8

Mis golpes sonaron fuertes en la puerta del general Horemheb y el viejo criado salió flanqueado por dos soldados colosales. Me esforcé en no parecer asustado.

—Quiero ver al general —dije con la voz más grave que logré impostar.

—¿Y quién quiere verle?

—Su hijo.

Sólo sus ojos demostraron un ápice de sorpresa, lo que me reveló que su función sobrepasaba la de simple criado; su reacción no se extendió al resto del cuerpo.

Me hizo esperar una hora en la puerta, y al fin me hicieron pasar a una sala. En un sillón muy poco egipcio, me esperaba tumbado el que debía de ser mi padre. No se levantó. No se movió. Me miró atentamente como si no me conociera, tras hacer un gesto para que me acercara a él.

—¿Cuándo lo has sabido?

—La noche en que murió el Faraón.

—¿Cómo?

—Por Tut. Y a él se lo dijeron los sacerdotes.

Mi padre asintió. Estaba suficientemente cerca para examinarle. Un rostro fuerte y altivo. No bello, pero sí grave y serio. Las mujeres encontrarían atractivo su porte sereno, majestuoso y un poco misterioso y amenazador. De anchas cejas, nariz y labios. Sus ojos eran pequeños pero vivos, tristes pero autoritarios y firmes. De esas miradas que cuesta soportar. De rasgos feos, pero conjunto noble. Me pregunté si yo mismo había heredado tal aspecto; todavía no había tenido la ocasión de comprobar la reacción de ninguna mujer ante mis rasgos, salvo aquella chica en el burdel, cuyo rostro apenas recordaba, a la que no me había hecho falta convencer, ni mucho menos por mi aspecto, y por supuesto Nefertiti, que supongo que aún me veía —para pena mía— como el niño que estaba dejando de ser.

—¿Qué vas a hacer? —interrumpió mis pensamientos.

—La Reina me ha pedido que le sirva como su consejero. Va a darme una propiedad pero no estaré seguro allí, así que ordena que me aloje aquí.

—¿La Reina lo ordena?

Me miró inquisidor, pero logré mantenerle la mirada, y me dije que en adelante usaría esa mirada, esa arma que valía más que una buena espada. Pasé el examen. Horemheb asintió.

—Puedes pernoctar aquí si quieres, pero no sientas la casa como tuya, pues tal vez te pida que la abandones en cualquier momento si no sirves a mis intereses.

—No he venido por bien material alguno, sino por respuestas —solté con tono grave sin poder contenerme. Sabía que mi cara reflejaba enfado y tensión.

—Has venido por despecho. Pues bien, pregunta —dijo el general abriendo una mano, con un gesto que me ofendió, pues tal parecía que yo fuese uno de sus soldados.

—¿Esto os divierte? —dije sin pensar.

Él no pensó la respuesta, lo que me crispó aún más.

—No. No ahora que veo que tienes mi orgullo.

Se incorporó en el sillón, sentándose y haciéndome sitio para que me sentara a su lado. Leyó mi cara y a mí no me importó que lo hiciera, pues me ahorraba la indignidad de formularle mis preguntas en voz alta.

—Soy un gran militar. Mis batallas se cuentan por victorias… hasta que AkhenAtón me maniató. En realidad fueron los sacerdotes, ya lo sabes, pero el responsable fue él, por defecto de su autoridad. No sé si era que realmente creía lo que decía, o si tenía miedo de mi creciente poder, de que ofreciese mi espada a los sacerdotes… o de mi nula fe.

—Entonces… ¿qué os mantuvo fiel al Faraón?

—Tú. Siempre me he preguntado si valió la pena.

Yo no respondí, aunque tuve la extraña certeza de que mentía.

—¿Y mi madre?

—Murió cuando eras un niño. Nunca he tenido interés en atarme a una mujer. No era una gran dama, sino una sirvienta. Pero cumplí con mi obligación y la cuidé.

—Y ahora que ya nada os ata, tras haberos librado de mí, ¿por qué me atendéis como a vuestro hijo?

