Los preparativos del viaje real eran exasperadamente lentos, y no se podía hacer mucho para adelantarlo, así que tenía bastante tiempo libre.
Pensé que hacía muchos días que no me acercaba a ver a los niños que ya comenzaban a dejar de serlo. Habían crecido y sus enseñanzas eran más duras y exigentes, comenzando con prácticas para cada una de las funciones que los instructores pensaron que llevarían a cabo con mayor éxito según las cualidades de cada uno. No tenían mucho tiempo, pero debían de estar inquietos y decidí hacerles una visita.
Aún vivían en palacio, o al menos pernoctaban en él, así que fui por la tarde, en su momento de asueto. Todos parecieron alegrarse de verme, excepto Pay, que evitó mi presencia.
Nos abrazamos con sincera alegría. Hacía muchos días que no veía a las chicas, que apenas acudían a la ceremonia del alba pues aún les causaba mucho dolor recordar a su padre, y en tales momentos no hablaba con ellas. Maket estaba muy contenta. Todos me felicitaron sin malicia por mi ascenso. Djeh, como siempre, se reía.
—Deberías haber visto la cara que puso Pay cuando te anunciaron.
Había crecido mucho y casi se veía un hombre. Era sólo un año menor que yo, aunque se le veía más nervioso que de costumbre.
—¿Qué dicen los mentideros? —le pregunté sonriente.
—¿Qué van a decir? Que a la pobre Reina se la van a comer los Oscuros como un cocodrilo a un ratón.
—Y en oriente, ¿cómo van los preparativos de guerra?
Su mirada se entristeció, y no era normal en él.
—A marchas forzadas —dijo—. Va a ser duro.
—¿Cómo te encuentras?
—No puedo evitar preocuparme. O me cortan la cabeza u os abandono para combatiros. Ninguna de las posibilidades es muy atractiva para mí.
Maket le tomó las manos.
—No te preocupes. Madre no dejará que te hagan daño por mucho que tu pueblo nos ofenda.
—No se trata sólo de eso. Voy a ver cambios que de cualquier manera no me gustarán.
—No creo que nos gusten a ninguno —tercié—, pero si nos pillan en medio, estaremos lo mejor preparados posible para hacerles frente. Y no temas. Tengo mano con el ejército. —Le guiñé un ojo.
Ankhesep se me acercó, acariciándome el pecho de una manera nada parecida a como su hermana lo había hecho en mi mejilla.
—Sí. Resulta que nuestro Pi ya no es un sirviente. Su posición se ha visto de repente muy mejorada. Después de todo —continuaba acariciándome— tal vez seas un buen partido.
Sentí escalofríos, y no sólo por la poco agraciada estampa de la princesa, a pesar de que había crecido y su cuerpo antes escuálido se había rellenado, incluidos sus pechos, que lucía sin cubrir, orgullosa de sus pezones erectos, con los que jugueteaba. Su hermana, que siendo mayor, más guapa y más mujer, y aunque vestía de la misma manera, no resultaba tan sensual pues era la imagen de la bondad de su padre, le apartó la mano de mi pecho.
—Deja a Pi tranquilo. Con todo lo que le has hecho pasar, y ahora te atreves a degradarte así.
—Sí. Tienes razón. Aún no está a nuestra altura.
—No. Te degradas por tu comportamiento, no por su posición. Es como un hermano y no se merece tu frialdad.
Yo sonreí a Maket dándole las gracias por su ayuda y su incondicional bondad con los ojos. Me sentí muy aliviado, pues no tenía mucha experiencia en el trato con mujeres y siempre me ruborizaba. Antes, los chicos se hubieran metido con ella y nos hubiéramos reído, pero todos crecíamos y los estatus se evidenciaban. Ya nadie se atrevía a bromear con Ankhesep, que parecía capaz de ruborizar al mismo Anubis.
Usermont e Inuia se adelantaron, un poco cohibidos. Usermont casi me evitaba.
—¿Y nunca supiste que eras hijo de una figura tan importante?
Le miré sonriendo, sin acritud.
