10

Fueron meses de tensa calma. Tut volvió al redil con ilusión, pero como sus intentonas de acercamiento a Nefertiti no dieron el fruto deseado, se volvía iracundo y suspicaz.

Seguía reuniéndose con los sacerdotes. Todos lo sabíamos. Le estaban preparando para cuando fuera Faraón.

Y a la mayoría de nosotros no nos importaba ya. Tanto daba Amón que Atón, si con ello lográbamos devolver la prosperidad al país.

Ay pensaba que lo más sensato sería aceptar al principio el cambio y tratarles de manera parecida a la que emplearon con nosotros, cambiando los cargos desde dentro hacia fuera para lograr una cúspide del poder religioso afín a nuestros propósitos, para asegurar la limpieza entre el sacerdocio de Amón, tan necesaria para respetar el poder del Faraón, en vez de una minoría política que se enriquecía disfrazada de santidad.

Todos pensaban que debía devolverse el equilibrio entre los dioses. En realidad sólo se había dejado de adorar oficialmente a Amón, pero en la práctica sólo Atón era venerado.

Egipto siempre había sido politeísta, desde el principio de los tiempos. Y no me parecía mal el cambio. Al menos nos dejábamos de hipocresías y se podría llegar a un acuerdo con el sumo sacerdote para que dejase de interferir en el buen funcionamiento de las instituciones más elementales, pues los intentos de Ay chocaban una y otra vez contra las barreras de corrupción y las trabas legales injustas.

Todos los días rezábamos a Atón, el Faraón, Tut, yo y Ay, aunque una vez concluida la ceremonia Tut se esfumaba a toda velocidad. Nefertiti no podía rezar con fervor mientras él estaba delante. Él no miraba sino a ella, como yo mismo hacía, y el bueno de Ay controlaba que todo siguiese así. Resultaba casi cómico, si no fuera porque veía a mi amada sufrir.

Sus hijas quedaron apartadas de la ceremonia por varias razones: la Reina no quería que Tut desviase su atención hacia una de ellas, lo cual resultaba bastante improbable, pues las niñas y la Reina se parecían como un cocodrilo a un cisne; y probablemente también por su propia impiedad, pero yo lo agradecí en el alma, porque así me evitaba sus indisimulados coqueteos, que ya incluso comenzaba a pensar que Maket aprendía de su hermana.

Nefertiti presidía los consejos con su padre Ay, y a su lado Tut y yo, aunque evidentemente era Ay quien llevaba las riendas. Ella se limitaba a refrendar las decisiones del sabio, y a recibir a los visitantes oficiales, tanto de las provincias de Egipto, como de Nubia y los protectorados que comenzaban a dejar de serlo, abandonados a su suerte. Sin duda, era algo que sabía hacer muy bien, administrando su tremendo carisma y su fama incrementada. La vuelta de Tut postergó el viaje real.

Ay, con muy buen criterio, a veces delegaba decisiones menores en Tut para que no se sintiese inútil, aunque era difícil que no se diera cuenta de que hacía lo mismo que yo: nada.

Así que para mantenernos activos practicábamos deportes de nuevo. Yo ya estaba un poco más rodado, pues aún practicaba con las armas una hora diaria, con lo que no me resultaba duro en absoluto. Hacíamos largas excursiones y visitas a las provincias, lo que para mí resultó como una liberación, pues no conocía sino lo que quedaba dentro de las estelas que mandó esculpir AkhenAtón.

Pero con una variación. Tras sufrir el ataque por parte de los sicarios de Amón por orden de Tut, mi orgullo me impidió volver a dejarme derrotar jamás, así que siempre era yo el vencedor, y Tut se enfurruñaba.

—¿Quieres que siga tratándote como a un crío? —le decía para provocarle. Y no me costaba mucho esfuerzo conseguirlo.

Su cuerpo cambiaba, pero no como el mío, que con la herencia de mi padre se musculaba día a día. En cambio, el pobre AkhenAtón no dio a su hijo sino un cuerpo enclenque y una cara eternamente aniñada, aunque con la belleza de su madre Tjii. Y en vez de dar gracias a cualquier dios por no haber heredado su enfermedad (sus miembros seguían proporcionados, a pesar de su ligera cojera), maldecía su debilidad, lo que no contribuía precisamente a sofocar su carácter visceral y orgulloso.