—¿Te hubieras ido sin hablar conmigo? —Sonrió. Una concesión desde su gesto imperturbable, que casi pasó por un gruñido, pero que reconocí entre sus dientes de zorro—. No pasé pena por ti. Te criaste mucho mejor que si yo mismo te hubiera tutelado. Seguro que me hubieras odiado como Tut odió a su padre. Aunque no creía en su fe, sentía simpatía por la persona y respeto por Ay, su más fiel defensor, al que sostenía a su vez la vieja Tiye, aunque nuestras posturas están ahora encontradas, pero no dejaré por eso de respetarle. —Rió amargamente—. El gran general dominado por los buenos sentimientos. —Su risa me dio miedo.

—¿Y cuál es vuestra postura encontrada con la de Ay?

Él frunció sus gruesas cejas ante la grosera pregunta, pero volvió a relajarse.

—Egipto necesita más que nunca un Faraón fuerte, que recomponga las fronteras y maneje bien los asuntos de Estado. —Se encogió de hombros—. Yo haría lo primero y Ay lo segundo, si no se empecinara en respetar la palabra dada al nuevo Faraón.

—¡General! —Salté del asiento, escandalizado—. ¡Eso sería un golpe de Estado!

Él rió de nuevo. Su carcajada sonó franca.

—Créeme. Nefertiti lo agradecería mucho, y el país más. Sólo yo soy capaz de poner a esas hienas en su sitio, aunque para eso tendría que devolverles a su dios. Ya no haría falta un regicidio, sino tan sólo un matrimonio.

—¿Y qué os detiene?

—Sólo Ay, y el hecho de que confío en que Nefertiti sea más inteligente que el loco de su marido —me estremecí al oírlo, pero disimulé—, y más estando tú como consejero. —Volví a estremecerme—. No estarías aquí con esa osadía sin una buena cobertura. Pero mi paciencia tiene un límite.

Asentí.

—¿Tengo vuestro permiso para hablar de esta conversación con ella? —Él hizo una leve reverencia. No más de un par de dedos con la cabeza[12].

—No me insultes. Ella lo sabe perfectamente. Sabes que no soy un falso cortesano, y veo que tú tampoco. Estás bien educado. Parece que tomé la decisión correcta.

—No causaré molestias. Puedo dormir con los criados, como he hecho siempre.

No le afectó la pulla, aunque casi se sorprendió. Otro amago de sonrisa zorruna.

—En modo alguno. Son soldados. No te tratarían bien. Aquí es mejor que te respeten como hijo mío. Ya has pasado bastante tiempo entre criados. Por cierto, ahora que eres hijo mío, ya no tienes por qué usar un nombre de esclavo, así que escoge un nombre.

Eso me molestó.

—¿Es una gracia que me concedéis o es que os avergüenzo con mi nombre de esclavo?

No contestó. Antes de irme, y tras una reverencia, acaso un poco más larga que la suya, aventuré:

—Si no hubiera valido la pena, ¿vuestra postura hubiera sido la misma?

Sonrió burlonamente. No contestó.

* * *

Los días siguientes fueron tranquilos. Los preparativos, tanto para la despedida del Faraón como para la bienvenida al nuevo, Nefertiti, con el nombre real de Smenkharé, se llevaron a cabo sin mucho duelo, en comparación con otros funerales reales, aunque toda la actividad se paralizó en las Dos Tierras. Las ceremonias eran profusas, tanto las de Atón como las más numerosas. Se llevó a cabo una burda ceremonia de regeneración del nuevo Faraón para calmar al pueblo. La auténtica la habíamos llevado a cabo la noche misma de su muerte. Incluso en Akhetatón se oficiaron miles de ceremonias a Amón, aún proscritas, pero no perseguidas. Nunca lo fueron en realidad, salvo que el Faraón anterior imponía algo más de autoridad que el nuevo, tal vez por el recuerdo del reinado de hierro de su padre.