—¿Crees que hubiera podido ocultártelo? Sólo me enteré porque Tut quiso hacerme daño con eso.
—Lo siento. Hacía mucho que no te veíamos y…
—La alianza sigue intacta. —Era Inuia. Sonreía, aunque me sorprendí: su mirada ya no era la de un niño, sino que destilaba inteligencia. Asentí con la mirada, reconociendo su genio.
—Algún día serás un gran visir —le dije, e Inuia rió, recordando una broma que casi había olvidado:
—Pues para ello alguien tendrá que trabajar mucho.
* * *
Yo volvía a dormir a casa de mi padre, que continuaba con su actitud hosca e indiferente, pero no me importaba. Le demostraría que podía luchar con las armas que escogiese. Si él usaba la indiferencia, yo combatiría con ella, y si no me ganaba su afecto, pues no parecía un hombre capaz de ninguna cordialidad, al menos me ganaría su respeto. En realidad ya debería estar orgulloso, pues había ascendido a una posición de privilegio por mí mismo, actuando noblemente y sin venderme a nadie. Además, si nuestra posición (la de Nefertiti y la mía propia) se fortalecía, yo aún mejoraría, y las hijas de Nefertiti ya comenzaban a mirarme de manera diferente, aunque tal actitud me provocaba un rechazo que me esforzaba en no evidenciar, pues las pobres niñas habían heredado de su padre sus rasgos duros y alargados, con miembros largos y desproporcionados, cabeza ovalada como un pepino, lo que provocaba las burlas de los criados, y un carácter poco inteligente de vida regalada, sin ninguna inquietud, salvo aquélla que motivaba la elección de un perfume o un vestido. Aduladas por sus numerosas criadas, pensaban que habían heredado la belleza de su madre, ciegas ante la evidencia de la comparación más cruel, y pensaban acaso que yo debía responder a sus burdos coqueteos y caer rendido a sus pies. Pero me sacudía sus recuerdos de un plumazo.
Era feliz de estar al lado de mi Reina, aunque sentía fluir su desdicha, como la energía positiva que su marido emanaba.
Recé en silencio a Atón para que no la abandonara. Yo también había pensado que la coronación la fortalecería. No en vano, era la suma sacerdotisa de Atón, y su única mediadora entre el dios y el resto de los mortales, como lo había sido siempre.
Así pensaba, sin prestar atención a mi alrededor, como tanto me había aleccionado mi padre, cuando oí un ruido extraño que no supe identificar. Me paré a escuchar, pero lo siguiente no fue un sonido, sino un golpe seco en un lado de la cabeza. No tuve tiempo de sentir dolor ni nada más… salvo la negrura.
* * *
Ni siquiera fui consciente de mi propia identidad. Sólo del dolor. Un dolor creciente que, conforme aumentaba, despabilaba mi conciencia dormida, hasta que abrí los ojos y comencé a preguntarme quién era y qué hacía allí, pero sobre todo qué ocurría dentro de mi cabeza, que me provocaba tal sufrimiento.
Cuando toqué levemente el origen del dolor, un latigazo casi me devuelve a la negrura. Un calor hirviente bañó mi cabeza, y respiré hondo para no volver a caer, muerto de miedo como estaba.
Controlé mi conciencia. El golpe debía de haberme abierto literalmente la cabeza, que me palpitaba con los rítmicos golpes de un doloroso tambor. Me pregunté si no habría sufrido una de aquellas raras operaciones de trepanación de cráneo de las que había oído presumir a los mejores médicos, y a las que jamás me prestaría voluntario por peor enfermedad que tuviera. Tal era mi sensación.
Tras un análisis un poco más exhaustivo, descubrí que mi escudo óseo craneal estaba intacto, al menos fuera de la herida, lo que me tranquilizó un poco, aunque no podía garantizar que no hubiese huesos rotos en la parte golpeada. ¡La de veces que habíamos jugado a los médicos con Tut y las niñas, practicando operaciones imposibles!
Fui recordando poco a poco hasta recobrar del todo la conciencia, y con ella el pánico.