A pesar de toda la dedicación, el entretenimiento y el aprendizaje al que sometíamos a Tut, su carácter se avinagraba mes a mes, como un mal vino.

Y Nefertiti se deprimía conforme Tut comenzaba a acosarla de nuevo.

Ya no acudía al burdel. Aunque al principio le procurábamos novicias y sacerdotisas de Amón que acudían gustosas a su lecho, Tut las echaba con cajas destempladas, y enseguida acudía a mi cámara (tuve que volver a dormir en palacio muchas noches para controlarle), furioso como un hipopótamo, arrastrándolo todo a su paso.

—¡Maldito seas! No vuelvas a enviarme mujeres que creen que se acuestan con un dios. Quiero una mujer de verdad, no una que se quede quieta como una puñetera estatua de Hathor.

Y nos vimos forzados a acudir a los burdeles de nuevo en busca de mujeres para llevar a palacio, a la cámara de Tut.

Éste estaba obsesionado con las mujeres y la culpa era mía. No debí haberle dejado entrar en la cámara aquel día, ni muchos otros, cuando espiaba los actos carnales de su inconsciente padre con la mujer más bella sobre la faz de la tierra.

Incluso yo quedé marcado por aquellas imágenes (me preguntaba si la devoción y el amor que sentía hacia la Reina no sería consecuencia de aquellas morbosas imágenes). Yo no nací para ser Faraón, ni por cuna ni por vocación, pero el pobre Tut, consumido por su ambición y sus dudas, tenía la convicción de que, como príncipe de Egipto y único candidato sin oposición al trono, las mujeres le debían la misma pasión que Nefertiti daba a su marido, sin pensar que éstos podrían haber sido una pareja cualquiera de campesinos humildes y haberse amado de igual manera en la más miserable de las cabañas de adobe y juncos. No pensó que se trataba de simple amor, porque no lo concebía. Pensé que para Tut, incluso el amor filial que su padre le dio, debía de ser obligación paterna.

Me imaginaba a Tut pensando qué deformación debía de tener él para no obtener de las mujeres lo que su deforme y enfermo padre obtuvo de al menos dos.

Evidentemente no pensó (ni nadie se atrevió a decirle) que físicamente era todavía un niño, cuyo cuerpo y alma no estaban preparados para la complejidad de las relaciones con el sexo femenino, y mucho menos el sexo carnal.

Una mañana, tras el estudio, nos dimos un paseo por las terrazas superiores, en el jardín. Estaba vacío, porque los chicos ya estudiaban fuera de palacio, practicando sus futuros oficios como escribas y jueces, y resultaba un poco triste.

Caminábamos sin hablar, hasta que un ruido de leves pisadas nos alertó y nos volvimos. Era Ankhesep. Iba totalmente desnuda, hecho de lo más normal, si no fuera por sus contoneos y miradas.

—Hola, hermanitos.

Tut la miró de arriba abajo, divertido. Ella no se inhibió en absoluto.

—¿Te gusta?

El príncipe rió a carcajadas.

—Pareces una puta. No te pega, aunque hay que reconocer que has crecido bien.

Ella se rió a su vez, mirándome con ojos maliciosos.

—Ya soy una mujer. Y tal vez mucho más que aquéllas que te traen y que echas a gritos.

Tut dejó de reír. Se volvió y me lanzó una mirada interrogante. Yo me encogí de hombros. No había tenido nada que ver. Volvimos a mirar a Ankhesep, que jugaba con los rizos de su sexo distraídamente. No pude evitar intervenir.

—Ya basta, Ankhesep. No estás preparada para eso, ni sabes lo que Tut les hace a esas mujeres, así que no juegues con fuego.

Ella rió desdeñosamente.

—¿Por qué te enfadas conmigo, Pi? ¿Tal vez porque te ofrecí lo que ahora ofrezco a Tut y no lo quisiste? Tal vez me tuvieras miedo por no saber si serías capaz de hacerme sentir como yo quiero. —Se encogió de hombros—. Es normal que tengas miedo. Sólo eres un cortesano hijo de un militar. Sin duda Tut sí sería capaz, pues lleva la sangre de un Faraón. Y a poco que haya heredado…

—¡Ankhesep! Tu padre se avergonzaría de ti.