Yo acudía antes del alba a palacio, donde Nefertiti me había dado la autoridad necesaria de paso en todo el palacio. Los que antes dormían conmigo, ahora se postraban a mi paso, temerosos de mis represalias, aunque yo les seguía saludando por sus nombres, como siempre lo había hecho, pues seguía entrando por las puertas de servicio, porque me sentía más cómodo y no quería dejar de ser parte de aquel mundo sencillo y humilde, ya que bien sabía que mi posición podía ser efímera.

Me reunía con ella en el jardín y rezábamos la ceremonia de regeneración, y conversábamos un momento sobre asuntos triviales. Observé que algunas de sus hijas dejaron de asistir a las ceremonias, o sus asistencias ofrecían amplias lagunas, y comprendí mi papel. No sabía si en verdad iba a oficiar de consejero real, pues según los instructores estaba preparado para ello, aunque yo no lo tenía nada claro, pero sentía que mi verdadera función, lejos de la política, no consistía sino en infundarle una fe que le faltaba, una mal interpretada sensación de que a mí me sobraba esa fe en el dios, cuando lo que sentía era fe por el hombre.

Yo no podía sino admirar su fuerza. Jamás su fe en Atón había sido aparentemente tan grande. Acaso se reprochaba su error, aunque a mi entender, pedir una gracia a Hathor no era ningún mal, y en ningún momento AkhenAtón cuestionó a más dios que Amón, por las solas acciones de sus sacerdotes, que no por una antipatía con el dios mismo. Y menos hubiera sido una falta para el corazón bondadoso de AkhenAtón, pero ella tal vez se reprochaba el hecho de no haber confiado en él y no habérselo dicho, aunque en el estado enfermo del Faraón tampoco era reprochable, sino antes bien un acto dulce, una mentira piadosa. Pero ella se imponía las ceremonias como una especie de primera obligación, como una penitencia a un pecado que no lo era.

Cumplía con el protocolo y aún sacaba tiempo para interesarse por sus hijas, y también por los asuntos del reino, aunque la primera reunión importante no llegó hasta quince días más tarde. A ella asistimos Ay, Horemheb y yo, lo que era un gran honor para mí, pues en verdad iba a participar más allá de los rezos, a mis dieciséis años, aunque tanto yo como Tut éramos muy precoces; yo en inteligencia (según casi todo el mundo), y Tut en pasión y amargura.

No fue una reunión cortesana, sino un almuerzo entre amigos. Nefertiti nos agasajó sirviéndonos comida ella misma, uno a uno, habiendo despedido a todos los sirvientes de la sala. No permitió que yo la ayudase, para mi rubor. Todos admiramos su humildad e inteligencia. Era un gesto de amistad.

—Amigos míos, ahora sois los pilares de Egipto, pues sólo en vosotros confío. Tú, Ay, serás mi primer consejero, como lo has sido con mi marido, pero te ocuparás del gobierno del país sin cortapisas. Te daré todos los poderes y atribuciones para que puedas vencer la oposición de los sacerdotes y desentramar sus trampas. Dirigirás el país de puertas adentro. —Miró a mi padre—. Tú, Horemheb, tendrás la misma potestad para hacernos respetar de puertas afuera, aunque todavía no, pues de momento te necesito aquí hasta que las aguas se tranquilicen tras mi coronación; son muchos los enemigos ahora. Y tú, Pi —me estremecí—, serás mi enlace con el mundo exterior y cuidarás de que mi fe no decaiga. No te daré un cargo oficial, como a Ay, pues tal sería atar vuestras funciones y poneros en peligro, pero todos sabrán que gozas de mi confianza. Además te haré responsable de palacio y de mi seguridad, conjuntamente con el general, aunque tendrás que hacerte respetar. —Miró a Horemheb y me pregunté si aquello no era una ironía—. No temáis, pues no pienso ser Faraón eternamente. Mi marido fue muy explícito al respecto. Si Tut vuelve al redil, o encontramos a alguien digno de la corona, yo me retiraré como sacerdotisa de Atón a algún templo escondido, donde hasta mis peores enemigos se olviden de mí, y no interferiré en ningún asunto salvo mi propia fe.

Pregunté a Ay:

—¿Sabemos algo de Tut?

