Aunque todas las mañanas practicábamos el mismo ritual, el sol no parecía brillar con la misma intensidad, y no se debía a la época del año. Era como si Nefertiti no lograse captar toda la energía que el país necesitaba, y ella parecía notarlo.
Esa mañana me retuvo a su lado.
—Dime, Pi, ¿crees que estoy al servicio del país, y por tanto debo sacrificarme, o bien el país debe acatar mi voluntad como Faraón?
Me encogí de hombros. No sabía responder a esas preguntas y me sentía ignorante e impotente.
—Supongo que ambas cosas deben estar unidas, una como consecuencia de la otra. Supongo que lo ideal sería un equilibrio entre ambas. No sé dónde queréis llegar y me cuesta saber en qué estáis pensando.
Ella me regaló una sonrisa.
—Los problemas del país no se solucionan. Tu padre encuentra desastres allá donde va. Incluso me ha pedido que te envíe a su lado para formarte como militar… Pero me haces falta aquí.
—Aquí no hago nada.
—¿Y qué hago yo? El país está en manos de Ay, que no puede con los sacerdotes, y de tu padre. ¿Y qué hago yo? —Sollozó de repente, crispando sus blancos hombros, tapándose la cara para que no la viera.
Yo no sabía qué decir.
—Tal vez debiéramos negociar con los sacerdotes —aventuré—. Encontrar un punto de equilibrio.
Su reacción fue fulminante. Levantó su mirada húmeda de ojos enrojecidos. Yo sólo estaba pendiente de ellos, así que ni vi venir la poderosa bofetada, que resultó doblemente hiriente. Ni siquiera me llevé la mano a la cara, ni pestañeé. Me quedé petrificado, como una de las estatuas que se estaban construyendo. No podía dejar de mirarla fijamente, pues no podía creerlo. Ella interpretó mi silencio como una provocación.
—Si te retengo aquí es porque me ayudas a conservar la fe, pero si incluso tú le fallas a Atón —miró hacia el sol— tal vez debería mandarte a las fronteras con tu padre, pues ya no me sirves.
Aguanté su mirada como tan bien había aprendido de mi padre, y dije lo más estúpido que podía haber dicho: la verdad.
—Mi fe era para vos y vuestro marido. Era a vosotros a quienes yo adoraba, no a Atón, al que rezaba sólo por extensión, porque vosotros sois él, y no al revés. Si los antiguos dioses no reaccionaron furiosos a su descrédito, ni Atón reaccionó a su abandono, para mí no hay más dios que las personas que me dieron su amor. —Lo dije con una furia serena y fría, lo que encendió más al Faraón.
—¡Fuiste un criado, lo eres y lo seguirás siendo, por más gracias que te hayan sido dadas! Tu vida fácil te ha hecho olvidarlo. ¡Ve con tu padre! El polvo del desierto y la vida marcial te ayudarán a recordar quién eres.
Inconsciente de mí, seguí dejando fluir mi furia:
—Yo nunca he dudado de lo que soy, ni en lo que creo. No tengo problemas de conciencia.
—¡Fuera!
¡Cuántas veces me reprocharía no haberla abrazado, en vez de parecerme a Tut en el orgullo mal entendido! La miré con acritud durante unos segundos. Llegué a pensar que se escudaba en las lágrimas para no sostener mi mirada. Intenté pensar en algo positivo, pero sólo imágenes inoportunas acudieron a rebosar mi alma, imágenes de soledad, de latigazos, de un bastón lanzado sobre mi cabeza, de un niño cuya identidad había sido ocultada, de Tut abofeteándome… Incluso pensé que tal vez se había enterado de la escena de la tarde anterior entre su hija y Tut.
Di media vuelta y salí, estirado como el viejo Ay.
* * *
Partí al día siguiente, sin despedirme de nadie, con mis pertenencias legítimas: mi taparrabos, mi túnica de basto lino y mi estera. No quise saber si el resto de mis valiosas pertenencias me había sido desposeído, aunque probablemente fuese así. Sólo conservé mi salario, que legalmente era mío, y que cambié en el primer mercado que encontré en pequeñas unidades de cambio, pequeños amuletos fácilmente portables y de valor, con lo que pagué un pasaje en el primer barco que encontré hacia Menfis.
Ni siquiera tuve el valor de despedirme de mis amigos, mucho menos de Tut, aunque sospechaba que no me echaba de menos en su relación con la ambiciosa Ankhesep. Al recordarla recé una oración de protección, pues en su búsqueda de poder y su ignorancia, se estaba metiendo en las fauces de un león que la devoraría sin remedio.
Dejé la ciudad entre lágrimas de frustración por mi propia estupidez. Había fallado como sirviente y como amigo, y mi castigo era una nadería comparado con la ausencia de su belleza, su mirada cariñosa y su perfume embriagador.
Pasé por las estelas, a las que dediqué una última oración a Atón para que me perdonara, y cuando las perdí de vista me sentí realmente desprotegido y falto de la energía vital de días atrás, y me pregunté si mi error había sido tan grande como para haber abandonado a un dios verdadero.
Pero a veces el orgullo es más fuerte que cualquier razonamiento, por extraordinario y divino que sea, y además sentía que quería descubrir aquella otra vida tan diferente de la del sirviente, y que según la Reina me haría volver implorando su perdón y la vuelta al indignante estatus del sirviente sin valor alguno, y por otro lado, también quería demostrarle a mi orgulloso y altanero padre que no iba a desmerecer como soldado, pues aunque pronunciadas por Nefertiti, inmediatamente pensé que esas palabras no eran suyas, sino del general Horemheb en algún momento, por lo que me parecieron dos veces mordientes, puesto que dos personas tan importantes las habían dicho, y a ambos debía callar y callaría, pues el cariño no era una obligación del sirviente ni del hijo.