgano del cuerpo a cada sacudida, junto a un soldado que parecía empeñado en reventar a los dos caballos. Estaba tan cansado que cuando llegué a la fortaleza y descubrí las condiciones de vida reinantes entre la disciplina y el polvo, no pude ni expresar mi disgusto. Sólo agradecí profundamente que se detuviera el carro y yo dejara de pegar los dolorosos botes que me extenuaban.
Enseguida me llevaron ante mi padre, que sonrió al verme.
—Veo que no te ha sentado muy bien el viaje.
—He sobrevivido y en este momento ya me parece bastante. Si logro descansar, mañana tal vez pueda pensar en moverme y afrontar lo que venga.
Horemheb rió.
—¡Vaya si vas a moverte! Desde ahora sólo eres un soldado más. No pongas esa cara. Yo mismo me comporto como tal. Es la única manera de que te respeten. Si viviera como en palacio y me diera la gran vida, a los pocos días me abrirían en canal con sus espadas para quedarse con mi riqueza. Lo que hay aquí no son buenos compañeros precisamente, y ya es de agradecer lo que tenemos, por mucho que en su mayoría sean delincuentes a los que se les ha conmutado la pena por el servicio. Y en la batalla no te obedecerán si no eres uno de ellos… Pero escucha atentamente: como te digo, la mayoría son gentuza, asesinos, maleantes y delincuentes de mayor o menor grado, pero si te los ganas, morirán por ti en la batalla. No lo olvides.
—Lo intentaré. Pero si no descanso, mañana no saldrá el sol para mí.
—Sólo dime una cosa: ¿has venido por voluntad propia?
Pensé la respuesta, pues conociendo a mi padre no era fácil. Al fin, supuse que no tenía mucho que perder.
—Por voluntad propia y porque Nefertiti me ha apartado de su lado.
Horemheb rió con ganas antes de burlarse de mí.
—Eres un político nato. ¿Qué le dijiste?
—Que negociara con los sacerdotes.
Mi padre se encogió de hombros, aún riendo.
—Bueno. Ya sabes por qué los cortesanos de larga carrera son tan empalagosos. Ve a dormir. Te hace falta.
Me llevaron a una estancia repleta de ruidosos soldados. Busqué un hueco en el suelo donde cupiera mi estera y me quedé dormido al instante.