—No oficialmente, por supuesto, pero es un secreto a voces que está en manos de los sacerdotes. Si pudiéramos hablar con él…

No pensé mucho ni poco mi réplica:

—Yo sí puedo. Sé dónde encontrarle.

—Podrías decirle entonces que su padre no le vetó, que podría volver al cariño de su familia, y al reinado. —Miré a Nefertiti y vi cómo se estremecía, y el brillo de comprensión en su mirada—. Y arrancarle de las manos de los sacerdotes. Sólo Atón sabe qué mala influencia pueden ejercer sobre él. Quizás aún no sea tarde.

—Lo intentaré —contesté—, aunque temo que su orgullo sea mayor que el cariño que le quede, y su afán de venganza hacia mí, mayor que su sentido común. Además, le están aleccionando contra Nef… contra el Faraón por desplazar a Tjii, su madre.

Intervino Ay:

—Pues yo mismo conocía a Tjii tan bien como a Nefertiti, y no era menos inteligente. Aceptó la situación con una nobleza que la humanizó a ojos del Faraón.

—Así es. Incluso nos llevábamos bien —dijo ella—. Era muy inteligente.

—Sí —continué yo, feliz de que mis razonamientos fueran escuchados—. Pero era extranjera, y aunque no a vuestros (nuestros) ojos, seguro que lo van a tergiversar para confundirle.

—Entonces haz lo que puedas, hijo, pero ten cuidado.

Miré a Horemheb. Resultaba irónico que fuese Ay quien me llamase hijo en presencia de mi padre, cuando éste me rehuía en sociedad, aunque tal gesto podía ser una manera de protegerme.

Nos despedimos. Yo me quedé pensando cómo iba a abordar a Tut, y el plan surgió en el mismo instante que mi lengua y mi estúpido afán de protagonismo entre tan notables personajes hablaron por mí.

La sensación de disfrazarme de señor me sorprendió, por mucho que ahora lo fuera. Lo hice discretamente para no llamar la atención, y colgué un arma corta en mi cinto. Mi padre se había empeñado en que fuese instruido en el manejo de las armas para que, si tenía necesidad de emplear la fuerza, poder al menos ganar tiempo para una huida honrosa, decía él, así que mis brazos me dolían como si hubiese cambiado de lugar el palacio entero, ladrillo a ladrillo, pues había puesto al más bruto de sus soldados a enseñarme algunas horas todos los días, y en verdad me sentí más confiado al percibir el choque del arma contra mi pierna mientras andaba.

Salí de palacio sonriendo tontamente mientras pisaba las baldosas pintadas imitando un pantano, simulando que el propio palacio no fuera tal, sino una isla en medio del Río Sagrado. Jamás había reparado antes en esas pinturas.

Llegué pues al burdel y me presenté a la señora que lo regentaba. Por supuesto, me reconoció al instante.

—Parece que habéis prosperado.

—Así es, y vos no lo haréis menos si me satisfacéis.

—Tenéis mi establecimiento a vuestra disposición.

Le di unas alhajas de cierto valor, lo que provocó un suspiro de placer.

—Por este precio, yo misma soy vuestra.

Sonreí.

—No será necesario, aunque aún sois capaz de competir en belleza, y seguro que podéis ofrecer mucha más diversión que vuestras chicas. Esta noche sólo quiero una información. El señor que me acompañaba, ¿ha venido esta noche?

Su mirada se hizo suspicaz. No llevaba años en el negocio por nada. Miró la alhaja como si se preguntara si valía la pena el precio. Era parte del juego.

—Es un señor poderoso —dijo—. Tiene… ciertas influencias.

Me obligué a no pestañear y ganar el duelo de miradas. Creo que salí airoso.

—De proscritos —dije—. Yo soy más poderoso. Y mi poder viene de palacio mismo. Ya oiréis hablar de mí.

Eso pareció bastarle.

—No hoy, pero viene a menudo y maltrata a las chicas. Suerte que aún no es un hombre como vos, pues podría causar mucho daño.

—No si yo me ocupo de él.