Miré alrededor. Estaba tumbado en una vieja estera. Al menos habían tenido la decencia de no dejarme morir en la calle. Junto a mí había un cuenco con agua, que utilicé para lavar la herida, entre salvajes punzadas de dolor.
Me obligué a pensar. ¿Quién podría quererme fuera de palacio sino Tut, los sacerdotes o éstos por orden del primero?
La cabeza me dolía horrores y no estaba para muchos razonamientos, aunque todo se hizo más fácil cuando se abrió una puerta y entró Tut. Estaba pálido y ojeroso, y caminaba lento y atontado, como desorientado.
—¿Cómo estás? —preguntó.
—Lo sabes muy bien. No hacía falta que me mataras si querías hablar conmigo. Hubiera venido solo de buena gana si me hubieses llamado.
—¡No te hagas la víctima! ¿Te estás acostando con ella?
—¿Qué? —Me incorporé estupefacto, aunque sólo llegué a moverme un palmo, ya que la cabeza me martilleaba a la vez que me daba vueltas, y Tut a su vez dio dos pasos hacia atrás asustado, como mareado, y casi se cae. Volví a sentarme, pues no quería provocar una reacción airada de las que tan bien le conocía—. Todo lo que hago es rezar con ella al alba, como siempre he hecho. Hago lo que deberías hacer tú.
—No es lo que dicen mis espías.
—¡No me digas! Claro, por eso no estás en palacio, si tus espías saben tanto…
Tut soltó una risa amarga.
—Somos como una misma persona. Yo y mi sombra, sólo que tú te llevas la mejor parte, y yo lo malo. Tú el cariño y yo el odio.
—Te equivocas, eres tú el que se inventa los odios. Eres demasiado susceptible. Y ya no soy tu sombra. Tú pareces tu propia sombra.
—Entonces, ¿por qué no soy Faraón?
—Te lo he dicho. Tu padre pensaba que aún no estás preparado. Y lo pensaba espontáneamente, porque ella nunca le dijo nada. No se metería entre un padre y su hijo. Y Nefertiti no te odia, sino que te añora junto a ella como el hijo que siempre ha querido. Se siente culpable de lo ocurrido y reza a Atón con una pasión que deberías ver para comprender. Deberíais daros otra oportunidad. A ella de recuperar tu cariño de hijo (y de ninguna otra cosa, pues no desea entregarse a ningún otro hombre, sino a Atón) y a ti de olvidar rencores y volver a ser el de antes. Y así serás Faraón. No lo dudes, pues es la palabra del dios. Ella misma me ha dicho que su reinado era transitorio y que está deseando dejar esa carga y retirarse a orar en paz. Ése es el camino, no desafiando a tu padre —miré al disco solar— con la gentuza a la que ordenaste matarme.
Tut se sentó con la misma gracia que un pato.
—Me gustaría que todo fuera como antes.
Parecía tan cansado que su rostro daba pena.
—Pues vuelve y danos tu ayuda. Desde aquí mal puedes empezar a gobernar, sino que te gobiernan. —Me interrumpí, pues Tut cerraba los ojos. Le levanté la cabeza—. ¿Te encuentras bien? Mírate. Tienes unas ojeras espantosas y pareces dormido. Si nos viera un médico, probablemente te atendería a ti antes que a mí.
—Sí. No duermo bien. Me dan algo para ayudarme, pero por la mañana la cabeza parece estallarme.
—¡Atón divino! —exclamé—. ¿No te das cuenta? Estás drogado. Pretenden anular tu voluntad para gobernarte mejor.
Él levantó la cabeza, receloso.
—Fui yo quien les pidió algo para dormir.
—Sí. ¿Y cómo sabes que no te dan algo antes para impedir tu sueño?
Tut sacudió la cabeza, incómodo.
—No sé qué pensar.
—Tut. Siempre me he ocupado bien de ti. Déjame sacarte de aquí y presentarte de nuevo en palacio. Juzga tú mismo, cuando vuelvas. Serás libre de hacer lo que quieras, sin que nadie decida por ti, y estaremos a tu lado. Incluso los chicos te echan de menos.