Ella rechazó mi réplica con un simple gesto. Mi reproche no le afectó en absoluto, lo que me hizo pensar que Tut y ella tenían más en común de lo que nunca hubiera pensado. En verdad Ankhesep había crecido en poco tiempo hasta llegar a tal nivel… el nivel de su hermanastro. Pero su talento como actriz era evidente. Se acercó a mí con un gesto de sus manos abiertas que parecía perdonarme por mi falta.

—Mi querido Pi. No sabes nada de mí, y nuestro Tut pega a las mujerzuelas que no son dignas de él y no saben darle el placer que él quiere. —Le miró fijamente—. A mí no me pegaría, pues yo sé lo que necesita y sabría dárselo, sin necesidad de explicaciones. Los dos sabemos de lo que estamos hablando… ¿verdad, Tut?

Ella jugueteó con sus pequeños pezones. Tut comenzó a mirarla con deseo.

—Tal vez nuestra pequeña Ankhesep ha madurado más rápido de lo que imaginábamos. En verdad parece una mujer. Estás comenzando a hacerme dudar.

Ella abrió sus brazos hacia él.

—Pues no dudes. Padre no lo hubiera hecho.

Ella, sabiendo que no faltaba mucho para conseguir su objetivo, le provocó como sólo ella sabía hacer.

—¿Eres un hombre o quieres dar pena como el soldado de las sandalias doradas de la leyenda[13]?

Fueron las palabras justas. Ningunas otras hubieran espoleado a Tut como ésas. Se arrancó el faldellín y dio unos pasos hacia ella, ya jadeante de deseo. Le agarré de un brazo.

—No, Tut. Es una niña jugando a ser mayor.

Se desasió con violencia.

—¡Pues por Amón que va a aprender!

Y se lanzó hacia ella, que le acogió entre sus brazos. Se tumbaron en la hierba, él arremetiendo furioso e incontrolado, y ella mirándome mientras él se guiaba hasta su sexo. Parecía gozar realmente, aunque tratándose de ella no podía saber si no estaba fingiendo, pero se movía con Tut como si realmente fuera la más experta de las amantes, lo que todos sabíamos que no era. Yo permanecí como hipnotizado por lo extraño de la situación, pues no podía evitar presenciarla, sobre todo porque los ojos de Ankhesep permanecían clavados en mí. Ella apresó su cuerpo con sus largas piernas, estrechando el abrazo y clavándole más dentro de sí, mientras movía su cuerpo al ritmo de las embestidas de él, que rugía de placer.

Llegué a pensar que ella sin duda gozaba, aunque viendo a Tut moverse, dudé que su burda pericia provocara tal placer, pero recordé la noche en que Tut me obligó a hacer el amor a aquella chica en el burdel, y que sólo conseguí excitarme cuando pensé en mi Reina, y llegué a la conclusión de que ella hacía lo mismo… mientras me miraba fijamente sin dejar de sonreír entre sus gemidos fingidos.

Cuando descubrí la verdad, me asusté mucho, y ella debió de darse cuenta por la expresión de mi cara, pues rió a carcajadas y me miró con más malicia si cabía, entre gestos provocadores, redoblando sus movimientos bajo su hermanastro.

Al fin, Tut se vació con un gruñido. Ella continuó moviéndose y gimiendo lastimera durante unos instantes, como si no le hubiese bastado con aquel asalto y deseara más. Él se dejó caer a su lado sin resuello, recuperando la respiración.

Ella me sonrió de nuevo y dijo:

—¿Lo ves, mi querido Pi? Estabas muy equivocado. Tut no me ha pegado. Mírale. Si hasta parece que le ha gustado.

Tut la miraba entre jadeos, sin saber muy bien qué decir. Supongo que no estaba acostumbrado a una mujer así, y estaba un poco cohibido, si esto era posible en él.

Hecho el daño, yo no podía hacer nada por reparar lo irreparable, así que les hice una reverencia burlona:

—Enhorabuena.

Y me fui de allí. Tal vez no fuera tan malo, después de todo. Si eso hacía que Tut se centrara, podía considerarse bienvenido, aunque si Ankhesep lo había hecho por despecho, iba a tener algún nuevo problema. Maldije mi facilidad para presenciar actos sexuales que no me concernían, aunque aquella noche tuve dificultad para dormir recordando la mirada de Ankhesep fija en mí y su sonrisa maliciosa mientras gemía.