Nos despedimos tras darle mi palabra de que su seguridad no peligraría, y salvaguardar la mía, tras un par de intentonas de satisfacerme con algo más que información.

Volví regularmente en busca de Tut. Aún tardó dos semanas en aparecer, lo que me sorprendió bastante. No sabía bien qué pensar. Tal vez su carácter se había templado y la culpa le impedía acudir con más frecuencia. Lo esperé en la alcoba que usaba normalmente. Le vi entrar con una de las chicas, que por cierto no parecía nada complacida por su elección.

Cuando me vio, se quedó helado. El cambio fue instantáneo. De la cara de niño travieso que disfruta de una pillería, al adulto resentido y orgulloso con mirada de hielo.

—Hola, Tut. Has crecido.

Despachó a la joven con un gesto que parecía decir que aún no había terminado con ella, y no reflejaba lujuria sino ira.

—¿Por qué debería hablar contigo? Mi guardia está en la entrada. Podrías estar muerto en menos de lo que tardas en decir el nombre de tu zorra.

Respiré hondo. No iba a ser fácil.

—Sólo quería hablar contigo. Aún soy tu amigo. Nunca dejé de serlo.

—Me insultaste.

—Un verdadero amigo te dirá la verdad, no lo que quieras oír. Un adulador te mentirá. Te comportaste como un necio y te lo dije.

—Delante de todos.

—Sí, y me lo reprocho. —Abrí las manos—. Te pido perdón por ello; todos lo sentimos mucho. Debiste escuchar el resto del mensaje de tu padre.

Sus ojos lagrimeaban, pero no permitió que escapasen de sus párpados.

—Sí, claro. Escuchar que soy el mal hijo, el fruto podrido.

—No, en absoluto. Tu padre dijo que pensaba que todavía no estabas preparado y por eso tu madrastra ejerce la regencia, pero te invitó a volver con la familia y recuperar tu corona. Eres joven. En realidad apenas eres un niño, y eso y no otra cosa fue lo que quiso decir tu padre.

Tut no respondió. Yo insistí.

—Tut, tu padre te adoraba. No te repudió. Sólo te dio tiempo para templarte y madurar. Su propio dios le hubiera impedido violentarte.

—Sí, y esa puta se follaba a la diosa Hathor cuando yo sólo hablaba con los sacerdotes. Vas a decirme que lo sabía.

Cabeceé exasperado.

—No, no lo sabía, pero todos tenemos derecho a errar. Somos humanos, no dioses. Tenemos derecho a cambiar. Es lo que distingue a Atón de Amón. Atón perdona y te acepta de nuevo. Y tu familia también. Y te pide que vuelvas a casa a seguir aprendiendo para ser Faraón. Un buen Faraón como tu padre y tu abuelo.

—¿A casa? ¿Sabes que en todo Egipto los adoradores de Atón apenas se cuentan por centenas? La gran mayoría vive en esta ciudad y de ellos, la mayoría en palacio.

—¿No irás a decirme que tu padre fue un error o un fraude?

—Mi padre estaba enfermo. Hay muchas clases de enfermedades, y alentado por esa…

—Tut. Tu padre te dio cariño y respetó mucho a tu madre, que vivía en familia, con el mismo afecto con el que tú mismo fuiste criado, como yo mismo.

—¡¡No mientes a mi madre!!

En aquel momento supe que había perdido. Intenté cambiar la conversación. No valía ya la adulación y sería lo último que me aguantara, así que me puse serio.

—Tut, ya basta de rencores sin fundamento. Soy amigo tuyo, recuérdalo. Ellos sólo se servirán de ti. Si les fallas no tendrás la segunda oportunidad que Atón te ha dado. Acabarán contigo. En casa tienes quien te quiere sin pedirte nada a cambio. Recuerda esto: ya no soy tu servidor, pues fui apartado de esa función, pero aun así he venido, sabiendo que me arriesgo a provocar tu ira. Y he venido por propia iniciativa a darte un mensaje de la Reina. Porque sigo siendo tu amigo y te aprecio, aunque me hayas tratado como a un perro y no lo merezcas. Tu padre quería que volvieras y por eso estoy aquí. No me lo pongas más difícil.