—¿Qué dices?
—Sí. Vamos a casa.
Levantó la cabeza.
—¿No me guardarás rencor por abrirte la cabeza?
Yo sonreí, aunque no por ganas.
—Ya me enteraré yo de quién fue y me entenderé con él. Creo que fuiste inducido a ordenar eso sin quererlo. En cualquier caso, no podría llegar a odiarte. He pasado demasiadas cosas contigo para odiarte, aunque debería hacerlo.
Tut se levantó emocionado y me abrazó. En aquel momento volvió a ser un niño frágil. Yo sentí un inmenso alivio.
—Escucha —dije—. Si nos vamos los dos como si nada, recelarán. Puede que incluso nos estén espiando, así que vete y actúa como si les dieses la razón. Y luego ordena que me suelten. Y por Atón, que no vayan a atacarme otra vez, que me encuentro muy débil.
Tut sonrió.
—Descuida.
Yo le susurré:
—Y no vuelvas a tomar nada que no te den en palacio. Ya verás la diferencia por ti mismo. Iremos a ver a los médicos para que te depuren con jugo de alcachofa y limón y a los dos días dormirás de manera natural.
—Tú irás primero —dijo señalando el enorme chichón en mi cabeza. Y se fue.
Al cabo de unas horas, la puerta se abrió. Después de una rápida inspección, vi que no había vigilancia o ésta era relajada. Me fui a toda prisa, por si a alguien le entraban las dudas, y porque estaba realmente preocupado por mi herida.
* * *
Cuando llegué a palacio, todo el mundo parecía ocupadísimo, como si un terremoto hubiera sacudido la zona.
Encontré a Ay en la sala del consejo. Corrió hacia mí al verme.
—Te esperaba. Ven. Vamos al médico.
Mientras me curaban —el bueno de Pentu estaba escandalizado—, Ay me lo explicó todo.
—Tuvimos suerte de que yo estuviera aquí, y fuera a mí a quien encontró Tut. Tuve tiempo de prevenir a Nefertiti —aún no se acostumbraba a llamarla Reina o Faraón—, pues si Tut hubiera acudido directamente a ella, tal vez todo hubiera sido distinto.
—¿Y eso?
—Tuve una larga conversación con él. Tut está obsesionado con ella. Cree que sólo ella le dará no sólo el cariño —y el placer, pensé yo— que le dio a su padre, sino también la energía de Atón.
—Y ella le teme.
—Sí. No sabe qué hacer para evitarlo, pues por nada del mundo sería su esposa.
—Pero si llega a ser Faraón, no podrá evitarle por mucho tiempo.
—Exacto. Por eso tiene tanto miedo.
No pude sino admirar al viejo Ay. Me había mostrado en segundos lo que a mí me había costado mucho, no discernir, sino digerir.
—¿Y cómo sabías tú eso?
Él sonrió.
—Ya no puede ocultar su identidad en los burdeles, y Nefertiti me contó el resto. Por eso supe que sólo tú podrías convencerle.
—Pues flaco favor le hemos hecho.
—No te preocupes. Cuando él sea coronado, ella huirá a un templo en el desierto, donde nadie la encontrará. Se dedicará al culto de Atón.
—Será duro perderla de vista.
Ay puso su mano en mi hombro.
—Pero es su felicidad lo que importa. Y ahora no es feliz.
Yo intenté cambiar de tema.
—Por cierto, ¿dónde está mi padre?
—En campaña. Evaluando la situación con nuestros belicosos vecinos en pie de guerra.
Eso me asustó.
—¿No deberíamos acudir en su ayuda? Si tan olvidado estuvo el ejército de AkhenAtón, apenas contará con buenos soldados.
Ay palmeó de nuevo mi espalda.
—Mi querido Pi. Eres más valioso aquí que todos mis escribas juntos. En cuanto a Horemheb, no le subestimes. Es un gran general. Vamos. Tut querrá verte.