—Si vuelves a seguirme, ordenaré que te maten.

Y salió corriendo, cojeando ostensiblemente.

* * *

Nefertiti escuchó nerviosa mi relato. Por un lado le entristecía perder al niño al que había querido casi como a un hijo suyo, y por otro adivinaba un monstruo en ciernes y se alegraba de tenerlo lejos.

Horemheb se indignó.

—Ordenádmelo y os lo traeré atado de pies y manos. Si no ayuda, al menos no hará mal.

Nefertiti tembló en su trono.

—¿Qué clase de sacerdotisa de Atón sería si hiciese eso? Prometí a mi marido que no renegaría de su dios, y menos puedo hacerlo de su doctrina.

—Pues con esa doctrina los enemigos se nos van a comer por los pies y la cabeza.

—¡Horemheb!

El general bajó la cabeza, avergonzado de ser reprendido por una mujer, y salió de la estancia. Ay tomó la mano de la Reina.

—No temáis. Es orgulloso pero noble.

Ella me miró. «Como tú», me dijo con los ojos.

* * *

El mes siguiente fue el más duro que se le puede imaginar a una mujer sencilla como Nefertiti, que se había limitado a aconsejar (eso sí, sabiamente) a su marido, cuidar de sus hijos y administrar su tremendo carisma (siendo consciente de su belleza y del halo de misterio que irradiaba, y sobre todo de su efecto sobre hombres y mujeres) en las fiestas y recepciones a las que creía conveniente acudir para ayudarlo.

Ahora debía estar alerta todo el día y gran parte de la noche. Su orgullo le impedía mirar hacia atrás en busca de una sombra, un enemigo imaginario, y vivía con el miedo a una puñalada en la espalda y agobiada por el enorme peso que iba a recibir en forma de doble corona.

La responsabilidad del gobierno no era, sin embargo, lo que más la atemorizaba. Las antiguas dudas acudían a ella. Yo sólo podía adivinarlo en sus ojos, cuando al alba la asistía en sus oraciones. Al recibir el soplo de Atón, ¿no caería fulminada por sus pecados y sus dudas? Era su marido mismo el que la miraba a los ojos cada día, cuya mirada soportaba muy poco tiempo sin dañarse. Pensé en los combates de miradas que comenzaba a practicar, y la compadecí. Debía sentirse explorada en lo más hondo de su alma cada vez que miraba al sol.

Parecía que la coronación no iba a llegar nunca. Pero llegó. Yo me alegré de tener negado el acceso a la ceremonia fúnebre, y no por poca amistad, sino por mi cargo, cuyo estricto protocolo restringía el acceso a la familia. No deseaba estar presente en absoluto, aunque ella necesitara mi ayuda en esa circunstancia.

Tut por supuesto no acudió, por lo que di gracias a Maat.

Pasaron unos días hasta que la nueva Reina me mandó llamar, ya como Faraón de Egipto. Yo suponía que había necesitado un merecido descanso tras la ceremonia de coronación.

Me recibió, como era ya costumbre, en el jardín. Los espacios cerrados la oprimían, fuera de la luz de su marido-dios. Yo no sabía qué decir, pues no sabía qué actitud podría tomar ni cómo el cambio a Faraón la había afectado, pues ahora no era ni más ni menos que una diosa, aunque eso no era nada nuevo para mí. Permanecí un rato parado mirándola sin decir nada, pero ella, divertida ante mi embarazo, tomó de la mesa de ofrendas unas frutas y las puso en mi mano.

—Majestad.

—¡No! No me llames así. No lo soportaría. Tú y yo somos amigos.

Sonreí. No había cambiado.

—¿Cómo estáis?

Ella suspiró y dijo:

—Yo creía firmemente que en la coronación sería castigada por mis dudas, como no digna de la doble corona, o quizás al contrario, que me sería dada una energía y una fortaleza que las haría olvidar… Pero no sentí nada. Dime, ¿tú me ves como una diosa?

Me mordí la lengua con fuerza para evitar que hablara por mí. Ardía de ganas de decirle que siempre sería una diosa para mí, aunque fuera la más indigna de las servidoras de palacio. Ella se miraba las manos.

—¿Crees que mi magia o mi poder son superiores a los que tenía hace unos días? —No me dejó responder—. ¡No! Pero con Akh sí sentía esa magia, esa energía corriendo entre nosotros. Sentía la fuerza que absorbía del sol y expandía al mundo en más cantidad que la que recibía. Tal era su fe.

Crispó las manos, sin levantar aún la vista. Yo miraba su nuca, donde el cabello no cubría su piel lechosa, y sentí un doloroso deseo de besarla.

—Pero yo no soy capaz de absorber ni canalizar esa energía, por más que rezo. Por eso sé que mi reinado es un error y no hará sino perjudicar al país.

Respiró hondo tras desahogarse. Yo sonreí levemente ante la evidencia. Debía de llevar días deseando contar eso a alguien. Ante un impulso ya incontrolable, conmovido por su atractiva fragilidad, me acerqué y la abracé tiernamente. Ella se emocionó, aunque evitó soltar una lágrima.

—Recordad la leyenda de las Hathor —le dije.

—Gracias. Por eso te necesito a mi lado. Pareces conocerme mejor que yo misma.

Yo reí de buena gana.

—¡Pero si no he hecho nada!

Los dos reímos, al principio sólo ella, con una risa nerviosa, sintiéndose un poco ridícula por su debilidad, pero al poco los dos reíamos a carcajadas. Al fin, ambos pensamos que debíamos poner un poco de seriedad y le hablé.

—Pienso que tu magia es distinta, pero no menos poderosa. Y si la corona no te provoca un cambio a bien, piensa en aquellos a quienes la corona sentaría fatal. No comparto tu opinión, pero no se debe llevar la contraria a una diosa. Dime, ¿qué piensas hacer?

—Aguantaré sólo lo justo, mientras buscamos un buen Faraón. —Soltó una carcajada—. ¿No querrías ser tú?

Me estremecí. No me hizo gracia en absoluto y comprendí en un segundo su malestar anterior. Evidentemente era una broma, y me costó lo mío componer una sonrisa que pareciese espontánea, para no contrariar su buen humor. Pero no fue por miedo. Me estremecí pensando que si fuera Faraón… lo sería a su lado. La corona me daba igual.

—No está bien bromear con estas cosas —dije.

Ella recobró su mirada triste, y yo me arrepentí al instante. Ya no tenía arreglo, así que callé. Ella se dio cuenta de mi turbación y cambió de tema.

—Confío plenamente en mi padre Ay. Tiene una tarea muy dura, y muchos y poderosos enemigos, pues los que no intentan medrar por objetivos religiosos, pretenden aprovechar la ocasión de la inestabilidad para enriquecerse a costa de otros, pero me consta que ya está en marcha, y su amor por Egipto le da la fuerza que le falta a su viejo cuerpo, que, por otra parte, parece revivir. Lo que no sé es qué hago yo.

—Quizá debamos mirar al exterior de palacio. Hemos estado demasiado tiempo encerrados, y los rumores son muy serios para ignorarlos. No os ofendáis, pero AkhenAtón, quizá convencido por su fe, no prestó atención al pueblo y… —Me paré en seco. Había hablado demasiado.

Nefertiti escuchaba tensa, pero me invitó a continuar.

—El pueblo dejó de amarle. Sobre todo, alentado por los sacerdotes. No es extraño que no sintáis la energía.

Ella no se enfadó como yo temía, sino que se dejó llevar por la curiosidad.

—¿Qué sugieres?

—Esperar a que los ánimos se calmen y partir de viaje. Acercaos al pueblo y habladle. Vuestro encanto es vuestra mejor arma, y sobre todo la de Atón, pues el pueblo perdió la percepción de que su Faraón les ayudaba, y éste no estaba allí para explicarles que sí lo hacía, aunque a su modo.

De nuevo suspiró.

—Sí. Organízalo. Iremos, pues.

Crucé las manos a la espalda para que no las viera temblar.